Lo que quera escuchar
Publicado en Nov 19, 2012
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Sentada en los primeros escalones del inmenso portón, Lucía desplazaba con suma agilidad su dedo por el Blackberry. Había recogido sus cabellos con menos prolijidad y su hombro izquierdo se dejaba ver por el escote de la remera. Hacía mucho calor para una tarde de junio. Y sin embargo, su madre le había recomendado –o quizás, ordenado– que tomase una campera antes de salir de su casa. Ahora, eso había dejado de ser importante. Un mensaje de texto alertaba sobre la demora de Francisco, que estaba en camino y que llegaría unos minutos más tarde. A la ansiedad por encontrarlo, se sumaba el mayor tiempo de espera. Otra vez, habría que mirar el teléfono y hallar en sus dispositivos algún entretenimiento que permita mitigar la impaciencia.  



No habían pasado más de cinco minutos, cuando un hombre un tanto canoso, de jeans, zapatillas y pullover gris se acercó para preguntarle si deseaba entrar. “Los trámites sólo se hacen de mañana”, aclaró ante ningún planteo previo. “No, estoy esperando a alguien”, le dijo ella sin demasiada pretensión de cordialidad. Con un “está bien” del cincuentón envejecido prematuramente ya había finalizado el intercambio. Fue en ese instante cuando –mientras Lucía enredaba las puntas de uno de sus mechones rubios– Francisco se dignaba a cruzar la calle con inquieta premura. Ella lo observó con relativo asombro: alguien le había cortado el pelo y sus rulos eran notablemente más cortos. Era demasiado pronto para sostener una opinión sobre la novedad –que, como tal, aún resultaba sorprendente–, de modo que lo mejor sería limitarse a “te cortaste, me gusta”. Con esas palabras sería suficiente para iniciar la conversación. En medio de esa sucesión de anticipados pensamientos, el chico que le había enviado un mensaje por Facebook la noche anterior para notificarla sobre sus verdaderas intenciones ya se había parado frente a ella. “Hola, Lucy. Llegué, ¿hace mucho que esperabas?”.



Lucía y Francisco se conocían de la escuela primaria. Él había transitado esas aulas y había roto sus rodillas en ese patio desde el prescolar hasta séptimo. Pero ella, después del divorcio de sus padres y del consecuente cambio de barrio con su hermanita Guille, se había incorporado en cuarto. El ingreso a la secundaria los separó, como a la mayor parte de aquellos 26 alumnos egresados en los albores del siglo XXI. Y el responsable del reencuentro no fue otro que Facebook, el espacio público más amplio, plural, global y universal que el propio concepto de ágora tal vez no pudiese comprender. Lo cierto es que este par de adolescentes, ya grandecitos, habían comenzado a chatear desde hacía unos dos meses. Primero se aceptaron como amigos y después, entre esas tantas charlas cortas, un poco mal escritas, en no pocas oportunidades interrumpidas, fueron formando algo similar a una simpatía que no tardaría en confundirse con otras zonas sentimentales. Si en el salón de la primaria se sentaban en esquinas opuestas, el presente los encontraba conectados, con la sombra de la facultad en el horizonte, más grandes, aunque no demasiado.



Sería este el segundo encuentro personal y ambos esperaban –indudablemente lo esperaban– que fuese menos incómodo y más natural que el anterior. Habían revisado fotos de sus respectivos perfiles, y ya tenían una idea de cómo se veían pasados los años de secundaria. Él, más delgado, con una reducida barbita, las facciones del rostro más rectas y un par de ojos verdes saltones en los que no había reparado en el pasado. A ella se la veía menos introvertida, pero con la misma mirada melancólica, carente de aparentes motivos. Y bonita. Sí, se la veía bonita. Sobre todo en esas fotos en las que reía junto a dos amigas en el parque. Divertida, parecía brillar. Y él, de perfil, en blanco y negro, con una camisa blanca, era todo un galán. 



Habían caminado tres cuadras y hablado de temas ya olvidados. Entonces él creyó conveniente preguntar “qué te gustaría hacer” al mismo tiempo que en su cabecita se combinaban helado, coca cola, cine, quiosco, plaza, bulevar… Ella lanzó el impensado “no sé” y todo parecía volverse incierto. “Bueno, caminemos un poco más, ¿querés?”. “Sí, dale”, correspondió. Finalmente, entraron al bar escondido en el fondo de esa galería mal iluminada, pidieron dos gaseosas mientras volvió a enredar su mechón rubio con sus dedos, Francisco se animó a extender su mano derecha y reposarla sobre la de Lucía. Lucía se animó a sostener la mirada en ese par de ojos verdes que tanto la atraían y soltó una leve sonrisa. Llegaron las bebidas, y aún no habían emitido una palabra. Como en una comunión silenciosa, ninguno de los dos deseaba interrumpir ese momento placentero, cálido, mutuo. 



El especial momento que habían construido fue quebrado por la vibración del teléfono sobre la mesa. La mamá de Lucía, Alicia –que le había sugerido que llevase un abrigo antes de salir y que se había separado de su padre por culpa de las constantes discusiones maritales– le recordaba desde el otro lado de la línea que era el cumpleaños de tía Nora, que había que ir, que las esperaba, que si no iban se avecinaría una hecatombe familiar, que aunque sea un rato “tenemos que ir”. “Está bien, ya voy para casa. No te preocupes”. “No demores”, “No, ya voy. Chau”, “Chau”. Ante la contundencia del diálogo telefónico, Francisco comprendió rápidamente que aquella salida se acercaba a su fin. Ella le explicó que debía regresar, pero le propuso seguir en contacto. “Nos mensajeamos más tarde, ¿te parece?”, propuesta que obtuvo una confirmación con un mínimo movimiento de cabeza. Faltaban dos metros para llegar a la salida de la galería, y Francisco dudaba, pero también deseaba decir algo. Esa calurosa tarde de un viernes de junio debía culminar de otra forma. Pese al temor por un posible rechazo y a un eventual reto, se sintió valiente para volver a tomar la mano de Lucía, retenerla por unos instantes, lograr que ella detenga su paso y gire para enfocar nuevamente en aquellos ojos verdes. No supo decirlo de otra forma, no lo había ensayado, pero debía pronunciar esas palabras, las que retenía desde que la vio sentada frente al portón un rato antes. “Me gustás”, arrojó. “Vos también me gustás, pero no me animaba a decírtelo”. Fue la respuesta que inesperadamente Francisco recibió sonrojado. Ninguno de los dos quiso, ni pudo, ni supo agregar palabras. La noche se volvía imperiosa. El cumpleaños de la tía Nora ya había originado un segundo llamado de mamá Alicia, y Lucía quebró el silencio con el previsible “me tengo que ir”. 



La despedida no supuso el beso que los dos imaginaban. Fue en la mejilla, breve y tímido. Ella se marchó con un paso ligero hacia la parada del colectivo, y no quiso que él la acompañara. Saber que se gustaban había vuelto más compleja e incómoda la situación. Él regresó por el lado opuesto, con menos apuro y las manos en los bolsillos de la campera. Sentada, Lucía observaba a través de la tercera ventanilla cuando vibró su Blackberry. A una cuadra del bulevar, Francisco percibió que su teléfono sonaba dentro del pantalón. En ambas pantallas se leían las mismas palabras: “Gracias por decir lo que quería escuchar”. 
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Foto del autor Marita
Textos Publicados: 7
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Descripción

Una historia de adolescentes en tiempos virtuales y de celulares.

Palabras Clave: Amores en tiempos de celular

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin



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