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El hombre de rostro moreno, pulcro y bien vestido, después de asegurarse por los señalizadores que estaba en la dirección correcta, entró al bar. Ocupó una silla frente al ventanal que da a Avda. Corrientes y Gallardo y pidió un café. No podía ocultar su inquietud. Su mirada pasaba de la esfera de su reloj de pulsera a la ventana, como si esperara, ansiosamente a alguien. Los transeúntes pasaban en interminable caravana algunos cansados y tristes, otros alegres, hablando y gesticulando, al término de un día agotador. Pasó una hora, el hombre en espera, pidió otro y otro café. El caudal de gente, disminuía con el correr de las horas. Seguía pegado a la silla, junto al ventanal , el rostro más relajado, las miradas al reloj, se espaciaban al transcurrir de las horas, hasta que no pudo controlar el profundo abatimiento y un ahogado gemido, desgarró el silencio del viejo bar. En el café del frente, sobre Avda Corrientes y Angel Gallardo, estos acontecimientos, se reproducían, casi en perfecta sincronía, sólo que los protagonizaba una mujer. En esta caja de plata, labrada por un joyero, con sutiles filigranas y cerradura de acero, bajo siete llaves guardo, que llevo atadas al cuello, maravillosas palabras e inspirados pensamientos. En esta caja de plata, regalo de un bisabuelo, guardo unas cartas de amor y algunos caros recuerdos Las cartas están atadas con cintas de terciopelo. Dejé entre ellas flores secas, las que crecen en mi huerto. Nunca las volví a leer, ni creo volver a hacerlo, ni jamás abro la caja, labrada por un joyero, porque aunque nadie lo crea, es esto, lo que yo siento: El día aciago en que se abra, esta caja de recuerdos, se irán , por el ancho espacio, volando, los pensamientos que inspiraron las palabras que borró, sin más, el tiempo no deseo imaginar el quedarme sin recuerdos, tan sólo con mi memoria, en la que confiar no puedo pues igual que las palabras, se ha de borrar con el tiempo La mujer subió trabajosamente la cuesta. Cada día que pasaba, le costaba más hacer la caminata desde su rancho de adobes, hasta esa parte del cerro. Era un ritual obligado desde hacían exactamente, quince años. Aunque había pasado todo ese tiempo, se oprimía su corazón cuando la memoria reproducía, uno a uno, los momentos que precedieron el trágico acontecimiento. Fue una mañana especial. El cielo de la puna se veía más limpio y sereno que en mucho tiempo. Levantó a su guagua de pocos meses y con la destreza que da la costumbre, lo aseguró sobre la espalda, como hacen las mujeres del altiplano y pueden, con sus manos libres, dedicarse a otras labores. No olvidó su acuyico de coca, hábito ancestral, que da resistencia al hambre y a la fatiga y atenua los efectos del apunamiento. Se encaminó hacia el cerro a buscar entre las piedras los yuyos sanadores que su marido ofrecía a la venta en el poblado. Al llegar a una explanada, la guagua empezó a llorar. Sentada bajo la mezquina sombra de un cardón, le dio de mamar. Se satisfizo enseguida y se durmió. Para trepar más aliviada, en busca de otras especies que crecían a mayor altura, improvisó con la pañoleta un lugar, junto al cactus, para dejar al niño. Entre las ranuras de la piedra, aprovechando la escasa humedad que por allí se colaba, encontró muña-muña, matico, copa-copa, barba de piedra, vira-vira, rica- rica, entusiasmada por la profusión de yuyos, se iba alejando, sin notar que un cambio climático, empezaba a dar señales. Dió por terminada la tarea, metió otras hojas en la boca, aseguró el atadijo y comenzó el descenso. Un rayo, en seco, la cegó con su resplandor y enseguida el trueno sonó como un amenazante bramido que fue propagándose por los cerros de colores. A los saltos, bajó sin fijarse en los raspones y heridas que le producía, en brazos y piernas. el roce de las rocas, volvió a iluminar el cielo otro rayo que cayó muy cerca. Con espanto vió al cardón encenderse como una gran antorcha, el mismo que eligió para proteger a la guaguita de los rayos del sol. En su desesperación, por socorrerlo tropezó y su cabeza golpeó con la roca. Cuando recuperó el conocimiento, del cardón sólo quedaba un resto del tronco carbonizado y una espiral de humo que terminó diluyéndose en el aire. De la guagua un montoncito seco y retorcido, entre negras cenizas de los trapos que le sirvieron de cuna. Los restos, cuando llegó el marido, lo enterraron en el patio de su ranchito, bajo una cruz de cardón seco, hecha con sus manos ásperas y curtidas. Junto a lo que quedó del niño, enterraron sus sueños y las ilusiones de futuro. La chola, terminada la tarea de recolección, baja del cerro con un desgano infinito. Murmura una oración frente a los restos carbonizados. En la oprimente soledad de la puna, los altos cardones, se asemejan a mudos centinelas, que, indiferentes, contemplaran las tragedias de la vida, . Aquéllos que mal nos quieren, puée que sean los más, que somos duchos en tretas, se afanan en propagá, Tantas cosas que se dicen de la raza más honrá por uno que se echó fama, lo tenemo que pagá. Que somos sucios y feos, no lo hé de considerá, Esa es una gran mentira, difícil de comprobá. Que el gitano es un mañoso, que no quiere trabajá, ¡Por mi diosito del cielo, es que nadie entenderá que no queremo sacarle el trabajo, a los demá y nos privamos de hacerlo, esa é la pura verdá.! Que nuestra jerga es confusa, nadie la puée sabé ¿Tiene el gitano la culpa por la torre de Babel? Vaticinó el Faraón, nadie lo quiso entendé, “Sin mimbre haremo canasta y esquilaremo borrico con tijera é papel.” Si lo dijo Faraón, así mismo debe sé. Y me voy de esta reunión, ya dije lo que pensé. Los gitanos de Sevilla se reunieron a cantar, es la fiesta de la Virgen y la van a festejar. -Virgencita de los cielos, ruega la niña gitana, Búscame un novio donoso, que diga lindas palabras. Que me suba a su corcel, adelante ó en las ancas para abrazarlo y sentirlo caliente como la brasa. Que sus manos me recorran y así podrá, él, entender, que la niña que fue niña, se ha convertido en mujer. Que atrás dejó las muñecas y los juegos de la infancia y busca en su pecho tibio, descubrir ciertas fragancias, Las sutiles, de la rosa, los jazmines y el clavel y esas otras, que presiento, de su piel contra mi piel. Quiero gozar sus caricias y sus besos, con pasión, atarlo al pie de mi cama y hacerlo mi servidor, yo, seré su fiel esclava, en la dicha y el dolor. ¡Concédeme, Virgencita, esa gracia, por favor! Ese gitano malvado que hasta mi vera llegó a envenenarme la sangre con sus palabras de amor. Yo que estaba prometia, a días de ir al altar, con el novio de la infancia , que jura, se matará, si me voy con el gitano que me trae deschavetá. Me ha complicao la vida, seguro para mi mal. Las amigas aconsejan, yo no las quiero escuchar. Que es capricho pasajero, que pronto me pasará y quedará el desconsuelo para mi infelicidá. Que sea lo que Dios quiera, ya no lo puedo evitá, Con el beso que me ha dao, mi sangre contamináa mi voluntá anuláa y yo al destino, entregá Desde los primeros tiempos, los hombres se congregaron. En tribus, clanes, familias y pueblos, se organizaron. Bajo las leyes divinas, que su existencia rigieron, la de preservar la vida, siempre tuvo el primer puesto. Fue hasta que un joven rebelde, de la tribu de Judá transgredió con sus acciones, llevaba por nombre, Onán. Las leyes del matrimonio, lo obligaron a casar, después que murió su hermano, con su cuñada, Tamar. Al no haber otras opciones, sólo le restó aceptar. Dispuso su corazón, la ley divina, acatar, cuando surgió otra cuestión que lo hizo. volver atrás. Los hijos por él procreados, no serán hijos de Onán hijos del difunto hermano, lo serán y de Tamar. Primogenitura y bienes, todo, lo van a heredar Furioso, Onán, se rebela, no lo puede tolerar al saberse desplazado, su codicia, puede más. A las leyes del Talmud, será ajena su intención. No preñará a su mujer, aunque se lo ordene Dios. Sobre la tierra, eyacula, es una punible acción, desperdició la simiente, la vida no preservó, Dios castigó ese pecado, con la suya, se pagó. En la feria de Sevilla, un martes, la conocí, deslumbraba con su porte y su apariencia gentil vestida de rojo sangre, la morena que yo vi. mantón de encaje en los hombros perfume de pachulí, zapatos de tacón anchoy claveles carmesí A su paso, otras mujeres, al no poder competir con la belleza gitana, murmuraban amargadas y fruncían la nariz. El rasguear de las guitarras, dio comienzo a la función La gitanilla bailaba y una gran rueda se armó que palmeábamos al ritmo que marcaba la canción. Castañuelas y guitarras y el hechizo y la pasión de la hermosa que lucía los dones que recibió de su raza trashumante, con la bendición de Dios. Aquél día me juraste que nunca me olvidarías. en mi pecho, sollozabas y triste, me repetías que en ese mismo lugar, en el que me despedías, me esperarías, ansiosa, por el resto de tu vida. Pasaron algunos años, de infiernos, que transcurrían con tu imagen como norte en las noches y en los días. Soportando lo indecible, sabe Dios lo que yo hacía, por procurar las riquezas que tu padre me exigía para acceder a tu lecho y gozar tus regalías. Al cabo de tantos años de sufrir y de sudar conseguí juntar el oro con el que iba a conquistar la voluntad de tu padre y conducirte al altar. No era el mismo que se fue, el que llegó cierto día. con un arcón de dinero, la piel ajada y curtida sabor amargo en la boca y la mirada sombría. En un relámpago vi, todo lo que no veía desde el día en que partí a perder el alma mía. Dejé el arcón en el suelo, con una nota prendida “Para amortizar favores, aunque nunca los reciba” El amor no se negocia, muy tarde lo comprendía Apurado trepé al barco, que a la mar me volvería, En mi pecho, el corazón, redoblaba de alegría aliviado de presiones que me amargaron la vida Hinchaba el viento las velas y el barco a la mar se hacía. Me acabo de enterar que estás enfermo, que no quieres vivir, que estás tan triste… que nada te consuela ni te alivia, del dolor, por la dicha que perdiste. Lo siento, Dios bien sabe que lo siento, más nada puedo hacer para evitarlo, Encontré un nuevo amor que es mi alegría y por nada, en el mundo, he de ocultarlo. Lo que hubo entre nosotros, ya no existe. Evitemos inútiles intentos de revivir momentos que pasaron El ayer ya se fue y está enterrado Hoy, para mi, tan sólo es el presente, el futuro, me tiene sin cuidado. No te dejes vencer por la tristeza. no le va a tu carácter ni es tu estilo prefiero conservar en la memoria el recuerdo de aquél que un día has sido. No faltará quien vaya a consolarte, siempre en lista de espera, varias hubo, a rescatarte del pozo depresivo, se animarán. Y volverás a ser el de antes, no lo dudo, Crucé aquel viejo sendero que a tu casa me llevaba, un frío día de enero… para qué, si ya, no estabas. Tu casa daba tristezas, tristezas que contagiaban, los árboles, deshojados, paredes descascaradas y un oprimente silencio que mi garganta cerraba. Comenzó a silbar el viento aquélla antigua canción que sonó como un lamento, el lamento de un adiós. Volví a cruzar el sendero de tu casa hacia la mía. El viento soplaba fuerte, su canción me perseguía quizá para recordarme que ya nunca serás mía. -¡No es posible tener tanta mala suerte! Se dijo, José, mientras arrojaba lo que debieron haber sido tostadas para su desayuno y se convirtió en carbón. No alcanzó a cerrar la perilla del quemador, la leche hirviente se derramó sobre la, poco antes, impecable superficie de su cocina. -¡No es posible tener tanta mala suerte! Se repitió , ya sin ánimo de desayunar y encaminándose, con fastidio, hacia la puerta de calle. Dio algunos pasos y allí estaba El. La tarotista, su vecina, se lo vaticinó. Había una persona que le envidiaba y le deseaba el mal, una fuerza negativa, poderosa enfocada en su persona para causarle problemas y posiblemente algo mucho más serio. El era un pordiosero que se estableció hacía unos meses muy cerca del edificio que habitaba José. Nadie sabía de dónde había salido. Cada vez que José iba a su negocio, estaba ahí, en el mismo lugar, cubiertas sus piernas con una manta escocesa. No recordaba que le hubiera respondido alguna vez al saludo, pero desde la primera vez, notó en su mirada, algo tortuoso y maléfico que taladraba su espalda cuando pasaba por el lugar. Una espantosa revelación, como un fogonazo, le confirmó que era él, sólo él la causa de todos los males que venía sufriendo desde hacía unos meses, el tiempo en que el maldito pordiosero se instaló para perjudicarlo. Supo que EL lo odiaba, era la reencarnación de alguien que en alguna otra vida dejó deudas pendientes con alguien de su misma sangre y ahora perseguía al único descendiente para cobrárselas. Sentado en un banco de la plaza, desmenuzó todo lo vivido esos últimos meses. No cabía duda. Había resuelto el porqué de tanta mala suerte. El paso a seguir era eliminar de raíz la causa. “Muerto el perro, se acaba la rabia” Todo se resolvió la misma noche. Nunca hubiera imaginado que sería tan sencillo. Se complació en revivir los últimos minutos del maldito. Sus perversos ojos clavados en los suyos. La evidencia cabal de su culpabilidad, ni siquiera parpadeó. Le descerrajó dos tiros uno en cada órbita para que se llevara su maldición al propio infierno Al día siguiente se levantó tarde, avisó que no se sentía bien y se tomaría un descanso. Dispuesto a comenzar una etapa de serena felicidad , sin interferencias dañinas, dispuso pan para sus tostadas y a calentar, la leche para el desayuno. Corrió a atender el llamado. Escucho la voz algo gangosa del encargado: -Anoche mataron al indigente que dormía en el banco de piedra. ¡Le dispararon en los ojos al pobre ciego! ¡Ya no se puede vivir, Don José, no se puede.! El olor del pan quemado y de la leche derramada lo desalojan de su fugaz, serena felicidad. Si alguien me hubiera contado lo que es sufrir por amor, jamás hubiera intentado conquistar su corazón Si alguien me hubiera alertado lo que es sentir el dolor de saberse despreciado, aún peor, ignorado como me he sentido yo. Si alguien me hubiera contado que algún día iba a llorar, estas lágrimas amargas de las que nunca sabrá. Antes prefiero la muerte y así conmigo, enterrar este tormento de amarla, como nadie la ha de amar. Gertrudis termina de secar la vajilla y guarda cada elemento en su lugar, como Helga, su patrona le enseñó. Los platos hondos, a la izquierda de los playos, los de postre a la derecha. Los cubiertos, en el cajón con divisiones, cuchillos, tenedores, cucharas soperas, de postre y de café. Repasa la mesada con una rejilla impregnada de un agradable desinfectante que a la vez desodoriza y deja brillantes las superficies que toca. . Camina por el pasillo de servicio hasta su habitación, se quita el delantal y alisa su falda de lana. Del estante bajo del placard, saca un cepillo que frota enérgicamente sobre sus zapatos negros. Se coloca el abrigo y un pequeño sombrero de paño sobre sus cabellos escasos y descoloridos. Hurga en el pequeño bolso hasta encontrar la llave de la puerta de servicio. Se asegura de haberla cerrado y va hacia la calle por el sendero de grava. Antes de salir, sorprende a un gato vagabundo que ha conseguido rasgar las envolturas que tan cuidadosamente preparó para incinerar y por el agujero abierto, asoman los restos sanguinolentos de una mano, que el hambriento animal se empeña en mordisquear. El rostro de la mujer, palidece, toma una piedra de uno de los canteros del jardín, con un golpe seco la estrella en la cabeza del felino. Necesita varias bolsas de residuo para recomponer la estropeada y otras para meter al gato. Rocía todo con algo que huele a desinfectante para asegurarse que no se repita. El encargado de llevarlos carga los bultos en la caja de la camioneta.. . El camión se aleja calle abajo, rumbo al incinerador. Ahora puede decir que ha cumplido su tarea. En el camino se cruza con la señora Matilda. y Berta, su sobrina – Buenas tardes Gertrudis, ¿ Llevaron ya a su patrona? Con la cabeza baja, Gertrudis responde, - Si señora,. Se quedará hasta su convalecencia. Cuidaré de la casa hasta su regreso. Voy a la iglesia a rogar para que sea pronto. Saluda respetuosamente y se aleja. - Berta, querida, ¡Qué daría por tener una empleada como Gertrudis! Tan fiel y abnegada, Créeme, Helga no la merece, veinte años que trabaja para ella, siempre la trató peor que al perro y hasta la obligó a abortar cuando su hijo, ese canalla que murió en Marruecos, la embarazó. No le tuvo piedad ni consideración. - Creo en la Justicia Divina , pero a veces, siento tambalear mi fe. Las mujeres se alejan. La brisa del atardecer, juguetea con las hojas de los árboles.. Del ejército exterminador de indígenas, al que fue incorporado, por la fuerza, contra su voluntad y convicciones, escapa a la primera ocasión. Sabe que está irremediablemente condenado. La muerte acecha desde todos los frentes. Es preferible ser desertor, con todos los riesgos que su decisión implica a empuñar las armas contra esos seres debilitados por las carencias y la marginación, cuyo mayor delito es defender el derecho a la tierra que los vio nacer, la que perteneció a sus mayores. Esa misma tierra inconmensurable que despertó la codicia de quienes decidieron el genocidio, los futuros terratenientes que construirán su riqueza sobre los cadáveres de sus legítimos dueños. La noche es fría y tormentosa, agotado, sin ánimo, deja que su caballo, lo guíe. Como latigazos, los refucilos, cortan el cielo. Entre resplandores, distingue el humo de una chimenea y la luz mortecina de un candil. Un hombre viejo y achacoso, le permite entrar a su humilde rancho. Encomienda a la mujer que le sirve, se encargue del joven y su cabalgadura y se retira a descansar. Silenciosa y embozada, aparta la marmita del fuego, donde borbotea el suculento locro. Mientras arma el catre, él devora la comida. Satisfechas sus necesidades, se derrumba agradecido. Un momento después, eso es lo que piensa, despierta agitado. Junto al suyo, un cuerpo tibio y palpitante, susurra y en melodioso tintineo de cristales, ofrece sus labios y la cálida tersura de su piel. La mano del muchacho, se enreda en la cadena que adorna el cuello que sostiene una diminuta cruz. Un gallo, anuncia el nuevo día. El viejo, junto al fogón, tiene alguien con quien hablar. -Aquí nació y también murió, muy joven, mi única hija, a poco, la siguió mi mujer. Sus cuerpos, sepultados bajo esta misma tierra, me impidieron partir. Pronto estaré junto a ellas. Atrapado por los recuerdos, su mirada acuosa, se pierde en el vacío. -Esto es en pago por su hospitalidad, dice el mozo y lo deja en la mano del anciano. Listo a partir, sus ojos se detienen en la imagen, descolorida por el tiempo, de una joven que lleva como único adorno una fina cadena de oro con una cruz. Sin dudar, levanta el retrato y afirma – Anoche conocí a esta joven. Deseo volverla a ver. Apenas resuelva mi situación, vendré a buscarla. Ella… es Inés, mi pobre hija. Ayer se cumplieron veinte años de su muerte,- contesta el viejo y señala en el patio, una sencilla cruz de madera, carcomida por el tiempo. Cabalga sumido en su pensamiento, de repente, melodioso tintineo de cristales, acaricia su oído. El cielo se abrió en un desquicio de centellas y relámpagos que hicieron temblar a los despavoridos ángeles. En cimbreantes ondas, en las profundidades tenebrosas, estallaron las fuerzas subterráneas engendradoras de horripilantes seres que a saltos ó reptando, confundidos en la caótica noche, buscaron refugio en la oscuridad. El rojizo amanecer iluminó la tierra herida y resquebrajada. De sus entrañas todavía humeantes, emergieron criaturas deformes mezcla de humanoides y reptiles, espantadas de sí mismas y de las otras, volvieron a guarecerse en sus madrigueras. Esperarán la oscuridad para obviar diferencias y será propicia para establecer vínculos. Los engendros de las tinieblas, dominan la tierra nocturnal. Cuando enviudó, dejó el hogar de tantos años y entrañables recuerdos, para vivir con su hija. Casada con un viajante de comercio, las frecuentes ausencias del esposo, motivadas por el trabajo, se hicieron más llevaderas en su compañía. Un rasgo que lo definía, era su empeño en colaborar y dar solución a los pequeños y grandes problemas. De uno especial, fui protagonista. Ocurrió cuando imprevistamente llegué al mundo, y sin opción ni tiempo para pensarlo, debutó como partero. El nuevo día, sorprendió a la flamante mamá, extasiada con su primogénita y al valeroso abuelo, internado de urgencia, con un pico de presión. La alegría de serlo, apuró su total restablecimiento y poco después, se reintegró a sus antiguas labores y a las que se sumaron con la nueva adquisición. Al año, llegó otra nieta, pero esta vez, para tranquilidad de todos, fue sin sorpresas y en una clínica. El primer día de clases me acompañó a la escuela y no dejó de hacerlo hasta que terminé el ciclo primario. Cada mediodía, volvíamos, presurosos a reponer energías con los alimentos con que mamá nosesperaba. Aprendí a reconocer los olores, que delataban su incursión en la cocina, por las aromáticas hierbas que cultivaba en su huerta. Albahaca, romero, tomillo, orégano, salvia, entreveradas con el perfume a lavanda, azahar y jazmín, conjugadas para crear esa atmósfera singular, íntimamente ligada a los recuerdos de mi infancia. Conservo intacta la imagen de ese hombre alto, delgado, generoso, maestro rural en su juventud. Sus manos curtidas por el trabajo, adquirían la suavidad de la seda al pasar las finas hojas de papel de arroz, de algunos de sus preciados libros. Atesoró conocimientos y experiencias de vida, que compartió a diario con quienes se los requerían y en especial, con nosotros, su familia. Excelente narrador, bajo su tutela, recorrí el planeta, escalé montañas, me aventuré por intrincadas selvas, seguí el tortuoso cauce de los ríos, me agoté en interminables desiertos. Conocí sabios, guerreros, escritores, poetas, artistas, desde aquellos surgidos en los albores de la historia hasta los contemporáneos y desde acontecimientos importantes hasta domésticos, asociados a cada circunstancia. La palabra expresiva, acompañada del gesto, quizá algo exagerado, bastó para trasportarme a través de los tiempos hasta la época actual. Esos fascinantes hechos, descriptos y narrados con sencillez, en los que participábamos niños y adultos, nos hacían reflexionar y llegar a la conclusión, de que el hombre, causa y efecto de sus acciones, en situaciones repetidas, no aprende de sus errores. Su espalda empezó a doblegarse y a medida que yo crecía, él se encogía. A mi ingenua curiosidad, le dio esta respuesta: - “Cada hora que pasa, me acerca más a la tierra, morada final. Tú, niña, como flor que nace a la vida, te elevas a la luz” Al notar la tristeza que en mí, provocaron sus palabras, agregó: – “ Nadie debe sufrir por eso. Cumplimos un ciclo y me siento satisfecho porque he cumplido el mío. La prueba eres tu, flor de mi simiente”. El eco de esas palabras sigue vivo en mí, a pesar del tiempo, que inexorable, nos marca el destino. Valentina, mi nieta, simiente de tu simiente, se entretiene con sus muñecas, ajena al molino de mi pensamiento. Desde donde estés, sabrás que estoy cerrando mi ciclo, con la mente despejada y el corazón ligero como lo aprendí de ti, que entre tantas cosas, me enseñaste a aceptar con dignidad lo que es imposible cambiar. i HASTA QUE LA MUERTE LOS SEPARE Esa frase conocida que acabamos de escuchar en el momento preciso en que no se le dará, la importancia que supone, ni en lo que devengará. La vida, tarde ó temprano, seguro, facturará las promesas inconscientes que hicimos, sin calcular, que el tiempo corre y se lleva la escasa felicidad dejándonos los pesares y las deudas por pagar. Hoy, 7 de noviembre, es día del periodista deportivo. Me enteré en la mañana, por la radio. Llamé a mis amigos que se desempeñan en esa categoría, pero cometí un error que acabo de salvar. Olvidé saludar a mi sobrina querida, Moni que se desempeña en esa especialidad hace varios años. Por suerte para mi conciencia, la encontré en su casa, llamarla al celular es un albur, lo apaga los fines de semana , es la manera eficaz de proteger su privacidad. Cuando hablábamos, escuché Leticia por Alan Delon. Pensé cómo pueden concentrarse en un solo hombre , talento, belleza, prestancia y no sigo porque sería demasiada largo de enumerar. Después escucho que se siente muy deprimido y que por primera vez en su vida perdió el interés en el amor. No es tan terrible, Alan, llegó el tiempo de paz y reflexión. Si te amaste todo y te amaron millones y algunas todavía…. Pasa que te acostumbraste a ir por el todo y ahora tendrás que conformarte con una porción…. y cada vez será más pequeña. A quienes desarrollan su capacidad de llegar, con la palabra, a un público sensible y abierto, como el sembrador, que arroja la semilla en los surcos de la tierra fecunda, les cabe la certeza de cosechar, acorde a la calidad de lo que siembraron. En mi, fue más allá. No reniego de las vivencias ni de los sentimientos, que sus personajes despertaron en mí. El día, 7 de marzo de 1972, mi vida, cobró un sentido diferente. Yo era una niña próxima a festejar sus doce años. Esa noche, se emitió el primer capítulo de “Rolando Rivas, taxista” Interpretado por Claudio García Satur y Soledad Silveira. Claudio interpretaba a un muchacho de barrio, bueno, sencillo, trabajador, valores que privilegié en mi entorno familiar masculino. A partir de ese día, la hora de la transmisión, se convirtió en un rito sagrado al que asistía con fervorosa devoción y al que por nada del mundo habría renunciado. El único TV de la casa, cobraba en ese horario de los ma rtes un protagonismo decisivo y excluyente y ninguna tentación me habría apartado de él. Esta concesión, no era gratuita, me exigía cumplir obligaciones escolares y familiares que a veces superaban mis fuerzas pero nunca mi voluntad. La necesidad de mantenerla, afianzó valores que definieron mi personalidad. El dinero, escaso, me obligó a ingeniarme para obtenerlo y poder adquirir las revistas del espectáculo, con noticias y anticipos de la novela que causaba furor en los televidentes. Aprendí a confeccionar, con la ayuda de mamá, unos vistosos payasitos que tenían muy buena aceptación y un comerciante de la zona me compraba para revender. De vez en cuando, arriesgaba unas monedas en la quiniela clandestina, de la que mi abuela era seguidora y yo, encargada de llevarle las jugadas. Un aciago martes, papá, dijo que esa noche, vería un programa coincidente con el horario de mi novela... El mundo se me vino abajo y nada pudo consolarme. No tenía relación con vecinos ni amigas cercanas a quienes acudir. Mis sospechas, fundadas en el conocimiento de mi progenitor, indicaban que sólo lo hacía para mortificarme y ¡vaya si lo conseguía! ¿Qué podía hacer para cambiar su decisión? Llegamos a un acuerdo. A partir de ese día, agregué a las preexistentes, la obligación de lavar su auto y dejarlo impecable. No había trabajo ni sacrificio que no estuviera dispuesta a realizar para no perder el derecho a ver mi novela. Cumplía con todas mis obligaciones escolares y con las otras que fueron agregándose y aunque de contextura delicada, sacaba fuerzas de mi voluntad para cumplirlas. En un viejo arcón que perteneció a mi abuela, atesoré lo relacionado a la novela y a todos sus protagonistas. Al ser tan popular, nunca faltaban en las revistas notas, fotos, adelantos y chimentos que de tanto releer fui incorporando a mi vida cotidiana. Anotaba en un cuaderno, frases, dichos y lo que consideraba interesante, en una palabra, todo. Mi cerebro registraba minuciosamente dato tras dato no sólo de la ficción sino de la misma vida privada de los personajes, más cercanos, en mis fantasías, que los verdaderos. Los fines de semana, dedicaba buena parte del tiempo a ordenar y completar esa invalorable bibliografía. Uno de esos días, ajena por completo a la tormenta de desacuerdos y reproches que tenía lugar en otra parte de mi hogar, se abrió violentamente la puerta de mi habitación y mamá se precipitó en ella como nunca la vi. Los ojos hinchados y enrojecidos y el gesto que no presagiaba bonanzas para mí. Fuera de sí, la emprendió con reproches, había estado llamándome para que atendiera a mis hermanitos, absorta en mi tarea, con la puerta cerrada, no la escuché. Ante mi sorprendida mirada, se abalanzó hacia el cofre y destruyó todo lo que yo había coleccionado con tanta dedicación y amor. Cuando terminó su obra destructora, salió dando un portazo que hizo tambalear las muñecas alineadas en una repisa. A la noche no pude cenar. La angustia cerró mi garganta, me sentía muy mal. Por un tiempo dejé cerrado el cofre, pensé en un milagro que lograría recomponer lo que estaba destruido. Como no se produjo, opté por asumir la catástrofe. Esa misma tarde, cavé una fosa en el patio de casa y enterré lo que con tanta devoción atesoré y en un segundo se convirtió en basura. Mamá era a quien amaba sobre todas las cosas y me consta que nosotros, sus hijos, éramos la razón de su existencia. Nunca antes la había visto así, era controlada y amorosa, especialmente conmigo, la única mujer entre cuatro varones y además su fiel compañera. Hoy como adulta, pienso que esa acción de mi madre, fue el resultado de una frustración muy grande, a ella le sirvió de catarsis y a mí me hizo volver a la realidad, desde aquella desmesurada obsesión. De todos modos no me prohibieron seguir viendo la novela, entonces, mi único vicio. Cumplía mis obligaciones con gran dedicación para no dejar de ser merecedora de ese privilegio. Como todo se termina, llegó el día 27 de diciembre de 1973 en que se pasó el último capítulo. Me invadió una profunda desazón, estábamos en vacaciones, mis deberes habían disminuido, me sentía vacía, sin objetivos. A mi vida le faltaba esa motivación que durante casi dos años se convirtió en mi anhelada compañía. Un día de mediados de enero, escuché a papá, muy entusiasmado, planear un viaje de vacaciones. Mis hermanos, encantados, empezaron con los preparativos. ¡Conoceríamos el mar, iríamos a Mar del Plata! Llegamos al hotel donde teníamos reservas. Entumecidas las piernas por el largo viaje fui a caminar y de paso, conocer. El hotel elegido, estaba cerca del Provincial. Ayudé con el equipaje después que nos entregaron las llaves y acompañaron a las habitaciones. Al atardecer salimos a reconocer el lugar. La marquesina del teatro, cercano a nuestro alojamiento, resplandecía de luces intermitentes. Desde ella, alguien muy conocido, tenía la mirada fija en la mía. ¡No podía creerlo! Era Claudio. Junto a Bebán, AAndré y G.Gili presentaban una nueva obra. Desde ese momento cambió mi actitud. A la mañana, después de desayunar, me dirigía a las puertas del teatro a esperar pacientemente que apareciera. En algún momento, pensé, tendrá que venir a ensayar. No fui un solo día a la playa, mis padres, que se habían propuesto pasarla bien, lo permitieron, para mi tranquilidad y la de ellos. El último día de vacaciones, estaba más blanca que cuando llegué, mis hermanos, en cambio, parecían negritos azotados. Firme en la puerta del teatro, sólo me mantenía viva la promesa de ir esa noche a la función, prohibida a menores de trece, edad que aún no tenía. Agotada la esperanza, volvía al hotel para almorzar, de la mano de mi padre. -¡Mirá quién está sentado allí!, exclamó de pronto. De pantalón oscuro y camisa deportiva, tomaba café junto al “cortito”, personaje de la novela. Después de confirmar que no era un sueño, quedé clavada al piso. Las piernas flojas, la mirada perdida, mordiéndome los labios para no llorar de la emoción. -¡Adelante! Repetía papá casi empujándome. No se cómo llegué frente a él, los ojos desorbitados, la boca abierta sin poder articular palabra. Interrumpió la charla, me miró, hizo un gesto adelantando el mentón. Yo no salía de mi estupor, tanto esperar, tanto ensayar poses y frases para quedar tiesa y muda como una estatua. -¿Querés un autógrafo? Asentí con un movimiento de cabeza. Seguro, creyó que era enferma ó tonta. -¿Papel, lapicera? Pidió, yo no tenía nada. En una servilleta de papel se dispuso a escribir. -¿A quién lo dedico? Con voz que no podía identificar como propia, me escuché decir, temblorosa y vacilante: - Gra..cie..la. Se levantó, dejó la servilleta en mi mano, se agachó y me dio un beso en la mejilla. Nunca supe cómo llegué hasta mi habitación, apretando, en la mano húmeda, una casi deshecha servilleta de papel. A la noche fuimos al teatro, creo que ni pestañeé por no perderme algo de la obra. Al regreso lo viví como una ensoñación recurrente donde los personajes éramos dos. Terminó el tiempo de vacaciones y comenzó el rutinario. Después de almorzar ayudaba a mamá a guardar la vajilla, - ¿Escuchaste, Gra? ¡El fin de semana viene García Satur al teatro! -¡ Me llevarás, mamita, por favor! Le pedí con todo mi corazón. -No nena, es imposible, en casa no hay un peso. ¡Espero que entiendas y no se hable más del asunto! Me quedaba una moneda, salí apretándola en la mano, corrí hasta la casa de Pichitelo, el vendedor de quiniela clandestina y le dije que abuela me mandaba a jugar un número. -¿Cuál? preguntó. Levanté la cabeza y le canté el número de su propia casa, escrito sobre el ladrillo de la pared y bastante descolorido. Al día siguiente, volvía de la escuela junto a mis hermanos, un chico se acercó y me dijo que me llamaban de “esa casa” y la señaló con el índice. Era el quinielero. - ¡Suerte la de tu abuela, agarró los tres a primera! dijo. Casi me desmayo de la emoción. -Eso es mucha plata! Contesté tratando de disimular lo que sentía. –Sí, decile a tu abuela que venga a cobrar. ¡Contábamos con el dinero!. ¡Estaba salvado el único impedimento! Llegó el ansiado día. Temprano ya estaba lista para asistir y mamá puso de sí toda su buena voluntad para complacerme. Fue como un maravilloso sueño, pero absolutamente real. El azar me rozó con su varita mágica y permitió que pudiera concretar mi deseo. Esas y otras vivencias que llenaron mi corazón de sensaciones y sentimientos me sirvieron para crecer en los valores que mi madre supo inculcarme y que encontré reflejado en el personaje de la inolvidable novela de Migré. Graciela García Odorico Ejecutiva de “Peperina” De él, yo, nada sabía, ¿Cómo podría saber, si recién lo conocía?Fue en un sábado, a la noche, cuando a mi casa volvía,después del arduo trabajo, como el de todos mis días.Se sentó frente a mí, que desde la ventanilla,veía gente pasar, de todas las cofradías,en busca de una aventura ó de alguna .fantasía.Cruzamos una mirada. Pensé…. ¡qué lindo sería tener un amigo asíquerer, sentirse querida, saber que en casa me esperanó esperar con alegría a alguien que me quiere bien! Hebras de mi pensamiento, en la ensoñación, uníaen una urdimbre perfecta con trama de fantasías de postergados deseos alzados en rebeldía. Será, yo no me di cuenta, dijo él que le sonreía,Juro que era prisionera de lo que mi mente urdía.Se abalanzó sobre mi, me abrazó de tal manera,su boca, cerró la mía, sin que reaccionar pudiera.No se el tiempo transcurrido, ni tampoco si incumbiera ,Tan feliz viví el momento. Si prolongarlo pudiera….prolongarlo eternamente, hasta el día en que me muera. Fueron toses que venían, detrás de una gris barreraque apuraron el regreso de esa inefable experiencia,cuando logré acomodar mis dispersadas ideas.Los escasos pasajeros, volvían de su sorpresa.Alguno que otro, sonreía, uno ni se daba cuenta.Miré por la ventanilla, desconocía el lugar, No era importante, si juntos, lo íbamos a encontrar.Descendimos abrazados… dispuestos a caminar. Dónde van a morir los sentimientos? Ternura, Amor, Deseo, Ardor de juventud? Pasiones consumidas en su fuego. En el mismo lugar, igual que extraños, para no sucumbir de indiferencia, fantaseo, ilusiono, desempolvo recuerdos, finjo ignorar, la eterna ausencia. .El hombre que amé Al que mi alma entera ayer, le he dado, en patética sombra se ha trocado. Asumo que tampoco soy la misma Los años, como el viento, ajan la vida, La pasión, la ternura, el sentimiento..... La que amaste celoso, enamorado Es patética sombra del pasado Encerrado en tu mundo de miserias, El chacal que alimentas, aferrado a la tierra, anima tu rencor y lo sustenta. Yo,abono amor y paz. Sumerjo el alma en agua fresca y pura Doy vida a una paloma que eligió hacer su nido en las alturas. H.L. Amame, Alfredo Con estas palabras, desgarrada por el dolor de la inminente y definitiva separación, Violeta se despide de Alfredo su amante. La música, acompaña ese episodio con toda la emotividad que el genio de Verdi le trasmite. Me puse en la piel de Violeta, sin problemas, es virtual. Dejé a mis lágrimas, tanto tiempo contenidas, desbordar y de ese modo conseguí humedecer, un poco, no como hubiera deseado, las desmayadas plantas de mi agostado jardín. Mañana escucharé a Desdémona, ingenua e inocente, tratar, en vano de defenderse de las intrigas que el pérfido Yago tramó para hundir a Otelo en las profundidades del infierno. Voy acumular más lágrimas, con idéntico fin. Espero que sigan mi ejemplo en esta emergencia hídrica y, entre todos los de lágrima fácil, contribuyamos a crear un microclima que mantenga la humedad y atraiga la ansiada lluvia. Mi nombre es Adela, tengo dieciocho años. Hace tres meses que me dedico a la venta domiciliaria. Terminé el secundario y comencé a prepararme para rendir el ingreso a la universidad. En las clases de orientación vocacional, descubrí lo que más me moviliza: La condición humana, es decir, para aplicarlo al país en que vivo, la necesidad de cambiar la situación de tanta gente relegada, sin futuro ni esperanza.. Leí, en “La República” de Platón, que el Estado, sólo tiene validez si está dirigido por hombres que pueden educar al pueblo y hacerlo bueno y feliz. Ese pensamiento, coincidente con el mío, desde que tengo uso de razón, es la verdadera finalidad de la Política. Desgraciadamente, aquí, quienes la ejercen, lo hacen guiados por mezquinos intereses personales y nada les importa la situación ni la educación de la gente. Mientras más ignorante, más sometida. En las charlas que teníamos con la profesora de filosofía, nos alentaba a estudiar y luchar por nuestros ideales. – “A Uds., les corresponderá sostener la Democracia, que seguramente se practica con muchas falencias, pero aún así, es lo más adecuado para los hombres libres.” Siempre proponíamos temas para debatir. Al principio con dificultad para expresarnos, pero su paciencia y tolerancia, nos ayudaron a concretar y formular nuestras ideas y a interpretar y aceptar las de otros. Papá, trabajó en una fábrica de calzado desde los quince años. Hace diez, fue cerrada, ante la imposibilidad de competir con la avalancha que se importó de Brasil. Enseguida, se dedicó a la venta domiciliaria. Primero tuvo que salir a vender los zapatos con que le pagaron en la quebrada empresa, después agregó otros artículos, para satisfacer los pedidos de su clientela, que aumentaba día a día. Su vida estuvo siempre consagrada a la familia, mamá Amalia y sus hijos Andrés, mi hermanito de ocho años y quien esto escribe. Mi buen padre, se tragó el pesar y lo frustrante de quedar en la calle a una edad en la que es imposible la reinserción... Era cuestión de tiempo, esa amargura, provocó el infarto que casi le cuesta la vida. Postergué, momentáneamente, los estudios y tomé la posta, ignoré sus reparos, los prejuicios, decidí reemplazarlo y salí a vender. Mamá cuida de él, que aún tiene para rato, de mi hermano y de la casa. Compro, en un mayorista del centro, ropa interior, remeras, camisas, medias y alguna otra cosa que me parezca aceptable. El éxito depende de ofrecer lo que la gente necesita, a buen precio y que sea de buena calidad. En estos tres meses que me dedico al comercio, me conocen por el carrito de supermercado en que llevo la mercadería prolijamente doblada y visible, como me enseñó papá. Recorro los barrios cercanos a mi hogar para evitar el costo de transporte. Si alguien elige algo de lo que expongo, seguro, lo compra pues trato de reducir al mínimo el margen de ganancia, pero eso sí, para evitarme problemas, vendo únicamente al contado. Esta nueva actividad, además de darme la oportunidad de conocer toda clase de personas, hizo que me volviera más cauta y desconfiada a partir de lo que me pasó días atrás. No lo conté en casa, para no alarmarlos y sobre todo, para evitar los reproches de papá que me tiene prohibido acercarme al barrio aquél. Llegaron a casa varias boletas de servicios con fecha de vencimiento y necesitaba juntar más dinero. Olvidé las recomendaciones y dispuesta a vender todo, me alejé más de lo aconsejado. Llegué a una zona de descampados. De la puerta de una casa muy descuidada y cubierta por yuyos, escuché la voz áspera que me llamó - ¿Qué traés, chica? Diligente, me acerqué a mostrar mi mercadería. Una mujerona, ceñía el lazo de su bata de seda verde, con motivos orientales. El pelo teñido de un colorado furioso, igual que las uñas largas y afiladas como garras. Repasó todo sin interés. En un último intento, saqué el paquete de tres bikinis de hilo de seda, tejidas al crochet por mi madre, que las copió de una revista de modas. Sus ojos, entonces, cobraron interés, llevándolas en una mano, se alejó por un oscuro y largo pasillo. Al momento apareció haciendo un gesto con el índice curvado, como invitándome a seguirla. Venciendo mis escrúpulos, caminé por ese corredor de paredes descascaradas y grasientas, hasta llegar a un cuarto maloliente en el que una cama desvencijada y una cómoda llena de trapos eran el único mobiliario. Dejó caer la bata de seda y giró para que la viera en toda su dimensión, no sé cómo se había calzado el bikini de color naranja. Se me desencajó la mandíbula de la impresión. Le salían rollos por todas partes. Confundió mi sorpresa por admiración y se pavoneó un rato. Sin el menor recato, se probó las otras dos, muy complacida con la imagen que le devolvía el deslucido espejo. Intenté decirle lo obvio, que esa prenda, no correspondía a su talle, pero ignoró mis palabras y como dice mi padre, “el cliente siempre tiene razón” Preguntó el precio. Ni siquiera pidió rebaja, a pesar que siempre dejo un margen para el regateo. Me pagó cantante y sonante. Casi no podía creerlo. De asombro en asombro, guardé el dinero destinado a cancelar varias deudas, me despedí y ella sin responder, siguió contoneándose, frente al espejo. Salí al pasillo. Tenía alas en los pies. Ya no me pareció tan espantoso el lugar, ni tan vulgar el aspecto de su moradora. Antes de llegar a la puerta, sentí un tirón en la falda. Un niño, quizá de la edad de Andrés, sin palabras, pero con gestos elocuentes, me obligó a seguirlo. Algo vi. en sus ojos que me inspiró confianza. En la calle, me guió por un sendero que atraviesa un terreno baldío, en diagonal. Me dejé llevar por un impulso, corrí tras él hasta alejarnos del lugar. De todos modos, yo, no entendía nada. Cuando lo consideró prudente, se detuvo y señalándome la esquina opuesta, me aseguró que allí, me esperaban para despojarme del dinero. Alcancé a distinguir dos bultos agazapados. Me dio a entender que esta era una práctica corriente, los dos truhanes hijos de mi robusta clienta, pareja de su débil padre y víctima como el pobre niño de malos tratos y abusos. Conmovida y asustada no pude ordenar mis ideas. Sólo atiné a correr para alejarme del lugar. No recuerdo si le agradecí. A pesar de estar bastante lejos de mi casa llegué rapidísimo. Mamá, se alarmó al verme tan alterada. Eludí su interrogatorio. Para desviar su atención, hablé sin pausa del éxito que tuvieron sus mallas. Mi relato, adaptado para la ocasión, la conformó y elevó su autoestima. Buscó entusiasmada su cesta de tejido dispuesta a reponer las prendas vendidas. Habitualmente, después de darme un baño, me ocupo de asentar y revisar las entradas y salidas diarias y de hacer la lista de la mercadería faltante. La risa, de los míos, me distrae, por un momento. Desde la silla que ocupo, veo a papá y a mi hermano, empeñados en una partida de ajedrez, mamá, hace bailar la aguja entre sus dedos, sin perder de vista a sus amores. Un tentador aroma de manzanas y canela, me llega desde la cocina. Observo a Andrés, ¿sabe que tiene tanto para ser feliz? amado y contenido, rodeado de afectos y cuidados. Estas escenas, tan familiares y cotidianas en mi vida, están a distancias siderales para tantos que no tienen ninguna posibilidad de experimentarlas y tengo la certeza que son muchos. La imagen del niño aquél, me obsesiona, lo pienso atormentado y sometido por los dos gandules y por su madrastra.. ¿Qué lo movilizó a ayudarme? Prefiero creer, que ha sido su incontaminada caridad y no un deseo de venganza o revanchismo. De todos modos, sea como sea, me libró de un mal momento. Doy vueltas en la cama, sin poder dormir, la carita sucia y torturada, me persigue. Papá oye las noticias de la mañana, mamá sirve el desayuno. ¿-Escuchaste, Amalia?- pregunta papá, -Encontraron el cuerpo de un chico de la edad de nuestro Andrés muerto a golpes. Con dificultad se levanta y va a asegurarse que mi hermanito todavía duerme. Al pasar a mi lado, observa: -Es en el barrio a donde te prohibí ir, Adela. ¿Te das cuenta, por qué lo hice? La angustia, me cierra la garganta, ¿ Será el pequeño? Cómo saberlo, ni siquiera conozco su nombre. Salgo al jardín para tomar aire, pero igual siento una sensación de asfixia. Estoy muy mal, un atroz presentimiento me dice que debe ser él. Sólo era un niño pequeño, abandonado y seguro, sin educación, pero me brindó su apoyo y evitó un gran disgusto. No pidió ayuda, no lo hizo con palabras, pero en sus ojos había un SOS más grande que una casa. No puedo dejar de llorar, de impotencia y amargura. -¡Adela - llama mamá, - se enfría el café con leche! A Francesca, la casaron. No fue por su voluntad, El, Giovanni Malatesta, de profesión, militar, De aspecto fiero, imponente, acostumbrado a mandar. Ella, hermosa, se rebela, más no lo puede evitar.Todos dicen, -“Con el tiempo, ya te vas a acostumbrar, a quererlo”. -¡Mi corazón, bien lo sabe, eso, no sucederá! Aunque pesen mil razones, no se fuerzan los destinos Me enamoré de Paolo y hasta en la muerte, lo sigo. -¡No habrá más dulce tormento, que junto a él, los castigos más terribles, compartir,en vez de vivir contigo!. Así le habla a Giovanni, tras de haberlos sorprendido, Gozando del adulterio en que los han sumergido frías razones de estado y un pacto que está perdido. Furioso Giovanni, mata a los dos. La que fue su amada esposa y al que así lo traicionó. Paolo, el Bello, le dicen, su propio hermano menor- No me maldigas, Giovanni, lo nuestro, no debió ser.Me obligaron a ser tuya y yo nunca lo desée. No se fuerzan los destinos.... Mañana saldrá un avión, / mañana de madrugada. Llevará los infortunios / que nos laceran el alma. Si en tu vida hay algo de eso, / llévalo sin más tardanza que en la bodega hay lugar / y vayan apretujadas, la tristeza, el desamor, la ira y la desconfianza la vejez, la enfermedad / la niñez abandonada, la indiferencia, el abuso, el desprecio, la ignorancia, la humillación, el olvido / la inocencia mancillada, las promesas incumplidas, / el temor, la represalia, el hambre, la desventura,/ la burla y las amenazas, la codicia, la mentira / y tantas maldades, tantas que harán difícil cerrar / esa bodega atestada. Y cuando levante vuelo / con su carga tan pesada, ¡no llegue a ningún lugar,/ que nadie vaya a buscarla! Como caja de Pandora. / Que no vuelvan a encontrarla, que se diluya en el tiempo,/ que se disuelva en la nada. . Atenea armó su brazo Plutón, cubrió su cabeza Hermes, le dio ligereza Y fue en busca de Pegaso Bien provisto, va Perseo a eliminar a Gorgona. El temor no desmorona A quien le guía un deseo. Descansan en el jardín Esteno, Eucíale y Medusa Cuando llega el Paladín. Con golpe recio y certero, la cabeza de Medusa echa a rodar por el suelo. En el balcón, tibio y soleado, deja a Emilia, la fiel doncella, desenredar su larga cabellera, lavada y perfumada con caras esencias. Su mirada azul, se pierde en el paisaje acuático que se extiende, interminable hacia el Adriático. Las góndolas se deslizan por los canales, atiborradas de mercancías. El dux, amigo de su padre, el senador Brabancio, impulsa un comercio que día a día se acrecienta para gloria de la República Veneciana y de sus ambiciosos mercaderes. Se acostumbraron a ver, llegada de lejanas tierras, gente exótica, de pieles y ojos oscuros, tan distintos a los residentes habituales. Días atrás, Emilia no pudo impedir, a una gitana, tomar su mano para leerle la palma. Gesticuló y llevó la suya al pecho en el momento que un negro pasó a su lado, volvió a mirar la blanca mano tendida y palideciendo, retrocedió hasta desaparecer por una estrecha callejuela. La niña piensa, qué leyó en su mano, por qué se desencajó su rostro y huyó despavorida sin tomar la moneda para ella destinada. La voz de Emilia la saca de sus cavilaciones. - Signorina, hoy nos visitará un General al servicio de la República. Todos hablan de su gran valor e inteligencia. - Su padre, lo invitó a cenar. - Creo que su nombre es…. Otelo. - El joven corrió a refugiarse en el galpón, antes de que el cielo se desplomara en un torrente que produjo un ruido ensordecedor. El agobiante calor comenzó a ceder y el olor a tierra mojada, invadió el ambiente. Un chubasco de verano, intenso pero breve. Alguna que otra gota siguió cayendo cada vez más espaciada. Los que estábamos reunidos, buscamos al joven con la mirada. Reparamos en algo que apretaba en sus brazos. Era un estuche que abrió para, a continuación, retirar el arco y el violín. De inmediato, el lugar se pobló de maravillosos sonidos que nos trasportaron a un mundo ideal. El rústico galpón se convirtió en un palacio y nosotros en cortesanos, que absortos, hubiéramos deseado prolongar indefinidamente el éxtasis del momento. El violinista guardó con delicadeza el instrumento, saludó con un gesto y se fue saltando los charcos, fragmentados espejos, que reflejaban la luz del atardecer. Entonces recordé quíen era. ¡ El virtuoso, el inigualable Joshua Bell.! Ahí estabas callado y pensativo.Algo te dije, que sonó trivial, respondiste, -quizá, por compromiso y enseguida saliste a caminar. Tuve celos, celos de tus silencios, lo que entrañan y no me haces compartir.De mi, lo sabes todo, no hay secretos, lo que soy, lo que hice, lo que fui.Cuando empecé a quererte, lo di todo. Al Dios en quien confío, le pedí, que me amaras lo mismo que yo te amo, El escuchó mi ruego y fui feliz.Tal vez lo que nos falta es el misterio, es algo que bien puedo corregir, Estás seguro del amor que inspiras, y en tus laureles te echas a dormir.El hombre, por naturaleza, es combativo, la meta que se fija es conquistar cuando consigue lo que se propuso, todo lo que le resta, es descansar. Dije que tu, de mi, lo sabes todo, sin embargo, se bien, que no es así Este fuego que corre por mis venas, las fantasías que en mi mente urdí,imágenes que a veces me atormentan, y a las que revelar, no me atreví por el temor de que me confundieras…. Soy yo, esa que bien conoces, la rutina, lo diario, lo habitualpero también soy esta, que podría, sorprenderte.... si quieres intentar. De Ogiggia, la ninfa bella, Calipso, su nombre, es. De Ulises, enamorada y enamorado él también. Siete años, el héroe, vive, en la isla de ensoñación, pero de pronto comprende, la pasión se terminó. Pasa los días mirando, el mar, que azota las rocas, Calipso, lo observa y piensa, que otra vez estará sola. El viento le trae palabras, -“Despierta, debes volver. Allá en Itaca te aguardan, Telémaco y tu mujer”. Con la mirada perdida, en el vaivén de las olas, Calipso sabe que pronto, volverá a estar triste y sola. Alguien, que vive muy lejos, tiró sus penas al mar, las arrastraron las olas, las que vienen, las que van. Caminaba por la playa, cuando las penas llegaban, traídas por la corriente y dejadas a mis plantas. Yo, que he lidiado con penas, las conozco demasiado, Las cargué sobre mis hombros y las retuve a mi lado pero no por mucho tiempo, simplemente por un rato, y no para masoquearme, sólo proponer un trato. Sentada junto a las penas, un cuento, inventaré donde ellas, serán penas, yo, actuaré, de yo, mujer porque quiero que comprendan y las haré comprender la importancia que detentan, cuando cumplen su papel. La belleza no sería si no es por la fealdad, Lo dulce, sin lo salado, El calor, sin frialdad Los vicios sin las virtudes La piedad sin la impiedad…. ¡Las penas, imprescindibles para la felicidad! Ellas me observan calladas, han dejado de penar ¡Pero siguen siendo penas, Lo serán hasta el final! Como “ males necesarios.” por los siglos de los siglos, con ese rol seguirán . El artista la vió un día, en el mercado local. El peplo que la cubría, no conseguía ocultar la armonía de sus formas, ni la gracia de su andar. Friné, la famosa hetaira, al escultor impactó. Fascinado, tras sus pasos, sin dudar, le confesó, era ella a quien buscaba y por azar, la encontró. Su apasionado discurso, a la joven, conmovió. En el taller, despojada de todas sus vestiduras, del artista, los anhelos, se superan con holgura. Praxiteles, fascinado de esa belleza ideal que inspira sus creaciones y es ahora, amante formal. A las diosas del Olimpo, comienza a representar. En Atenas, todos hablan, con sincera admiración del escultor Praxiteles y la musa que lo inspiró. Al Senado van llegando denuncias y comentarios , El escándalo es creciente y ambos serán convocados. Acusada de impiedad, Friné va a ser sentenciada, por compararse a Afrodita, no podrá ser perdonada. Praxiteles busca ayuda, desespera de encontrarla, Es grave la situación Friné será ejecutada. Hipérides la defiende cuando va a ser sentenciada, Es el último recurso, y se juega a todo ó nada. Poco queda por perder, la suerte ya ha sido echada En medio de adustos jueces, con mano firme y resuelta, la despoja de su peplo que se desliza a sus plantas. Esa desnudez revela su incomparable belleza. Es la prueba irrefutable para declararla ABSUELTA. El gran Ambrosio Paré, cirujano de cultura, no usó el cauterio feroz y amputó con ligaduras. Antes, con aceite hirviente, trataban lastimaduras, Ambrosio dijo que ¡No! Aceite Hirviente, no cura. Las guerras dejan lisiados, faltos de piernas y brazos. Ël luchó para imponer, la ortopedia, en su reemplazo. De religión hugonote, tuvo del rey, protección, En la San Bartolomé, la muerte lo perdonó. El 23 y 24 de agosto de 1572, por orden de Carlos IX, rey de Francia instigado por su madre, Catalina de Médici, se llevó a cabo la llamada “Noche de San Bartolomé” en que fueron ultimados los hugonotes más preclaros. Lo que sucedió aquella tarde, marcó mi vida. A partir de ahí, no busco explicaciones para ciertas cosas que suceden, ignoro a qué atribuirlas y no intento darles un significado mágico ó milagroso, simplemente, las acepto y me satisface haberlas experimentado. Llevo en mi dedo anular, la prueba irrefutable de lo que viví. Pasó mucho tiempo, pero todavía, cuando debo enfrentarme a una situación difícil o dolorosa, aprieto entre mis manos este delicado anillo, entonces, me invade una sensación de paz y sosiego... . Mi primera maestra, fue mi madre. Eran los años dorados en que merecía toda su dedicación. Como hija única, consentida y mimada, igual que lo fue ella, la veía como una hada maravillosa que vivía pendiente de mis necesidades y también de mis caprichos. De mi parte, correspondía a la altura de las circunstancias y me esmeraba para alcanzar cada una de las metas que me fijaba. Cuando fui mayor, recién tuve conciencia de mi egoísmo, que en esa época ya se insinuaba y creció a medida que fueron desarrollándose los acontecimientos. Todo lo que se me antojaba, lo conseguía. Estaba muy conforme con ese estilo de vida y ni por casualidad me ocurría pensar que pudiera cambiar. Pero como todo lo bueno tiene fin, tuve que asumirlo y resignarme a las vueltas de la vida. Cumplí siete años. Desde ese momento empezaron a cambiar muchas cosas y algunas me alarmaban porque tenían que ver con la figura de mamá, menuda y delicada. Cada vez que su breve cintura se ensanchaba, llegaba un nuevo hermanito. Nació Aníbal, el primero. Se ganó ese nombre porque papá admiraba al Aníbal cartaginés, personaje valiente y decidido que había tenido en jaque a los romanos durante mucho tiempo, su campaña con elefantes y guerreros, a través de los Pirineos y de los Alpes, fue una gesta valerosa aunque terminó con la destrucción de Cartago y su suicidio en Bitinia. Yo, veía a nuestro Aníbal, tan diminuto e indefenso, en su cuna y me parecía que el nombre le quedaba demasiado grande. Siguieron dos niños más, con muy breve intervalo, el mínimo requerido en estos casos. La familia, se volvió numerosa de repente. Mi vida, cambió como la de todos los que habitábamos aquélla hermosa vivienda perfumada de jazmines. A toda hora se escuchaba llantos de niños. Las personas que ayudaban en casa, corrían de aquí para allá, el médico, pasaba más tiempo con nosotros que con sus propios hijos, él mismo lo decía. Mamá había cambiado, estaba muy delgada y consumida, no se la oía reír ni cantar. Para que mi educación no se resintiera, papá, contrató una profesora que todos los días a las ocho en punto de la mañana, se hacía cargo de mi educación.. A las doce, servían el almuerzo, que compartíamos juntas, después si mamá lo autorizaba, salíamos a caminar, o me llevaba hasta el parque para jugar en las hamacas. A las cinco de la tarde, el maestro de piano, llegaba con los brazos cargados de partituras. Era un hombrecito calvo, muy nervioso y siempre apurado, tenía alumnos repartidos por toda la ciudad. Me enseñaba solfeo, ejecución, composición, la correcta posición del cuerpo, de las manos, de los dedos y me torturaba con las escalas. Una tarde, concluida mi clase de piano, fui a descansar a la galería, mamá daba el pecho a Joaquín de dos meses, su última adquisición, acerqué mi rostro al suyo para besarla y sentí húmeda la mejilla. Sorprendida y alarmada, porque nunca la había visto llorar, pregunté cuál era el motivo. Con la voz quebrada, contestó que debía hacer un largo viaje. - ¡Qué bueno! exclamé, voy a preparar mis cosas. Entrecortada por los sollozos, su respuesta me detuvo en seco. – No es necesario, viajaré sola. Había notado, con infantil desazón, que a medida que nacían mis hermanos, mis demandas y mis gustos ya no eran satisfechos como cuando era hija única. Mis padres casi no reparaban en mí, y en ocasiones, ni siquiera tenía, como en años anteriores mis vestidos impecables, colgados del perchero. Tampoco me preparaban mis comidas preferidas y para colmo de males, mamá tenía intención de irse sola a vaya a saber dónde. Fue la gota que colmó el vaso. Llené una valija con ropa, algunos libros y juguetes, mi muñeca preferida y un frasco de colonia inglesa, regalo de mi madrina. Mandé a Panchita, la muchacha encargada de la limpieza, a buscar un coche y salí a la galería con mi valija. En el zaguán, me topé con papá que llegaba muy nervioso. Me preguntó a dónde iba. -Aquí ya no se puede vivir, contesté, hay demasiados niños llorones y ya que mamá se va sola, yo también. Esto último lo dije en actitud desafiante. Me arrebató la valija de las manos y la estrelló contra la pared. El impacto, hizo que se abriera y desparramara todo por el piso. El frasco de colonia cayó al suelo estrepitosamente junto a mi ropa, vidrios rotos y el fragante contenido estúpidamente desperdiciado. ¡Tanto que la dosificaba para hacerla durar y ahora se escurría entre las baldosas! En ese momento, odié a mi padre por su violenta actitud, después, todo sucedió tan rápido, la enfermedad de mamá, su muerte y la nueva vida con los abuelos, que tras enterrar a su hija única, se hicieron cargo de sus cuatro nietos, una calamidad que no les dio respiro ni tiempo, para elaborar su duelo. La triste mañana que velaban sus restos, fui a buscar leche tibia para Joaquín, mi hermanito menor, oí a Herminia, la cocinera, decir, refiriéndose a mi padre, que no soportaría dormir sólo ni una semana, su comentario se truncó bruscamente a mi llegada. . Confieso que me hubiera gustado saber más, consideraba a mi padre un hombre fuerte, seguro y sin temores y lo que había oído, echaba por tierra esa consideración, de todos modos, no me atreví a preguntar, esa mujer, al decir de mamá, cocinaba como los dioses, razón por la que permanecía en casa, pero su lengua era de temer. Contra mi deseo, no pregunté nada, pero quedé muy intrigada. Meses después, encontré explicación a sus dichos. Mi padre, de nuevo dispuesto a contraer nupcias, para evitarse las complicaciones que seguramente le acarrearían tres niños pequeños y una hija algo mayor, se desentendió de sus cuatro vástagos y los cedió a los abuelos. Recién advertí la catástrofe en que nos sumía la muerte de mamá, cuando debimos abandonar nuestra hermosa residencia, en la ciudad de Jujuy. Dentro de sus amplias y luminosas habitaciones y en sus jardines donde el persistente aroma de las flores y el trino de los pájaros embargaba los sentidos, había transcurrido mi vida desde que tenía memoria. Los abuelos, que vivían a pocas cuadras de nosotros, decidieron trasladarse a su finca de Uquía, cercana a Humahuaca. Allí había mucho espacio y todo lo necesario para que sus nietos pudieran vivir bien. La realidad, era que abuela, dolida por la actitud de papá, temía que nos cruzáramos con su nueva mujer, en una pequeña ciudad era muy posible, lo consideraba una afrenta y su orgullo, no lo podía tolerar. En esos días, cumplí diez años. La muerte de mamá, me hizo madurar de golpe, junto a mis hermanitos, contenidos y cuidados, viajamos a Uquía A papá, lo perdoné, antes que padre era hombre, como dijo la cocinera, no lo podía evitar. Sin embargo, debo reconocer, que costeó los mejores colegios para nosotros, sus hijos y constantemente se preocupó por nuestras vidas, aún cuando lo veíamos muy poco. Próximo el año lectivo, tuve que convencer a mis abuelos y también a papá, de la urgencia de ingresar a un buen colegio donde continuar los estudios, irregulares, mientras duró la enfermedad de mamá. Elegí el Colegio del Huerto en la ciudad de Jujuy, donde mamá había cursado los suyos. Siempre tuvo fama de albergar a las niñas y jóvenes de las familias tradicionales de la ciudad. Era una buena razón, más que suficiente para que aprobaran mi petición. Sería en calidad de interna, le aclaré a mi padre para evitar que se opusiera. Ansiosa, con el equipaje listo, me despedí de abuelos y hermanos y viajé en tren, acompañada por la hermana de mi abuela que tenía la misión de llevarme hasta el mismo colegio. La Abadesa, una mujer alta y de severo aspecto, me recibió con un discurso que remató con su frase predilecta: “Las puertas de esta casa son tan estrechas para entrar, como anchas para salir” Después de darme instrucciones, órdenes y consejos me acompañó hasta el dormitorio que iba a compartir con otras niñas más ó menos, de mi edad. Así comencé una nueva y provechosa etapa. Mi carácter sociable, hizo posible una rápida integración. Generosamente, mis compañeras, me pusieron al tanto de la rutina. Recuperé el tiempo perdido y me afané en asimilar las enseñanzas impartidas. Teníamos muchas horas dedicadas a meditar y orar. Mi naturaleza activa e inquieta no era compatible con tan pasiva actitud. Esa obligación excluyente, me aburría tanto que ideé una manera de evadirme, sin evidenciarlo. Ponía cara de devota y dejaba vagar mi imaginación, repasaba mentalmente las lecciones, inventaba y adaptaba cuentos para relatárselos más tarde a mis compañeras. Así, en apariencias, cumplía las condiciones exigidas en ese sagrado recinto. La educación y la instrucción que se impartía, eran de excelente nivel y lógica consecuencia del esmero y dedicación puesto por maestras y profesoras. Al terminar el año lectivo, volví a la casa de mis abuelos a pasar las fiestas en familia. El reencuentro con mis hermanos fue emocionante y también algo fastidioso. Me trataban respetuosamente por la diferencia de edad y por lo que significaba, para ellos, estudiar y vivir lejos de casa. Rivalizaron por mostrarme todo lo que aprendieron durante mi ausencia. Al principio, la ansiedad, los puso insoportables. Conté hasta diez, y recordé lo que mamá hacía en estos casos, atendí al que menos se puso en evidencia. Les di a entender, que no era cuestión de gritar sino de mostrar educación y compostura. En la extensa propiedad, por donde corrían cristalinos arroyos que bajaban de la montaña, tenía mi abuelo su molino al que acudían los agricultores de la región a llevar el grano para la muela. Mi tarea, en tiempo de vacaciones, como nieta mayor y responsable, consistía en cobrarles, de acuerdo a la cantidad de cereal que traían a moler. También, clasificar la fruta, duraznos, ciruelas, manzana y uvas que se daban en abundancia. La mejor, era para la mesa, la madura para hacer dulces y mermeladas y una cantidad se separaba para consumir seca. Concluida mi tarea, después de rendirle cuenta al abuelo, de lo recaudado, me perdía en la cocina, ahí aprendí de Encarnación, la cocinera salteña, que siempre acompañó a mis abuelos, a cortar el durazno como se pela una naranja, hasta el hueso y preparar muñecas, que dejábamos secar, no era muy difícil en un clima tan desprovisto de humedad, también charqui, finas tajadas de carne de llama que cortaba y salaba para que resistieran hasta el momento de su consumo. Ya, en ese tiempo, curaba los cuartos traseros de ese camélido que, estacionado convenientemente, sabía como el jamón de cerdo. A la hora de la siesta, me gustaba verla preparar el pan. Lo hacía una vez por semana para toda la familia. En una gran batea, disponía la masa, previamente leudada, con sus hábiles manos la golpeaba y estiraba hasta que quedaba lisa y suave, entonces, cortaba un trozo y con ella, me dejaba preparar muñequitos para mis hermanos. Los colocábamos en chapas engrasadas, separados porque nuevamente tenían que leudar, como el resto del pan antes de cocinarlos. No había mucha leña para el horno porque los árboles de la zona, son escasos, el cardón, es un gran cactus con el que se fabrican muebles y se revisten paredes, pero no tiene gran valor calórico. El abuelo, con un peón, iba en busca de la leña que le dejaba en la estación, la gente del ferrocarril. El marido de Encar, como la llamábamos para abreviar, Paulo, era arriero, lo veíamos al regreso de sus prolongadas andanzas, ella, que conocía sus gustos, lo esperaba con un pastel muy sabroso, que nos invitaba a paladear, una especialidad, de masa dulce, cubierta de merengue y con un relleno semejante al de las empanadas, de carne de llama ó de gallina. Aguardábamos impacientes el momento en que lo sacaba del horno crujiente y apetitoso, y lo desmoldaba sobre una de las antiguas fuentes de plata de mi abuela. Era todo un ritual, mientras el pastel se enfriaba, el relato de alguna de sus historias, nos hacía más soportable la espera. Paulo, después de guardar el ganado y asearse, se arrimaba a la cocina. Con el sombrero en la mano, en el quicio de la puerta, saludaba primero a los patrones, mis abuelos, quienes lo invitaban a pasar, a su mujer y después a los niños que alborotábamos a su alrededor. No tenían hijos, siempre traía alfeñiques, tabletas de miel u otro sencillo presente. El aroma, delicado y apetitoso, de la comida invadía todo, como anticipo del placer que enseguida, íbamos a compartir. Recuerdo aquélla vez que el deseado pastel, como nosotros, esperó en vano. Paulo, no llegó, ni los regalos ni su humilde presencia asomándose a la puerta de la amplia cocina. Días interminables pasaron hasta que otro arriero, trajo la infausta noticia: Paulo se había desbarrancado en un difícil paso de la cordillera. Sus restos no pudieron ser recuperados. Encarnación buscó unos pantalones y camisas que le pertenecieron en vida y les dio sepultura junto al pastel que tanto le gustaba y ninguno de nosotros se atrevió a comer. Volví al colegio ansiosa y feliz por reencontrar a mis amigas De todas ellas, Delfina, la más querida, despertó, apenas la conocí, mi admiración por su delicada, etérea belleza, no parecía de este mundo, la dulzura y el buen carácter eran el sello de su personalidad. Noté su extrema delgadez, apenas comía, repartía entre nosotras, eternamente hambrientas, sus alimentos y también las golosinas que recibía de su casa. En el grupo que formábamos, además de centrar la atención por su natural sencillez, un halo, intangible y misterioso la rodeaba, algo que en ese momento yo no tuve la capacidad de analizar, pero sí de intuir. Un par de años menor que ella, buscaba insistente su compañía para encontrar un refugio en la dulzura de su trato y de sus palabras cuando la nostalgia embargaba mi alma. A veces, creyéndose a salvo de miradas indiscretas, la observé traslucir un estado de paz y felicidad que no eran terrenales. Como ante la presencia de algo misterioso e inasible, no me atreví a perturbar. No he vuelto a ver esa expresión, en persona alguna, al cabo de mi larga vida. Una noche, en mitad de un sueño profundo, desperté y la vi de rodillas, con el rostro en éxtasis, iluminado por un rayo de luna, ya no pude dormir, esa visión conmovió mi alma. Al día siguiente, en un momento de recreo, propuse en tono de broma, pero movida por un extraño, desconocido impulso, hacer un pacto. La que muriera primero, debía, de algún modo, manifestarse y contar lo que sucedía en el más allá. Un silencio profundo, mezcla de temor a lo desconocido y de trasgresión a las rígidas normas del colegio, siguió a mi propuesta, el sonido de la campana, nos volvió a la realidad. Luego de formar filas, entramos al aula, ellas cabizbajas y pensativas, yo firme en mi decisión. Esa noche, después de las oraciones, tomadas de la mano derecha, con la izquierda sobre el corazón, juramos cumplir lo pactado. Terminó el año y comenzó otro. En el acto inicial del ciclo lectivo, nos enteramos de algo irreparable, la muerte de Delfina. Mis compañeras, que conocían la entrañable amistad que le profesaba, se sorprendieron al verme tan serena. En ese momento, me pareció algo natural, era un ángel de paso y no éramos dignas de tenerla entre nosotras. Ya al conocerla tuve la certeza de lo inasible. Rogamos por su alma y todas lo hicimos con profunda y sincera devoción, convencidas de que alguien con sus calidades, debía estar bien en el lugar que Dios le hubiera asignado. Nos preparábamos para terminar el año lectivo. Prefería estudiar sola, así me podía concentrar mejor, evitaba distracciones y me abocaba a los temas que más me interesaban. Una tarde de examen, lo terminé antes que mis compañeras. Después de entregarlo para su corrección, salí del aula. Mis pasos me condujeron a la capilla, solitaria a esa hora. Una desconocida atracción me llevó frente a un altar secundario. Allí vi a Delfina, tal como esa noche en que súbitamente desperté. Su rostro bellísimo, iluminado por un rayo de luz que se filtraba por el vitral. Con expresión de serena felicidad, giró la cabeza lentamente hacia mí y sonrió con su dulzura habitual. Delfina cumplía lo pactado. Me encontraron horas más tarde, absorta, apretado entre mis manos, sin recordar cómo llegó, el delicado anillo con sus iniciales. La madre superiora, se alarmó al ver mi extrema palidez, según lo que me dijeron. Verdaderamente, me sentía muy bien, más aún cuando para volverme a la realidad, me notificaron del resultado sobresaliente de mi examen lo que consolidó mi ego y me gratificó por la dedicación y esfuerzo puesto en el estudio. Fui sometida a un examen médico y después al meticuloso interrogatorio de la abadesa en presencia de mi padre y el cura párroco. Me limité a decir lo que relaté, sin mencionar el anillo. El buen doctor, aconsejó que un mes de vida familiar, en compañía de los míos, sería el cable a tierra para alejarme de tan extrañas divagaciones. Mi cable a tierra era mi recuerdo y el anillo de Delfina. Preparé mi equipaje, como tantas veces, avalada por mis profesoras que atribuían mi estado a un exceso de estudio. Nada más alejado de la realidad, pero en fin, anticipaba mi regreso para encontrarme con mis hermanitos y abuelos a los que extrañaba muchísimo. Aproveché esos días de descanso para visitar a la madre de Delfina en compañía de mi abuela. Viajamos a su casa de Yala, un lugar encantador a unos cincuenta Kms. de la ciudad de Jujuy. Nos recibió emocionada y conmovida. Habían llegado a sus oídos, algunos rumores que deseaba confirmar. Me retuvo entre sus brazos, que me recordaron a los de mamá. Ante su insistencia, volví a relatar lo que ya sabía, pero quería escuchar de mis labios. A ella, le conté todo. Cuando abrió el estuche con el anillo, que llevé para dejárselo muy a mi pesar, lo acercó a sus ojos para ver hasta el mínimo detalle. Desapareció el color de sus mejillas. Estupefacta, perturbada aunque convencida de su legitimidad, sacó fuerzas de su dolor. Con los ojos húmedos contó que al aproximarse el fin, Delfina, pidió ser enterrada con su anillo. Ella misma, se encargó de dar cumplimiento a su última voluntad. Los que asombrados, escuchábamos, nos sumimos en un prolongado silencio. En tácito acuerdo, al no encontrar una explicación racional, aceptaron el hecho. Al despedirnos, ya más tranquila, su generosidad, me permitió conservarlo. Desde ese día, lo considero mi talismán, la evidencia de un Pacto Sellado. Jamás me separé de él. Lo considero mi bien más preciado. He dejado instrucciones para llevarlo conmigo el día de mi muerte. Deseo que mi voluntad sea respetada Por ser la más pequeña, me tocó aguantar y sufrir las chanzas de Carlos, mi hermano. Era la consentida de papá y lo aceptaba con naturalidad, sin pensar que esa preferencia, pudiera atraerme celos fraternales. Antes de salir para su trabajo, dejaba en mi mesita de luz, unas monedas, sabía de mi gusto por algunas golosinas que evité comprar a partir del día que Carlos me mostró la foto de una mujerona robusta y peluda, de cabello rojizo y ensortijado, como el mío y aseguró que así me vería, si seguía comiendo tantos dulces. Cuando la vi, quedé tan impresionada que lloré toda la mañana, no fueron suficientes las palabras de mamá, para calmarme. Dejé los dulces y los alfajores con una determinación sorprendente para mis cinco años. Comencé a guardar el dinerillo, en una cajita de polvos de arroz, regalo de tía Sandra que conservaba el leve y delicado perfume con que yo la identificaba. Carlos, dispuesto a fastidiarme, entró a mi cuarto, en el momento que depositaba las monedas del día para acrecentar mi tesoro, sus ojos expresaron admiración y codicia, pero en mi inocencia no cabía la desconfianza Esa tarde, lo noté muy concentrado, cursaba el tercer grado y leía de corrido. Me impresionaba su conocimiento, lo envidiaba secretamente, me acerqué para ver su libro y contra su costumbre de cerrarlo para excluirme de su selecto mundo, me enseñó, cordial, los árboles que ilustraban la página. Esa amabilidad debió alertarme, -Ana –comentó – En Menlo Park, el señor Edison, sembró monedas. Primero salieron unas plantas que con el tiempo se convirtieron en estos árboles que ves, pero en vez de frutos, daban brillantes monedas de oro. Me miró directamente a los ojos, como para trasmitirme su intención, cosa que logró sin mayor esfuerzo. – Corrí a buscar mi cajita de polvos de arroz y escoltada por el muy bribón, enfilamos para el jardín. – ¡Un momento- dijo- esto debe ser un secreto!, si alguien más se entera, todo se malogra. Escuchó mi promesa de mantenerlo, sacó una azada del cuarto de herramientas y empezó a cavar. Una vez que las monedas fueron cubiertas por tierra, la aplasté y emparejé con mis manos, corrí a buscar la regadera para acelerar el crecimiento. Todas las mañanas, apenas terminado mi desayuno, corría para ver los progresos. Con tanto riego, empezó a salir un pasto apretado y tupido que observaba con inocente arrobo. La imaginación me representaba los futuros árboles, cargados de brillantes monedas que tintineaban al roce de la brisa. Me recuerdo, a la hora de la siesta, junto a la supuesta fortuna, contándole a mi muñeca, mis planes futuros. Le compraría un cochecito para pasearla y vestidos muy bonitos. Quiso el destino que papá enfermara, vivíamos al día, el dinero escaso, no era suficiente para comprar los remedios. Vi a mi madre triste y preocupada ante la difícil situación. Conmovida, abrazándola le dije: -Mamá, no estés triste, te daré todo mi dinero, porque soy muy rica. Ella acarició mi cabello y sonrió entre lágrimas. Corrí a buscar una cuchara y escarbé en la tierra húmeda. Me costó entender que había sido engañada, mamá, al enterarse, reprochó a mi hermano su actitud, pero no con el rigor que mi frustración exigía. No sentí dolor por la pérdida de las monedas, sí por el engaño y por las burlas de que sería objeto. Lavé mis manos percudidas de tierra. A la hora de cenar, no levanté la cabeza, para evitar la mirada burlona de quien me traicionó. Sentía una cosa en la garganta que me impidió tragar los alimentos, besé a mamá y me retiré, profundamente dolida. La voz de papá, que me hablaba con dulzura, me rescató del sueño, bien entrada la mañana. Atiné a preguntarle si ya estaba curado – Sí mi princesita, contestó, el amor de ustedes, mi familia, ha hecho el milagro. Me incorporé feliz mientras me acercaba las pantuflas. Después de asearme, fuimos a tomar el desayuno.- Carlos, dijo mi padre, una vez que terminamos, -tendrás que dar una explicación muy convincente para ser perdonado por ese acto abominable que cometiste con tu hermana. Lo estaba pasando muy mal, su cara se puso roja como un tomate, empezó a balbucear y no se entendía lo que hablaba. Pidió disculpas, prometió no hacerme más objeto de sus chanzas y burlas, después sacó de su bolsillo una caja de fósforos con monedas sucias de tierra. Estiró su mano para alcanzármelas, pero habían dejado de interesarme, ya no deseaba ser rica. Con algo que entonces ignoraba que fuera legítimo orgullo, le contesté: -Si lo que hiciste fue para quedarte con ellas, nada más, me las hubieras pedido. Papá, me levantó en sus brazos, me llenó de besos y escuché de sus labios el mejor elogio que recuerdo me hayan hecho en la vida:- “Ana es mi genio y figura” Las promesas de Carlos, no fueron cumplidas, muchas veces más tuve que sufrirlo y ya no estaba papá para ayudarme. La vida, me enseñó que es una forma de entrenamiento para crecer porque a medida que trascurre, van sucediendo hechos que nos enfrentan con gente poco escrupulosa y es necesario estar alerta. Me convertí en una mujer adulta, al recordar aquellos episodios, el del tesoro, me vuelve a la edad de la inocencia, Cuando marzo se anuncia con sus intempestivos chaparrones, seguido por la aparición de un sol deslumbrante, es seguro que depara sobradas alegrías, a quienes nos dedicamos a la búsqueda de setas comestibles. Está demás decir que esta actividad la desarrollamos en lugares boscosos, preferentemente donde abundan especies variadas de pinos y en los suelos, ricos en mantillo, anidan escondidos, estos especímenes, objeto de nuestro deseo. Es por demás placentero recorrer las sierras provisto sólo de una varilla y una bolsa. Con la primera hurgo cuidadosamente entre los pastos para evitar dañarlos, después de asegurarme que son los apropiados, los acomodo en la bolsa. En Europa, muchas personas se reúnen para llevar a cabo esta actividad, que además de deportiva, desarrolla las facultades de observar, comparar, identificar y posteriormente saborear en exquisitas preparaciones este regalo que brinda la naturaleza. Además de agradables son muy nutritivos- En el pueblo la llamaban “la loca de los hongos.” Cuando aparecían los primeros, antes de comenzar el otoño, alerta, como movida por un resorte, precipitaba sus pasos en su búsqueda. La temporada de lluvias, seguidas por la aparición del sol radiante, le aseguraba abundante cosecha. Posiblemente heredó esta actividad de su padre un gringo loco, de los tantos que en el siglo pasado, produjeron los conflictos europeos y la marea de la vida distribuyó por distintos lugares. En un rancho perdido en la espesura de las sierras chicas, vivió como un ermitaño, sin alentar ningún contacto con el resto de sus escasos vecinos. Nadie supo que compartió su vida con alguien hasta que unos llantos de guagua, advirtieron que el loco de la guerra había obedecido el mandato divino de “CRECED y MULTIPLICAOS” Después corrieron rumores de una niña flaca y desgreñada que solía acercarse hasta la escuelita rural atraída por el bullicio de los niños, creían algunos, otros le habían visto compartir los mendrugos con los perros que merodeaban en busca de algo para llenar la tripa. No se le conoció madre. Huraña y desconfiada, huía sin dejar rastro, a la menor intención de acercamiento. Vagaba por el monte hurgando en las oquedades de ciertos árboles en busca de la miel de palo que producen una clase de abejas salvajes, a la que se atribuyen propiedades curativas para las afecciones del pecho. Recogía frutos del monte, huevos, setas y hongos silvestres todo lo que generosa, la naturaleza le proporcionaba. Una mañana, me aventuré a recorrer la sierra y llevada por mi entusiasmo fui alejándome más de lo que la prudencia aconsejaba. En ese día particularmente caluroso, llegué a un paraje umbrío que invitaba al descanso. El rumor del arroyo cercano era el fondo adecuado para lograr el ansiado relajamiento. Me estiré sobre la fresca gramilla y tomé conciencia de lo poco que se necesita para lograr un pleno estado de felicidad. Un leve crujido, como el de una rama al quebrarse, disparó mi atención. Los sentidos, alertas, buscaron al causante de dar fin al mágico instante. No fue posible y deseé con toda mi alma reanudar el momento, sin lograrlo. Una desagradable sensación, como cuando nos sentimos observados, me obligó a apresurar mi partida. Giré la cabeza y una escurridiza sombra se esfumó en la espesura. Sobre una piedra, dejé un emparedado y algo de fruta, después busqué, en la gramilla aplastada, las huellas para regresar por donde había llegado. Detuve mis pasos tras un corpulento roble y desde allí esperé impaciente a quien se acercara a tomar los alimentos. Mi paciencia fue recompensada. Un ser andrajoso, se precipitó y en un santiamén devoró todo, rascó su desgreñada cabeza y sus ojos se encendieron en resplandores cuando un rayo de luz, iluminándolos, se filtró entre los árboles. Enseguida tomó el camino opuesto al mío. El regreso, lo hice sin darme cuenta. La visión me pegó fuerte. Mis pensamientos se concentraron en ella. Descubrí, bajo la astrosa apariencia, la mirada furtiva y vigilante del animal salvaje. Me fijé un propósito, aún a sabiendas de los problemas que mi decisión me acarrearía. A fuerza de perseverancia ganaría su voluntad y lograría que paulatinamente, considerara los beneficios de vivir de otra manera. Volví los días siguientes y en el mismo lugar, dejé alimentos y una caja con jabones, peine y un cepillo dental, después algo de ropa y unas cómodas zapatillas. Mis ofrendas duraron una semana. Algo que debía resolver en la ciudad, me alejó un mes de mi cometido. De regreso, volví a mis interrumpidas caminatas con más alimentos y ropa. Me detuve tras el roble y esperé. En vano. Al día siguiente, todo estaba como yo lo había dejado, sobre la piedra y dentro de la caja. Agregué lo nuevo que llevaba y esperé sin éxito. Comenté con algunas personas, nadie pudo asegurar haberla visto en las últimas semanas. Vino a mi mente, una experiencia de comportamiento, el reflejo condicionado, enunciado por el célebre fisiólogo, Pavlov. Lo hizo con perros a los que acostumbró a alimentar a determinados horarios, enseguida de hacer sonar una campana. En otra etapa, ejecutó el sonido, pero sin darle alimento, esto produjo en los animales, un estado de confusión e inquietud al estimular la secreción de jugos gástricos sin obtener comida. Me sentí culpable, pues, en cierto modo, esta mujer primitiva, sin roce ni cultura, quizá habría pasado por el mismo estado de confusión que los canes del sabio. Al siguiente día, me aventuré por donde la vi. alejarse tantas veces y después de caminar más de una hora, divisé un rancho desvastado. Unos perros escuálidos y sarnosos vinieron hacia mí. Los amenacé con una vara y corrieron aullando a refugiarse entre las matas. Traspasé lo que quedaba de algo que alguna vez hizo de puerta y allí la vi, tirada en un jergón de trapos sucios. No atinó a nada, su estado de desnutrición era extremo. Apoyé en su boca la botellita de agua mineral que siempre me acompaña en mis caminatas, se ahogó apenas pasó el segundo trago. Su pulso era imperceptible. Desde mi celular llamé a un servicio de emergencias comprometiéndome a esperarlos sobre la ruta y guiarlos hasta el lugar. La cargaron en la ambulancia que iba dando tumbos, sorteando piedras y arbustos. Nada pudieron hacer por ella. Falleció al día siguiente. Fui con un agente de policía hasta el rancho a buscar documentos para que el médico extendiera el certificado de defunción y por si alguien, de donde fuera, pudiera querer enterarse de lo acontecido, cosa poco probable. Dentro de una abollada caja de bizcochos Canale, encontramos un pasaporte entre fotos y cartas amarillentas. In nome di Sua Maestá Vittorio Emanuele III per grazia de Dio e volunta Della Nazione Re d´ Italia Il Ministro degli Affari Esteri rilascia el presente PASSAPORTO al Signor Marcello Bonnino. Databa del año 1931. No encontramos nada relacionado con su hija, tampoco en los registros de los pueblos aledaños. La municipalidad se hizo cargo del entierro. Convoqué a gente de buena voluntad para ofrecer una oración. En el cementerio local fueron depositados sus restos. Hice grabar un madero con un nombre y una leyenda que se me ocurrió, para que aunque muerta, tuviera una identificación.. “ Aquí yace Marcella Bonnino, buscadora de hongos, 14/ 04 /2007” De la alforja confeccionada por las curtidas manos de la madre, sacó pan, queso y un racimo de pasas. Repentinamente oscureció. Algo que los animales perciben, urgió llevarlos al corral. Masticó los últimos bocados, reunió la manada. Los animales, ante la amenaza inminente, regresaron atravesando el solitario páramo. Cerró la tranquera. La tempestad comenzó. Partículas de arena, minúsculos proyectiles, castigaban sin piedad. Cubrió su cabeza con el poncho, los ojos ardían. Esperó que amainara. Aferrado a los postes del corral, la boca seca y la garganta áspera de tierra. Invocó al Patrono. Debió hacerlo cuando la víbora, mordió a Saúl, su hermanito, por hurgar en la pirca de Medina. “San Nicolás, nuestro santo, / patrón de los navegantes, / desde el cielo nos contemplas, / desde allí puedes guiarnos”. Aquel aciago día, no recordó. Saúl agonizaba. Acunándolo, llegó al rancho. Su madre, desolada, le increpó su descuido. El viento arreciaba impiadoso. Con el pensamiento, se trasladó al mar,. No repetiría la vida de su padre, ni la de su abuelo. Nacieron, murieron sin conocer otra cosa que ese agreste terruño, sin poder elegir ni comparar. Se refugió, sediento, en los libros de aventuras. La maestra, le prestó versiones de Salgari y de Verne. Esos personajes tenían la vida que Fabio, de poder, habría elegido para si. Las olas rompían contra el casco de la nave, la cubierta era un caos. Mástiles, palos y velas desgarradas sobre la cubierta, evidenciaban la violencia del temporal. Fabio aferrado al timón, no conseguía enderezar la nave, la aguja de la brújula, giraba enloquecida. Temía encallar en un arrecife, ser atacado por crueles piratas. Intentó cambiar el rumbo, al golpe de timón, una parte se separó haciéndole trastabillar y finalmente caer. Despatarrado en el suelo, tenía un poste del corral quebrado entre las manos,. Las cabras, amontonadas en un rincón balaban débilmente. La tormenta había pasado. Me enteré, por casualidad, que regresaba de Europa definitivamente. Tomaba café con antiguas compañeras de estudio, y mi oído, perfectamente entrenado para estos casos, detectó que alguien del grupo, mencionó su nombre. Tuve la sensación de ser objeto de algunas inquisitivas miradas. Me guardé muy bien de hacer comentarios, más de una conocía el affaire que tuvimos. Con actitud de esfinge, simulé estar abstraída en la borra de mi café, que en realidad no existía. Salí de la incómoda situación gracias a la oportuna llegada de un chico que ofrecía ramitos de violetas en cartuchos amarillos. Una mirada al reloj fue la excusa para retirarme elegantemente y así darles la oportunidad de comentar lo que se les ocurriese. Caminé varias cuadras sin darme cuenta hacia donde me dirigía. Una mujer madura alborotada como una adolescente por oír unas palabras referidas a alguien que pasó hace años por su vida. Mi corazón latía más rápido que de costumbre y sentía arder las mejillas y un deseo vehemente de reencontrarme con él. Llegué a casa, me duché y desnuda frente al espejo, me erigí en juez imparcial para descubrir uno a uno los estragos que los años dejaron en mi humanidad. Para evitar un bajón, me serví un coñac y lo saboreé lentamente al tiempo que pensaba el modo de reparar, disimular ó encontrar una solución para el problema. Busqué por Internet y encontré soluciones a paladas, todas con un mismo denominador, la inversión de una suma astronómica. Me dormí recién al amanecer, tanto pensar y divagar me quitó el sueño. Antes del mediodía fui a consultar con especialistas en piel, en dietas para adelgazar y rejuvenecer, y a un gimnasio donde me anoté para comenzar una rutina de ejercicios y elongaciones a partir del siguiente día. Llegué a casa bien entrada la tarde, muy cansada y cargada de folletos de los lugares recorridos. Tomé un café con leche y medialunas y llevé a la cama toda la literatura para seleccionar la considerada más afín a mis expectativas y posibilidades. Los siguientes días fueron la expresión cabal de lo que estaba dispuesta a hacer para recuperar al perdido. No hubo límites para alcanzar el objetivo ni sacrificio que no estuviera dispuesta a realizar. Comprendí que la motivación es imprescindible. El cuerpo, las articulaciones, los músculos, todo mi ser, acató las órdenes impartidas por el cerebro, avaladas por una férrea y desconocida voluntad. Dos veces a la semana, concurrí a sesiones dermatológicas que incluían limpieza, tonificación, masajes, máscaras, complementados con ultrasonido, láser, aromaterapia y todo lo que me indicaban. Me animé a una lipoaspiración que me liberó de la adiposidad localizada en el vientre, parte interna de rodillas y muslos. Después la piel sobrante tuvo que ser eliminada con cirugía. Me aguanté todo con estoicismo y una entereza que descubrí a medida que la urgencia por acercarme a la imagen de mi juventud, me acuciaba. Creí morir cuando en una ráfaga de lucidez, me vi. llena de espantosas cicatrices repartidas a lo largo y ancho de mi anatomía. La imagen de la criatura del Dr. Frankestein, se superponía, sin yo quererlo, a otros pensamientos más beneficiosos para mi recuperación. Harto de mis quejas, el cirujano, al conocerlo, tan convincente y seductor, perdió la paciencia y fuera de si, me espetó: -Usted lo quiso, ¡ahora aguante! Y no quedó más remedio. Pasé un mes observando detenidamente el proceso, lento pero seguro, de recuperación. Seguí, al pie de la letra todas sus indicaciones y bueno, aquí estoy. La mirada envidiosa de amigas y vecinas es una prueba evidente que se produjo un cambio importante. Mi cuenta bancaria, exhausta, es otra, más evidente aún. En fin, fue una decisión mía. Tres meses después, las miradas de los conocidos, avalaron esa decisión. Claro que sobre todo, tuve en cuenta, las de mis amigas, históricamente envidiosas y despiadadas. Me veo muy bien. La ropa, adaptada a mi nueva silueta, me sienta de maravilla. Cambié hábitos nocivos en la mesa y en otras áreas. Los resultados justifican el sacrificio y la inversión. Satisfecha e impaciente estoy lista para alcanzar el próximo objetivo. Paralelo a esto, mi tarea detectivesca resulta positiva. Mi antiguo amor llegó al país, viudo, sin hijos y se instaló en las afueras de la ciudad. Trajo muchos €, me encargué de averiguarlo. No soy interesada pero considero necesario y justo, la posibilidad de recuperar lo invertido. El día está precioso, ideal para un encuentro y no lo elegí al azar. Hace, varias décadas, en un atardecer maravilloso, que espero hoy se repita, me convirtió, de niña en mujer, en un entorno semejante al que mis ojos contemplan hoy, mientras, emocionada, estaciono mi auto. Mucho verde, en el follaje y en el césped que cubre este inmenso parque. Hablé ayer por teléfono con su ama de llaves. No fue fácil convencerla para que me reciba. Le dije que somos amigos de niños, conté muchos detalles familiares y mi deseo de sorprenderlo, amablemente. A regañadientes aceptó, algo quería decir, cuando se cortó la comunicación. No llamé de nuevo para evitar se arrepintiera. Me acerco hasta la reja imponente que rodea todo el perímetro de la mansión. El portón es abierto por control remoto, previa identificación y avanzo con el auto por un sendero de grava hasta el frente de la residencia. El corazón da brincos dentro mi pecho. Se que no es amor, a esta altura, soy cerebral y pragmática. Es la emoción de considerar que antes ó después, participaré de todo lo que abarcan mis ojos. La mujer con la que hablé ayer, se acerca. En tono seco y formal me indica que va a conducirme arriba, a la habitación del señor. -Prefiero verlo aquí, respondo. - Imposible, el señor no está bien. Sin opciones, tengo que aceptar. Me conduce hasta una hermosa habitación luminosa, elegantemente amoblada y de ahí hasta un amplio y despojado dormitorio. Desde el umbral, contemplo una escena que me deja petrificada. Sobre una cama ortopédica, conectado a máquinas, y a un respirador, rodeado de personas de blanco que en silencio van, vienen, controlan los escasos signos vitales de este desconocido que varias décadas atrás, en un lugar encantado, me convirtió de niña en esta mujer que tanto hizo para recuperar una ilusión. La voz grave, sin matices del ama, me vuelve a la realidad. Me ofrece algo para reconfortarme. Sólo quiero salir de ese ambiente hospitalario. Como autómata, subo a mi auto, traspongo el portón y busco el sendero que me aleje de esta cruda, inesperada realidad. La chica del peaje, la misma que hace menos de una hora me vió glamorosa marchar hacia mi objetivo, me pregunta, si estoy bien.- No, pero ya se me pasará. Eso creo, respondo. Preparo mi baño con pétalos y esencias. Enciendo velas perfumadas y sumergida en la sedosa tibieza, comienzo a relajarme. Magui Lucio Anedo, es Gladiadory siempre el más valeroso.De los lances, sale airosopues lucha como el mejor.Fiero, duro, sin temores,a diario enfrenta rivales,sella destinos fatalescarente de odio y rencores.Por ese carril, la vidaque le marca su camino,no reniega de su sinoni pretende algo mejor.Tan sólo es un gladiadorconforme con su destino.
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Oscar Franco
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Por favor difundelo si pudieses. gracias.
Pascual Vizcaino Ruiz
Alejandro
Es usted muy déspota en su comentario del texto indiferencia divina?, sobre todo si tenemos en cuenta que la autora deja claro que los desastres naturales son muy comunes y crea toda su reflexión acerca de cómo el ser humano pasa de su pregunta hacia un Dios al que considera responsable a la dolorosa conclusión que es su irresponsabilidad la que acelera los procesos llevándolos a desastres.
Bastante arbitraria resulta usted al decir… le “concedo responsabilidad al hombre” por favor señora si usted lee, ve televisión o se molesta en averiguar, se podrá encontrar con un cumulo de estudios e informes que demuestran como las acciones de la humanidad ha afectado el equilibrio natural que provocan desastres.
Parece ser que usted no se entero del objetivo de la reunión de presidentes de países en Copenhague... por favor señora antes de atacar o trata de ridiculizar a alguien primero analícelo, porque podría ser usted quien terminara haciendo el ridículo.
Alexandro
Oscar Franco
Te invito a leer y comentar alguno de mis poemas espero te gusten.
Un saludo y feiz años nuevo 2010.
www.somosgoogle.blogspot.com
www.oscarfrancoquintanilla.blogspot.com
Francisco Prez
Veneno
haydee
Seguro que van a sobrar las anécdotas y encontrarás un buen argumento para tus relatos.
Gracias!
Serena