Feb 25, 2024 Feb 12, 2024 Aug 19, 2023 Jun 26, 2023 Jun 22, 2023 Jun 16, 2023 May 27, 2023 Apr 27, 2022 Nov 20, 2021 Nov 07, 2021 Aug 12, 2021 Jan 06, 2021 Jan 03, 2021 Dec 30, 2020 Dec 29, 2020 Dec 27, 2020 << Inicio < Ant.
[1]
2
3
4
5
6
...
66
Próx. >
Fin >> |
LA PLAYA Sabía el lugar, el día, y la hora en que yo iba a morir. Lo sabía porque lo había determinado de esa manera, muchos años atrás, en aquel paraje lejano, donde el mar y el cielo se conjuran para producir un milagro. Lo sabían también los restos de ese lobo marino del que sólo quedaban sus huesos dibujando sobre la arena un bosquejo de su efímero pasado. Pensaba yo, en aquellos años, y lo pienso igual ahora, que esa era la mejor forma de partir, en armonía con la madre naturaleza y devorado por ella misma para sentir que uno en definitiva es parte de un todo. Lo había decidido un día como hoy, cuarenta años atrás, cuando los sucesos me marcaron para toda la vida. Volví al mismo lugar a cumplir mi promesa. No diré aquí el porqué de mi dramática decisión, excede los motivos de este relato. Solamente yo conocía que esa playa era una puerta de entrada a una suerte de paraíso, donde el tiempo debe estar detenido y donde pasado y futuro se confundían en un haz de luz. Lo intuía ese lobo marino que agonizaba en paz, burlándose de la muerte, formando parte de un paisaje pleno de belleza y luz. Ahora era parte del entorno, esa arena caliente que luego se irá derritiendo y formará una nube de minerales y que luego volverán encarnados en el cuerpo de otro lobo de mar, en un ciclo de vida eterna Lo sabía esa cría que nadaba con su madre a pocos metros de la orilla. El tiempo me había demostrado que yo estaba en lo cierto, que a la muerte hay que ganarle de antemano y no dejar que se lo lleven a uno porque sí, a su antojo y capricho, y menos aún, convaleciente en una fría y dura camilla de hospital. El marco era el ideal, el día estaba espléndido como aquel de antaño. Desayuné en el hotel, antiguo y casi abandonado, sabiendo que era la última vez que lo haría. Yo era casi el único huésped, estábamos en los límites de la temporada baja; el balneario, desolado, se preparaba para recibir a los futuros turistas. El bar, de frente al mar, saludaba a la aurora en soledad. Junto a las medialunas reposaban las medidas justas de las pastillas que luego me tomaría junto a la orilla del mar para ingresar a ese otro mundo que una vez visualicé junto al océano. Las aparté cuidadosamente, como si fuesen joyas que estuviesen a punto de ser vendidas al primer postor. Antes de bajar a la costa pasé por mi habitación a recoger algunas cosas para mi breve estadía en la playa. Debía contar con una identificación para facilitarle las cosas a la prefectura, así cuando encuentren mi cadáver en la arena sepan a quién pertenece. Debía, además, disimular que estaba muerto porque lo que yo necesitaba para llegar a ese otro mundo era permanecer bastantes horas expuesto al sol; de esta manera me iría transformando en parte del paisaje y reencarnaría en otra forma de vida. Para ello llevé mis lentes de sol, mi sombrero de paja, un bolso de mano y una botella de agua. La playa estaba justa en frente del hotel, cruzando un camino de pedregullo fino y cortante donde apenas se esbozaba una rambla. Las pocas nubes que todavía navegaban en el cielo se fusionaban y desaparecían, sin rumbo, como vaticinando el futuro que me esperaba; pero yo no tenía miedo, estaba seguro de lo que hacía, había estudiado todo al detalle, hasta la justa dosis del veneno que debía ingresar a mi torrente sanguíneo y perforar mis entrañas. Busqué el mismo lugar de cuarenta años atrás; lo situé en el medio, donde se mezcla la arena dura y la fina y a pocos metros del cadáver del lobo marino. Me senté y miré hacia el horizonte. Estaba algo movido, una leve brisa tejía precarias figuras con la espuma en el rompiente de las olas. Un grupo de gaviotas revoloteaban alrededor mío como esperando el futuro banquete. Observé los restos del lobo; estaban próximos a ingresar en el túnel hacia ese otro mundo. Estaba solo, enredando mis pensamientos en el fondo de la tibia arenisca. Comencé a sentir lo mismo que la otra vez: un estado de cuasi meditación. El sol me daba de lleno en todo mi cuerpo, produciéndome una cierta relajación; el ruido soñoliento del mar invitaba a descansar; observé una vez más la singular belleza de la marina. De esta forma quería partir, fundido en un todo y entregado a la naturaleza. Tomé mi bolso y saqué el frasco con las pastillas; según mis cálculos tenía que tomar las tres juntas. Las aprisioné en mis manos, como si fuesen tickets de viajero. Antes de tragármelas recordé brevemente lo que había sido mi vida. Con cierto orgullo me las metí en la boca y me recosté en la arena a esperar mi salvación. 2 Sentí de pronto que alguien me tocaba. Estaba algo oscuro, la silueta de una mujer se recortaba en el cielo rojo del ocaso, derramando sobre su sombra, la nostalgia de su esplendor. Su cabello trenzaba en el aire al compás de la última brisa. Traté de incorporarme, pero el peso de mi cuerpo inerte me lo impedía. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Dónde estaba? ¿Quién era yo? -Señor ¿se encuentra bien?… es casi de noche, dijo una dulce voz…. Intenté nuevamente incorporarme, esta vez con cierto éxito, pero algo mareado. No sabía dónde me encontraba, la mujer me dio agua para beber y lavarme la cara de arena. Mis recuerdos se perdían, sumergidos en un mar revuelto de incertidumbres. No reconocía ni el lugar ni a la mujer. -Discúlpeme, se iba a deshidratar, por eso lo desperté. Lo estuve observando durante horas. A la mañana Ud. era blanco, ahora está casi negro-, puntualizó casi con una sonrisa. Se quedó profundamente dormido y no sintió ni siquiera las radiaciones solares. Debería haberlo despertado antes pero no me animé…. No supe qué responderle, no estaba seguro de lo que acontecía en torno a mí. ¿Que' hacia yo en ese lugar, cómo había llegado? La confusión se apoderaba de los residuos de cordura que resistían los embates de la realidad; me senté y le pedí más agua para sofocar mi sed. Al lado mío estaba el bolso con mis pertenencias; mi memoria de a poco comenzaba a registrar los acontecimientos. Miré hacia el mar, creí reconocer esa playa, esas rocas y esas olas sobre mis pies. De pronto y como por arte de magia recordé los motivos por los cuales yo estaba en esa playa. Mi piel roja y seca me confirmó que no estaba precisamente en ningún paraíso. Deduje que mis cálculos habían sido errados. Todo me salía mal, ni siquiera podía suicidarme tranquilo, pensé. (¿Habría confundido la palabra cianuro por cloruro?). Busqué mi bolso para cerciorarme de que me había tomado las tres pastillas, pero nada encontré; concluí que me las había tomado, pero no habían sido suficientes. Luego alcé mi mirada en busca de la mujer quien misteriosamente seguía a mi lado observando mi extraña conducta. Tenía ahora el pelo recogido, llevaba una playera del color del sol, se preparaba para salir. Le agradecí que me haya despertado y le pregunté si era de por acá, - No señor, estoy de vacaciones en el chalet de mis padres, pero ellos no están. Cuando dijo esto, la miré con más atención y descubrí que podía ser mi hija, pero que ciertamente no lo era. Me ayudó a incorporarme tomándome de los brazos; mis piernas estaban algo flojas por los efectos de la fuerte medicación. El sol, debilitado por el ocaso, coloreaba las nubes, con los últimos rayos que sucumbían en el mar, desafiando a la retadora noche. Por momentos un pájaro intentaba pescar algo lanzándose en picada como un kamikaze. Cuando llegamos a la calle de pedregullo me preguntó a dónde estaba alojado, pero no supe qué contestar; no tenía una casa y en el hotel ya no me esperaban, nadie me esperaba de este lado del mundo. Al percatarse la chica de mi indecisión, mis silencios y mis gestos dubitativos, me invitó a quedarme en su chalet a lo que inmediatamente le respondí que sí. -Tengo dos cuartos, si quiere puede quedarse conmigo, ya es muy tarde y va a comenzar a hacer frío; como ya le dije, mis padres no están. No es ninguna molestia para mí, lo único que hago yo, es estudiar y bajar un rato a la paya. -Bueno, le dije, si quiere yo le puedo cocinar algo…. Se sonrió, ahora con una sonrisa de mujer, desalojando a la niña que llevaba instalada en la cara. Ya estaba oscuro, el aroma del bosque se insinuaba con la brisa que venía del mar, invitando a las luciérnagas a bailar en una orgía de luces intermitentes. Había muy pocas casas, apenas iluminadas y desperdigadas como al azar. Me percaté, antes de llegar al chalet, que yo no tenía ropa ni ninguna cosa que me permitiera continuar con mi vida, la que dejé esa mañana en la playa junto al lobo marino. La cabaña era modesta pero encantadora. Los muebles, rústicos, rodeaban como en semicírculo a una estufa a leña que estaba apagada. El orden imperaba en la habitación, como si nadie viviese allí. La cocina estaba en la planta baja incorporada al living y los dormitorios en la de arriba comunicados por una escalera de madera. Antes de que ella pronunciara palabra alguna, le hice una pregunta. -No me dijo su nombre. - Gabriela. -Encantado, yo soy Alberto-. Nos dimos la mano llena de arena y sal. - ¿Quiere darse un baño? -Bueno… si… pero yo no traje…… - No se preocupe- me dijo junto a la escalera, puede usar las ropas de mi padre; es curioso ¿sabe? Se parece mucho a Ud. Le van a ir bien sus cosas. Si me espera se las bajo. Me senté frene a la estufa y suspiré por primera vez. Estaba cansado, las pastillas no cumplieron su cometido, pero habían surtido un efecto somnoliento y relajante a la vez, como si hubiese tomado mucho alcohol. Reconocí mi bermuda y mi camisa, las que había elegido para mi entierro. Estaban sucias, lucían como sobrevivientes de una catástrofe. ¿Y ahora qué? me preguntaba yo; mi plan había fallado, la fecha indicada se estaba yendo al pasado, ya me había desprendido de todo lo material y en cierta manera ya me había despedido de este mundo; pero cuando veo a Gabriela bajar de las escaleras siento que los proyectos a veces entran por los sentidos. -Tome… con esto se va a arreglar por unos días. Yo voy a cocinar alguna cosa, ¿le gustan las pastas? - Sí, claro, le dije... Luego, me fui al baño de arriba con las ropas de su padre bajo mi brazo. Me sentía raro usurpando esa cabaña, esos atavíos y esa cama, sin siquiera saber por qué ella lo estaba haciendo, porque´ confiaba tanto en mí, y por qué me había rescatado de la playa. No pude reconocerme en el espejo, mi cara estaba chamuscada por el sol y mi cuerpo casi carbonizado. En el dormitorio descubrí el parecido de su padre con fotos mías de juventud. Las había de todas las épocas; intuí que Gabriela era hija única, una foto sobre la cómoda del padre lo delataba. Se la veía feliz, tendría cinco o seis años, y el padre unos treinta. Estaban en esta misma playa, lo reconocí por el montículo de rocas que se ven en las mareas bajas. El ropero estaba como el día en que su padre se fue, la ropa ordenada, el perfume a limpio, las ausencias inundando los resquicios. Me bañé y me puse lo mejor de las indumentarias de su padre y me apronté para salir. El espejo me miró y se sorprendió, pero no supe si yo era la imagen que se reflejaba o era la del espejo que multiplicaba la mía. Cuando bajo por las escaleras y ella me ve, se larga a llorar desde la cocina. Sin perder tiempo la abracé para consolarla. Ni bien las lagrimas dejaron de brotar, otras se evaporaban de la olla inundando el ambiente con viejos aromas de hogar. Le sequé las lágrimas con un pañuelo que estaba en la mesa. Al rato dejo de sollozar, las mejillas virando al rosado, sus brazos en mis hombros, la frágil hondura de sus ojos. -Disculpe- dijo, mientras revolvía la salsa… es que…cuando lo vi me hizo acordar a mi padre. -Ho… dije yo- no fue mi intención. ¿Dónde está su padre? -Murió hace muchos años. -Cuanto lo siento. -No quiero, ahora, hablar de eso. Preparemos la mesa ¿me ayuda? Lo hice en silencio siguiendo sus órdenes al pie de la letra. La comida olía exquisito, unas velas aromáticas acompañaban a mi torpeza al momento de poner la mesa; dos copas de cristal esperaban, inmóviles, convertirse en una buena excusa; si esto es la vida después de la muerte, ya era hora de convertirme al catolicismo, pensé. Al fin se sentó, yo serví el vino y brindamos quién sabe por qué extraña causa. Quizás por el misterioso encuentro en la playa o simplemente por ese momento único e irrepetible junto a las velas. Primero empezamos por el vino y luego por la comida. Las velas, ondulaban y se reflejaban en las copas, quienes parecían acercarse y alejarse seducidas por las sombras. Desde la ventana, un rumor de mar se colaba entre los árboles comentando sus viejas hazañas. Olía a bosque húmedo. La primera en romper el silencio fue ella. -Una pregunta, me gustaría hacerle, si no es molestia…. -Hágala. - ¿Por qué no lleva nada consigo…me refiero a un bolso, una valija, ropa… cosas por el estilo? -Es una larga historia. - Cuéntemela, tenemos tiempo- dijo sonriendo. Lo hice lo más breve que pude revelando los más mínimos detalles de mi existencia, mis años en la oficina de planeamiento, la tragedia, mi decisión de volver a la playa, la visión que tuve junto al lobo marino; respondió a esto con un gesto de asombro en su cara confundida entre las sombras de la vela. - No te preocupes que no estamos muertos, le dije, riéndome. - Ahora entiendo porqué dormía tan plácidamente. Lo desperté de un largo sueño, quizá el último para Ud. Un sueño que según u lo iba a inundar de paz. Ahora me siento culpable de devolverlo a la vida, dijo riendo… - No es tu culpa, mi plan falló…hace mucho tiempo que mi plan falló. Luego le pregunté por su madre, a quien había visto en una foto en la habitación de arriba y me había parecido muy hermosa. -No quiso venir, le trae malos recuerdos. Ellos siempre venían a esta cabaña, era su refugio y ahora que no está papá…. -Claro, lógico, le dije. - ¿Ud. no tiene familia? - No…se quedaron en esta playa hace muchos años… - ¿Cómo fue eso? -Es así como lo escuchó, dije - Comprendo. Si no quiere hablar de eso no tengo porqué obligarlo. Con el postre llegaron las primeras miradas cómplices, los primeros encuentros, esas décimas de segundos donde los ojos parecen que hicieran contacto entre sí, como órbitas de planetas alineados, en una sintonía fina de frecuencias únicas e irrepetibles, preparando nuestros cuerpos para lo inevitable. El vino iba lentamente ocupando su lugar en la sangre, desplazando a las células de la inhibición. -Los platos los dejamos para mañana, dijo Gabriela, sensual, desde su silla de mimbre. - Bueno, le dije… Subimos la escalera y nos despedimos con un beso en el último escalón. Yo me fui al cuarto de sus padres y ella al suyo. Nos separaba una toilette que daba justo a los pies de la escalera. El silencio era apenas recortado por los quejidos del bosque y algún auto que se dirigía a la costanera en busca de diversión. Traté de dormir, pero su imagen recorría mi mente desde el momento en que la vi en la playa hasta que me despedí en la escalera. Pensé en golpear a la puerta de su habitación, pero no fue necesario, lo hizo ella como leyendo mis pensamientos. Amanecimos juntos, confundiendo nuestros aromas, que ahora ya no eran ni de sal ni de arena. 3 Desayunamos en una especie de porche de estilo inglés, que daba hacia el mar. El bosque se ponía en funcionamiento con las primeras luces del alba, como si le hubiesen dado cuerda. Los pájaros, se acercaban, tímidos, a rescatar los restos de la mañana. Cada tanto pasaba alguien y saludaba desde la calle con el brazo en alto, anunciando que todavía seguía con vida. Gabriela estaba algo nerviosa, como si hubiese cometido un delito y estuviera en pleno arrepentimiento. Se sentía avergonzada por los sucesos de la noche anterior. Estaba hermosa, se había recogido el pelo, tenía un sombrero de paja y llevaba puesto un vestido del color de las uvas. -No hay de qué preocuparse, le dije. Yo no soy tu padre y tú no eres una menor de edad. -Claro, dijo ella, sonriendo, mientras serbia el café. Es que fue todo tan rápido y lo hicimos en la cama de papá… -Decírmelo a mí, que creí que estaba muerto…. Confundidos en un abrazo interminable, luego de desayunar, bajamos a la playa. Había poca gente, las gaviotas disertaban sobre las bondades del mar, los lobos competían por sus hembras marcando el territorio de un posible encuentro. Caminamos junto a la orilla, hundiendo nuestros recuerdos en la bravura del mar. A Gabriela le gustaba atrapar a las olas con los pies como si fuerce una niña; yo seguía ensimismado en los acontecimientos del día anterior construyendo un presente que sostenga mi existencia. Cuando llegamos a un montículo de rocas decidimos tomar un descanso. El sol se empezaba a sentir. Nos dimos un baño, el primero de mi nueva vida. Desde los médanos, descendía una leve tormenta de arena que se adhería a mis ojos como si tuvieran un pegamento. Luego nos sentamos debajo de un árbol solitario a observar a los barcos pesqueros que volvían de su faena quebrantando la línea del horizonte. Estuvimos un rato hasta que el calor lo permitió. Al volver pasamos por mi playa, todavía estaban los restos del lobo, su olor se sentía desde todos los ángulos. La marea estaba alta, las rocas, sumergidas, desenvolvían su timidez debajo del mar. Almorzamos en un bar frente al mar, en busca de sombra y algo de frescor. Todavía era temprano, las mesas estaban casi vacías, el único mozo se repartía como podía entra todas ellas. Supe en ese momento de que yo no estaba preparado para llevar esta vida; ni siquiera podía pagar la cuenta del bar. A ella no le importó, parecía decidida a continuar con esto. Hacía planes sobre el futuro, construyendo, quizás, castillos en el aire o, mejor dicho, en el agua. ¿Qué le podía ofrecer yo, si era un fantasma, mejor dicho…? ¿un muerto en vida? Cuando le decía esto, se sonreía sugiriendo que un muerto no hubiese podido dormir con ella esa primera noche. Antes del postre me surgió una idea interesante que quizás podría ayudarme a sobrepasar el momento ¿Por qué no pasamos por el hotel y recogemos mis cosas, mi ropa, mis documentos, pensé? Deben de seguir allí, esperando que pase por ellos. Gabriela estuvo de acuerdo. Luego de pagar caminamos por la rambla hasta llegar al hotel donde yo había sido alojado. Entré sólo, Gabriela se quedó en la puerta murmurando recuerdos en el viento. Esperé un segundo hasta que apareció un joven al que reconocí de inmediato, era el mismo que me había dado la habitación durante mi corta estadía. Le inventé los motivos de mi visita, no comprendí por qué no me reconoció. Tenía puesto su uniforme de rutina, algo gastado y roto. Hizo un breve llamado a un teléfono interno del hotel. Me miró como extrañado, desconfiando de mi versión. Cuando colgó me dijo que no había registros de mi estadía en el hotel y que lo disculpara con cara de suspicacia hacia mi persona. Le pregunté si había otro hotel como este en el pueblo. Me respondió en negativo Salí desconcertado, pero decidido a no contarle el episodio a Gabriela, no quería confundirla más de lo que ella estaba; seguro que iba a pensar que yo estaba loco y yo no pretendía matar a la ilusión que se había construido junto a mí. Para salir del paso le comenté que mis cosas estaban guardadas bajo llave y que las llaves las tenía el dueño y que se había ido a la capital, etc. etc. Gabriela aceptó la explicación, me tomó de la mano y bordeando el mar, como una sirena campante, me llevó a su casa. Durmió un rato la siesta; yo no pude, las últimas palabras del conserje del hotel se arremolinaban sobre mi cabeza desplazando los últimos vestigios de cordura. 4 La noche bajó algo tímida sobre el bosque, sesgando a la luz sobre el horizonte lejano. El mar, calmo y como dormido, era apenas una remembranza. Gabriela, sentada frente a la estufa, parecía atraer con su seducción a todo lo que la rodeaba y yo no era la excepción. Me acerqué junto a ella, preparamos la estufa, juntamos troncos en el bosque, decidimos cocinar con el producto de nuestra combustión. Estaba alegre, se había puesto sus mejores ropas; sus ojos grises, a tono con la luz de la luna, ahuyentaban ansiosos, las melancólicas tinieblas de mis invocaciones. Subió a su cuarto y me mostró las fotos donde estaba con su padre y su madre, en diferentes etapas de su vida. A mí me gustaban las que transcurrían en verano, las que tenían que ver con este pueblo y este mar. - Quiero saber algo más de tu pasado-, me dijo, antes de servir la cena. ¿Dónde la conociste? -Aquí mismo, en este balneario. Pero de eso hace casi cuarenta años…. - ¿Y por qué volviste aquí? -Ya no lo sé exactamente, quizás era una promesa que tenía que cumplir. Ya sabes, ella se murió justo aquí. En esta playa…. -. Entiendo…. Cenamos en silencio, con nuestros pensamientos entrelazados, atrapados en el misterio de la noche. Afuera, el bosque sudaba una leve pero fría escarcha. Adentro, el calor recorría nuestros cuerpos como si se propagara una rápida enfermedad. Salimos al porche seducidos por la luna, sus cráteres desparramaban su sonrisa plateada por entre las copas de los árboles. A la mañana siguiente no encontré a Gabriela en la cabaña, pero me había dejado una nota en la mesada de la cocina y algún dinero por si acaso. Se había ido muy temprano a la playa con sus libros. Aproveché e la ocasión para ir al centro del pueblo, necesitaba clarificar mi mente, espantar los fantasmas enclavados en mi sombra; los acontecimientos del hotel me habían dejado perplejo e inmovilizado. Tenía que saber la verdad de todo lo que estaba pasando. Todavía no hacía calor, vi a Gabriela en la playa, pero seguí mi camino hacia el centro del pueblo. Busqué un teléfono, la tarea no parecía fácil, apenas habría quince o veinte cuadras en esta villa; me dirigí hacia una especie de almacén improvisado que daba sobre una amplia avenida de tierra, la única del poblado. Era como un rancho, el techo era de chapa, el mostrador de troncos al igual que las paredes, la puerta estaba tan floja que pensé que la arrancaba con la mano. Me presenté y pedí por un teléfono sin darme cuenta de que lo tenía enfrente de mis ojos, sobre el mostrador. Sin perder tiempo tomé las monedas que me había dado Gabriela y llamé a mi oficina, la que había dejado atrás, en mi otra vida. Pregunté por mí. Por algún lado tenía que empezar a reconstruir mi presente. -Hola señorita, ¿podría darme con Alberto Rosales? -Mire señor, él ya no trabaja más... falleció, según tengo entendido, hace muchos años…. -Pero señorita…. ¡eso es imposible!, dije, alzando un poco la voz -Disculpe señor… ¿qué me dijo? -Nada, nada, muchas gracias… y dígame… ¿se sabe de qué murió? -Ah…eso no sabría decirle, señor…. -Gracias señorita, muchas gracias. Colgué el tubo y miré como por reflejo a la señora que atendía el almacén. Estaba ajena a los acontecimientos, llevaba colgada una sonrisa que alguna vez alguien le dibujó y se olvidó borrarle de sus labios. Yo la observaba, pero no la miraba, mi frente parecía tener escrita la frase “falleció hace muchos años”, titulando la película que se rodaba en mi mente. Podrán decir lo que les plazca, pero yo estaba aquí y ahora, y siendo víctima de una broma de muy mal gusto. Pero ¿Quien había armado esta confabulación? Por si faltaba más, de atrás del mostrador salió una gallina perseguida por un gato negro que se me cruzó, maldiciéndome; un niño, sucio y en pañales, parecía divertirse con la escena desde el mosquitero de la puerta. La mujer lo llamó y el nene entró y se puso a jugar con el gato. Luego de que ella se disculpara por la escena, salí para comprar algunas cosas que me pidió Gabriela y me fui por la avenida principal, ultrajando con mis pasos, los pensamientos cristalizados en el aire. Caminé por la rambla unas cuadras y cuando ya estaba cerca de la playa, vi que Gabriela salía del agua. Le hice un gesto de que viniera conmigo y así lo hizo. Cuando se acercó a mí, la abracé, como si abrazara a una idea, a una fantasía, a una invención de mi mente. Hablaba del libro que estaba leyendo, pero yo no la escuchaba, seguía pensando en la señora de la oficina, el gallo, el gato negro y el nene en pañales atravesando el mosquitero. Ese día lo pase entero encerrado en la habitación repasando uno a uno los raros acontecimientos de los últimos días. Gabriela estudiaba en el living hasta que golpeó la puerta donde yo estaba descansando. Se la notaba angustiada y era por mí. Evité en todo momento comentar lo que sucedió en el almacén. Quizás lo mejor era preguntarse lo menos posible y vivir el momento que estábamos pasando juntos y no cuestionarnos por el significado de las cosas. ¿Alguien sabe más que nosotros de los porqués de las cosas? ¿Qué sentido tenía saber la verdad, si lo más importante era nuestra felicidad? El misterio que rodeaba nuestro amor era tan irreal como cualquier otro. La consolé diciendo que estaba cansado y le prometí que al otro día iríamos juntos a la playa. Estas últimas palabras activaron su mecanismo de seducción, pero antes, preparó, como lo hacía todas las noches, una exquisita cena a la luz de las velas. Cerramos esta vez las ventanas, una tormenta de verano nos saludaba por primera vez; el viento, arrollador, desmenuzaba las palabras, despojándolas de sentido. A la mañana siguiente los restos de la tormenta habían hecho estragos en la playa. El agua, hambrienta de arena, había avanzado casi hasta la rambla, devorando las últimas huellas del amanecer. La escenografía era la misma de aquel día fatídico; algunos recuerdos afloraban, aunque no lo quisiera y eso Gabriela lo sabía, era inevitable que surgieran las preguntas, de que el misterio se develara frente a ella. - ¿Me vas a contar algún día qué pasó en esta playa? -Fue hace mucho…cometí un error… siempre me sentí culpable de lo que le aconteció... - ¿A quién? -A ella…tampoco debí dejarla sola…. esos minutos fatídicos…recuerdo que el día estaba hermoso, pero al rato se fue poniendo feo…y yo no hice a tiempo… Las imágenes se sucedían una a otras, el barco yéndose, las enormes olas, el viento huracanado, y yo nadando, impotente frente a la tormenta, la desazón por la desaparición, el lobo marino presagiando lo peor y yo tendido en la playa sin encontrar una explicación. Gabriela se puso a llorar, sus lágrimas se anunciaban solas, su cara sólo se limitaba a observar que ellas brotaban como si quisieran lavar las culpas encerradas dentro de su mirada. Unas morían en sus ojos, pero otras lograban llegar al final de su recorrido, desapareciendo entre sus labios, orgullosas de haber cumplido su misión, de haber sido, al menos, una lágrima. El mar se debatía entre su serena sabiduría y los caprichos de un viento amenazador. Las olas de a poco se nos iban acercando, llorando su espuma sobre el límite de nuestras angustias. Preferí darme un baño, Gabriela se quedó dibujando pensamientos sobre la arena mojada. Cuando el clima ya no lo soportó más, nos retiramos a la cabaña, montando guardia sobre los guijarros esparcidos en el suelo. 5 A la mañana siguiente, Gabriela estaba un tanto rara, ensimismada, tratando en vano de leer sus libros esparcidos por la mesa del porche inglés; yo amanecí con la idea de salir del pueblo, de visitar la capital del departamento, sentía cierto ahogo, necesitaba clarificar algunas cosas y recabar información sobre el lugar. Después de desayunar, me dirigí al centro. Un perro me acompaño como si me conociera de toda la vida hasta la avenida principal donde estaban los negocios, casi siempre cerrados. Había una suerte de farmacia abandonada con carteles del siglo pasado, y con una mujer sentada en la puerta esperando que alguna vez alguien entre a comprarle algo y una panadería que hacía muchos años ya no vendía más pan. El almacén estaba abierto, y como de costumbre, el nene en la puerta jugando con el gato negro. La mujer me reconoció al instante. Estaba la familia completa, como un calco del día anterior. Averigüé, que la Capital quedaba a sólo 10 km, pero que ya no había como llegar; los ómnibus “dejaron de salir hacía un largo tiempo”, me dijo el marido de la mujer. -Tiene que agarrar por la rambla hasta la rotonda, - dijo el hombre-, pero yo no le aconsejo que vaya, hace mucho que nadie va para esos lados- dijo, detrás del mostrador, misterioso y desconfiando de mi. - ¿Ud. es nuevo acá verdad? -. -Si- le contesté. -Sin embargo, yo le veo cara conocida. -Estuve aquí hace cuarenta años… ¿Tanto? Yo lo tengo como de antes… -No lo sé, quizás me parezco a alguien que Ud. conoce…. -No lo sé, pero lo veo confundido, ya se va a ir acostumbrando, todavía tiene mucho que aprender, haga su propia experiencia, dijo, sonriéndole a su mujer. - ¿A qué se refiere?, le pregunté El hombre no me contestó y se retiró detrás del mostrador a ayudar a sus hijos con los cajones de bebidas. Su mujer trataba de decirme con su mirada todo lo que su esposo callaba. Me estaban ocultando algo, se sentía en el aire sofocado del almacén, en la complicidad de las miradas, en la quietud de la tarde. Compré algunos víveres para el viaje y le agradecí sus consejos a la mujer; el gato negro dormitaba sobre una silla de mimbre; el gallo no estaba, quizás ya lo habrían almorzado. Entré a la farmacia, necesitaba algunos medicamentos por si acaso pasaba algo en el viaje a la capital. La mujer se sorprendió al verme entrar y se acomodó un poco las ropas; parecía más una curandera que una farmacéutica, llevaba unas trenzas largas, prolijamente entrelazadas y un vestido parecido a una toga. Tejía una prenda no muy grande, quién sabe para quién. El olor de la farmacia era insoportable, las vitrinas estaban casi vacías, salvo algún frasco con etiquetas indescifrables. Le pedí por aspirina, pero ni siquiera sabía lo que era. Me llevé unas gasas y un poco de alcohol, por las dudas. Cuando me retiré, me dijo Ud. está con la chica de la cabaña, ¿no es así? -Si. ¿Ud. cómo lo sabe? -Acá se sabe todo, cuídese... se lo digo yo por experiencia. Además…. si Uds. quieren sobrevivir, ya saben lo que tienen que hacer…. -No entiendo a qué se refiere. Ni bien terminé de decir estas palabras, la vieja se puso a tejer como si yo ya no estuviese en esa escena. Intenté hablarle, pero no me escuchó. Salí de la farmacia hacia la avenida principal, pensando que quizás la vieja tejía para nadie, que lo hacía sin pensar, que lo hacía por un mandato ancestral. Cuando llegó a la cabaña, Gabriela todavía seguía en el cobertizo; al verme, salió a mi encuentro. Le conté la aventura con la farmacéutica y el resto de las gentes del pueblo y no pude evitar hacerle cierto interrogatorio ya que en definitiva ella también era parte de este mundo. - ¿Cuánto hace que tu vienes a esta cabaña? - le pregunté. ´-No lo sé, yo siento que siempre estuve acá…. -Pero tú me has contado de tu padre, de tu madre, de tus estudios… -Te conté lo que ya sabes… que mi padre murió, que mi madre vive lejos y que yo estoy aquí estudiando… eso es lo único que sé…repetía una y mil veces, como un autómata. Cuando yo le hacía una pregunta que salía de su libreto, Gabriela quedaba inmovilizada, sin entender lo que le decía. Cambiaba de tema y volvía a su mundo, a su cabaña, a sus libros, y a esa realidad, construida, quizás, con la fragilidad de una ilusión. - ¿Cómo murió tu padre? - De eso no quiero hablar-. -Tengo que saberlo…es importante…. -En otro momento te contaré algo más…pero no es mucho más lo que yo sé. Al ver que Gabriela se ponía sería, decidí terminar con el interrogatorio, ya eran demasiadas cosas por las que estaba pasando, desde que me rescató de la playa. Ultimé los aprontes para el viaje, llené un bolso con algunos alimentos y me armé un botiquín con las pocas cosas que compré en la farmacia. El agua no podía faltar ya que ese día iba a hacer calor. Almorzamos algo y salimos para la Capital en dirección al viento, como dos adolescentes. Seguí el planito que me habían dado en el almacén, primero por la rambla hasta la rotonda y de ahí a la derecha hasta encontrar la ruta; según la mujer del almacén la ruta es” fácil de ver porque está asfaltada”. Esto era cierto, pero en que ‘año habría sido asfaltada, me preguntaba yo. La rambla se iba desdibujando a medida que avanzábamos sobre el sol, y se iba alejando de la playa, sesgando su horizonte. En un momento dado nos encontramos andando sobre un pasto impreciso, en donde antes hubo un camino. Lo que la mujer nos dijo que era una rotonda, era ahora apenas un cuño sobre el terreno. Rodeamos el boceto de línea curva y seguimos por la derecha hasta encontrar algo que parecía haber sido una ruta: del asfalto sólo quedaban algunos restos ya casi imperceptibles que reflejaban la luz del mediodía, licuados por el calor y quebrados por el peso de los años. Nuestros pies batallaban contra las piedras y los juncos que emergían de entre el asfalto, victoriosos. Así anduvimos un buen rato en silencio y sabiendo que era una empresa imposible Al poco tiempo dimos sobre un puente que confirmó la peor de mis sospechas. El arroyo no era muy ancho pero el puente estaba cortado en su mitad como con un serrucho, y daba hacia la nada, hacia el vacío total. Gabriela siguió caminando hasta el vértice del puente, el cual aparentaba ser un gigantesco trampolín. Me miró sonriente, parecía divertirse con la escena. Estaba hermosa, su pelo lacio ondulaba con el viento del sur, su esbelta silueta era como un sueño dentro de una pavorosa pesadilla. Sin embargo, lo más aterrador fue comprobar que del otro lado del arroyo no había nada, ni siquiera algo de vegetación, era como si hubiese una gran pared del color del cielo. Supe que habíamos caído en una trampa y que estábamos atrapados en un laberinto y que la salida quizás estaba dentro de nosotros y no fuera de nosotros. A Gabriela parecía no importarle nada, porque era parte de su libreto, ese que le habían impuesto en su cabeza, el mismo que según mis elucubraciones, lo tenían todos en este extraño paraje. Bromeamos sobre el asunto, y acampamos a un costado del puente a saciar nuestra sed. El calor, surgido como de entre las piedras fue de la partida. El arroyo estaba tentador, pero desistí de la idea del baño: no quería caer en una nueva trampa; era casi seguro que eso no era agua, o lo que sería peor aún, un espejismo. Cuando el calor y el cansancio lo permitieron, almorzamos como dos chiquillos en un día de primavera. Luego nos volvimos, inventando una ruta sobre los juncos. Al llegar a la rotonda, el sonido del mar nos guio una vez más. La playa y el viento era lo único cierto de esta historia. 6 Los días que sucedieron a nuestro viaje eran como un calco uno de otro. Gabriela se iba a la mañana a la playa con sus libros y yo la pasaba a buscar al mediodía. Almorzábamos en el restorán del hotel, nos atendía el mismo mozo, disertábamos sobre los mismos temas y luego paseábamos a la tarde sobre el montículo de rocas esperando el atardecer. Gabriela en esos instantes quedaba muda, observando el horizonte, como esperando que ocurriese alguna cosa que yo desconocía, o, mejor dicho, alguna cosa que hasta ella misma desconocía. ¿Estaría esperando inconscientemente su propio rescate? A la noche generalmente cenábamos en la cabaña a la luz de las velas recordando quizás, y con cierta nostalgia, aquel primer y mágico encuentro, aquel que empezó en la playa, aquel que se fue desdibujando con el tiempo, al igual que las calles y las casas de este pueblo. Yo descubrí que el mundo que nos rodeaba cambiaba según nuestro estado de ánimo. Cuando Gabriela se sentía bien, los caminos se nos abrían a nuestro paso, y este pequeño pueblo se convertía de pronto en una ciudad alegre y llena de vida. A veces nos deteníamos a conversar con alguna persona que deambulaba por el lugar, pero luego descubríamos que siempre eran las mismas y que la gente repetía un único libreto: que no sabían cómo habían llegado, pero tampoco se lo cuestionaban, sólo se limitaban a vivir, o, mejor dicho, a sobrevivir en este mundo singular. Comprobamos en otros fallidos intentos por huir del lugar, que no había salida alguna, y que todos los caminos terminaban en la nada. Lo más curioso que nos aconteció fue una mañana cuando nos dirigíamos en sentido del hotel, contrario al del arroyo: al rato termínanos en la cabaña como si hubiésemos dibujado un círculo sobre el pueblo confirmando aquella teoría de que el Universo era curvo; aquello de que, si uno sigue un camino en línea recta, al final termina pasando por el mismo lugar de donde partió. Sin embargo, esta teoría no parecía que se cumpliese siempre. Había caminos que sencillamente no terminaban en ningún lado, como si este pueblo estuviese a mitad de construido. Nuestras vidas también se iban transformando en una rutina, a Gabriela eso parecía no importarle, pero yo conservaba la curiosidad y quería saber más y me la pasaba recorriendo los límites del pueblo, como si tratara de escapar de una cárcel. Fue a la vuelta de uno de esos confines cuando descubrí que ella había desaparecido. La escudriñé por todos lados a los que ella iba. Pregunté en vano en el pueblo si la habían visto, pero nadie supo decirme nada. En la cabaña no había rastros de ninguna carta de despedida ni cosa por el estilo, simplemente había desaparecido. Los días sin ella me resultaban insoportables y su búsqueda me dejaba exhausto, a tal punto que una mañana decidí no buscarla más. Me tiré a dormir en la playa y me dejé consumir por el sol y el mar. Busqué el mismo lugar de cuarenta años atrás; lo situé en el medio, donde se mezclan la arena dura y la fina y a pocos metros del cadáver del lobo marino. Sabía que ese era el camino que me llevaría a ella. Comencé a sentir lo mismo que la otra vez: un estado de cuasi meditación. El sol me daba de lleno en todo mi cuerpo, produciéndome una cierta relajación; el ruido soñoliento del mar invitaba a descansar; observé una vez más la singular belleza de la marina. De esta forma quería partir, fundido en un todo y entregado a la naturaleza. EL FUMIGADOR El fumigador venia siempre los martes a la misma hora. Debo reconocer que yo sentía como una especie de compasión por el hombre cada vez que cruzaba la puerta de mi casa; no quisiera yo terminar ejerciendo esa profesión, siempre pensaba yo, pero uno nunca sabe, Lo curioso era que parecía gustarle lo que hacía y a veces hasta intercambiábamos alguna palabra sobre los insectos que él tanto conocía y yo aborrecía. Su especialidad era el exterminio masivo de los pobres insectos, para eso le pagaban, sin embargo, a veces demostraba un poco de piedad. Un día me contó algo que me llamó mucho la atención. Me dijo que las cucarachas podían sobrevivir congeladas en el freezer durante un largo periodo de tiempo, como una suerte de hibernación, y que lo había podido comprobar con su propia experiencia una vuelta que abrió el congelador y cayeron varias cucarachas congeladas que al poco tiempo revivieron como si nada. No me pareció muy disparatada esa anécdota ya que se sabe que las cucarachas salen airosas hasta de una bomba nuclear. Ese mismo día se despidió porque terminaba su contrato con nuestra finca, tuvimos que reducir los costos de mantenimiento del edificio. Lo extraño de toda esta historia fue lo que sucedió luego de que él se fuera. El fumigador siguió viniendo sin que yo lo llamara, dispuesto a trabajar sin importarle si le pagaban o no, lo que llamó poderosamente mi atención, sobre todo porque nadie en el edificio se percató de ello. Estaba tan compenetrado con su tarea que yo ya no sabía cómo agradecerle. Un día decidí terminar con esa situación y le hice un regalo a manera de despedida. Le regalé un libro sobre la supervivencia de los insectos. Nos dimos un gran apretón de manos, pero la suya estaba tan congelada que se partió, se cayó al piso y se rompió en mil pedazos.
<< Inicio
< Ant.
1
2
[3] Próx. > Fin >> Tantos años de búsqueda hasta hoy que Robert encontró por fin el libro en Old Brompton Road en Sirling. Había llegado a pensar que era solo una leyenda; como el monstruo del lago Ness. El librero, después de desempolvar el libro que estaba escondido en la recámara se lo entregó con misterio diciéndole que el dueño sería colmado de dones: ya que contenía los principios de la alquimia. Esto era un tesoro para los eruditos .El secreto solo lo podía recibir el elegido .Pero El sabía que lo era. Con su tesoro en brazos se refugió en “El negro Burn Hotel” .Cerró persianas y ventanas, puso en la puerta el cartel de ocupado .Con una luz tenue abrió el libro con devoción “Principios de la alquimia en Escocia”, mirando primero el reloj .Eran las seis de la tarde .No sabía las horas que le llevaría asimilar el secreto, pero hasta entonces no dejaría de leer. Atónito encontró la primera página en blanco .Estaba en blanco. Llegó a coger una linterna iluminando la página, buscando algún rastro de tinta borrada u oculta…Nada. Volvió a mirar el reloj. Eran ya las doce de la noche, pero no podía perder el tiempo antes de pasar a la siguiente página .Esta tenía que tener un significado oculto, no podía pasar de página sin descubrirlo ni entretenerse siquiera cenando. La hoja parecía que le hipnotizaba; como si quisiera captar sus pensamientos para imprimirlos en esa página. Miró el reloj sin ver, por inercia, y volvió a dirigir la mirada a la página. _ ¿Acaso me quería decir que no era yo el elegido?-pensaba deprimido. Se levantó, era la primera vez en horas, no era para un descanso. Cogió el revolver decidido. -Si no era yo el elegido no deseo seguir viviendo-Claudicó Robert. Y disparó con firmeza a la cabeza .Restos de sangre salpicaron la hoja en blanco y de rebote la bala la bala se incrustó en el reloj que marcaba las 3 en punto. Lo que sucedió aquella tarde, marcó mi vida. A partir de ahí, no busco explicaciones para ciertas cosas que suceden, ignoro a qué atribuirlas y no intento darles un significado mágico ó milagroso, simplemente, las acepto y me satisface haberlas experimentado. Llevo en mi dedo anular, la prueba irrefutable de lo que viví. Pasó mucho tiempo, pero todavía, cuando debo enfrentarme a una situación difícil o dolorosa, aprieto entre mis manos este delicado anillo, entonces, me invade una sensación de paz y sosiego... . Mi primera maestra, fue mi madre. Eran los años dorados en que merecía toda su dedicación. Como hija única, consentida y mimada, igual que lo fue ella, la veía como una hada maravillosa que vivía pendiente de mis necesidades y también de mis caprichos. De mi parte, correspondía a la altura de las circunstancias y me esmeraba para alcanzar cada una de las metas que me fijaba. Cuando fui mayor, recién tuve conciencia de mi egoísmo, que en esa época ya se insinuaba y creció a medida que fueron desarrollándose los acontecimientos. Todo lo que se me antojaba, lo conseguía. Estaba muy conforme con ese estilo de vida y ni por casualidad me ocurría pensar que pudiera cambiar. Pero como todo lo bueno tiene fin, tuve que asumirlo y resignarme a las vueltas de la vida. Cumplí siete años. Desde ese momento empezaron a cambiar muchas cosas y algunas me alarmaban porque tenían que ver con la figura de mamá, menuda y delicada. Cada vez que su breve cintura se ensanchaba, llegaba un nuevo hermanito. Nació Aníbal, el primero. Se ganó ese nombre porque papá admiraba al Aníbal cartaginés, personaje valiente y decidido que había tenido en jaque a los romanos durante mucho tiempo, su campaña con elefantes y guerreros, a través de los Pirineos y de los Alpes, fue una gesta valerosa aunque terminó con la destrucción de Cartago y su suicidio en Bitinia. Yo, veía a nuestro Aníbal, tan diminuto e indefenso, en su cuna y me parecía que el nombre le quedaba demasiado grande. Siguieron dos niños más, con muy breve intervalo, el mínimo requerido en estos casos. La familia, se volvió numerosa de repente. Mi vida, cambió como la de todos los que habitábamos aquélla hermosa vivienda perfumada de jazmines. A toda hora se escuchaba llantos de niños. Las personas que ayudaban en casa, corrían de aquí para allá, el médico, pasaba más tiempo con nosotros que con sus propios hijos, él mismo lo decía. Mamá había cambiado, estaba muy delgada y consumida, no se la oía reír ni cantar. Para que mi educación no se resintiera, papá, contrató una profesora que todos los días a las ocho en punto de la mañana, se hacía cargo de mi educación.. A las doce, servían el almuerzo, que compartíamos juntas, después si mamá lo autorizaba, salíamos a caminar, o me llevaba hasta el parque para jugar en las hamacas. A las cinco de la tarde, el maestro de piano, llegaba con los brazos cargados de partituras. Era un hombrecito calvo, muy nervioso y siempre apurado, tenía alumnos repartidos por toda la ciudad. Me enseñaba solfeo, ejecución, composición, la correcta posición del cuerpo, de las manos, de los dedos y me torturaba con las escalas. Una tarde, concluida mi clase de piano, fui a descansar a la galería, mamá daba el pecho a Joaquín de dos meses, su última adquisición, acerqué mi rostro al suyo para besarla y sentí húmeda la mejilla. Sorprendida y alarmada, porque nunca la había visto llorar, pregunté cuál era el motivo. Con la voz quebrada, contestó que debía hacer un largo viaje. - ¡Qué bueno! exclamé, voy a preparar mis cosas. Entrecortada por los sollozos, su respuesta me detuvo en seco. – No es necesario, viajaré sola. Había notado, con infantil desazón, que a medida que nacían mis hermanos, mis demandas y mis gustos ya no eran satisfechos como cuando era hija única. Mis padres casi no reparaban en mí, y en ocasiones, ni siquiera tenía, como en años anteriores mis vestidos impecables, colgados del perchero. Tampoco me preparaban mis comidas preferidas y para colmo de males, mamá tenía intención de irse sola a vaya a saber dónde. Fue la gota que colmó el vaso. Llené una valija con ropa, algunos libros y juguetes, mi muñeca preferida y un frasco de colonia inglesa, regalo de mi madrina. Mandé a Panchita, la muchacha encargada de la limpieza, a buscar un coche y salí a la galería con mi valija. En el zaguán, me topé con papá que llegaba muy nervioso. Me preguntó a dónde iba. -Aquí ya no se puede vivir, contesté, hay demasiados niños llorones y ya que mamá se va sola, yo también. Esto último lo dije en actitud desafiante. Me arrebató la valija de las manos y la estrelló contra la pared. El impacto, hizo que se abriera y desparramara todo por el piso. El frasco de colonia cayó al suelo estrepitosamente junto a mi ropa, vidrios rotos y el fragante contenido estúpidamente desperdiciado. ¡Tanto que la dosificaba para hacerla durar y ahora se escurría entre las baldosas! En ese momento, odié a mi padre por su violenta actitud, después, todo sucedió tan rápido, la enfermedad de mamá, su muerte y la nueva vida con los abuelos, que tras enterrar a su hija única, se hicieron cargo de sus cuatro nietos, una calamidad que no les dio respiro ni tiempo, para elaborar su duelo. La triste mañana que velaban sus restos, fui a buscar leche tibia para Joaquín, mi hermanito menor, oí a Herminia, la cocinera, decir, refiriéndose a mi padre, que no soportaría dormir sólo ni una semana, su comentario se truncó bruscamente a mi llegada. . Confieso que me hubiera gustado saber más, consideraba a mi padre un hombre fuerte, seguro y sin temores y lo que había oído, echaba por tierra esa consideración, de todos modos, no me atreví a preguntar, esa mujer, al decir de mamá, cocinaba como los dioses, razón por la que permanecía en casa, pero su lengua era de temer. Contra mi deseo, no pregunté nada, pero quedé muy intrigada. Meses después, encontré explicación a sus dichos. Mi padre, de nuevo dispuesto a contraer nupcias, para evitarse las complicaciones que seguramente le acarrearían tres niños pequeños y una hija algo mayor, se desentendió de sus cuatro vástagos y los cedió a los abuelos. Recién advertí la catástrofe en que nos sumía la muerte de mamá, cuando debimos abandonar nuestra hermosa residencia, en la ciudad de Jujuy. Dentro de sus amplias y luminosas habitaciones y en sus jardines donde el persistente aroma de las flores y el trino de los pájaros embargaba los sentidos, había transcurrido mi vida desde que tenía memoria. Los abuelos, que vivían a pocas cuadras de nosotros, decidieron trasladarse a su finca de Uquía, cercana a Humahuaca. Allí había mucho espacio y todo lo necesario para que sus nietos pudieran vivir bien. La realidad, era que abuela, dolida por la actitud de papá, temía que nos cruzáramos con su nueva mujer, en una pequeña ciudad era muy posible, lo consideraba una afrenta y su orgullo, no lo podía tolerar. En esos días, cumplí diez años. La muerte de mamá, me hizo madurar de golpe, junto a mis hermanitos, contenidos y cuidados, viajamos a Uquía A papá, lo perdoné, antes que padre era hombre, como dijo la cocinera, no lo podía evitar. Sin embargo, debo reconocer, que costeó los mejores colegios para nosotros, sus hijos y constantemente se preocupó por nuestras vidas, aún cuando lo veíamos muy poco. Próximo el año lectivo, tuve que convencer a mis abuelos y también a papá, de la urgencia de ingresar a un buen colegio donde continuar los estudios, irregulares, mientras duró la enfermedad de mamá. Elegí el Colegio del Huerto en la ciudad de Jujuy, donde mamá había cursado los suyos. Siempre tuvo fama de albergar a las niñas y jóvenes de las familias tradicionales de la ciudad. Era una buena razón, más que suficiente para que aprobaran mi petición. Sería en calidad de interna, le aclaré a mi padre para evitar que se opusiera. Ansiosa, con el equipaje listo, me despedí de abuelos y hermanos y viajé en tren, acompañada por la hermana de mi abuela que tenía la misión de llevarme hasta el mismo colegio. La Abadesa, una mujer alta y de severo aspecto, me recibió con un discurso que remató con su frase predilecta: “Las puertas de esta casa son tan estrechas para entrar, como anchas para salir” Después de darme instrucciones, órdenes y consejos me acompañó hasta el dormitorio que iba a compartir con otras niñas más ó menos, de mi edad. Así comencé una nueva y provechosa etapa. Mi carácter sociable, hizo posible una rápida integración. Generosamente, mis compañeras, me pusieron al tanto de la rutina. Recuperé el tiempo perdido y me afané en asimilar las enseñanzas impartidas. Teníamos muchas horas dedicadas a meditar y orar. Mi naturaleza activa e inquieta no era compatible con tan pasiva actitud. Esa obligación excluyente, me aburría tanto que ideé una manera de evadirme, sin evidenciarlo. Ponía cara de devota y dejaba vagar mi imaginación, repasaba mentalmente las lecciones, inventaba y adaptaba cuentos para relatárselos más tarde a mis compañeras. Así, en apariencias, cumplía las condiciones exigidas en ese sagrado recinto. La educación y la instrucción que se impartía, eran de excelente nivel y lógica consecuencia del esmero y dedicación puesto por maestras y profesoras. Al terminar el año lectivo, volví a la casa de mis abuelos a pasar las fiestas en familia. El reencuentro con mis hermanos fue emocionante y también algo fastidioso. Me trataban respetuosamente por la diferencia de edad y por lo que significaba, para ellos, estudiar y vivir lejos de casa. Rivalizaron por mostrarme todo lo que aprendieron durante mi ausencia. Al principio, la ansiedad, los puso insoportables. Conté hasta diez, y recordé lo que mamá hacía en estos casos, atendí al que menos se puso en evidencia. Les di a entender, que no era cuestión de gritar sino de mostrar educación y compostura. En la extensa propiedad, por donde corrían cristalinos arroyos que bajaban de la montaña, tenía mi abuelo su molino al que acudían los agricultores de la región a llevar el grano para la muela. Mi tarea, en tiempo de vacaciones, como nieta mayor y responsable, consistía en cobrarles, de acuerdo a la cantidad de cereal que traían a moler. También, clasificar la fruta, duraznos, ciruelas, manzana y uvas que se daban en abundancia. La mejor, era para la mesa, la madura para hacer dulces y mermeladas y una cantidad se separaba para consumir seca. Concluida mi tarea, después de rendirle cuenta al abuelo, de lo recaudado, me perdía en la cocina, ahí aprendí de Encarnación, la cocinera salteña, que siempre acompañó a mis abuelos, a cortar el durazno como se pela una naranja, hasta el hueso y preparar muñecas, que dejábamos secar, no era muy difícil en un clima tan desprovisto de humedad, también charqui, finas tajadas de carne de llama que cortaba y salaba para que resistieran hasta el momento de su consumo. Ya, en ese tiempo, curaba los cuartos traseros de ese camélido que, estacionado convenientemente, sabía como el jamón de cerdo. A la hora de la siesta, me gustaba verla preparar el pan. Lo hacía una vez por semana para toda la familia. En una gran batea, disponía la masa, previamente leudada, con sus hábiles manos la golpeaba y estiraba hasta que quedaba lisa y suave, entonces, cortaba un trozo y con ella, me dejaba preparar muñequitos para mis hermanos. Los colocábamos en chapas engrasadas, separados porque nuevamente tenían que leudar, como el resto del pan antes de cocinarlos. No había mucha leña para el horno porque los árboles de la zona, son escasos, el cardón, es un gran cactus con el que se fabrican muebles y se revisten paredes, pero no tiene gran valor calórico. El abuelo, con un peón, iba en busca de la leña que le dejaba en la estación, la gente del ferrocarril. El marido de Encar, como la llamábamos para abreviar, Paulo, era arriero, lo veíamos al regreso de sus prolongadas andanzas, ella, que conocía sus gustos, lo esperaba con un pastel muy sabroso, que nos invitaba a paladear, una especialidad, de masa dulce, cubierta de merengue y con un relleno semejante al de las empanadas, de carne de llama ó de gallina. Aguardábamos impacientes el momento en que lo sacaba del horno crujiente y apetitoso, y lo desmoldaba sobre una de las antiguas fuentes de plata de mi abuela. Era todo un ritual, mientras el pastel se enfriaba, el relato de alguna de sus historias, nos hacía más soportable la espera. Paulo, después de guardar el ganado y asearse, se arrimaba a la cocina. Con el sombrero en la mano, en el quicio de la puerta, saludaba primero a los patrones, mis abuelos, quienes lo invitaban a pasar, a su mujer y después a los niños que alborotábamos a su alrededor. No tenían hijos, siempre traía alfeñiques, tabletas de miel u otro sencillo presente. El aroma, delicado y apetitoso, de la comida invadía todo, como anticipo del placer que enseguida, íbamos a compartir. Recuerdo aquélla vez que el deseado pastel, como nosotros, esperó en vano. Paulo, no llegó, ni los regalos ni su humilde presencia asomándose a la puerta de la amplia cocina. Días interminables pasaron hasta que otro arriero, trajo la infausta noticia: Paulo se había desbarrancado en un difícil paso de la cordillera. Sus restos no pudieron ser recuperados. Encarnación buscó unos pantalones y camisas que le pertenecieron en vida y les dio sepultura junto al pastel que tanto le gustaba y ninguno de nosotros se atrevió a comer. Volví al colegio ansiosa y feliz por reencontrar a mis amigas De todas ellas, Delfina, la más querida, despertó, apenas la conocí, mi admiración por su delicada, etérea belleza, no parecía de este mundo, la dulzura y el buen carácter eran el sello de su personalidad. Noté su extrema delgadez, apenas comía, repartía entre nosotras, eternamente hambrientas, sus alimentos y también las golosinas que recibía de su casa. En el grupo que formábamos, además de centrar la atención por su natural sencillez, un halo, intangible y misterioso la rodeaba, algo que en ese momento yo no tuve la capacidad de analizar, pero sí de intuir. Un par de años menor que ella, buscaba insistente su compañía para encontrar un refugio en la dulzura de su trato y de sus palabras cuando la nostalgia embargaba mi alma. A veces, creyéndose a salvo de miradas indiscretas, la observé traslucir un estado de paz y felicidad que no eran terrenales. Como ante la presencia de algo misterioso e inasible, no me atreví a perturbar. No he vuelto a ver esa expresión, en persona alguna, al cabo de mi larga vida. Una noche, en mitad de un sueño profundo, desperté y la vi de rodillas, con el rostro en éxtasis, iluminado por un rayo de luna, ya no pude dormir, esa visión conmovió mi alma. Al día siguiente, en un momento de recreo, propuse en tono de broma, pero movida por un extraño, desconocido impulso, hacer un pacto. La que muriera primero, debía, de algún modo, manifestarse y contar lo que sucedía en el más allá. Un silencio profundo, mezcla de temor a lo desconocido y de trasgresión a las rígidas normas del colegio, siguió a mi propuesta, el sonido de la campana, nos volvió a la realidad. Luego de formar filas, entramos al aula, ellas cabizbajas y pensativas, yo firme en mi decisión. Esa noche, después de las oraciones, tomadas de la mano derecha, con la izquierda sobre el corazón, juramos cumplir lo pactado. Terminó el año y comenzó otro. En el acto inicial del ciclo lectivo, nos enteramos de algo irreparable, la muerte de Delfina. Mis compañeras, que conocían la entrañable amistad que le profesaba, se sorprendieron al verme tan serena. En ese momento, me pareció algo natural, era un ángel de paso y no éramos dignas de tenerla entre nosotras. Ya al conocerla tuve la certeza de lo inasible. Rogamos por su alma y todas lo hicimos con profunda y sincera devoción, convencidas de que alguien con sus calidades, debía estar bien en el lugar que Dios le hubiera asignado. Nos preparábamos para terminar el año lectivo. Prefería estudiar sola, así me podía concentrar mejor, evitaba distracciones y me abocaba a los temas que más me interesaban. Una tarde de examen, lo terminé antes que mis compañeras. Después de entregarlo para su corrección, salí del aula. Mis pasos me condujeron a la capilla, solitaria a esa hora. Una desconocida atracción me llevó frente a un altar secundario. Allí vi a Delfina, tal como esa noche en que súbitamente desperté. Su rostro bellísimo, iluminado por un rayo de luz que se filtraba por el vitral. Con expresión de serena felicidad, giró la cabeza lentamente hacia mí y sonrió con su dulzura habitual. Delfina cumplía lo pactado. Me encontraron horas más tarde, absorta, apretado entre mis manos, sin recordar cómo llegó, el delicado anillo con sus iniciales. La madre superiora, se alarmó al ver mi extrema palidez, según lo que me dijeron. Verdaderamente, me sentía muy bien, más aún cuando para volverme a la realidad, me notificaron del resultado sobresaliente de mi examen lo que consolidó mi ego y me gratificó por la dedicación y esfuerzo puesto en el estudio. Fui sometida a un examen médico y después al meticuloso interrogatorio de la abadesa en presencia de mi padre y el cura párroco. Me limité a decir lo que relaté, sin mencionar el anillo. El buen doctor, aconsejó que un mes de vida familiar, en compañía de los míos, sería el cable a tierra para alejarme de tan extrañas divagaciones. Mi cable a tierra era mi recuerdo y el anillo de Delfina. Preparé mi equipaje, como tantas veces, avalada por mis profesoras que atribuían mi estado a un exceso de estudio. Nada más alejado de la realidad, pero en fin, anticipaba mi regreso para encontrarme con mis hermanitos y abuelos a los que extrañaba muchísimo. Aproveché esos días de descanso para visitar a la madre de Delfina en compañía de mi abuela. Viajamos a su casa de Yala, un lugar encantador a unos cincuenta Kms. de la ciudad de Jujuy. Nos recibió emocionada y conmovida. Habían llegado a sus oídos, algunos rumores que deseaba confirmar. Me retuvo entre sus brazos, que me recordaron a los de mamá. Ante su insistencia, volví a relatar lo que ya sabía, pero quería escuchar de mis labios. A ella, le conté todo. Cuando abrió el estuche con el anillo, que llevé para dejárselo muy a mi pesar, lo acercó a sus ojos para ver hasta el mínimo detalle. Desapareció el color de sus mejillas. Estupefacta, perturbada aunque convencida de su legitimidad, sacó fuerzas de su dolor. Con los ojos húmedos contó que al aproximarse el fin, Delfina, pidió ser enterrada con su anillo. Ella misma, se encargó de dar cumplimiento a su última voluntad. Los que asombrados, escuchábamos, nos sumimos en un prolongado silencio. En tácito acuerdo, al no encontrar una explicación racional, aceptaron el hecho. Al despedirnos, ya más tranquila, su generosidad, me permitió conservarlo. Desde ese día, lo considero mi talismán, la evidencia de un Pacto Sellado. Jamás me separé de él. Lo considero mi bien más preciado. He dejado instrucciones para llevarlo conmigo el día de mi muerte. Deseo que mi voluntad sea respetada Cada amanecer,como espectro envueltoen gajos de tu amor,me detengo donde la luzdel yermo cansancioque oculta la noche,me muestra recuerdos que nunca tendre.Cada amanecer,como ave rapazdevoro tus petalosacaricio tu mundoy me detengo,sobre la suavidadde tus limites,porque comienzasa dibujar, otro adios.El alba, decidida,quema mi rostro,para que nadie sepa,que por sus surcosrodaron tus lagrimas,cuando besaste las mias. Sin ánimo de cobrar absolutamente nada, Ni exigir, ni comprometer… Si algo tuviese derecho a pedir, Pediría, sin ningún tipo de timidez… Que se queden mudos, Si es que acaso planearon vuestras frases… Que se queden ciegos, Si esperan vuestro reflejo cuando me observan… Que me consideren tonto e inútil, Antes de perder el tiempo en mentirme… Que me consideren muerto, Antes de falsearme amor y comprensión… Que me consideren perdido, Si planean cambiar mi rumbo… Que no me sonrían, Si luego habrán de hablar mal de mi… Que no piensen tanto en mi, Si supuestamente no vale la pena… Que alguna vez sean simples, Que sean como se que han de ser a escondidas… Que de una buena vez se decidan, Si me odian o me aman, pero en voz alta… Que me cuenten lo que temen de mí Y también lo que aman… Sueño desde que nací, Con llegar a encontrarme realmente alguna vez, Con alguno de todos ustedes… En cualquier parte del universo… Inconclusos se cuelan los otoñosen los laberintos de mis versos solos.Van borrando vocales vacilantesy también las mañanas y las tardes.Y el otoño se abisma en la chimenéay apaga su lenguaje de madera.Y en cristales fríos de presagioataca mis espaldas sin un bálsamo.E invariablemente siento su gelidezalterando mi cuerpo machacado.Y se lanza a enamorar los vitralesy a sembrar escarcha en los escaparates.Yo lo persigo con un fuego más me contesta con ladridos de perros.Y sé que espera fuera de mi casapara romper mis labios cuando parta. A veces melancólico me hundo en mi noche de escombros y miserias, y caigo en un silencio tan profundo que escucho hasta el latir de mis arterias. Más aún: oigo el paso de la vida por la sorda caverna de mi cráneo como un rumor de arroyo sin salida, como un rumor de río subterráneo. Entonces presa de pavor y yerto como un cadáver, mudo y pensativo, en mi abstracción a descifrar no acierto Si es que dormido estoy o estoy despierto, si un muerto soy que sueña que está vivo o un vivo soy que sueña que está muerto. Autor: Julio Florez Rea. “Seducción” Su seducción fluyó con deliciosa delicadeza, reconociendo haber tomado esa increíble decisión por su belleza. La sola evocación de su ternura, tuvo como repuesta inmediata una celebración agradecida, como si eso, fuese la visión delirante de notables dulzuras. Esa muchacha, resguardó seguramente la gloria sorprendente de alegrías pasadas, envueltas de felicidad, con toda la grandeza de su sonrisa. La sugestiva señal del disimulo, trasladó la sensación placentera de su mirada, a la cercanía de su cuerpo encendido. Naturalmente, posó sus labios generosos en mi piel sin perturbarse para disfrutar la gentileza que otorga la vida, fue entonces cuando descansó su rostro agitado en mi pecho, lamiendo el reino de la prudencia. Me decía en susurros, que la luna tuvo en otras oportunidades los pliegues pensativos del desaliento nubladas con lágrimas; pero hoy, sin ese insano dolor, atesoró la inquieta atracción de una madura y fantástica pasión…. antes aturdida y quieta. Subí las gradas lentamente a la morada de esa dama, en cuya mejilla encontré la marca de los astros, y en su cuerpo el disfrute de todas sus fragancias saciadas de sueños con la visión de las tentaciones. La exquisitez de ese encuentro, acogió la misma solemnidad, el inicio de un festejo de intensa existencia y deleite en su lecho, señalado hoy como el refugio más prudente de todas las escenas anheladas, porque en definitiva, todos los amantes se albergan en el después, en los rincones de sus propias exaltaciones, consciente que el cansancio ….es un gran espiral de fatigas inconclusas, en un pecador deshumanizado, que tiene la virtud de ignorar….. todos los aplausos. GAVN Nací distraído. Lo supe desde chico. Me recuerdo con cuatro años, sentado, dándole la espalda a la escalera de mi edificio, aun siento el dolor de la caída. Nunca supe bien el motivo, puedo estar escribiendo sobre lo distraído que soy que de repente rinoceronte con corbata. La gente suele tener equivocaciones como prender el cigarrillo dado vuelta, yo, en cambio, puedo estar con el encendedor prendido sin nada en la boca. Seria autocompasivo sentir que le debo al mundo un poco de atención, darme cuenta de que tengo que pagar la boleta de luz o llamar a mí madre. Todo eso deja de importar, ya que mientras escribo, observo como dejé otra vez encendida la luz del baño. Lamentablemente saber que uno es distraído es parte del problema. La distracción es acumulativa, los hechos se van superponiendo. La llamada pendiente se diluye luego de aparecer la canilla abierta en la cocina, para después ver como el agua está hirviendo y tirar de un manotazo todo el azúcar en la mesada. Como fichas domino (todavía sigo buscando una metáfora mejor) paso de un hecho a otro. No espero compasión, es solo la sensación de que cada movimiento que hago no me pertenece. Estoy muerto de miedo. Miedo de ser tan despistado que, en un instante, tengo sesenta años y entrecierro los ojos para poder ver el precio de la harina. O peor, haber entrado en otra casa y estar en un cuarto que no me corresponde. Ver mis dedos y no estar seguro si debo teclear la letra “e” con el dedo índice de mi mano izquierda. Incluso, me aterroriza la sensación de haber nacido en otro cuerpo, de que la persona que escribe no sea yo sino otra contextura en la que, en mi desatención, me metí por equivocación. Ojalá que esto pase. No debería estar acá. Mi idea simplemente era hacerme un té, pero termine escribiendo este texto. Por lo menos pude… Alan Marrapodi
|
Lecturas Totales | 87829 | Textos Publicados | 82 | Total de Comentarios recibidos | 934 | Visitas al perfil | 74515 | Amigos | 133 |
|
Annita
Un abrazo : )
Matteo Edessa
Oscar Franco
gracias por comentar mis relatos y poemas.
leer tus escritos gracias por compartirlos
nydia
amigo de mi alma y de mi corazón..
no te he visto ultimamamente por msn, todo bien??
que excelente cambio de foto... guapote!
besos siempre amigo
te quiero!
MAVAL
¡Un gran abrazo virtual!
______€€€€€€€_€€€€€€€
______€€€€€€€_€€€€€€_€€₠¬â‚¬â‚¬
__€€€€_€€€€€€_€€€€_€€₠¬â‚¬â‚¬â‚¬â‚¬â‚¬
_€€€€€€€€_€€€_€€€_€€€ €€€€€
_€€€€€€€€€*.'*.'*.'*.€€€€€€
__€€€€€€€*.'*.'*.'*.'*'€€€€€€€€
____€€€€€€*.'*.'*.'*.€€€€€€€€€€
__€€€€€€€€€_€€€_€€€_€₠¬â‚¬â‚¬â‚¬â‚¬â‚¬
__€€€€€€€_€€€€€ €€€€€€€
___€€€€__€€€€€€_€€€€€€⠂¬â‚¬
____$____€€€€€€€_€€€€€€€
___$$_____€€€€€ $$_€€€€€
___$$$__________ $$
__$$__$$$_______$$
__$$_____$$____ $$____$
__$$______$$_ $$_____$$
___$$_____$$ $$____$$$$
_____$$$_$$ $$____$$$$$$
________$$ $$___$$$__ $$$
________$$ $$__$$$____$$$
________$$ $$_$$$_____ $$$
________$$$ $ $$_______$$$
_________$$$ $$_______$$$
__________$$$$$______$$$
____________$$$$__$$$$
_____________$$$_$$$
______________$$$$
______________
¡¡MUCHAS FELICIDADES!!
GRACIAS POR TU AMISTAD Y EL TIEMPO DADO POR COMPARTIR EN LA PALABRA
que lo pases muy bien!!
leticia salazar alba
norma aristeguy
Un orgullo tenerte con nosotros, gabriel.
El abrazo de siempre.
Norma
gabriel falconi
te pertdono
Edgar-->The Sacrifice
Espero y no te aya molestado fue una distraciòn mia lo siento amigo mio
Suerte
Saludos y mis admiraciones para tì
Edgar Tù amigo siempre fiel!!!
Edgar-->The Sacrifice
Me agrada tener tu amistad auque estemos lejos siempre te apreciare.
Suerte apra ti y los tuyos
Estamos en contacto
Recuerda que la mùsica jamàs morira si tu no la dejas de alimentar
Edgar tù amigo siempre fiel!!!!!