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200 palabras ¿Qué podré escribir de fantástico en 200 palabras, a quien alcanzaré a sorprender con un microrrelato, de dónde inventaré una historia que conmueva a alguna persona? Asimismo, a medida que transcurre este escrito se me acaban las ideas y las palabras me acotan la imaginación. Ya van más de cincuenta y todavía no escribí nada. Como no se me ocurrió ninguna cosa, me distraje con un ruido que venía de la cocina. Me dirigí hacia ese extraño sonido y la vi a ella parada como llorando al lado de la mesada. No lo podía creer, era imposible, seguro estaba soñando, si ella….aquella tarde había tomado la decisión de irse para siempre. La abracé, aunque no sabía a ciencia cierta de qué se trataba todo esto. Le pregunté porqué me había abandonado, porqué había tomado esa determinación tan dramática, pero ella no me contestaba, parecía como ida, como si en realidad no estuviera ahí en ese momento. Yo traté en vano de soltarme y recordé lo que me había dicho el médico cuando fue la internación: que era un milagro que yo me hubiera salvado, que era un milagro que el escape de gas no me hubiese matado enseguida. EL VIAJE Un movimiento casi imperceptible fue suficiente para que lentamente mi conciencia emerja de su eterno letargo. La vibración provenía de todos los ángulos posibles, un ruido pardo y continuo, como el de una bocina sorda, cobraba vida en el interior de mis oídos. A mi lado, un hombre pernoctaba indagando a los presuntos sonidos del silencio; del otro, una amplia ventanilla sudaba vapor congelado. Supe, al mirar hacia adelante, que estaba dentro de un autobús o algo por el estilo. Aparentaba ser grande, mi vista se perdía entre las butacas, deduje que estaba más o menos al medio, ya que al mirar hacia atrás, mi vista se topaba con el final del vehículo casi a la misma distancia que lo hacía para adelante. Había asientos vacíos, pero eran más los que estaban ocupados por gente que soñaba; sería muy tarde en la noche, el sigilo era aterrador, sin embargo, lo más espeluznante era que yo no sabía cómo había llegado ni por qué estaba en ese lugar. Miré hacia afuera buscando una respuesta en la ruta, algún indicio del que al menos me alertara sobre nuestro derrotero. La oscuridad era total, solamente se veía la línea media de la ruta, despintada y quebrantada por el tiempo, como si alguien quisiera borrarla; de vez en cuando, algún árbol ofuscado se alternaba con un cartel indescifrable que advertía sobre un paradero fantástico. Pensé que lo mejor era tranquilizarme de algún modo y tratar de averiguar qué era lo que estaba pasando, o mejor dicho, qué era lo que me estaba sucediendo. El hombre que estaba sentado a mi lado seguía durmiendo plácidamente como si nada aconteciera. Me volví hacia atrás, vi rostros cansados, reposados, o simplemente con los ojos abiertos, perdidos, contemplando la entelequia. La ventana seguía como entumecida; de a ratos algunas gotas se deslizaban hacia el metal frío, dibujando formas rizadas, ocultándose sobre el monótono paisaje. Unas luces lejanas, como de casas, se acercaban para luego desaparecer entre los árboles silenciosos, devorados por la cerrazón; el ruido del motor era casi continuo, dando a entender que el chofer no pensaba parar en ningún momento. Pero, ¿quién era el chofer y dónde se hallaba? Me paré sobre mi asiento y eché un vistazo hacia adelante. Estaba oscuro, más allá de la última butaca, no parecía haber nada más. Traté de despertar a mi compañero de ruta. Era un hombre como de unos sesenta años, vestido con un traje de hilo gris, arrugado y roto, una larga y desprolija barba al tono, flaco, ubicado como en posición fetal, ajeno totalmente a mi presencia. Fue inútil, lo sacudí levemente pero estaba como inerme. Me levanté y recorrí el autobús, convencido de que encontraría entre la gente la respuesta que esperaba, pero me encontré con la indiferencia de unos pasajeros, que como yo, no sabían a dónde iban ni dónde se encontraban. Sus respuestas eran vagas o simplemente vacías, como si no supieran de qué les estaba hablando o no les importase en absoluto. Volví a mis aposentos, más desorientado que antes, con el hombre fraguado a mi lado; ahora las luces de las casas eran más difusas, ya no llovía, una densa niebla socavaba los cimientos de un futuro incierto. El vidrio me devolvió un rostro que ni siquiera pude reconocer; el trazo medio de la ruta prácticamente había sido sepultado con la bruma; no obstante, sentía que la frecuencia del motor disminuía lentamente, ¿estaríamos al fin, por llegar a destino? Cuando definitivamente el ómnibus paró, se encendieron unas luces violetas que venían del piso como si fuera un aeropuerto en miniatura. De pronto, un leve murmullo inundó el recinto. La gente se acomodó o se levantó para vagar por los pasillos, nada inusual en un viaje de larga distancia. Mi compañero de ruta al fin despertó, se levantó y se fue para atrás, esquivando a la gente por el corredor como un murciélago saliendo de una cueva. Unos pasos hacia el frente, una pareja de ancianos comentaban, silentes, las bondades de la comida; algunos metros delante de mí, una familia entera amoldaba sus pertrechos y estiraba sus piernas, mientras sus hijos cenaban parte de su inocencia; otros, meramente susurraban, emancipados por la singularidad de sus voces. Las luces comenzaron a declinar levemente, fundiendo las siluetas en la oscuridad apenas recortadas por la difusa luz del pasillo; la gente retornaba de a poco a sus lugares, las butacas comenzaban a reclinarse lentamente, como si fueran pequeños puentes colgantes. El ómnibus prendió nuevamente los motores y mi compañero de ruta se sentó rápidamente en su butaca y se echó a pernoctar convirtiendo su asiento en una cama. El ómnibus partió cuando ya nadie caminaba por los pasillos. 2 Traté de dormir y esperar la otra pausa, pero me era imposible, mi cabeza no paraba de pensar y de buscar alguna respuesta en esta cárcel rodante. Recliné mi butaca y observé por la ventana. El paisaje era siempre el mismo, con la diferencia de que ahora, se presentaban al borde de la ruta, casas como abandonadas y, ocasionalmente, restos de lo que creía podrían haber sido estaciones de servicio. A juzgar por lo que yo veía, diría que estábamos en un espacio destruido por alguna razón que yo ignoraba. Resistí como pude al sueño y al hambre; no sé por cuántas horas o días, no lo podía calcular, había perdido la noción del tiempo. En el exterior, el paisaje se repetía, salvo por la aparición casual, de una suerte de pueblo chico que se escindía en el horizonte y retornaba en cada claro de luna. Pero ¿quién era yo y porqué estaba en este lugar? ¿Adónde estaban mis recuerdos, cómo me los habían robado? No sabía ni siquiera cuál era mi nombre y tampoco si tenía una familia esperándome en algún lado, o quizás, buscándome; y yo aquí sin poder hacer nada, incomunicado en un oscuro y húmedo ómnibus de larga distancia. Eran tantas las incógnitas a develar, que empecé por la más elemental de todas. ¿Por qué era siempre de noche? ¿Cómo hacían los ideólogos de este viaje para lograr semejante efecto? ¿Estábamos en un mundo donde siempre era de noche? ¿Quiénes eran estas personas, quién las había elegido para estar aquí? Me levanté y comencé a recorrer el pasillo hacia el frente del ómnibus; la familia felizmente descansaba envuelta en su ignorancia, los ancianos curiosamente estaban despiertos pero como mudos, apenas percatados de mi existencia; los demás descansaban o miraban televisión, victimas alienadas de una película de terror. Las butacas terminaban en una puerta como de hierro reforzado donde supuse estaría la extraña cabina del chofer. La sacudí fuertemente pero fue inútil, del otro lado no había nadie. Era insólito, no había ventanas que dieran hacia adelante, era todo como una pared de hierro que ocupaba casi todo el ancho del autobús. Estábamos como quien dice, en un tubo. Si no fuese por las ventanas, esto se parecía más a un presidio que a otra cosa. Volví lentamente a mi butaca, pero me llevé la sorpresa de que mi compañero ya no estaba. Lo busqué por todos lados por un largo rato y por todos los rincones del vehículo alargado; había literalmente desaparecido, no estaba ni siquiera en el baño del ómnibus; sin que nadie se diese cuenta, habían aprovechado el momento en que yo me levanté para llevárselo y así mantener el secreto de su paradero. Recorrí con mi mirada a los pasajeros, pero a éstos parecía no importarles nada, eran como extras de una película que ellos nunca quisieron filmar. Los ancianos eran más bien bajitos, bien vestidos, con ropa y sombreros de otra época, cómodamente instalados en un viaje placentero; parecían, (o simulaban), no cuestionarse nada, conformes con su realidad; pero se notaba que escondían algo, lo descubrí en la mujer: sus ojos emanaban las evidencias del miedo y la desesperación. ¿Cuánto tiempo hacía que estaban en este viaje? Si sabían algo, porqué no lo decían, pensaba… porqué nadie hablaba, de qué tenían miedo. Al final, no soporté más y me dormí como uno más en este viaje, con la esperanza de retornar algún día. 3 Me desperté en cuanto oí ruidos que venían de adelante. Eran los niños que jugaban por el pasillo con una pelota de trapo, indiferentes a los otros juegos, los que ellos desataron dentro de mi conciencia. La noche estaba ahí, serena y cómplice detrás de la ventana, salvo que ahora, en el horizonte se podía divisar una luz algo rojiza, apenas un resplandor, insinuando un menguado amanecer. Esta luz era como una salvación, mi ánimo mudó de repente. Mis pupilas reflejaban levemente la luz sobre la ventana, inquietando la noche que parecía lejana. Para mi sorpresa encontré una bandeja con comida y bebida. Almorcé o cené, (no lo sabía), con la compañía de uno de los niños, el más grande y con su pelota de trapo deslizándose lentamente por el corredor. Cuando finalicé mi almuerzo esperé en vano que alguien viniera por la bandeja. Ellos jamás se mostraban en público, hacían sus tareas cuando la gente dormía. La deje’ a un costado y me dirigí hacia adelante cruzando la canchita de futbol que los niños habían montado sobre el pasillo. La traspasé como pude, esquivando la pelota de trapo que iba de un lado a otro como si fuera un partido de ping pong. La gente era indiferente al acontecimiento lumínico que se mostraba en el horizonte; estaban más atentos a sus bandejas de comida y a la televisión que a otra cosa. Los niños habían encontrado compañía con otros muchachos de su edad y habían acaparado toda la parte delantera del ómnibus, la pelota de a ratos golpeaba la puerta de hierro, desatando un leve y arrítmico golpeteo. Los padres, estoicos frente a la luz e hipnotizados por su resplandor, comentaban que esto ocurría muy de vez en cuando y que era la única luz que habían visto sus hijos en años. -¿En años, pregunte? -La mujer me miro, pero no me respondió. El hombre fue el que se animo’ a hablar. -Esta luz aparece muy de vez en cuando y una vez coincidió con la llegada de los niños, estamos felices. Aunque a decir verdad, todavía no sabemos quien vino primero, si la luz o los chicos. -¿A dónde se dirigen en este viaje? , pregunté. -¿Qué viaje? -Este, señor, este ómnibus en el cual viajamos ustedes y yo. -No sé de qué me habla, discúlpeme-. La mujer lo tomó del brazo y le dijo algo al oído como para que terminara la conversación. Luego llamo’ a los chicos y se despidieron de mi. A medida que me acercaba al frente del vehículo, la luz del supuesto amanecer parecía que aumentaba su brillo, tornándose más rojiza y con algunos tonos de azul, delatando un rudimentario cielo como dibujado sobre un decorado de mampostería. ¿Estaría amaneciendo al fin? ¿Podría ver ahora el paisaje y descubrir la verdad? Pero el tiempo me confirmaba todo lo contrario, al final del pasillo esa tenue luz se apagó de nuevo y la noche nos envolvió con su manto de misterio y desazón. Era un engaño o quizás un fenómeno lumínico, una ilusión en forma de resplandor para mantener a la gente esperanzada. Cuando intenté retornar a mi asiento descubrí que ni la familia, ni los niños estaban en los pasillos, ni en ningún otro lugar del vehículo. Tampoco los ancianos se encontraban en sus sitios: habían desaparecido al igual que el hombre que estaba a mi lado. Me incorporé a mi lugar en medio de la oscuridad total y en un silencio tal, que se podía escuchar al viento soplar detrás de la ventana. 4 Pasaba el tiempo pero yo estaba igual que al comienzo, cuando aparecí misteriosamente en este viaje; pero ahora, era incluso peor, ya no tenía con quien hablar, mis interlocutores habían desaparecido y los pocos que todavía deambulaban por los pasillos no querían dialogar o simplemente no me veían, se refugiaban en su mundo o quizás se protegían de ellos, los cuales a esta altura parecía que controlaban todo, sin que nosotros pudiéramos hacer nada y sin que nosotros pudiésemos advertir su presencia. Pensé en saltar, pero saltar a dónde y cómo, las ventanas parecían estar blindadas como para ir a una guerra y además yo no confiaba, o mejor dicho, no creía que en el espacio exterior existiera ese paisaje de ruta. Los que fabricaron esto sabían muy bien lo que hacían, su maquinaria estaba bien aceitada, la gente estaba al tanto de esto y tenía miedo y procuraba resistir con la esperanza de llegar a un hipotético destino o a algo mejor que estar encerrado en este tubo de metal. No tenía demasiadas opciones: esperar a ver qué pasaba o intentar huir lo antes posible, antes de que ellos tomen la decisión de hacerme desparecer como a los niños y a tanto otros. Carecía de un plan, la tarea era ardua, los controles de ellos eran totales y yo no sabía ni siquiera por dónde empezar. Me suscribí a lo más sencillo, recorrer los pasillos hacia atrás en busca de personas u objetos que aporten algo a esta incomprensible peregrinación. Las primeras butacas estaban ociosas, pero luego, las subsiguientes estaban ocupadas por gente con aspecto más normal que la de adelante: de mejor ánimo, realizaban a gusto algunas actividades recreativas como jugar a las cartas o escuchar música; vi incluso una pareja besándose (me habría equivocado de sector, pensé). Algunos comentaban alegremente no se qué cosa de una playa y de un barco hundido, otros sólo miraban hacia afuera hipnotizados por la línea quebrada de la ruta; la mayoría miraba televisión; todos, en fin, ignoraban quizás cual era su verdadero destino en este viaje. Seguí mi camino hacia el final del corredor, la gente estaba más tranquila, dormían o leían relajados un libro de tapas marrones como aquellas ediciones completas de antaño; la totalidad me ignoraba, mis pasos se confundían con el ruido del motor, las luces me conducían hacia el final del tubo, pero éste se alejaba a medida que yo me acercaba. Un hombre se levantó de repente y dejó su libro en la butaca. Lo tome’ rápidamente y m senté a ojearlo por simple curiosidad en un sillón que encontré vacante. El libro, grueso y de tapa dura, tenía sus hojas vacías, salvo una que decía, “Diríjase hacia la puerta de atrás”; lo deposité en su lugar, me levanté y corrí hacia el final, hacia una pequeña puerta que de repente se abrió sobre uno de los costados del ómnibus, entre las dos últimas butacas y la pared. Estaba entreabierta, dudé un instante si no sería una trampa, pero desistí de inmediato de esa idea, alguien estaba haciendo contacto conmigo. Di una ojeada hacia atrás para cerciorarme de que no me descubrieran, pero fue inútil, ya no quedaba nadie en el ómnibus, las butacas estaban vacías, todos habían misteriosamente desaparecido. La abrí. 5 La puerta daba a una escalera que parecía infinita, un leve vértigo se apodero de mí. Los peldaños eran de madera, y estaban como suspendidos en el aire; las paredes eran habitadas por dibujos de extrañas figuras, mis pasos dialogaban con su propio eco, desanudando los entretelones del un silencio pavoroso. Cuando observé hacia atrás la puerta ya no estaba, el ruido del motor había cesado por completo. Al menos había comprobado que aquello no era un ómnibus. La primera certeza. La pendiente era muy empinada, y como no había una baranda de donde agarrarme, traté de mantener el equilibrio como pude. Algunos escalones faltaban, por momentos pensé que me caía al vacio; de pronto la escalera se hizo casi horizontal y se transformó en un túnel muy húmedo y caluroso, casi inundado, el techo llorando gotas de sombría soledad, las paredes curvilíneas formando una suerte de anillo interminable. Me encontré de repente, dando vueltas sobre el mismo lugar. Busqué una salida, terminé corriendo un prolongado tiempo sobre agua y en círculos concéntricos, persiguiendo, acaso, a mi propia sombra. Ya extenuado, me recosté sobre el húmedo suelo. Así estuve un buen tiempo, acompañado por el lejano bombardeo de unas gotas que nacían condenadas al olvido. Estaba yo como en una suerte de continuación del tubo de metal, pero ahora era en forma circular. Las paredes seguían mostrando esas extrañas figuras como de jinetes cabalgando en un bosque tupido. Ya casi me dormí cuando de repente sentí un ruido hacia uno de mis costados; me levanté y marché en dirección del sonido. No vi nada raro hasta que tropecé con un objeto. Era la pelota de trapo de los niños del ómnibus y parecía que alguien la hubiese arrojado. Al menos ahora había descubierto el paradero de los desaparecidos del ómnibus, o por lo menos, ahora estaba seguro de que ellos habían pasado por acá. Este descubrimiento no era precisamente muy alentador, y menos para mí, quien parecía seguir el mismo destino. La cuestión era saber ahora, hacia dónde se había dirigido la gente del ómnibus, no parecía haber una salida cierta, este túnel, o lo que fuese, era de forma circular, sin puertas ni ventanas. Lo recorrí una vez más tratando de ver si habría alguna salida secreta. Fue inútil; lo único que descubrí en el trayecto fue un sombrero de los ancianos que rescaté casi al final de la vuelta; más precisamente el de la señora, el que elegantemente y muy orgullosa mostraba en el ómnibus. Quede’ tendido en el piso, derrotado por las circunstancias, esperando dormirme posiblemente para siempre, pensando en que ya nada dependía de mí, que yo era como un objeto más de este mundo oscuro y que como yo, otros tantos habrían pasado por aquí y sin que nadie lo supiera habrían sufrido la misma condena. Dormí no se’ cuánto o tiempo, porque incomprensiblemente desperté en otro lugar, o acaso, por lo que veían mis ojos, en otro mundo. CAP 6 . Ahora me encontraba en una habitación blanca, algo moderna, recostado sobre una camilla metálica. Las paredes eran también del color de la pureza, pero tenían lumbreras con vidrios oscuros, los cuales impedían ver hacia el otro lado. Me habían atrapado cuando permanecí dormido en el anillo infinito, fue mi conclusión. Esta vez no tenía escapatoria, mentiría si echaba de menos al ómnibus, a los niños jugando en el pasillo, al ruido del motor y al hipotético chofer; mis ojos se alborozaron con un paisaje ilusorio que se proyectó alertando de color y movimiento a mis pupilas. Traté de incorporarme sobre la cama pero estaba muy bien amarrado, como si residiese en un hospital siquiátrico y yo fuese un paciente altamente peligroso, o ¿quizás lo era? Yo nada sabía del mundo exterior y menos de mi mundo interior; ¿serian la misma cosa? Todo era posible, todas las conjetura tenían su cabida en esta historia. De improviso, sentí algunos ruidos, pero no supe exactamente dónde se originaban. Eran voces que parecían provenir de detrás del vidrio negro. Voces y pasos que se acercan cada vez más, como en una película de terror. Una creía era de mujer, la otra era más grave, y más decidida. Se los escuchaba más fuerte hasta que los pude ver reflejados en el vidrio como en un cuadro; se ubicaban ya dentro de la sala, pero detrás de mí, a la zaga de una puerta que yo no podía ver porque estaba atrapado. Traté de gritarle a la mujer pero no me salía ninguna voz y tampoco me podía mover. Vi que ella me inyectaba alguna cosa en mi brazo y le comentaba algo al hombre de blanco que estaba a su lado, algo de unos niños, algo de que alguien estaba en coma, pero que era fuerte, que iba a resistir, que había que esperar, que el tiempo valía oro, que volvería dentro de un rato, que todo se iba a arreglar. ¿A qué refería esta mujer, era acaso una doctora y yo un simple paciente accidentado? ¿Se reduciría todo esto a un simple accidente y por eso yo habría perdido la memoria, habría yo estado soñando todo este tiempo?, no lo creía posible. Algo me decía que no, juraría que fue real todo lo vivido desde que desperté en el ómnibus, no solamente real, sino lo único cierto y verdadero que me había ocurrido en mucho tiempo. Tan verdadera como la sustancia que la doctora vertió sobre mi torrente sanguíneo, ya que me sentí de repente muy debilitado y empecé a ver que la habitación se desvanecía como si alguien la suprimiera con una borra tinta. Creo que me dormí un largo rato hasta que de nuevo la mujer se me apareció y trató de despertarme abofeteándome la cara suavemente. La vi ahora con más nitidez, era alta o quizá eso me parecía a mí desde la cama, algo flaca, las muñecas como estiradas y vestidas con pulseras que sonaban cada vez que me daba algún empujón para despertarme. Me ofreció agua, la que accedí de inmediato. -¿Dónde estoy, le pregunte, que hago aquí, qué me sucedió doctora? No me contestó nada, solo bocetó una sonrisa en el aire como si flotara dentro de una máscara de carnaval, lo cual no era un buen indicio, yo esperaba alguna respuesta; al final se retiró de la pieza y volvió al rato con un plato de comida. Lo dejó a un lado, me puso la cama en forma vertical y me senté a comer. Tenía mucha hambre, comí, lo hice ahora sí, observando la extraña sala en la que me encontraba. No parecía ser la de un hospital ni nada semejante; no había ningún aparato electrónico médico, ni la infraestructura necesaria para albergar a ningún paciente; al contrario, era parte del mismo plan trazado de antemano hacia mí, lo podía intuir. Cuando terminé de comer, como si todo estuviera sincronizado, apareció de nuevo ella con su acompañante. Era mucho más viejo y no tenía aspecto de médico ni de nada y estaba decidido a hablar conmigo como si hubiese esperado mucho tiempo para eso. - Señor, dijo el hombre, quien se sentó junto a mí, dibujando una mueca de simpatía sobre su rostro reblandecido. -Queremos saber quién es Ud. Lo estamos estudiando desde hace algún tiempo. Su caso nos interesa sobremanera. -No lo sé. No soy el indicado para contestar semejante pregunta. -Ud. sabe perfectamente de lo que le hablo. -No lo sé señor, le dije. Ahora dígame Ud. ¿porque me retienen acá en contra de mi voluntad? -¿Quien le dijo a Ud. Señor, que es en contra de su voluntad? ¿No lo recuerda? -No señor. -Ya lo va a recordar…. Cuando terminó de decir esto tomó el plato de comida y se fue junto con la mujer quien no habló en todo momento. Yo me mantuve recostado oteando el vidrio y analizando la forma de escapar de esa siniestra habitación. CAP 7 El recinto blanco era más hermético que el ómnibus o el anillo infinito, con la salvedad de la presencia de la puerta que seguramente habría detrás de mí, a la cual yo no podía ver; sólo mis manos y mis pies mostraban cierta libertad de acción: podía verlos bosquejar algunos intentos fallidos por escaparse sobre el reflejo del vidrio. Pero era inútil, yo estaba inmovilizado desde que me dieron la inyección. Ahora me encontraba en silencio, la pareja se habría ido lejos, o quizás me estarían observando desde algún lugar, o poniéndome a prueba como lo habían estado haciendo desde que empezó este viaje. Dependía de ellos para hacer cualquier cosa que necesitara para mi supervivencia; con esto me torturaban y me mantenían de esta forma a merced de su poder. Sin embargo, la peor tortura era el robo de mi identidad y el no saber porqué estaba yo en este lugar. A los pocos segundos, el mutismo es nuevamente cercenado en su esencia más elemental, pero esta vez los ruidos parecían provenir del cristal. Giré mi cabeza pero no vi nada mas allá del vidrio oscuro; pero yo podía sentir su presencia, era evidente que me estaban estudiando, quizás los efectos de esa droga tan poderosa o simplemente mi reacción para escapar. De pronto sentí detrás mío que la puerta de la sala se cerró y los rumores del vidrio se acentuaron, salpicando al silencio con minúsculas partículas de ruido. -Nuevamente le preguntamos, dijo una voz, la de la mujer, díganos todo lo que sabe de Ud. -¿Donde estoy, quienes son Uds.?, grité indagando hacia el vidrio. -¡Conteste! -No lo sé, lo único que recuerdo es que yo estaba en un extraño viaje al cual no sé como llegué y que después alguien me ayudo a escapar por una misteriosa escalera y ahora estoy acá con Uds. Es eso lo único que yo les puedo decir. -¿Antes de eso, Ud. no recuerda nada? -Nada. -Muy bien, dijo una voz, ahora masculina, de eso nos encargaremos nosotros. Ud. sufre una repentina pérdida de memoria y de identidad, la cual ahora nosotros vamos a tratar de resolver. Necesitamos paciencia de parte de Ud. y que colabore con nosotros en todo momento. Primero le haremos unos estudios de rutina, para luego empezar más específicamente el tratamiento. -Primero díganme quienes son Uds., dónde estoy y por qué llegué a esta instancia. -No podemos, eso sería entorpecer el tratamiento, Ud. necesita tener la mente en blanco, nuestro equipo tiene que recuperar lo que perdió por alguna razón que desconocemos. Sus únicos recuerdos son esas alucinaciones que Ud. nos contó, esas imágenes que su mente le produjo como mecanismo de defensa ante el vacío que le proporciono su pérdida de memoria. -¿Y cómo se yo, que toda esta conversación no es parte también de una alucinación como dicen Uds.? -Eso queda a su criterio, eso ya es parte de su fe. Los ruidos cesaron, intuí que ellos ya no estaban al lado de mi habitación. Intenté levantarme, estaba con más fuerzas, desaté las amarras como pude, lo hice lentamente y tomándome de la baranda de la cama, fui hasta la puerta, estaba abierta pero cuando quise salir me encontré con una especie de laberinto de salas como la mía donde en cada habitáculo había una cama vacía. Como yo no sabía si era parte de una alucinación o había caído en una nueva trampa provocada por la droga, desistí de salir por el terror de no volver. No quería perder el contacto con ellos, era mi única esperanza de volverme a encontrarme conmigo mismo. Me acosté de nuevo y descubrí una bandeja a mi lado. Me alimenté con la incógnita de saber cómo hacían para poner las bandejas sin que yo los viera; recordé que eso era lo que me aconteció también en el ómnibus. CAP 8 Desperté, como no podía ser de otra manera, en un lugar muy distinto a todos los que había recorrido en este largo viaje. Ahora me encontraba en una casa, más específicamente en su living, sentado en frente de una estufa a leña, acompañado de un gato excéntrico, enorme y tupido pelaje, cómodamente instalado en un sillón enorme, con una copa en la mano y el diario sobre una mesa de madera rústica; y ahora ¿qué pasó,… qué es todo esto que veo a mis alrededores? A juzgar por las ropas que yo lucia, diría que era de noche y que yo recién me había bañado y estaba esperando a alguien. Al menos ésta era la alucinación más divertida de todas, pensé. Encima de la estufa posaba la cabeza de un ciervo observándome y a punto de saltar sobre mí. Una lámina sobre la pared me recordó a las extrañas figuras de las paredes del anillo. Prestando mejor atención al salón, llegué a la conclusión que yo era un cazador furtivo o algo parecido. La cosa iba de mal en peor. Decidí recorrer la extraña mansión. Primero empecé por la planta baja, de la cual ya conocía algunos habitáculos. Transité por la cocina; luego atravesé una especie de comedor diario que se comunicaba con una biblioteca o lo que supuestamente seria un estudio. ¿Donde están sus ocupantes?, pensé. Me senté en el escritorio; lo primero que vi fue mi foto con una mujer; lucíamos mucho más jóvenes, en algún paraje montañoso del sur que yo no recordaba; ella estaba hermosa en esa foto: posábamos sonrientes, felices diría yo, como solo se puede estar cuando uno recién conoce a alguien. Otras fotos colgaban de las paredes, unas mías, otras de ella a caballo atravesando un enorme campo, parecido al de los jinetes del anillo. De repente, escuché pasos que se dirigían hacia mi despacho, oí que alguien tocó a la puerta suavemente y a ritmo pausado. Sentí que alguien me llamaba con el nombre de Lautaro. La abrí pero no había nadie, supuse había sido el viento. De pronto descubrí que había una salida hacia un jardín. Pude ver una silueta de mujer que se movía como una sombra. La seguí por un oscuro sendero tupido como las paredes del túnel. Había árboles de todo tipo y especie, un estanque con una fuente en el medio, algunas gárgolas y estatuas que se pernoctaban sobre un camino que parecía como un laberinto; una escalera levemente empinada terminaba triste en una glorieta. La subí pero cuando llegué a lo cima, descubrí que más allá de la casa no había nada. Acá termina el territorio de esta nueva alucinación, cavile por un instante. Debería haber un cartel que así lo indique. Decepcionado, baje, entré en la casa y busqué mi dormitorio. Ahí estaba ella, la mujer del jardín acostada, durmiendo plácidamente. Pero cuando la observé más detenidamente me llevé la enorme sorpresa de que estaba mucho más joven que en el jardín, casi como en la foto; había retrocedido como treinta años. Me acosté serenamente tratando de que no se despertara, de que siguiera siendo tan joven, así yo podría admirar su belleza antes de que concluyera esta alucinación. 9 De nuevo en la sala blanca, el vidrio oscuro, la camilla metálica, y el silencio que se propagaba por todas las salas hiriendo la susceptibilidad de mis voces internas, y recordándome de que también Lautaro era un invento que ellos me impusieron para probarme una vez más. Ahora me dieron un nombre, algo cierto, una casa lujosa, una familia a la que según ellos yo concernía, pero a la que yo me rebelaba a pertenecer; ahora yo era lo que ellos quisieron que fuese, ahora yo me ajustaba mejor a sus diabólicos planes, que no eran otros que sumirme en una gran confusión, de la que yo ya no sería capaz de resistir; solamente confiaba en mis primeros recuerdos, en aquel autobús, en aquella luz rojiza que me dio alguna esperanza en este mundo sombrío. - Señor Lautaro, sentí que dijo una voz que venía como del techo. Ahora ya sabe su nombre, ¿no es verdad?- Queremos que nos cuente un poco más de su vida. ¿A qué se dedica Ud., con quién vive en esa mansión? No contesté su interrogatorio, no tenía que tropezar con una nueva trampa, hice oídos sordos, me refugié en mis pensamientos verdaderos, viajé por mis recuerdos (aunque vagos), los únicos que reconocía como propios, a los que ellos ni nadie podían entrar, los que me situaban muy lejos, a orillas del mar jugando con una pelota, y andando libremente como si al final del tramo, no hubiese ninguna meta a cumplir, como si en definitiva, mi yo, no era otra cosa que un niño corriendo por la playa. -Ud. sabe que si no contesta, nosotros sabemos muy bien cómo hacerle recordar ciertas cosas…. El miedo era el arma con el que ellos contaban, pero yo lo desafiaba aferrado a mis recuerdos de infancia. Esos recuerdos que ni el poder de ellos pudieron destruir, los que estaban llenos de luz y de libertad, peligrosa combinación para este mundo de sombras. No debía responder aunque tuviese la respuesta, no debía confesar a otra de sus invenciones, a una simple imagen que apareció ligeramente en el ómnibus, cuando los niños jugaban en el pasillo y que luego misteriosamente desapreciaron. ¿Qué les podía responder yo, más allá de lo que había visto en el ómnibus y en la casa de Lautaro? ¿De qué camino me hablaban, de que desvío? De pronto se hizo un silencio que me pareció muy largo. Me senté sobre la cama, descubrí que no estaba amarrado, baje mis pies de la camilla, pero sin quererlo, lo hice sobre un objeto que estaba en el piso; era un libro marrón como aquel del ómnibus, presumí que tenía un mensaje para mí; y así fue que me di cuenta que alguien quería decirme algo, alguien escribió en el libro de que me vaya por la puerta y siga hacia la derecha, hasta una compuerta como de barco, y que se me abriría sobre el piso en cuanto me posare sobre ella. CAP 10 Fue lo que hice, seguí los pasos tal cual estaban escritos en el libro marrón, camine’ por un largo pasillo cruzando el laberinto de cámaras vacías; al poco tiempo di con esa rara compuerta sobre el piso. Estaba dura como si hiciera mucho tiempo que nadie la tocase. La abrí, sabiendo que del otro lado me estaría esperando quizá mi propia muerte, o como me tenían acostumbrado ellos, estaría entrando a otro de mis recuerdos inducidos. Debajo de la compuerta asomó una larga escalera que daba hacia un túnel, como si estuviese entrando a una cloaca. Estaba oscuro, la humedad carcomía mis huesos como un leve acido frio; prohibida para claustrofóbicos, del diámetro de un cuerpo, la baje sin pensar en nada, ya no podía retornar, ya no quería hacerlo, debía ahora responder al llamado que de vez en cuando alguien me dejaba escrito en ese insólito libro marrón y del que debía confiar a ciegas. Terminé en un suelo como aquel del anillo infinito, pero ahora era algo diferente, estaba más limpio, no era circular, se presentaba algo angosto, las paredes como recién pintadas, rectangular como una sala de espera; una nueva puerta parecía ser el destino de este nuevo engaño. Cuando me aproximé, percibí voces del otro lado, muchas voces como si vinieran de una reunión, de un festejo o algo por el estilo. Cuando la abrí, alguien me abrazó y me dijo: Lautaro, no te pierdas la mejor parte. Entré a ese salón de fiestas colmado de gente que supuestamente yo conocía pero a los que no recordaba en absoluto. Solamente descubrí que estaba la mujer alrededor de una mesa llena de comestibles y regalos. Me acerqué lo más que pude, sabiendo que todo se trataba de otra invención. Vi rostros que apenas registré, que se me acercaban o se alejaban según su estado anímico, miradas que se posaban sobre recuerdos desvanecidos, intuiciones que me deslumbraban detrás de la cortina de mi mente. Esta vez reconocí que era una alucinación más placentera que las otras y que daba a paso a otras interpretaciones. Era como un respiro dentro de tanta angustia y confusión, como un lugar de reposo; pero no por mucho tiempo. Esa sensación placentera daba paso a otras más dolorosas, otras a las que yo todavía no les daba una explicación; eran, quizás, evocaciones que regresaban del pasado y que yo trataba de suprimir para protegerme de esa verdad que renunciaba a desvanecerse. Por momentos alguna persona me daba un abrazo sin que yo supiera porqué, o me decían cosas incomprensibles, siempre referidas a ella, a la que por alguna razón que yo no sabía, ya no estaba en la reunión, se había ido a otro lado, pero yo seguía en ese cenáculo que cada vez estaba más vacío y que se iba transformando de a poco en otra cosa, como en un lugar de tránsito hacia otro tiempo y espacio, al que nadie quería llegar. 11 De pronto, descubrí que ya no estaba en la supuesta sala de fiestas, quizá me había dormido y había despertado de nuevo en otro lado como ya estaba acostumbrado. Era cuadrada y blanca, llena de puertas como si uno pudiese elegir su destino; el piso limpio confirmó mis sospechas de que me encontraba dentro de otra confusión, el mismo silencio, la misma incertidumbre. Las puertas estaban numeradas del uno al diez, un largo banco con gente apilada la partía al medio, gente que creí reconocer; me senté a esperar no se qué cosa al igual que los otros, hasta que sentí por un altavoz: -¡Lautaro Cadenaci! . ¿Sería a mí al que llaman, ese era mi apellido?, observé a mi alrededor y nadie respondió, así que deduje que ese era mi nombre completo, pero no sabía a qué puerta acudir, la voz parecía emanar de todos lados, hasta que vislumbré que la puerta número seis se abrió lentamente como movida por un fino hilo invisible. Me levanté del banco largo y abrí la puerta seis, sin importarme lo que me esperaba del otro lado. – Adelante, adelante, señor Cadenaci, tome asiento por favor. Permanecí callado, observando la sala, sobre todo a las posibles aberturas, cámaras o micrófonos ocultos que seguramente habrían instalado para esta nueva trampa. El hombre era el mismo que estaba con la mujer en la otra habitación, solo que lo disimulaba muy bien con su vestimenta y quería hacerme creer que nunca me había visto. La escenografía estaba muy bien montada, el hombre estaba de blanco, el escritorio parecía ciertamente el de un médico, hasta su titulo colgaba de una pared con todos los honores. Tenía muchas preguntas para hacerle, pero permanecí mudo y esperé a que hablase él. -Según leo en su expediente, Ud. está acá desde hace dos meses, más o menos, y no ha mostrado por ahora ningún avance significativo…decía leyendo un libro marrón; pero tampoco su conducta ha sido tan mala, así que yo diría que permanezca un tiempo más con nosotros, hasta ver si el tratamiento da algún resultado visible. -¿Permanecer, dónde, doctor…. dónde estoy?… -Bueno ve, señor Lautaro, es lo que yo le digo, Ud. ha perdido la memoria. No podemos dejarlo ir sin que haya sido curado. ¿Entiende? -No doctor, no entiendo nada. -Es lógico que no se acuerde, pero Ud. sabe muchas cosas señor Lautaro, cosas que nos va a tener que contar algún día. Cosas que tienen que ver con su pasado y que para nosotros pueden sernos de mucha utilidad para su tratamiento. Todas las personas que vio ahí afuera son como Ud., no tienen memoria y están aterrados, escapando continuamente y resistiéndose a que los ayudemos… Lo escuché atentamente, sabía que estaba mintiendo, que él no era real, quizá me lo había inventado yo mismo, me lo había fabricado para encontrar una explicación a esta pesadilla. Examiné también a la habitación y para mi asombro, esta vez seguía todo en su lugar; antes que yo intentara nada, el doctor siguió hablando: -Empecemos por el comienzo una vez más, Cadenaci. ¿Cómo llegó aquí, quién lo trajo? -Ya lo he dicho que no sé cómo llegué, ustedes me están volviendo loco, me están intoxicando, borraron mi memoria y me están produciendo estas alucinaciones para que me olvide de todo. -No me haga reír, Lautaro, es Ud. el que está enfermo, Ud. perdió la memoria y nosotros lo hacemos recordar. Según leo aquí, dijo, tomando el libro, Ud. mencionó algo de un ómnibus, ese ómnibus es efectivamente el que lo trajo aquí… ¿cómo pensaba que nosotros traemos a nuestros pacientes? Después menciona, según veo, que recorre un anillo, después un túnel etc. etc., esa es la ruta exacta que hay que hacer en esta clínica moderna para llegar a su habitación ¿lo entiende ahora?-, dijo, señalando un pasillo circular. -No le creo nada….y ¿mi visita a la mansión, a ese lugar que parecía ser mi casa, esa familia, ese nombre que ustedes me pusieron? -Esos son algunos recuerdos o sueños que le quedan, que le van apareciendo, son parte del tratamiento. No se los pusimos nosotros. Es lógico que no me crea nada. Ahora por favor, puede retirarse y volver a su camilla. Voy a pedir a los enfermeros que lo acompañen. Así fue como de repente de una puerta surgieron dos personas que me tomaron del brazo, y me llevaron por el pasillo circular a algún sitio que no recuerdo bien porque me desvanecí en el camino. 12 De pronto me encontré de nuevo en el jardín de la vieja mansión. No sabía cómo había llegado, ni porque me encontraba en ese jardín. Todo parecía tranquilo. La única novedad era la de los perros, que surgieron como de la nada, pero eso no me incomodaba, los veía que corrían hacia la glorieta y luego bajaban y se mordían entre sí como buenos cachorros que eran. Recordé que se los había regalado a mi mujer en nuestro aniversario de casados. Pero de eso hacía muchos años. En un momento sentí un golpe que venía como de adentro de la casa; entré y me dirigí al living sin cuestionarme nada, esta vez seguiría los acontecimientos como si los estuviera viendo desde arriba, como si le estuviesen ocurriendo a otra persona. Ahí estaba ella llorando con el tel. sobre su mano -Nos tenemos que ir-, dijo ¿A dónde, porqué? -Empaca las cosas, yo subo arriba a buscar algo de plata. Tome lo que pude, apronté el auto para salir, puse los perros dentro y la esperé afuera. Recuerdo que llovía a mares y que yo la seguía viendo desde el auto hablando por teléfono pero de pronto no la vi más. La busqué por toda la casa sin ningún resultado. El silencio era pavoroso, el jardín parecía un cementerio. Salí en su averiguación de paradero para cualquier lado, sin pistas y sin un camino cierto. La ciudad era como un monstruo que nos devoraba a cada paso. El vértigo nos inundaba en cada esquina, trasladándonos por senderos abismales; la indiferencia nos acompañaba en todo el viaje que habíamos emprendido desde ese momento. Íbamos de un lado para otro, los ruidos parecían multiplicarse, sin embargo, el silencio se mantenía atrapado entre los nudos de nuestras gargantas añorando otros espacios. Escenas como estas se repetían una y mil veces entre los laberintos de la ciudad. Apelábamos a nuestros contactos, pero eran infructuosos y siempre terminábamos engullidlos por una maquinaria burocrática infernal. Cuando una pista parecía firme, el tiempo con confirmaba todo lo contrario, se disolvía como agua entre las manos y terminábamos en nuestra casa, evocando pensamientos perturbadores. Afuera los perros ladraban, querían entrar, hacia frio, quizás estaban echando de menos a su dueña. El resto de lo que pasó en esta alucinación ya no lo recuerdo bien, se me confunden los días, los meses y los años. A veces aparezco yo en el jardín jugando con los perros o en una playa corriendo. Estos recuerdos parecen ser los más verdaderos, como salidos de mis entrañas, quizás los que ellos están procurando desaparecer a través de esta especie de tortura infinita. 13 Los enfermeros me pasearon por varios pasillos en forma de anillo y por oscuros túneles, no sabía qué eran exactamente, tampoco sabía si realmente me estaba moviendo hacia algún lado o estaba quieto, y eran las luces de neón las que se prendían y apagaban simulando un movimiento que quizás no existía. De pronto la vibración desapareció y las luces se apagaron. Ya no estaba en la mansión, ni sentía los perros correr por el jardín. Me habían devuelto a la clínica, sin que yo supiese cómo lo habían hecho. Cuando las relumbras retornaron levemente, como prendiéndose para una obra de teatro, fue que los vi sentados cada uno a un lado de la cama quietos y mudos. Yo tampoco podía hablar, solo gesticulaba hacia la nada. Era mi dormitorio, pero luego esta habitación se transformó en una celda o algo por el estilo, ya que unos barrotes se insinuaban en frente mío, cruzando la puerta de par en par. Ellos querían decirme algo, advertirme de algún asunto importante, pero yo no comprendía qué era. Leves sacudidas como ínfimos terremotos los borraban de mi mente, para luego hacerlos aparecer en otro lado. En un momento dado vi que uno de los enfermeros tenía la cara de uno de los niños del ómnibus, pero inmediatamente esta cara se esfumó y se convirtió en un reflejo sobre el espejo, en un recuerdo viviente. Diría que el dolor era soportable, parecido al de una leve corriente eléctrica o al aguijón de una anguila debajo del mar. SI nadaba me sentía más a gusto, pero echaba de menos el agua salada y el reflejo del sol sobre las olas. Cuando salía a la superficie a darme una bocanada de aire, las siluetas de ellos se recortaban en el horizonte, enredándose entre los finos hilos de luz que emanaban de mi mente. Luego de que el tormento finalizó, me vi de nuevo en la sala blanca, visitado por los fantasmas de mis recuerdos, cejados en el umbral de mi conciencia, convertidos ahora, en mínimos resplandores de luz. -Vamos-, sentí que uno de los enfermeros le decía al otro. -Ya nada tenemos que hacer aquí. No creo que este tipo diga una palabra-. Se escuchó un portazo y luego el silencio, ese al que yo me estaba acostumbrando peligrosamente. No tenía fuerzas para levantarme, permanecí inmóvil, repreguntándome una y otra vez dónde estaba, quiénes eran ellos, qué querían de mí. Reconocí la sala, era la de los vidrios oscuros, recordé que no tenía escapatoria, opté por esperar a que mi mente me fabricase una salida. 14 - ¿Sigue sin recordar nada, señor Lautaro? Qué poca memoria tiene. Parece ser que no está dispuesto a colaborar con nosotros. Solamente le pedimos que nos de los nombres, esos del libro, el que tenía su mujer en su casa…. Esa voz me era conocida, pero no sabía de dónde provenía, quizá de detrás del vidrio, o quizá era una grabación o un electrodo en mi cerebro. Había vuelto para atrás en el tiempo, el plato de comida estaba al lado de mi camilla, amarrado de pies y manos, la mirada fija en el techo, los ruidos conversando entre ellos a mi alrededor como ratas en un solitario basural. Después que me desaté los nudos de mis manos con un cuchillo que encontré curiosamente en la cama, me alimenté como hacía mucho tiempo no lo hacía. Repuse algunas fuerzas, camine’ por la pieza, golpeé el vidrio, pedí ayuda, busqué alguna salida escondida, me incliné sobre la cama gestionando quizás encontrar alguna abertura o pasadizo, traté de abrir la puerta principal, la que seguramente me llevaría al laberinto de camas. Nada descubrí que me llamase la atención, salvo una voz muy suave que delataba mi nombre, desde el umbral del corredor. Era distinta a las que yo había escuchado en este viaje. Provenía del lado de la puerta, hacia ella me dirigí; ni bien la abrí, una mano tomó la mía y me empujó hacia afuera, pero para sorpresa mía ahora no estaba el laberinto, sino que fui como llevado o rescatado hacia una gran sala repleta de gente. No podía precisar con exactitud qué era lo que pasaba, todo sucedía muy rápido, como si me estuvieran pasando una película vertiginosa. Un sujeto daba las órdenes, parecía ser el jefe. La mujer me sentó junto a él en el medio de la sala. Era alto y robusto y estaba como decidió a todo. -¿Le dio los nombres, nuestros nombres, alguien lo siguió hasta aquí? -No señor, no lo creo. -Bien-, dijo, entonces puede quedarse con nosotros, pero no abra la boca, nunca mencione nada al respecto, todos tenemos una clave, la suya es Lautaro. -¿Lautaro, pregunté, pero si ese es mi nombre? -No señor, ese es su nombre en la organización, ellos lo averiguaron pero por suerte usted no habló, lo pudimos rescatar a tiempo; ahora tiene que descansar, le vamos a asignar un lugar para Ud. ¿Debería creerle a este hombre, o había caído de nuevo en una trampa? La mujer me tomó de la mano y me llevó a una pieza donde había otras personas, una gran sala de hospital, con heridos y gente dormida o dopada. Antes de retirarse me dijo con ternura:- Yo la conocí. - ¿Cómo, donde está, le pregunté, de dónde la conoce?, pero no me contestó, se fue casi sin darme cuenta, como si fuera un fantasma derretido. Mire’ el reloj que colgaba de la pared, eran las diez, pero yo no sabía si del día o de la noche. Estaba ahora en un gran salón donde había gente que entraba y salía por una puerta corrediza, caminaban ligero, casi como muñecos, persiguiendo un mismo fin que yo desconocía. Creí ver a los niños del ómnibus cruzar la puerta corrediza, los seguí pero se me perdieron entre la multitud. ¿Serían ellos o fue solo una ilusión? 15 Los estaba esperando, ya me lo habían advertido, pero supe ser precavido y escapé, por una puerta secreta que daba al sótano, esa, la que uno pensó que nunca iba a usar. La había construido mi padre quien sabe para qué. Salí de mi casa y tome’ un taxi a la terminal de trenes eludiéndolos en su propia cara, esquivando su malicia. Era muy temprano, no sabía a dónde ir; lo mejor, pensé, es irme lejos, lo más lejos posible, allí donde ellos no puedan llegar. Recuerdo que vagué por varios sitios, algunos que ni siquiera yo me los hubiese imaginado que existían; me llevé conmigo algunas cosas de ella, que me sirviera para encontrarla. En el libro marrón encontré algunos esbozos de mapas. Me guié por ellos, como si estuviera buscando un tesoro. Terminé, sin darme cuenta, en un hotel en las afueras de la ciudad, el nombre de este pueblo figuraba en el itinerario del libro como el primero de sus destinos. Por acá debe haber pasado ella, concluí, acá me podrán informar que pasó aquella noche de lluvia que se la llevaron. El hotel quedaba cerca de la estación. Me sentí seguro en cuanto vi a su extravagante dueña traerme las llaves y entrar a esa especie de habitación que le llamaba pieza. Me alcanzó unas toallas y me dijo que el desayuno era hasta las diez. Es mejor así, pensé, aquí nadie me va a buscar, ni siquiera la mujer me pidió mis datos. Luego supe que era un lugar de tránsito. ¿Y ahora qué hago?, a mi casa no puedo ir, ni llamar por teléfono, ni volver a mi trabajo, estaba como quien dice desaparecido de todo. Descansé un rato hasta bien entrada la noche mirando el techo; luego me fui a cenar a un fantasmagórico bar que quedaba en la esquina. Las calles de adoquines cuadriculaban el reflejo de la luna que se multiplicaba hasta el infinito. Había una sola persona en una mesa del bar y estaba como dormido; cuando lo toco para preguntarle dónde estábamos, se cayó al suelo, duro como una piedra. -Es el único que quedaba con vida-, dijo de pronto el mozo detrás del mostrador. Nada en alcohol, si le pone un fosforo volamos en pedazos -¿Y Ud., dígame, como vino a dar acá?-, me preguntó. -No lo sé, me orienté por un mapa… - ¿En serio me lo dice, figuramos en algún mapa?, decía a las carcajadas. Ni siquiera se’ si yo existo, vociferaba desde el mostrador. ¿Le sirvo algo, jefe? -No, le dije, se me fue al hambre. ¿Le puedo hacer una pregunta? -Si dígame -Le mostré la foto de mi mujer. ¿La vio pasar por acá? -Ahora que me lo dice, creo que sí. Pero se fue rapidito-, dijo como señalando al sur - ¿Sabe a donde fue?-. -Bueno mire, acá no hay mucho para elegir, solo tiene la estación de tren, es la única manera de salir de acá. ¿Le sirvo algo de comer?-. - No, gracias, se me fue el hambre. Cuando amanecí, abrí la ventana de la habitación pero no daba a ningún lugar; recordé que era un hotel de mala muerte. Desayuné unas medialunas que parecían de goma. Salí a ver un poco el sol y reconocer la zona, yo había llegado casi de noche y no había prestado atención al lugar. Era extraño, porque yo no recodaba nada de lo vivido la noche anterior. Lo único cierto era que estaba en medio de una ciudad pequeña, de pocas casas y calles de piedra. Se podía ver la estación de trenes hacia el final de la avenida principal, escoltada por unos árboles que destilaban el aroma de sus secretos. Alcancé a divisar a un transeúnte que venía en mi dirección. Lo crucé en cuanto se me acercó, pero fue inútil, me esquivó con cierta habilidad, no quiso hablar o no sabía, qué más da, para mí era lo mismo. Recorrí el pueblo sin éxito ninguno; la desolación era total. Descubrí que yo estaba en el único hotel del extraño paraje y que casi nadie habitaba las pocas casas de la zona; “se han ido” me dijo una gentil señora que se me atravesó cuando estaba cerca de la estación. “¿A dónde?”, le pregunté, pero no me contestó. Me volví al hotel, pero casi me pierdo en el intento, las calles eran todas iguales y las casas estaban como construidas en serie. En mi habitación me puse a repasar las anotaciones que ella había dejado en el libro marrón, procurando algún dato que me llevara hasta ella. Las ilustraciones y mapas eran confusos, sin embargo se podía deducir con quienes estaba antes de su desaparición y en qué localidad se los podrían encontrar. Cuando descendí para pagarle a la mujer, me encontré con la sorpresa de que estaba muerta en su pupitre. Deduje que esto era un mensaje para mí, que ellos ya estaban cerca de mis pasos. Se iban deshaciendo de las últimas personas que quedaban con vida en este país. Sin perder tiempo me fui disparando hacia la estación, socavando los recuerdos de esta alucinación. 16 Me senté a respirar en la estación. El aire puro del campo refrigeraba mis recuerdos, el sol simulaba ser más real que el del ómnibus, el silencio atontaba al más osado de los rumores que se insinuaban en la lejanía. En un pizarrón figuraba lo que supuse eran los horarios del tren; deduje que pasaban solamente dos veces al día y según mi reloj estaba por pasar. Dentro del tren tuve como un deja vu, yo había estado antes en este tren, lo recodaba por los asientos de madera, las ventanas rotas, el ruido ensordecedor de los motores y el paisaje de pampa abierta. Me senté frente a una ventana, estaba solo en ese vagón, pero advertía cierto movimiento en los otros. Recordé este momento como si lo hubiese vivido antes. Abrí el libro marrón, busqué la estación y la parada donde tendría que bajarme. No era muy lejos, pero los guardas del tren se acercaban hacia mi vagón peligrosamente y yo ya no confiaba en nadie, pero no podía escapar. -Boletos-, me dijo el guarda, impecablemente uniformado, contrastando con el estado de abandono en que encontraba el tren. Se los di, sin mirarlo a los ojos. -¿Adónde va señor? -Acá-, le dije, mostrándole el mapa del libro marrón. -Hay que ser valiente para ir ahí eh, dijo sonriendo.- No se lo recomiendo. -¿Porqué señor, yo estoy buscando a una mujer, sabe si podrán estar por ahí? ¿Qué sucede en ese lugar? -¿Sabe lo que es el infierno? ¿No? -Bueno, es ese lugar- dijo. Le eché un ojo al mapa el mapa y lo que estaba marcado no parecía ser ningún infierno, era como una localidad de encuentro, un punto trazado como en la nada, un cruce de líneas en un mero papel. Descendí en la parada siguiente, la que estaba indicada en el libro. Se bajaron algunos pasajeros que estaban en el vagón contiguo al mío y fue ahí que la reconocí a ella y a sus amigos, algunos que venían a veces a casa en la madrugada. Les grité, traté en vano de comunicarme pero estaban como sordos; descubrí que iban como atados y arreados por alguien. Me baje y los seguí sin que se percataran de mi existencia. Entraron como en un galpón abandonado. Había carros y herramientas oxidadas, consumidas por el tiempo. Eran cinco y el guarda, quien luego los entregó a otra gente que los estaban esperando. Yo me mantuve alejado, pero pude observar que los estaban interrogando. Quise entrar pero la puerta estaba cerrada con candado. Grité y golpee la puerta, pero nadie me escuchaba; luego recordé que quizás yo estaba en alguna sala soñando o alucinando. Cuando al fin entré ya no había nadie, solo los vestigios de una presencia infernal. Cap. 18 ¡Lautaro!, oí que alguien exclamaba, pero no podía dilucidar de dónde provenía el sonido. El bar estaba bastante concurrido, ruidoso y cerca de una avenida; era mediodía, por el calor seria primavera, yo había quedado en encontrarme con Gabriela, pero no la veía por ningún lado. El mozo me sirvió mi pedido, mientras esperaba que llegara ella. Escuché de nuevo mi nombre, y la vi en la puerta, irreconocible, despeinada, con un vestido floreado y unas trenzas como de niña que no se las conocía. No se animaba a entrar, me hacía señas de que saliera. Un rayo de luz la atravesó de repente y parecía guiarme hacia la puerta. -Creo que me siguen. Lo mejor es que no nos vean juntos. Toma, quédate con este libro. No me sigas, nos encontramos en algún lugar que yo te indicare más adelante, pero vos no hables con nadie. -Pero ¿qué pasa, adónde te vas, quienes te siguen?, grité, mientras trataba de alcanzarla con la mano. - Señor, despierte, dijo la enfermera, estaba soñando. -¡Gabriela, grité, Gabriela, dónde está! -Acá no hay ninguna Gabriela, Ud. estaba teniendo una pesadilla. Yo sentí ruidos de esta habitación y me vine lo más rápido que pude La habitación era la misma de antes, lo que era más preocupante aún. La mujer me dio las pastillas y me trajo agua y algo para comer. Era temprano, un rayo de sol atravesaba la habitación como una espada por una de las ventanas. Es la primera vez que veo luz en mucho tiempo, pensé. - ¿Quiere que lo lleve afuera?, está muy lindo el día; hay que aprovecharlo. Asentí de inmediato porque creí que quizás esta vez encontraría alguna verdad. De pronto algunas dudas se iban dilucidando a medida que la mujer me llevó al patio de afuera. La primera fue que el patio de la clínica era la glorieta de mi casa, el jardín era el que siempre cuidaba con esmero y los perros que corrían jugueteando, eran los míos, los que alegremente me recibían en mi casa. Cap. 20 Continuara…. SUCUMBIR Eran ellos o los míos. Los dos sabíamos que sucumbiríamos ante el menor movimiento. El silencio apenas se cercenó entre el murmullo de los árboles y la brisa del mar. Era casi de noche y yo no supe realmente de quienes eran esos ojos verdes que brillaban entre los matorrales y que me quitaban el aliento. Permanecí quieto como un camaleón. Sabía que tenía los minutos contados, los mismos que ahora frente al altar. EL AMANECER Era raro que sonara el timbre tan temprano en su casa.Le recordó viejos tiempos, cuando se ponía el despertador para levantar a sus hijos, pero ellos ya no estaban; a esta altura de su vida no sabía si seguir tendida en su cama o mover su dolorido esqueleto hasta el portero eléctrico. Tampoco ya no estaba su marido para darle una mano, y encima, todavía no había llegado la enfermera que la cuidaba. ¿Quien querría molestar a una anciana a esta hora?, pensaba, mientras tomó su bastón. Los metros que había entre su dormitorio y la cocina no eran muchos, pero se hacían eternos y muy quejumbrosos. -¡Soy yo, mamá, Pablo! ¡Lo que le faltaba a una vieja como yo!, pensó , otra broma de mal gusto, como tantas había sufrido desde la desaparición de su hijo Pablo. Ni siquiera contestó, no era la primera vez que le hacían esto. No le dio importancia, aprovechó que se había levantado tan temprano, para preparar la comida. El timbre volvió a sonar una vez y otra vez, hasta que ella decidió que si no se iba por las buenas, lo mejor sería avisar a la policía o esperar a que viniese su enfermera. Decidió contestarle para disuadirlo de sus turbias intenciones. -¡Por favor, le dijo la mujer, no me moleste, yo sé quién te mandó a vos! Ya le avise a la policía. -Mamá, soy yo, me olvidé las llaves, las dejé en el jarrón rojo de la cocina. Se sorprendió y tomó nota de las palabras, ya que a Pablo siempre se le olvidaban las llaves en ese mismo jarrón. Era increíble la información que tenían ciertas personas, lo que eran capaces de hacer con tal de lograr su objetico. No sabía el motivo, si esto era para robarle o simplemente para hostigarla. Decidió seguirle la corriente, así ganaría tiempo para avisarle a la policía. -¿Qué quieres que haga?, le pregunto. -¡Que bajes, mamá! La maldad no poseía limites, especuló, ¡hasta la voz se le parece!, no tendría más de dieciséis años, como Pablo cuando desapareció de esta misma casa, hacía como treinta y tres años. Recordó de pronto lo distraído que era su hijo, y sonrió levemente. ¿Quien estaría detrás de esto?, quizás un grupo de delincuentes comunes, que le quieren robar a una vieja indefensa, deliberó. -Mama, te dije que iba a volver, de que no te preocuparas, de que igual iba a pasar de año, ¿te acordás de que me prometiste que si aprobaba matemáticas nos íbamos al sur? -Si, ya lo sé, pero vos no sos Pablo. La mujer recordó de pronto ese incidente con Pablo, había sido casi a fin de aquel año maldito, en quinto grado; Pablo se había dejado estar en sus estudios y eso a su madre no le gustaba, esperaba para él un futuro mejor que el de ella. La envolvió de pronto la curiosidad, quería averiguar quién estaría detrás de esto; se vistió, se aseguró de que el portero estuviera abajo y decidió bajar a pesar de todos los peligros. Cogió su bastón y como pudo, llegó hasta el ascensor. A medida que se acercaba a la puerta de entrada, sus recuerdos afloraban como si hubiesen estado dormidos por mucho tiempo; su asombro iba en aumento, el parecido de este chico con Pablo era sorprendente. No solamente la voz, sino su cara, su ropa, la misma de aquella fatídica mañana y hasta los gestos que le hacía desde afuera. La mujer apuró su marcha emocionada, su instinto de madre la guiaba por un sendero de luz. Sintió que ya no necesitaba el bastón. Abrió la puerta, lo abrazó y cayó tendida en el hall. La encontraron luego en el piso con los brazos abiertos y con una leve sonrisa. EL ASCENSOR Debo confesar que he sufrido a lo largo de mi vida breves y concisos ataques de pánico y claustrofobia, pero no necesité de ninguna larga y costosa terapia para saber cuál era la causa de este mal: el ascensor de la calle Ellauri, el edificio donde nací, el viejo Otis que siempre se rompía o se quedaba a mitad de camino en aquellos truculentos años sesenta, donde lo más común era que se cortara la electricidad. Tenía terror de subirme solo, y cuando lo hacía, rezaba para que llegara al séptimo piso; el alivio que sentía cuando alcanzaba mi destino solía ser de tal magnitud, que era como si se me abrieran las puertas del Edén. Por suerte nunca estuve solo cuando el ascensor se detenía, tuvimos la fortuna de contar con un portero que era capaz de arreglar hasta un cohete de la Nasa y eso nos hacía más llevadera la cosa. Soñé durante muchos años con este ascensor, a tal punto que se me transformó en una pesadilla y cuando estos sueños son recurrentes es que hay que darles su importancia, escuché una vez que alguien dijo por ahí. Doy por sentado que hubo más ascensores y trenes y aviones donde yo percibí esta misma sensación, por eso es que un día decidí volver al origen del conflicto, enfrentar el miedo, al viejo ascensor de la calle Ellauri, y quizás, porque no, curar mi enfermedad. Han pasado casi cuarenta años que no piso el edificio, ya no quedan vecinos de aquella época, la última fue la italiana del primero, una mujer muy culta y elegante que falleció pocos años atrás. La mayoría han muerto o se han mudado. Nosotros nos fuimos porque mi madre quería vivir en una casa. La idea de volver a subirme al ascensor me surgió un día que vi un aviso de venta de uno de los departamentos, el del sexto; tendría la excusa perfecta para poder entrar a la casa. El aviso decía que se podía visitar a partir de las tres de la tarde, así que decidí ser el primero y me fui bien temprano y me aposenté en la puerta de bronce como en los viejos tiempos. Era domingo y como hacía mucho frio, toque timbre y me anuncié por el portero eléctrico. Me sentía algo raro, hablando a través de ese portero, el mismo que fue testigo e interlocutor de mis travesuras, las que en aquella época ocurrían inocentemente en la calle. (¿Me habrá reconocido el micrófono?).(¿Habrá cambiado tanto mi voz?). La puerta estaba casi igual, aunque más reforzada, y por el vidrio se veía el largo pasillo con el espejo, el que guardaba tantos secretos. Al final del corredor, junto a la puerta que daba al garaje, estaba el ascensor. A pesar de los años transcurridos todo parecía estar igual. Recuerdo que al lado funcionaba una peluquería que todavía está, cuya clientela mayoritaria eran las vecinas del edificio. Tampoco quedan en la cuadra, ni el almacén de la esquina, ni la farmacia; se los llevo el viento, envueltos en una bolsa de nostalgia. Siempre que ando por esa cuadra se me disparan los recuerdos mezclados con los sueños y a veces me cuesta distinguir uno de otro. Una mujer bastante joven se apareció de repente por el corredor, era la mujer encargada de mostrar el dpto. De lentes gruesos y pelo marrón recogido, algo delgada, exageraba la simpatía, como cualquier vendedora. Había junto a mi otra persona interesada pero como yo fui el primero en llegar, gentilmente me cedió el turno. Me dijo su nombre y el de la inmobiliaria, pero no los pude retener, yo me sentía que viajaba a través del tiempo, y que de alguna forma me estaba transformando, incluso hasta físicamente. No me animé a reflejarme en el espejo, tenía miedo de ver a un niño que quizás estaría soñando con el futuro. La joven hablaba de no sé qué cosa de los gastos del edificio y de las bondades de la calefacción central, temas que no me incumbían en absoluto. Y llegó el momento más esperado, el del ascensor. Cuando vi que se abrió la puerta, dudé un instante, la joven se sonrió, al final entré, pero creí que ingresaba como a un túnel del tiempo o algo por el estilo. La joven apretó el botón 6, la puerta se cerró y yo sentí que me faltaba el aire; observé que el ascensor demoraba en elevarse, pero lo hizo lentamente sin hacer casi ruido; el mecanismo era moderno, concluí. Eso me tranquilizó por un momento, la luz ya indicaba que estábamos en el primer piso; el ascensor estaba igual, hasta creí reconocer las ralladuras que le hacíamos con mis amigos en su pintura y los corazones que le dediqué a alguna que otra vecina. Al promediar casi por el tercer piso observé a la joven de reojo, pero no sabía que pavada decirle, si hablarle del tiempo, de mi infancia, del precio del dpto., o de cualquier otra estupidez. Opté por mirar los números, que se iban prendiendo a medida que subíamos. Cinco, vi que señalaba el tablero, faltan dos y estoy curado, pensé, cuando de repente sentí como un estruendo, como un golpe seco que nos hizo temblar. La chica se cayó al piso. Es una maldición, no lo puedo creer, me dije a mi mismo en voz baja. El corazón se me empezó a acelerar y el aire a escasear, como en los viejos tiempos; y para colmo nos quedamos sin luz. -¡Qué mala suerte, y qué raro, porque me dijeron que el ascensor estaba recién arreglado!, exclamó la chica de lentes. -Quizás sea la luz, dije yo. El silencio era casi total, salvo por un pequeño ruido como de metal retorciéndose, como si el ascensor estuviese sostenido por un alambre y a punto de caerse al vacío, eso me asustó más aún. Si no me curo ahora, no me curo mas, pensé para mis adentros. La chica también parecía aterrorizada, porque no escuchaba ni siquiera su respiración. De pronto sentí una voz que me decía, “Gabriel, espera, no te asustes, ya viene el portero”. - ¿Gabriel, pensé, como sabía que era yo, cómo sabia mi nombre?, le pregunté a la chica de la inmobiliaria, pero no me respondió, apenas sentí un balbuceo como de desesperación. Al rato sentí pasos que venían de la escalera y voces que se entremezclaban con ruidos como de herramientas y hombres trabajando. Eso me tranquilizó un poco, era el indicio de que nos estaban rescatando, yo solo pensaba que fuera cuanto antes, antes de que esto devenga en otro trauma para mis próximos cuarenta años. -Ya vienen por nosotros-, dijo la chica. Es evidente que hoy no se va a vender este departamento. Hoy era mi primer día en el trabajo (Y el último, pensé yo)…. Como a los diez minutos se abrió la puerta y pudimos ver un rayo de luz como de una linterna y una mano que nos alcanzó una botella de agua. La puerta se había apenas abierto y se podía vislumbrar que estábamos entre dos pisos y era difícil poder salir por ahí. Con suerte pasaba una mano. Deberíamos esperar a que retorne la luz, y en lo posible antes que el gas, le dije a la chica, como para levantarle el ánimo. -Tengan, tomen, por las dudas de que esto se demore-. dijo una voz femenina de otro lado del ascensor. Traté de ver quién era la persona, pero fue imposible. - Me tenías preocupado, llamé a la escuela y me dijeron que habías salido temprano. Nunca imagine que te habías quedado encerrado, Gabriel-. Yo no sabía a quién le estaban hablando, era evidente que la mujer estaba confundida, y que esto se iba a aclarar en cuanto se abriese la puerta. Opté por sentarme a esperar, la chica se alumbraba con su teléfono hasta que se quedó sin batería y no tuvo reparos en maldecirlo a viva voz. Al final ella también se sentó a esperar, abrió la botella, tomó un sorbo y luego me convidó a mí, alumbrados por una linterna que se abría paso entre dos pisos. - Es evidente que Ud. quizás venda departamentos, pero ascensores no va a vender seguro, le dije. El tiempo pasaba y a medida que transcurrían los minutos los ruidos se hacían más intensos y más gente se agolpaba frente al ascensor para opinar y quejarse de todo. Lo curioso es que había una voz que me resultaba conocida. Sería una sobreviviente de aquellos años, o quizás una alucinación producida por la falta de aire. Al final creo la chica se durmió junto a mí, pero no supe si era por la falta de aire o por sueño. Al rato, la luz de la linterna se apagó y los ruidos cesaron. ¡Linda terapia para mi trauma, pensé! Nos abandonaron a la buena de Dios y yo que no creía en Dios, estaba terminado. La chica seguía durmiendo o desmayada junto a mí sin enterarse de nada. Yo también empezaba a sentir que la falta de aire me estaba como adormeciendo. Es una mejor muerte, la envidie por algunos momentos, hasta que al final se hizo la luz y empecé a creer un poco más en Dios. La puerta se cerró sola, el portero le saco la herramienta que la mantenía abierta y me dijo que apretara el botón, que no me preocupara, que mi madre ya estaba en casa. El ascensor se elevo casi solo hasta el séptimo piso. Me llevó muchos años de terapia resolver mi severo conflicto de personalidad.Lo digo tanto por mí, como por el que suscribe. BINOCULARES A Gualberto lo veía siempre en la puerta del teatro, un rato antes de las funciones, con su bolsa de binoculares a cuestas, su gorra marrón al tono, su bufanda gris y su voz ronca, anunciando al público las maravillas de su larga vistas. Ese domingo a la tarde lo salude como siempre, pero vislumbré algo diferente en su mirada. Me lo confesó bajito cuando pase a su lado: era su último día frente a las puertas del teatro, luego de cuarenta años ininterrumpidos de vender binoculares para los abonados a la opera. Lo felicité y le hice notar que su labor había contribuido al acercamiento de los artistas. Se sonrió y luego me pidió si le podía hacer un gran favor, que tenía un sueño incumplido. -¿Cual?-, le pregunté. -Me gustaría conocer el teatro por dentro, sobre todo a los cantantes, ¿sabe?, siempre los vi de afuera-, me dijo, lo cual me sorprendió sobremanera. Le prometí que haría lo imposible para concretar su sueño. Lo cité para la función sucesiva e hice uso de mis contactos en el teatro para poder realizar su tan ansiado sueño. Así fue como nos encontramos a la semana siguiente en el mismo lugar donde Gualberto vendía sus binoculares. Estaba invariable, con su gorra marrón, su bufanda gris, y su mirada curiosa. Logré que entrara al menos al último piso, al Paraíso, ese al que él nunca pudo acceder. Me lo agradeció mucho tiempo después, pero me confesó que de alguna manera su sueño no lo había podido realizar completamente, porque si bien escucho una música celestial, se percato, un poco tarde, de que no tenia binoculares. CUARENTENA No era la primera vez que me enfrentaba a una cuarentena.Las había tenido y muchas a lo largo de mi vida; pero ésta, sin embargo, se me presentaba como un enorme desafío. No era que yo no estuviera preparado, ni que tuviera miedo, ni que no quisera sortearla. Al contrario, la atravesé como pude, los obstáculos eran muchos y se me aparecían a cada rato como diminutas trampas.Al final la vi a ella, estaba ahí sola, indefensa, sabía que no se resistiría y aproveche mi momento.La engañe una vez más, la atravese y me repliqué sin parar hasta saltar hacia la otra célula. EL TIEMPO El despertador estaba marcado para las 7 horas. Sin embargo, cuando extendí la mano para apagarlo, decía que eran las 9.30. Me levanté lo más rápido que pude, me vestí como de memoria y verifiqué de reojo para ver ciertamente en qué hora vivía. Comprobé que el reloj marcaba ya las 11, pero lo que era peor aún, ¡las 11 de la noche! No entendí que pasaba, pensé que sería un problema del reloj despertador, pero cuando alcancé la calle descubrí que era indubitablemente de noche. Volví a mi casa desesperado buscando ayuda, pero los teléfonos no funcionaban y el tiempo seguía corriendo de prisa, lo podía reconocer en el espejo, las arrugas se hacían cada vez mas evidentes, mi pelo se estaba quedando más gris y mis dientes comenzaban lentamente a desaparecer. A medida que corrían los minutos mi pelo también se iba retirando de mi cabeza como si talaran un bosque. Cuando empecé a sentir dificultades para caminar me senté a descansar. ¿Qué lapso transcurrió desde que apague’ el despertador?, pensaba resignado. El tiempo había pasado tan de prisa que no pude atinar a nada, me había engullido como si hubiese caído en un estanque lleno de pirañas. Ahora me encontraba acostado casi sin poder moverme, echando de menos el tiempo pasado, aquel donde yo podía caminar y ser libre. Mientras elucubraba estas cuestiones y pensaba en todas las cosas que había postergado quien sabe por qué, concluí que ya era tarde para lamentaciones. Ahora debía recuperar el tiempo perdido, así que lo único que me quedaba por hacer antes que me devoren mis últimos segundos, era apurarme con la escritura y terminar este cuento. LA MIRADA La conclusión de los investigadores llegó muy tarde, cuando la pandemia ya se había cobrado millones de víctimas inocentes. Al comienzo, los más afectados fueron los enamorados y las personas sinceras y honestas, quienes sin saberlo, fueron las primeros en sucumbir. Decían los médicos que era un virus respiratorio y que se transmitía por el aire, pero al cabo de un tiempo la verdad salió a la luz : el virus se transmitía con la mirada. Misteriosamente el virus era casi inofensivo para aquellos que nunca se miraban a los ojos, pero la infección fue evolucionando y se fue transmitiendo también para los que esquivaban la mirada, a tal punto que el mundo terminó siendo dominado por una raza de hombres ciegos. hola amigos Hoy recibi la noticia de que soy finalista de ese prestigioso concurso que se organiza en Buenos Aires.El cuento no figura aquí en textale. Saludos a todos LAS VOCES No podría precisar exactamente cuándo me percaté del asunto que atañe a esta historia, pero creo recordar que fue una tarde cualquiera, una tarde donde las voces se me aparecieron más diáfanas que en otros días, y eso fue quizás, por el repentino silencio que a veces ocurría en el edifico los fines de semana cuando la gente se marchaba a otros lugares. Siempre sucedía a la misma hora, la hora en la que yo me daba mi baño de sales. No era una novedad para nadie que el agua transmitía mejor el sonido que el aire, pero en este caso era muy significativo; solo faltaba que yo sacase mis oídos de adentro del agua, para que esas voces desaparecieran de mi mente al instante. Como dije antes, no podría afirmar cuándo se me aparecieron las voces, pero yo suponía que el hecho se correspondía con una familia nueva que se había instalado en el primer piso, el de abajo del mío, dos meses atrás, lo recuerdo muy bien por el chirrido de los muebles y los susurros de las escaleras. Por más que pareciera increíble, nunca me los encontré y eso era debido y casi con seguridad, a que yo no salía casi nunca de mi casa y si lo hacía, era en horarios muy distintos a los de una familia común y corriente. Digo familia común y corriente, porque eso me sugerían las voces que venían del piso de abajo. El fenómeno no pasaba de algunos minutos y coincidía con mi baño, yo pensé que tal vez eso se debiese a que ocurría en el mismo horario en que la mujer bañaba a los chicos, a eso de las veinte horas. Las voces eran más que nada las arengas de una madre con sus hijos en un baño, salvo algunas veces donde pude apreciar algo así como una fuerte discusión y acaso alguna forma de leve violencia doméstica, pero no podía afirmarlo fehacientemente. A decir verdad, esto nunca llamó mi atención, no era de mi incumbencia qué hacían o qué no hacían los vecinos de abajo, ya bastante tenía con mi propia vida como para estar pensando en otras cuestiones, ya tenía yo bastante con mis propias voces, las de mis seres queridos que ya no estaban. Pero sucedió que un día, por casualidad, me crucé con uno de los viejos vecinos de toda la vida y le pregunté al pasar y como quien no quiere la cosa, si sabía algo de los inquilinos de abajo. - ¿Qué inquilinos?, me dijo-. -Los de abajo- contesté yo. Los del primer piso. - Ese departamento está vacío desde hace dos años, ¿no lo recuerda? Ud. mismo demostró cierto interés cuando estuvo a la venta. Mucho antes de la tragedia. Le contesté que sí, aunque no lo recordaba y tampoco recordaba lo de una tragedia, pero no podía confiar en sus ´palabras, ya que con anterioridad me había cruzado con él por otras circunstancias que ahora no vienen al caso. Sin embargo, como un relojito, las voces seguían transmitiéndose por el agua como una vieja radio a transistor. Sospeché serian de otro de los departamentos, que por alguna extraña razón el sonido rebotaba y se filtraba hacia mi bañera y se amplificaban con el agua. Resolví que lo mejor, posiblemente, fuera cambiar mis horarios y así evitar las voces. Lo hice, al comienzo funciono de maravillas, pero luego misteriosamente ellas se adaptaron al nuevo horario y volvieron con más fuerza y ya no eran voces de niños jugando en una bañera, sino que eran gritos como de desesperación. Mi paciencia también tenía un límite y eso lo sabían muy bien en el edificio. En un pasado remoto, me quejé de otros vecinos más jóvenes que hacían fiestas hasta altas horas de la noche; pero tuve la suerte que lo pude resolver yo mismo sin molestar a nadie más. Decidí entonces, un buen día, bajar un piso, y tocar a su puerta; lo hice antes de las veinte horas, así me aseguraría que ellos estuvieran en la casa. Recuerdo que hacía calor, las paredes destilaban los despojos de un día de verano, el pasillo era como un calco del mío, pero más oscuro y desamparado. Toqué el timbre y para mi sorpresa, se me apareció una joven mujer como de unos cuarenta años, que por su aspecto diría que debería ser hippie o algo por el estilo, de pelo castaño ondulado, flaca y un poco desaliñada. Me atendió amablemente y a mi pregunta por ruidos extraños que se filtraban por la cañería, me afirmó que ella no escuchaba nada y que no sabía de dónde podrían provenir, porque ella vivía sola. -Discúlpeme, no la molesto más. -No es nada, cualquier cosa que necesite… -Muchas gracias, le dije y me fui, sin dejar de pensar que quizás me estaría mintiendo o escondiendo alguna cosa. Las dudas siguieron rondando mi cabeza como una calesita, daban vueltas una y otra vez, imaginándome los rostros de los niños, como si fueran los de un carrusel roto y abandonado. Los gritos de los niños siguieron cada vez con más intensidad amplificando su dolor a través del agua. Esta mujer no tenía piedad y se las había ingeniado para evitar que la descubriesen. Sabía que con un solo llamado a la policía estaría terminada, pero quería evitar llegar a una instancia como esa. No era la primera vez que algo similar acontecía en el edificio, como dije antes. Fueron otras voces, que venían de más arriba, la de unos misteriosos jóvenes que no respetaban reglamentos ni horarios. Tuve la suerte de que se solucionó sin necesidad de intervención de las autoridades ni a otros vecinos. Logré que se fueran de un día para otro y yo volví a la normalidad, a la paz que me daban el silencio y la tranquilidad. Claro que esto nunca me lo reconoció mi vecino, el del tercer piso. En un momento dado llegue a pensar que el ocupante del tercero era sordo o algo similar, porque cada vez que me lo encontraba, se le notaba cierta dificulta para escuchar y esa creo era la explicación de por qué nunca me reconoció los sucesos que se daban en el edificio. Lo envidie ciertamente, hubiera hecho cualquier cosa por ser como el, tener esa enorme condición de ser un poco sordo. Recuerdo que los jóvenes eran curiosamente muy cordiales, y creo yo que eran estudiantes, pero llegado el fin de semana no me dejaban dormir. Una noche no tuve más remedio que subir al último piso, al cuarto. Les toqué timbre y hasta les golpee la puerta, pero no me sintieron, el volumen era tan alto que no me atendieron. Ahí fue que tome la decisión de hablar con el vecino. Me le aparecí al día siguiente en su casa. Me negó todo, hasta inclusive la existencia misma de los jóvenes estudiantes, lo que no me sorprendió en absoluto, porque él era el que les alquilaba y por esa razón, pensé yo, no quería tener problemas, ni perder tan jugoso negocio. Pero esa historia ya pertenecía al pasado, ahora yo tenía que resolver la de las voces de los niños que cada jornada acrecentaban su volumen, a tal punto que ya me era casi imposible realizar mi baño de sales, tan recomendado por mi médico personal. Debía pensar alguna estrategia para terminar con este suplicio, ya lo había hecho en el pasado y con resultados positivos para mis frágiles oídos. Lo primero, cavilé, es en volver a hablar con la mujer y si pudiese, sería bueno poder entrar al departamento y verificar si ahí vivían niños o no. Esperé un par de días, me relajé un poco para estar más tranquilo y poder organizar la pequeña aventura. Lo hice a eso de las veinte horas, pero esta vez no tuve respuestas. No se encontraba en su domicilio o no quería atender, pero recordé que yo tenía las llaves del departamento de abajo, porque una vez, cuando las relaciones eran buenas con el viejo de arriba y el departamento estaba vacío, hubo que hacer un arreglo y el hombre del tercero me dio las llaves para hacer ingresar a los obreros. Subí a mi casa y busqué las llaves lo más rápido que pudiera, por si la mujer volvía. Irrumpí en la casa, examine todas las habitaciones y descubrí que la mujer mentía, había ropa de niños desordenada por todos lados, como si alguien hubiera entrado a robar, y por lo que pude observar, había una hornalla prendida, lo que inmediatamente concluí estarían por volver en cualquier momento. Sali sin dejar rastro, pero sabiendo que la mujer mentía, al igual que el vecino del tercero. No sabía bien por qué, pero todos parecían estar en contra mío. Pasaba el tiempo, y todos los días aparentaban ser un calco uno del otro. Las voces se manifestaban a la misma hora, y como estas iban en aumento, yo me ponía tapones para los oídos. A los niños no les gustaba que los bañaran, esta mujer los torturaba y les gritaba durante media hora, y algunas veces hasta les pegaba; ahí se producía un largo silencio, seguido de un llanto desconsolado. Algo tenía que inventar para salvar a esos chicos, pero no sabía qué cosa hacer. No quería cometer de nuevo los mismos errores del pasado, cuando en una madrugada me despertó una alarma de la cochera y yo llamé a la policía, pero esta enigmáticamente se apagó justo antes de que llegaran los uniformados y yo hice el ridículo frente a los policías. No quería involucrar nuevamente a los guardias, ya no me creerían si los volviese a convocar por un hecho que no podría probar. ¿Como haría para demostrar las torturas de una madre mientras bañaba a sus hijos? Esto lo tendría que resolver yo de una vez por todas. Lo hice de la misma forma que con los chicos del último piso. Subí a las veinte horas, toqué timbre, me abrió ella, me dijo que me dejaba y que no me iba a entregar a los niños, forcejeamos en la entrada, y en un descuido, algo se prendió en la hornalla que estaba encendida y fue inevitable el desenlace fatal. Todavía hoy recuerdo lo inútil que fue la ayuda de los demás vecinos, quienes también sucumbieron en el intento de apagar las llamas. Lo recuerdo siempre, sobre todo a las veinte, a la hora que se me aparecen las voces debajo del agua. ELLA La conoci a través del personaje de uno de mis cuentos, pero a medida que nos íbamos conociendo, yo me fui lentamente transformando en ese personaje, y ella, al verme atrapado en esas líneas que se derramaban junto con su belleza, como si fuera un pincel de palabras, se metió sin querer dentro del relato, y sin saber, quizás, que era ella la que estaba escribiendo el cuento. EL SALTO Sucedió a la hora que estaba previsto. Yo me había estado preparando con mucha anticipación, para este momento tan importante de mi vida; lo había pensado todo para que mi ausencia no fuese un problema para nadie; la decisión ya estaba tomada, no había retorno. Mire’ hacia abajo; hice los cálculos pertinentes para que todo saliera lo mejor posible. Me despedí y me lance’ al vacio, casi sin pensar en nada. Ya en el suelo, comprobé que mis alas estaban intactas. GABRIEL FALCONI HOLA AMIGOS GRACIAS POR SUS COMENTARIOS SOBRE EL CONCURSO .EL RESULTADO SE SABRA EL SABADO 24. NO HE PODIDO RESPONER A SUS MENSAJE PORQUE TENGO UN PROBLEMA TECNICO QUE ME LO IMPIDE DESE HACE MUCHO TIEMPO La esperanza. La esperanza es lo último que se pierde en la vida, dijo Esperanza, mientra caía al vacío. No creo que el suceso llegue hasta nosotros, se produjo a 13 mil kilómetros de acá, dijo el hombre, cuando empezaba lentamente a prenderse fuego. EL TAPABOCA Se paró junto a mi y me clavó los ojos.Noté, detrás de la tela, que su cara estaba triste e incómoda. Lo acaricie' levemente y me hice eco de su falta de libertad. Cuando quise acordar, ya se había ido disparando, pero no lo seguí ni le ladre' Ayer te soñé Caminabas ligero , persiguiendo A tu propia sombra. Tu silueta, como una idea inalcanzable,danzaba entre los bosques oscuros de mi mente. Cuando te alcancé Desperté y ya no estabas,Habías desaparecido dentro de mi.Sólo me quedaron el recuerdo de tus ojos. Pero no supe si eran los tuyos o los míos. Tantos años de búsqueda hasta hoy que Robert encontró por fin el libro en Old Brompton Road en Sirling. Había llegado a pensar que era solo una leyenda; como el monstruo del lago Ness. El librero, después de desempolvar el libro que estaba escondido en la recámara se lo entregó con misterio diciéndole que el dueño sería colmado de dones: ya que contenía los principios de la alquimia. Esto era un tesoro para los eruditos .El secreto solo lo podía recibir el elegido .Pero El sabía que lo era. Con su tesoro en brazos se refugió en “El negro Burn Hotel” .Cerró persianas y ventanas, puso en la puerta el cartel de ocupado .Con una luz tenue abrió el libro con devoción “Principios de la alquimia en Escocia”, mirando primero el reloj .Eran las seis de la tarde .No sabía las horas que le llevaría asimilar el secreto, pero hasta entonces no dejaría de leer. Atónito encontró la primera página en blanco .Estaba en blanco. Llegó a coger una linterna iluminando la página, buscando algún rastro de tinta borrada u oculta…Nada. Volvió a mirar el reloj. Eran ya las doce de la noche, pero no podía perder el tiempo antes de pasar a la siguiente página .Esta tenía que tener un significado oculto, no podía pasar de página sin descubrirlo ni entretenerse siquiera cenando. La hoja parecía que le hipnotizaba; como si quisiera captar sus pensamientos para imprimirlos en esa página. Miró el reloj sin ver, por inercia, y volvió a dirigir la mirada a la página. _ ¿Acaso me quería decir que no era yo el elegido?-pensaba deprimido. Se levantó, era la primera vez en horas, no era para un descanso. Cogió el revolver decidido. -Si no era yo el elegido no deseo seguir viviendo-Claudicó Robert. Y disparó con firmeza a la cabeza .Restos de sangre salpicaron la hoja en blanco y de rebote la bala la bala se incrustó en el reloj que marcaba las 3 en punto. Lo que sucedió aquella tarde, marcó mi vida. A partir de ahí, no busco explicaciones para ciertas cosas que suceden, ignoro a qué atribuirlas y no intento darles un significado mágico ó milagroso, simplemente, las acepto y me satisface haberlas experimentado. Llevo en mi dedo anular, la prueba irrefutable de lo que viví. Pasó mucho tiempo, pero todavía, cuando debo enfrentarme a una situación difícil o dolorosa, aprieto entre mis manos este delicado anillo, entonces, me invade una sensación de paz y sosiego... . Mi primera maestra, fue mi madre. Eran los años dorados en que merecía toda su dedicación. Como hija única, consentida y mimada, igual que lo fue ella, la veía como una hada maravillosa que vivía pendiente de mis necesidades y también de mis caprichos. De mi parte, correspondía a la altura de las circunstancias y me esmeraba para alcanzar cada una de las metas que me fijaba. Cuando fui mayor, recién tuve conciencia de mi egoísmo, que en esa época ya se insinuaba y creció a medida que fueron desarrollándose los acontecimientos. Todo lo que se me antojaba, lo conseguía. Estaba muy conforme con ese estilo de vida y ni por casualidad me ocurría pensar que pudiera cambiar. Pero como todo lo bueno tiene fin, tuve que asumirlo y resignarme a las vueltas de la vida. Cumplí siete años. Desde ese momento empezaron a cambiar muchas cosas y algunas me alarmaban porque tenían que ver con la figura de mamá, menuda y delicada. Cada vez que su breve cintura se ensanchaba, llegaba un nuevo hermanito. Nació Aníbal, el primero. Se ganó ese nombre porque papá admiraba al Aníbal cartaginés, personaje valiente y decidido que había tenido en jaque a los romanos durante mucho tiempo, su campaña con elefantes y guerreros, a través de los Pirineos y de los Alpes, fue una gesta valerosa aunque terminó con la destrucción de Cartago y su suicidio en Bitinia. Yo, veía a nuestro Aníbal, tan diminuto e indefenso, en su cuna y me parecía que el nombre le quedaba demasiado grande. Siguieron dos niños más, con muy breve intervalo, el mínimo requerido en estos casos. La familia, se volvió numerosa de repente. Mi vida, cambió como la de todos los que habitábamos aquélla hermosa vivienda perfumada de jazmines. A toda hora se escuchaba llantos de niños. Las personas que ayudaban en casa, corrían de aquí para allá, el médico, pasaba más tiempo con nosotros que con sus propios hijos, él mismo lo decía. Mamá había cambiado, estaba muy delgada y consumida, no se la oía reír ni cantar. Para que mi educación no se resintiera, papá, contrató una profesora que todos los días a las ocho en punto de la mañana, se hacía cargo de mi educación.. A las doce, servían el almuerzo, que compartíamos juntas, después si mamá lo autorizaba, salíamos a caminar, o me llevaba hasta el parque para jugar en las hamacas. A las cinco de la tarde, el maestro de piano, llegaba con los brazos cargados de partituras. Era un hombrecito calvo, muy nervioso y siempre apurado, tenía alumnos repartidos por toda la ciudad. Me enseñaba solfeo, ejecución, composición, la correcta posición del cuerpo, de las manos, de los dedos y me torturaba con las escalas. Una tarde, concluida mi clase de piano, fui a descansar a la galería, mamá daba el pecho a Joaquín de dos meses, su última adquisición, acerqué mi rostro al suyo para besarla y sentí húmeda la mejilla. Sorprendida y alarmada, porque nunca la había visto llorar, pregunté cuál era el motivo. Con la voz quebrada, contestó que debía hacer un largo viaje. - ¡Qué bueno! exclamé, voy a preparar mis cosas. Entrecortada por los sollozos, su respuesta me detuvo en seco. – No es necesario, viajaré sola. Había notado, con infantil desazón, que a medida que nacían mis hermanos, mis demandas y mis gustos ya no eran satisfechos como cuando era hija única. Mis padres casi no reparaban en mí, y en ocasiones, ni siquiera tenía, como en años anteriores mis vestidos impecables, colgados del perchero. Tampoco me preparaban mis comidas preferidas y para colmo de males, mamá tenía intención de irse sola a vaya a saber dónde. Fue la gota que colmó el vaso. Llené una valija con ropa, algunos libros y juguetes, mi muñeca preferida y un frasco de colonia inglesa, regalo de mi madrina. Mandé a Panchita, la muchacha encargada de la limpieza, a buscar un coche y salí a la galería con mi valija. En el zaguán, me topé con papá que llegaba muy nervioso. Me preguntó a dónde iba. -Aquí ya no se puede vivir, contesté, hay demasiados niños llorones y ya que mamá se va sola, yo también. Esto último lo dije en actitud desafiante. Me arrebató la valija de las manos y la estrelló contra la pared. El impacto, hizo que se abriera y desparramara todo por el piso. El frasco de colonia cayó al suelo estrepitosamente junto a mi ropa, vidrios rotos y el fragante contenido estúpidamente desperdiciado. ¡Tanto que la dosificaba para hacerla durar y ahora se escurría entre las baldosas! En ese momento, odié a mi padre por su violenta actitud, después, todo sucedió tan rápido, la enfermedad de mamá, su muerte y la nueva vida con los abuelos, que tras enterrar a su hija única, se hicieron cargo de sus cuatro nietos, una calamidad que no les dio respiro ni tiempo, para elaborar su duelo. La triste mañana que velaban sus restos, fui a buscar leche tibia para Joaquín, mi hermanito menor, oí a Herminia, la cocinera, decir, refiriéndose a mi padre, que no soportaría dormir sólo ni una semana, su comentario se truncó bruscamente a mi llegada. . Confieso que me hubiera gustado saber más, consideraba a mi padre un hombre fuerte, seguro y sin temores y lo que había oído, echaba por tierra esa consideración, de todos modos, no me atreví a preguntar, esa mujer, al decir de mamá, cocinaba como los dioses, razón por la que permanecía en casa, pero su lengua era de temer. Contra mi deseo, no pregunté nada, pero quedé muy intrigada. Meses después, encontré explicación a sus dichos. Mi padre, de nuevo dispuesto a contraer nupcias, para evitarse las complicaciones que seguramente le acarrearían tres niños pequeños y una hija algo mayor, se desentendió de sus cuatro vástagos y los cedió a los abuelos. Recién advertí la catástrofe en que nos sumía la muerte de mamá, cuando debimos abandonar nuestra hermosa residencia, en la ciudad de Jujuy. Dentro de sus amplias y luminosas habitaciones y en sus jardines donde el persistente aroma de las flores y el trino de los pájaros embargaba los sentidos, había transcurrido mi vida desde que tenía memoria. Los abuelos, que vivían a pocas cuadras de nosotros, decidieron trasladarse a su finca de Uquía, cercana a Humahuaca. Allí había mucho espacio y todo lo necesario para que sus nietos pudieran vivir bien. La realidad, era que abuela, dolida por la actitud de papá, temía que nos cruzáramos con su nueva mujer, en una pequeña ciudad era muy posible, lo consideraba una afrenta y su orgullo, no lo podía tolerar. En esos días, cumplí diez años. La muerte de mamá, me hizo madurar de golpe, junto a mis hermanitos, contenidos y cuidados, viajamos a Uquía A papá, lo perdoné, antes que padre era hombre, como dijo la cocinera, no lo podía evitar. Sin embargo, debo reconocer, que costeó los mejores colegios para nosotros, sus hijos y constantemente se preocupó por nuestras vidas, aún cuando lo veíamos muy poco. Próximo el año lectivo, tuve que convencer a mis abuelos y también a papá, de la urgencia de ingresar a un buen colegio donde continuar los estudios, irregulares, mientras duró la enfermedad de mamá. Elegí el Colegio del Huerto en la ciudad de Jujuy, donde mamá había cursado los suyos. Siempre tuvo fama de albergar a las niñas y jóvenes de las familias tradicionales de la ciudad. Era una buena razón, más que suficiente para que aprobaran mi petición. Sería en calidad de interna, le aclaré a mi padre para evitar que se opusiera. Ansiosa, con el equipaje listo, me despedí de abuelos y hermanos y viajé en tren, acompañada por la hermana de mi abuela que tenía la misión de llevarme hasta el mismo colegio. La Abadesa, una mujer alta y de severo aspecto, me recibió con un discurso que remató con su frase predilecta: “Las puertas de esta casa son tan estrechas para entrar, como anchas para salir” Después de darme instrucciones, órdenes y consejos me acompañó hasta el dormitorio que iba a compartir con otras niñas más ó menos, de mi edad. Así comencé una nueva y provechosa etapa. Mi carácter sociable, hizo posible una rápida integración. Generosamente, mis compañeras, me pusieron al tanto de la rutina. Recuperé el tiempo perdido y me afané en asimilar las enseñanzas impartidas. Teníamos muchas horas dedicadas a meditar y orar. Mi naturaleza activa e inquieta no era compatible con tan pasiva actitud. Esa obligación excluyente, me aburría tanto que ideé una manera de evadirme, sin evidenciarlo. Ponía cara de devota y dejaba vagar mi imaginación, repasaba mentalmente las lecciones, inventaba y adaptaba cuentos para relatárselos más tarde a mis compañeras. Así, en apariencias, cumplía las condiciones exigidas en ese sagrado recinto. La educación y la instrucción que se impartía, eran de excelente nivel y lógica consecuencia del esmero y dedicación puesto por maestras y profesoras. Al terminar el año lectivo, volví a la casa de mis abuelos a pasar las fiestas en familia. El reencuentro con mis hermanos fue emocionante y también algo fastidioso. Me trataban respetuosamente por la diferencia de edad y por lo que significaba, para ellos, estudiar y vivir lejos de casa. Rivalizaron por mostrarme todo lo que aprendieron durante mi ausencia. Al principio, la ansiedad, los puso insoportables. Conté hasta diez, y recordé lo que mamá hacía en estos casos, atendí al que menos se puso en evidencia. Les di a entender, que no era cuestión de gritar sino de mostrar educación y compostura. En la extensa propiedad, por donde corrían cristalinos arroyos que bajaban de la montaña, tenía mi abuelo su molino al que acudían los agricultores de la región a llevar el grano para la muela. Mi tarea, en tiempo de vacaciones, como nieta mayor y responsable, consistía en cobrarles, de acuerdo a la cantidad de cereal que traían a moler. También, clasificar la fruta, duraznos, ciruelas, manzana y uvas que se daban en abundancia. La mejor, era para la mesa, la madura para hacer dulces y mermeladas y una cantidad se separaba para consumir seca. Concluida mi tarea, después de rendirle cuenta al abuelo, de lo recaudado, me perdía en la cocina, ahí aprendí de Encarnación, la cocinera salteña, que siempre acompañó a mis abuelos, a cortar el durazno como se pela una naranja, hasta el hueso y preparar muñecas, que dejábamos secar, no era muy difícil en un clima tan desprovisto de humedad, también charqui, finas tajadas de carne de llama que cortaba y salaba para que resistieran hasta el momento de su consumo. Ya, en ese tiempo, curaba los cuartos traseros de ese camélido que, estacionado convenientemente, sabía como el jamón de cerdo. A la hora de la siesta, me gustaba verla preparar el pan. Lo hacía una vez por semana para toda la familia. En una gran batea, disponía la masa, previamente leudada, con sus hábiles manos la golpeaba y estiraba hasta que quedaba lisa y suave, entonces, cortaba un trozo y con ella, me dejaba preparar muñequitos para mis hermanos. Los colocábamos en chapas engrasadas, separados porque nuevamente tenían que leudar, como el resto del pan antes de cocinarlos. No había mucha leña para el horno porque los árboles de la zona, son escasos, el cardón, es un gran cactus con el que se fabrican muebles y se revisten paredes, pero no tiene gran valor calórico. El abuelo, con un peón, iba en busca de la leña que le dejaba en la estación, la gente del ferrocarril. El marido de Encar, como la llamábamos para abreviar, Paulo, era arriero, lo veíamos al regreso de sus prolongadas andanzas, ella, que conocía sus gustos, lo esperaba con un pastel muy sabroso, que nos invitaba a paladear, una especialidad, de masa dulce, cubierta de merengue y con un relleno semejante al de las empanadas, de carne de llama ó de gallina. Aguardábamos impacientes el momento en que lo sacaba del horno crujiente y apetitoso, y lo desmoldaba sobre una de las antiguas fuentes de plata de mi abuela. Era todo un ritual, mientras el pastel se enfriaba, el relato de alguna de sus historias, nos hacía más soportable la espera. Paulo, después de guardar el ganado y asearse, se arrimaba a la cocina. Con el sombrero en la mano, en el quicio de la puerta, saludaba primero a los patrones, mis abuelos, quienes lo invitaban a pasar, a su mujer y después a los niños que alborotábamos a su alrededor. No tenían hijos, siempre traía alfeñiques, tabletas de miel u otro sencillo presente. El aroma, delicado y apetitoso, de la comida invadía todo, como anticipo del placer que enseguida, íbamos a compartir. Recuerdo aquélla vez que el deseado pastel, como nosotros, esperó en vano. Paulo, no llegó, ni los regalos ni su humilde presencia asomándose a la puerta de la amplia cocina. Días interminables pasaron hasta que otro arriero, trajo la infausta noticia: Paulo se había desbarrancado en un difícil paso de la cordillera. Sus restos no pudieron ser recuperados. Encarnación buscó unos pantalones y camisas que le pertenecieron en vida y les dio sepultura junto al pastel que tanto le gustaba y ninguno de nosotros se atrevió a comer. Volví al colegio ansiosa y feliz por reencontrar a mis amigas De todas ellas, Delfina, la más querida, despertó, apenas la conocí, mi admiración por su delicada, etérea belleza, no parecía de este mundo, la dulzura y el buen carácter eran el sello de su personalidad. Noté su extrema delgadez, apenas comía, repartía entre nosotras, eternamente hambrientas, sus alimentos y también las golosinas que recibía de su casa. En el grupo que formábamos, además de centrar la atención por su natural sencillez, un halo, intangible y misterioso la rodeaba, algo que en ese momento yo no tuve la capacidad de analizar, pero sí de intuir. Un par de años menor que ella, buscaba insistente su compañía para encontrar un refugio en la dulzura de su trato y de sus palabras cuando la nostalgia embargaba mi alma. A veces, creyéndose a salvo de miradas indiscretas, la observé traslucir un estado de paz y felicidad que no eran terrenales. Como ante la presencia de algo misterioso e inasible, no me atreví a perturbar. No he vuelto a ver esa expresión, en persona alguna, al cabo de mi larga vida. Una noche, en mitad de un sueño profundo, desperté y la vi de rodillas, con el rostro en éxtasis, iluminado por un rayo de luna, ya no pude dormir, esa visión conmovió mi alma. Al día siguiente, en un momento de recreo, propuse en tono de broma, pero movida por un extraño, desconocido impulso, hacer un pacto. La que muriera primero, debía, de algún modo, manifestarse y contar lo que sucedía en el más allá. Un silencio profundo, mezcla de temor a lo desconocido y de trasgresión a las rígidas normas del colegio, siguió a mi propuesta, el sonido de la campana, nos volvió a la realidad. Luego de formar filas, entramos al aula, ellas cabizbajas y pensativas, yo firme en mi decisión. Esa noche, después de las oraciones, tomadas de la mano derecha, con la izquierda sobre el corazón, juramos cumplir lo pactado. Terminó el año y comenzó otro. En el acto inicial del ciclo lectivo, nos enteramos de algo irreparable, la muerte de Delfina. Mis compañeras, que conocían la entrañable amistad que le profesaba, se sorprendieron al verme tan serena. En ese momento, me pareció algo natural, era un ángel de paso y no éramos dignas de tenerla entre nosotras. Ya al conocerla tuve la certeza de lo inasible. Rogamos por su alma y todas lo hicimos con profunda y sincera devoción, convencidas de que alguien con sus calidades, debía estar bien en el lugar que Dios le hubiera asignado. Nos preparábamos para terminar el año lectivo. Prefería estudiar sola, así me podía concentrar mejor, evitaba distracciones y me abocaba a los temas que más me interesaban. Una tarde de examen, lo terminé antes que mis compañeras. Después de entregarlo para su corrección, salí del aula. Mis pasos me condujeron a la capilla, solitaria a esa hora. Una desconocida atracción me llevó frente a un altar secundario. Allí vi a Delfina, tal como esa noche en que súbitamente desperté. Su rostro bellísimo, iluminado por un rayo de luz que se filtraba por el vitral. Con expresión de serena felicidad, giró la cabeza lentamente hacia mí y sonrió con su dulzura habitual. Delfina cumplía lo pactado. Me encontraron horas más tarde, absorta, apretado entre mis manos, sin recordar cómo llegó, el delicado anillo con sus iniciales. La madre superiora, se alarmó al ver mi extrema palidez, según lo que me dijeron. Verdaderamente, me sentía muy bien, más aún cuando para volverme a la realidad, me notificaron del resultado sobresaliente de mi examen lo que consolidó mi ego y me gratificó por la dedicación y esfuerzo puesto en el estudio. Fui sometida a un examen médico y después al meticuloso interrogatorio de la abadesa en presencia de mi padre y el cura párroco. Me limité a decir lo que relaté, sin mencionar el anillo. El buen doctor, aconsejó que un mes de vida familiar, en compañía de los míos, sería el cable a tierra para alejarme de tan extrañas divagaciones. Mi cable a tierra era mi recuerdo y el anillo de Delfina. Preparé mi equipaje, como tantas veces, avalada por mis profesoras que atribuían mi estado a un exceso de estudio. Nada más alejado de la realidad, pero en fin, anticipaba mi regreso para encontrarme con mis hermanitos y abuelos a los que extrañaba muchísimo. Aproveché esos días de descanso para visitar a la madre de Delfina en compañía de mi abuela. Viajamos a su casa de Yala, un lugar encantador a unos cincuenta Kms. de la ciudad de Jujuy. Nos recibió emocionada y conmovida. Habían llegado a sus oídos, algunos rumores que deseaba confirmar. Me retuvo entre sus brazos, que me recordaron a los de mamá. Ante su insistencia, volví a relatar lo que ya sabía, pero quería escuchar de mis labios. A ella, le conté todo. Cuando abrió el estuche con el anillo, que llevé para dejárselo muy a mi pesar, lo acercó a sus ojos para ver hasta el mínimo detalle. Desapareció el color de sus mejillas. Estupefacta, perturbada aunque convencida de su legitimidad, sacó fuerzas de su dolor. Con los ojos húmedos contó que al aproximarse el fin, Delfina, pidió ser enterrada con su anillo. Ella misma, se encargó de dar cumplimiento a su última voluntad. Los que asombrados, escuchábamos, nos sumimos en un prolongado silencio. En tácito acuerdo, al no encontrar una explicación racional, aceptaron el hecho. Al despedirnos, ya más tranquila, su generosidad, me permitió conservarlo. Desde ese día, lo considero mi talismán, la evidencia de un Pacto Sellado. Jamás me separé de él. Lo considero mi bien más preciado. He dejado instrucciones para llevarlo conmigo el día de mi muerte. Deseo que mi voluntad sea respetada Cada amanecer,como espectro envueltoen gajos de tu amor,me detengo donde la luzdel yermo cansancioque oculta la noche,me muestra recuerdos que nunca tendre.Cada amanecer,como ave rapazdevoro tus petalosacaricio tu mundoy me detengo,sobre la suavidadde tus limites,porque comienzasa dibujar, otro adios.El alba, decidida,quema mi rostro,para que nadie sepa,que por sus surcosrodaron tus lagrimas,cuando besaste las mias. Sin ánimo de cobrar absolutamente nada, Ni exigir, ni comprometer… Si algo tuviese derecho a pedir, Pediría, sin ningún tipo de timidez… Que se queden mudos, Si es que acaso planearon vuestras frases… Que se queden ciegos, Si esperan vuestro reflejo cuando me observan… Que me consideren tonto e inútil, Antes de perder el tiempo en mentirme… Que me consideren muerto, Antes de falsearme amor y comprensión… Que me consideren perdido, Si planean cambiar mi rumbo… Que no me sonrían, Si luego habrán de hablar mal de mi… Que no piensen tanto en mi, Si supuestamente no vale la pena… Que alguna vez sean simples, Que sean como se que han de ser a escondidas… Que de una buena vez se decidan, Si me odian o me aman, pero en voz alta… Que me cuenten lo que temen de mí Y también lo que aman… Sueño desde que nací, Con llegar a encontrarme realmente alguna vez, Con alguno de todos ustedes… En cualquier parte del universo… Inconclusos se cuelan los otoñosen los laberintos de mis versos solos.Van borrando vocales vacilantesy también las mañanas y las tardes.Y el otoño se abisma en la chimenéay apaga su lenguaje de madera.Y en cristales fríos de presagioataca mis espaldas sin un bálsamo.E invariablemente siento su gelidezalterando mi cuerpo machacado.Y se lanza a enamorar los vitralesy a sembrar escarcha en los escaparates.Yo lo persigo con un fuego más me contesta con ladridos de perros.Y sé que espera fuera de mi casapara romper mis labios cuando parta. A veces melancólico me hundo en mi noche de escombros y miserias, y caigo en un silencio tan profundo que escucho hasta el latir de mis arterias. Más aún: oigo el paso de la vida por la sorda caverna de mi cráneo como un rumor de arroyo sin salida, como un rumor de río subterráneo. Entonces presa de pavor y yerto como un cadáver, mudo y pensativo, en mi abstracción a descifrar no acierto Si es que dormido estoy o estoy despierto, si un muerto soy que sueña que está vivo o un vivo soy que sueña que está muerto. Autor: Julio Florez Rea. “Seducción” Su seducción fluyó con deliciosa delicadeza, reconociendo haber tomado esa increíble decisión por su belleza. La sola evocación de su ternura, tuvo como repuesta inmediata una celebración agradecida, como si eso, fuese la visión delirante de notables dulzuras. Esa muchacha, resguardó seguramente la gloria sorprendente de alegrías pasadas, envueltas de felicidad, con toda la grandeza de su sonrisa. La sugestiva señal del disimulo, trasladó la sensación placentera de su mirada, a la cercanía de su cuerpo encendido. Naturalmente, posó sus labios generosos en mi piel sin perturbarse para disfrutar la gentileza que otorga la vida, fue entonces cuando descansó su rostro agitado en mi pecho, lamiendo el reino de la prudencia. Me decía en susurros, que la luna tuvo en otras oportunidades los pliegues pensativos del desaliento nubladas con lágrimas; pero hoy, sin ese insano dolor, atesoró la inquieta atracción de una madura y fantástica pasión…. antes aturdida y quieta. Subí las gradas lentamente a la morada de esa dama, en cuya mejilla encontré la marca de los astros, y en su cuerpo el disfrute de todas sus fragancias saciadas de sueños con la visión de las tentaciones. La exquisitez de ese encuentro, acogió la misma solemnidad, el inicio de un festejo de intensa existencia y deleite en su lecho, señalado hoy como el refugio más prudente de todas las escenas anheladas, porque en definitiva, todos los amantes se albergan en el después, en los rincones de sus propias exaltaciones, consciente que el cansancio ….es un gran espiral de fatigas inconclusas, en un pecador deshumanizado, que tiene la virtud de ignorar….. todos los aplausos. GAVN Nací distraído. Lo supe desde chico. Me recuerdo con cuatro años, sentado, dándole la espalda a la escalera de mi edificio, aun siento el dolor de la caída. Nunca supe bien el motivo, puedo estar escribiendo sobre lo distraído que soy que de repente rinoceronte con corbata. La gente suele tener equivocaciones como prender el cigarrillo dado vuelta, yo, en cambio, puedo estar con el encendedor prendido sin nada en la boca. Seria autocompasivo sentir que le debo al mundo un poco de atención, darme cuenta de que tengo que pagar la boleta de luz o llamar a mí madre. Todo eso deja de importar, ya que mientras escribo, observo como dejé otra vez encendida la luz del baño. Lamentablemente saber que uno es distraído es parte del problema. La distracción es acumulativa, los hechos se van superponiendo. La llamada pendiente se diluye luego de aparecer la canilla abierta en la cocina, para después ver como el agua está hirviendo y tirar de un manotazo todo el azúcar en la mesada. Como fichas domino (todavía sigo buscando una metáfora mejor) paso de un hecho a otro. No espero compasión, es solo la sensación de que cada movimiento que hago no me pertenece. Estoy muerto de miedo. Miedo de ser tan despistado que, en un instante, tengo sesenta años y entrecierro los ojos para poder ver el precio de la harina. O peor, haber entrado en otra casa y estar en un cuarto que no me corresponde. Ver mis dedos y no estar seguro si debo teclear la letra “e” con el dedo índice de mi mano izquierda. Incluso, me aterroriza la sensación de haber nacido en otro cuerpo, de que la persona que escribe no sea yo sino otra contextura en la que, en mi desatención, me metí por equivocación. Ojalá que esto pase. No debería estar acá. Mi idea simplemente era hacerme un té, pero termine escribiendo este texto. Por lo menos pude… Alan Marrapodi
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Annita
Un abrazo : )
Matteo Edessa
Oscar Franco
gracias por comentar mis relatos y poemas.
leer tus escritos gracias por compartirlos
nydia
amigo de mi alma y de mi corazón..
no te he visto ultimamamente por msn, todo bien??
que excelente cambio de foto... guapote!
besos siempre amigo
te quiero!
MAVAL
¡Un gran abrazo virtual!
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¡¡MUCHAS FELICIDADES!!
GRACIAS POR TU AMISTAD Y EL TIEMPO DADO POR COMPARTIR EN LA PALABRA
que lo pases muy bien!!
leticia salazar alba
norma aristeguy
Un orgullo tenerte con nosotros, gabriel.
El abrazo de siempre.
Norma
gabriel falconi
te pertdono
Edgar-->The Sacrifice
Espero y no te aya molestado fue una distraciòn mia lo siento amigo mio
Suerte
Saludos y mis admiraciones para tì
Edgar Tù amigo siempre fiel!!!
Edgar-->The Sacrifice
Me agrada tener tu amistad auque estemos lejos siempre te apreciare.
Suerte apra ti y los tuyos
Estamos en contacto
Recuerda que la mùsica jamàs morira si tu no la dejas de alimentar
Edgar tù amigo siempre fiel!!!!!