• Camila Jara
Symbellmines
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  • País: Chile
 
Siempre busqué personas miserables para apegarme a sus almas, torturarlas con falsa simpatía, dormirlas entre brazos de modestia que no existía y brindarles mi amor lleno de envidia y rencor. Ya estaba harto de personas felices que me humillaban, harto de la malicia de otras personas que me buscaban por ser miserable, así que, simplemente, decidí buscar personas más miserables que yo mientras pensaba en mi intenso deseo de causarles mal, de verlas sufrir para ser feliz. Sin embargo, ¿por qué sería que yo no podía recuperarme de la miseria? Me sentía bien conmigo mismo, era feliz y a la vez siempre estaba esa pequeña vocecita que me decía que en verdad era miserable, que por eso jamás iba a ser feliz. Y yo, yo ya estaba cansado, ya no quería ser feliz, quería ser un triunfador, aquel ser que triunfaba a costa de la miseria ajena, que otro cayera para que yo pudiera pisarle los pies, cortarle cada articulación, cada tendón para que nunca más se pusiera de pie. Claro, no podía verme el rostro porque entonces yo no podría enseñarle mi expresión de lástima y comprensión para decirle que también había pasado por lo mismo. Ese no era el plan. El plan consistía en lastimarlo por la espalda, destruirlo y luego aparecer al frente, campante y sonriente, para extenderle una mano amiga y decirle que todo estaba bien, que le ayudaría a avanzar siempre que estuviese detrás de mí. Y pobre aquel que decidiera superarme, tendría asegurado mi odio para siempre, aunque todos los días sonriera y dijera que lo quería, que lo adoraba con todo mi corazón. Púdrete, púdrete, eso era lo único que decía en el fondo de mi corazón, húndete hasta el fondo del lago para que entonces mi gentil corazón te ilumine en tu camino de regreso.   Por supuesto, había días en que estaba verdaderamente compungido. Un día de invierno, una mañana muy fría en que derramaba lágrimas de hielo y me preguntaba por qué no podía amarme más, entender que sin lastimar a nadie yo era muchísimo mejor, que no necesitaba miserias humanas a mi alrededor para darme cuenta que era mejor. A veces, en verdad me daban lástima algunas de mis víctimas; en otras ocasiones, hasta me enamoraba de alguna y caía víctima de un círculo vicioso de infelicidad mientras me preguntaba cómo podía vivir tan humillado. La humillación a la que yo sometía a las personas de pronto me golpeaba a mí y mi amor era torturado con falsa simpatía, me llenaban de amor envidioso y rencoroso. Alguna vez quise algo honesto, alguna vez quise felicidad, sin embargo, no la tengo y ya no pretendo tenerla porque yo soy una sombra imposible de cortar, una sombra destinada a la malicia y no al amor. Y es que, no importa cuánto lo haya deseado, el amor que yo quería no existía, nadie me lo iba a brindar porque todos a mi alrededor eran mejores que yo, yo, la sombra hundida en el fondo del lago.
Miseria
Autor: Camila Jara  784 Lecturas
El ojo de dios se levanta rojo, airado ante el colapso del mundo. Rojo como la sangre, profundamente rojo como la furia que sólo un dios puede tener. Tan inclemente y, sin embargo, tan sumiso, tan invisible ante los ojos de sus ovejas. Decide acabar con ellos, ¿Qué tan difícil puede ser? Ya lo hizo una vez, puede destruirlos de nuevo. Una, dos, cinco veces, mil veces ha destruido al mundo, otras mil puede reconstruirlo.   Y así, urde su plan. Se torna visible ante todos y todos temen, se refugian en unas paredes que de nada sirven. Rezan a unos oídos sordos, se inclinan ante un ser físicamente inexistente plasmado en un sol rojo que evoca el apocalipsis, el humo en el cielo, la desazón de un desangramiento. Y la diosa llora. Llora dramáticamente sin ningún objetivo porque ya se ha desatado la ira patriarcal. Ya no hay nada más que hacer. Entonces, viene la música, un concierto consistente en un sonido tan calmo que hace creer a todos en una salvación y pasa un día, luego otro. Después de una sucesión de días ya nadie puede creer en un apocalipsis y se acostumbran al sol rojo. El sol rojo no significa nada, sólo es el humo que ellos mismos han causado.   De ese modo, como tiernas ovejas listas al sacrificio, escuchan los seres humanos una música sublime, un arrullo de ángeles que en el fondo se ha convertido en el más cruel de los réquiems una vez existentes. Antes de sacrificar, dice dios, hay que apaciguar con música. Hacerles creer a las ovejas que sólo se extiende un paraíso cuando en el fondo se dirigen a un matadero y es que no puede asustarlas o la carne se endurece, se pierde el respeto hacia un ser por entonces tan amado. Se extiende el fuego, las ovejas se culpan a sí mismas sin saber que es una venganza feroz, un crimen por sus crímenes.   Triste, pero rezan y sus rezos se convierten en una maldición que sólo causa risa a su dios que se sabe el asesino de sus creaciones quienes, ilusas, oran pidiendo salvación, claman y loan porque ellos se creen los causantes de sus errores, del fuego insolente que no se apaga. Dios ríe y ríe, después de todo, aun siendo el criminal más grande de la humanidad  queda como el más digno salvador, y muertas ya, las ovejas lo alaban desde los fuegos del infierno.
Ira
Autor: Camila Jara  378 Lecturas
Cinco horasEl tic-tac del reloj colapsa mis oídosEl tic-tac del pechoSon cinco horas de inseguridadCinco horas sin retornoMe refugio en brazos distantesEl corazón roto se aprietaAllí los brazos me rechazan Adiós al mundo del hoyEl tiempo pasaEl tic-tac me dueleCada segundo destroza el pechoAllí va mi amor perdidoAllí, entre las cenizas del tiempoCorazones rotosCorazones rotos muestroCada amante uno conserva.Corazones rotos. 
Corazones rotos
Autor: Camila Jara  396 Lecturas
Aunque las manos me temblaban, las palabras escaparon de mis labios sin titubeos y sin contradicciones. Mi declaración de amor se hundía entre las espesas malezas que representaban a las palabras falsas que buscaban suavizar el “te amo” o  el “me gustas”. Soy tan falso que en este momento yo mismo me siento una mentira. Una imagen falsa, un nombre falso, como una flor de nombre hermoso que al verla te decepciona totalmente pues no es para nada hermosa. Así resulto ser. Y por más que intento descubrir mi verdadero yo, lo único que surge son palabras que disimulan mi identidad, sonrisas de mentira que ocultan lo triste que estoy, expresiones contrarias a lo que digo para que todo parezca una broma. Es que me es inevitable pues no quiero deshacerme del escudo que me protege. Mis secretos y los ajenos son los que están mejor guardados, nunca revelaré nada, mas, eso, sólo produce la sensación inevitable de que no confío en nadie.   Me pregunto si a partir de ahora, con mi declaración tímida, conseguiré ser yo mismo, liberarme y ser como el viento o un ave que al fin escapa de su jaula. Aunque es doloroso. Probablemente aves más grandes que yo y de ojos avizores quieran acabar con el pequeño corazón que poseo. El miedo me invade. No sé si ese escudo que me protege y aísla seguirá soportando, poco a poco va rompiéndose en cientos de trozos: algunos se clavarán en mí, otros obstruirán mi camino y quizás algunos destruyan mis secretos para que pueda decir sin adornos que te amo.
El Escudo
Autor: Camila Jara  400 Lecturas
Llegada la noche, los párpados que deberían cerrarse, se abren en un movimiento rápido, audaz y sigiloso. Llegada la noche, las manos que se ocultaban en el manto de la luz, salen de su escondite para recorrer la oscuridad que el sol ha dejado como recuerdo de su pronto pero a la vez lento regreso. Llegada la noche, ¿Qué más? Ojos que no poseen color, una boca sin voz y un cuerpo inmaterial aparecen frente a la cama. Silenciosamente, transita alrededor de ella, como si buscara algo. No, no busca nada, pues en esa cama está lo que quería. Más debe llamar su atención y no tiene más remedio que levantar las sábanas; el resultado, negativo para él, significa que su boca malformada se tuerza y contorsione en una expresión de desagrado. Aquello que quería sigue inerte, no durmiendo sino dudando. Dudando sobre la vida, dudando si realmente ha sido cierto que alguien movió sus sábanas… No, sabe que las sábanas se han movido, por lo que su duda se reduce al quién. ¿Quién lo ha hecho? ¿Ha sido una esencia que debería marcharse de este mundo porque ya pasó su tiempo en él? ¿Es quizás una esencia viva que está intentando jugarle una mala broma? Tal vez sólo es producto de su imaginación, su psicólogo le dijo que las malas relaciones con su familia le incitaban a llamar la atención por medio de invenciones como esas. Sí, tal vez ha sido la imaginación que otra vez juega una mala pasada, y muy mala, así que – siempre sin abrir los ojos – tomo una píldora que me dormirá en unos minutos. El psicólogo se lo dijo, que todo era fantasía, que nadie levantaba las sábanas de su cama porque vivía sola y que por eso nadie podía golpear los muebles o encender su televisión, que era más probable que lo hiciera ella en un estado de subconciencia. Todo tenía sentido, después de todo el experto es él, pero todavía seguía despertándose con la televisión encendida, y se acuerda muy bien que un día había un papel con unas letras mal escritas que no pudo reconocer. Sí, es mejor dormir, y no pensar en ese tipo de cosas que sólo le hacen retrasar su sueño. Debería pensar en algo más lindo, una escena de alguna película, o una de las escenas que gusta de inventar, pero en ese momento no puede hacerlo. Siente que alguien se sienta sobre ella, y es que la esencia pérdida que esta persona no puede definir y menos caracterizar sigue insistiendo para llamar su atención. No puede entender cómo intoxica su cuerpo para no abrir los ojos, ni cómo puede creer a un sujeto que le cobra dinero por cada media hora para que le diga cosas lindas que la calme. Sí, está aquí pero se niega a verle. La frustración hace que la esencia se baje de ella y comience a jugar con un espejo, moviéndolo de lado a lado, mientras esa persona que tanto buscaba continuaba imaginando alguna escena que le agrade. En ella una mujer grita a su pareja, le grita porque la ha dejado embarazada y porque siempre es descuidado y por su culpa tiene que ser ella quien sufra de dolores de parto. Él debería estar en su lugar, claro está, pero el pensamiento de la mujer se esfuma en cuanto le viene otra contracción y debe aferrarse a su mano. Allí está él dándole apoyo y olvidándose de los gritos de la mujer a la que quiere. Ojala la persona que está en la gran cama de la gran habitación tuviera alguien como ese hombre porque así no tendría tanto miedo al ver que sus pensamientos se trastocan y se vuelcan hacia la muerte. Su corazón late con fuerza y opresión, se ha angustiado al pensar en lo que pasará al dormir, porque para ella la muerte es como dormirse, pero por la eternidad, y los sueños pasan a ser la reencarnación, o su consciencia navegando en un nuevo mundo que todos conocen como cielo. Pensar en la muerte le aterra así que vuelve a concentrarse en la pareja, ¡Pero oh! Craso error ha cometido al abrir los ojos. Sin embargo se siente aliviada al no ver nada, sólo la luz del exterior que se cuela por su pequeña cortina que no alcanza a cubrir toda la ventana. No puede decir que es un alivio, porque puede ver con detalle su habitación, y si apareciera cualquier cosa, se aterraría. Para ella es mejor la completa oscuridad, no ver ni su mano ni sentir nada, y así volver a dormirse sin miedos. Pero la luz entra, así que a la boca de ella entra otra pastilla. ¿Por qué le cuesta tanto dormirse a pesar de las pastillas? No es conveniente detenerse a pensar en ello, sino la sonrisa que una vez se hubo torcido, se contorsionará hacia una expresión de alegría, y asomado a su rostro, no le quedará más opción que acariciarle. Y el recuerdo de la muerte vuelve a ella, la sensación de ahogo y angustia crece con cada segundo, vuelve a tragar una píldora y se aprieta el corazón y los párpados. No reza, pero habla para sí misma para calmarse. No, la muerte no debería asustarme, porque la muerte no es más que el tránsito a otra vida en la que el cuerpo no es necesario. Debe ser algo terrorífico, aún así. El no saber qué hay después de la vida es simplemente terrorífico. Terrorífico porque nadie tiene una respuesta exacta a lo que viene después de la vida, cuando se cruza el umbral de la muerte. Su consuelo son dos cosas: que la vida es tan corta comparada con la eternidad que no vale la pena esforzarse en ella, y que además, si Dios existiera, éste no le daría una vida feliz porque sino nunca creería en el cielo, ni en la reencarnación ni en él mismo. Dios es egocéntrico, ¿no? Pero decirlo en voz alta sería altamente ofensivo, así que sólo se queda en sus pensamientos.   Ah, y no olvidar la sombra extraña que de pronto ha aparecido junto a ella, tomando las pastillas y ayudándola a depositarla en su boca. Ya van varias más, pero por cierta razón ella perdió la noción de que sólo debía tomar dos para dormirse. Y allí está el resultado… Un sueño eterno mientras observa su cuerpo del otro lado de la cama.
El sueño nocturno
Autor: Camila Jara  485 Lecturas
La calle. Nunca antes recuerdo haber estado aquí mientras la luz de la luna no existe, mientras un manto de nubes cubre el cielo, volviéndolo violeta. Lloverá pronto. Las lágrimas caerán pronto, tal como los pétalos de los árboles.   Me gustaba esa calle. Los árboles ya florecidos la rodeaban pero oscurecían todo a su alrededor, incluso los rostros de las personas, tan sospechosas como mis propias manos.   Tomé una pequeña flor de uno de esos árboles. Tenía cinco pétalos rosas, a los que confiaría mi futuro, la casi invisible ilusión de mi corazón. El primer pétalo salió con una calma que sólo sentía mientras caminaba bajo el sol. Sentí a lo lejos los pasos de alguien desconocido, pero no tenía pruebas. Observé su sombra.   El segundo pétalo. Aún no me importaba demasiado, pero cada vez sentía más cercano el calor de ese desconocido, su sombra me seguía. Apresuré el paso, esperando que todo acabara pronto, pero a la vez, recordé que en casa me esperaba una sopa que no querría beber. Deseé que ni esa flor que comenzaba a morir en mis manos, ni esa sombra, estuvieran decidiendo mi destino. Sabía que si miraba hacia atrás, la muerte llegaría a mí, que terminaba con esta flor, el fin llegaría.   El tercer pétalo. Exactamente la mitad. Ya no sabía que pensar. Veía con claridad la sombra y el brazo que se levantaba. El cielo parecía aún más oscuro o quizás sólo mi vista estaba empañándose. El tercer pétalo me marcaba con un estigma, no había amor, tampoco había odio.   El frío me inunda. El cuarto pétalo llega como un cristal en mi pecho. Odio. Odio. Odio… esperaba que pudiera tener otra opción, pero no la tenía. Tras de mí había un hombre que lloraba enfadado, en su llanto acababa con su venganza. Sé que en la flor sólo quedaba un pétalo, pero no pude continuar. La caída fue suave, pero el impacto de la daga en mi pecho me impedía todo tipo de movimientos. La flor había muerto, la lluvia que acabaría con todos los nuevos brotes comenzó a caer.   -Se supone que me quieres… -   El quinto pétalo era el decisivo. Me quería, pero a la vez, no soportaba que siguiera con calma mi camino a ese hogar donde me esperaban con una sopa caliente, que detestaba, pero debía aceptar.   A mi lado los restos de la flor descansaban. Cada movimiento que me acercaba a ella era como las ventiscas de invierno, sin embargo, la alcancé. Sentía esa calidez, sentía que ya todo había terminado. Era el fin. El fin del camino, el fin de la flor que me indicaba un falso amor, era el fin de ese hombre, era mi propio fin.
Estoy de pie. Llevo dos horas así… Dos horas imaginándolos muertos. Son horas de felicidad para mí, está oscuro, tengo miedo de la muerte, de la oscuridad, del mismo miedo que siento, pero todas me ayudan a llevar a cabo mi maléfico plan. Ah, el olor de la sangre es único, incomparable, sublime. Quiero más.   -Cambiaste   -Lo sé. ¿Por qué olvidé?   -Bloqueaste recuerdos dolorosos.   -Lo mismo dijo ella.   -¿Ella?   -¿Por qué antes sonreía?   -Por qué…   Maravillosas sonrisas, como la forjada por mí en la oscuridad, apenas perceptible por el brillo de mis sanguinarios ojos. La luz de la roja luna, está llorando sangre, como mis manos.   -¿Por qué?   -Porque los odias   -¿Por qué?   -¿Por qué? ¿Por qué te hicieron daño, no?   -¿Por qué veo sangre?   -Porque estás loco.   -Define lo loco…-   -Nunca iré a verte.   La llamada se cortó. Sólo sentía el sonido del teléfono.   Esa noche le hice el amor. Apagamos todas las luces, salvo mis ojos, que contemplaban su cuerpo. Me levanté, me quedé de pie por dos horas.   -¿Qué haces?   -Te imaginaba muerta.   Sí. Mis dedos lloran, dejan caer su sangre…
La sangre de mis dedos
Autor: Camila Jara  391 Lecturas
Vivíamos muy lejos uno de otro. Ella vivía al menos a una hora de camino desde mi hogar, y es cierto, su casa estaba más cercana a la de su novio, sin embargo, eso no impedía que pudiéramos dormir juntos, al contrario, sólo se opacaban las sospechas.   Mi hogar, mientras tanto, se alzaba en lo alto de una quebrada. Tenía una hermosa vista al mar, pero en invierno temía que una ola o un tifón pudiera llevársela, era como si estuviera emplazada en medio de la arena, pero ella, con sus suaves manos, me aliviaba. Sí, su voz también era como un calmante, pero siempre preferí sus manos que con tanta agilidad recorrían mi cuerpo y apresaban mi corazón sin dañarlo.   Hasta ese momento no sabía lo que sentía por ella. Mis amigos más cercanos me decían que tomara una decisión pronto, de lo contrario, mi amante se marcharía con su novio… Era ilógico que me dijeran que la tomara para mí y que no apoyaran a nuestro otro amigo, aquel que era engañado, y aunque creo que todo lo hacían para salvarlo, no dejaba de ser ilógico.   -Oye, ¿Por qué se te ha ocurrido vivir aquí? – Quien hablaba era mi amigo de toda la vida, el único que conocía parte de mi pasado. La otra parte la conocía ella.   -¿Que por qué vivo aquí? – Me quedé pensativo y ambos agitamos nuestras copas para beber. Yo di un pequeño sorbo a mi bebida y carraspeé. Le dije que era muy probable que lo hiciera por simple gusto.   -Te gustan los riesgos…-   -¡Todo lo contrario! Si vivo aquí es justamente para evitar los riesgos, ¿No te parece que al vivir tan lejos, Nagano no sospecharía? Sólo hay una manera de que él nos descubra, y eso sería cuando ya estemos muertos por la caída de esta quebrada.   Por supuesto que eso nunca se cumpliría. Vivía en una quebrada y me asustaba con cada tifón, pero ella me hacía comprender con sus caricias que nunca pasaría algo así. Nada podía destruir a un acantilado que se erguía en el fin de aquel lejano país y obviamente, nadie podría terminar con la relación que existía entre nosotros. Quizás haya sido pura confianza o egocentrismo, pero lo cierto es que no nos separaríamos, ni siquiera un tifón lo conseguía, sólo nos unía más. Ella escapaba de las manos de su novio y caía a mis brazos durante los tifones.   -Eres el único loco que vive en lo alto de un acantilado y se acuesta con la novia de uno de sus amigos. ¿Sabes? Yo te mataría si hicieras lo mismo.   -¿De verdad?   -¡Claro! A mí me interesa mantener relaciones serias, y si te acostaras con mi novia…-   -Si me acostara con tu novia, ella no sería nada seria. ¿Acaso me tomas por un hombre que anda por las calles buscando con quien acostarme? Sólo lo hago con ella, porque yo la vi primero, porque él le dio lástima y yo no me atreví a declararme.   -¿Es decir que prefieres acostarte con ella y engañar a tu amigo antes que declararte? Qué cobarde… Como sea, cobarde o no, deberías ser más serio, casarte, tener hijos y todas las cosas que deberías hacer a tu edad, sino pronto tu cabeza estará más blanca que la nieve y tu piel tan arrugada como la de un elefante.   Esa pregunta estaba de más. No sabía si la quería tanto como durante mi adolescencia, tenía claro que disfrutaba dormir con ella y sentir sus caricias y su voz mientras afuera llovía y el viento soplaba con la suficiente intensidad para romper gruesas ramas de los árboles y guiarlas a la playa. Mi amigo tenía razón en el hecho de que debía ser un poco más serio, pero me agradaba la vida que llevaba, y creo que a ella también, así que no tenía que tomar decisiones.   -Si fuera más serio… No tendría hijos de ser más serio porque pensaría en mi trabajo y en el de mi esposa, ¿no? – Reí brevemente y observé mi copa, el hielo se había derretido a una velocidad considerable a pesar de que era otoño, eso me hacía pensar en mi linda Yuki.   -Lo cierto es que es más conveniente dejar que los chicos vengan cuando sea el momento, algo así como si lo dejara en manos del destino, o Dios, como quieras decirle. Tal vez todo esté en manos de Yuki.   -Pues quizás esté en manos de su amado novio.   Él suspiró pesadamente, seguro pensaba que nuestra relación oculta no duraría mucho, en especial porque su novio aparecería, me golpearía y la ataría a él por venganza. Vaya tipo, no sé cómo ha entrado a mi grupo de amistades, pero allí estaba, y mi amigo más cercano, suspiraba preocupado por mí mientras las estrellas inundaban el cielo. Ambos observamos aquella imagen, muchas veces lo hacíamos, pero aquel día parecía especial, por lo que me invitó a ir a la playa.   -¡Vamos! ¿Por qué me lo has pedido hoy? ¿No escuchas los reportes meteorológicos?   -Pues todos están equivocados, ¿Puede haber un tifón en otoño? Mi intuición me dice que son tonterías… No, no es intuición, ¡Es sentido común! Deberías ver el cielo una vez más, las estrellas brillan más que nunca y por lo que veo… El mar está calmado.   -Ella viene…- Reconocí con algo de vergüenza, no por el hecho de reconocer que ella vendría, sino que porque eso, sumado al tifón, me hacía quedar como un completo cobarde.   -¿Nadie te ha dicho que estás enamorado? Quítasela y ya, todos terminarían felices, nuestro Yoshiyuki no es tan posesivo como crees.   Ojala fuera así, pero ella me comentaba muy seguido cómo era el verdadero carácter de su novio. No es que fuera un hipócrita, el problema estaba en que él se ponía celoso por sus mujeres y no por sus amigos. Si alguien insultaba su virilidad, seguro caería por su monumental fuerza.   Vi cómo mi amigo se marchó, la puerta se cerró tras de sí y de inmediato, mi cuerpo tuvo que soportar un escalofrío. El cielo sin duda estaba claro como cualquier noche de verano, pero yo sabía que venía un tifón. No sólo me lo decía el reporte meteorológico, me lo decía mi sentido común.   Aún bebía cuando ella llegó. Sentí su largo cabello desplazándose por mi torso mientras ella me abrazaba por el cuello y no pude evitar acariciarlo. Siempre comenzaba de esa forma. Lo acariciaba y lo besaba, sentía su aroma, que para mí era especial a pesar de que usaba un jabón muy común, y clavaba mi mirada en sus bellos rizos casi rubios. Cualquiera hubiera pensado al verla que era una de esas chicas que tinturaban su cabello, pero el suyo era así, casi rubio por culpa de su madre americana. Ella decía que lo detestaba, que hubiera preferido tenerlo más oscuro, pero a mí me volvía loco.   -¿Ya estás asustado?   -Me perdí en tu cabello…-   Siempre me perdía en su cabello, y cada vez que ella hacía esa pregunta, mi respuesta era la misma. Quizás pensaba que era una excusa, pero era la verdad más verdadera que pudiera existir. Tras ver su cabello, mi vista se cruzaba con la suya, en mis ojos se reflejaba el azul grisáceo, herencia de su padre, y en los suyos apenas se veía una mancha café, casi negra. Sin embargo, en ambos se percibía la misma pasión, quizás el mismo sentimiento. Cuando nos mirábamos a los ojos por demasiado tiempo, el siguiente paso era ir a mi habitación, besarnos y rendirnos mutuamente, pero si alguno desviaba la mirada, acabábamos hablando de cosas triviales por mucho tiempo, hasta que el sueño nos embargaba y caíamos a la cama, no sin antes entregar nuestros cuerpos. Aquel día, ocurrió lo primero.   Nos observamos fijamente, nuestras miradas parecían mezclarse como la arena y el mar, y pronto, tras sonreírnos, ella, quien gustaba de tomar la iniciativa, se sentaba en mis piernas y me besaba. Amaba esos labios, nunca dejaban de tener un sabor dulce, y a mí me encantaba lo dulce, por eso, tras besarla, la observaba por segunda vez y volvía a besarla, mientras mis manos bajaban por su cuello, el cual acariciaba para sentir la suavidad de su cuerpo, y ella, como si fuera mi sombra, me imitaba hasta que decidía quitarme la camisa y la corbata, en caso de que aquel día hubiese trabajado.   Conocíamos nuestros cuerpos casi a la perfección. Nos conocíamos desde hace… ¿Cuánto tiempo? ¿Unos siete años? No, un poco más, pues habíamos estado juntos en el instituto. El punto es que durante la universidad, mi amigo se la llevó y yo me quedé como tonto, pero pronto terminé besándola sin decir siquiera un “me gustas” como en una declaración juvenil. Ella correspondía cada vez que yo la besaba y pronto terminamos recorriendo nuestros cuerpos, como ese día. Por eso, no me sorprendí al acariciar sus pechos o al tocarla por lo bajo. Yuki tampoco se sorprendió al sentirme sobre ella, obligándola a rendirse. Le gustaba tomar la iniciativa, pero yo sabía que también le fascinaba que la sometiera, por llamarlo de una forma. Siempre terminábamos completamente sincronizados, tal vez eso se pueda considerar como parte del mismo destino que nos unió, y siempre, siempre la abrazaba, ella también lo hacía… Nos enredábamos entre las sábanas, cerrábamos los ojos y hablábamos.   -¿Tanto te asustan los tifones?   -¿Has pensado que puede ser una excusa para que estés a mi lado?   Ella rió. Mis palabras tenían sentido, pero eran una mentira, y ella era muy buena descubriendo las mentiras.   -Durante el Instituto, cuando nos decían que regresáramos a casa porque se acercaba un tifón, tú temblabas.   -Me asustan desde que leí la historia de un chico que desapareció en la playa. Es probable que no me asuste el tifón en sí, sino pensar que podría morir en la playa por ser descuidado y salir mientras esté bajo el ojo del huracán.   -Tú no eres tonto, y los que no son tontos se mueren a los veintiún años, a los veinticuatro, o cuando son ancianos. Me gustará verte cuando seas anciano…   -Yo también quiero verte cuando seas una anciana llena de nietos.   Aquella conversación estaba tomando un rumbo que ya conocía. Ese era el momento en el que podía declararme y así ella no volvería a los brazos de mi amigo. No hablé más, pues esperaba su respuesta, pero cuando lo hizo, me sorprendió.   -Quiero casarme…-   ¿Qué podía decir a eso? Obviamente no hablé, sino que me acurruqué en su pecho para sentir sus manos recorrer mi cabello y mejillas, ella me atrapaba con sus caricias.   -Oye, ¿Con cuántas mujeres te acuestas? ¿Con todas las novias de tus amigos?   -Sólo contigo.   -Me quiero casar…-   -¿Estás asegurándote de que tenga a alguien con quien dormir cuando te hayas ido? ¿Por eso me preguntas por mi miedo a los tifones o por las mujeres con las que tengo sexo?   -Estás loco.   Yuki se enfadó, pero no se daba cuenta de que yo también estaba enfadado. ¿En todo ese tiempo no había notado lo que sentía por ella? Si decía con palabras claras lo que quería, yo hubiera aceptado sin objetar, pero no hablaba, y yo, como un tonto, la imitaba al no decirle lo que sentía, y aunque estábamos tomando el camino del enfado, ella no se marcharía, afuera el viento ya estaba soplando y el cielo tomaba un tono violáceo.   -Oye…-   -¿Qué pasa?   -Te he dicho que me quiero casar. Lo que te pregunté era para confirmar mi deseo…-   -¿Y te vas a casar con ese celoso?   -Lo comprendo, todos somos celosos. Por ejemplo, yo me hubiera puesto celosa si en vez de decir “Sólo contigo” hubieras dicho “Sí, me acuesto con otras mujeres”. Puedo parecerte muy segura, pero también soy un poco débil.   -¿Te vas a casar con él? – Insistí, aunque ya no estaba molesto, sino que la melancolía, algo parecida a la que me causaban los tifones, llegaba a mi corazón. Sí, estaba descubriendo otra verdad.   -Si tú quieres.   -¿Depende de mí? Entonces, ¿Qué tal si te digo que me casaré contigo y te haré el amor todas las noches hasta que quedes embarazada?   -Aceptaría.   -El tifón nos va a azotar con más fuerza si se entera de lo que quiero hacerte.   -Pues que venga, estamos juntos y yo te doy el valor que tú no tienes para afrontar los tifones.   Hablaba con demasiada seguridad. Aunque dijera que a veces era débil, no me lo podía creer, después de siete u ocho años juntos, sabía que no existía la debilidad en ella a pesar de que podía ponerla celosa. Esa mujer me encantaba, por eso volvía a recorrer su cuerpo para que el destino nos concediera un hijo y para que el tifón me golpeara, destruyera mi casa y se enfadara. Sí, era cierto que la amaba aunque no se lo había dicho, y era cierto que temía a los tifones, pero él nunca habría ganado el corazón de una mujer como ella.
El Tifón
Autor: Camila Jara  396 Lecturas
Una flor crece sobre la tumba de un hombre. Una anciana la observa perpleja y la arranca con todo el odio que ha llevado en su corazón por tanto tiempo. Se pregunta con el mismo odio quién ha sido capaz de plantar una flor tan horrenda, una flor… a él, a su esposo. Frunce el ceño, su rostro luce como la corteza de un árbol tan viejo que se cae por su propia cuenta, y empieza a caminar con la velocidad de un ave herida, como si supiera que pronto su bastón se rompería por los años de uso. -¡No puedo imaginar quién es tan miserable para poner una flor!   Es una flor de otoño. Roja y de largos pétalos, roja y sin sangre ni espinas, una patética flor que cualquiera odiaría al verla sobre la tumba de un anciano. Cualquiera, pero ella no la odiaba por ser la flor de los muertos, no la odiaba por revivirle el recuerdo de su esposo muerto. La odiaba porque alguien más la había plantado y no sabía quién era el culpable de algo como eso.   -¡Patética! ¡Patética flor!   Un paso, sintió que alguien la seguía. Dos pasos, ya no había alguien tras ella. Tres pasos, su bastón se rompe y rezonga orgullosamente pero con cierto toque de frialdad. Claro, ya suponía que el bastón se rompería tras golpear la tumba del esposo que la engañaba y no tenía el valor para morirse joven.   -¡Una flor tan patética como tu amante!   Cuatro pasos, el viento sopla con intensidad. Cinco pasos, comienza a descender por una escalera infinita mientras su piel se eriza por la fría brisa primaveral. Seis pasos, el sol no calienta como debería, aún se aferra al invierno y la hace temblar.   -¡Qué tonta florecilla! No sabe dónde está su lugar. Ya debería estar muerta…-   Se detiene en medio de la escalera. Está cansada, tenía frío y no puede seguir sin su bastón. Odiaba a su esposo ya muerto, si no hubiera sido un cobarde, ella habría conseguido un nuevo esposo apenas él muriera, pero vivió hasta que la vejez le impidió seguir adelante. Bufa al pensar en ello.   -¿Y dónde estás ahora? Quemándote con tu amante, la florecilla esa.   Estaba celosa, no podía negarlo. Odiaba a esa mujer pálida y de mejillas sonrosadas, de grandes ojos negros y largo cabello oscuro. La odiaba porque le había quitado su esposo, le había quitado sus deseos de morir joven. Y él, ¡Aferrándose a la vida por ella! Qué tonto era, no moría para seguir a su lado, impidiéndole a su esposa ser feliz.   -Ojala se hubiera muerto antes… Me habría casado ¿Por qué él logró tener una amante y yo no? Todos dicen “Nadie va en serio con las mujeres casadas” ¿Dije alguna vez que quería algo serio?   Sigue descendiendo por la escalera, que ya luce finita. Seis, siete, ocho y nueve pasos, aún le falta tanto, pero ya estaba cansada. Bufa una vez más, no quería seguir viviendo, los ancianos siempre estaban solos después de llevar tanto tiempo casados con alguien más. Y así, sigue bajando hasta ver una casa de madera enorme. Su propia casa, el único lugar en el que esa flor no llegaba.   -Mía y de nadie más.   Soltó una sonora risa. Su voz sonaba realmente perturbadora por el paso de los años.   -¡Allí las flores patéticas no llegan!   Entra a la casa y se apresura a tomar un asiento junto a una ventana que da hacia el sur, la tumba de su esposo estaba en el oeste. Observa el paisaje que la ventana le ofrece, no le parece lindo, ya está oscureciendo y odia las noches.   -¡Te ibas con ella por las noches!   Dirige su vista a un gran reloj que la vigila con los mismos ojos de un gato negro o un corazón delator. El reloj que ella observaba años atrás, cuando aún era bella y esperaba la llegada de su agotado esposo. Los días en que aún podía sentir pasión o algo más parecido al amor. El reloj que de pronto comienza a retroceder el tiempo, sus agujas se mueven a la inversa, asusta a la mujer quien siente un vuelco en su corazón. Un segundo menos, dos minutos menos, tres horas menos, cuatro días menos, cinco meses menos, seis años menos y allí está su esposo.   -¡¿Por qué no te mueres con tu florecilla?!   -¡Ah, mujer! ¡A este paso nunca voy a estar en paz!
Flor de Invierno
Autor: Camila Jara  395 Lecturas
Se abre un abanico y se sella el pacto. La danza comienza en medio de la desazón… Se abre un abanico y se sella el pacto. La danza comienza en medio de la desazón con el inicio del koto que cuerda a cuerda, se estira y se desgasta mientras el lamento plasmado en sus notas repercute en el corazón de quien despliega una danza de emociones profundas que no logra sentir, pero a la vez se mantienen en ella, rasgando poco a poco lo que cree tener. Tras de sí, dos mujeres de semejante destino, eso piensa ahora, entonan la melodía que a ratos suena descoordinada del ritmo marcado por las cuerdas del instrumento, sin embargo, todos están embelesados observándola, sin prestar atención a lo que las otras mujeres cantan, por eso, aunque se equivocaran con una palabra o desafinaran, nadie lo notaría pues sus vistas continuarían fijas en el abanico que se abandona en el aire y vuelve a refugiarse en una fría mano de delgados dedos, sometidos al constante entrenamiento para fortalecerse. A menudo recordaba mientras ejecutaba aquel paso, los días de invierno en que se sentaba en la pasarela y miraba la nieve caer y acumularse de la misma forma en que lo hacía el dolor en su cuerpo, pero ella estaba agradecida de estar allí, frente a seres insaciables de placer estético, y no frente a otros que buscaban algo más. No obstante, mis palabras parecen haber confundido a quienes leen el relato de quien ejecuta movimientos pausados, ajenos al alma corrompida y lastimera que sonríe para sus espectadores. No, ella no es una geisha, es una mujer que se ha perdido en las cavilaciones de un violín. Qué desgarrador es el sonido del violín una noche de primavera en el que el brillo de una luna amarilla opaca las blanquecinas estrellas. Parece un suceso lejano, pero sólo ocurrió hace unos meses, cuando la noche de primavera particularmente fría se erguía para esconderla de los rebeldes que la guardia nacional de la capital persiguen a diario. Las calles vacías eran el refugio perfecto para ella, quien continuó caminando, perdida por la falta de señales fáciles de hallar a la luz del sol. Atravesando puentes que propagaban el movimiento del agua a sus pies, llegó frente a un árbol embrujado al que todos le temían, y esa noche particularmente fría en la que el viento transmitía mensajes de amantes prohibidos por la promesa de la gratitud a otros, éste sopló con la intensidad del aire que se le imprime a una flauta de hermoso sonido, y los agradables pétalos del árbol embrujado impactaron los oscuros ojos de la joven. No era sin embargo, el sonido de una flauta lo que escuchó, sino el de un violín desgarrador, oculto en medio de la locura. El ritmo de la melodía era distinto al del koto, pero en ambos persistía la oscura sensación de la tristeza de quienes se han separado. Es impresionante el destino de quienes juran estar juntos a pesar de las contradicciones de la virtud que los obligan a seguir caminos distintos, y mientras ella bebía una copa de sake junto a la familia de su futuro esposo, pensaba en su futuro. Así habló con la primera mujer, la cantante Sumomo, que debido a su notoria seriedad, idéntica a la de los monjes que se niegan a los placeres, continuaba despierta y lúcida cuando otros continuaban bebiendo en medio de la alborotada celebración. Esta es su historia. –Señorita Sumomo, he escuchado que usted se ha casado…– –Ah, eso…– Menciona al momento en que la segunda cantante decide interpretar una nueva pieza de la shakuhachi, recibiendo los aplausos de la multitud asistente. A continuación, se dispone a hablar con seriedad y extraña sinceridad, sin alarmarse por ser demasiado habladora, pues es una situación en la que todos se liberan un poco de su propia rigurosidad. »Mi historia es aburrida y digna de recibir críticas por mi conducta reprobable. Me tomaré la atribución de hablar más de la cuenta, de lo contrario quizás usted pensará que todo mi accionar se ha debido a malos entendidos, pero ciertamente la culpa ha sido mía. Comenzaré describiendo el lugar del que provienen mis padres, ellos son de Kyoto como sus padres y sus abuelos. La antigua capital del Japón es conocido por ser un valle rodeado por montañas y cruzado por dos ríos, en otoño recibe gran cantidad de turistas por sus hermosos paisajes en los que los arces se tiñen de diversas tonalidades de marrón e incluso rojo y amarillo. La luz del sol en las aguas, con la llegada del amanecer y la entrada del atardecer, opaca cualquier oscuridad, y las nubes se abren a diario para dejar ver tal brillo, no pueden evitarlo. Como usted imaginará, es un lugar idílico para vivir, pero mi padre es un samurai empobrecido y ya no teníamos como mantenernos, sólo nos quedaba el honor propio de nuestro apellido, que cualquier familia que se ha enriquecido de mala manera anhela para que la sociedad le tome estima, así que decidieron casarme. El problema de esto, es que debido a que siempre había estado en Kyoto, yo deseaba ir a otros lugares, como Edo, por lo que un día escapé. Al anochecer del nueve de noviembre, huí con dos kimonos, mi koto y un poco de dinero, lo que había conseguido en unos pequeños trabajos, todo antes de siquiera conocer a mi esposo. Fallé a mis padres, que quizá ahora han muerto por la pobreza, sumidos en la nostalgia de un pasado al que ya es imposible regresar. »Ese es el comienzo de mi historia, en la que yo no pensé en mi familia ni en el honor que debí tener como la hija de un samurai. La idea de conocer otros lugares y no desposarme con cualquier hombre me guiaban a caminar a diario aunque mis sandalias se rompieron y debí continuar sin calzado, y aún cuando, en noches frías como éstas, u otras lluviosas, me encontré en la obligación de continuar, pues tenía que mantener el honor sobre mí misma, que era lo único que me quedaba. Era una vergüenza para los míos, sin embargo, para recompensarles y demostrarles que mi falta sería pagada a través de mi esfuerzo, yo caminé aunque lloviera. Por supuesto, no portaba sombrilla alguna, pues el agua es signo de purificación, y yo debía purificarme con la fría agua que caía cada noche, mientras a mi derecha el alma de un ser me seguía con su lámpara encendida, y a mi izquierda, los bandidos me acechaban. »El camino a Edo es tortuoso, y caí muchas veces, haciendo que el kimono que portaba se convirtiera en un estropajo cuyo único fin es el de convertirse en un paño para encerar el suelo y las barandas, pero yo me negaba a cambiarlo por alguno de los dos que llevaba en mi espalda, esos estaban reservados para una ocasión en la que ya no fuera necesario recompensar a mis antepasados por mis faltas. Sin embargo, yo no sabía cómo pagar de otra forma que no fuera la muerte, así que iba predispuesta a conseguir un empleo con el que pudiera costear una daga que pudiera darme una muerte honrosa. Pensando como cada noche en esos asuntos, un día hallé la luz de la ciudad de Edo y entremedio de los árboles y matorrales del bosque cercano al camino, un bandido me encontró, atrapando mi cuello con su espada justo en el instante en que veía más cercano mi propio sueño. Qué vergüenza es para mí pensar que moriría antes de llegar a Edo, inundando aún más a mi familia y a mí misma en el deshonor. No es correcto que lo diga pues estoy mancillando la imagen de una persona al hacerlo, pero el bandido, un hombre de cabellos canos, moreno por el sol y sin dentadura, era repugnante. Incluso su aliento me hacía desear una muerte rápida. »Bajo la luna, y ya con la clara idea de morir observando el lugar al que había deseado llegar, comencé a ser ultrajada, pero no debo dar detalles sobre un acontecimiento tan grotesco como aquel, ni quiero continuar ensuciando la imagen de un muerto. Mientras mi deshilvanado kimono iba desplazándose sobre mis hombros, el brillo dorado de la luna atravesó su garganta, y un lirio rojo cubrió mi cuerpo. Nos conocimos con el sonido del aire en nuestros oídos. Sus penetrantes ojos se clavaron en mi desnudez, a cambio yo cubría mi cuerpo con lo que pude a la vez que intentaba excusarme con los retazos de una voz temblorosa. Él fue un hombre amable pero no tenía lealtad por nadie ni nada, no respetaba a su familia y había olvidado incluso su verdadero apellido, por lo que yo sentí la necesidad de transmitir mi sufrimiento oculto tras abandonar a mis pobres padres y trabajar sólo para mí pues sabía que él no me juzgaría a diferencia del resto del mundo. Comencé a trabajar para él, le seguí a cada lugar que visitó y en invierno, regresábamos a refugiarnos en Edo, en su cas, cercano al lugar donde nos conocimos. Todos los que supieron la noticia de mi matrimonio y al oír mi historia me han juzgado como la hija que no sabe lo que es el respeto hacia los padres. Es cierto, no tengo valores para vivir como el resto, pero guardo lealtad hacia mi esposo quien salvó mi vida. Tras ellas, la música de la shakuhachi continúa. Es un sonido acogedor, cálido, pero no pueden sentirlo, pues están enfrascadas en los recuerdos de la mujer, que cuenta con estoico desconsuelo cómo perdió su honor. A su lado, quien antes abría un abanico, reflexionaba sobre su actitud. ¿Había sido realmente un error? Tiempo atrás el sonido del violín la había hecho dudar también de lo que era un error y lo que correspondía a las buenas actitudes que debía mantener para con su familia, y sin embargo, se encontraba atrapada en un salón donde la música difuminaba cada centímetro de su cuerpo y su conciencia. Casi podía sentir el calor que la atrapaba entre redes de sinceridad y lealtad que deseaba deshacer como las telas de las arañas, aún si eso implicaba perder la visión. Recordó con la voz de la señorita Sumomo, que comenzaba a entonar una melodía a pedido de los asistentes, que ella había cantado hace muy poco tiempo a alguien, a ese alguien que manipulaba el violín, alguien distinto de quien sostenía la mano en ese momento. Con un sonrojo de sus mejillas, ella se apartó de ese alguien y observó el jardín expuesto por la puerta corrediza. Al compás de los sonidos, una luciérnaga daba brincos entre las hojas de los arbustos de hortensias cubiertas de rocío, como sus mejillas antes ruborizadas, y como su corazón, que, imitando al pequeño insecto, intentaba desbocarse del pecho de la joven, que se mantenía pensativa en aquella noche. Una vez más, la luna iluminaba el cielo, donde las nubes intentaban opacarla, aunque ésta, más esplendorosa que nunca, incluso formaba un arco de resplandor a su alrededor. En la tierra, sin embargo, aquella luz se convertía en las oscuras formas de las sombras de dos personas que se ocultaban de los rebeldes. El ataque del Clan Satsuma sería contenido por los Shinsengumi, quienes rondaban por las calles rápidamente, impidiendo que nadie les viera, aunque ellos, esas sombras ocultas entre las ramas de un árbol, inevitablemente escuchaban los murmullos de una batalla en la que no deseaban participar. –Disculpe, yo no he debido involucrarme con los rebeldes ni con los Shinsengumi, pero mientras caminaba entre las calles, ellos me vieron. –Hoy hace más frío de lo usual, ¿No lo cree? –Ah, sí…–Ella se cubrió los labios y desvió la mirada. El joven de cabellos claros no parecía ser japonés pues ni siquiera parecía enfadado por su conducta, impropia en una dama, que en vez de escapar por la noche, debía mantenerse en su hogar, practicando el koto. No le quedaba duda que el sonido de su instrumento era mejor que el de las espadas. –Usted… Señor… – Le dirigió una sonrisa, como si intentara calmarse sobre las ramas del árbol embrujado con la esencia del joven – Usted no es japonés, ¿No es así? –Me ha descubierto… Por favor, no revele mi identidad, de lo contrario… – Se cubrió los labios sombríamente – De lo contrario me matarán. La cercanía era sobrecogedora, como si el viento de primavera se hubiera convertido en una brisa de verano, imperceptible y calurosa, pero llena de los aromas propios del sol y las hojas. Ella respiró profundamente, inclinó el rostro y se dejó llevar por la melodía del violín que las espadas opacaban con el frío del metal. Hasta el amanecer, hasta que los dedos del joven perdieron toda su fuerza y los rayos del sol despertaron su verdadera identidad y los cabellos dorados, tan hermosos como esos mismos rayos, cayeron sobre su hombro derecho en el que ella se apoyaba sin reparar en su conducta. Poco le importaba que pensara, nunca más volverían a verse. Los aplausos convenientes tras un digno espectáculo de la segunda mujer, interrumpieron cada uno de los recuerdos de la joven, quien suspira y se levanta con precaución, cuidando sus pasos y movimientos. De cerca alguien la vigila con ojos atenazadores, cual cuervo se tratase. Esos ojos incómodos le siguen más allá de lo que implica una mirada normal, perdiéndose en los finos dedos de la joven y en especial, en las mangas del kimono que pronto dejarán de ser largas pero que por siempre permanecerán humedecidas con el rocío de sus opacos ojos. Sabe que ella está triste, que no deseaba sellar pacto alguno y que sin embargo debía respetarlo por el bien de sus padres y el respeto hacia sus antepasados. Costaba asumir los desafíos de la vida en aquel país tan duro con quienes deseaban no seguir las reglas. Un suspiro también escapa de esa persona quien observa el cuenco relleno de licor de arroz, y de paso, sus ojos. En ellos puede ver la traición de una amistad; su mirada arrepentida buscará el perdón en una daga escondida entre sus hermosas vestimentas, esas que tuvo que conseguir para unir a las dos familias en sagrado vínculo. Bebe el contenido del cuenco y se levanta, abandona la casa y se refugia en el jardín, desde donde puede escuchar una canción. Es la joven quien canta y deleita a todos con su voz; la señorita Sumomo se encarga de tocar para ellos, animados en la celebración que se aleja conforme ella camina hacia la salida, junto al puente que divide la hermosa casa de solemne oscuridad de la luz de las avenidas donde los rebeldes huyen y desafían a la guardia nacional. El ambiente, de distintas formas, es animado en la gran casa y en la hermosa ciudad de Kyoto, pero igualmente hay quienes sufren y derraman lágrimas como los gatos maúllan en solitario. –Siempre aparece cuando alguien tiene problemas, señor…– –Me interesa velar por su cuidado. Esperaba que usted, al hacer los preparativos de su boda, estaría tan preocupada como yo. –¿Puede tocar su violín para mí…? Siento que hoy es mi última noche. Los dedos del joven se posicionan uno a uno sobre las cuerdas, ubica el instrumento sobre su cuello, ya marcado por la intensa práctica y acomoda el arco. Una nota larga que llega al pecho de la joven, quien, aún cantando, siente una presión en él y la sensación de un llanto que necesitaba escapar de su garganta. ¿Cómo podía definir ella lo que escucha si su corazón, latiendo permanentemente, no le permitía escuchar más que a sí mismo? En esa noche clara, bajo la luna llena y lejos del árbol embrujado, el violín es opacado por los rotundos latidos de quien fuera el verdugo de la joven comprometida. –Ella no es su razón de ser. Usted no vive por ella y tampoco ella lo hace. Ustedes sólo viven, como debe ser. –No cuestiono la razón por la que vivimos, tampoco estoy molesto. Es sólo… que yo quería permanecer a su lado un poco más. –¿Sabía que usted es una persona detestable? Ya nadie cuestiona el amor, si es que alguna vez existió. –Y sin embargo te sientes culpable…– dice él, al fin con menos cortesía. Se trataba de su lealtad, para con ella y para sus compañeros de vida. La culpa derivaba de esa deslealtad que sólo podía remediarse por medio de la sangre. Con una limpia y brillante como la misma luna, anhelante de sangre como las cigarras que intentan aferrarse a la vida en un caluroso verano. Con la llegada del otoño, su vida es cortada por la daga. Que una noche de verano penetra en las carnes de una mente traidora. Frente a ella, conforme cierra sus ojos, aparece el árbol embrujado en que la joven, que baila una vez más en el interior de una sala, también ha sido embrujada, pero por un hechizo más doloroso y eterno, uno en que las lágrimas, no la sangre, son derramadas. El tibio aire de verano agita las hojas del árbol y el cabello de una mente traicionera se desata al caer el adorno que un día había sido un regalo. No son las manos de ella las que se enfundan en el líquido carmesí; son las de él, que no teme esa deshonra. –Si mis manos son ensuciadas con sangre sería indigno… vergonzoso para mi familia. –No logro entender la forma de pensar de los tuyos, apenas logro entender a los míos, sin embargo puedo ver tu muerte y sentir tu sangre traspasándome, y no me asusta…– –Quizás se traspase a ti mi mal karma. Es tu castigo por venir justo ahora…– El koto, que ha presenciado todos los actos de esa noche, vuelve a callar. Ahora fluyen las notas del shamisen, que no intentan animar la celebración pues canta para sí mismo. Allí está, no obstante, la señora Sumomo, demostrando su capacidad como bailarina, y en la pasarela, la baranda de madera fina y pulida es la encargada de oír las indefinidas notas del shamisen tocadas por una mujer, que entabla una conversación con ella, la joven cuya vida ha quedado pactada por los celos y la ambición, por la tradición y su naturaleza. –Así que finalmente te casarás. ¿Qué edad tienes? ¿Dieciséis? Ah, me parece que es una buena edad, aunque luces mayor… Tus ojos representan más edad, ¿Serán las experiencias por las que te ha tocado pasar? Sí, debe ser eso… Es triste, ¿no? –Si le soy sincera, a veces… No, a diario, deseo escapar. –¿Escapar? No digas eso…– Esboza una sonrisa. El shamisen se calla para observarla – Ven, te contaré una historia. »Yo llevaba una vida desafortunada. Mi hermana y yo sufríamos pues nuestros padres se habían olvidado de nosotras, es difícil de explicar, así que será mejor que imagines que ellos no nos buscaban esposos ni se preocupaban de nuestro bienestar, de hecho, ellos querían vendernos. Ambas pensamos en escapar. Sabíamos que no era correcto, que teníamos que esperar que las batallas internas terminaran para que nuestros padres decidieran prestarnos un poco de atención, pero lo hicimos una noche de invierno. »Nosotras vivíamos en la capital, y decidimos huir al norte, donde nadie nos buscaría. Vestíamos estropajos para que no se dieran cuenta de la posición social en la que nos encontrábamos, sin embargo, eran ropas cálidas que el invierno no podría abatir. Solíamos caminar durante el día, pues de noche los bandidos aumentaban; en esos casos, nos ocultábamos en el interior del bosque, aunque, debido a esos tropiezos, comenzamos a bajar de peso y perder belleza. ¿Sabes qué año era ése? A duras penas logro recordarlo, sólo sé que por entonces no necesitábamos una guardia especial para combatir contra clanes ajenos, y mucho menos contra extranjeros, aunque los había. Personalmente, los extranjeros me daban igual hasta que un día uno de ellos nos halló y se fijó en mi querida hermana. Tuve que ver cómo la seguía e intentaba conquistarla, mis manos estaban atadas, no podía interferir más que con mis palabras, no obstante, ella prefirió rechazarme e irse con él. Poco después apareció muerta y ultrajada en una ciudad cercana. »Mis padres hasta entonces habían estado buscándonos, y los rumores de las personas los atrajeron a nosotras, bueno, a mí y al cadáver de quien había sido mi hermana. Al verme, recibí una paliza, y ya entrada la noche, un abrazo de lástima. Cuando me preguntaron qué intentábamos hacer, yo expliqué la situación, y comprendí lo equivocada que estábamos hasta ese momento, pues huíamos del calor del hogar por la ausencia del calor familiar a cambio de más frialdad, pues el exterior es cruel. Como el invierno y la lluvia de las siguientes noches, o el hedor de las carnes de mi hermana al pudrirse a mi lado, así era el exterior, y por eso, yo debía permanecer en casa, con mi familia. No niego que aquel pensamiento fuera cobarde, pero… Depender de ellos era lo único que podía hacer después del terror de ver a mi hermana en las condiciones con que me la encontré. Yo tenía que estar en casa para que extranjeros como ése no me hicieran daño. »Supongo que te preguntarás lo que ocurrió conmigo una vez que volví a la lujosa casa en la capital. No hice nada que mis padres no me ordenaran. Conocí a un hombre, yo me enamoré de él, pero mis padres me recordaron mi misión en este mundo: obedecerles y respetar a nuestros antepasados, a mi hermana, así que lo dejé ir, silenciosamente desde el jardín. Él se fue atrapado en los brazos de otra mujer, alguien a quien había rescatado. Sí, como la historia de la señorita Sumomo, pero no es ella. No hubo un final feliz en esa historia, y la mía sí lo fue, pues pronto volví a conocer a otro hombre que pidió casarse conmigo. Tuvimos hijos y nunca sufrí ninguna desavenencia. Y todo por permanecer encerrada en casa… Pero sobretodo, por respetar la voluntad de quienes debía respetar. Tú tienes que hacer lo mismo. –Escapar no es la solución… Así que sé fuerte y disfruta tu vida de casada. Pero a ella le parecía una historia patética. Ella prefería la fortaleza de la señorita Sumomo, y para imitarla era capaz de huir junto a ese hombre, junto al violinista del árbol embrujado. Atrapada en el tormentoso anochecer de verano en el que los insectos fallecían y sus hijos prosperaban sin la seguridad de que la noche siguiente morirían también, la joven comprometida se hallaba en una red de estrellas y constelaciones que la conectaban con el destino impuesto por los seres humanos, por su propia familia, y no, como le habría gustado, por el mismo destino. La construcción de éste era fatal para sí, prefería que existiera como un ser ajeno a ella en la que no podría intervenir, y de esa forma, era seguro que no sufriría. Era el destino que debía vivir, y por ello, tenía que respetarlo. Sin embargo, debido a la construcción del destino, que como una larga torre intentaba alcanzar el cielo mismo, se aferraba a las ilusiones de la felicidad propia, sin recordar a sus antepasados que vivían iluminados entre los brazos de las deidades, a quienes debía su lealtad. Preguntarse cómo escapar de dicho camino ya pactado le resulta inútil. Abnegada, y anonadada por la mística música de sus compañeras, la señorita Sumomo y la mujer que acababa de contarle su propia historia, llamada Saeko, apoya su rostro entre sus manos, mientras que sus brazos se adormecen por el peso de su propia cabeza, que reposaba a la vez en la baranda de la pasarela de hermosa madera color caoba; Ella sabe que no tiene más solución que escapar a través de la sangre, correr de la vida material y esconderse en la vida espiritual, aún así duda. Duda por sus padres, su hermana y su fallecido hermano mayor, duda por sus abuelos y abuelas y su clan, tanto que desea que pronto llegue el festival Obon para ofrecer sus respetos. Cerró sus párpados, se trasladó al mundo donde sólo vivían ella y el joven violinista, imaginando así el futuro que podría esperarles juntos, no obstante, su mente traicionera entró a uno de los hermosos momentos sobre el árbol embrujado por la dramática melodía de la separación. –A veces… a veces imagino el futuro. Pienso que será un lugar oscuro, muy distinto al que he visto durante mi infancia, que quizás… tal vez las casas dejarán de ser de madera y serán hechas de piedra como los castillos y las feas casas en la que ustedes viven… Las espadas desaparecerán y mi forma de vestir será inapropiada, pero quizás no sea tan malo. Él la observó atentamente, sin separar su vista del terso rostro de su acompañante. No respondió de inmediato, sino que tomó su tiempo hasta terminar de tocar todas las escalas posibles de violín, sólo entonces inclinó el rostro pues no se atrevía a mirarla y hablar al mismo tiempo. Algo malo le ocurría después de tantos encuentros. –¿Por qué imaginas que cambiar tu esencia no sería malo? A mí me agradas tal cual eres, y por lo demás… Me parece que por culpa de los europeos se ha malinterpretado la idea de que el cambio es bueno. –No he pensado de esa forma. Más bien he imaginado un futuro donde no haya diferencias entre nosotros, si eso sucediera… si eso sucediera es probable que usted podría… aceptar a alguien como yo. Las llamas carmesí se convierten en las azulinas alas de un ser desconocido en la faz de la tierra. Engullendo los techos y viviendas de madera y papel, destruyendo camas y los pocos objetos de los habitantes, el fuego recorre la ciudad sin alcanzar los alrededores del palacio imperial. Qué envidia sentirán quienes han perdido todo sus bienes, y qué dolor se evitan el violinista y la joven mientras se besan por primera vez. Las manos se habían rozado, sus mejillas eran acariciadas y en el cuerpo del otro siempre se encontraba el refugio de un pecho dispuesto a escuchar. El gran desastre de la antigua Heiankyo reunía séquitos de almas podridas que buscaban su lugar, mas, sin desearlo, la nueva pareja disfrutaba los cálidos vientos del oeste de una inusual época que llegaba a su fin. –Cambiar el mundo es imposible… Nuestras formas de pensar y sentir son las únicas que pueden ser modificadas, si el destino lo desea, señorita Sakaguchi. A veces esa noche de verano parecía cálida pero en cuanto un escalofrío recorría el largo de la espalda desnuda de la joven, se volvía fría. ¿O quizás fuera sólo parte de su imaginación? Cada noche desde la traición de su amiga se había convertido en esa asfixia y en especial aquella en la que el pacto se cerraba, el estupor crecería hasta sus últimos días. Pero ella no quería seguir el mismo camino que la mujer llamada Saeko, para quien el respeto hacia sus antepasados era mayor que el que sentía por sí misma y por su hermana. La joven comprometida, que hacía un esfuerzo por evitar las aprehensivas manos de su futuro esposo, decide sentarse frente a los pocos invitados y toma con delicadeza la shakuhachi, comprueba que su peinado no ha perdido su posición y tras entonar una canción de su propio repertorio, se excusa para abandonar aquel lugar que se ha vuelto tan desesperante. “Me siento mal”, “Esta melodía siempre me ha causado mareos, pienso que debo reposar unos minutos”, “Disculpe mi falta de educación” dice a cada persona que intenta relacionarse con ella y una vez que logra escapar entre los largos pasillos de su hogar, se recluye en el interior de su vacía habitación. Sólo allí puede cubrir sus oídos y evitar que la música llegue a ellos pues ya no lo soporta, las tortuosas notas del koto que la atan a su destino, el sonido del shamisen que tanto le recuerda su pasado y las notas de la shakuhachi, que presionan su pecho y le quitan el aire en un sentido figurativo. Sus quejidos de dolor se han convertido en la nueva música que desea. Aislada en su alcoba, sin más luz que aquella que se filtra por la puerta que no ha sido cerrada completamente, sus cabellos se sueltan con lentitud de las ataduras, hasta que el hermoso peinado diseñado sólo para ella se convierte en un manojo de pelo suelto y sus oídos vuelven a escuchar. Es un violín, la señal que tanto esperaba para huir. Sin mayor deseo que el de reencontrarse con esa persona, corre a través del viejo puente, sigue por la ruta de la traición sin notar la sangre que aún fluye de su deshecho cuerpo. La melodía que grillos y cigarras producen han convertido su mirada en algo que sólo puede captar su objetivo: un árbol embrujado cuyas hojas caen al son del violín. El arco se agita en una dirección y las hojas le siguen, incluso perciben su cambio. Mientras el extranjero se ha decidido a olvidar todo con una canción que le obliga a cambiar sus acordes con veloces movimientos, ella le observa con ojos que han perdido todo brillo, abstraída ante la música. El violín sonaba con apasionada melancolía, notas largas y suaves eran seguidas por otras más breves y fuertes, era un hermoso y desgarrador sonido proveniente desde su alma, era una melodía que buscaba transmitir una vida de tristezas, con breves alegrías que desaparecían en el profundo mar. Era un nocturno de melancolías y desgracias. –Señorita Kiyomi… – Los ojos del joven violinista permanecían distantes, observando el árbol y a la vez sin hacerlo. Sabía que si sus ojos se encontraban una vez más, la vida terminaría para ellos bajo la forma en que la habían conocido. No obstante, el perenne deseo de mirarla y abrazarle estaba allí, y era tan fuerte como el primer día en que ella había anunciado sus sentimientos. Podía recordarlo perfectamente, sus labios al pronunciar esas palabras, su cabello agitándose a pesar de las trabas de su peinado. –Esta noche he conocido a mi futuro esposo. Nuestro encuentro había sido pospuesto en muchas ocasiones pues a mi familia le ha parecido conveniente que sólo lo conozca dos días antes para que no encuentre razones para desafiarles, pero yo… Señor, usted sabe cuál es el verdadero deseo de mi corazón. –¿A pesar de todo quieres seguirme? Si fuera tú, me casaría con ese hombre y haría feliz a todos. La mejor decisión es la que menos hiera a los demás, en especial a ti, y ahora estás escogiendo el camino contrario. –Estoy siendo egoísta, pero para ellos yo dejaré de existir cuando mi cuerpo quede vacío, tanto de la sangre como del respeto que debí sentir hacia mí misma el día en que le vi. –Te han convertido en toda una mujer, señorita Kiyomi, por ello estás cayendo en la miseria. Estás enloqueciendo entre la disciplina y los deseos, pero… no puedo reprochártelo, es el mismo deseo que yo llevo en mi interior, así que me pregunto si esta noche la pasaremos juntos. –Esta noche y todas las que vengan, señor… Al menos será mi espíritu el que te vigilará noche tras noche. Con el amanecer será el sol quien te proteja, y por las tardes serán las luciérnagas. Una daga ensangrentada cae al suelo. Ambos se unen en un abrazo en el que no pueden ver sus rostros, ella se ha decidido a seguir un camino, y él la acompañará. El violín se mancha con la sangre de ambos, que caen atravesados por la espada que el joven mantenía oculta. Sus entrañas se mezclan, sus almas escapan de las carnes impuras y se mezclan en una sola al interior del árbol embrujado. Ella, que había atravesado ambos cuerpos con valentía y honor para no ensuciar el nombre de su familia, vuelve a crecer en otro cuerpo temiendo que la guardia nacional encontrará el antiguo atado a un hombre que no es su futuro esposo y que su familia le guarde rencor; él sólo muere y su alma transmigra al cuerpo vecino en el que ella se encuentra. Crecerán como hermanos, y mientras crecen un kimono blanco comienza a ensuciarse con el polvo del tiempo y un camarote de un barco en malas condiciones queda abandonado. No habrá más regresos a casa, pues ambos cuerpos abrazados quedaron atados a un árbol cuyo mayor embrujo hubo sido enamorarlos. 
Aquella tarde de invierno, mil aves volaron siguiendo el calor del sur. Su vuelo se desviaba por el fuerte viento que debían traspasar, y las plumas de los caídos llegaban a mis manos tal como mis cabellos llegaban a ellas. El viento guiaba mi cuerpo hacia las magníficas olas, ¿Ellas me estaban llamando? Quizás viajar al interior del océano era el mismo destino de las aves que viajaban buscando el sur. Y la fría agua me alentaba a seguir, aunque mirara atrás, ya había borrado las huellas de mi destino. Sólo avanzaba, avanzaba. El agua recorría mi cuerpo, tapaba mis oídos que ya no podían escuchar el graznido y el agitar de las aves. Caía a un abismo interminable, un vértigo infinito. Mi cuerpo chocaba contra la suave arena, mientras que mi ropa se separaba de mí, uniéndose a rieles que serían la prueba de mi existencia. ¿Es esto amor desnudo? Un camino, un nuevo vestido, un cuadro. La puerta del mar, una mansión que nunca abrirá sus puertas. El sonido del reloj me anuncia que mis oídos han despertado, el techo de una mansión cubierta por caracolas cubre también mis ojos, mis ojos que miran y miran pero no observan, mi conciencia aún no puede despertar. El viento sopla, guiando mis cabellos al cielo, pero las blancas plumas caen a mis manos. Cierro mis ojos, siento la calidez de las mil aves dando cobijo a mi cuerpo, siento el agua entrando a mí, su frialdad congela mi corazón. Mil aves, diez mil plumas, una vida marchita. Hay una chimenea, intento encender el fuego que se disfraza de azul y camina por mis dedos apagándose frente a mis ojos. No acaba con el frío, pero consigo que el viento aumente como el sonido del reloj. Allí está el cuadro. Sé que si abro la puerta, el mar me llevará. Si no huyo, moriré y me convertiré en un ave más, pero mis pies no desean moverse. Ah, una persona del otro lado del cuadro me observa con detenimiento. Suenan los cascabeles, y el veloz reloj se detiene. -¡Dale descanso a tu alma, cuerpo errante! Mil aves vuelan al sur, yo las miro y me burlo de mí misma. Viajo a las aguas del norte.
Mil Aves
Autor: Camila Jara  438 Lecturas
Como un humano encadenado, me veo atrapado por los ojos de un dios. Un dios de la belleza, el amor y la perfección. Aquel que representa a la justicia y me cautiva con una mirada que me dice todo y nada. Unos ojos que captan mi más profunda esencia, que me atrapan hasta que me rindo al sueño. Amo a un dios, aquella es mi secreta confesión que sólo yace entre la arena marcada por mis dedos. Las palabras no salen de mis labios, nunca lo harán, son labios muertos. Pero cuánto amo a ese dios que me mira desde lo alto.Si me juzgara y me asesinara, felizmente moriría en sus brazos. Más que doloroso, sería un placer ver la sangre brotando de mi cuerpo, recorriendo su espada, alcanzando sus tan perfectos pies. Miro cómo poco a poco la sangre va formando caminos, va creando un lago, un túmulo de pesares que crecen hacia el Olimpo con el único fin de alcanzar la majestad a la que espero ver algún día. Qué doloroso es amar en inocencia, sin saber cómo es el amado en realidad, que de pronto aparezca frente a mí y que en su coliseo sea alguien más, alguien distinto del que he amado. Pero yo, sin saber si quien está frente a mí es una verdad o una mentira, continúo amándolo con fidelidad. Porque es mi dios. No es que crea en Dios, es que yo amo a mi dios. Quiero protegerlo, ser protegido por él y sus grandes alas, que baje por los caminos de los ángeles hacia mí y me vea, me vea de verdad, que no me asesine con la mirada y que si desea matarme al menos lo haga acercando su tacto al mío de tal forma que yo pueda morir en medio de un éxtasis.Los dolores de mi cuerpo, los dolores de mis uñas rasgadas mientras escribo esto en la arena que se desvía continuamente a través del viento, el sufrimiento de un corazón sangrante, nada es suficiente con tal de demostrar mi amor y deseo. Ponme una corona de olivos con espinas y sufriré por ti. Espero, dios, que leas mi juramento de amor. Aquí, mientras estoy atado en el fondo del mar, espero, espero el paso del tiempo, espero también porque éste se detenga y que me asesine para poder abandonar este cuerpo mortal para subir por los caminos de los ángeles hacia él. ¿He caído en locura? Qué importa, mi destino es único, sublime. Quiero subir por una escalera al cielo, al Olimpo. Bésame, yo besaré tus perfectos pies, tus manos blanquecinas, tus párpados somnolientos, caídos por la tristeza. Si la muerte es lo que necesito para llegar a ti, trae a tu amigo, el ángel de la muerte, que corte mi cuello y me permita alcanzarte. ¿O es que no deseas que conozca tu verdadero yo? Es que ya sé cómo es. Y amo al dios del Olimpo y a tu ser humano interno que goza de atraparme en esta celda más allá del mundo jamás pensado.
Dios
Autor: Camila Jara  416 Lecturas
¿Por qué debo ser yo quien deba tomar esta carga sobre los hombros? A menudo cuestiono el porqué de las cosas y muchas veces no encuentro una respuesta, sin embargo sé que esa carga es muy pesada y que duele tanto que incluso mi mente se vuelve insana. Sí, soy un ser humano insano que carga con un peso que tiene nombre y apellido. Ese nombre y apellido es un ser caprichoso que cuando quiere jugar simplemente me toma como su insecto desde un jarrón transparente para tomarlo y ver cuánto resiste su corazón. El mío no es fuerte, suele romperse como la cáscara de huevo, pero para mi suerte o tal vez para mi mala suerte, suele arreglarse con facilidad.   De tantas veces que se ha roto ha llegado el día en que me he vuelto una persona insana. Tan insana que a veces me gusta ese juego con mi corazón; aunque también pasa que odio con intensidad a esa carga. Lo odio tanto que duele y que siento deseos de morir porque es tanto mi amor que no sé qué acciones tomar. Vivo en una encrucijada donde a la derecha me quemo y a la izquierda mi pequeño cuerpo se congela. Debería morir. De todas formas no soporto la soledad.   Parece un tanto irónico decir que siento soledad cuando siempre esa carga de nombre y apellido está ahí para destruirme; pero eso es parte esencial del juego. Éste consiste en desaparecer tanto tiempo que creo resistir la soledad, entonces esa carga llega y juega a decirme cosas hermosas. Yo a partir de entonces siento que le necesito y es ahí cuando más soledad hay a mi lado. Es un ciclo interminable ya que no puedo escapar. Si lo intento el nombre y apellido va a por mí.   Resulta que un día me buscó cuando yo esperaba el tren para escapar. La única escapatoria era saltar, más allá de todo esa era la respuesta, sin embargo me atrapó el terror a la muerte y en cuanto llegó el tren me subí como si nada. Volvía a entrar en la insanidad pues la carga, ya hecho su trabajo, desapareció. Y soy yo quien sufre.   La carga llama a ese juego amistad. A mí me parece que el juego se llama perro y dueño porque yo hago de perro que ama fielmente y que sólo recibe golpes. Es un juego miserable que, como ya dije, me lleva a la insanidad. Soy un ser insano.   Amar y odiar a la vez es una de las cuestiones más horrendas del alma humana. Es corrupta. Pero yo no puedo hacer nada, ¿Qué podría hacer en esas condiciones? La muerte no me deja como ser humano tan satisfecho porque no podría volver a esa carga. Y ella me extrañaría. Yo no puedo hacerle daño, es inevitable que lo piense, por eso lo único posible es pegar mi corazón pues quizás, tan sólo quizás, éste terminará hecho arena y el viento se lo llevará.   En resumidas cuentas, no es difícil de explicar la situación. A quien quiero yo no me acepta más que la opción a la que buscar y aceptar cuando se le da la gana. ¿Cuándo ha estado para mí en días que le necesito? No recuerdo ninguno, y al contrario, mis días de desasosiego los causa ese mismo nombre. En un mundo así no me gusta vivir, no soporto ese juego, y si no escribía esto mi mente se hubiera truncado aún más.   Si aún no luzco suficientemente insano como ser humano diré un secreto. Ese día en el andén ferroviario pensé en morir, en saltar y ya. No lo conseguí y a cambio un miedo me persiguió por lo que ya no pude viajar de nuevo. Mi cuerpo tembló, mi corazón se abrazó a sí mismo en una dolorosa contracción e intenté no apretar los puños. El único resultado fue buscar a alguien que jamás me daría verdadero amor porque en un mundo de parejas el único ser que siempre estaría con una pareja artera sería yo y eso era igual a estar solo y los demás felices.   Quise morir. No pude. Pero el juego terminará. Sin duda la muerte me alcanzará por vías naturales. O al fin esa carga me abandonará al fin. Yo, por ahora, sólo puedo escribir. Y cuando la cuenta llegue a uno todo acabará. 3, 2, 1.
Juegos
Autor: Camila Jara  438 Lecturas
Introducción   Año 1920. Esta vez las ruidosas calles de Inglaterra eran silenciosas, sólo existía el rumor de la música de las casas de burlesque y el de las imprentas trabajando para los periódicos matutinos. En una de esas calles la imprenta era considerablemente ruidosa, pero aún así un joven dormía: él vivía en un edificio clásico de tres plantas separado en diversas habitaciones individuales – antiguamente aquel lugar era un bonito palacio pero cuando su dueño murió su heredera más cercana había decidido hacerlo una hostería para residentes permanentes. En aquel edificio, el joven que dormía sudaba incómodo y se agitaba entre las sábanas, entonces, cuando su rostro alcanzó la luz de la luna reflejada a través de la ventana sus facciones pudieron apreciarse con mayor detalle. En primer lugar, destacaba el nerviosismo, su ceño fruncido, los dientes apretados, en segundo, que su rostro era más bien femenino, tenía un agradable color de piel que hacía juego con su cabello de tres o cuatro ondas de color castaño claro como las avellanas tostadas.   Cuando la luna fue ocultada por unas traviesas nubes el gesto del joven se tornó aún más dramático, sus dientes rechinaron y él se sentó de golpe sobre la cama. Estaba abrumado por una pesadilla. En aquella posición se veía que llevaba un pijama de dos piezas a rayas celestes y blancas, muy juvenil para su época en especial porque se veía en sus botones que éste había sido abrochado con rapidez y sin cuidado lo que denotaba la personalidad un tanto despreocupada de quien lo usaba, aunque en ese momento se veía considerablemente asustado, tanto así que miró de un lado a otro como buscando a quien le había enviado esa pesadilla y en otro movimiento brusco tomó entre sus manos un arma.   -¡¿Quién anda ahí?! ¡Aparece y te mato! ¡Te mataré, tengo el arma cargada!   Y al instante cargó el arma, no obstante, como comprendió que no tenía sentido hablarle a la nada en especial porque de haber alguien éste jamás saldría, optó por calzarse unas pantuflas y una bata, ambas con el mismo diseño del pijama de dos piezas. Se ató la prenda más grande con nerviosismo pues sus manos temblaban, se sentó para ver si le entraba el sueño en un intento por no desesperar, pero al comprender que el miedo le superaba salió corriendo de su habitación y del edificio. Poco le importaba que alguien le viera ya que a esas horas sólo se encontraría a las trabajadoras mujeres de la noche las que no le interesaban para nada.   En ese estado de nerviosismo puro corrió velozmente hacia un edificio un poco más moderno que el suyo, pero igual de desaliñado. Incluso podía decirse que era más desaliñado que el suyo pues carecía de un toque arquitectónico o una belleza clásica, sólo era un edificio. Entró en él, dio con el vestíbulo y subió por las escaleras de madera hasta el segundo piso, luego avanzó mirando de lado a lado hasta dar con la última puerta del pasillo, ésta tenía el número inscrito con unas placas metálicas y el nueve que estaba suelto simulaba ser un seis. Esa puerta no tenía la llave puesta, sino que estaba libre para que cualquiera entrara, así lo hizo él, pero lejos de ser educado levantó la voz para despertar a quien se encontraba en esa casa.   La casa, que consistía en cuatro habitaciones resguardaba el baño, un dormitorio, una cocina muy pequeña y una oficina amplia pero apenas con un escritorio y un teléfono, era el hogar de su compañero de trabajo, al menos en uno de ellos. Pertenecía a un detective cinco años mayor que el chico y se llamaba Andrew Aldrick, aunque no era tan buen detective como sí buen charlatán. Tenía tan mala fama entre los detectives que una vez lo había contratado el mismo asesino sólo para crearse una coartada y cualquiera de los buenos investigadores habría notado lo sospechoso de ello, no él ni su ayudante, el joven de aspecto nervioso llamado Frederick Williams.   -¡¡Andrew!! ¡Andrew! ¡He tenido que venir de emergencia! ¡Se metió un vago en mi casa y no puedo dormir ahora! – gritó el chico de cabello ondulado.   El detective llamado Andrew vestía un pijama parecido al de su compañero, pero era de un color negro que acentuaba su cabello rubio y su aspecto serio. Estaba bien abrochado y no había en él ninguna arruga, sólo el del ceño fruncido de su dueño que se negaba a despertar, pero que ante la insistencia del joven se vio obligado a abrir los ojos y ponerse unas gafas para poder caminar a su alrededor con tal oscuridad. Para no caer tomó una vieja lámpara de aceite y se asomó a la sala principal que hacía a la vez de oficina, allí vio al joven temblando con el arma entre sus manos pero lejos de preocuparse le soltó una carcajada pues la apariencia de Frederick le causaba un poco de gracia.   -¿Qué haces tan tarde, o más bien, tan temprano, en mi oficina? Además estás temblando.   -¡¿Cómo que qué hago?! ¡¿No me ves?! ¡Tiemblo, tiemblo! ¡Un lunático se metió a mi dormitorio con una luz misteriosa y sólo veía la luz y una voz tétrica! ¡¿No habrás sido tú?! Ahora que te veo con esa lámpara te ves idéntico.   -Impresionante deducción, pero si mis cálculos no me fallan, y considerando tu aspecto desarreglado, creo que corriste y yo no habría tenido tiempo para asustarte, volver a mi casa y acostarme como si nada. Y ya que el misterio se ha resuelto considero pertinente que vayas a tu hogar a descansar.   -¡¡No puedo!! ¡¿Cómo voy a poder?! ¡¡Hay un loco en casa!! – gritó mientras se sonrojaba bajo la luz de la lámpara de aceite - ¡Voy a dormir aquí! Eso es… voy a dormir contigo porque… porque ese lunático podría venir a verte, seguro sabe que no le pones seguro a la entrada… ¡Y si eso pasa le disparo entre los ojos!   Al ver el detective que su compañero le apuntaba con el arma levantó las manos en un gesto conciliador, bostezó intentando disimular su cansancio y con su mano izquierda tomó la de su compañero para hacerlo bajar el arma. Una vez realizadas todas esas acciones apagó la luz y regresó a su cama, entonces Frederick lo siguió aún temblando y se recostó a su lado. La idea de dormir junto a alguien era, para alguien tan joven como él, algo nuevo y a la vez perturbador por lo que recostado al lado de su compañero los nervios incrementaron, ya no por la pesadilla sino que por la sensación de tener a otro cuerpo junto al suyo. Su rostro también estaba más rosáceo pues se avergonzaba de estar con Andrew en esas condiciones, aunque tampoco era algo tan extraño. Lo conocía hace tanto tiempo que ya eran muy buenos amigos, casi como hermanos, era lógico que alguna vez compartieran la cama que de todas formas era bastante grande para dos personas.   -Esta cama es seguro herencia de tus padres…- susurró.   -¿Ah? ¿Por qué lo dices? – respondió el detective mientras lo miraba aún con el arma entre las manos.   -Porque quieren que te cases con esa prometida fea que tienes así que te regalaron la cama matrimonial. Y es grande para que no debas tocarla.   -¿Qué tonterías son esas? Baja el arma y duérmete… Además tu teoría es incorrecta. Cualquiera habría dicho que me la regalaron mis padres por los barrotes viejos y oxidados… pero si ves con atención, notarás la marca del señor Hershey, es decir, la conseguí en una tienda de antigüedades. Olvida a mi prometida…-   -¡¡Es que…!!   Su grito fue interrumpido por el sonido de su arma disparándose. Entre tanto movimiento de las manos temblorosas del joven el disparador se había soltado haciendo que una bala chocara contra los barrotes traseros de la cama. Asustado, Andrew entreabrió los ojos con sorpresa y le arrebató el arma para lanzarla lejos por lo que con aquella mirada seria, sorprendida y a la vez enfadada el ayudante decidió quedarse en silencio, no obstante, no podía dejar de observar los claros ojos de Andrew. Mientras que sus ojos eran muy oscuros, los de su compañero eran claros como los de un cielo primaveral, y aún más. No podía evitar amar esos ojos tan hermosos y esa mirada tan seria. Muchos pensaban de Andrew que era un detective charlatán y mentiroso, pero Frederick sabía lo falso de esos argumentos pues veía la sinceridad en la mirada del hombre que en el fondo jamás dejaba de emanar seriedad.   -Andrew…- Insistió él, musitando como si quisiera confesar un crimen – Es que… ¡¡Es que tu prometida es espantosa!!   -Vaya… eres un niño muy terco…- le sonrió en una mezcla de amabilidad y calidez, posteriormente acercó el dorso de su mano a la mejilla del joven de una manera que jamás podría hacer de día – Duerme, mi prometida no tiene que ver en nada… deja de preocuparte por tu hermano mayor.   Claramente Andrew percibía el cuerpo tembloroso en el joven de ojos oscuros, pero no sabía que él era la gran causa de tantos estremecimientos por lo que abrazó a Frederick sutilmente para que perdiera el miedo a la consabida pesadilla y al frío que, pensó, podría sentir. En ese momento el chico sonrió en un gesto de resignación, apoyó ambas manos en su almohada y cerró los ojos para no admirar ni abrazar al hombre. No había remedio, a pesar de que consideraba a su compañero un gran detective, sabía que él jamás podría reconocer la verdad en el interior de las personas. Finales del verano de 1920   A la mañana siguiente, a pesar de que el hombre había abrazado al chico para dormir, cada uno despertó por su lado. Primero fue Andrew quien despertó ya que los ronquidos de su compañero por la mañana le resultaban incómodos y sobretodo porque él había dormido ocho horas apropiadamente, no como Frederick que por la cercanía de Andrew había tardado mucho en conciliar el sueño. El detective no parecía interesado al respecto por lo que se limitó a cerrarle la nariz con la punta de los dedos para que respirara por la boca y cuando los ronquidos terminaron fue a bañarse. Eran cerca de las ocho de la mañana.   Tras bañarse y vestirse con ropas apropiadas para pasar el día en casa – un sweater era su prenda favorita para esos días – pasó a la cocina a moler unos granos de café para él y a preparar el té para su amigo que no soportaba los sabores amargos como sí las cosas dulces. Dieron las nueve de la mañana, desayunó solo pues su compañero seguía durmiendo y se dedicó a leer una de las novelas amontonadas en su escritorio hasta que los ronquidos de Frederick se acrecentaron nuevamente y decidió ir a despertarlo para poder continuar su lectura con tranquilidad.   -Hice el té, despierta…- dijo el detective frente a la cama mientras comprobaba la hora en su reloj de bolsillo – Qué tarde es. Ahora que lo pienso… ¿Qué día es hoy?   -¡Lunes! – gritó su amigo, otra vez saltando bruscamente de la cama - ¡¿Por qué no me despiertas?! ¡¿No sabes que soy una persona muy ocupada?!   -Lunes…- se acomodó los lentes y se quedó pensativo – Claro, en las mañanas estudias… pero debido a que estabas tan concentrado en dormir no me pareció apropiado despertarte, especialmente porque luces como una señorita cuando duermes…- dijo en tono sarcástico.   -¿Concentrado en dormir? ¡Ahogado! ¡Anoche te dormiste y parecías casi un muerto! ¡Tenía todo tu peso encima de mi pequeño cuerpo y me estaba ahogando! Tardé un par de horas en apartarte para poder dormir. A ti te parecía asustado, pero claro que no lo estaba. Qué tontería es esa, Frederick Williams es pequeño pero sabe defenderse.   -Ah… me parecía que en el último caso yo tuve que protegerte o de lo contrario tu rostro habría sido golpeado. Ve a beber el té y si puedes a tu regreso tráeme el periódico, no es posible que un detective esté de ocioso todo el día…-   Frederick parecía determinado en responder la ofensa de su compañero, pero debido a que él había mentido respecto a la causa de su insomnio se quedó sentado en la cama conforme sus mejillas se ruborizaban. Durante la noche había estado fantaseando tonterías con su amigo y así las horas transcurrieron hasta que se durmió soñando que él era una mujer vestida de blanco como la prometida de su amigo, eso era algo imposible de justificar por lo que simplemente se levantó de la cama y miró sus prendas frente a un espejo, luego dirigió la vista hacia la ventana. En esas condiciones, si hubieran sido las siete de la mañana, habría fingido que compraba el periódico pues no era muy extraño que adultos en bata fueran a comprarlo, pero con tanta luz ya no resultaba una opción factible. Pensando en qué hacer se dio cuenta que un reloj de mesa anunciaba las diez de la mañana y que las clases empezaban a las ocho y terminaban a las dos de la tarde aquel día. Llevaba dos horas de retraso y la ropa de Andrew era bastante grande para él por lo que ir vestido con sus prendas y sus zapatos lo habrían hecho ver como un pelmazo. Decidió irse corriendo a su casa.   -¡¡Me voy!! – anunció de pronto y  salió raudo de la casa.   El detective para el que trabajaba se quedó mirándolo conforme se marchaba y para seguir su recorrido con la mirada se dirigió a la ventana a verlo. En realidad se veía ridículo mientras corría en pijama y pantuflas por lo que el hombre soltó una carcajada al imaginarlo haciendo el recorrido inverso la noche anterior. Cuando lo perdió de vista sonrió para sí mismo, levemente, y regresó a su oficina para continuar la lectura y beberse el té que por ese instante ya estaba frío y sin su agradable sabor. Él se quedó pensando en lo extraño que era su amigo y en lo mucho que lo divertía en sus días de ocio que por entonces eran muy seguidos. Si Frederick viviera en su casa y no trabajara tanto se divertirían los dos haciendo nada y resolviendo los misterios que se les presentaran.   Aunque Andrew Aldrick se hacía llamar detective, en realidad tenía otra profesión pues había estudiado en la universidad varios años atrás, cuando él tenía la edad del joven Frederick. Había hecho una carrera en antropología, pero debido a que casi nunca poseía bienes o dinero, le era imposible realizar viajes a otros continentes como el África o Asia para realizar investigaciones. A los veinticinco años, y próximo a cumplir veintiséis, ya no entendía el por qué de haber tomado esa decisión. Ya no podía recordarlo, pero muy pocas veces se lo preguntaba pues por entonces su mayor pasión era resolver misterios policíacos. Si bien muchas personas le consideraban un muy mal detective, ya había resuelto un par de ellos lo que era un logro para quien carecía de estudios al respecto y sólo leía libros de enigmas.   Mientras Andrew pensaba relajadamente en su casa, Frederick se encontró a sí mismo corriendo por las calles como un bobo ante las miradas de los transeúntes de aquel día. Arrugaba el entrecejo y a más de una persona había insultado diciendo: “¡¿Acaso nunca ha visto un pijama?!” o “¡¿Tan sucio es usted que duerme desnudo?!”, hasta que finalmente pudo llegar a su casa. En su habitación se vistió rápidamente con las prendas del día anterior que reposaban sobre una silla aún limpias e inodoras, desesperado se anudó su lazo tan mal que cuando salió con un par de libros para dirigirse a recibir sus clases su madre lo detuvo con intenciones de corregir el nudo.   -¡¿Mamá?! ¡¿Qué hace aquí?! ¡¡Voy saliendo, voy saliendo!!   -¡Muy mala manera de saludar a tu madre! ¡Arregla esa corbata que esta tarde traeré una señorita a casa para que la conozcas y te cases que estás viejo!   -¡Para traer veinte niños al mundo sin ningún chelín con el que mantenerlos mejor no! ¡Descuide, no quiero casarme! ¡Un amigo tiene prometida y parece que se volverá loco! – Volvió a echar a correr antes de que su madre terminara el nudo.   -¡Malagradecido!   La rutina de Frederick, al contrario que la de Andrew, solía ser bastante agitada. Cuatro días por semana estudiaba en una universidad para obtener un título de abogado para salir de su pobreza, lunes, miércoles y viernes trabajaba por las tardes en una pastelería ya que sabía hacer pasteles de todo tipo gracias a su madre que le había enseñado y los martes y jueves trabajaba en la biblioteca. El fin de semana lo tenía libre y como en la semana no trabajaba tantas horas, la tarde más próxima a la noche iba a casa de Andrew, así como entre las clases y su trabajo iba a almorzar con él y a entregarle el periódico.   Las clases no fueron particularmente bien pues el chico olvidó estudiar para un examen y tampoco se había preparado para la clase final por lo que terminó yéndose antes de que ésta comenzara para ahorrarse problemas. Había decidido en cambio ir a comprar el periódico del día y regresar a su casa a bañarse y vestirse apropiadamente antes de ir a comer con Andrew. La madre del joven ya no estaba, cosa que agradeció, sin embargo, supuso que regresaría pues había dejado su bolso sobre su cama deshecha. Hizo todo lo que tenía planeado con movimientos precisos, sin nada de innecesarios en ellos, dejó su cama hecha y barrió el piso del dormitorio, después se permitió salir con el diario en mano a la casa de Andrew. El detective le esperaba con la comida.   Cocinar para Andrew Aldrick era un pasatiempo en el que se entretenía cada vez que su amigo iba a verle. En los días que el joven no podía ir a verle por su trabajo, que eran muy pocos pues él solía hacerse el tiempo de visitarlo, prefería comer afuera o en la pastelería donde trabajaba para hablarle un poco ya que estar solo en casa le resultaba aburrido. O más bien, se corrigió a sí mismo mientras ponía los cubiertos en la mesa, desde que conocía al joven ya no le parecía tan apropiado pasar todos los días solo en casa. Como era hijo único la llegada de Frederick era como la venida de su hermano menor a casa así que a diario se esmeraba en cocinar para él. Ese día, en particular, se había quedado sin tiempo para preparar algo apropiado, por ello decidió pelar unas patatas, meterlas en una olla con agua caliente y en un sartén puso unos trozos de carne seca que procuraba hidratar. La comida era pobre, y de hecho aquel día tampoco tenía muchos ingredientes, pero no había nada que pudiera hacerle.   -Si no me das dinero no puedo comprar ingredientes para que comamos…- se quejó Andrew cuando Frederick entró arrojando el diario a la mesa que a la vez hacía de escritorio.   -¿Ah? ¿No te entregué dinero hace unos días? – le respondió él mientras molía las patatas para comérselas con mayor comodidad.   -¿Es eso cierto? En ese caso debo tenerlo bien escondido…- tomó el periódico para leerlo – Oh, Holmes de nuevo. Como siempre es muy hábil a la hora de resolver esta clase de enigmas… anoche atrapó a un conde que hacía brujería con doncellas, qué vil y despreciable.   -Será mejor que busques un caso, un caso. Como el del dinero perdido… A mí me parece que cierta prometida debió haberlo robado para hacer el mal…- se apoyó en una mano mostrándose enfadado y se echó la comida a la boca de mala gana, como un niño que no quiere comer – Ah, mi madre hoy fue a mi casa de nuevo.   -¿A insistir en un compromiso? Es conveniente si te entregan una buena dote, ¿no? – Los ojos de Andrew se asomaron firmes por sobre el periódico, aunque al instante siguiente éstos volvieron a concentrarse en la lectura.   -No seas así, no quiero casarme y llenarme de hijos…- murmuró.   Conforme hablaban de la breve pero significativa visita de la madre de Frederick, él se dedicó a observar a su superior en temas detectivescos. La lectura concentrada del periódico hacía que le entraran ganas de quitárselo de entre las manos y tomar al hombre por las mejillas para forzarlo a que lo mirara únicamente a él. Hacerlo sería arriesgado y sumamente tonto, pero aún así tragó saliva como para mentalizarse a realizar la acción. En ese momento, Andrew cerró el periódico para comer y notó la distracción del joven mas guardó silencio causando que el misterio se apoderara de él ya que Frederick no podría descifrar lo que estaba pensando, sólo podía ver la capa exterior que se le presentaba; un hombre alto, de músculos formados, cada uno entrenado en silencio, la piel blanquecina como el de una muñeca de la más fina porcelana o como la misma luna, el cabello dorado, más brillante que el sol, los ojos de un intenso verde, como el de una esmeralda expuesta a la luz.   -Escucha… Andrew…- dijo Frederick esta vez.   -¿Ocurre algo malo? Estás distraído nuevamente… En estos días ha sido común verte así. ¿Te sientes mal?   -Ah… Estoy bien…- Frederick inclinó la mirada – Es que no me gustó la comida, cuando encuentres el dinero compra un trozo de carne fresca y vegetales. Una comida sin buenos vegetales no es para nada agradable. ¿Bebamos el té?   -Está en la cocina… Querido Frederick, he visto un interesantísimo caso… Cuando hoy termines tu turno ve a la biblioteca a decir que mañana te quedarás haciendo guardia.   -¡Andrew! – se mordió el labio – Yo…-   -¿Tú?   Estaba a punto de decirle sobre la angustia que sentía, pero eso sería en vano. Frederick parecía tonto e impulsivo, pero había temas en los que se preocupaba de no hablar por hablar. Finalmente se dedicó a servir el té conforme anunciaba un “Yo no quiero más comida, sólo té”, y accedió a la petición de su compañero para trabajar al día siguiente en la biblioteca; al menos no estaría solo sino que con él. Ya harto de las confusiones de su compañero, Andrew se limitó a suspirar y continuó disfrutando de la comida a la que había puesto tanto esfuerzo al punto que no se esperaba el rechazo de su amigo. No se imaginaba que todo se debía a otro tipo de situación.   -Frederick, deja de pensar tanto, ¿Qué te parece el caso que propuse?   -No me parece interesante. Tal vez debamos salir y averiguar algo realmente importante… No sé, es más fácil investigar en las calles, en el diario sólo ponen los casos resueltos por Holmes. ¿No te parece apropiado ir a Scotland Yard a emplearnos?   -A ti te contratarían como ayudante de abogado hasta que consiguieras tu título…- Andrew carraspeó – Sé que no te agrada mi prometida… ella llamó antes de que llegaras y viene en camino… Si no quieres verla…-   -No quiero verla, eso es obvio…- se sirvió una taza de té para beberse el contenido lo más rápido que pudo y tomó su chaqueta dando a demostrar a su compañero que ya se iba. Se despidió con un simple gesto de su mano y abandonó la casa.   Cuando Andrew sintió que la puerta se cerraba tras de sí se levantó como en la mañana para observar a su compañero salir. Éste iba más serio que antes, sin duda a causa de la conversación poco agradable por la que habían pasado. Andrew sabía que el chico solía sentir celos de su prometida, aunque no era tan importante, y también era consciente que el trabajo que le impuso no era el apropiado. Quizá la mejor opción era ir a Scotland Yard a pesar de que era la institución la que buscaba a los buenos detectives privados en momentos de crisis. Era vergonzoso para los dos ser quienes buscaran trabajo con ellos. La posición de Frederick era la apropiada, él también debería estar enfadado, pero no podía estarlo. Simplemente estaba aburrido y quería divertirse con un buen trabajo.   El detective se mantuvo pensativo mientras lavaba los platos de la comida. Pensaba en Frederick y el dinero que le había dejado, luego, al terminar su trabajo miró en la lacena para comprobar los alimentos que necesitaría para la cena y la comida del día siguiente, así descubrió que ni siquiera tenía harina y que tendría que ir a comprar. El dinero lo tenía oculto entre sus ropas, pero no le parecía correcto usarlo aún, menos cuando el joven estaba enfadado con él. Era mejor esperar a que estuviera de buen humor y así comprarían los dos juntos. Para cuando pensaba en eso ya estaba sentado y dispuesto a la lectura cuando la puerta se abrió de nuevo.   No era Frederick quien entraba pues él ya estaba trabajando en la pastelería. En aquel trabajo, debido a que preparaba los pasteles a la vista de los clientes para no recibir quejas, siempre se mantenía sonriente y amigable sin ningún dejo de su arrogancia y amargura. Allí ni siquiera recordaba la razón por la que debía estar enfadado pues las personas lo trataban con cortesía.   -¡Frederick! – dijo de pronto una voz infantil. Frente a él había un niño de unos seis años bien vestido y peinado que iba de la mano de su padre - ¡Frederick, mira, al fin mi papá quiso traerme!   -Ya veo, ¿Es tu cumpleaños? Te prepararé un pastel especial…- le sonrió amigablemente y optó por tomar el pedido del padre.   En ese momento notó que entraba el detective con su prometida. La mujer era bastante atractiva, y debía asumirlo, no era alguien vulgar ni inútil, además tenía agradable voz y siempre tenía la capacidad de hacer reír a Andrew, cosa que él no conseguía. Ella iba vestida con un traje blanco, llevaba un peinado que hacía lucir bien su cuello y a lo lejos se percibía en su cuerpo el aroma de las flores, Frederick no pudo evitar imaginar que ese aroma estaba impregnado también en su compañero tras abrazarla con amor. Entrecerró los ojos y bajó la mirada hacia un bizcocho que sólo debía decorar para el niño; deseó mirar de nuevo a la mujer para llenarse de aún más ira por el mero placer de odiarla, pensó en arrojarle un pastel de chocolate fingiendo ingenuidad para así ensuciar el blanco puro de ese vestido a pesar de que creía fervientemente que de pureza sólo existía esa prenda. A la mujer la consideraba tan vil como una prostituta.   Cuando ya tenía decorado un trozo de pastel para el niño que lo había saludado lo sirvió en un plato tan inmaculado como el vestido y lo adornó con unas frambuesas para deleitar al padre. Siempre había visto al padre y al niño caminando por los alrededores y el niño siempre se quedaba viendo el escaparate de la pastelería, con suerte había entrado un par de veces, y como a Frederick le agradaba, le gustaba esforzarse por él como si fuera una madre. Usualmente se decía que debía haber nacido como mujer, así Andrew no tendría que estar tomado del brazo de esa prometida detestable, y en aquel instante volvió a pensarlo, que como mujer habría estado mejor y no habría parecido un raro intentando alegrar a un mocoso. Tras suspirar, al final sirvió el pastel al niño y se acercó a la mesa contigua con una sonrisa, sólo para saludar aprovechando la escasez de clientes.   -Andrew… ¿Ya te han atendido?   -Ah sí, la señorita que es tu compañera ya nos está preparando un pastel. No he querido molestarte a ti dado que te habrías enfadado…- dijo distraído en otro periódico, aunque de vez en cuando parecía prestar atención a la conversación de sus vecinos de mesa.   -Buenas tardes, Frederick…- saludó la mujer con una sonrisa entre los labios pero hasta ahí llegaba su amabilidad pues continuó hablándole a su prometido – Como le decía, Andrew, ayer mi madre me ha regañado porque entró un ladrón a casa y yo lo espanté con una vieja espada. En vez de estar contenta por haber evitado dicho robo me ha dicho que soy muy mala dama y que ningún hombre querría casarse conmigo. Yo le respondí que usted sí ha querido casarse y ahora está muy indignada… Pero no ha sido mi culpa ya que debía defenderla.   -Sin duda ha sido muy inteligente. No subestimo su fuerza física…- sus palabras sonaban más bien como un insulto pero ambos se echaron a reír contentos. Entonces Andrew retomó la palabra – Frederick, mañana ve temprano a verme, iremos a comprar.   -¿Encontraste el dinero?   -Por supuesto, nunca he sido descuidado como para perder tal cantidad, en especial porque no me pertenece, y considero oportuno que comas una hogaza de pan y buena carne ya que te he visto muy pálido. Bien, no te distraigo más, debes atender al resto de tus clientes… Veo que eres muy popular entre los niños.   El pequeño le hacía señas a Frederick. Para él no era agradable entablar conversaciones con ese niño, pero dado que prefería ir con él antes que escuchar las barbaridades de la mujer optó por saludar y dirigirse a la mesa. La familia de aquel niño no era muy rica, sin embargo, el compañero de Andrew se sorprendía por lo inteligente y educado que era, por ello no lo odiaba como sí le sucedía con otros niños. Lamentablemente, el niño resultó ser muy hablador y terminó contándole de todo: que su padre decía que se iban a ir muy lejos así que quería hacerlo feliz un día más antes de irse y que pronto irían a visitar a su madre. Frederick entonces recordó a la propia, que aún debía continuar en la hostería y se disculpó para volver a su trabajo pues debía decorar unos pasteles que serían despachados por la noche.   Esa noche, de regreso a casa pudo hablar con su madre aunque más bien fue ella quien entabló un monólogo al que él sólo asentía con movimientos de cabeza. Ella continuó insistiendo sobre casarlo, que tenía una joven bonita que nadie quería por problemas de salud y que además tenía una buena dote. También habló mucho de su hermano, un hombre llamado Frederick Williams como él, que se había casado con una vieja adinerada de tal forma que cuando ella muriera él tendría una gran fortuna que tal vez el tío le heredaría por ser el consentido. Eran buenas oportunidades para el joven que asintió todas las veces que la mujer hacía una pausa y finalmente, cuando ya era bastante tarde, se recostó en el sofá para que ella utilizara la cama. Una vez más se escuchó el movimiento en las casas de burlesque y el sonido de la imprenta trabajando en los periódicos. Se durmió pensando en Andrew que al día siguiente le exigiría los distintos diarios ingleses que llegaban a su ciudad.   Temprano por la mañana Frederick tomó un baño, se puso ropa de mediana calidad que de todas formas le hacía lucir muy bien y tras comprar el periódico fue a casa de Andrew quien dormía profundamente. Se acercó a la cama para observarlo y sonrió para sí mismo sumamente conmovido porque su amigo durmiera con la boca abierta y llevara el cabello desordenado. Dejó a un lado las noticias del día y se sentó a acariciar el cabello rubio de Andrew para así peinarlo. Nuevamente se sintió como una mujer haciendo caricias a su esposo para despertarlo sin que éste se mostrara molesto.   -Si hubiera nacido mujer… seguro me mirarías y el abrazo de ayer entre nosotros habría significado más que un simple capricho de hermano menor…-   El hombre ni siquiera se inmutó. Continuó durmiendo conforme recibía los mimos de su amigo y sólo abrió los ojos cuando sintió el olor de un intenso café. Andrew se colocó las gafas, agradeció el detalle y se bebió el contenido mientras leía el diario, aunque al término de su lectura no se mostró contento. Frederick, que le preparaba la ropa para que se levantara lo miró de reojo, sin embargo Andrew ni lo miró, sólo se quedó pensativo. Claro, pensó el chico, debía haber un caso interesante entre las páginas del Daily News por lo que el hombre pensaba en la resolución del caso en base a las pistas que allí eran proporcionadas. Grande fue su sorpresa cuando descubrió que la actitud del hombre se debía a que una de las noticias era desalentadora. El niño del día anterior había sido asesinado por el padre que se suicidó. A la mente se le vino la conversación que mantuvieron en la pastelería y se lamentó el haber ignorado al chico.   -¡¿Por qué te quedas callado, Andrew?! ¡Yo también leo el periódico, iba a darme cuenta!   -Estaba pensando… Es una lástima…- le respondió mientras salía de la cama para ponerse la ropa.   -Será que soy imbécil… que no pude darme cuenta de lo que le iba a pasar. ¿Por qué no te diste cuenta tú que eres tan buen detective?   Andrew volteó a ver a Frederick. Éste estaba como un niño apretando los puños y los dientes en un vano intento por no echarse a llorar, no sólo por la pena sino que también por la frustración que le causaba no haber imaginado lo que ocurriría. Todas las pistas estaban con él pues el niño había hablado como un loro manifestándole lo contento que estaba por irse de viaje. Era pequeño, no podía imaginarse que su padre lo envenenaría por la noche.   -¿Por qué trabajo tanto para permitir que leas si esa lectura no sirve de nada? ¡¿Acaso no lees novelas de misterio y miles de libros para poder resolver casos como esos y comprender las intenciones malvadas de las personas?!   -Frederick, en mi base soy un antropólogo. No soy psicólogo… Necesitaría diez años como mínimo para entender la complejidad de la mente humana porque… ¿Qué clase de padre acaba con la vida de un niño que a todas luces disponía de talento para vivir? Ni siquiera soy padre para entenderle…-   -¡¡Para algo intentas ser detective!! ¡Se supone que salvamos a las personas!!   -Aún eres joven e idealista. Lamentablemente, nuestro trabajo no es salvar a las personas, nuestro trabajo es encontrar a los asesinos de éstas… No te confundas, no somos superhéroes así como tú tampoco ayudarás a las personas siendo un abogado porque… Verás, tú sólo haces el trabajo que puedes hacer y muchas veces deberás defender a asesinos o velar por intereses de empresas usureras que buscan legalidad. La vida es muy difícil a cómo la imaginas así que más te vale apartarte de ese comportamiento tan ingenuo, no eres ni un niño ni una dama florero.   -¿Dama florero? – Entre lágrimas, Frederick se sorprendió por las palabras de su amigo y arrugó toda la cara en una expresión de ira - ¡¡Sí, debí haber sido una dama florero!! ¡Debí ser mujer, casarme y tener hijos como ese que no salvamos! ¡¡De hombre no tengo nada!! ¡Soy cobarde como una mujer, tengo cara afeminada, soy imberbe y pequeño, además las mujeres no me gustan, me asquea el contacto con ellas! ¡¿Qué podrías saber tú que siempre está pendiente de esa mujer horrible?!   Ante las palabras de Frederick, Andrew quedó desconcertado. No se imaginaba que los recientes desvaríos del estudiante se debieran a tan ferviente deseo de ser una mujer. Y ahora que lo decía, realmente parecía más una dama que un varón aunque carecía del atractivo de una. El detective se apoyó entonces en la ventana y decidió no continuar pensando en las palabras del pequeño pues seguramente todo lo que decía tenía su causa en la tristeza por la muerte del niño. Tampoco tenía derecho a reclamar a su compañero pues en parte era su culpa: había estado en la mesa contigua del niño escuchando todo.   -Es mi culpa verdaderamente…- asumió el detective finalmente – El niño dijo que iría a ver a su madre y yo sabía que ella falleció años atrás, pero supuse que sólo eran tonterías de niños… lo siento, sin duda no debería fingir ser un detective.   -Idiota…- Frederick lo abrazó, demostrando así cuánto temblaba – Ambos fuimos muy idiotas… Pero… si yo hubiera sido mujer al menos habría tenido el instinto… habría podido intuir la crueldad del padre… Si yo fuera mujer, yo… habría podido recibir tu mirada cálida.   Y entonces lo tomó por las mejillas y besó sus labios con la ingenuidad propia del primer beso contenida en aquella acción. Andrew entonces pareció entender por completo, como si el misterio hubiera sido descubierto de las sábanas,  la razón por la que Frederick anhelaba tanto ser una mujer. ¿Qué podía hacer él? No supo cómo actuar, tomó al joven por la cintura con sus fuertes manos y correspondió un instante al beso, sólo un instante, luego se apartó de él y tomó la decisión que más dolería a Frederick: Fingir que continuaba sin entender el amor que el chico le manifestaba.
Una vez vi a un ser humano. Bajo la oscuridad de la noche, iluminada por las luces de la ciudad, vi a un hombre de desordenados cabellos danzándole a la luna, pero ¿Por qué sólo pude verle a él? ¿Por qué la ciudad está vacía? Una gota de rocío cae desde las profundidades del mundo. Cae a mis ojos, cae como la lluvia. Porque la lluvia viene de la tierra, ¿O es que yo estoy colgada de una cuerda y mis sentidos están confusos? Recuerdo la carta del ahorcado. ¿Cometí un pecado y ese es mi castigo? ¿Permanecer inerte como ese hombre? Mis manos no se mueven, mis dedos son una carga pesada con la que no puedo arrastrarme y el vapor que escapa de mis labios como un susurro se convierte en más de aquel rocío que me divide en un manojo de confusiones, y, aunque puedo ver a ese ser humano, mis ojos no pueden abrirse. Yo soy yo, no puedo ser como él a pesar de que compartimos la misma esencia. La música. La caja musical se ha abierto. Me reúno en un abrazo con la nada y giro, giro y giro, pero aún siento que mis piernas no se mueven. Mi cuerpo paralizado es la melodía de un compositor muerto que no puede imaginar una nueva canción para dar ritmo a las piernas de quienes me observan a mí y a ese hombre de desordenados cabellos, sin embargo, siento que una nueva música se crea en mis oídos, que conforme se forma una canción con ritmo y voz, mi cuerpo se traslada a un mundo donde yo dejo de ser la misma cosa. Y mis piernas son capaces de moverse a través de películas mágicas y páramos cerrados por redes para peces. ¿Yo soy un pez? Quizás, me ha surgido la misma duda cientos de veces, y obtengo la misma respuesta, porque mis ojos no se cierran al dormir, y mis piernas son una ilusión, son aletas dispuestas a moverse al ritmo de la música, al ritmo de las ondas de las aguas infinitas en las que yo navego a la deriva. Quiero que alguien cumpla mi deseo antes de que la siguiente noche llegue. Junto mis manos invisibles y rezo al dios que ella nunca olvida, le pido que me dé la fuerza para ser quien no soy, para que estas piernas se muevan antes de que los rayos de luna llena las traspasen, para girar, girar y girar, hasta que la caja musical se haya cerrado una vez más y mis ojos queden condenados a la oscuridad de una noche sin luna. Son tres personas las que conozco. Ella, quien reza a su dios cada noche mientras yo sufro secretamente abandonada en los brazos de este encierro. Él, quien siempre danza bajo las luces de la ciudad, esas luces que opacan a los cristales de mi piel, y a la misma luna asesina. Y yo, que no tengo forma, ni alma, pero que puedo oír, y sentir como ellos. Yo, que nada soy, tengo el privilegio de ver los amaneceres y llorar sin derramar lágrimas, mientras los cielos se oscurecen y se inundan por los ahogos de un ser desconocido que se oculta en la tierra. Como un espíritu parecido a mí, que puede moverse. Los pequeños granos de arena que caben en mis inútiles manos se van disipando poco a poco, hasta desaparecer, ¿A dónde se van? ¿Se esconden entre mis huesos desplomados en la tierra húmeda? Quizás se mezclen con el viento hasta formar una danza magistral que llega a los oídos de esas personas. Quizás se conviertan en las figuras ilusas de las musas inspiradoras, o en el canto de la naturaleza cuya voz es todo y a la vez nada, como yo y el susurro de los espinos en invierno. Pero estoy segura, ella no logra oírle, y él sólo conoce su propia música. Sin embargo, me siento cautivada por ambos, es una atracción natural en la que me he visto envuelta tras tanto correr por aquel páramo. Las redes me han atrapado, y ni la danza más sublime podría descubrirme de mi castigo. Por eso, entre las redes, me veo cautiva y colgada, ahorcada, sin aire, sin movimiento, sin vida, y sigo cuestionando mi existencia. ¿Soy uno de ellos? Puedo serlo, pero soy tan distinta, soy de un cristal que se convierte en nada a la luz de la luna, y que a pesar de todo, tiene permitido ver este amanecer, ver al hombre que amo una vez más, aunque éste no me pueda ver. Él no me habla, si lo hiciera ella pensaría que está enfermo, que su dios lo ha abandonado, pero nuestras miradas se encuentran muy seguido, y con las primeras notas de esta pequeña caja, comenzamos nuestra danza. El baile de la melancolía surge de una pasión agotada entre las ramas de un bosque oscuro que se ha ocultado para convertirse en misterio. Con el primer paso, éste remite a una oscuridad distinta a cualquier otra, a una soledad que convierte murmullos en escalofríos, y cantos en llantos. Mientras él alarga su brazo hacia mí, yo apenas puedo sentir su tacto, y la alegría abre paso a un claro de cristalinas aguas, en las que ambos nadamos sin precaución, sin respirar, ahogándonos en los suplicios de la humanidad. Esa es la melodía que vamos creando, y nuestros pasos alegres se vuelven pausados y remotos, nos vamos alejando, no volveremos a encontrarnos. Porque el tacto ha causado heridas, porque no importa qué tanto amemos, siempre haremos daño. Él se lo ha hecho a ella, ella se lo ha causado a él, y yo no he podido entregar nada. Sólo mirar, sólo puedo sufrir calladamente mientras los veo amarse con locura, y la melodía, antes poderosa y solemne, deja de ser todo. La melodía es nada, sólo es el susurro de la naturaleza y un bosque lejano oculto en un mundo que sólo yo puedo recorrer con piernas invisibles. Ya no recuerdo cuál fue el sonido que escuché cuando le vi. Yo olvidé todo lo que nos rodeaba, y mi cuerpo dejó de ser hostil para volverse blando y delicado como el de mi señora. Los cristales a veces pueden romperse, pero los míos se hicieron blandos, idénticos a las carnes humanas. Ese dios del que ella tanto presumía decidió cumplir mi deseo con la llegada del frío amanecer en que el sol no proporcionaba calor y las nubes no derramaban polvo de nieve. Nunca antes conocí esas sensaciones. Frío y calidez se condensaban en mi interior sin que yo pudiera dominarles, causando el nerviosismo que sólo él y yo podíamos ver a través de la naturaleza de la música. Tuve la necesidad de definir lo que sentía, como todo ser confuso suele hacer para que lo que es desconocido deje de serlo, ¿Cómo podría definir la calidez y el frío si en el fondo son lo mismo? El dolor que convierte a la carne en un estropajo inservible, y los pies expertos en el escenario, hundidos en el fango de nieves pasadas, o acariciando hielos actuales, ya no pueden danzar. ¿Por qué sin darme cuenta, el cielo se puso arriba y las profundidades de la tierra quedaron recluidas abajo? Miro a mi alrededor con nuevos ojos mas sigo sin comprender este orden. Todo lo que yo vi desde mi escondite pierde sus orígenes y me muevo entre sombras desconocidas que he denominado edificios. Voy recreando el mundo entero con mis ojos hechos de turquesa, y lo que un día creí real, ahora parece una efímera alucinación de la que no tendré retorno hasta que la luna decida burlarse, y abrir su ojo de acero por completo sobre el páramo en el que descanso. Admiro mi cuerpo, las uñas son más delicadas que el cristal, mi piel se hiere con la misma facilidad con que los pétalos de rosas caen por el viento, y mi cabello envuelto en la brisa de invierno se desata cristalino y brillante como los rayos de sol. Es un manto que nunca antes había visto, y que, a pesar de su hermosura, no consigue darme el suficiente calor para dejar de sentir estos escalofríos que antes sólo llegaban a mí con la melodía de ese hombre. –Le estaba buscando, señorita, ¿Se encuentra bien? –¿No estás asustado de mí? No soy yo, soy una estatua de cristal. –Usted es usted mientras su corazón sea el mismo, señorita bailarina de quien no sé su nombre, revelador de belleza y amistad. –Un nombre… No lo poseo. –¿Qué le parece si yo le otorgo uno? Entonces, a partir de ahora, usted será Françoise D’Alembert. Es un honor para mí conocerle. Ahora le llevaré a mi hogar para que los lobos no devoren su pálida piel. Y, ah, no se preocupe. Yo no soy un lobo, más bien soy un canario perdido en la hermosura de uno. Una vez vi un ser humano. Un hombre sonriente, de fauces como las de un lobo y un corazón incompleto, como el mío, que por dentro estaba destruyéndose por un pasado al que yo no puedo acceder. Ni las melodías que noche a noche escucho pueden entrar en ese corazón tan desolado, cubierto de la nieve que cubre mi cabello y forrado con cenizas de árboles sin flores, muertos por la devastación de la soledad. Yo, una bailarina sin mayor talento, no puede acceder a los corazones, no puede brindar calma, hasta que el escenario se abre y las luces fingen placidez. Ahora, bajo la luz de las estrellas, me encuentro en uno, y giro, giro, giro sin saber cuándo terminará, mas la música resuena en mis oídos y todo mi cuerpo se mueve abatido por las notas fecundadas en el vientre de un piano, entre las manos de un actor sin rostro, enmascarado frente a un espejo que muestra su verdadero ser. Mi brazo extendido hacia esa máscara no logra romperla ni llegar al corazón de quien deseo. Por más que me refleje en ese espejo, no soy más que una ilusión rota en lágrimas cuyo destino es desmoronarse frente a ese hombre, para revelarle su interior. ¿Es por esa única razón que ese dios ha decidido cumplir mi deseo? ¿Sólo puedo tener carnes humanas hasta que el día del juicio final llegue y los ojos de cristal se conviertan en ojos humanos? Puedo verlo, en sus ojos celestes hechos de aguamarinas se revela una tristeza expresada en una de mis danzarinas reverencias. Su mirada se clava en el piso, observa una ondulante sombra que se desvanece entre sus pestañas y reaparece sobre sus hombros, obligándolo a caer. No importa qué tanto lo intente, una y otra vez, una y otra vez sin parar, vuelve a caer. Si yo pudiera darle mi fortaleza, mi único talento, se lo otorgaría sin lágrimas, y así la imagen que reflejamos mutuamente en el espejo se convertiría en nuevas piedras preciosas, en aguamarinas pulidas, como los ojos brillantes que he podido ver en mis sueños, cuando él es feliz. Si danzar es su deseo, cuánto me gustaría cumplírselo. El hombre cuya sonrisa es la de un lobo astuto se disipa junto a las sombras, se vuelve temeroso e inseguro entre las sábanas de la cama y yo, con los cansados ojos de turquesas, lo observo mientras recibo los rayos de luna creciente. La música se detiene. Si el tiempo transcurriera con la misma velocidad que para las personas que he conocido en mi corta vida, estoy segura que yo sería alguien imperceptible, incapaz de crear cambios en las almas de quienes amo. Estoy segura que mi esencia efímera es poco grata para otros, que debo girar y cumplir un sueño sin que nadie más intente alabarme, que desde el árbol en el que permanezco colgada, dormiré por otros, y arrancaré de raíz las pesadillas, las de ella y las de él. Pero ese hombre de desordenados cabellos dice que todo encuentro tiene un significado, y que el nuestro es importante. Le creo, sin embargo, él pertenece a un mundo en el que los agradecimientos se opacan por el brillo de la alegría tras el cumplimiento de un sueño. Sé que nunca podrá agradecer, que su destino es danzar con un nuevo peso, el de la culpa. Sin darnos cuenta, hablamos de eso a lo que llamamos deseos. Mientras yo cepillo su largo y desordenado cabello, pienso que el recibir algo a cambio sin pagar un precio no importa, pues quien ha dado se convierte en un ser de alegrías mientras pueda ver al otro sonreír, pero él es un hombre avaro que cree en la igualdad material, que si das algo, debes entregar algo del mismo valor. Ahora hay muchos seres así, incluso los hay más avaros, y ante ellos yo me aterro, sonrío con tristeza para disimular que el corazón henchido de sangre roja ha latido dolorosamente. Ante este hombre, con el que me comporto como una mujer fría pero a la vez maternal, puedo borrar los gestos que mi interior pretende mostrar y ser quien no soy para simplemente buscar una corta felicidad para mí, y una duradera para él. Si me pregunta cómo sé si es él quien merece mi sacrificio, yo puedo saberlo porque me ha puesto un nombre y no ha huido al igual que los canarios. Mi brazo extendido, mi peinado deshaciéndose entre las corrientes y vientos, mis piernas estiradas por la fría nieve y un rostro impregnado del estoicismo de una flor muerta, me daban el mismo aspecto de ésta, cualquiera hubiera huido de un cadáver marchito en medio de un páramo, pero él me rescató de las redes de los peces y me sonrió. La primera persona que sonríe a quien es una figura de cristal tiene el derecho a cumplir su deseo, y, es cierto que no soy una inquebrantable estrella fugaz, sólo soy una bailarina que se mece ante el sonido de las notas de una caja musical junto al amado de mi señora, pero mi misión es una misión importante para el alma de este ser. Aunque mi tiempo sea más breve del que ellos tienen permitido, estoy decidida a compartir los sentimientos plasmados en melodías alegres que resuenan junto al murmullo de la naturaleza que no ha sido mancillada por las manos sucias de esos hombres avaros. Es probable que yo, siendo un ser común y corriente, no tenga permitido defender nada más que a este hombre de largos cabellos inquietos, pues será la misma naturaleza quien arrebate todos los restos de vida que he creado a través de cortos años. El hombre al que conozco es el mismo que vi a lo lejos. Entre las luces de la ciudad y las estrellas del siniestro campo invernal sólo puedo distinguir esa misma nobleza, esos ojos hechos de lindas aguamarinas que en su interior, en la parte coloreada, lloraban con la desesperanza de un soñador atado a la realidad. Uno baila con la perfección de cientos de grullas sincronizadas en un viaje sin retorno, el otro baila con la cobardía de un ave escondida en un pozo de oscuras aguas, pero sé que ambos son la misma cosa. Incluso si el corazón y el recipiente son distintos, poseen un alma en común. Lo  he visto más allá de aquello que otros pueden ver. El color azul brota de ambos de tal manera que podrían mezclarse con los cielos de un verano creador de llamas purificadoras, sus ojos se confunden con las mañanas de un otoño renovador y atraviesan mi cuerpo hasta formar un arco iris, un pequeño arco iris que cruza desde la luna, hasta mi piel de cristal. Temo a esa luna que con el paso de los días engulle esa hermosa aura de él y ese hombre. Mientras crece, él se vuelve pequeño, su sonrisa se borra, él ya no baila y ese hombre cae tantas veces que le es imposible levantarse. La luna, que ríe por su festín, hiere los recipientes en que el alma está contenida, yo lloro para pagar por la sangre que han perdido, y en la tierra se forman nuevos brotes surgidos de las aguas acumuladas por tantos siglos. Los charcos que han de crearse y congelarse en este duro invierno me invaden entre las pesadillas que tengo en la oscuridad del lugar que se ha destinado para mi descanso como ser antinatural, y cuando la luna se refleja con el brillo azul de quienes he conocido, mi rostro se cae a pedazos. Ya no puedo bailar. Ese hombre ha dicho “Ya no puedo bailar, ¿Tú puedes hacerlo?”. Si la melodía comenzara y ejerciera fuerza sobre mí, es posible que yo lo haga, pero tengo miedo a no poder volver a ser la mujer de lacios cabellos que descansa junto a ese hombre y que puede tomar sus manos sin herirlo. Esa caja musical que reside en su habitación, junto al gran espejo, ya no deseo que vuelva a abrirse. Las melodías de la Caja de Pandora están prohibidas para seres humanos como nosotros, si es que verdaderamente lo somos, pero yo la he escuchado, y su efecto me impide ser otra yo. Condenada a bailar hasta que la luna me destroce, no me queda más que jugar a tener carnes humanas y evitar la danza como soy ahora. Los sonidos fluyen poco a poco a través de mis oídos, mis párpados se cierran y murmuro la letra que esa música merece, pero debo detenerme, hasta que mi encierro continúe, sólo entonces me moveré un poco, aunque no sea mi deseo. Es la vida que alguien como yo debe llegar, porque los humanos han dicho que todo lo que no es como ellos, no merece la felicidad. Seres que pertenecen a mundos distintos, gente que miran con otros ojos, todos deben exiliarse al mundo de la infelicidad, no obstante, sin darse cuenta, este planeta llamado Tierra está condenado a conocerse como Infelicidad. Pensarlo me hace sonreír, pero no estoy contenta porque todos serán infelices algún día, sino porque mi oportunidad de ayudar a este hombre es mi consuelo. –Yo tampoco puedo bailar, señor, pero mis piernas están a su disposición. Algún día usted podrá usarlas y volverá a escuchar las melodías ocultas en el sonido del viento que corre a través del páramo. Corriendo bajo la luz de luna llena, entre los árboles ya florecidos, sus saltos se volverán el irremediable placer de quien le observe. –¿Tú me observarás? –Con los ojos de turquesa que me pertenecen. –¿Cuáles son tus ojos sino los que veo yo? ¿Cuál es tu verdadero nombre, bella dama cuyo nombre he inventado? –El nombre de la nieve convertida en plumas de ángeles. Y mis ojos… ya los verá. ¿Por qué tiemblo al pensar en los días futuros? Cada día el sol brilla con más intensidad y entrega más calor a mi pecho. Por primera vez, debido a la falta de costumbre de sentir esto, he sudado y he tomado con agrado un baño. El agua que circula a través de mi piel de carne cobra una vida nueva, una de renovación en mi interior, en la que la música ha dejado de tener importancia. Mi prioridad cambia, se rehace y se asemeja al deseo de ese hombre al que le he tomado más cariño del que creía tener desde mi prisión. Ahora que soy libre y puedo verlo con ojos de distintas esmeraldas, entiendo que todos tienen una visión distinta sobre cada cosa, y que, como la mujer pequeña que era, él me otorgaba una visión de impresionante magnificencia, pero con mis nuevos ojos, débiles y cansinos, me encontré con un ser parecido a mí, con fortalezas y defectos. Ese hombre tiene un cuerpo tan frágil que el material del que mi corazón está hecho, podría convertirlo en una amenaza para el mundo de los vivos, tal vez, se convertiría en un ave de luces formadas con oscuros colores, y atrapada en medio de rostros de expresiones inhumanas, todo rastro de luz, por más intensa que fuese, acabaría mortificada bajo tierra. Tal era su fragilidad que mis manos le impedirían cumplir sus anhelos y muy por el contrario, los cristales que fluyen por mis venas terminarían salvándolo del equivocado camino de la muerte y la desilusión. Sí, la razón por la que mis manos tiemblan ante el futuro es porque éste apenas está creado. Más allá de mi propia consciencia de aquel que he llamado destino, existe la imposibilidad de que se cumpla por un leve desvío en mi viaje. Un paso en falso, y caeré cortada por una espada de doble filo, y mi muerte será en vano. Todo, incluido su deseo, terminaría ahogándose en el fondo de un pozo. Ya me ha pasado a lo largo de mi breve vida, caer a un pozo donde la luz de luna llega por ínfimos segundos mientras mi danza da comienzo irrita mis ojos, y lágrimas de cristal caen uno sobre otro para formar los hilos de araña que atan mis extremidades como si de una marioneta se tratase. Exhalo un grito de suplicio, espero que alguien me ayude, pero pronto la puerta se cierra, la luz de luna acaba y la eterna melodía sigue su curso presionando mis oídos mientras los hilos me mueven en el estrecho espacio creado por la imaginación de un lunático. Ya nadie puede llegar, nadie abrirá la puerta ni correrá a salvarme, ni los rayos de sol que acontecen sólo a mediodía, ni la discontinua voz de la naturaleza, suplicante como mi cuerpo. Mi verdadero ser, que tanto gritó entre la música de aquella caja para conseguir cumplir el deseo de él, consiguió escapar de su jaula, abrir sus alas y agitarlas a un mundo distinto y complicado en el que ella valía menos que en su hogar. Había abandonado todas las tristezas colgada entre las ramas de un árbol, atada entre las telas de araña, escondida en la prisión de un pozo, obligada a danzar una música hermosa y tortuosa. El falso ser, el recipiente en el que me oculto descubre las risas y los llantos, cada atardecer observa a su señor ejecutar magníficas danzas que fallan en el punto de máximo esfuerzo, cuando todas sus energías se agotan, luego bebe una taza de té a su lado y contemplan el cielo, pues ella espera que la luna complete su ciclo, y él, que desaparezca para observar las estrellas que lo unen a quien ama. Siempre dice que ella lo espera en la ciudad de la que yo provengo y sus historias no acaban hasta que se duerme en mi regazo, tal como un niño pequeño. Estos brazos que poseo pueden acurrucarlo con calidez, no importa cuánto los mire con los ojos de turquesa, éstos son incapaces de convertirse en lo que son realmente y cortar su piel, porque este hombre, el hombre al que ella ama, es quien yo amo también, mas su amor es profundo y correspondido mutuamente. Sé que cada vez que observan algo en la naturaleza, ya sea bosque, playa, cielo, tierra, agua o fuego, piensan en ellos y escuchan entre los susurros de las hadas ocultas, sus propias voces. Todos los caminos que emprenden están condenados a acabar juntos, y ni las espadas ni los diamantes pueden cortarlos, pues la sangre volvería a unirles, y aunque sea doloroso saber que en ninguno de esos caminos estaré yo, me basta con ser quien salve la vida a este hombre, a él, que tanto me ha dado desde mi encierro, y aunque son simples gestos, y aunque a veces él mismo me ha obligado a estar allí, mi corazón de cristal ha podido sentir el regocijo de sus manos al acariciarme, al encender la música y hacerme danzar junto a él. Yo no odio la música, tampoco la amo. No deseo bailar, pero cuando es él quien me acompaña, comprendo y amo mi esencia. Soy yo, la música soy yo y sin ella me convierto en nada, en un ser vacío que no puede apoyarle, no obstante el tiempo se agota, las nubes despejan el cielo, y conforme las luces se encienden a lo lejos, tanto en la ciudad como en las estrellas, la distancia entre nosotros se vuelve abismal. Su respiración acompasada deja tras de sí un halito de derrota, y en el cristal se reflejan dos rostros entristecidos. Las manos de la mujer de carnes humanas se aferran a sus hombros y él la abraza. En el cristal, mientras la última nevada coincide con el florecimiento de los árboles, se reflejan todos sus actos, los que ya nunca podrán tener. Un beso, un abrazo y lágrimas que caen como la nieve, y ya no sólo el cristal de la ventana, sino mi propio cuerpo de vidrio, se empaña. ¿Es este el fin? He llorado al tocar sus labios, que están prohibidos para mí. La puerta se ha abierto y el reloj cae roto al suelo. Me digo que todo está bien, que era lo que tenía que pasar, que las telarañas debían acoplarse en mí, rodearme y engullirme a la oscuridad mientras que mi alma pasa a ser una nueva estrella en el interior de ese hombre de mirada gélida y calculadora, sin embargo, en mi corazón los latidos se vuelven agudos, nunca antes los había sentido así. Tal vez deseara la vida, pero la mía pertenece a un mundo distinto, una donde los humanos no pueden llegar y a la que yo sólo podré acceder en cuanto cumpla mi cometido. Me quedo con la última imagen de él observándome desde la ventana, con sus ojos infundados por el odio, por el engaño de una mujer cuya esencia se desvanece en un mundo desatado en la locura de la avaricia, y también me quedo con el dulce aroma de su aliento mezclándose con el mío. Un beso. Eso que llaman beso y que sólo ellos pueden utilizarlo ha llegado a mis labios y ha entrado a un yo que no soy yo. Vuelvo a caer desde el árbol, todo se ha dado vueltas y mis sentidos pierden la configuración a la que me había adaptado. Con desdén fijo mi mirada en los cuervos que quieren devorar mi carne y de mis ojos se borra toda expresión en el instante antes de que éstos se arrojen a mí. Es el dolor físico que amaina el dolor emocional, porque son distintos, ¿cierto?, ¿cierto? No conocía el dolor hasta convertirme en una humana como ellos, pero ya no lo quiero. Detesto el dolor, sin embargo, él ha dicho que el dolor significaba ser humana, significaba que después de ello existía amor, que todos lo merecíamos. Yo no. Mi esencia no es la de un ser humano, mi esencia es la de la música, la que una vez creí que ambos teníamos. La esencia humana se caracteriza por la crueldad hacia un ser distinto, como yo. ¿Y qué soy? La música se estrella contra mis tímpanos, los abduce a un dolor que los obliga a quedar subordinados a ella, y mi cuerpo perdido y deshecho en el suelo, donde la sangre humana se ha derramado y los cuervos viven muertos junto a mis restos por su gran festín, se levanta arrastrado por los hilos de una red, mezclados con las mismas telarañas. Estos ojos se abren, se apartan de aquel sueño. Me hallo envuelta en la oscuridad del páramo, donde la radiante luna se ha convertido en un ser déspota, donde de su sonrisa brota la sangre a chorros, la misma que se había regado en el suelo. Porque la lluvia cae desde él, no desde el cielo. Este es el mundo donde vivo, uno de locura y desorden impuesto por otros. Y yo soy yo. La bailarina de cristal. Ahora llega el final. Puedo ver que él duerme con complacencia mientras mis pasos resuenan en su interior, dándole pesadillas que no deseaba regalarle, pero es el cambio que hay tras su regalo. Pesadillas a cambio de la fortaleza que le permitirán ejecutar hasta la pieza de baile más difícil, y yo veré cumplido también mi propósito. Darle mi talento es lo que he pagado por ser humana por un breve tiempo, para que mi muerte no sea tan injusta como lo parece. Cierro los ojos, sigo sintiéndolo en mi interior, esa sensación de amor no termina, tampoco el miedo, porque mis manos son las de una mujer de carne y hueso, porque mi transformación aún no está completa. –¿Qué haces? –Las manos de una mujer se clavan en las espinas, el dolor es inaguantable, pero no puedo sentir nada de eso, yo no merezco siquiera el dolor. Aquí, bajo la luna, ambos somos iluminados por su luz, ¿puede ver mi rostro, señor? No, yo tampoco puedo hacerlo, porque la luna ha caído en un maleficio. Ambas, atrapadas en un pozo, nos odiamos y anhelamos la muerte de la otra. Ella ha vencido. –Deja de decir tonterías y regresemos a casa, yo… – Sus pasos se escuchan, avanzan a mí, yo lo detengo con la mirada – Yo te quiero a mi lado. –Es el fin. No puedo tocarte, porque mis manos se convierten en espadas de cristal, en un vidrio que podría cortar hasta el más fino marfil. No somos capaces de distinguir el marfil de la suave piel. Comienzo una danza bajo la luna. Extiendo mis brazos y una de mis piernas es alzada al aire. Giro, doy un salto, giro y me inclino. El corazón ha completado su transformación, mis labios se mueven mas no pueden formular palabras, porque ya no hay sangre en mí, sólo un brillante líquido inundado por pequeños trozos de cristales y en mis ojos se repite la misma escena que en mi mundo. Éstos ya no reflejan más emociones, sólo el inerte rostro de quien ya no cree que yo soy humana, y tras él, el verde césped que ha perdido su color por la oscuridad de la noche. Con unos movimientos pausados, lentos y sonido mecánico, me reincorporo y giro, giro y giro, dejo ver mis muertos ojos de turquesa, una horrible e inexpresiva roca. Ahora comienza la transformación de mi cuerpo, que ya ha recuperado su mortífera palidez y se mantiene en la posición exacta para iniciar la danza final. Las manos de carne se transforman en finos dedos de diamante, desde el meñique hasta el pulgar, sigue con velocidad su curso hacia los brazos, cubre los hombros con su manto de luz que refleja un arco iris lunar y amenaza el cuello con lentitud, ahogando los restos de una respiración casi imperceptible que es incapaz de revelarse frente a un espejo. Los pechos, el torso, y la espalda descubierta por las verdaderas prendas de la bailarina mueren congelados por la inusual nieve de esa noche, cubren el cuerpo de la bailarina de la misma forma en que los agitados pétalos recorren sus cabellos dorados que vuelven a peinarse con serenidad. Ya no queda movimiento en ella, sus ojos miran sin observar, sus oídos escuchan sin oír el perpetuo sonido de un distante corazón latiendo al compás de la melodía que sigue en su interior. Ambos pueden oír una trágica melodía, lenta y terrorífica que no exige más pasos que el miedo expresado en sus ojos, en los más de doscientos latidos por minuto y en la agitada respiración, pero no pueden evitarla, sólo les queda ver el espectáculo de la doncella pudriéndose y recubriéndose de cristal. Él la toca, toma sus manos, ha dejado sobre ella un nuevo manto carmesí y se aleja, uno, dos pasos, así no volverá a sentir el dolor causado por el vidrio. Con la sangre fluyendo de sus dedos, sigue sin apartar la vista de la mujer de cristal, quien se pone de puntillas para seguir silenciosamente su camino hacia su destino y se mantiene pensativa por lo único vivo que hay en ella, su estoica y racional consciencia que vuelve a verlo, a él. “Ah, es él, el que siempre está junto a mi señora. ¿Volveremos a bailar juntos en este paisaje nocturno? Solíamos hacerlo en un mundo lejano”, piensa, pero no escucha la música que la incitaba a bailar, y su cuerpo atado por las extremidades no se mueve ni un ápice. Ya su cuerpo está siendo desechado. Sus restos son enterrados en el páramo, y sus huesos se mueven dentro de una oscura caja musical donde él la observa girar, girar y girar, pero ella no quiere, debe hablar, murmurar su hechizo. –No desaparezcas… – dice él. –Es un sacrificio necesario… – dice ella sin mover sus labios – De este sacrificio nacerá una nueva vida, podrás ejecutar hasta la más complicada de las danzas. Podrás ver las estrellas cada noche, y una sonrisa aparecerá en tus labios. Podrás ver el arco iris en tus saltos, podrás ver mis piernas en las tuyas, y en el espejo se reflejará la verdad. No puedes tocarme, yo debo caer, caer y caer, danzar, danzar y danzar, para eso he nacido, porque así me romperé, y mi alma pasará a ti. El deseo tiene por consecuencia el dolor, ya otros lo han dicho. En sus ojos se mezclan dos mundos. El suyo y el de él. En uno cae nieve, en otro caen pétalos de flores, y ella está siendo colgada desde un árbol. Su rostro comienza a resquebrajarse, los dedos de sus manos se caen a pedazos, la pierna en la que se sostenía se rompe, él no quiere que se rompa, quiere tener a su lado a la bella bailarina que estaba cuidándolo y apoyándolo, quiere acercarse a ella y protegerla, olvida que es de cristal y se abalanza contra ella para sostenerla entre sus brazos. La bailarina de cristal cuyo nombre se perdió en su hogar comienza a caer al césped, ya no pronuncia palabras, aunque en su interior se ha dado cuenta que su muerte está cercana, casi puede sentirla. Cierra sus ojos antes de que las piedras caigan del orificio creado para ellos y siente la gravedad, su propio peso, el aire que la mueve contra el piso. La rama de su mundo ha sido cortada, y ella cae, cae. Siente los retazos de una extraña calidez que el cristal jamás había acariciado, es una sensación de apenas un segundo que queda en el vacío en el instante siguiente y de pronto, la bailarina de cristal, hecha añicos en el suelo, deja de ver, oír, sentir y pensar. De sus venas fluye sangre que no es suya, entre los pedazos de vidrio quedan los rastros del líquido carmesí del hombre. Su rostro se ha cortado, la sangre se desplaza por su mejilla y cae sobre los restos de su Françoise D’Alembert. La observa con los ojos tan abiertos que las esferas amenazan con escapar como las turquesas de ella. Las busca, sus dedos se cortan y la luna brilla. Es el premio de consuelo que le ha dado por participar en su juego de venganza. Un poco de luz verdadera para hallar dos turquesas. Ambos abren los ojos al mismo tiempo. Ella vuelve a ser ella, ese hombre vuelve a ser él. Están en la ciudad, él da cuerda a una caja musical y comienza a danzar con ímpetu, dirigiendo a ratos una mirada a la pequeña bailarina de turquesa que siempre está girando en el interior de su pozo mientras llora porque nadie la ha rescatado.
Cuando comencé a trabajar luego de terminar la universidad, lo primero que hice fue comprar una cajetilla de cigarrillos. Aquello no tenía ninguna lógica. Jamás había fumado, era de pulmones débiles y realmente tampoco tenía la necesidad por fumarlos. Si los había comprado era únicamente porque me interesaba tener unos cigarros conmigo mientras trabajaba: Al estar frente al computador sentía ganas de tener un cigarrillo entre los labios, pero no fumarlos, sólo los tenía en los labios como un palillo cualquiera. Por supuesto con ello no ganaba nada, no había un gran placer, tampoco sentía el humo atravesando mis pulmones, sin embargo, debido a que de un momento a otro me imaginé a mí mismo con algo entre los labios, me dije que debía ser un cigarro. Al menos, el aroma del tabaco era agradable. El aroma de la cajetilla también me complacía pues era uno de esos aromas que simplemente no hueles todos los días, salvo para aquellos que fuman diariamente. Por eso, quise hacer que la cajetilla durara muchísimo y como sólo tenía doce cigarrillos, cuando terminaba mi jornada laboral solía guardar el cigarro en su posición actual. Como no había sido consumido y había estado apenas en la punta de mis labios, no había razón por la que sentirse asqueado y además la apariencia de éste no cambiaba para nada. Siguiendo esa rutina, los cigarrillos se volvieron parte de mí. Cuando algún conocido pensaba en mí mientras hago mi trabajo, sin duda me habría imaginado con los cigarrillos entre los labios. Y con las piernas cruzadas sobre la silla, e incluso, girando con ella del puro aburrimiento. Así parece que mi trabajo es aburrido y que me lo tomo a la ligera, pero no es así. Me divierte y si bien a veces lo subestimo, también hay varias ocasiones en que surgen desafíos que me llevan a pasar tardes enteras girando y girando. Es un trabajo divertido. A veces me siento como un detective y otras veces como un científico pues siempre debo averiguar cosas nuevas. Lo único que nunca cambia es ese cigarrillo y yo frente al computador donde digitalizo palabras.
Sin título (I)
Autor: Camila Jara  425 Lecturas
La oscuridad del túnel se traspasa al interior de mi mente, ese interior remoto al que nadie tiene acceso, salvo ellos. Cientos de almas que me persiguen como si yo fuera un paraíso, o el mismo infierno. Sí, quizás soy el infierno. Ya no quedan seres que puedan llegar al cielo porque todos murieron con metales en sus cuerpos que los han marcado. Tal como dice el Apocalipsis, los que han sido marcados deben seguir en la tierra, sufriendo como en el mismo infierno, viviendo en el cuerpo de un humano destinado a nunca morir. Traspasan las puertas a las estaciones del tren, se ocultan en los túneles hasta que yo paso a ellos.     Así los veo. La sangre convierte los ventanales del tren en una alfombra carmesí. Dedo a dedo… Son largos dedos los que intentan aferrarse a los cristales para adentrarse en mi ser. Incluso puedo ver sus huellas digitales. Me siento aterrado. ¡Que alguien me ayude! Grito para mis adentros, pero nadie responde, ni siquiera aquello a lo que yo llamo conciencia. Quiero llorar, quiero desaparecer, hundirme en mis pensamientos para alejarme de esas manos ensangrentadas, pero al hacerlo, sólo veo más sangres, mis propias manos se ven manchadas de ese asqueroso líquido que nos mantienen con vida. Entonces grito en voz alta, pero sin darme cuenta todos los pasajeros han desaparecido y en su lugar quedan máscaras cuyo rostro demuestran alegría y tristeza. La comedia y la tragedia, ¿Acaso intentas decirme que en la vida no hay drama? ¡No! Yo no creo nada de eso… No hay nada, sólo máscaras y seres que buscan entrar en mi alma. No quiero, no quiero estar solo… Por favor… que alguien… alguien me ayude.     Sus manos avanzan por las puertas, el túnel se vuelve eterno con la oscuridad. ¿O es que ya he muerto? Estoy equivocado, tú lo sabes. Estoy vivo, estoy tras de ti, y si te abrazo, esas manos intentarán tocarnos. Los ventanales abiertos reflejan el rostro de los caídos que me persiguen. Estoy solo, pero ellos están ahí, como tú. Correr y correr… El vagón es eterno, sin fin. Los asientos y las máscaras no cambian. Llanto y risas a mi alrededor, todos me persiguen como si yo valiera la pena. No quiero ser parte de ellos, no quiero morir, pero no quiero vivir. Te lo ruego… una salvación. Si Dios existe, quiero creer en él y conseguir una solución a estas manos que acarician mi rostro con tal pasión que desgarran mi piel, como si de una manzana se tratara. Cortan con maestría, hasta dejar sólo un horripilante cúmulo de masa corporal ensangrentada y un par de ojos que giran buscando a los responsables. Aún los veo, aún los veo. Están allí, observándome como el primer día de nuestro encuentro entre las llamas de una carnicería. Voltean sus cuellos, y sus dislocados ojos buscan mi mirada, como yo. Un encuentro de exactos dieciséis segundos. Mis lágrimas comienzan a caer confundiéndose con la sangre, mis mandíbulas se aprietan para soportar los temblores de mis huesos. ¡Váyanse espectros! ¡No, yo no soy como ustedes! Soy una persona miserable, un hombre común que viaja por un tren ensombrecido en un túnel con aroma a moho. En el túnel, entre las paredes, ahí viven ustedes, como en la Muralla China, vivan allí y déjenme en paz, sonriendo hasta el final con sus dientes de marfil y sus colmillos de demonios mal nacidos. Ojala pudiera gritar, pero mi voz ya no puede oírla nadie más. Ellos no pueden escuchar a este montículo de carne putrefacta. Y sus manos se adentran en mi interior, buscando esos órganos que los satisfacen. Sin querer me he convertido en comida de esas perdidas almas, yo los alejo con las máscaras, devórenlas a ellas. Y yo huyo, huyo siguiendo el recorrido de los vagones sin fin. Ah, la luz. Al final del camino está la luz.   -Sí. Al final del camino está la luz.   Miro a mi alrededor. Nadie. ¿Dónde se han ido? ¿Por qué mis manos de nuevo están limpias y cubiertas por piel? ¿Por qué no estoy convertido en un par de ojos y en órganos desperdiciados? Ahora estoy solo, no quiero estar solo. Una sonrisa, es suficiente con una sonrisa. Y yo caigo entre los rieles, esperando que alguien llegue y acabe con este suplicio, pero nadie viene a socorrerme, ¿Tú puedes? La gloria del camino blanco de adhiere a mi piel. Es un helecho que sube por el tronco marchito incapaz de respirar por sí mismo, soy un árbol milenario, viejo, condenado a la muerte. Convertido en madera, quemándome como leña y ardiendo para acabar con las almas que tanto tiempo me han seguido. No… ¡No! No soy un árbol, soy un ser humano, soy un ser humano. ¿Por qué todos me observan con duda? Esos ojos, ese continuo parpadeo… es molesto, es doloroso, quiero borrarlo. Las palabras rebotan en mis tímpanos, saltan más allá del vagón, convirtiendo a todo en nada. Sí, ahora cuestiono el surgimiento de las palabras, de este lenguaje maligno que me ha transformado en nada. Una esencia que respiran cientos de personas en los trenes, en los vagones malditos sin fin. Ah, otra vez las manos ensangrentadas. Lágrimas de sangre que en verano se vuelven vapor y se condensan sobre los cuerpos ajenos. ¿Qué soy? Me veo atrapado en las paredes construidas recientemente.   -¿Qué soy?   -¿Qué eres? Un trozo de madera arrojado entre los rieles de un tren, ¿O tú eres ese riel? Qué solitario   -No. Solo no estoy, estoy contigo, con las voces que me persiguen, con el sonido del tren retumbando en mi interior, torturándome cada exactos cinco minutos.   -Ja, ¡mira la sangre! Tan patético.   -La luz viene… Y podrás marcharte con él.   -Ya estoy muerto. Soy un montículo de huesos… ¡Un montículo con brillantes ojos rojos!
Paranoia
Autor: Camila Jara  394 Lecturas
Mirar al cielo nunca antes había sido tan doloroso. Es una noche sin estrellas, sin lunas. Ni siquiera es noche. ¿Qué es aquello que observo? Un cielo que se convierte en vacío y cae, cae como si llorara ante la ausencia de sus amadas estrellas. El vacío que tengo sobre mi cabeza ha perdido la vida, ya no es más que el sufrimiento divino, sólo es el vacío de la muerte. A la vez reflejaba mi propio ser incompleto en mi pecho que sufría la distancia. Aquello que amaba no estaba más en este mundo y mi cielo se había vuelto vacío. Cuando pensaba en ello me daba cuenta que el derruido cielo que veía era mi propio yo y tampoco lo era porque en ese mundo aún quedaba una escapatoria. Eran los rayos de sol que entre las nubes negras se escapaban para permitir que los ángeles bajaran por tal camino de luz, aunque a veces, simplemente sospechaba que esos caminos divinos abrían paso a los ángeles caídos porque los que de verdad eran santos debían de cantar a su dios. Yo ya no tenía ningún dios. Nunca lo tuve. ¿Por qué tenerlo? La idea de la vida eterna para mí no resultaba placentera. La vida no me importaba, no tenía razones para vivir. El cielo ya no era el mismo, mi corazón estaba lejos de ser normal, yo no era yo porque mi yo se había ido. Tan distante estaba que yo ya no sabía decir quién era la existencia que portaba mi nombre. Por eso, tal vez, tan sólo tal vez, sea yo una sombra. Las sombras se apoderan del mundo cuando no hay luz de luna o estrellas, por eso cada vez que miro el cielo, el mundo es gris, oscuro. Si soy una sombra me pregunto a qué pertenezco. Pero cada ocasión que veo a mi alrededor no hay nada, por eso soy una construcción pragmática donde soy y no soy, donde tengo nombre y a la vez no, ¿Qué soy? ¿Una sombra? Pero una sombra sólo existe cuando hay un “algo” del que sostenerse, del que enlazarse. Así como la luz se enlaza a la oscuridad yo debo estar atado a un “algo”. Los caminos divinos tampoco me otorgan una respuesta porque cuando los veo desaparecen. Quizá soy una construcción maligna, algo distante de la luz que se disuelve cuando los caminos al cielo se abren. Debo serlo. ¿Y quién es ese algo al que estoy unido? Las preguntas vienen cada instante en el que obtengo una sola respuesta. La hermosura del instante en que mis dudas son respondidas se destruye y todo se vuelve fealdad como un reflejo en un espejo roto. Mi otro yo es distante, soy incapaz de verlo, por eso sigo solo. ¿Me llevarán los ángeles caídos al camino del cielo? ¿O deberé ir con ellos hacia el infierno donde seré más grande y poderoso? El mundo subterráneo me parece buena idea, así ya no lloraría con ese vacío sobre mi cabeza.
El Vacío
Autor: Camila Jara  393 Lecturas
Creo que tendríamos que conocernos de nuevo para volver a amarnos. He dejado de confiar en la voluntad del ser humano para cambiar y reparar los errores del pasado, por eso, ahora que decidimos recomenzar no pongo demasiadas expectativas, tampoco todo mi esfuerzo, ni mi amor. ¿Has visto los árboles en primavera? No todos florecen, y otros tantos lo hacen con pocas energías, yo sería de ese tipo, porque no me gustaría ver mis ramas cortadas por la cantidad de pétalos caídos y que molestan a los caminantes. Siento lástima por esos árboles, que son tan hermosos pero son rechazados y mutilados de la misma forma en que tú has mutilado mis manos. ¿Pudiste notarlo? Mi letra ya no es tan hermosa, y mis palabras son banales e incoherentes entre sí. Has herido mi corazón y como resultado, mis manos ya no pueden continuar con su ambición, ni tocarte, ni abrazarte y sentir tu espalda. Si no puedo sentirte ni escribir ni entenderte, ya no me queda más que borrar mis recuerdos y volver a escribir esta historia, pero antes de renacer, quisiera relatarte un suceso extraño. Hoy vi la luna. Tú me conoces, soy de esas personas estúpidas que se entristecen con el ir y venir de las estaciones. Y mientras las espero, la luna va conduciendo mi camino, sin embargo, esta noche la he perdido de vista más que por simple distracción. Parecía ser el presagio de un futuro sin ti. ¿Cómo puedo transmitírtelo sin que suene simple? Caminaba a casa mientras el cielo intentaba iluminarse con sus cientos de estrellas y el viento algo sobrecogedor acariciaba mis mejillas. Como era mi costumbre, me quité los anteojos y observé la plenitud del cielo, encontrándome de inmediato con esa esfera de brillante color dorado que se confundía con la luz de los focos. Pensé en ti, miré el suelo, mis pies y mis manos, sonreí como un estúpido enamorado y volví a mirar la luna. Ya no estaba. Quizás se había fusionado con el cielo, convirtiéndose en una mancha azul casi violeta, o lo que yo vi simplemente no era la luna, pero como ser obstinado, quise seguir creyendo que era eso, y devané mis sesos pensando que ya no me pertenecías, y que la insostenible relación que manteníamos iba a llegar a su fin. Aún ahora, la luna que busco no está. Ni al día siguiente, ni a la semana, ni al mes siguiente pude encontrarla. Qué gracioso, pero nosotros llevamos un mes sin hablarnos. ¿Será que esa luna que tanto amabas decidió abandonarme también? Si es así, entonces tú dejaste de ver la luz del sol y los caminos de los ángeles. Aunque te amo, quiero herirte y pensar que tú sufres como yo estoy sufriendo al ver las ramas de mi vida siendo mutiladas, pero, ya no puedo hacer nada más que eliminar esos recuerdos plasmados en la luna dorada y en tu cuerpo ensangrentado. Es cierto que ya no podemos volver a ser los mismos de antes, tu cabello y tus uñas crecen, tu piel empalidece y tu rostro se vuelve horripilante con el pasar de los días. Dentro de poco, olvidaré todo, y entonces, tu cuerpo, su hedor y perfume desaparecerán de mi corazón. Volveré a crecer como un árbol marchito, y en mi interior, muy posiblemente, crecerás como una mala hierba que volverá a lastimarme. Es que, este es un ciclo en el que amamos y nos torturamos al hacerlo, por eso ya no quiero darte ni mi amor ni mi confianza, ni depositaré esfuerzo en esta relación. Se me van las palabras, no puedo explicártelo de una forma agradable, así que… Tendremos que vernos una vez más en el purgatorio y discutir sobre esto una vez más, pero te advierto, esta relación no será lo que fue hasta que perdamos nuestras más valiosas memorias.

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