• Marita
Ulrica
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  • País: Argentina
 
“No quiero soñar mil veces las mismas cosasni contemplarlas sabiamentequiero que me trates suavemente”. En mañana de hoy la leí en un diario y, latente, se mantuvo dando vueltas hasta hace un rato. Como toda frase de raigambre popular, en su repetición porta una cuota de verdad –quizás– y, al mismo tiempo, afirma una suerte de sentencia (obvia) que habrá de cumplirse inexorablemente: “Hay que pasar agosto”. ¿Por qué? ¿Qué provoca de manera particular el octavo mes del año? ¿Y luego qué? ¿Algo cambiará, será mejor? ¿Qué tormenta debe desaparecer? ¿Qué debe pasar? La máxima enciclopedia global era el espacio ideal para hallar algunas respuestas, por lo menos en lo inmediato. Si la historia argentina nos había legado la célebre “hay que pasar el invierno”, pronunciada por un ministro de Economía en 1959 a propósito de una (de las tantas) crisis financieras que han sabido sacudir nuestro país, “pasar agosto” (con 60.400.000 resultados en el gran buscador de información) venía a cuento de una temporada que, especialmente, los mayores preferían dejar pasar. Dicho de otro modo, sería necesario dejarlo transcurrir para finalmente acabar con el año habiendo “sobrevivido”. A esa concepción, se ligan en Chile –por ejemplo– las dificultades que presenta el período “más crudo del invierno” y, consecuentemente, el momento del año en el cual fallece mayor cantidad de “viejos” por enfermedades relacionadas con las bajas temperaturas. A pesar de su relativo asidero científico, estas tendencias pueden brindar una primera conclusión: finalizado agosto, septiembre trae la llegada de la primavera, el clima se vuelve más cálido, se extienden las horas del día y todas las consabidas virtudes de la esperada estación se concretan. La sabiduría de las antiguas poblaciones de nuestra tierra añade una visión similar sobre el asunto. Según un sitio neuquino, “los antiguos pehuenches del Alto Neuquén llamaban Peuquen al mes de agosto y lo definían (como) ‘mal tiempo para las viejas’. O sea que la tradición de que ‘julio los prepara y agosto se los lleva’ también está dentro de nuestras raíces neuquinas”. El modo de prevenir o de combatir al mito sería la famosa copita de caña con ruda (que quien suscribe no ha tenido ocasión de beber en el inicio del mes, pero no cargaremos con la culpa impuesta por la superstición). De modo que agosto no es una buena época, más bien es una amenaza que conlleva cierta cuota de temor al dolor y el final. Razón por la cual, tal lo ilustran diversos artículos publicados en Internet, su finalización es un motivo de festejo, sobre todo para los mayores. Tradición que se cumple en algunas zonas trasandinas.   Más cerca de la experiencia, y en nuestra Santa Fe cordial, desde el inicio del corriente mes un aire extraño gira como una mosca inquieta. Tras un julio seco y frío, pero también soleado, se instalaron jornadas más húmedas, lluviosas, destempladas y calurosas. Ideales para potenciar esos resfríos infames que saben dejarnos vulnerables e impedidos de respirar con tranquilidad. Cierto también resulta que, desde hace varios días, la incomodidad y alguna cuota de malestar condiciona la tarea cotidiana. Nada parece dar el resultado esperado, las expectativas se frustran, los obstáculos se empecinan y los fantasmas deambulan en las noches de sueño. El agradable y refinado sabor de un cabernet no parece suficiente para enfrentar las sombras. Parecería necesario confiar en un antídoto más duro y poderoso, como la caña, en honor a aquellas tradiciones. ¿Quién podrá tener la fórmula para desplazar este manto sombrío que perturba la voluntad? Como un mandato predestinado –tal vez–, agosto pasará con cada uno de sus 31 días y cada una de sus 31 noches, pero al menos debería ofrecer la posibilidad de pedirle que nos trate suavemente. 
Agosto
Autor: Marita  208 Lecturas
Cuando noviembre comienza a transitar su fin, la misma ansiedad resurge. Como una vieja melodía que uno suele tararear involuntariamente, empezamos a repetir el ineludible deseo: “Quiero que termine el año”. ¿Para qué?, ¿con qué fin?, ¿qué debería suceder una vez que el 1 de enero supere las olas de los brindis? Una respuesta sencilla: termina una etapa, es posible descansar y bajar el ritmo, dedicarse al ocio y planificar nuevamente. Aquella conocida expresión que alude a la recarga de pilas cobra pleno sentido frente al agotamiento acumulado durante los últimos 365 días. Y en noviembre parecería que ya nada es posible: “Lo que no hiciste en todo el año, no lo vas a hacer ahora”, dijo alguien alguna vez cuando sólo restaban 30 días para lanzar al cesto el almanaque vencido.Aquella primera respuesta resulta válida, pero insuficiente. No sólo las responsabilidades y el amontonamiento de sucesos vividos son causa del fastidio propio de fines de noviembre. La incertidumbre sobre lo que vendrá también se convierte en una razón de una inquieta preocupación. Preocupación más ansiedad, más especulación acerca de las posibles alternativas que asumirá el futuro: una combinación poco sana. Ese estado se potencia con las condiciones climáticas, al menos en este rincón del mundo. Las temperaturas típicas de noviembre se imponen sobre el cuerpo como una piedra pesada. Son el anticipo del verano que –insistimos– en el Litoral argentino se convierte en un agobio constante, sostenido e insufrible. El acertijo que sobreviene apunta a descifrar de qué manera llevar el día a día, y la noche a noche. Aquí el asunto se complejiza porque no hay recetas, ni fórmulas infalibles. Cada uno habrá de hallar un modo y pequeños grandes pasos hacia la mentada recta final. Lo relevante, sin embargo, se inscribe en esa imperiosa necesidad de saber qué pasará después, cómo será lo que viene, qué permanecerá y cuál podrá ser la novedad. Porque siempre se acomoda un pero, y tampoco es necesario que todo se modifique. Eso estimula a los miedos, instalados y latentes. La solución más natural parecería apelar a las expectativas que habría que transferir hacia proyectos. Modificar las perspectivas y los puntos de vista y, así, atreverse. Siempre la misma canción. Hace años que se hace escuchar y pocas veces se anima a materializarse en realidad. Quizás no se trate de una gran revolución el objetivo por delante, sino de un par de búsquedas (inciertas), carentes de destino fijo. El tesoro por hallar es un enigma. Son cosas por vivir, cosas que habrán hecho méritos para ser vividas. Vividas con la razón y el alma abiertas.
El enigma de noviembre
Autor: Marita  203 Lecturas
-¿Por qué el enojo? –le consultó con relativo asombro; la respuesta era obvia–. -¿No sabés por qué? –con la mirada escondida detrás de los anteojos de sol, le respondió mientras contenía toda la violencia que en ese instante la hacía estallar por dentro–. -¿Por qué? –insistente, con el mismo asombro–.-Porque no aguanto más, porque no soporto más -. Si estás cerca, te reís de mí. Y si me alejo, también me dañás. Buscás la forma de interferir en mi vida y te las ingeniás para hacerme daño. ¡No te parece suficiente motivo para el hartazgo y el enojo!-Es una locura, una gran equivocación. Lo que decís es una locura…-No, no es una locura. Estoy sufriendo por tu culpa y no te hacés cargo. No me ayudás, ni me soltás, ni me comprendés, no me podés entender, pero te empeñás en meterte. Y te metés y hablás, con uno y con otro. Y me duele… Necesito que me dejes en paz… ¡Dejame en paz, por favor!  Habían pasado tres semanas desde la última vez que se vieron y el reencuentro no fue tan amable y conciliador como cualquier espectador podía imaginar. Ya se había acostumbrado a la soledad, pero no por eso le resultaba menos dolorosa. El aislamiento ex profeso también tenía sus consecuencias. Uno de ellos era la voluntad de sostenerlo. Como el círculo vicioso que forma el perro cuando se muerde la cola. Si decidía buscar una alternativa, crear una opción, a la que era capaz de animarse, la calle empujaba como un fuerte viento hacia el interior de su habitación. Parecía que allí, bajo siete llaves, debía quedarse. ¿Y allí qué había? Miedo, mucho miedo. Pero esta vez estaban viéndose los rostros, de frente. Y el silencio que se había impuesto –acabado aquél diálogo– obligaba ahora a plantear la posibilidad de caminar un rato. Los escombros que colmaban la vereda determinaron el cambio de rumbo. Los motores de los autos –por esa calle no pasaban colectivos– y el palabrerío de los caminantes eran la música de fondo. Así fue como llegaron hasta esa plaza mal iluminada, peligrosa y poco agradable que tanta inquietud provocaba. No era un lugar plácido para conversar. Y a decir verdad, de nada había que hablar. -Quisiera irme a mi casa. No me siento bien –lanzó, con los brazos cruzados, y total seguridad–, siento frío y se me hizo tarde.-¿Te sentís bien?-Sí, simplemente quiero irme.-Está bien. Más tarde te llamo y hablamos…-No, no me llames –interrumpió con énfasis–. No quiero que vuelvas a comunicarte conmigo. Seguí tu camino, dejame seguir a mí el mío y, por favor, no te metas más en mi vida. Te quiero lejos. Chau –giró e intentó comenzar a caminar–.-Pero yo te quiero…-Pero yo no. Ya no te quiero. Te quise mucho. Te quise muchísimo –y cuando lo dijo, su voz se quebró y la emoción le hizo soltar un par de lágrimas–. Pero no supiste acompañarme, ni respetarme, ni comprenderme y me lastimaste. Creíste que tenías derecho a avasallarme y a tratarme como una tarada. Y después te reíste, te burlaste, porque no me comprendés, no podés comprenderme. Te empeñás en demostrar que, total y permanentemente, vivo en una absoluta equivocación. Pero no me podés comprender… Por favor, si no podés estar conmigo, si no te gusta lo que ves, dejame en paz, pero no me lastimes –y partió esta vez sin despedirse–.El desastre se veía venir. Aquello no terminaría bien. Todo sería como una gran tormenta que barre con techos y árboles. Nada quedaría en pie. Lo sabía, lo temía, pretendía evitarlo y lo dijo. También se aferró a sus principios, aun sabiendo que eso siempre implicaba pagar un precio. Así fue como el presagio se cumplió. Ahora, al menos, ya le había expresado el enorme malestar que le había provocado. No buscaba venganza, no quería dejarse llevar por el odio, ni pensaba en insistir con el tema. Las cartas volvían a estar sobre la mesa. Pero no se sentaría a jugar. No lo haría, ¿nunca más lo haría? 
Del hartazgo al adiós
Autor: Marita  200 Lecturas
“Necesito creer”. Lo repito en voz baja desde hace varios días. ¿En qué?, ¿en quién?, ¿en qué?, ¿por qué? La incredulidad permanente arrastra consigo no pocos riesgos. Uno de ellos es sistematizar la desconfianza, hacer de ella tanto un método como un fin, y, consecuentemente, convertir en dificultoso –sino imposible– cualquier tipo de vínculo. Así las cosas, se cruzan términos como fe y esperanza que, como la llama de una vela, sostienen un sentido vital, siempre presente aunque inadvertido.Menudo problema ha impuesto mi inquietud. No sólo se requieren respuestas, también es menester hallar una causa del malestar. ¿Qué es lo que se pretende? El primer impulso no elude un sentimiento de complejo remplazo: la decepción. Una tras otra, las desilusiones no han sido pocas ni mínimas. Cada una, a su modo, gestó dolor, pena y enojo. Y no hubo pedido de disculpas, ni reparos. Nada pudo ser como otrora fuera. Simplemente, fueron marchitándose esas pequeñas y grandes ilusiones, esa confianza enceguecida en el otro. Frente al devastado panorama, la necesidad se entrelaza con el deseo. “Necesito y quiero creer”. Puedo dudar, puedo convivir con someras incertidumbres, puedo exaltar mi derecho a exigir garantías, puedo perdonar faltas. No puedo soportar otra desilusión, pero sobre todas las cosas anhelo y requiero tener la certeza de que ciertos pilares no se quebrarán.No podré tolerar una mirada especulativa, una declaración falaz, un interrogante manipulador. Aunque no puedan ser amigables, necesito palabras esencialmente dignas. Podré soportar las heridas de una verdad adversa, aunque me sublevaré al engaño ofensivo. Son las condiciones que me atrevo a postular, con el imperante deseo de creer y la esperanzada necesidad de vencer al miserable escepticismo que brota cada vez que me detengo ante una mirada. 
Creer
Autor: Marita  195 Lecturas
El paso del tiempo desemboca en una serie de constantes preocupaciones y desvelos. Cuando ese tránsito inadvertido comienza a develarse en arrugas, canas y algunas otras tantas metamorfosis físicas, las luces de alerta se encienden como los focos del semáforo y diversas pueden ser las reacciones y decisiones. Desde el reflexivo replanteo del camino a seguir, hasta la obsesiva consulta a cuanto especialista competente se halle en la cartilla médica.Otra manifestación inquietante es el repaso por los sueños perdidos. Y aunque una lectura posible hable de un análisis romántico y nostálgico, al mirar hacia atrás no es extraño reconocer anhelos incumplidos. Entre frustraciones, decepciones y cachetazos, no fueron pocas las oportunidades en que nos escuchamos refunfuñar por lo que no pudo ser; o por lo que fue, aunque no era lo deseado. Sí, claro, algunas cosas supieron mejorar, y otras sorprendernos. Estrellas y amaneceres rosados cumplieron su misión.Irrebatible: el tiempo pasa. El tiempo pasa y las cosas cambian. Se mueven de lugar, se borran, se destiñen, desaparecen. En constante mutación, nada parece sostenerse intacto e imperecedero. La experiencia demuestra que hasta lo que parecía inmortal e indestructible se puede oxidar y arruinar. El tiempo pasa y nosotros también variamos. De a ratos nos volvemos más intolerantes, y nos llenamos de escepticismo. El dolor nos deja cicatrices, siempre visibles, imposibles de borrar. Y los abrazos no siempre saben llegar, ni abrazar. El optimismo cruza los umbrales de la utopía. Sin embargo, cada mañana los pies se levantan y comienzan a marchar. ¿Autómatas? Esperanzados. Conocedores del tiempo, y de su paso. De lo aún posible, y de las dificultades. Esperanzados, valientes y atrevidos. Amigos de los silencios, y cómplices de la música que sabe hacernos vibrar. Cada fracción de segundo equivale a décadas. En mayor o en menor medida nos dejan estampas. Ahora bien, la relación se vuelve más interesante, más apasionada y más divertida cuando descubrimos (o inventamos) la forma de imprimirle al tiempo nuestros sellos. Únicos. Y divinos. 
Sellos, los nuestros
Autor: Marita  190 Lecturas
Sentada en los primeros escalones del inmenso portón, Lucía desplazaba con suma agilidad su dedo por el Blackberry. Había recogido sus cabellos con menos prolijidad y su hombro izquierdo se dejaba ver por el escote de la remera. Hacía mucho calor para una tarde de junio. Y sin embargo, su madre le había recomendado –o quizás, ordenado– que tomase una campera antes de salir de su casa. Ahora, eso había dejado de ser importante. Un mensaje de texto alertaba sobre la demora de Francisco, que estaba en camino y que llegaría unos minutos más tarde. A la ansiedad por encontrarlo, se sumaba el mayor tiempo de espera. Otra vez, habría que mirar el teléfono y hallar en sus dispositivos algún entretenimiento que permita mitigar la impaciencia.  No habían pasado más de cinco minutos, cuando un hombre un tanto canoso, de jeans, zapatillas y pullover gris se acercó para preguntarle si deseaba entrar. “Los trámites sólo se hacen de mañana”, aclaró ante ningún planteo previo. “No, estoy esperando a alguien”, le dijo ella sin demasiada pretensión de cordialidad. Con un “está bien” del cincuentón envejecido prematuramente ya había finalizado el intercambio. Fue en ese instante cuando –mientras Lucía enredaba las puntas de uno de sus mechones rubios– Francisco se dignaba a cruzar la calle con inquieta premura. Ella lo observó con relativo asombro: alguien le había cortado el pelo y sus rulos eran notablemente más cortos. Era demasiado pronto para sostener una opinión sobre la novedad –que, como tal, aún resultaba sorprendente–, de modo que lo mejor sería limitarse a “te cortaste, me gusta”. Con esas palabras sería suficiente para iniciar la conversación. En medio de esa sucesión de anticipados pensamientos, el chico que le había enviado un mensaje por Facebook la noche anterior para notificarla sobre sus verdaderas intenciones ya se había parado frente a ella. “Hola, Lucy. Llegué, ¿hace mucho que esperabas?”.Lucía y Francisco se conocían de la escuela primaria. Él había transitado esas aulas y había roto sus rodillas en ese patio desde el prescolar hasta séptimo. Pero ella, después del divorcio de sus padres y del consecuente cambio de barrio con su hermanita Guille, se había incorporado en cuarto. El ingreso a la secundaria los separó, como a la mayor parte de aquellos 26 alumnos egresados en los albores del siglo XXI. Y el responsable del reencuentro no fue otro que Facebook, el espacio público más amplio, plural, global y universal que el propio concepto de ágora tal vez no pudiese comprender. Lo cierto es que este par de adolescentes, ya grandecitos, habían comenzado a chatear desde hacía unos dos meses. Primero se aceptaron como amigos y después, entre esas tantas charlas cortas, un poco mal escritas, en no pocas oportunidades interrumpidas, fueron formando algo similar a una simpatía que no tardaría en confundirse con otras zonas sentimentales. Si en el salón de la primaria se sentaban en esquinas opuestas, el presente los encontraba conectados, con la sombra de la facultad en el horizonte, más grandes, aunque no demasiado.Sería este el segundo encuentro personal y ambos esperaban –indudablemente lo esperaban– que fuese menos incómodo y más natural que el anterior. Habían revisado fotos de sus respectivos perfiles, y ya tenían una idea de cómo se veían pasados los años de secundaria. Él, más delgado, con una reducida barbita, las facciones del rostro más rectas y un par de ojos verdes saltones en los que no había reparado en el pasado. A ella se la veía menos introvertida, pero con la misma mirada melancólica, carente de aparentes motivos. Y bonita. Sí, se la veía bonita. Sobre todo en esas fotos en las que reía junto a dos amigas en el parque. Divertida, parecía brillar. Y él, de perfil, en blanco y negro, con una camisa blanca, era todo un galán. Habían caminado tres cuadras y hablado de temas ya olvidados. Entonces él creyó conveniente preguntar “qué te gustaría hacer” al mismo tiempo que en su cabecita se combinaban helado, coca cola, cine, quiosco, plaza, bulevar… Ella lanzó el impensado “no sé” y todo parecía volverse incierto. “Bueno, caminemos un poco más, ¿querés?”. “Sí, dale”, correspondió. Finalmente, entraron al bar escondido en el fondo de esa galería mal iluminada, pidieron dos gaseosas mientras volvió a enredar su mechón rubio con sus dedos, Francisco se animó a extender su mano derecha y reposarla sobre la de Lucía. Lucía se animó a sostener la mirada en ese par de ojos verdes que tanto la atraían y soltó una leve sonrisa. Llegaron las bebidas, y aún no habían emitido una palabra. Como en una comunión silenciosa, ninguno de los dos deseaba interrumpir ese momento placentero, cálido, mutuo. El especial momento que habían construido fue quebrado por la vibración del teléfono sobre la mesa. La mamá de Lucía, Alicia –que le había sugerido que llevase un abrigo antes de salir y que se había separado de su padre por culpa de las constantes discusiones maritales– le recordaba desde el otro lado de la línea que era el cumpleaños de tía Nora, que había que ir, que las esperaba, que si no iban se avecinaría una hecatombe familiar, que aunque sea un rato “tenemos que ir”. “Está bien, ya voy para casa. No te preocupes”. “No demores”, “No, ya voy. Chau”, “Chau”. Ante la contundencia del diálogo telefónico, Francisco comprendió rápidamente que aquella salida se acercaba a su fin. Ella le explicó que debía regresar, pero le propuso seguir en contacto. “Nos mensajeamos más tarde, ¿te parece?”, propuesta que obtuvo una confirmación con un mínimo movimiento de cabeza. Faltaban dos metros para llegar a la salida de la galería, y Francisco dudaba, pero también deseaba decir algo. Esa calurosa tarde de un viernes de junio debía culminar de otra forma. Pese al temor por un posible rechazo y a un eventual reto, se sintió valiente para volver a tomar la mano de Lucía, retenerla por unos instantes, lograr que ella detenga su paso y gire para enfocar nuevamente en aquellos ojos verdes. No supo decirlo de otra forma, no lo había ensayado, pero debía pronunciar esas palabras, las que retenía desde que la vio sentada frente al portón un rato antes. “Me gustás”, arrojó. “Vos también me gustás, pero no me animaba a decírtelo”. Fue la respuesta que inesperadamente Francisco recibió sonrojado. Ninguno de los dos quiso, ni pudo, ni supo agregar palabras. La noche se volvía imperiosa. El cumpleaños de la tía Nora ya había originado un segundo llamado de mamá Alicia, y Lucía quebró el silencio con el previsible “me tengo que ir”. La despedida no supuso el beso que los dos imaginaban. Fue en la mejilla, breve y tímido. Ella se marchó con un paso ligero hacia la parada del colectivo, y no quiso que él la acompañara. Saber que se gustaban había vuelto más compleja e incómoda la situación. Él regresó por el lado opuesto, con menos apuro y las manos en los bolsillos de la campera. Sentada, Lucía observaba a través de la tercera ventanilla cuando vibró su Blackberry. A una cuadra del bulevar, Francisco percibió que su teléfono sonaba dentro del pantalón. En ambas pantallas se leían las mismas palabras: “Gracias por decir lo que quería escuchar”. 
Lo que quería escuchar
Autor: Marita  185 Lecturas
El domingo me despertó sin sol, pero con una mínima sensación de agobio. No fue importante. En reemplazo de los deberes domésticos, el placer de la lectura fue en busca de asilo a los portales de los diarios nacionales. Y nada. Mejor dicho, más de lo mismo: una catarata de declaraciones, cruce de críticas –y no de las constructivas, precisamente–, muestras y más muestras de un malestar generalizado. La desmesura y el desatino exhibiéndose como fin y como medio de cualquier sintagma lingüístico que se desarrolle en los medios de comunicación y las redes sociales. Todo polarizado, todo en los márgenes de los exabruptos y las confrontaciones descalificatorias. Así parece exponerse el maduro diálogo democrático tantas veces pregonado. En vano, por lo visto.En menos de diez minutos, le dije adiós a esos sitios y acudí a otros. Una de las maravillosas ventajas de Internet: como en un gran emporio, es posible hallar un surtido amplio y diverso. Pero, claro está, el criterio de selección suele redundar en dos o tres temáticas de similar sentido. Así fue como pude leer en un diario español, con suma afición, una crítica a la más reciente obra de Paul Thomas Anderson. El director de “Petróleo sangriento” (There will be blood) regresa ahora con “The master” y el deseo muta en ansiedad. Ocurre que se trata de un cineasta de alta talla. Un creador que, con suma lucidez, es capaz de comprender, interpretar y representar el eje vertebrador de la sociedad capitalista. Con arte, escribe definiciones. Y, sobre todo, plasma de qué manera esa gramática se inscribe en los cuerpos, las mentes y las vidas. A partir de allí, sus criaturas son crueles, ambiciosas, fanáticas, doloridas y atrayentes. Nada que no pueda ser advertido, en mayor o menor medida, en múltiples manifestaciones de lo que se denomina y acepta como opinión pública durante estos días. Y de Thomas Anderson, como ligado a una cadena de asociaciones, salté a otras cintas y otros realizadores que aguardan por sus respectivos estrenos en los próximos meses. Afortunadamente, los inicios de año suelen estar acompañados de novedades. Así fue como localicé una nómina más que sugerente e interesante. Sobre lo que se viene (lo que se viene, un recurso efectivo ya saturado en su uso, un lugar común), las preferencias personales obligan a destacar los siguientes nombres y títulos: el maestro Michael Haneke, con “Amor”; el singular Quentin Tarantino, con “Django Desencadenado”; “Hitchcock”, de Sacha Gervasi; la delicada Isabel Coixet, con “Ayer no termina nunca”; el inefable Pedro Almodóvar y “Los amantes pasajeros”; los imprescindibles hermanos Ethan y Joel Coen, con “Inside Llewyn Davis”, y, sorpresivamente, se menciona la cuarta entrega de “The Matrix”, sobre lo cual deposito un significativo cúmulo de dudas e incertezas.Han transcurrido un par de horas desde que abandoné el desayuno. Los menesteres se imponen como celadores y me conducen a abandonar el teclado. Por un rato. Quizás por lo que resta del día. El cielo continúa gris, aunque la mañana no presta frescura. Aún nublado, reina el estío. Las palabras y las imágenes esperan regresar, renovadas, diferentes, emotivas, dulces y amigas para desplazar el indefectible miedo a la hoja (resignificada ahora en archivo o documento) en blanco. Un pánico que podrá ser vencido gracias a creadores, creaciones, historias y personajes. Todo para escribir, todo para decir. 
Asociaciones de domingo
Autor: Marita  172 Lecturas

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