• Damián Campos
DamianCampos
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  • País: Argentina
 
Imaginate en la estación de trenes, la tarde-noche le da el color  a la situación, te dirigís a la gran ciudad mientras mirás hacia el andén del frente, las masas vuelven a sus casas, uno parece ir a contramano de la realidad, de la costumbre, de todos. Visualizás a la gente siguiendo la inercia de otras personas, y en ellos te ves reflejado, pero no como un reflejo per se sino como un contrario, un contrarreflejo de tu persona, parada en el andén contrario, como un espectador, un tercero que no quiere unirse a esa masa uniforme que parece no pensar por sí mismo y simplemente actúa como el resto. Hay quien pudiera verlo como un pensamiento ególatra, vacuo y soberbio pero quien piense eso no entiende el claro contraste entre la soberbia y la soledad. La soberbia precisa de autosuficiencia, uno no precisa de otro porque considera al otro un ser inferior e inútil, actúan cual rey observando a su reinado con indiferencia. La soledad te hace necesitar del otro, analizarlo, tratar de entenderlo. La soledad te lleva a la filantropía e, indirectamente, a tendencias misándricas. La sociedad está en una constante persecución con la soledad, tratando de evitar caer en sus garras, y una gran parte de ella logra escapar pero ignorando el hecho de que su base, sus individuos más talentosos, aquellos capaces de sentar las bases de la misma y transformarla, han caído en las fauces voraces de la soledad. Peor aún, ese sector más obtuso parece dedicado a intensificar la situación en la que caen quienes son sus cuasi salvadores. ¿Quién podría, en su sano juicio, ir a contrapelo de su salvación? Es ilógico, y en muchos sentidos la sociedad camina a la falta de lógica. Parafraseando a Félix Lope de Vega “A mis soledades voy, de mis soledades vengo, porque para andar conmigo, me bastan mis pensamientos.”, la tendencia a la ensimismación se vuelve una constante en aquellos que trascendemos al humano promedio. Ahora resta preguntar ¿Es algo que viene con nosotros o somos llevados a este estado? Las personas parecen indispuestas a escuchar una voz distinta, una contraposición, una mirada nueva y prefieren su sentimiento autosuficiente y cuasi cliché justificándolo en no ser los únicos, en que el resto también lo prefieren, apoyan su inseguridad en las mayorías. ¿Y de los intelectuales? Hay dos tipos, los que nos mantenemos inquebrantables ante todo lo que se cruce, firmes ante la adversidad y amalgamados con esa soledad que parece un estigma discriminatorio, y los que ya están muertos. Pero cuidado, esa muerte no tiene un porqué para ser física, la misma aún puede ser moral. Tristemente hay intelectuales que son incapaces de soportar su estigma y ahogan su capacidad en tratar de ir a aquel andén contrario, buscan ser normales y de algún modo lo logran. Todo indica que todos quieren ir a las masas ¿por debilidad? Quizá, o quizá a culpa de las mismas masas por volver a estas personas unos enajenados y solitarios individuos. Si uno lo piensa solo con lo expuesto podría pensar que los intelectuales son seres débiles y endebles ante lo que los rodea, pero ese sería un error cuasi fatal. El intelectual es capaz de confrontar masas por él mismo, criarse en la soledad lo hizo fuerte y su voluntad trasciende a la normalidad hegemónica que reina la sociedad en la que vive. Pero el intelectual es frío, la falta de contacto con sujetos endebles lo hizo rígido y calculador, y pone a prueba a todo lo que puede. ¿Y quién nos puede culpar? Si el poder es la ansia más grande del ser humano ¿Quién con un dedo en el gatillo y el cañón de la escopeta apuntando a un ser que le es indistinto y que su existencia (o la ausencia de esta) no le afecta en ningún aspecto, no dispararía? Entonces  ¿Quién puede culpar al que lo hace con un motivo? El análisis se intensifica para entender la “crueldad” con la que actúa el intelectual y su motivante. Su actuar es causado por la frustración de no encontrar a otro de los suyos; el intelectual pone a prueba a ciertos individuos para saber si es capaz de entenderlo, si (por fin) podrá tener una charla más allá de la banalidad, y al no encontrarlo simplemente lo descarta. Pero no los descartan y ya, los defenestran, los dilapidan, y el porqué de esa fuerza violentamente abusiva aparenta no tener explicación alguna.  Probablemente la soledad crea seres incapaces de medir el daño al que pueden someter a los destinatarios del ataque indómito del intelectual. ¿Qué concepto de bien o mal, suficiente o insuficiente, cruel o clemente, amor u odio puede tener alguien que no conoce del todo al ser humano como individuo? Los conceptos macros son una banalidad, cualquier subser capaz de concatenar una pocas palabras puede hablar de cuestiones macro, la antropología es una ciencia simple incomparablemente sencilla respecto a entender a un mísero humano.  La humanidad desde la individualidad es sumamente compleja pero no para todos, solo para el  intelectual. La persona común y corriente es capaz de tomar el comportamiento humano como algo implícito y su actitud respecto a este es sumamente natural e intuitiva. El intelectual, al no haber nacido naturalizado a este ambiente simplista en sus acciones pero complejo en la naturaleza y el porqué de las mismas (curioso oxímoron se forma al analizar este tipo de cuestiones), mecaniza el accionar humano. El intelectual debe tratar de buscar patrones para poder camuflarse en el cúmulo de personas normales, debe elaborar teorías para tratar de encontrar esa cuestión tan natural en el no-intelectual, debe tratar de dejar de lado su pensamiento intelectual para tratar de anexarse a los humanos promedio.  Un punto clave para analizar esta cuestión es la adolescencia, etapa de soberbia en la vida donde la egolatría les da forma a los futuros adultos, cada generación parece crítica, cada vez más radicalmente estúpida (en toda la complejidad que implica la estupidez) y destinada al fracaso. La adolescencia es la opera prima del proceso separatista de la sociedad, y para nada resulta sorprendente teniendo en cuenta la maleabilidad del adolescente promedio. Uno de los mecanismos más evidentes es la tergiversación de la inteligencia; el adolescente frustrado por no lograr destacar del resto justifica su fracaso, lo justifica en frases que, tan velozmente, se volvieron populares: “las notas no son relevantes”, “todos tenemos distintas cualidades”, “no hay humanos más capaces que otros, solo distintos”. También lo justifica en su adhesión al cúmulo de normalidad, emitiendo opiniones vacías que ni siquiera es capaz de interiorizar (no solo por no coincidencia de pensamientos, incluso por su propia incapacidad e inutilidad que encubre con sus justificaciones). Pese a esto el adolescente no es consciente de estas cuestiones, simplemente se dan en lo profundo de su psique, otra cosa totalmente opuesta sucede con el intelectual adolescente. El intelectual adolescente es quien está más cerca de su muerte moral, la presión social que sufre por pensamientos autoinfundados y externos lo hacen caer en una crisis pseudoexistencialista.  La crisis del adolescente intelectual tiene de base al deseo intrínseco del ser humano por aquello que no tiene, el intelectual ve en los adolescentes promedio la felicidad de vivir en la ignorancia y piensa constantemente en caer en ella. Aun así no peca de estúpido, es capaz de ver las ventajas de ser como es y entiende sus beneficios, pero la naturaleza humana le puede y vuelve su crisis una constante en su vida. Es irremediable su situación, incapaz de poder mantener una conversación con un valor real, o de poder amalgamarse a la conducta sinsentido que parece seguir este sector de la sociedad.  Es por este mismo motivo que en la adolescencia es donde más intelectuales se pierden ¿quién sabe cuántas mentes brillantes ahogaron su saber en idiotez para poder pertenecer a la sociedad? O peor aún, ¿Cuántos esconden su verdadera faceta para tratar de pertenecer a un grupo pero en el fondo se dan cuenta que ese grupo no es más que el resultado de un autoengaño constante? ¿Cuánto más podrá aguantar alguien es esa situación? El adolescente intelectual anhela una vida que no tiene, y siente un primer (y quizá único) contacto con el amor real; ama a aquello que implica lo que le gustaría ser, su deseo amoroso más profundo no es más que la personificación de su necesidad egoísta de dejar de lado su saber. La persona que represente mejor dicha necesidad egoísta puede variar pero el concepto es inamovible, mientras cumpla ese rol antagónico respecto de sí mismo el sentimiento será el mismo, independientemente de quien sea.  Hay otro tipo de amor para el intelectual, el amor por un par, ya que implica su desahogo total. El intelectual es consciente de que encontrar a otro como él es sumamente improbable, y cuando lo encuentra lo ayuda a ayudarlo. La sola posibilidad de tener una conversación digna de sí mismo y que realmente lo motive genera el sentimiento de amor y necesidad más grande que existe. Aun así busca no explotar en toda su plenitud a su par, cual hambriento cuando solo le resta un trozo de pan dosifica su contacto para poder disfrutarlo y valorarlo como se debe.  En definitiva, al tratar de entender el comportamiento de los intelectuales caemos en el gran dilema del huevo y la gallina, ¿Es la sociedad quien lo vuelve un ser solitario o la soledad la que provoca el rechazo social? Quizá es indistinto al entender que la humanidad, en su conjunto, pierde su opus magnum y lo relevante sea buscar la integración de los mismos desde lo individual. Y la individualidad parece una gran carencia de la sociedad, pocos parecen capaces de subsistir por sí mismos tras la vorágine de dependencia que azota a las personas desde la adolescencia.
Bitácoras de viaje
Autor: Damián Campos  197 Lecturas
La sociedad, en tanto y en cuanto se encuentra a la merced de pandillas que se adueñan de las mayorías  obteniendo el poder absoluto  (como brillantemente describía Ayn Rand en sus obras), es víctima del absolutismo que grandes conglomerados impongan. La lógica y análisis objetivo ofrecen una sencilla regla que explica por qué la dictadura de las mayorías es totalmente inviable y un acto humano autodestructivo: Si solo una minoría es realmente capaz y tiene un entendimiento considerable de la lógica, y a la sociedad la manejan las grandes mayorías (mayorías que, por antonomasia, son ilógicas o están menos capacitadas para dirigir el rumbo de una especie) ¿Cómo podríamos creer que la supervivencia es algo seguro en manos tan torpes e incapaces?  No es necesario plantear una distopía cuando la misma se vive en carne propia, cuando aquellos que gozan de entendimiento tienen que sosegar su vida a la incapacidad de un grupo que lidera no por méritos sino por su propia condición de grupo. Tampoco es algo extravagante, se vive en la política, en el trabajo, dentro de un salón de clase e incluso en el propio seno familiar. Incluso, si uno pecara temerariamente de entusiasta, podría creer que las decisiones de una mayoría no necesariamente apuntan a un lugar desfavorable para la raza humana, y de hecho en ciertos aspectos dicho planteo es real. El asunto problemático nace en los casos donde dicho planteo, por pura decantación y probabilidad, falla. Cuando las decisiones de la mayoría son ridículamente suicidas pero  nadie puede ir a contrapelo de ello porque, justamente, no ostenta el puesto de mayoría, solo ostenta ser una persona lógica (que, en nuestra sociedad, parece ser un acto de rebeldía natural).  Los rebeldes son aquellos que logran inmiscuirse en las ideas resultantes de la mayoría y logran ver más allá, ven el fallo y, en pos de hacer el bien, buscan salvarse y salvar a todos de una mala decisión. Como bien decía Joseph Goebbels “una mentira repetida mil veces se convierte en verdad”, las mayorías caen en lo dicho por el susodicho y esto es ciertamente peligroso. Si una idea logra instalarse y no se advierte a tiempo del peligro inminente que significa, dicho peligro se vuelve inevitable. Hoy reina lo políticamente correcto ¿No es esta potencialmente destructiva situación digna de representarse en una distopía? En efecto, lo es, pero hay un factor aún más doloroso de  esta cuestión, y que termina de coronar la situación como una problemática social enorme pero, a la vez, silenciosa (¿o silenciada?), veámoslo con ejemplos:  En los últimos años se ha popularizado una tendencia supuestamente en favor a las personas que padecen obesidad, la misma es la normalización absoluta de la condición de obeso y la negación de su calidad de enfermedad. El argumento, tan vacuo como quienes lo promueven, es una falsa promoción de libertad y respeto. Ellos se embanderan con palabras de bonita connotación para hacerse, poco a poco, con el apoyo popular. Sucede que esta tendencia no solo es absurda por su clara negación al empirismo absoluto, sino que además va a contrapelo de la verdadera lucha de los obesos para lograr que se los reconozca como enfermos (entre otras cosas para poder ser provistos de medicamentos y tratamientos en función de mejorar la condición de su enfermedad).   Hoy no es sorprendente ver a alguien en la televisión o cual sea el medio saliendo a decir que cada uno debe aceptarse tal cual es; esta última frase es sumamente peligrosa por su amplitud interpretativa. La aceptación, en efecto, es necesaria en uno mismo para poder quererse y vivir, pero sucede que la aceptación de lo que uno es no es inherente a la aceptación de como uno está. Incluso, si profundizamos aún más. La aceptación de lo que uno es en esencia debería ser el puntapié inicial para aceptar sus falencias y salir de la situación desfavorable en la que uno se encuentra (en el caso de este ejemplo, la obesidad). Promover la aceptación de una condición desfavorable (en términos científicos y médicos) es promover la no-salida de la zona de confort, es promover el estanque y el no-progreso.  Hay otro punto a analizar  que es ciertamente curioso, dicho punto es la doble moral absoluta de quienes defienden esta postura. Tal parece que la evidencia científica y médica no es relevante (o es menos relevante que la autodeterminación de alguien que sufre un trastorno) en algunos casos pero en otros su postura se da vuelta de manera repentina. ¿A qué me refiero? A que ante una persona que sufre de anorexia (un trastorno medico alimenticio al igual que la obesidad) la “libertad y respeto” no existe. ¿Cómo, ante casos opuestos pero con una raíz igual la postura puede variar tanto? Aquí se puede ver lo endeble del argumento. ¿Cómo algo tan ilógico puede tener verdadera y peligrosa relevancia en la sociedad? Adueñándose de la maleable mayoría, chantajeándola con discursos políticamente correctos e ideas de pseudomodernidad.  Suceden patrones similares en otros aspectos y fases de la sociedad, un caso también destacable es el de la discriminación. La concepción de las mayorías es anacrónica respecto a lo que se vive hoy en día. Seguir hablando en contra de la discriminación de sectores anteriormente excluidos pero que hoy ya forman parte activamente de la sociedad es un acto sin sentido. Muchas aristas surgen en consecuencia a este hecho, una de ellas es caer en la irracionalidad con el fin de seguir justificando la “defensa” de los sectores “excluidos”. No hay que profundizar demasiado para encontrarnos con personas buscando racismos de manera compulsiva con el fin de solidificar su postura hoy absurda. Pareciese que hacer un comercial basándose en datos que la propia sociedad suelta (en forma de análisis de mercado) es promover un supuesto estereotipo (¿no acaso el hecho que realmente un grupo en su mayoría haga una x acción impide que esa caracterización sea considerada un estereotipo?). Y aquí nace nuevamente la doble moral de los defensores de lo políticamente correcto; si “estereotipas” a un sector que en un momento era vulnerable ganas el odio de estos defensores de la “libertad”, ahora, si vulneras de manera sistemática a la figura del hombre-blanco-heterosexual, por dar un ejemplo sencillo, recibís el apoyo y admiración de este sector tan endeble, argumentalmente hablando, que es incapaz de ver la contradicción per sé que representan.  Los defensores de lo políticamente correcto, aún tras todo lo dicho en estas palabras, tienen un fallo de base muchísimo más grande y profundo: creen ser rebeldes, creen ir a contracorriente de lo normal cuando ellos rigen la normalidad. Hoy, la rebeldía no está en la corrección moral-ideológica, hoy la rebeldía está en la inteligencia, en la capacidad, y en lo políticamente incorrecto pero empíricamente aplicable/aceptable. Una sociedad obnubilada necesita de verdaderos rebeldes para poder recuperar la noción de la realidad, para no autodestruirse. 
La afable mentira
Autor: Damián Campos  183 Lecturas
 La falta de rutina puede llegar a ser un enemigo acérrimo cuando uno intenta no pensar. El pensamiento es tan complejo que no entiende de situaciones transitorias y actúa de manera catalítica a las mismas. Es por esto que puede ser tu mejor aliado en tus buenos momentos y el traidor más grande en los malos. Es gracias a esto mismo que uno, al sentirse endeble por lo que sea, trata de evitar sumirse en el pensamiento, porque su mente va a ser la autora de una vorágine autodestructiva. Vorágine que involucrará múltiples situaciones, desde la profundización innecesaria del problema, hasta la creación de realidades hipotéticas con resultados favorables, resultados que evitarían el estado en el que está, supuestos incomprobables pero que en la ensimismación resultan factibles.  El supuesto es punzante y ataca a la zona más débil de uno: a la integridad y confianza. “¿Cómo podrías confiar en tu capacidad habiendo caído en un error tan garrafal y evitable como este?” es la clase de preguntas que surgen de aquel supuesto y que dañan la determinación propia.    La infelicidad está intrínsecamente conectada a todos estos aspectos, el infeliz se sume en su pensamiento y se mata paulatinamente, siente un vacío en él, no puede evitar caer en la melancolía y, poco a poco, en la soledad. De no frenar, de no dejar de pensar, el destino del infeliz se termina de sellar, con un obvio resultado. Lo mejor que puede hacer el infeliz es conseguir algo que tape y subduzca su pensamiento tapándolo con un acto autómata como una rutina, por ejemplo.  Pese a cualquier intento de tapar su infelicidad, el infeliz una vez que llega a ese estado queda estigmatizado, y adquiere de manera vitalicia esa faceta. Esta faceta se encuentraen un estado de constante amenaza, queriendo salir de su cascara (formada por las distracciones del infeliz) y emerger para finalizar su trabajo.  Aun así, la infelicidad es un paso posterior al vacío interno, el mejor modo de evitarla es encontrar aquello que complete dicho faltante en uno. Esta tarea es compleja, ardua y cancina pero es la única opción que uno tiene. La situación se complejiza cuando se fracasa en esta tarea, encontrar algo que creas que te llena pero que termine siendo algo vacuo puede provocar la caída más estrepitosa a nivel anímico. No obstante hay otra situación peor: el quedarse en las puertas de la solución y fallar. Esta última situación involucrará la versión más intensa y avasallante de la formulación de hipotéticas realidades, hasta convencerte de tu inutilidad para afrontar cualquier cuestión en la vida más allá de lo rutinario,  hasta fundirte en la corrosión de una realidad que nadie es capaz de asimilar al presentársele de manera tan repentina.  Las cartas están sobre la mesa y cada uno conoce su situación, aun así, el resultado final parece inevitable para las personas que tienen el pensamiento fusionado a su ser, como si dicha capacidad, a su vez, impidiera su funcionamiento óptimo a lo largo de la vida.  
Infelicidad
Autor: Damián Campos  175 Lecturas

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