Rolando Rivas, taxista
Publicado en Nov 06, 2009
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A quienes desarrollan su capacidad de llegar, con la palabra, a un público sensible y abierto, como el sembrador, que arroja la semilla en los surcos de la tierra fecunda,  les cabe la certeza de cosechar, acorde a la calidad de lo que siembraron. En mi, fue más allá.  
No reniego de las vivencias ni de los sentimientos, que sus personajes despertaron en mí.
El día, 7 de marzo de 1972,  mi vida, cobró un sentido diferente.
 Yo era una niña próxima a festejar sus doce años.
Esa noche, se emitió el primer capítulo de “Rolando Rivas, taxista” Interpretado por Claudio  García Satur  y Soledad Silveira. Claudio interpretaba a un muchacho de barrio, bueno, sencillo, trabajador, valores que privilegié en mi entorno familiar masculino.
A partir de ese día, la hora de la transmisión, se convirtió en un rito sagrado al que asistía  con fervorosa devoción y al que por nada del mundo habría renunciado.
 El único TV de la casa, cobraba en ese horario de los ma rtes  un protagonismo decisivo y excluyente y ninguna tentación me habría apartado de él.
Esta concesión, no era gratuita, me exigía cumplir obligaciones escolares y familiares que a veces superaban mis fuerzas pero nunca mi voluntad.
La necesidad de mantenerla, afianzó valores que definieron mi personalidad. El dinero, escaso, me obligó a ingeniarme para obtenerlo y poder adquirir las revistas del espectáculo, con noticias y anticipos de la novela que causaba furor en los televidentes.
Aprendí a confeccionar, con la ayuda de mamá, unos vistosos payasitos que tenían muy buena aceptación y un comerciante de la zona me compraba para revender.
De vez en cuando, arriesgaba unas monedas en la quiniela clandestina, de la que mi abuela era seguidora y yo, encargada de llevarle las jugadas.
Un aciago martes, papá, dijo que esa noche, vería un programa coincidente con el horario de mi novela...
El mundo se me vino abajo y nada pudo consolarme.
 No tenía relación  con vecinos ni amigas cercanas a quienes acudir. Mis sospechas, fundadas en el conocimiento de mi progenitor, indicaban que sólo lo hacía para mortificarme y ¡vaya si lo conseguía!
 ¿Qué podía hacer para cambiar su decisión?
Llegamos a un acuerdo.
A partir de ese día, agregué a las preexistentes, la obligación de lavar su auto y dejarlo impecable.
No había trabajo ni sacrificio que no estuviera dispuesta a realizar para  no perder el derecho a ver mi novela. Cumplía  con todas mis obligaciones escolares y con las otras que fueron agregándose y  aunque de contextura  delicada, sacaba fuerzas de mi voluntad para cumplirlas.
 En un viejo arcón que perteneció a mi abuela, atesoré lo relacionado a la novela y a todos sus protagonistas.
Al ser tan popular, nunca faltaban en las revistas notas, fotos, adelantos y chimentos que de tanto releer fui incorporando a mi vida cotidiana.
 Anotaba en un cuaderno, frases, dichos y lo que consideraba interesante, en una palabra,  todo.
Mi cerebro registraba minuciosamente dato tras dato no sólo de la ficción sino de la misma vida privada de los personajes, más cercanos, en mis fantasías, que los verdaderos. Los fines de semana, dedicaba buena parte del tiempo a ordenar y completar  esa invalorable bibliografía. Uno de esos días, ajena por completo a la tormenta de desacuerdos y reproches que tenía lugar en otra parte de mi hogar, se abrió violentamente la puerta de mi habitación y mamá se precipitó en ella como nunca la vi. Los ojos hinchados y enrojecidos y el gesto que no presagiaba bonanzas para mí.
 Fuera de sí, la emprendió con reproches, había estado llamándome para que atendiera a mis hermanitos, absorta en mi tarea, con la puerta cerrada, no la  escuché.
Ante mi sorprendida mirada, se abalanzó hacia el cofre y destruyó todo lo que yo había coleccionado con tanta dedicación y amor.
Cuando terminó su obra destructora, salió dando un portazo que hizo tambalear las muñecas alineadas en una repisa.
A la noche no pude cenar. La angustia cerró mi garganta, me sentía muy mal. Por un tiempo dejé cerrado el cofre, pensé en un milagro que lograría recomponer lo que estaba destruido. Como no se produjo, opté  por asumir la catástrofe.
 
Esa misma  tarde, cavé una fosa en el patio de casa y enterré lo que con tanta devoción atesoré y en un segundo se convirtió en basura.
Mamá era a quien amaba sobre todas las cosas y me consta que nosotros, sus hijos, éramos la razón de su existencia. Nunca antes la había visto así, era controlada y amorosa, especialmente conmigo, la única mujer entre cuatro varones y además su fiel compañera.   
Hoy como adulta, pienso que esa acción de mi madre,  fue el resultado de una frustración muy grande, a ella le sirvió de catarsis y a mí me hizo volver a la realidad, desde aquella desmesurada obsesión.
De todos modos no me prohibieron seguir viendo la novela, entonces, mi único vicio. Cumplía mis obligaciones con gran dedicación para no dejar de ser merecedora de ese privilegio.
Como todo se termina, llegó el día 27 de diciembre de 1973 en que se pasó el último capítulo.
Me invadió una profunda desazón, estábamos en vacaciones, mis deberes habían disminuido, me sentía vacía, sin objetivos. A mi vida le faltaba esa motivación que durante casi dos años se convirtió en mi anhelada compañía.
Un día de mediados de enero, escuché a papá, muy entusiasmado, planear un  viaje de vacaciones.
Mis hermanos, encantados, empezaron con los preparativos. ¡Conoceríamos el mar, iríamos a Mar del Plata!
Llegamos al hotel donde teníamos reservas.
Entumecidas las piernas por el largo viaje fui  a caminar y de paso, conocer.  El hotel elegido, estaba cerca del Provincial.
Ayudé con el equipaje después que nos entregaron las llaves y acompañaron a las habitaciones. Al atardecer salimos a reconocer el lugar. La marquesina del teatro, cercano a nuestro alojamiento, resplandecía de luces intermitentes. Desde ella, alguien muy conocido, tenía la mirada fija en la mía. ¡No podía creerlo! Era Claudio. Junto a Bebán, AAndré y G.Gili presentaban una nueva obra.
Desde ese momento cambió mi actitud.
A la mañana, después de desayunar, me dirigía a las puertas del teatro a esperar pacientemente que apareciera.
En algún momento, pensé, tendrá que venir a  ensayar.
No fui un solo día a la playa, mis padres, que se habían  propuesto pasarla bien, lo permitieron, para mi tranquilidad y la de ellos.
El último día de vacaciones, estaba más blanca que cuando llegué, mis hermanos, en cambio, parecían negritos azotados. Firme en la puerta del teatro, sólo me mantenía viva la promesa de ir esa noche a la función, prohibida a menores de trece, edad que aún no tenía.
Agotada la esperanza, volvía al hotel para almorzar, de la mano de mi padre.
 -¡Mirá quién está sentado allí!, exclamó de pronto.
De pantalón oscuro y camisa deportiva, tomaba café junto al “cortito”, personaje de la novela.
Después de confirmar que no era un sueño, quedé clavada al piso. Las piernas flojas, la mirada perdida, mordiéndome los labios para no llorar de la emoción.
-¡Adelante!  Repetía papá casi empujándome.
No se cómo llegué frente a él, los ojos desorbitados, la boca abierta sin poder articular palabra. Interrumpió la charla, me miró, hizo un gesto  adelantando el mentón.
Yo no salía de mi estupor, tanto esperar, tanto ensayar poses y frases para quedar  tiesa y muda como una estatua.
-¿Querés un autógrafo?  Asentí con un movimiento de cabeza. Seguro, creyó que era enferma ó  tonta.
-¿Papel, lapicera? Pidió,  yo no tenía nada.
En una servilleta de papel se dispuso a escribir.
-¿A quién lo dedico?
Con voz que no podía identificar como propia, me escuché decir, temblorosa y vacilante: - Gra..cie..la.
Se levantó,  dejó la servilleta en mi mano, se agachó y me dio un beso en la mejilla.
Nunca supe cómo llegué hasta mi habitación, apretando, en la mano húmeda, una  casi deshecha servilleta de papel.
A la noche fuimos al teatro, creo que ni pestañeé por no perderme algo de la obra.
Al regreso lo viví como una ensoñación recurrente donde los personajes éramos dos.
Terminó el tiempo de vacaciones y comenzó el rutinario.
Después de almorzar ayudaba a mamá a  guardar la vajilla, - ¿Escuchaste, Gra? ¡El fin de semana viene García Satur  al teatro!
-¡ Me llevarás, mamita, por favor! Le pedí con todo mi corazón.
-No nena, es imposible, en casa no hay un  peso.
¡Espero que entiendas y no se hable más del asunto!
Me quedaba una moneda, salí apretándola en la mano, corrí hasta la casa de Pichitelo, el vendedor de quiniela clandestina y le dije que abuela me mandaba a jugar un número.
-¿Cuál? preguntó.
Levanté la cabeza y le canté el número de su propia casa, escrito sobre el ladrillo de la pared  y bastante descolorido. Al día siguiente, volvía de la escuela junto a mis hermanos, un chico se acercó y me dijo que me llamaban de “esa casa” y la señaló con el índice. Era el quinielero.
- ¡Suerte la de tu abuela, agarró los tres a primera! dijo.
Casi me desmayo de la emoción.
-Eso es mucha plata! Contesté tratando de disimular lo que sentía.
–Sí,  decile a tu abuela que venga a cobrar.
¡Contábamos con el dinero!. ¡Estaba salvado el único impedimento!
Llegó el ansiado día. Temprano ya estaba lista para asistir y mamá puso de sí toda su buena voluntad para complacerme. Fue como un maravilloso sueño, pero absolutamente real. El azar me rozó con su varita mágica y permitió que pudiera concretar mi deseo.
 
Esas y otras vivencias que llenaron mi corazón de sensaciones y sentimientos me sirvieron  para crecer en los valores que mi madre supo inculcarme y que encontré reflejado en el personaje de la inolvidable novela de Migré.
 
Graciela García Odorico
Ejecutiva de “Peperina”
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Descripción

Una obra que ensea valores, aunque se trasmita novelada por TV, influye positivamente.

Palabras Clave: Rolando taxista

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos


Derechos de Autor: TODOS

Enlace: maguiloar@yahoo.com.ar


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