La Bailarina de Cristal
Publicado en Nov 24, 2012
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Una vez vi a un ser humano. Bajo la oscuridad de la noche, iluminada por las luces de la ciudad, vi a un hombre de desordenados cabellos danzándole a la luna, pero ¿Por qué sólo pude verle a él? ¿Por qué la ciudad está vacía? Una gota de rocío cae desde las profundidades del mundo. Cae a mis ojos, cae como la lluvia. Porque la lluvia viene de la tierra, ¿O es que yo estoy colgada de una cuerda y mis sentidos están confusos? Recuerdo la carta del ahorcado. ¿Cometí un pecado y ese es mi castigo? ¿Permanecer inerte como ese hombre? Mis manos no se mueven, mis dedos son una carga pesada con la que no puedo arrastrarme y el vapor que escapa de mis labios como un susurro se convierte en más de aquel rocío que me divide en un manojo de confusiones, y, aunque puedo ver a ese ser humano, mis ojos no pueden abrirse. Yo soy yo, no puedo ser como él a pesar de que compartimos la misma esencia. La música.
 
La caja musical se ha abierto. Me reúno en un abrazo con la nada y giro, giro y giro, pero aún siento que mis piernas no se mueven. Mi cuerpo paralizado es la melodía de un compositor muerto que no puede imaginar una nueva canción para dar ritmo a las piernas de quienes me observan a mí y a ese hombre de desordenados cabellos, sin embargo, siento que una nueva música se crea en mis oídos, que conforme se forma una canción con ritmo y voz, mi cuerpo se traslada a un mundo donde yo dejo de ser la misma cosa. Y mis piernas son capaces de moverse a través de películas mágicas y páramos cerrados por redes para peces. ¿Yo soy un pez? Quizás, me ha surgido la misma duda cientos de veces, y obtengo la misma respuesta, porque mis ojos no se cierran al dormir, y mis piernas son una ilusión, son aletas dispuestas a moverse al ritmo de la música, al ritmo de las ondas de las aguas infinitas en las que yo navego a la deriva. Quiero que alguien cumpla mi deseo antes de que la siguiente noche llegue. Junto mis manos invisibles y rezo al dios que ella nunca olvida, le pido que me dé la fuerza para ser quien no soy, para que estas piernas se muevan antes de que los rayos de luna llena las traspasen, para girar, girar y girar, hasta que la caja musical se haya cerrado una vez más y mis ojos queden condenados a la oscuridad de una noche sin luna.
 
Son tres personas las que conozco. Ella, quien reza a su dios cada noche mientras yo sufro secretamente abandonada en los brazos de este encierro. Él, quien siempre danza bajo las luces de la ciudad, esas luces que opacan a los cristales de mi piel, y a la misma luna asesina. Y yo, que no tengo forma, ni alma, pero que puedo oír, y sentir como ellos. Yo, que nada soy, tengo el privilegio de ver los amaneceres y llorar sin derramar lágrimas, mientras los cielos se oscurecen y se inundan por los ahogos de un ser desconocido que se oculta en la tierra. Como un espíritu parecido a mí, que puede moverse. Los pequeños granos de arena que caben en mis inútiles manos se van disipando poco a poco, hasta desaparecer, ¿A dónde se van? ¿Se esconden entre mis huesos desplomados en la tierra húmeda? Quizás se mezclen con el viento hasta formar una danza magistral que llega a los oídos de esas personas. Quizás se conviertan en las figuras ilusas de las musas inspiradoras, o en el canto de la naturaleza cuya voz es todo y a la vez nada, como yo y el susurro de los espinos en invierno. Pero estoy segura, ella no logra oírle, y él sólo conoce su propia música. Sin embargo, me siento cautivada por ambos, es una atracción natural en la que me he visto envuelta tras tanto correr por aquel páramo. Las redes me han atrapado, y ni la danza más sublime podría descubrirme de mi castigo. Por eso, entre las redes, me veo cautiva y colgada, ahorcada, sin aire, sin movimiento, sin vida, y sigo cuestionando mi existencia. ¿Soy uno de ellos? Puedo serlo, pero soy tan distinta, soy de un cristal que se convierte en nada a la luz de la luna, y que a pesar de todo, tiene permitido ver este amanecer, ver al hombre que amo una vez más, aunque éste no me pueda ver. Él no me habla, si lo hiciera ella pensaría que está enfermo, que su dios lo ha abandonado, pero nuestras miradas se encuentran muy seguido, y con las primeras notas de esta pequeña caja, comenzamos nuestra danza.
 
El baile de la melancolía surge de una pasión agotada entre las ramas de un bosque oscuro que se ha ocultado para convertirse en misterio. Con el primer paso, éste remite a una oscuridad distinta a cualquier otra, a una soledad que convierte murmullos en escalofríos, y cantos en llantos. Mientras él alarga su brazo hacia mí, yo apenas puedo sentir su tacto, y la alegría abre paso a un claro de cristalinas aguas, en las que ambos nadamos sin precaución, sin respirar, ahogándonos en los suplicios de la humanidad. Esa es la melodía que vamos creando, y nuestros pasos alegres se vuelven pausados y remotos, nos vamos alejando, no volveremos a encontrarnos. Porque el tacto ha causado heridas, porque no importa qué tanto amemos, siempre haremos daño. Él se lo ha hecho a ella, ella se lo ha causado a él, y yo no he podido entregar nada. Sólo mirar, sólo puedo sufrir calladamente mientras los veo amarse con locura, y la melodía, antes poderosa y solemne, deja de ser todo. La melodía es nada, sólo es el susurro de la naturaleza y un bosque lejano oculto en un mundo que sólo yo puedo recorrer con piernas invisibles. Ya no recuerdo cuál fue el sonido que escuché cuando le vi. Yo olvidé todo lo que nos rodeaba, y mi cuerpo dejó de ser hostil para volverse blando y delicado como el de mi señora. Los cristales a veces pueden romperse, pero los míos se hicieron blandos, idénticos a las carnes humanas. Ese dios del que ella tanto presumía decidió cumplir mi deseo con la llegada del frío amanecer en que el sol no proporcionaba calor y las nubes no derramaban polvo de nieve. Nunca antes conocí esas sensaciones. Frío y calidez se condensaban en mi interior sin que yo pudiera dominarles, causando el nerviosismo que sólo él y yo podíamos ver a través de la naturaleza de la música. Tuve la necesidad de definir lo que sentía, como todo ser confuso suele hacer para que lo que es desconocido deje de serlo, ¿Cómo podría definir la calidez y el frío si en el fondo son lo mismo? El dolor que convierte a la carne en un estropajo inservible, y los pies expertos en el escenario, hundidos en el fango de nieves pasadas, o acariciando hielos actuales, ya no pueden danzar.
 
¿Por qué sin darme cuenta, el cielo se puso arriba y las profundidades de la tierra quedaron recluidas abajo? Miro a mi alrededor con nuevos ojos mas sigo sin comprender este orden. Todo lo que yo vi desde mi escondite pierde sus orígenes y me muevo entre sombras desconocidas que he denominado edificios. Voy recreando el mundo entero con mis ojos hechos de turquesa, y lo que un día creí real, ahora parece una efímera alucinación de la que no tendré retorno hasta que la luna decida burlarse, y abrir su ojo de acero por completo sobre el páramo en el que descanso. Admiro mi cuerpo, las uñas son más delicadas que el cristal, mi piel se hiere con la misma facilidad con que los pétalos de rosas caen por el viento, y mi cabello envuelto en la brisa de invierno se desata cristalino y brillante como los rayos de sol. Es un manto que nunca antes había visto, y que, a pesar de su hermosura, no consigue darme el suficiente calor para dejar de sentir estos escalofríos que antes sólo llegaban a mí con la melodía de ese hombre.
 
–Le estaba buscando, señorita, ¿Se encuentra bien?
 
–¿No estás asustado de mí? No soy yo, soy una estatua de cristal.
 
–Usted es usted mientras su corazón sea el mismo, señorita bailarina de quien no sé su nombre, revelador de belleza y amistad.
 
–Un nombre… No lo poseo.
 
–¿Qué le parece si yo le otorgo uno? Entonces, a partir de ahora, usted será Françoise D’Alembert. Es un honor para mí conocerle. Ahora le llevaré a mi hogar para que los lobos no devoren su pálida piel. Y, ah, no se preocupe. Yo no soy un lobo, más bien soy un canario perdido en la hermosura de uno.
 
Una vez vi un ser humano. Un hombre sonriente, de fauces como las de un lobo y un corazón incompleto, como el mío, que por dentro estaba destruyéndose por un pasado al que yo no puedo acceder. Ni las melodías que noche a noche escucho pueden entrar en ese corazón tan desolado, cubierto de la nieve que cubre mi cabello y forrado con cenizas de árboles sin flores, muertos por la devastación de la soledad. Yo, una bailarina sin mayor talento, no puede acceder a los corazones, no puede brindar calma, hasta que el escenario se abre y las luces fingen placidez. Ahora, bajo la luz de las estrellas, me encuentro en uno, y giro, giro, giro sin saber cuándo terminará, mas la música resuena en mis oídos y todo mi cuerpo se mueve abatido por las notas fecundadas en el vientre de un piano, entre las manos de un actor sin rostro, enmascarado frente a un espejo que muestra su verdadero ser. Mi brazo extendido hacia esa máscara no logra romperla ni llegar al corazón de quien deseo. Por más que me refleje en ese espejo, no soy más que una ilusión rota en lágrimas cuyo destino es desmoronarse frente a ese hombre, para revelarle su interior. ¿Es por esa única razón que ese dios ha decidido cumplir mi deseo? ¿Sólo puedo tener carnes humanas hasta que el día del juicio final llegue y los ojos de cristal se conviertan en ojos humanos? Puedo verlo, en sus ojos celestes hechos de aguamarinas se revela una tristeza expresada en una de mis danzarinas reverencias. Su mirada se clava en el piso, observa una ondulante sombra que se desvanece entre sus pestañas y reaparece sobre sus hombros, obligándolo a caer. No importa qué tanto lo intente, una y otra vez, una y otra vez sin parar, vuelve a caer. Si yo pudiera darle mi fortaleza, mi único talento, se lo otorgaría sin lágrimas, y así la imagen que reflejamos mutuamente en el espejo se convertiría en nuevas piedras preciosas, en aguamarinas pulidas, como los ojos brillantes que he podido ver en mis sueños, cuando él es feliz. Si danzar es su deseo, cuánto me gustaría cumplírselo. El hombre cuya sonrisa es la de un lobo astuto se disipa junto a las sombras, se vuelve temeroso e inseguro entre las sábanas de la cama y yo, con los cansados ojos de turquesas, lo observo mientras recibo los rayos de luna creciente. La música se detiene.
 
Si el tiempo transcurriera con la misma velocidad que para las personas que he conocido en mi corta vida, estoy segura que yo sería alguien imperceptible, incapaz de crear cambios en las almas de quienes amo. Estoy segura que mi esencia efímera es poco grata para otros, que debo girar y cumplir un sueño sin que nadie más intente alabarme, que desde el árbol en el que permanezco colgada, dormiré por otros, y arrancaré de raíz las pesadillas, las de ella y las de él. Pero ese hombre de desordenados cabellos dice que todo encuentro tiene un significado, y que el nuestro es importante. Le creo, sin embargo, él pertenece a un mundo en el que los agradecimientos se opacan por el brillo de la alegría tras el cumplimiento de un sueño. Sé que nunca podrá agradecer, que su destino es danzar con un nuevo peso, el de la culpa. Sin darnos cuenta, hablamos de eso a lo que llamamos deseos. Mientras yo cepillo su largo y desordenado cabello, pienso que el recibir algo a cambio sin pagar un precio no importa, pues quien ha dado se convierte en un ser de alegrías mientras pueda ver al otro sonreír, pero él es un hombre avaro que cree en la igualdad material, que si das algo, debes entregar algo del mismo valor. Ahora hay muchos seres así, incluso los hay más avaros, y ante ellos yo me aterro, sonrío con tristeza para disimular que el corazón henchido de sangre roja ha latido dolorosamente. Ante este hombre, con el que me comporto como una mujer fría pero a la vez maternal, puedo borrar los gestos que mi interior pretende mostrar y ser quien no soy para simplemente buscar una corta felicidad para mí, y una duradera para él. Si me pregunta cómo sé si es él quien merece mi sacrificio, yo puedo saberlo porque me ha puesto un nombre y no ha huido al igual que los canarios. Mi brazo extendido, mi peinado deshaciéndose entre las corrientes y vientos, mis piernas estiradas por la fría nieve y un rostro impregnado del estoicismo de una flor muerta, me daban el mismo aspecto de ésta, cualquiera hubiera huido de un cadáver marchito en medio de un páramo, pero él me rescató de las redes de los peces y me sonrió. La primera persona que sonríe a quien es una figura de cristal tiene el derecho a cumplir su deseo, y, es cierto que no soy una inquebrantable estrella fugaz, sólo soy una bailarina que se mece ante el sonido de las notas de una caja musical junto al amado de mi señora, pero mi misión es una misión importante para el alma de este ser. Aunque mi tiempo sea más breve del que ellos tienen permitido, estoy decidida a compartir los sentimientos plasmados en melodías alegres que resuenan junto al murmullo de la naturaleza que no ha sido mancillada por las manos sucias de esos hombres avaros. Es probable que yo, siendo un ser común y corriente, no tenga permitido defender nada más que a este hombre de largos cabellos inquietos, pues será la misma naturaleza quien arrebate todos los restos de vida que he creado a través de cortos años.
 
El hombre al que conozco es el mismo que vi a lo lejos. Entre las luces de la ciudad y las estrellas del siniestro campo invernal sólo puedo distinguir esa misma nobleza, esos ojos hechos de lindas aguamarinas que en su interior, en la parte coloreada, lloraban con la desesperanza de un soñador atado a la realidad. Uno baila con la perfección de cientos de grullas sincronizadas en un viaje sin retorno, el otro baila con la cobardía de un ave escondida en un pozo de oscuras aguas, pero sé que ambos son la misma cosa. Incluso si el corazón y el recipiente son distintos, poseen un alma en común. Lo  he visto más allá de aquello que otros pueden ver. El color azul brota de ambos de tal manera que podrían mezclarse con los cielos de un verano creador de llamas purificadoras, sus ojos se confunden con las mañanas de un otoño renovador y atraviesan mi cuerpo hasta formar un arco iris, un pequeño arco iris que cruza desde la luna, hasta mi piel de cristal. Temo a esa luna que con el paso de los días engulle esa hermosa aura de él y ese hombre. Mientras crece, él se vuelve pequeño, su sonrisa se borra, él ya no baila y ese hombre cae tantas veces que le es imposible levantarse. La luna, que ríe por su festín, hiere los recipientes en que el alma está contenida, yo lloro para pagar por la sangre que han perdido, y en la tierra se forman nuevos brotes surgidos de las aguas acumuladas por tantos siglos. Los charcos que han de crearse y congelarse en este duro invierno me invaden entre las pesadillas que tengo en la oscuridad del lugar que se ha destinado para mi descanso como ser antinatural, y cuando la luna se refleja con el brillo azul de quienes he conocido, mi rostro se cae a pedazos. Ya no puedo bailar.
 
Ese hombre ha dicho “Ya no puedo bailar, ¿Tú puedes hacerlo?”. Si la melodía comenzara y ejerciera fuerza sobre mí, es posible que yo lo haga, pero tengo miedo a no poder volver a ser la mujer de lacios cabellos que descansa junto a ese hombre y que puede tomar sus manos sin herirlo. Esa caja musical que reside en su habitación, junto al gran espejo, ya no deseo que vuelva a abrirse. Las melodías de la Caja de Pandora están prohibidas para seres humanos como nosotros, si es que verdaderamente lo somos, pero yo la he escuchado, y su efecto me impide ser otra yo. Condenada a bailar hasta que la luna me destroce, no me queda más que jugar a tener carnes humanas y evitar la danza como soy ahora. Los sonidos fluyen poco a poco a través de mis oídos, mis párpados se cierran y murmuro la letra que esa música merece, pero debo detenerme, hasta que mi encierro continúe, sólo entonces me moveré un poco, aunque no sea mi deseo. Es la vida que alguien como yo debe llegar, porque los humanos han dicho que todo lo que no es como ellos, no merece la felicidad. Seres que pertenecen a mundos distintos, gente que miran con otros ojos, todos deben exiliarse al mundo de la infelicidad, no obstante, sin darse cuenta, este planeta llamado Tierra está condenado a conocerse como Infelicidad. Pensarlo me hace sonreír, pero no estoy contenta porque todos serán infelices algún día, sino porque mi oportunidad de ayudar a este hombre es mi consuelo.
 
–Yo tampoco puedo bailar, señor, pero mis piernas están a su disposición. Algún día usted podrá usarlas y volverá a escuchar las melodías ocultas en el sonido del viento que corre a través del páramo. Corriendo bajo la luz de luna llena, entre los árboles ya florecidos, sus saltos se volverán el irremediable placer de quien le observe.
 
–¿Tú me observarás?
 
–Con los ojos de turquesa que me pertenecen.
 
–¿Cuáles son tus ojos sino los que veo yo? ¿Cuál es tu verdadero nombre, bella dama cuyo nombre he inventado?
 
–El nombre de la nieve convertida en plumas de ángeles. Y mis ojos… ya los verá.
 
¿Por qué tiemblo al pensar en los días futuros? Cada día el sol brilla con más intensidad y entrega más calor a mi pecho. Por primera vez, debido a la falta de costumbre de sentir esto, he sudado y he tomado con agrado un baño. El agua que circula a través de mi piel de carne cobra una vida nueva, una de renovación en mi interior, en la que la música ha dejado de tener importancia. Mi prioridad cambia, se rehace y se asemeja al deseo de ese hombre al que le he tomado más cariño del que creía tener desde mi prisión. Ahora que soy libre y puedo verlo con ojos de distintas esmeraldas, entiendo que todos tienen una visión distinta sobre cada cosa, y que, como la mujer pequeña que era, él me otorgaba una visión de impresionante magnificencia, pero con mis nuevos ojos, débiles y cansinos, me encontré con un ser parecido a mí, con fortalezas y defectos. Ese hombre tiene un cuerpo tan frágil que el material del que mi corazón está hecho, podría convertirlo en una amenaza para el mundo de los vivos, tal vez, se convertiría en un ave de luces formadas con oscuros colores, y atrapada en medio de rostros de expresiones inhumanas, todo rastro de luz, por más intensa que fuese, acabaría mortificada bajo tierra. Tal era su fragilidad que mis manos le impedirían cumplir sus anhelos y muy por el contrario, los cristales que fluyen por mis venas terminarían salvándolo del equivocado camino de la muerte y la desilusión. Sí, la razón por la que mis manos tiemblan ante el futuro es porque éste apenas está creado. Más allá de mi propia consciencia de aquel que he llamado destino, existe la imposibilidad de que se cumpla por un leve desvío en mi viaje. Un paso en falso, y caeré cortada por una espada de doble filo, y mi muerte será en vano. Todo, incluido su deseo, terminaría ahogándose en el fondo de un pozo. Ya me ha pasado a lo largo de mi breve vida, caer a un pozo donde la luz de luna llega por ínfimos segundos mientras mi danza da comienzo irrita mis ojos, y lágrimas de cristal caen uno sobre otro para formar los hilos de araña que atan mis extremidades como si de una marioneta se tratase. Exhalo un grito de suplicio, espero que alguien me ayude, pero pronto la puerta se cierra, la luz de luna acaba y la eterna melodía sigue su curso presionando mis oídos mientras los hilos me mueven en el estrecho espacio creado por la imaginación de un lunático. Ya nadie puede llegar, nadie abrirá la puerta ni correrá a salvarme, ni los rayos de sol que acontecen sólo a mediodía, ni la discontinua voz de la naturaleza, suplicante como mi cuerpo.
 
Mi verdadero ser, que tanto gritó entre la música de aquella caja para conseguir cumplir el deseo de él, consiguió escapar de su jaula, abrir sus alas y agitarlas a un mundo distinto y complicado en el que ella valía menos que en su hogar. Había abandonado todas las tristezas colgada entre las ramas de un árbol, atada entre las telas de araña, escondida en la prisión de un pozo, obligada a danzar una música hermosa y tortuosa. El falso ser, el recipiente en el que me oculto descubre las risas y los llantos, cada atardecer observa a su señor ejecutar magníficas danzas que fallan en el punto de máximo esfuerzo, cuando todas sus energías se agotan, luego bebe una taza de té a su lado y contemplan el cielo, pues ella espera que la luna complete su ciclo, y él, que desaparezca para observar las estrellas que lo unen a quien ama. Siempre dice que ella lo espera en la ciudad de la que yo provengo y sus historias no acaban hasta que se duerme en mi regazo, tal como un niño pequeño. Estos brazos que poseo pueden acurrucarlo con calidez, no importa cuánto los mire con los ojos de turquesa, éstos son incapaces de convertirse en lo que son realmente y cortar su piel, porque este hombre, el hombre al que ella ama, es quien yo amo también, mas su amor es profundo y correspondido mutuamente. Sé que cada vez que observan algo en la naturaleza, ya sea bosque, playa, cielo, tierra, agua o fuego, piensan en ellos y escuchan entre los susurros de las hadas ocultas, sus propias voces. Todos los caminos que emprenden están condenados a acabar juntos, y ni las espadas ni los diamantes pueden cortarlos, pues la sangre volvería a unirles, y aunque sea doloroso saber que en ninguno de esos caminos estaré yo, me basta con ser quien salve la vida a este hombre, a él, que tanto me ha dado desde mi encierro, y aunque son simples gestos, y aunque a veces él mismo me ha obligado a estar allí, mi corazón de cristal ha podido sentir el regocijo de sus manos al acariciarme, al encender la música y hacerme danzar junto a él. Yo no odio la música, tampoco la amo. No deseo bailar, pero cuando es él quien me acompaña, comprendo y amo mi esencia. Soy yo, la música soy yo y sin ella me convierto en nada, en un ser vacío que no puede apoyarle, no obstante el tiempo se agota, las nubes despejan el cielo, y conforme las luces se encienden a lo lejos, tanto en la ciudad como en las estrellas, la distancia entre nosotros se vuelve abismal.
 
Su respiración acompasada deja tras de sí un halito de derrota, y en el cristal se reflejan dos rostros entristecidos. Las manos de la mujer de carnes humanas se aferran a sus hombros y él la abraza. En el cristal, mientras la última nevada coincide con el florecimiento de los árboles, se reflejan todos sus actos, los que ya nunca podrán tener. Un beso, un abrazo y lágrimas que caen como la nieve, y ya no sólo el cristal de la ventana, sino mi propio cuerpo de vidrio, se empaña. ¿Es este el fin?
 
He llorado al tocar sus labios, que están prohibidos para mí. La puerta se ha abierto y el reloj cae roto al suelo. Me digo que todo está bien, que era lo que tenía que pasar, que las telarañas debían acoplarse en mí, rodearme y engullirme a la oscuridad mientras que mi alma pasa a ser una nueva estrella en el interior de ese hombre de mirada gélida y calculadora, sin embargo, en mi corazón los latidos se vuelven agudos, nunca antes los había sentido así. Tal vez deseara la vida, pero la mía pertenece a un mundo distinto, una donde los humanos no pueden llegar y a la que yo sólo podré acceder en cuanto cumpla mi cometido. Me quedo con la última imagen de él observándome desde la ventana, con sus ojos infundados por el odio, por el engaño de una mujer cuya esencia se desvanece en un mundo desatado en la locura de la avaricia, y también me quedo con el dulce aroma de su aliento mezclándose con el mío. Un beso. Eso que llaman beso y que sólo ellos pueden utilizarlo ha llegado a mis labios y ha entrado a un yo que no soy yo. Vuelvo a caer desde el árbol, todo se ha dado vueltas y mis sentidos pierden la configuración a la que me había adaptado. Con desdén fijo mi mirada en los cuervos que quieren devorar mi carne y de mis ojos se borra toda expresión en el instante antes de que éstos se arrojen a mí. Es el dolor físico que amaina el dolor emocional, porque son distintos, ¿cierto?, ¿cierto?
 
No conocía el dolor hasta convertirme en una humana como ellos, pero ya no lo quiero. Detesto el dolor, sin embargo, él ha dicho que el dolor significaba ser humana, significaba que después de ello existía amor, que todos lo merecíamos. Yo no. Mi esencia no es la de un ser humano, mi esencia es la de la música, la que una vez creí que ambos teníamos. La esencia humana se caracteriza por la crueldad hacia un ser distinto, como yo. ¿Y qué soy? La música se estrella contra mis tímpanos, los abduce a un dolor que los obliga a quedar subordinados a ella, y mi cuerpo perdido y deshecho en el suelo, donde la sangre humana se ha derramado y los cuervos viven muertos junto a mis restos por su gran festín, se levanta arrastrado por los hilos de una red, mezclados con las mismas telarañas. Estos ojos se abren, se apartan de aquel sueño. Me hallo envuelta en la oscuridad del páramo, donde la radiante luna se ha convertido en un ser déspota, donde de su sonrisa brota la sangre a chorros, la misma que se había regado en el suelo. Porque la lluvia cae desde él, no desde el cielo. Este es el mundo donde vivo, uno de locura y desorden impuesto por otros. Y yo soy yo. La bailarina de cristal.
 
Ahora llega el final. Puedo ver que él duerme con complacencia mientras mis pasos resuenan en su interior, dándole pesadillas que no deseaba regalarle, pero es el cambio que hay tras su regalo. Pesadillas a cambio de la fortaleza que le permitirán ejecutar hasta la pieza de baile más difícil, y yo veré cumplido también mi propósito. Darle mi talento es lo que he pagado por ser humana por un breve tiempo, para que mi muerte no sea tan injusta como lo parece. Cierro los ojos, sigo sintiéndolo en mi interior, esa sensación de amor no termina, tampoco el miedo, porque mis manos son las de una mujer de carne y hueso, porque mi transformación aún no está completa.
 
–¿Qué haces?
 
–Las manos de una mujer se clavan en las espinas, el dolor es inaguantable, pero no puedo sentir nada de eso, yo no merezco siquiera el dolor. Aquí, bajo la luna, ambos somos iluminados por su luz, ¿puede ver mi rostro, señor? No, yo tampoco puedo hacerlo, porque la luna ha caído en un maleficio. Ambas, atrapadas en un pozo, nos odiamos y anhelamos la muerte de la otra. Ella ha vencido.
 
–Deja de decir tonterías y regresemos a casa, yo… – Sus pasos se escuchan, avanzan a mí, yo lo detengo con la mirada – Yo te quiero a mi lado.
 
–Es el fin. No puedo tocarte, porque mis manos se convierten en espadas de cristal, en un vidrio que podría cortar hasta el más fino marfil. No somos capaces de distinguir el marfil de la suave piel.
 
Comienzo una danza bajo la luna. Extiendo mis brazos y una de mis piernas es alzada al aire. Giro, doy un salto, giro y me inclino. El corazón ha completado su transformación, mis labios se mueven mas no pueden formular palabras, porque ya no hay sangre en mí, sólo un brillante líquido inundado por pequeños trozos de cristales y en mis ojos se repite la misma escena que en mi mundo. Éstos ya no reflejan más emociones, sólo el inerte rostro de quien ya no cree que yo soy humana, y tras él, el verde césped que ha perdido su color por la oscuridad de la noche. Con unos movimientos pausados, lentos y sonido mecánico, me reincorporo y giro, giro y giro, dejo ver mis muertos ojos de turquesa, una horrible e inexpresiva roca. Ahora comienza la transformación de mi cuerpo, que ya ha recuperado su mortífera palidez y se mantiene en la posición exacta para iniciar la danza final.
 
Las manos de carne se transforman en finos dedos de diamante, desde el meñique hasta el pulgar, sigue con velocidad su curso hacia los brazos, cubre los hombros con su manto de luz que refleja un arco iris lunar y amenaza el cuello con lentitud, ahogando los restos de una respiración casi imperceptible que es incapaz de revelarse frente a un espejo. Los pechos, el torso, y la espalda descubierta por las verdaderas prendas de la bailarina mueren congelados por la inusual nieve de esa noche, cubren el cuerpo de la bailarina de la misma forma en que los agitados pétalos recorren sus cabellos dorados que vuelven a peinarse con serenidad. Ya no queda movimiento en ella, sus ojos miran sin observar, sus oídos escuchan sin oír el perpetuo sonido de un distante corazón latiendo al compás de la melodía que sigue en su interior. Ambos pueden oír una trágica melodía, lenta y terrorífica que no exige más pasos que el miedo expresado en sus ojos, en los más de doscientos latidos por minuto y en la agitada respiración, pero no pueden evitarla, sólo les queda ver el espectáculo de la doncella pudriéndose y recubriéndose de cristal. Él la toca, toma sus manos, ha dejado sobre ella un nuevo manto carmesí y se aleja, uno, dos pasos, así no volverá a sentir el dolor causado por el vidrio. Con la sangre fluyendo de sus dedos, sigue sin apartar la vista de la mujer de cristal, quien se pone de puntillas para seguir silenciosamente su camino hacia su destino y se mantiene pensativa por lo único vivo que hay en ella, su estoica y racional consciencia que vuelve a verlo, a él. “Ah, es él, el que siempre está junto a mi señora. ¿Volveremos a bailar juntos en este paisaje nocturno? Solíamos hacerlo en un mundo lejano”, piensa, pero no escucha la música que la incitaba a bailar, y su cuerpo atado por las extremidades no se mueve ni un ápice. Ya su cuerpo está siendo desechado. Sus restos son enterrados en el páramo, y sus huesos se mueven dentro de una oscura caja musical donde él la observa girar, girar y girar, pero ella no quiere, debe hablar, murmurar su hechizo.
 
–No desaparezcas… – dice él.
 
–Es un sacrificio necesario… – dice ella sin mover sus labios – De este sacrificio nacerá una nueva vida, podrás ejecutar hasta la más complicada de las danzas. Podrás ver las estrellas cada noche, y una sonrisa aparecerá en tus labios. Podrás ver el arco iris en tus saltos, podrás ver mis piernas en las tuyas, y en el espejo se reflejará la verdad. No puedes tocarme, yo debo caer, caer y caer, danzar, danzar y danzar, para eso he nacido, porque así me romperé, y mi alma pasará a ti. El deseo tiene por consecuencia el dolor, ya otros lo han dicho.
 
En sus ojos se mezclan dos mundos. El suyo y el de él. En uno cae nieve, en otro caen pétalos de flores, y ella está siendo colgada desde un árbol. Su rostro comienza a resquebrajarse, los dedos de sus manos se caen a pedazos, la pierna en la que se sostenía se rompe, él no quiere que se rompa, quiere tener a su lado a la bella bailarina que estaba cuidándolo y apoyándolo, quiere acercarse a ella y protegerla, olvida que es de cristal y se abalanza contra ella para sostenerla entre sus brazos. La bailarina de cristal cuyo nombre se perdió en su hogar comienza a caer al césped, ya no pronuncia palabras, aunque en su interior se ha dado cuenta que su muerte está cercana, casi puede sentirla. Cierra sus ojos antes de que las piedras caigan del orificio creado para ellos y siente la gravedad, su propio peso, el aire que la mueve contra el piso. La rama de su mundo ha sido cortada, y ella cae, cae. Siente los retazos de una extraña calidez que el cristal jamás había acariciado, es una sensación de apenas un segundo que queda en el vacío en el instante siguiente y de pronto, la bailarina de cristal, hecha añicos en el suelo, deja de ver, oír, sentir y pensar. De sus venas fluye sangre que no es suya, entre los pedazos de vidrio quedan los rastros del líquido carmesí del hombre. Su rostro se ha cortado, la sangre se desplaza por su mejilla y cae sobre los restos de su Françoise D’Alembert. La observa con los ojos tan abiertos que las esferas amenazan con escapar como las turquesas de ella. Las busca, sus dedos se cortan y la luna brilla. Es el premio de consuelo que le ha dado por participar en su juego de venganza. Un poco de luz verdadera para hallar dos turquesas.
 
Ambos abren los ojos al mismo tiempo. Ella vuelve a ser ella, ese hombre vuelve a ser él. Están en la ciudad, él da cuerda a una caja musical y comienza a danzar con ímpetu, dirigiendo a ratos una mirada a la pequeña bailarina de turquesa que siempre está girando en el interior de su pozo mientras llora porque nadie la ha rescatado.
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Foto del autor Camila Jara
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Palabras Clave: Bailarina

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Fantasa



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