• Guillermo Capece
GuillermoO
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  • País: Argentina
 
 La nieve lleva un cargamento de flores entre mis ojos.Lo supe cuando la miseria en su obstinación últimaquemó sus naves.Estas rayas en mi piel dan certezas de lo que hablo y digo.Después, están el cautiverio de mi cuerpo y sus silencios.Porque, ¿a quién hablar?¿A quién decirle que la realidad nos acusa de estar ciegos por no haber descubierto la rebeldía?(Un tiempo sin ruidos ha descendido hacia el mundo.)Alguna vez, mientras corría la esperanza,he pasado ligero entre decepciones  -substancias de la noche-y logré sobrevivir.Entonces se acuñaban fragmentos de colores en mi cuerpo:buscaba el trópico,desde mis pupilas buscaba el fuego en su pozo,mi recuerdo torturante como ensoñaciones de Delvaux;buscaba el trópico... Ahora estoy solo, gritando socorro, culpable o sospechoso;mis límites abiertos a la ciudad que envolverá el insomnio,maréandome en la altura colosal de aquella cuerdacolocada allí para la locura o la desaparición.Lo más obscuro es el mármol con que está construída la caricia:daría mi sal inmediata por una limosna,yo,que recorrí las calles de la lejanía,con las manos en el hospedaje de las vociferaciones,como si esperara algo, quizá a ese caballo indómito que es la pasión por el recuerdo.Yo,verenador de sitios vagabundos, logré sobrevivir pasando sobre cautiverios. Narrar la historia de un silencio.Creo: mi corazón reverdece.Brillan aún los alimentos fríos, las cáscaras naranjas,pero mi corazón reverdece como exigiéndome un milagro.Creer es aceptar que debajo de las máscaras existenlluvias desprendidas, pedacitos victoriosos de palomas de nácar,cortejos de coronación en los que me envolvía para no esperar;pumas verdes bajando hacia el desabrigo de mi cuerpo, y ese hurgar en la memoria,locuras de un "guardián de los vientos", que bebe su copa casi negada de luz.Un lugar de arena para el deseo de narrar la historia,ese silencio que vuelve.                   Guillermo Capece                                                                           
  no sé tu nombrepero tu mirada tiene la presenciade aquellos sentires presentes como un ramo de confesionesentro y salgo de mis penas de sur a norte modula la brisael latido de mi confinado centro todo se aquietamientras el teclado del pianose disuelvey de tus dedos desconocidosbrota un escondido vértigo y eres tú que me llamas G.C.      
Piano
Autor: Guillermo Capece  828 Lecturas
 Las torres transmiten entre sí el misterio.Adornado por la historia, un niño, Guglielmo,sale de la iglesia y corre.Sobre una colina, viejos castillos medievales asoman las cascadas de sus picos.En la plaza de la Cisterna el niño viene hacia mi, y me pregunta algo. Yo a mi vez le pregunto. Entre las torres, un  silencio inacabable.   GuillermoO Direc.Nac. del Derecho de autor  
San Gimignano
Autor: Guillermo Capece  1125 Lecturas
 camina corazón antiguola belleza del sol ya es opacacandados a mi corazóny en mi sexo pulseras vanidosassólo el contacto con tu bocalo amontona como si fuera bestia bravapero tus ojostus anheladas manoshacen que esta nochemi cumpleaños cantea un amigo que ha venido a desearme                          Guillermo Capece
Cumpleaños
Autor: Guillermo Capece  844 Lecturas
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Cuando tú, mi poesía, lees poesía,el cielo se me oscurece con una luz verde,la gente huye de la orilla del marpor un presentimiento.Se enarbolan chispas en los cables del tranvía,y un gran silencio cae sobre la ciudad:es la poesía que se contempla a sí misma.Las palabras de un tiempo olvidado,de un presente que se derrumba sin tregua,velozmente, en un pasado informe,lees acerca de un rey y de coronas, jardines y guerras,tú, que eres la corona de cada imperioy el jardín del mundo conocidoy la guerra de los sentidos de la naturaleza,lees: "quién profesará mis versos en el futurosi digo ahora todo lo que vales?"Y sucede en aquel momento que esos versos,como una flecha arrojada a los siglos, llega un día a quien los inspiró.Y entonces la oscuridad verde se hace total,la gente se oculta, abrumada,y en un silencio, como de terremoto,se alza la luna sobre los castillos romanosy todo vira lentamente al azul,mientras tú, mi poesía, lees poesía.                   Juan Rodolfo Wilcock     (trad. de Guillermo Piro)extraído de   campodemaniobras. blogspot.com Wilcock se radicó en Italia en 1957, solicitando la nacionalidad italiana. Allí comienza su obra en idioma italiano.
               Un hombre gay me dijo una vez:              "Me hubiera gustado tener un hijo,              pero ya estoy viejo.              No tendría fuerzas para educarlo.              Sólo tendría cariño,              pero tú sabes  -me dijo-              el amor no sirve cuando uno es viejo."              Entraban muchachos con sus pantalones brevísimos,              y sus bellos pies casi desnudos.              "Habría que modificar al mundo" -añadió-.              Estábamos en un café.              Me fui sin saludar,              acaso mordiéndome los puños.                                            Guillermo Capece                                                     
Revelación
Autor: Guillermo Capece  1353 Lecturas
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                                           Un lobo transporta un pedazo de amor muerto,...                                                                          Francisco Madariaga Un lobo herido es un poema entre dientes.Roto en mil pedazos el lobo hubiera escapado,pero nada ocurrió.Ocurrió que quien escapó fui yo, pero sólo por un instante.Con obstinación puse mi almohada petrificada y esperé.Blanca por fuera como la harina seca de los pobres,mi almohada cantó una triste canción que escucho en mi memoria.Comenzaba: la vida es así.                                  Guillermo Capece
Historia del lobo
Autor: Guillermo Capece  1138 Lecturas
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 Viví una vida alrededor de tus ojoscuando los más hermosos pájaros que transitaron los fiordos de Noruegalos extraños gorriones que violabanlos altos castillos de New Yorkcayerondevorándose las alasal igual que nosotrospobresque nos comimos nuestro amor.Quedaba la tierra removida en los cementerioslos amarillos pétalos de la luna enterradoslas muescas hechas en la sangrelas estatuas en las que nos habíamos reflejadolos olores fuertes y dulces de nuestros cuerposcomo holocausto a la causa eterna de un amoren el que afirmábamos nuestras vidas.Pero tus ojostus ojosno fueron inhumados por ninguna mano vengativa.Tus ojos están conmigo y yo lo sé:toda una vida cercándolos fue poco.                                                            Guillermo Capece
Tú y yo sabemos
Autor: Guillermo Capece  1665 Lecturas
                                    A Alejandra PizarnikPara mis animales de la nocheescribo una canción profundaésta que ahora grito destempladamente;ahora,nunca lo he dicho antes,quiero alejarme llevado por el agua,por el sabor suave de las manzanas gigantes,por gigantes que me protejan de los sabores suavespartir de mí mismo,del ruido de mis sueños. No es un deseo esquivo:pertenece a mi sangre.    
Canción profunda
Autor: Guillermo Capece  646 Lecturas
como una lluviacuyo telar manifiesto mojaresquicios del almaasí  me exculpo de mis ayeresy busco respuestas -en silencio- para saber quién soy:las voces de los seres que me han acompañadoel pasadoel presentey el juego incierto de lo veniderosiempre la antigua obsesiónde mirar los límites que se disuelven.. en letras transparentes escribo un  poemay mi tabaco cae en un platillo grishasta mañana estaré aguardando-ceremoniosamente-que la ceniza formeuna pequeña gruta donde cobijarmede estos apegos tan jugadosdecepciones más o menos embozadasque ahora son orillas de mantasgatos al carbóngolpes de frutas agrestesy un solo amora vino viejo y a caricia..Yo  desiertoreclinado hacia unos ojos distantes cuya memoria incito.                                                   G.C. 
mi corazón abreva lejosme doy por muertomiro la lluvia que me siguedulce tez  amoroso cuellomundo hondamente humano nueve círculos leen nombressobre el murotarde  inútilmenterecompongo mi traje blanquecinode a poco monedas doradas se obscureceny salgo a pedir limosna entre los pobres muy quieto observola enramada luzme enmaraño en hojas de la nochesoy Juan  el sucio que me ofrece fumar   sus manos llagadas estrechan las mías(sus manos más limpias que las manos de un banquero)y también soy la cantante loca que en la plaza se aplaudey muere, tras telón, de frío. soy todosy también yo  que llevo hacia tí mi pensamiento:si volvieras como una gota de lluviacomo un palacio  o una tardecita apenas yo  alejadocreyendo que el amores un caminante que siempre regresa.                                          G.C. 
siempre regresa
Autor: Guillermo Capece  993 Lecturas
                                           Para Maria del Rosario, Maria Vallejo, Elvia González, Battaglia, Gustavo Adolfo,               Enrique González Matas, Eduardo Fabio Asís.   En mi boca nocturna el amargo deseoporque caen los abrazos,y tu amor se hace pobre, habitante de mundos.Tu amor¿sabrá que la ciudad  vendrá por mí con sus temibles huestes?¿que desapareceré entre las constelaciones sin tu deseo? de quién eres, desolado?de quién?acaso de la furia?de la fuga?del silente frío de todos los inviernos?del retumbo del aullido y la piel de nieve de todas las bocas de los lobos? Siento el amor esperándome, irrenunciable. Pero no serás tú, y yo no pido mucho:apenas unos párpados en vuelo,una flor que huela al tiempo que nos queda,una fiesta transparente,un lenguaje encontrado en la mañana aquellaen que tomaste mi abrazoy dormimos ciegamentehasta salvarnos. G.C.
Mi boca nocturna
Autor: Guillermo Capece  880 Lecturas
Por el camino escarpado el ómnibus bajaba la cuesta. Hacía tres días y tres noches que sus ocupantes viajaban cansados y sedientos, pues en la última parada no había agua y las únicas gaseosas que encontraron fueron para los niños.El chofer con cara decidida tomaba el atajo que terminaba en el viejo puente que conocía de memoria, para después pasar cerca de una estancia, cuyo casco, en medio de las vastas hectáreas, estaba demasiado protegido de la vista de los pasajeros.Los campos secos y los árboles con su follaje quieto, parecían apetecer esa tormenta que nunca llegaba. Andrés, el chofer, miró hacia la izquierda. Una vaca muerta yacía en medio del campo. Adelante se veía una nubecilla de suave color amarillo que corría por la ruta hacia el ómnibus: eran cientos de mariposas; y cuando él la hendió con la trompa del coche, casi sin ver por un momento, muchas de ellas quedaron pegadas al parabrisas y posiblemente estrelladas contra el radiador.Adentro los chicos seguían molestos, y uno, el menor, que había llorado toda la noche, se recostaba en el hombro desnudo de la madre. Ella lo apantallaba con una gastada revista que al mayor se le ocurrió leer, y enseguida fue un alboroto, pues el matrimonio que viajaba a la derecha e intentaba descansar, pidió silencio a los gritos. La pareja de muchachos que ocupaba el asiento trasero se despertó. Uno de ellos señaló la nube de mariposas que se disipaba, pero al otro pareció no importarle e hizo un gesto como quien desea agua.Pasados varios kilómetros, Andrés detuvo el coche en una zona arbolada, y señalando a la derecha primero y a la izquierda después, insinuó delicadamente que era el lugar propicio para que hombres y mujeres atendieran sus urgencias.Regresaron luego en silencio, salvo los niños que peleaban entre sí, mientras los reprendía la madre con la revista en la mano. La señorita sentada al costado de la pareja de muchachos informó al chofer que había buscado un arroyo o una laguna donde refrescarse y quizá tomar agua, sin encontrar nada. Andrés levantó los hombros e íntimamente se dijo:"por aquí lo único que hay es tierra", y reconvino a los pasajeros para que mantuvieran las ventanillas cerradas porque iban a pasar por un camino que los llenaría de polvo. Hubo algunas protestas, pero nadie se atrevió a contradecirlo.La señorita que había buscado el arroyo vió que los jóvenes hablaban en voz baja, y uno de ellos apretaba la mano del otro.El primer asiento estaba ocupado por dos señoras maduras que no comentaron nada desde que el coche saliera de su origen. Parecían no tener hambre ni sed. En cambio el matrimonio tenía abierta una valijita y destrozaba un pollo que no olía bien, compartiéndolo con la señorita que aceptaba con algo de desconfianza.Pronto quisieron tirar las sobras por la ventanilla pero recordaron la prohibición del chofer, y la mujer pidió a su marido que hiciera un paquete y lo ocultara debajo del asiento.Lo más molesto fue cuando ella misma le recriminó haber comido el pollo: ahora tenía mas sed que antes. La señorita, que había mirado distraídamente hacia la ventanilla cuando el hombre ocultó los restos de la comida, no dijo nada, pero se veía en su gesto que no lo estaba pasando bien.Uno de los muchachos preguntó al viejo si tenía alguna idea de cuándo llegarían a destino.Las dos señoras del asiento delantero jugaban a la canasta. No las mortificaba el calor. Cuando el menor de las chicos orinó, la que ocupaba el asiento del pasillo se dio vuelta y vio que el líquido corría en un río hasta el asiento de Andrés. Enseguida todo se oscureció durante algunos minutos pues la nube de polvo anunciada cubrió el ómnibus. El parabrisas tenía enmarcadas pequeñas mariposas que ahora eran marrones, pero distribuídas de tal manera que no le impedían al chofer ver el camino. Aún cuando pensó limpiar el parabrisas, estaba claro para él, que no lo haría. En cuanto empezara a llover no quedaría rastro de ellas. Sacó el pañuelo y se secó la frente, la cara, el cuello, los sobacos. Se lo pasó a continuación a las señoras que un asiento atrás contaban los puntos ganados, pero ellas lo rechazaron mirándose entre sí.Sin embargo la señorita se acercó presurosa pisando el orín, y solicitó el pañuelo. Dió dos o tres toques a su frente, y sin desplegarlo se lo pasó al matrimonio que lo abrió y aprovechó para limpiarse las manos sucias de grasa. Luego fue requerido por la señora que diligente limpió los mocos del niño menor, mientras se quejaba del calor y solicitaba permiso para abrir la ventanilla.Después, el pañuelo fue a parar a manos de los jóvenes del asiento trasero, y uno de ellos empapó una parte con saliva y limpió la frente del otro, sucia de tierra. Por fin se lo entregaron a la señorita que ya había ocupado su asiento. Volvió a levantarse, piso el orín nuevamente, y agradeciéndole al chofer, se lo devolvió. Aprovechó para preguntarle si podían abrir las ventanillas. Andrés no contestó enseguida. Ella volvió a preguntar, esta vez mas inquieta, para recibir un gruñido como respuesta. Las señoras que barajaban las cartas quedaron un momento atentas a lo que pasaba, y una de ellas intentó abrir la ventanilla correspondiente.También la señorita quería abrir la ventanilla de la izquierda y pidió a uno de los jóvenes que la ayudara. Desistieron porque estaba firmemente cerrada. No cabía otra posibilidad que avisarle al chofer, o por lo menos decirle al matrimonio de ancianos que abriera la suya. Iban a hacerlo cuando vieron que el viejo forcejeaba el pestillo sin conseguir que se zafara. El viejo desistió e intentó dormir.El orín ya había cubierto el estrecho pasillo y mojaba el paquete con los restos de comida debajo del asiento. Poco a poco el paquete se fue deshaciendo y los huesos de pollo se trasladaron hacia los asientos delanteros, confundiéndose con las cáscaras de la única naranja que momentos antes compartieran los dos niños.El sol bajaba cuando los muchachos pidieron al chofer que hiciera una parada en una zona arbolada. Estaban de acuerdo con la señorita en que debían bajar, caminar un poco, descubrir algún almacén, aunque fuera lejano, y comprar bebidas para todos.La señora que ocupaba el asiento con los dos niños, los apantallaba con la revista, ya que tampoco había logrado abrir la ventanilla. Las señoras de adelante guardaron el mazo de cartas en una cajita de cartón, tratando de apartar los huesos de pollo con sus pies, y parecieron inquietarse por primera vez cuando pidieron al chofer que abriera la ventanilla. El chofer dijo que no podía parar para abrirla porque llevaba demasiado retraso. Igual explicación les dio a los muchachos cuando solicitaron que parara para bajar.Las señoras que viajaban adelante recordaron a su madre muerta, y la más asustada hurgó su cartera y sacó un rosario. Tres Aves Marías para comenzar, todo el pensamiento puesto en la difunta; un Gloria rememorando lo buena que había sido, y un Padrenuestro acordándose ya de todas las injusticias que la muerta cometiera en vida.Todo esto percibiendo el acre olor que subía del piso.La señorita miró hacia afuera y, como si lo dijera al aire, exclamó:"pronto va a llover." Los chicos se tendieron en el último asiento cedido por los muchachos, y dormían a pesar de los golpetazos.Los muchachos ocuparon un asiento detrás del matrimonio viejo y charlaban con ellos. La preocupación de uno, el rubio, era cuándo llegarían. La señora pensó que el moreno podía tener hambre y le ofreció chocolate. El moreno lo rechazó e hizo un gesto como de querer agua. El viejo señaló el cielo y estuvo de acuerdo con la señorita que pronto llovería. El chofer apretaba el acelerador. Una de las señoras que hacía un momento había rezado se sintió descompuesta y quiso vomitar. Se agachó y vomitó en el suelo lo más discretamente que pudo. Nadie lo percibió. El orín, las cáscaras de naranja, los restos de pollo y las regurgitaciones de la señora, formaron una mezcla que llegó a los pies del chofer.Los muchachos comenzaron a quitarse las camisas acosados por el calor; pronto quedaron desnudos como antiguos adamitas. El rubio era totalmente lampiño, mientras que el moreno estaba cubierto por un vello negro y rizado.La señorita trató de apartar cuatro veces la vista de ellos, sin lograrlo. Al matrimonio de ancianos les pareció bien que se desnudaran ya que se trataba de viajar con la mayor comodidad. Cuando una de las señoras se dio vuelta y creyó ver lo que pasaba, lo comentó con la otra que nuevamente tuvo accesos de vómitos. Se levantó del asiento para buscar en un bolso una colonia inglesa, y miró horrorizada los cuerpos de los jóvenes y los pechos desnudos, cubiertos de sudor, de la madre de los niños que dormitaba.Cuando los niños despèrtaron también quisieron desnudarse, y como en un juego lo hicieron, tirando sus ropas en un asiento vacío. A los ancianos les pareció correcto dada la elevada temperatura que había dentro del ómnibus. La esposa del viejo empezó a sacarse las medias; los zapatos los había olvidado hacía dos horas debajo del asiento. A continuación se sacó la blusita de organdí manchada por los inconvenientes del viaje. El marido no dijo nada; sólo la miró. Miró también a la señorita que no podía censurar a los jóvenes, porque para ello debía dirigirles la palabra, y la lengua y el paladar le dolían a causa de la sed. Se atrevió a sacarse el pañuelo de gasa blanca que le anudaba el cuello, al tiempo que lo disponía sobre los pechos de la mujer dormida. Por un movimiento fortuito de la mujer el pañuelo cayó y se embebió de orina. La señorita pareció constreñida a levantarlo y depositarlo nuevamente en el cuerpo de la mujer. Pero lo dejó ir, tocándose levemente el cuello. A los pies de Andrés el pañuelo bogaba junto a los demás desperdicios. Los muchachos, y después el matrimonio, gritaron a Andrés para que parara. Si bien era de noche alguna ayuda podrían encontrar. Los chicos tenían hambre, las dos señoras estaban a punto de desvanecerse, la señorita parecía aturdida por el calor que no había mermado. Andrés no escuchó. El ómnibus siguió enfurecido su marcha por la carretera. Volvieron a gritar."En algún momento deberá parar para cargar nafta", pensó el rubio. "Ahí bajaremos, hablaremos por teléfono a algún lado, pediremos bebidas, una ambulancia para las señoras."Comunicó el plan a su amigo, y éste lo tradujo al oído del viejo. La señorita estaba totalmente desesperada para entender nada, por lo que se la omitió del plan.  Luego empezó a llorar histéricamente.La madre de los niños se acercó por tercera vez al chofer para rogarle que parara: los niños deseaban descargar sus intestinos. Andrés miró de costado los pechos desnudos de la mujer, y pareció murmurar:"ya llegaremos." Las señoras de adelante parecieron movilizarse nuevamente y acusaron al joven moreno de llenar el vehículo de humo. El cigarrillo debía ser apagado de inmediato. Se negó el muchacho y exhaló y tragó humo a intervalos parecidos. Más tarde, y tras un corto recorrido, el cigarrillo fue a juntarse con las cáscaras de naranja, los huesos, el vómito, el orín, el pañuelo de gasa blanca,y los desahogos de los hijos de la mujer.A medianoche, la señora de adelante que ocupaba el asiento de la ventanilla, tuvo un sueño atroz y despertó gritando. Poco caso le hicieron. Pero su hermana buscó el frasco de colonia y se la hizo aspirar. La madre de los chicos fue la única en preguntar si se sentía mal. Los viejos comenzaron a agitarse en sus asientos y a pedir auxilio. La señorita chillaba diciendo que quería recuperar el pañuelo. Los niños lloraban arrinconados en el último asiento. Los muchachos consiguieron un grueso hierro, y pensaron: "con esto le daremos." Pero no había forma. Andrés debía detener la marcha aunque fuera un instante, o por lo menos aminorarla. Sólo así, acercándose por detrás, lo golpearían hasta desmayarlo. Después, conducir hasta un poblado sería fácil.La señorita pidió que por favor el rubio la apantallara. Se lo agradeció con sus ojos verdes llenos de miedo; de a poco fue calmándose. El muchacho le desprendió la blusa y el corpiño para que se sintiera mejor, y la trasladó al asiento trasero. Ella lo miró nuevamente agradecida, y más tranquila pudo contemplarlo tapándose los senos desnudos por recato. El muchacho se acostó junto a ella, y todo duró hasta que los relámpagos inundaron de luz el vehículo. Los viejos gritaron al chofer para que parara. Bajarían a la lluvia para empaparse, abrir la boca y tragar agua. Pero los relámpagos persistían sin que lloviera. Los niños que habían estado espiando a la señorita y al rubio quisieron imitarlos. Se tendieron en el asiento, uno arriba del otro, y simulaban movimientos. La madre los golpeó fuertemente con la revista y masculló una maldición. Las dos señoras rogaban a Dios en voz alta, y una recriminaba a la otra no haber puesto la Biblia en el bolso de mano.Desde la ventanilla los ancianos veían pequeñas lucecitas muy lejanas.El viejo-porque la mujer se lo pedía- se levantó y fue hacia delante. Cuando llegó hasta donde estaba Andrés le pidió que por favor parara. Se desalentó y temió a la vez porque el chofer no le hizo caso, y en cambio le gritó: "a sentarse." El viejo lloroso se arrodilló desmañadamente a los pies de Andrés."Por favor, por favor", le dijo.Las dos señoras que miraban la escena dijeron a continuación: "en nombre de Dios."El ómnibus seguía.El muchacho moreno había prendido un nuevo cigarrillo, y un poco mareado lo dejó caer en el asiento. El humo se hizo franco y las llamas aparecieron al costado. Él las percibió enseguida, y con la ropa amontonada de los chicos inició la imposible tarea de apagarlas, pues insidiosamente cobraban más tamaño. Gritaron los viajeros, agitando los brazos y culpándose entre sí. La pareja de ancianos se abrazó mientras tosían casi asfixiados. El muchacho moreno quiso romper la ventanilla con un zapato; el rubio se acordó del hierro y lo buscó por los asientos chocándose con la señorita.Pero para todos había un hecho que era comprensiblemente claro: Andrés seguía con obstinaciónconduciendo por la carretera vacía.Visto desde el campo, el ómnibus envuelto en llamas corriendo por la ruta, era una desorbitante bola de fuego que disparaba hacia un lugar lejano y preciso a la vez.Guillermo Capece marzo1978                                                                                                                                                   
El viaje
Autor: Guillermo Capece  515 Lecturas
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                                    Desde un poema de e.e.cummings (1884-1962)                                                 Investígame la boca y verás las marcasde todos los besos no dados. Yo que tatué tus ojos en grandes árboles,y que de beber te di por gotaspara que el mar durara lo que el amor,conservo para tí la nube parca y el temblante viento. Nada.Ni el contorno de tu cuello cuando lo moja la lluviapodrán decircuanto te quise.         Guillermo Capece                                                                                   
Poemita de amor
Autor: Guillermo Capece  1254 Lecturas
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                                                                                                                    La vergüenza es un sentimiento revolucionario.                                                                                        Karl MarxLLevo colgados de mi corazónlos ojos de una perra y, más abajo,una carta de madre campesina. Cuando yo tenía doce años,algunos días, al anochecer,llevábamos al sótano a una perrasucia y pequeña. Con un cable le dábamos y luegocon las astillas y los hierros. (Era así.Era así.         Ella gemía,se arrastraba pidiendo, se orinaba,y nosotros la colgábamos para pegar mejor). Aquella perra iba con nosotros a las praderas y los cuestos. Eraveloz y nos amaba.  Cuando yo tenía quince años,un día, no sé cómo, llegó a míun sobre con la carta del soldado. Le escribía su madre. Lo recuerdo:"¿Cuándo vienes? Tu hermana no me habla.No te puedo mandar ningún dinero..." Y, en el sobre, doblados, cinco sellosy papel de fumar para su hijo."Tu madre que te quiere."                                   No recuerdoel nombre de la madre del soldado. Aquella carta no llegó a su destino:yo robé al soldado su papel de fumary rompí las palabras que decíanel nombre de su madre.  Mi vergüenza es tan grande como mi cuerpo,pero aunque tuviese el tamaño de la tierrano podría volver y despegarel cable de aquel vientre ni enviarla carta del soldado.
                             IEn el jardín mis sombras quemanEntran a mi alcoba para decirme lo que piensanHay columnas en mi cuerpoHay prácticas esotéricas sobre mi sexoArde mi boca y la mente gira en falso para mostrarmeEl sexo de otros hombres anudados a sus fantasmasDanzarán desnudos para mí aquellos hombresDándome informesNoticias de la soledady del miedo a la muerte                           IIPero, ¿ a dónde ir para romper los graves campanarios de la duda?La noche está allí    mirándomeLas calles no son aquellos labiosQue besaban mi traje gris en las aurorasAhora espero pan y graciaYa notus ojosrepitiéndoseen cualquier par de ojos ajenosEl tiempo es cortoCuando golpee a mi puertaTrataré de huír                           Guillermo Capece
Jardín privado
Autor: Guillermo Capece  310 Lecturas
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Ila luz de la lámparaaúlla su haz de duelocada hoja de mi librono es más que un soploy no las letras del poetavuelvo enseguida a perseguirtevana tarea   porque tújamás abandonaste mi carne IIuna música de oboeme recorre el cuerpoes el silencioel que acudehuidizome atrevoa morir IIIAh, si pudiera entenderque el amor es sólo una construcción                                de la soledad                           Guillermo Capece
 Ese pájaro que en setiembre envolvía dulzura en su plumaje,y también el árbol en que se cobijaba,ese trino armonioso y esas plumas azules que a cada momento parecían manos dispuestas a volar a mi alma,ya no están.Serán azules todavía, pero el trino se volvió seco,las hojas del árbol cayeron,(me cansé de preguntar), el invierno se poseyó de mí.Es una historia vieja:cantaban los niños entonces,hace millones de años, pero yo admiraba ese trino de pájaro envolventecuyas notas sonaban como catedrales.Su estampa giraba en mi bolsillo rotoy las migas de pan eran las que él necesitaba.También le daba nueces a comer,pero él quería las cáscaras para hacer barquitos,y comía las flores que adornaban la mesa.Había un perro que permanecía quieto junto a él, pasando las horas.Navegaba solo en un espacio abierto.Pero esto fue hace millones de años.Ahora me cansé de hacer preguntas,y en nuestra vida no hallé certeza alguna.Hasta dudé de que el pájaro existiera,su trino era sólo un fantasma enrarecido.Sólo hay silencios sobre el puente que me unía a él.Y que los dos habíamos inventado, desmedidamente.              Guillermo Capece                                    
Destrino
Autor: Guillermo Capece  850 Lecturas
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 Mi sombra se pasea mirando la noche que tiembla bajo los ojos de miel de los muertos. Son bravuras extremas de ella, que, como la evolución de un trompo,definitivamente fenece. Leo en las palmas de mis manos el sabor de las nubes cuando lloran en invierno. Es un llanto mágico que se abre cuando muero, porque mis plegarias extranjerasno alcanzan al cielo, y mi corazón se enfría. Entoncesquiero destruírme pues los lagos de mis ojos se desbordan en la soledadque yo les doy, y que mi sombra aprueba.  Ella podría defenderme, pero se queda quieta, mi sombra. Una aviesa paloma construye su nido en mi boca. No lo apruebo,pero no hago nada por salvarme. Entonces, pronto, acude la muerte,tenaz, cenagosa.Yo, impávido, casi soñando,la recibo como un niño. G.C. 
   Dejo transcurrir mis noches entre locos que buscan su pasadocomo quien sostiene un molino de piedra azotado por el viento. El miedo grita mientras se agota entre los labios, y envejece. No somos dioses. No somos dioses. Apenas hombres que dudan al amar, y las preguntas caen como palabras que pasan cumpliendo plazos, escondidas en el desencanto de pertenecer a un idioma extraño. Sé que el deseo contribuye a la muerte: como abrir un juego de espejosy encontrar la imagen del viento, o los ruidos de las porcelanas al subir al cielo en la extraña luz que despiden las manzanas cuando son partidas. La lluvia amanece y es el aniversario de la última gota que cae.  G.C.
Los días pasaban por sus ojos cuando miraba el mar,y dejaba que el mar lo cubriera como una sonrisa,y en un juego armonioso, mis manos,serenas y libresacariciaban su rostro. Su cuello y mis labios, y llanto para mañana:ya no estaráya no estará. Pido que yo no necesite de su cuerpo teñido de sublime verde como sus ojos...,ni su vida, donde él fue guardando una tarde entre las tardes lo que escribió-inmóvil como una piedra en su destino-"Te dejo los restos de mi amor. Viajo hacia un acaso incierto.Pero es para siempre.No me busques. Sólo en las sales del mar." G.C.Direc.Nac.del Derecho de autor 
 En la intensidad del sueño algo se pierde.Es el último recuerdo que tuvimos del día,el entusiasmo de un magnífico instante,los grandes ojos tibios donde reflejamos nuestras dudas;quizás el ruego de piedad  para que la ciudad no caiga sobre nosotros.El sueño mueve su hilo pendular,y  el recuerdo final escapa:esa vaga historia de nosotrosy de los otros,la repetida historia de la infamiay del amor; quizá la historia que hablaba de infinitos,y sólo fue un puñado de salbajo la lluvia.Tantos inacabables nombres,y detrás de nuestras espaldastantas hojas caídassin otra explicación que el otoño.Tantas estrofas que quedaron sin decir.El sueño duerme.Algo que jamás podremos recoger,queda, en algún rincón del jardín, detenido.  G.C.Direc.Nac.del derecho de autor   
Un puñado de sal
Autor: Guillermo Capece  600 Lecturas
                            "perdoname Majo", de un grafiti en un murode mi barrio, en Buenos Aires.                                G.C.  Majo, perdóname: la sombra de una rosa no es la rosa. (Me voy retirando, Majo:en las inmediaciones de mi alma un pájaro devora su altura.) ¿En qué año nací, Majo?¿Hace un año? ¿Acaso un mes?Soy un ciego que abre el libro de su alma en plena oscuridad.Contempla tú como nunca mi destino.Abárcame, hasta que se levante mi pereza y vuelva a serel valiente caminante que te esperaba,el corazón en mi pecho levemente en marcha:"bienvenida, Majo". No me compares con el aire ni con el final de un cuento nunca leído a la luz del sol en plena noche,porque aire y luz son partes del universo,y yo estoy -hace apenas dos minutos-más allá de todo cosmos,viendo con ojos de ciegomi cuerpo untado con aceites chinos para huír del poderoso olor a la muerte. (Labio de la muerte, aléjate.) Así y todo, cuando apague este poema no sé qué quedará de tí.De mí, te dije que lloré sobre mis pies con mis ojos de viejohace sólo dos minutos. La vida es esto: un bodegón desierto donde hasta el vino es ausente,un corto tiempo que pasa entre caricias duras.El decapitado amor.  Tú estuviste más allá, junto a los árboles que barrían mi montón de estigmas.Conoces la forma de decir adiós, un sábado en la pequeña tarde en que llovía. Yo conozco la zeta,última letra con la que escribozálvenme. G.c.  este es un poema que tiene algunos años, y no es autobiografico; lo encontre, me siguio gustando, y sin saber si lo habia publicado o no (creo que no), lo subo para que lo lean.                        
  Soy inocente.Los altos cementerios de la duda, el aire viejo, el humo, el desolado puerto, han visto nacer y crecer mi inocencia como un callado grito que todavía aturde. Soy inocente y lo sé. ¿Lo sabrán otros? ¿Querrán que yo me marche desoladamente? ¿Que coloque mi pie en blanca sementera como una estaca bien profunda y allí me detenga? Mañana, es decir hoy, ya, pájaros negros volarán sobre mi libre cabeza. Para devorar la carne impredescible pelearán entre sí. Yo sabré abordar tanto misterio y bajaré a repetir en silencio lo que demasiado sé: soy inocente. De culpa y cargo. Inocente.  Guillermo CapeceDirec. de derecho de autor                  
Inocente
Autor: Guillermo Capece  645 Lecturas
                             Ven.Atrévete a cruzar el río que sacude,y trae contigo las cuentas de agua de colorescon las que jugábamos al alba.Ponte el hábito de humo que lucías echado en el follaje de bosques en la lluvia. Yo elijo octubre para que vengas,porque en octubre  las mariposas maduraspara obsequiarte estarán listashasta que el aire las atrape,y las transforme en un sola palabra,hasta que en mis ojossiga cayendo la avidez del instinto,y se hayan limpiado o node sus maravillosas visiones. Ven, bajo el castigo que nadie percibe,pero tú sí, porque el castigo te conocecomo alguien que ha pactado en secreto. Cumple entonces con el cometido.Saca ese cuchillo de las doce,y con dulzura pero con impiedad,clávalo allí,donde mis audacias fueron múltiples,donde tengo más dolor que corazón,y despliega mi cuerpo prontamenteen el momento más anónimo del amor.   Guillermo Capece                                                              
Modos prohibidos
Autor: Guillermo Capece  1729 Lecturas
                                                     I Un hombre que consuma ratasno es digno de cualquier miradapero ese hombre que consume ratasno ha sido besado nunca en la noche                                                   II Dos palomas en vuelo dispuestas a dejarun pequeño cangrejo entre los labios de un ser que amó y sigue amando.Pero los labios están tiznados casi ausentesy miran, cómo el evanescente volar de las palomashuye hacia otro fuego                                               IIIAh, la Ausencia me mata me mata este cuerpo: una pequeña avellana que riza tu pelo lloroso; cientos de águilas con sus alas maltrechas persiguen tu aliento entre las espesas tierras del mar.Yo amé tu sexo envidiado por los labios de dementes desgarradosque se juntaban en la calle para aumentar el placer de verlo como a un vaso de licor bebido a la hora de la sed infame.Sólo las águilas comprendían mi acto de desesperada lujuria,mi deseo endemoniado partido en mis carnes en penumbras.Ellas compartían conmigo como en un acto de fiebreel calor de libar el aire de tus brazos peregrinosque sólo sirvieron para trizar las penas de unos cuantos díasy poder amarnos.Ahora es vacío.Desnudo, cierro los ojos de mis ojosmuerdo otra sangre antes de que los maleficios crien escorpiones en tus hombros; canciones insolentes se expanden en mi boca;un hombre en un bar corre sobre el teclado de un piano como si huyera de sí mismo.Yo me dedico a mirar ardorosamenteel tiempo que pasa.                          Guillermo Capece                                   
Animales
Autor: Guillermo Capece  1500 Lecturas
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 Viví una vida alrededor de tus ojoscuando los más hermosos pájarosque transitaron los fiordos de Noruegalos extraños gorriones que violabanlos altos castillos de New Yorkcayerondevorádose sus alasal igual que nosotrospobresque nos comimos nuestro amor.Quedaba la tierra removida en los cementerioslos amarillos dados enterrados en la lunalas muescas hechas en la sangrede las estatuas en las que nos habíamos reflejadolos olores fuertes y dulces de nuestros cuerposcomo holocausto a la causa eterna de un amor en el que afirmábamos nuestra vida.Pero tus ojostus ojosno fueron inhumados por ninguna mano vengativa.Tus ojos están conmigo y yo lo sé:toda una vida cercándolos fue poco.                             Guillermo Capece
En mi boca nocturna el amargo deseoporque caen los abrazos,tu amor que se hace pobre cubierto de nudos, ¿sabrá que la ciudad vendrá por mí con sus temibles huestes?¿que desapareceré entre constelaciones del universo sin tu amor? ¿de quién eres, tú, desolado?¿de quién?¿acaso de la furia?¿de la fuga?¿del silente frío de los inviernos?¿del retumbo del aullido y la piel de nieve de todas las bocas de los lobos? siento el amor esperándome, irrenunciable. pero no serás,no serás tú, porque yo no pido mucho:apenas unos párpados en vuelo,una flor sesgada en otoño,una fiesta transparente,un lenguaje propio encontrado entre mañanas sin tumultos.                             Guillermo Capece                      
Preguntas
Autor: Guillermo Capece  365 Lecturas
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  Ni las trescientas noches que se sucedieronen las que estuve pegadoa la sombra de tu amor,borrarán de mi memoria esa calle recorrida tantas veces,nada más que para ver, suplicante,tus bellos ojos húmedoscon el ansia de aquellas tardes ardientes. G:C.  
corre lo gris del díala libertad no se viveel parque suma lo infinitoa tu penay aún no te ha ocurrido nadapero todo pesaporque abandonas tu corazónentre hojas torturadasy no quieres volverte avanza este viejo día y hoy tampoco cumpliste tu deseo de besarlo.  Guillermo0Direc.Nac.del Derecho de autor     
 Sé que la vigilia es larga y el alba acudirá como una moneda de cobrecuyo color es el color del miedo. Salto sobre la tierra empapada. Más allá hay un vacío al que no deberé caer porque siempre estaré solodejando una estrella prendida en el fondo de lo más prohibido, y el enigmático mundo cruzará en vueltas desesperadasque recuerden a un paisaje donde la esclavitud sea nuestra comida diaria. Mi rostro escapa y no volveré a decir que alguien me persigue. Quién está bajo la risa? Quién huye? Es el instante en que marchan los jardines y mi cuerpo se cubre de un rocío parecido a la siesta. Yo amo a quien venció los miedos y tuvo el hambre de los pobres.                                             Guillermo Capece
                                  Con besos y palabras                                  Su boca siguió el rumbo de sus ojos                                                                   Paul Eluarddesata la boca de los pecesadolescente  mueve tus iluminados rocespara que las cuerdascon las que anudaste los ocasosadolescentesiembren el relato de tus caricias dí que amaste a una espadaa un tren ociosoa una ventana abierta donde la arena castigaa una soga anudada a un grito antiquísimopor las vías rueda un trenque no lleva a ninguna parte el paisaje siempre es el mismo:esa cara soledad impiadosay los bellos rostros desaparecidos y aparecidosen tus sueños adolescente dí que en el planeta aguahas de miraraquellos amados y últimos ojos (cuánto tiempo  esperastepara deshacerte de tu pequeño pasado) en una mano llevas auras de coloresy en la otra extrañas avesque hablan de la ausencia del vueloadolescentemira en la calle sus adoquines ardientesy sumérgete en el ahora que las mañanas te ofrecen.                                                                               
adolescente
Autor: Guillermo Capece  371 Lecturas
Mi madre comía tierra.Metía en su boca oscuros terrones,y los deglutía.Lo he dicho. Luego volvía a masticary nos daba en la boca disuelta en su saliva,a mi hermanita y a mí, una pasta imposible, que tan prontotragábamos como vomitábamos.  Nos dejaba en una cama sin sábanasy se iba.Nos levantábamos;íbamos hacia donde estaban nuestros vómitosy jugábamos con ellos.Hacíamos círculos con una pajitaen el charquito. (Nuestro juguete,nuestro pobre juguete.) Vendía su cuerpo en la calle,ella, nuestra madre.Pero estaba enferma, sucia y era fea.No volvía a casa por la noche,aunque en su paseo no encontrara a nadie. Mi hermanita y yotampoco encontramos a nadie... 
El miedo a la locura me arrastra a cometer otro delito cuando me asomo al paisaje y arde como si yo fuera el culpable.  Yo sentí el amor que ama y el que destruye, y creí que del espejo no regresaría.  La lluvia me despoja en mitad de un camino que no entiendo,pero el hueso queda exhumando la necesidad del amor.  Todo mi tren es un largo viaje como un juguete secreto:esa otra zona, ese otro ritmo que impone lo surcado en la espesura,marca la distancia que yo habito.  (Las letanías de la muerte no son la muerte misma,pero traen montañas destruyéndose, faros ajenos a pique,la iniciación glacial de un calendario.)  La imposibilidad crece cuando el tumulto nos reclama y el minotauro de la locura comienza a arder en la cabeza del ser más inocente.                                                                                                                                                                                       G.C.   
                                                                 A Beba I Ella tenía un plato de sal como una bolsa de trigo donde se buscaba. Tres veces había golpeado en la tormenta como una forma de predecir la muerte. Ella no creía en la libertad ni en los profundos designios del instinto. Cayeron entonces las caricias alquiladas en viejas kermeses de coloresdonde las visitas teñían su pelo de aire y agua consumida.  Una tarde,con remordimientos vestidos de locura, cuyo definitivo corredor estaba hecho de la evasión insomne de la muerta. II A la hora en que callósiete pares de nutrias lamieron su cadáver,y una rosa mantuvo con ella una pasión:el corazón del agua doliente barría para siempre las últimas preguntas. G.C. 
La suicida
Autor: Guillermo Capece  633 Lecturas
  Mi sombra se pasea mirando la noche que tiembla bajo la mirada de los ojos de miel de los muertos. Son bravuras extremas de ella que, como la evolución de un  trompo, definitivamente fenece. Leo en las palmas de mis manos el sabor de las nubes cuando lloran en invierno. Es un llanto nostálgico que se abre cuando muero, porque mis plegarias extranjeras no alcanzan al cielo, y mi corazón se enfría. Entoncesquiero destruírme pues los lagos de mis ojos desbordan en la soledad que yo me doy,y que mi sombra aprueba.  Ella podría defenderme, pero se queda quieta, mi sombra. Una aviesa paloma construye su nido en mi boca. Yo no lo apruebo, pero no hago nada por salvarme. Entonces, pronto, acude la muerte,tenaz, cenagosa. Impávido, casi soñando,yo la recibo como un niño.  G.C.Direc.Nac.del Derecho de autor 
      ILa mitad de mi cuerpo estuvo en Marrakech,matando palomas mientras los de demás miraban.Les tiraba piedras del color del pan desde mi hueco,y de pobres morían hambrientas.Yo valgo menos que una paloma;hace dos días que no como, pero no podré consumir migajasporque sé que ocultan la muerte. IISu disfraz blancocelebrado entre sueños, pude tocarlo, buscar su historia en él,inventándolo,pero al tercer díael sol en silencio fue una forma del amor.  IIICon él viajé hasta la crecanías de las dunas.LLegamos a un hamman  (hamman=baño turco)donde la lluvia  y el calor nos hizo amigables. Después. sostuvimos nuestros cuerpos desnudos,uno junto al otro,como antorchas que pelearan entre sí .El deseo llevó mi boca a su boca. IVNo sólo lo que amamos es lo que perdemos :el pájaro cóncavo de nuestros sueños vuela, y dibuja una estampa desconocidaen el cielo.   GuillermODireccion Nac. de autores   
               Entonces sentí que papá me lo cambiaba. Tres días atrás lo había buscado como loca y ahora me daba cuenta de que papá lo escondía. Antes no había pensado de que podía ser él, pobre. Pero ahora estaba segura de que lo hacía cuando me daba vuelta.Y yo que le echaba la culpa al nene, que se metía sin mi permiso en mi pieza, hurgando y hurgando. Y para peor retándolo constantemente, y lo que más me mortificaba era que le retorcía los cachetes cuando Amelis no me veía.Pero ahora estaba convencida de que papá, desde el más allá, todo lo escondía hasta hacerlo desaparecer, o, en el mejor de los casos, lo cambiaba de lugar, y luego, en el rincón más inesperado, aparecía mi pañuelo de seda preferido o los guantes de cabritilla marrón.-Yo estoy segura- le decía a don Simón aquella tarde rodeados de gente- él se pone atrás y me roba todo... ¡pobre papá!Quisiera decir que al principio lo juzgué duramente: ¿por qué debía hacerme éso a mi? ¿Por qué no se lo hacía alguna vez a Amelis, y me dejaba dormir tranquila? Pues era sobre todo de noche que se le ocurrían esas cosas. Pero no: con Amelis no se metía nunca porque le tenía miedo; y con el nene tampoco porque lo veía tan chico. La única que quedaba en la casa era yo.Y cuando me di cuenta de que era él quien me cambiaba las cosas, lo llegué a odiar, pobre.Pero después de tanto hablar con don Simón y los hermanos me convencí de que él lo necesitaba, que no lo hacía por capricho, y eso me tranquilizó, y aún cuando muchas noches me interrumpía el sueño, nunca le dije nada, y lo dejaba cambiar y esconder.Claro que no podía explicar el origen de mis ojeras delante de Amelis. Seguro que no la convencía diciendo anoche estuve leyendo. Ella era muy viva. Y el nene a veces preguntaba cosas indebidas, como por ejemplo, qué eran esos ruidos anoche. Yo debía ponerme colorada, tomabael botellón, me servía agua,pero veía la mirada de Amelis sobre mí, y me asustaba. (Papá y yo fuimos los que en realidad sufrimos siempre con el carácter de Amelis. El nene no tanto porque era chico; pero papá, sí.)Ahora que han pasado los días pienso en las ganas que él hubiera tenido de esconderle a Amelis.Aunque fuera nada más que en la alacena de la cocina, que era donde ella reinaba.Pero ella tampoco se hubiera ablandado si yo le explicaba que don Simón y los hermanos decían que era una necesidad. Pobre papá.Una noche antes de Navidad estuvo todo el tiempo en mi cuarto. Y lo peor era que hacía ruido.Yo estaba a oscuras sentada en el sofá, y rogaba a Santa Teresita que no se oyera ningún crujido porque el nene podría despertarse, o Amelis entrar de improviso. Me inquieté tanto que yo misma, al buscar el rosario, tiré el vaso con agua que me ordenara don Simón. "Irá a tomar agua",me había dicho. "Lo mejor es dejar que sus profundas exaltaciones armonicen con lo terreno, y colocar algunos billetes debajo del vaso para sus necesidades."Yo lo comprendí enseguida. Lo del agua era fácil; lo del dinero mas difícil, sobre todo contando con que Amelis dirigía la economía de la casa y no había plata que no pasara por sus manos. A pesar de todo yo le robé la que ella guardaba para comprar el pan esa mañana, y nadie se dio cuenta. Pero acababa de tirar el vaso con agua y papá se iba a quedar con sed. Pobre papá.Esa noche fue terrible. No se contentó con cambiar cuando creía que no me daba cuenta, sino que escondía. Iba hasta el arcón. Lo abría. Iba hasta la cómoda: revisaba las cosas más privadas.En un momento creí que podría esconderme el diario íntimo. El primero de la adolescencia,no; el otro, el que empecé a llenar mucho más tarde, cuando Juan Carlos me dejó después de hacerme suya. Todo lo tenía escrito allí. Detalle por detalle. Desde los los largos viajes que hacíamos a Copacabana, a Acapulco y a otros lugares lujosos, hasta cuando entrábamos en los casinos, llenos de luces y caireles, yo con esos vestidos sedosos, largos hasta el suelo que todos los hombres me miraban. Pasando, es cierto, por el momento... horrible, diría, en que Juan Carlos me había tomado, y yo me negué, me negué, diciéndole por favor aqui no, aqui no que puede entrar Amelis, estoy segura de que Amelis está espiando, Juan Carlos, mi Dios, no lo hagas, Amelis, Amelis espía, y el nene se va a reír de nosotros..., no lo hagas Juan Carlos, amor mío.Pero Juan Carlos levantó mi falda, y yo tuve que entregarme por la fuerza.Claro. Un hombre puede aprovecharse de una mujer sola. Y siempre pensé que Amelis estaría detrás de la puerta, agarrando la mano del nene para que no se burlara.Todo eso estaba escrito en el diario, y ahora papá estaba por tomarlo.  Don Simón me había dicho que lo dejara hacer. A don Simón toda la Congregación lo respetaba por la fuerza especial que tenía en la mirada, y él decía que era una necesidad profunda de papá. Que lo dejara hacer. Pero eso era demasiado íntimo. Si me lo cambiaba no me pasaría nada. Si me lo escondía, tampoco. Pero podía llevárselo. Aunque don Simón y los hermanos me decían que eso no podía ocurrir, yo tenía miedo de que lo leyera.Sobre todo esas partes tan violentas donde Juan Carlos me tiraba en la cama y me besaba como un bruto, realmente como un bruto, y yo me desesperaba porque me arrugaba la ropa y le rogaba que no lo hiciera allí, por favor, que no lo hiciera, que respetara ese lecho que había sido el de mis quince años, y estaba segura de que Amelis nos vigilaba. Pero así y todo, él me obligaba a separar las piernas, y yo le decía que no, y él callado me besaba, y todo lo otro.Todo lo otro estaba escrito en el diario que papá tomaba en sus manos, y yo le decía por favor no papá, no lo hagas, no lo hagas si no querés enterarte de mi secreto con Juan Carlos, no papá,por favor, aquí no, te lo ruego, nos debe estar espiando Amelis, Amelis,y el loco del nene se va a reír mañana de nosotros.Cuando se lo conté a don Simón en la reunión del domingo, me volvió a decir que no me opusiera.De todas formas papá quería ayudarme. De eso no había dudas. ¿Pero cómo? "La materia es obra de los demonios", le dije a don Simón, "sólo el espiritu vale". "Dios es santo", me contestó; y me impuso las manos. "Sí, Dios es santo", le respondí. Lo mejor era dejar la ventana abierta. Pero le dije que una mujer como yo nunca deja la ventana abierta. Me tranquilizaron. Me dijeron que papá quería ayudarme, pero yo debía ayudarlo a él, permitiéndole cambiar y esconder.Dios siempre es santo. Y a la noche debería dejar más dinero debajo del vaso. Si no, podía provocar el castigo celeste.Al otro día entré al cuarto de Amelis para sacarle la plata. Revisé todo pero sólo encontré esos sucios camisones en que se envolvía de noche. Luego pensé que bien podría ocultarla en la alacena, y no me equivoqué: debajo de dos platos rotos había un fajo interesante de billetes. Los guardé hasta la noche. Cuando Amelis me llamó para cenar me hice la descompuesta. Preparé el vaso con agua. Puse debajo los billetes. Pobre papá. Sobre la cómoda dejé el diario íntimo.Y me senté a esperar. A eso de las tres se oyó saltar la ventana. Tomé el rosario de la mesa de luz y empecé a temblar. "Papá,¿sos vos?", pregunté. "¿Sos vos?" Percibí que tomaban el fajo de billetes y me puse contenta; también sacaban el rosario de mis manos. La ventana continuaba abierta. El diario íntimo estaba sobre la cómoda. Papá no lo había agarrado esta vez. Eran los designios. Con fuerza me tiraron sobre la cama. Quise luchar pero papá era más fuerte que yo, casi tan fuerte como Juan Carlos. Fue inútil que le rogara que no lo hiciera. Pobre papá. Él se impuso, y yo tenía la certidumbre de que Amelis espiaba y el nene contaría todo a la mañana siguiente.                           Guillermo Capece (1973)
¿Sos vos, papá?
Autor: Guillermo Capece  1031 Lecturas
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 Seis o siete martes pasados,y tu pelo sigue el caminoque un antiguo pez le marcara.Es hora de despertar. Es la hora.Nunca más el sueño de la esperani esperar el sueño que seduce.Ahora debe ser la síntesis de tu épica.Ahora debe ser tuyo aquél que amas.             Guillermo Capece
El nombre
Autor: Guillermo Capece  680 Lecturas
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      ¡FUERA EL GOLPISMO MILITAR DE ECUADOR, HONDURAS Y DE CUALQUIER OTRO PAIS      LATINOAMERICANO DONDE SE ESTUVIERE GESTANDO!! 

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