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21 La voz de Amalia llegaba débil y entrecortada a través del teléfono que Alicia mantenía entre el cuello y el hombro, al tiempo que buscaba en el desbarajuste de paquetes que ocultaban la mesa aquel que liberaba una delicada fragancia a rosas. Le había desorientado el envase, una lata alta y estrecha, en lugar de la cajita plastificada que compró en la feria. Agitó la lata y un rumor menudo chocó contra sus paredes. Sonrió. Estaba a rebosar de aquella deliciosa mezcla de plantas con propiedades sedantes, digestivas y alguna más que no lograba recordar. –Creía que sólo ibas a mandar las infusiones – dijo Alicia sujetando el teléfono con la mano. –Lleva algo a Elena si es mucho para ti – se escuchó nítidamente al otro lado de la línea. Por supuesto que llevaría algo a Elena, pensó Alicia, sin salir de su asombro ante la gran cantidad de dulces,  conservas y demás paquetes, de los que aún ignoraba su contenido, que se amontonaban en la mesa. – ¿Cómo se te ha ocurrido comprar tanta comida? –Empecé comprando las plantas que me pediste, después miel para endulzar las infusiones; como se aproximaban estas fechas me pareció buena idea comprar licores, con las conservas rellené los huecos que quedaban libres… –Sabes que no volveré a encargarte nada, ¿verdad? –No es necesario que lo hagas, ahora tengo tu dirección. – ¿Cómo estás pasando las fiestas? – preguntó Alicia riendo. – ¿No te lo he dicho? Estamos incomunicados por la nieve. – ¡Qué emocionante! –No tanto. Llevamos tres días sin pan, no podemos salir de casa. El medico no puede subir hasta aquí, es muy incomodo. –Ya supongo – dijo Alicia mirando distraída por la ventana. –Me has dicho que estabas a punto de salir y yo aquí, entreteniéndote. Cuídate y da recuerdos a todos. –Lo haré y gracias. –De nada cielo. –Adiós – se despidió Alicia. Se quedó junto al teléfono sin saber muy bien cómo había pasado, en los pocos minutos que había durado la conversación con Amalia, de la risa al abatimiento. Entregarse a él era iniciar un arriesgado descenso por emociones que temía no poder controlar. Salió al balcón. Todavía era temprano para ver sus dos estrellas. Las tenía un poco olvidadas, pero aún así se dejarían ver esa noche. El fuerte viento de las últimas horas había limpiado el cielo y  bajado las temperaturas, pero no lo suficiente como para ver de blanco la ciudad. Amalia ya estaría de vuelta en la cocina después de hablar con ella en la salita donde tenía el teléfono. Habría acercado la cafetera a la lumbre y, con el sonido de la radio de fondo, se sentaría a hacer alguna de las labores que recogían las numerosas revistas que acumulaba en el banco que había bajo la ventana. La única señal de vida que, periódicamente, salía del convento la devolvió a la realidad. Con la quinta campanada entró de nuevo en casa. Comenzó a guardar, en la misma caja donde habían llegado, todos los productos enviados por Amalia. Todos excepto un tarro de miel y un dulce de manzana. Despejada la mesa, miró a su alrededor. Entre el sofá y la pared quedaba un espacio perfecto para colocar la improvisada despensa. Hacia allí empujó la caja. 22  – ¿Te gusta la miel? –Pues si – dijo Pedro mirando el tarro de cristal que había dejado Alicia sobre la mesa. –Es miel pura. – ¿Dónde la has comprado?– preguntó Pedro examinando el contenido del tarro a la luz de la ventana. – Me lo ha enviado Amalia, mi tía – dijo Alicia acercándose a las estanterías. Pedro asintió antes de volver a poner su atención en los papeles que había sacado de uno de los archivadores que habitualmente estaban en la ventana. –Vive en un pueblo rodeado de montañas. Llevan tres días incomunicados por culpa de la nieve – dijo Alicia pasando la mano por los libros, casi sin rozarlos. – ¿Les había ocurrido antes? –Amalia parecía acostumbrada. La nieve causa muchos inconvenientes, pero a mí me parece emocionante. –Si tú vivieras allí, no te parecería tan excitante. –A veces lo hago. – ¿Qué haces? –Me imagino viviendo en el pueblo. Pedro se quitó las gafas y buscó a Alicia con la mirada. La encontró apoyada en la barandilla de hierro observando la planta baja. –Huir no es la solución. –No se trata de huir – dijo Alicia incorporándose. – ¿Y cómo llamas tú a querer marcharte a un pueblo incomunicado? Alicia miró a Pedro extrañada por la dureza del tono que había utilizado, muy alejado de la calidez con la que solía dirigirse a ella. –Yo no he dicho que me vaya a ir –dijo Alicia apartándose de la barandilla. –Pero lo piensas. Y fantasear es otra manera de huir. –Tú no lo entiendes. No tienes idea de lo difícil que es afrontar cada día cuando no le encuentras sentido a nada. –Lo encontrarás. – ¿Cómo lo sabes? – Porque vas a seguir insistiendo. Y ese es el modo de conseguir lo que se desea. –Estoy cansada – dijo Alicia cogiendo las llaves que había dejado encima de la mesa. –Tú lo dijiste. ¿No lo recuerdas? Alicia vio su silla vacía y se dio cuenta de que todavía llevaba puesto el abrigo. No sabía de qué hablaba Pedro. Quería salir de allí. El desaliento se había adueñado de ella en el único lugar donde se creía a salvo de él. –Aún no has llegado a ninguna parte. Alicia se paró a mitad de camino de la escalera. Sus palabras en boca de Pedro no parecían suyas. – ¿Y si no hay a dónde ir? – ¿Te gustaría que este silencio –dijo Pedro abriendo las manos en un gesto que pretendía abarcar la galería – fuera lo normal en tu interior? Si te dijera que esa es la recompensa que te aguarda si no desfalleces, ¿merecería la pena seguir adelante?        
29 Alicia esperó a que el tren alcanzara una velocidad constante antes de realizar un nuevo intento para colocar la maleta en el fondo del compartimiento destinado al equipaje. La escasez de pasajeros le había permitido cambiar su asiento, contiguo a la puerta, por otro en la parte central del vagón. Respiró tranquila sabiéndose camino del pueblo, pero echó de menos un poco más de ilusión en ese momento tan ansiado. Fuera de la estación el tren ganaba en ligereza y estabilidad. Cuando, subida en el borde del asiento, asestó el empujón definitivo a su flamante maleta, el movimiento era inapreciable. Se desprendió de la bufanda pero, entumecida por la prolongada espera en la estación, conservó puesto el abrigo. Se recostó en la ventana. Edificios, naves, chabolas y escombreras se sucedían en el límite de la ciudad, aún por despertar. Durante la hora siguiente contempló un apacible paisaje de campos ondulados que se mantendría inalterable hasta la segunda mitad del viaje. Al abrir los ojos, el sol daba de lleno en la ventana. La mitad de la cara le ardía y un molesto hormigueo subía por su brazo derecho en el que había apoyado la cabeza mientras dormía. “Necesito un café”, pensó, enderezándose en el asiento. Después de disimular la mochila con el abrigo recordó que en su interior estaba el diario y, sin dudar, la llevo consigo camino del vagón restaurante. Lo encontró semivacío, como el resto del tren. Viajar a destiempo tenía sus ventajas. El camarero se dirigió a ella nada más verla entrar y pudo elegir donde sentarse, pues sólo una de las mesas estaba ocupada por un hombre enfrascado en extender, de manera uniforme, la mermelada que había depositado sobre una gruesa tostada. Se sentó de espaldas a él y tomó lentamente el café comprobando como el tren iba ganado altura y las vistas interés. – ¿Cómo son las montañas? – le había preguntado Marta cuando fue a despedirse de ella. Empleó numerosos adjetivos para tratar de describirlas, pero supo que no lo había conseguido cuando Marta abandonó corriendo el salón y regresó con una cámara sin estrenar. –Haz fotos. Tal vez, si le hubiera explicado lo que sentía no sólo al estar cerca de las montañas, también cuando admiraba las dos diminutas estrellas desde su balcón o al intentar localizar una luna huidiza entre los tejados de la ciudad, siempre la misma certeza, vivir no podía ser tan difícil, Marta hubiera comprendido por que le brillaban los ojos al hablar de ellas. El primer túnel la cogió por sorpresa cuando regresaba a su vagón. El segundo consiguió que apartara la mirada del libro durante los breves instantes que precisó el tren para salir, nuevamente, a la luz del día. Al atravesar el tercero y último de los túneles, faltarían dos horas para llegar al pueblo. Y sintió miedo. Miedo porque las expectativas en torno al viaje se habían disparado en los días previos a su partida. El objetivo inicial de descansar y relajarse ya no le bastaba. Quería recuperar la voz que la previno ante el semblante desmejorado de Susana, la misma voz que le mostró lo que se resistía a aceptar cada vez que acudía a ver a su padre al hospital. Esa voz, su voz, le diría lo que debía hacer para volver a sentirse bien. Pero, ¿y si no ocurría nada? ¿De verdad pensaba que era posible recuperar la voz, intuición o como quisiera llamarlo, a su conveniencia?30 Aquella mañana el aroma de las tortas de anís se imponía al del pan recién hecho; barras anchas, crujientes, con mucha miga y hogazas, menos sabrosas pero más prácticas si no se quería ir al mercado a diario. Si una semana antes le hubieran dicho a Alicia que disfrutaría realizando la compra, hubiera sonreído escéptica. Comprar era una actividad molesta que trataba de agilizar adquiriendo buena parte de la comida envasada para no tener que aguardar más turno que el inevitable delante de la caja registradora. Pero comprar en el mercado del pueblo se parecía mucho a lo que hacía, de niña, con su madre. En aquella época su puesto preferido era el de variantes. Le encantaba ver como se sumergía el cazo agujereado en los diferentes barreños para volver a aparecer dejando escapar el líquido y reteniendo las aceitunas. Habían pasado muchos años como para que le fascinara ver despachar aceitunas o cualquier otro alimento; sin embargo, desde el primer día que piso el mercado sintió una especial predilección por la singular mercancía de uno de sus puestos. No era un herbolario, pero vendía plantas; ni una floristería, pero en las banastas de mimbre había semillas y especias, todo a granel. Tenía miel, la miel estaba presente en todas partes, incluso en la estación del tren, jabones y perfumes, muy suaves y ligeros, como el que ella se había puesto esa mañana. Pasaron de largo por la panadería, el pan lo recogerían al finalizar la compra, y por la pescadería. Amalia pidió la vez en la carnicería. Las tres mujeres que aguardaban su turno no engañaron a Alicia, estarían allí un buen rato. El carnicero mantuvo una conversación a medida con cada una de las mujeres. Así fue como Alicia conoció los achaques de salud de la primera mujer, el inminente nacimiento del nieto de la segunda y los problemas laborales del hijo de la tercera. La probabilidad de que fuera a llover, antes de que acabara el día, dividía a los clientes de la frutería a los que se sumaron Amalia y Alicia. El anciano que reducía al mínimo tal probabilidad, contaba con toda la simpatía de Alicia, que no quería renunciar a su paseo de cada tarde. Cuando salieron del mercado, Alicia miró al cielo con inquietud, pero las nubes que habían hablado al anciano guardaron silencio para ella.                       
33 Desafiantes, silenciosas, salpicadas de pueblos, las montañas aparecieron ante Alicia más imponentes que nunca. Agradecida por proporcionarle la imagen más perdurable del viaje, se volvió hacia Amalia para comprobar que no estaban solas en la terraza. Sentado a una mesa, en la que se apreciaban restos de un contundente desayuno, un hombre estudiaba un mapa con el que tapaba parte de su cara. Lo que quedaba al descubierto, un rostro delgado con una barba incipiente, le interesó, y eso era más de lo que había sentido cuando aceptó la cita preparada por Elena. La única que había tenido en dos años. Dando la espalda, parcialmente, a las montañas, se sentó de cara al joven turista. Situó su origen lejos de la comarca. Ningún hombre de los alrededores saldría a la calle con unos pantalones como los que él llevaba. A rayas, de infinitos colores y fabricados con una tela rígida semejante a la de las cortinas que colgaban en muchas de las puertas del pueblo. Cuando finalmente dobló el mapa, no pudo determinar si sus ojos eran azules, verdes o una mezcla de ambos colores. Pensó en él aquella noche, en las sensaciones recobradas, en que no haría nada por silenciarlas. Resignada, encendió la luz. Era la primera noche que le costaba dormir desde que estaba en el pueblo. No le sorprendía. Pronto recuperaría el dolor de cabeza, ya creía sentir cierta rigidez en el cuello, el cinturón y el cansancio en los ojos. Era inevitable. Pero no renunciaría, tan fácilmente, al atisbo de equilibrio que había conquistado en estas vacaciones. Su intención era conservarlo el mayor tiempo posible. Los periodos de mayor tranquilidad los había alcanzado al borde del río y contemplando el pueblo. Ver montañas en la ciudad quedaba descartado; el río no, pero detenerse en medio del tráfico para ver una balsa de agua estancada no era una imagen muy apropiada con la que relajarse. Caminar sí la ayudaba. El paso rápido con el que iniciaba las caminatas a la salida del trabajo se convertía al poco tiempo, en un paseo con el que disfrutaba cuando lograba concentrarse, exclusivamente, en él. También la calma había asomado ayudando a Amalia a arreglar las macetas y acondicionando el patio con vistas a la primavera. En su balcón no cabrían más de dos macetas, tres a lo sumo si eran pequeñas. Suspiró. Iba a necesitar mucha imaginación cuando regresara a la ciudad. Dobló la almohada bajo la cabeza y cogió el libro. Tiró del impreso que marcaba la página donde interrumpió la lectura esa misma mañana. Posado sobre un montón de libros un búho la miraba. Introdujo el papel en una página al azar. Pero la enigmática mirada persistía y liberó el papel. El ala izquierda del búho señalaba dos números de teléfono. Debajo de los números, tres palabras que, en la librería esperando a Pedro, no tenían sentido. 34 – ¿Quién va a romper el hielo? Durante unos segundos ninguno de los presentes se dio por aludido. Finalmente, fue  el más joven de todos quien comenzó a hablar. Alicia recordó su presentación. Se llamaba Eduardo y estudiaba primero de sociología en la universidad. Inscribirse en el taller de lectura era una manera de obligarse a leer fuera del ámbito de los estudios. –Básicamente, el libro trata del transito de la adolescencia a la edad adulta. Arturo, el protagonista, se resiste a crecer, pues eso supone aceptar responsabilidades y enfrentarse a los problemas que conlleva madurar – dijo Eduardo reclinándose un poco más en el sillón. Alicia miró uno por uno a los demás integrantes del taller de lectura y pensó que formaban un grupo variopinto e interesante, si bien más reducido de lo deseable para poner a prueba los iniciales conocimientos de un aspirante a sociólogo. – ¿Alicia? Alicia sonrió a Victoria, la organizadora del taller, con quien hacía  dos semanas había hablado por teléfono. “ El taller de lectura no se va a celebrar”, escuchó, decepcionada, cuando recién llegada del pueblo y sin saber cuánto tiempo llevaban los impresos en el mostrador de la librería, marcó uno de los números para informarse. “Necesitamos veinte personas para que nos cedan un aula en el centro cultural, y contigo son ocho los inscritos”, continuó diciendo la voz modulada que en ese instante la invitaba a intervenir. –No estoy de acuerdo en que Arturo no quiere enfrentarse a los problemas o que evita sus responsabilidades – dijo Alicia mirando a Eduardo – Creo que a lo que se resiste es a abandonar sus sueños e ilusiones. Si eso es crecer, él no quiere hacerlo. –Soy de la misma opinión. Alicia se volvió hacia el profesor jubilado y se encontró con la mirada de Mario, un informático reconvertido en taxista. Así condensada, la historia de aquel hombre de treinta años podía parecer chocante, pero Alicia intuía un laborioso proceso detrás de aquella decisión. –A lo largo de toda la obra planea la idea, la necesidad diría yo, de conservar la utopía como motivación… –Perseguir lo imposible. ¿Adónde nos lleva eso? La mujer que había interrumpido al viejo profesor era Teresa. Su presentación se extendió a otros miembros de su familia, su principal ocupación durante los últimos quince años. –A intentar mejorar el mundo, empezando por nuestras vidas y la de quienes tenemos más cerca. Todos miraron a Paula. Trabajaba como reportera gráfica en la sección local de un periódico. La sonrisa que siguió a sus palabras acentuó unas prematuras arrugas en torno a sus ojos. Por espacio de dos horas desmenuzaron el libro. Detalles en los que ninguno reparó adquirieron protagonismo gracias a la mirada de Paula. El profesor dejó al descubierto los recursos y las técnicas utilizados por el autor en la elaboración de la obra, y la experiencia de Teresa esclareció las complicadas relaciones entre el protagonista y su madre. Necesitaban veinte personas que gozaran con la lectura, pero con seis fue suficiente. Victoria no hubiera podido acoger un grupo mucho mayor en su casa. –Nunca he conseguido terminar un libro de teatro – dijo Paula una vez hubo finalizado la sesión. –El fin del teatro es la representación. Es posible que escenificándolo con alguien te sea más asequible – dijo Victoria mirando al grupo que habían formado, Mario, el profesor y Alicia.                
35 Lo primero que encontró Alicia al romper el precinto de la caja fue una colección de cuentos inacabada. No conservaba muchas cosas de su infancia, pero aquellos libros le habían abierto las puertas de un mundo fascinante capaz de hacerla reír, pensar, emocionarse y soñar cuando la realidad se hacía insoportable. Los dejó a un lado en el suelo. Sacó más libros de la caja. Algunos la sorprendían felizmente, en otros no se reconocía. El libro que le interesaba pertenecía a los segundos. No lo había comprado por iniciativa propia. Era una de las muchas lecturas impuestas en su época de estudiante. En aquel tiempo lo leyó con urgencia, asignando un determinado número de páginas a cada día. En esta ocasión le daría un trato más digno. Abrió el libro por la página en la que se detallaban los personajes y los repartió, mentalmente, entre Paula y ella. Devolvió al interior de la caja los libros que pensaba conservar, antes de vaciar la segunda. El joyero de su madre y una fotografía en la que Marta y ella sonreían con cara de frío en el parque, encontraron sitio en su habitación. Despegó de un álbum de fotografías una de la familia al completo. Tendría que comprar un marco en tonos claros que no desentonara en el salón.  Con alguna excepción, regalos y adornos fueron al fondo de una bolsa negra. Se trataba de organizar el pasado, no de recrearlo, se repitió, antes de hacer frente a una nueva caja. 36 Alicia seguía con una sonrisa las evoluciones del pequeño que, en un intento por no perder altura, agitaba enérgicamente las piernas tratando de imitar los efectivos movimientos que a su lado elevaban a su hermana muy por encima de él. –Laura ha crecido mucho desde la última vez que la vi – dijo Alicia. –No le ha quedado más remedio. La respuesta de Susana sorprendió a Alicia que, con su comentario, sólo pretendía hacer alusión a la estatura de Laura. Las palabras de Susana dejaban entrever que su estado estaba afectando, de un modo u otro, a todos los miembros de la familia. Ya durante su visita al hospital se hizo evidente el desasosiego que le producía hablar de este asunto. El sentimiento de culpabilidad que le confesó entonces podría haber ido a más si pensaba que los niños estaban sufriendo con aquella situación. –Está muy alta para su edad –matizó Alicia. –Si, muy alta – repitió Susana. Entre risas, Laura rescató al pequeño Daniel del neumático que hacía las veces de columpio, donde había quedado atrapado. –Si consigo superar esta enfermedad será por ellos – dijo Susana mirando a Alicia con toda la intensidad de que era capaz. Alicia quiso decirle que explorara en su interior, que tratara de entender, que el conocimiento disiparía la oscuridad; pero no lo hizo. Qué sabía ella del poder que proporcionaban los hijos. – ¿Cómo te va con el nuevo tratamiento? –Todavía es pronto para saberlo. Alicia seguía esperando ver una mejoría, detectar algún indicio, por pequeño que fuera, de que Susana avanzaba en su proceso de recuperación. Pero los cambios que percibía quedaban limitados al físico. Había ganado más peso del que necesitaba. Su cara, más llena, continuaba igual de pálida e inexpresiva, en tanto que el pelo recobraba su color original, un castaño oscuro, inédito para Alicia. Tampoco hablar era más fácil. – Se está bien aquí. –Hay demasiada gente – respondió Susana. No llegaban a diez las personas que disfrutaban en el parque de la soleada tarde que ponía fin al mes de abril. Tres ancianos se apretaban en un banco cerca de una de las pocas fuentes que debían de  quedar en la ciudad. En los columpios dos niñas daban vueltas sobre si mismas enrollando las cadenas que sujetaban los neumáticos para después girar en sentido contrario hasta recuperar la posición original. Con Daniel sentado entre sus piernas, Laura se lanzaba por el tobogán sin olvidarse de mirar, de cuando en cuando, a su madre. –La próxima vez traeré a Marta. Creo que se llevara bien con Laura – dijo Alicia. – ¿Cuántos años tiene? –Pronto cumplirá siete. – ¿Has encontrado su regalo perfecto? Alicia miró a Susana, admirada de que recordara la última conversación que tuvieron antes de su ingreso en el hospital. –Lo he encontrado esta tarde – dijo Alicia deteniendo con su mano el movimiento incesante de las  de Susana.          
37 La encargada ya le había advertido que Pilar llegaría tarde, pero cuando dieron las doce de la noche, Alicia dio por supuesto que no regresaría hasta el día siguiente. Por eso se sobresaltó tanto cuando a la una y media de la madrugada sonó el timbre de la puerta principal. Tal vez fuera lo inusual de la hora o que su capacidad de comprensión se estaba agotando por lo que Alicia se dirigió a Pilar, ignorando las torpes explicaciones con las que su hijo intentaba justificar aquel retraso. – ¿Cómo lo ha pasado? –Muy bien, pero estoy un poco cansada. –Enseguida estará en la cama – dijo Alicia haciéndose cargo de la silla de ruedas. El hijo de Pilar se despidió con un beso y un « hasta el sábado». Alicia le vio subir a un coche oscuro aparcado en plena acera. Mientras esperaban al ascensor, Alicia se fijó en los pies hinchados de Pilar. Con cuidado le quitó los zapatos y los dejó en su regazo, sobre el vestido nuevo en el que iba embutida. –Tengo el cuerpo revuelto. – ¿Ha comido mucho? – preguntó Alicia empujando la silla de ruedas por el pasillo tenuemente iluminado. –Estaba todo tan bueno… – se justificó Pilar. –Le prepararé una manzanilla – dijo Alicia sonriendo. Nada más entrar en la habitación, Pilar empezó a revelar los pormenores de la boda de su nieto. Estaba feliz y Alicia nunca la había visto así. Aquella noche se demoró en su trabajo todo lo que supo. Con Pilar acostada, la noche recuperó la calma. Cuando ya no sabía cómo ahuyentar el sueño, salió a la terraza. La calle que en unas horas estaría saturada de tráfico, permanecía en completo silencio. Susana solía decir que de noche era cuando mejor se trabajaba, sin tener que calcular el tiempo que podían dedicar a cada anciano. Con ser cierto, ella estaba deseosa de concluir la sustitución que la había obligado a realizar el turno de noche. Por mucho que durmiera durante el día no conseguía estar plenamente despejada. Se sentía apagada, sin energía. Una sensación muy parecida a la que transmitía Susana. No la convenía aquel horario, su cuerpo se lo decía a gritos, y de un modo más suave, con sólo detenerse a escuchar, otras muchas cosas. La voz no había desaparecido. Estaba presente en el alivio que sentía cuando abandonaba el trabajo, en la paz que experimentaba en la galería, en la frustración con la que finalizaban los encuentros con María. La voz siempre había estado ahí, guiándola en cada paso que daba.  38 –Si estuviéramos en una sala de exposiciones tendríamos en cuenta la altura y la distancia entre las fotografías, por no hablar de la luz – dijo Paula elevando las cejas. – Pero aquí nos limitaremos a que estén derechas y a colocar todas las que podamos. –De acuerdo – dijo Alicia riendo. No sólo las aulas, también las paredes estaban muy solicitadas en el centro cultural. La segunda planta exhibía las acuarelas de un joven artista del barrio, en la primera una serie de carteles de cine clásico amenizaba los pasillos y en la planta baja pronto se podrían ver las fotografías de Paula. El vestíbulo era el espacio más modesto que ofrecía el antiguo hospital a quienes querían dar a conocer su talento. Las fotografías tenían que sortear dos puertas, un extintor y el tablón de anuncios, sin contar con una deficiente visibilidad debido a la escalera. Con todo, no dejaba de ser una oportunidad de comprobar la aceptación de la gente en su doble condición de público y protagonista de la exposición. Un indigente ignorado, una pareja entrelazada en el césped, una chica leyendo en un café, un niño asombrado, una mujer dejándose ver. Situaciones cotidianas convertidas en acontecimientos; así eran las escenas capturadas por la cámara de Paula cuando era ella la que decidía dónde estaba la noticia. –Casi he sentido que esta semana sea una novela la lectura del taller. Fue muy divertido preparar la obra de teatro – dijo Paula. –Claro, te quedaste con los personajes que menos hablaban – dijo Alicia nivelando una fotografía. Paula soltó una carcajada. Alicia se apartó unos pasos de la pared para apreciar mejor las fotografías. –Tienen mucha fuerza. –Hay que cambiar algunas de sitio – dijo Paula. – ¿Por qué? – ¿No lo ves? Alicia no veía lo que a Paula parecía tan evidente. –Has agrupado las fotografías amables y quiero que se sucedan las emociones, amor y pesar, indiferencia y afecto ¿comprendes? Alicia asintió, mientras presenciaba como Paula alteraba la secuencia de imágenes poco efectista que, sin pretenderlo, había dispuesto. Había acumulado instantes felices, y la felicidad, tal y como se mostraba en las fotografías, era humilde y discreta. Una joven inmóvil observando el curso de un río, la misma mujer entablando, como una adolescente, un juego de miradas con un extraño, eran escenas que de haberse producido en la ciudad, ahora podrían formar parte de la armonía que, de manera inconsciente, había creado.                                            
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