Por Roberto Gutiérrez Alcalá Nunca había visto nada parecido en la llamada vida real, tan sólo en alguna serie de televisión o película: colocó la piedra en el trozo de cuero sujeto por las ligas de caucho, levantó la horquilla de la resortera a la altura de su rostro, estiró las ligas con su mano izquierda, apuntó hacia la copa de un árbol y disparó. Un segundo después, algo cayó al pasto. Nos acercamos corriendo. Era un pájaro gris. Yo no podía creerlo... Ahí lo dejamos, muerto, sangrante, y seguimos recorriendo el parque de Copilco, buscando alguna otra cosa que hacer. Se llamaba Víctor. Era hijo de un comandante de la Policía Judicial de un pueblo de Morelos y de una mujer gorda, morena y ya no tan joven. Vivía en la misma unidad habitacional que yo. Era de mi edad, moreno, tartamudo, flaco como yo, y había algo -aun ahora no se qué- que nos unía, nos hermanaba. Cuidaba a un niño de seis años –Sabino-, que también tartamudeaba. Decía que era su hermanito, pero todos sabíamos que en realidad era hijo de uno de sus hermanos mayores. Los dos -Víctor y Sabino- eran inseparables. Iban a cualquier lado cogidos de la mano. Durante esas vacaciones de verano, los tres salimos varias veces a explorar el mundo. Él me buscaba, o yo lo buscaba, luego del desayuno, y emprendíamos el camino... Hablábamos, reíamos con facilidad. Incluso llegamos a revelarnos mutuamente algún secreto de nuestra compartida adolescencia, mientras Sabino permanecía en silencio, observándonos, sonriendo. Nos dejamos de ver. Cada quien tomó su rumbo. Un día me enteré, por boca de otro vecino: fue al pueblo de su padre a pasar un fin de semana. Y lo consabido, el lugar común, la estúpida noticia repetida una y mil veces: se dirigió al cuarto de su padre. Abrió el ropero oloroso a humedad y, de entre uniformes y pantalones y demás prendas de vestir, sacó un rifle supuestamente descargado. Un movimiento involuntario, un tropiezo, una caída, y el rifle estalla y lo fulmina al instante, como aquella vez la resortera al pájaro. De Ninguna señal, ningún indicio
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Estaba tratando de escribir un poema, cuando mi esposa tocó a la puerta de mi estudio para decirme que alguien del banco me buscaba por teléfono. Alguien. El poema que intentaba escribir no abordaba ningún tema trascendente, ni siquiera quería expresar un sentimiento noble o grandioso. A pesar de ello sería un poema, sin duda. Un poema surgido simplemente de mi necesidad de escribir poemas sobre cualquier cosa. Cogí el aparato telefónico y gruñí. Un sujeto de voz cantarina me saludó con una familiaridad bastante molesta y me notificó entusiasmado que los directivos del banco que representaba me habían autorizado una tarjeta de crédito con la tasa de interés más baja del mercado. ¡Carajo! Había interrumpido la escritura de mi poema para atender a un sujeto desconocido que ahora me salía con que yo ya tenía una tarjeta de crédito que nunca solicité... “No me interesa, gracias”, le dije. “Usted no ha entendido lo que acabo de decirle”, dijo. “La tarjeta ya es suya.” En la pantalla de la computadora, el poema inconcluso boqueaba como un pez moribundo. Debía ir en su auxilio, insuflarle más vida, o de lo contrario lo perdería para siempre. “No me interesa su tarjeta”, dije otra vez. “Yo no he pedido ninguna.” El sujeto pareció desconcertado. Con una actitud menos entusiasta me preguntó por qué rechazaba su magnífico ofrecimiento. “¿No entiende? ¡No me interesa tener ninguna maldita tarjeta de crédito en este momento!” “Pues usted se la pierde”, dijo, y colgó. Y sí, esa vez ha pasado a la historia como la lluviosa tarde de julio en que perdí una tarjeta de crédito y, casi, un poema. De Ninguna señal, ningún indicio
Por Roberto Gutiérrez Alcalá ¿Es esto un poema? ¿Para ser considerado como tal llena los requisitos rítmicos, verbales, estéticos, impuestos a lo largo de la historia por los poetas más prestigiosos y, también, por los estudiosos y los críticos profesionales? ¿Sus metáforas son brillantes, innovadoras, sorprendentes? ¿Insufla vida a las palabras que lo forman? ¿Las transforma, las renueva, les proporciona una fuerza y una intensidadsinigual? ¿Vuelve a quien lo lee un ser un poco menos insensible, un ser un poco menos estúpido, un ser un poco menos desdichado? ¿Es esto, acaso, un poema? ¿Verdaderamente lo es? De Ninguna señal, ningún indicio
Por Roberto Gutiérrez Alcalá No acostumbro ir a fiestas: me aburren soberanamente. Pero esa vez acepté la invitación porque no tenía nada mejor que hacer. Mi intención era comer, intercambiar algunas frases con quienes estuvieran junto a mí y, cuando el murmullo y las carcajadas y el ruido empezaran a taladrar mis oídos, largarme lo más sigilosamente posible de aquel sitio. Entonces llegaron unos individuos en una antigua y destartalada camioneta, y descargaron de ella varias bocinas y los diferentes tambores y platillos de una batería, y también una guitarra eléctrica, y un atril y un sintetizador y dos micrófonos y metros y metros de cables. Eran tres hombres y una mujer de no menos de sesenta y cinco años, todos vestidos de negro. Mientras bebían tequila, brandy o cerveza, distribuyeron las bocinas en puntos estratégicos del patio aquel, ensamblaron las diferentes partes de la batería, conectaron la guitarra eléctrica al sintetizador, probaron los micrófonos y pusieron unos sucios papeles sobre el atril. A continuación, tomaron sus respectivas posiciones y comenzaron a tocar y cantar. Buen rock. Rock añejo: Elvis, Bill Haley, The Rolling Stones, Janis, The Doors... No con demasiada maestría, no con un gran talento, sí con pasión, con una pasión frenética, casi desesperada. El guitarrista rasgaba su instrumento al tiempo que su rostro se contraía bajo una andanada de tics nerviosos. El que aporreaba la batería era un hombre flaquísimo, con una gorra de cuero negro sobre la cabeza y un rostro afilado y enjuto que hacía recordar al viejo William Burroughs en su último año. El tercer sujeto no medía más de un metro sesenta de estatura. Llevaba puesta una boina negra, detrás de la cual sobresalía una cola de caballo gris. Cantaba con una voz ácida y rasposa, y con los ojos cerrados. La mujer también cantaba con un hilo de voz electrizante. Lucía una mascada que le cubría su evidente calvicie, y de tanto en tanto se la acomodaba para no dejar al descubierto sus grandes orejas de elefante. Aquellos cuatro lunáticos tocaron y cantaron buen rock añejo durante tres horas como si todavía fueran los jóvenes que habían sido hace más de cuarenta años. Aquellos cuatro lunáticos tocaron y cantaron buen rock añejo durante tres horas con tal frenesí, con tal pasión, que por unos instantes lograron ser nuevamente los jóvenes que fueron hace más de cuarenta años. De Ninguna señal, ningún indicio
Por Roberto Gutiérrez Alcalá En una ciudad de espanto hay una Clínica de Trastornos del Sueño a la que a diario acuden cada vez más personas atolondradas y confusas por el insomnio que padecen a consecuencia de la ansiedad y de las acuciantes preocupaciones y presiones que trae consigo la vida cotidiana (la fila para acceder a ella es infinita). Una vez dentro, aquellas miserables creaturas de ambos sexos y de todas las edades son conducidas por un oscuro pasillo hasta un galerón inmenso, donde, sobre hileras interminables de asientos de plástico -y como resultado del más pavoroso aburrimiento-, permanecen largas horas completamente dormidas, a la espera de que algún especialista las atienda y, previos análisis y estudios, las ayude a conciliar otra vez, como cualquier hijo de vecino, el sueño, el anhelado sueño reparador.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá El conde pasaba por una época crítica, realmente penosa. Los innumerables años en que había gozado de una reputación intachable eran ya sólo un sofocante recuerdo que lo sumía casi a diario en un estado de ánimo propicio para el suicidio. Ya sin un solo diente, sucio, débil, cubierta la espalda con una capa rota y desteñida, vagaba esa noche por las calles de una monstruosa ciudad en busca de algo que llevarse a la boca, de algo que saciara un poco su sed milenaria. Al dar la vuelta en una esquina y toparse con un maloliente callejón donde un ejército de ratas se daba un festín al pie de un gran contenedor de basura desbordado, se detuvo un momento, sopesando la oportunidad que se le presentaba de improviso. Tomó impulso, avanzó unos pasos y, después de patear enérgicamente a varios roedores que le impedían acercarse al contenedor, hundió su rostro demacrado y enjuto en él, y empezó a desgarrar varias bolsas de plástico y a palpar su contenido. Al cabo de unos instantes, su mano extrajo una toalla femenina usada. Entonces, mientras la observada, más con resignación que con ansia se dijo: -Bueno, para un tecito...Y se alejó de aquel callejón inmundo.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá “¡Dejen pasar al anciano!”, decía papá que dijo un día un agente de migración en el puente de Nuevo Laredo, Tamaulipas, mientras él y otras personas hacían cola para mostrar su pasaporte y luego encaminarse a Laredo, Texas, pero papá, por más que volteaba hacia todos lados, no veía a ningún anciano, hasta que, por las miradas que le dirigía el agente, entendió que éste se refería a él, y entonces los demás le abrieron paso, y papá avanzó muy apenado, aunque también muy alegre de que aquel trámite concluyera con tanta rapidez debido, fundamentalmente, a su recién estrenada ancianidad. De Invenciones a dos manos
Por Roberto Gutiérrez Alcalá · Enamórese sin reserva de la mujer equivocada (también, si así se lo dicta su temperamento, puede cometer algún acto soez, vil, canalla, digno del más punzante y ácido sentimiento de culpa; o, en su defecto, golpearse un dedo con un martillo, lo cual trae como consecuencia un llanto expedito).· Recuéstese sobre un taburete o sofá en decúbito supino.· Concéntrese en su tragedia personal y reviva aquellos momentos en que el sufrimiento alcanzó las cotas más altas.· Restréguese los ojos con delicadeza para estimular los lagrimales.· Deje caer la cabeza a un lado.· Suspire hondamente. De Invenciones a dos manos
Por Roberto Gutiérrez AlcaláAdemás de ser discreta, elegante y cortés, y hacer gala de un respeto irrestricto hacia todos y cada uno de sus semejantes, aquella dama cuarentona de rostro risueño, pechos tristes y muslos redondos tenía una costumbre verdaderamente ejemplar: todos los fines de año, al calor de los brindis, las carcajadas, el intercambio de regalos y los abrazos de felicitación, se rifaba a sí misma, con mucho éxito, entre el personal masculino de la dependencia gubernamental donde, de lunes a viernes -de nueve de la mañana a seis de la tarde-, fungía, con una aceptable eficiencia, como secretaria del señor director. De Invenciones a dos manos
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Para Salvador Elizondo Detrás de una colina, el palacio surgió, imponente, frente a mis ojos. Un largo camino de piedra me condujo al portón principal. Con una aldaba en forma de mano lo golpeé hasta que salió una figura espigada: era mi buen amigo el extravagante conde Von Wieck.Hacía uno o dos años que no tenía noticias de él. Nos habíamos conocido en uno de los tugurios a los que solía acudir cuando la soledad me dolía. Quizá fue a finales de 1976. Entre grandes sorbos de cerveza me dijo con su cristalino acento alemán que era conde y que estaba perdidamente enamorado de una de las prostitutas más solicitadas de ese sitio. La incivil carcajada que le espeté en el rostro debió de ofenderlo; sin embargo, nada me reprochó. Un día después confirmé que no mentía: un periódico publicó una fotografía suya y una breve nota en la que se afirmaba que " ... luego de visitar los lugares más interesantes de nuestra metrópoli, el conde Von Wieck partirá mañana rumbo a Alaska." En la noche de ese mismo día, antes que se encerrara con su "amada"en uno de los cuartuchos del fondo, nos juramos amistad eterna...Al saludarlo me alarmó su palidez excesiva. Así se lo hice saber. Para tranquilizarme, él arguyó que se debía a la falta de luz solar. Yo no ignoraba que la vida nocturna del conde Von Wieck era en verdad intensa, pero de todos modos no quedé satisfecho con sus palabras. Más que alegre desvelo, había en su semblante la oscura inquietud de una preocupación. De eso no tuve la menor duda.Esa primera noche me acosté temprano. El viaje había sido largo y cansado. El conde así lo supuso; por eso, luego de rememorar algunas anécdotas de nuestra disipada vida en común, me sugirió que fuera a dormir. Él mismo se encargó de mostrarme mi habitación. Con un lacónico auf wiedersehen que quedó flotando en el aire como polvo visto a trasluz, se despidió mientras la amplia escalera de mármol que conducía a la planta baja lo devoraba lentamente.Cuando me disponía a meterme en la cama, un leve murmullo musical llegó hasta mí. Era una polca alegre y saltarina que parecía provenir del mismo palacio. Le puse cierta atención unos instantes; luego, como es mi costumbre, me taponé los oídos con unos pedacitos de algodón. El silencio que se hizo y la tibia blandura del almohadón en el que reposaba mi cabeza me ayudaron a conciliar rápidamente el sueño.A la mañana siguiente me desperté con la extraña sensación de no saber dónde me encontraba. Tan profundamente había dormido. El candil que colgaba del abovedado techo de la pieza me ubicó de inmediato. Al quitarme los algodones, lo primero que escuché, no sin sorpresa, fue la misma polca de la noche anterior. Entonces pensé que el conde Von Wieck seguramente había organizado una más de sus singulares francachelas que se prolongaban hasta el otro día. Sin embargo, conforme transcurrieron las horas, deseché aquélla hipótesis: la jocosa danza se repetía sin interrupción una y otra vez.Durante todo el día, el conde Von Wieck no apareció por ningún lado. Su mayordomo, un hombre todavía joven que cojeaba de la pierna izquierda, aseguró ignorar dónde podría hallarse. Cuando le pregunté qué significaba la invariable polca que se oía desde mi habitación, palideció de súbito y se retiró balbuceando una servil disculpa.Después de recorrer el palacio y descubrir la aparentemente inexpugnable puerta detrás de la cual aquella música tenía su origen, me resigné a esperar en la biblioteca al conde Von Wieck. Cuando se presentó, ya había anochecido. Una voz cavernosa brotó de su garganta:-Te debo una disculpa...-No importa, hombre.La mirada extraviada del conde Von Wieck me demostró que su pensamiento estaba en otra parte.-He hojeado varios libros -dije-. Sólo primeras ediciones, ¿verdad?-Sí... -musitó.-Víctor, desde ayer te noto preocupado. ¿Tiene algo que ver esa música que se repite y no cesa ni un segundo?-Y no cesará nunca -agregó él.-No comprendo.-Siéntate y pon atención -dijo con un tono de voz enérgico y decidido-. En realidad te invité a mi palacio para revelarte un secreto que ya no quiero ni puedo ocultar. La soledad me ha hecho tanto daño...-Pero no estás solo. Tu mayordomo...-Apenas me cruzo con Siegfried en este laberinto de habitaciones, pasillos y escaleras -atajó-. Los dos evitamos encontrarnos. No hace mucho que él también lo sabe todo. Sin duda no tardará en largarse..., o quizás... -El conde Von Wieck se dirigió a la ventana- Pero esa es otra historia... El origen de todo se remonta a finales del siglo pasado. Johann Strauss, hijo, el célebre músico austriaco, había compuesto años antes una juguetona polca a la que bautizó, irresponsablemente, con el nombre de Perpetuum mobile. Lleva el opus 257 y un subtítulo aterrador: "Una broma musical". Strauss concibió esa obra de manera infinita, es decir, compuso unos cuantos acordes que tuvieran la propiedad de formar una especie de circunferencia sonora. No en vano, la teoría del eterno retorno, de Nietzsche, estaba en boga en aquel entonces. Ahora bien, dicha concepción infinita era sólo teórica, pues, en la práctica, el director de orquesta, al cabo de dos o tres repeticiones, dejaba la batuta a un lado del atril, se volteaba en dirección al público y gritaba con evidente placer: "¡Etcétera!" Aún hoy se sigue haciendo este juego en las salas de concierto de todo el mundo, sin considerar las consecuencias que puede acarrear."Poco después de la muerte de Strauss, en junio de 1899, se organizó en este palacio una fiesta en la que se tocaría su Perpetuum mobile. Un legajo que por pura casualidad tuve en mi poder cuando conocí la Biblioteca del Congreso, en Washington, hace ya quince años, refiere minuciosamente los hechos."Según aquellos papeles clasificados como secretos, los músicos empezaron a interpretar la vivaz polca hacia la medianoche. Y ocurrió que ya no pudieron, o no quisieron, interrumpirla jamás. Los invitados y los sirvientes huyeron despavoridos... Al mes, el dueño del palacio, un tal conde de Umbría, decidió venderlo. Dos años después murió en un hospital psiquiátrico de Baviera."Parece que el nuevo dueño, un rico empresario norteamericano, de apellido Smith, vivió encerrado aquí mucho tiempo. A nadie recibía. Hasta la fecha no se sabe a ciencia cierta qué fue de él. Hace cinco meses al fin pude ponerme en contacto con uno de sus hijos. Le propuse comprarle el palacio. Para mi sorpresa, accedió de inmediato."El conde Von Wieck se limpió unas gotas de sudor que le corrían por la cara. Luego me pidió que me levantara y lo siguiera. Atravesamos varios salones y nos plantamos frente a la puerta fatal. El conde Von Wieck introdujo una llave en la cerradura, y la abrió. Yo permanecía callado. Entramos.La habitación estaba a oscuras y hedía... El conde Von Wieck accionó un interruptor y se iluminó. Nunca olvidaré lo que vi entonces.Un grupo de veinte músicos, aproximadamente, formaba un hemiciclo en uno de los rincones de aquel salón. Sus vestiduras lucían sumamente sucias y desgastadas. La mayoría de ellos rezumaba tedio por todos los poros; en cambio, cuatro o cinco sonreían al tiempo que tocaban sus respectivos instrumentos. A los pies del primer violín advertí un montículo de huesos casi consumidos. Horrorizado, aparté la mirada.-Mientras no dejen sus instrumentos, estos músicos no envejecerán ni sentirán hambre ni sed ni cansancio. Como ya te habrás dado cuenta, ha habido algunos claudicantes. Casi instantáneamente se transforman en cadáveres putrefactos o en un montón de huesos, todo depende del tiempo transcurrido desde que empezaron a buscar la vida eterna. Dichos casos, por supuesto, no son frecuentes, pues la perspectiva de morir fulminado si se deja de tocar, robustece el instinto de conservación. -El conde Von Wieck movió la cabeza- Ésos que sonríen sólo llevan unos cuantos años tocando. Ocupan los lugares de los que decidieron claudicar. Aún conservan la enjundia y el entusiasmo de los que emprenden una aventura. Pero en veinte o treinta años, a más tardar, sin duda se apreciará en sus rostros el desencanto y la terrible aburrición que exhiben los restantes... -El conde suspiró largamente- Debo confesarte algo: desde que vivo aquí paso la mayor parte del tiempo en este salón. La atracción que ejerce sobre mí es irresistible, aun cuando me deprima la sola idea de vivir por los siglos de los siglos bajo tales circunstancias. Mujeres, viajes, diversiones, todo lo he postergado para concentrar mi interés en este reducido espacio eterno...El conde Von Wieck se mesó el cabello y dio unos paso al frente. Yo creí que volvería a tomar la palabra; sin embargo, se quedó observando a los músicos, que, en ese preciso momento, comenzaban a tocar, por enésima vez, las primeras notas de la polca... Fue entonces cuando estuve a punto de decirle que vendiera el palacio, que se distrajera..., en fin, que olvidara aquel infierno, pero al verlo tan absorto comprendí que de nada serviría: él ya sabía qué hacer.Al día siguiente abandoné el lugar y me reintegré a mi mundo cotidiano: intenté enamorarme de nuevo, exhumé viejas nostalgias, me emborraché concienzudamente...No obstante, al poco tiempo regresé, preocupado por la suerte de mi amigo. Desde esa segunda vez lo visito regularmente para comprobar, no sin tristeza, que aún persigue la vida eterna con una viola entre las manos. De El corrector de estilo
Por Roberto Gutiérrez Alcalá IResulta normal que, cuando de misántropos hablamos, acudan a nuestra mente, con una rapidez lumínica, personajes tipo tales como Mr. Scrooge o Mr. Hyde, en cuyos rostros imaginamos siempre un gesto agrio y desdeñoso, y una actitud de asco y rechazo absoluto frente a todo aquello que "huela" a humano. Sin embargo, por raro que parezca, hay otra clase de "grandes odiadores de la humanidad" que, a diferencia de aquéllos, poseen una apariencia bondadosa, amable y receptiva, y en presencia de sus semejantes se comportan y actúan con una complacencia amorosa, francamente fraternal.En efecto, estos misántropos fuera de serie dedican su vida, su tiempo, sus afanes, a planear y ejecutar -con una minuciosidad obsesiva y delirante- actos "altruistas" de la más variopinta naturaleza: campañas de vacunación gratuitas, colectas para instituciones de beneficencia, acopios de alimentos y ropa para ancianos y niños de la calle, peticiones de liberación de presos políticos, manifestaciones o huelgas de hambre para apoyar el cese al fuego en alguna zona del planeta..., sin olvidar, ni un solo instante, su verdadero fin: contribuir eficazmente al exterminio de quien identifican como el enemigo a vencer: el género humano.Pero, a veces, las cosas no salen como ellos lo desean y sus aviesas intenciones son descubiertas. Entonces quedamos boquiabiertos y horrorizados de que el apuesto y carismático multimillonario que aparece fotografiado en la primera plana de todos los diarios no buscara, como él mismo difundía a los cuatro vientos, librar a los niños de su país de la hepatitis o de la meningitis mediante la aplicación de cientos de miles de dosis de la vacuna correspondiente, sino todo lo contrario, esto es: inocularles cantidades monstruosas de los microorganismos causantes de tan terribles enfermedades...; o de que la ancianita de mirada dulce con la que solíamos toparnos en la calle, y de quien sabíamos que gastaba buena parte de su pensión en la alimentación de un grupo de menesterosos, fuera realmente la culpable de que, de tanto en tanto, uno de aquéllos muriera envenenado...; o de que el incorruptible abogado de indígenas, negros y gente pobre en general, y de cuya sorprendente personalidad ahora mismo se ocupan los noticieros de la televisión, hiciera todo lo necesario para que al menos tres de sus defendidos terminaran cada año sentados en la silla eléctrica o con una soga al cuello.A estos misántropos encubiertos, no obstante, poco les importa que les quiten repentinamente la máscara de beatitud con que navegan por el mundo, pues incluso en la fría y desnuda soledad de su celda, una vez que un juez los ha condenado a treinta, cuarenta, cincuenta años de encierro -o, en su defecto, a la pena capital-, aún tienen la oportunidad de seguir siendo fieles a su más viva y loca pasión, y, de hecho, nunca la desaprovechan... Es así como, en un estado de éxtasis casi religioso, acechan pacientemente a la única víctima que les queda a su alcance: ellos mismos, y, cuando así lo consideran conveniente, la suprimen definitivamente con una rotunda puñalada en el corazón, con un despiadado tajo en la garganta...IILa primera impresión que dejan en quienes los acaban de conocer es que se trata de seres bastante retorcidos tanto en lo físico como en lo moral. De aspecto hosco y huraño, pareciera que siempre están escabulléndose hacia alguna salida, la que sea, como ratas en permanente fuga. De más está decir que prefieren la penumbra, incluso la oscuridad total, en lugar de la luz; así como la soledad en vez de la muchedumbre y el gentío.Cuando no les queda de otra y se ven obligados a sostener algún tipo de intercambio verbal con alguien, utilizan, por lo general, frases cortas, tajantes, cuando no huidizos monosílabos y uno que otro gruñido intimidatorio.De ellos, por supuesto, corren las más variadas y truculentas historias: que intentaron (y lograron) arrojar a la esposa por la ventana; que emascularon al marido por sospechar (y comprobar) que les era infiel; que operan una red de pornografía infantil; que ejercen, con mucho éxito, la brujería y la magia negra; que seducen, violan y asesinan, los fines de semana, a jovencitas incautas; que pertenecen a un grupo terrorista... En ocasiones, estas habladurías crecen y se solidifican tanto en el inconsciente colectivo, que al cabo de una o dos generaciones ya son recordadas como hechos verídicos y comprobables...Sin embargo, la verdad sobre estos seres antipáticos y odiosos nada tiene que ver con las atrocidades que se les achacan. Recluidos en una lujosa suite de un rascacielos de la Quinta Avenida, en un lúgubre y desolado rincón oficinesco, en un sucio y sofocante cuartucho de vecindad, ellos más bien están a la caza de la circunstancia propicia para hacer algo en beneficio de los demás, sin importar cómo ni cuándo.Unas veces, los resultados de su tenaz y callada labor filantrópica son grandiosos y espectaculares: la construcción de una nueva casa-hogar para huérfanos, la milagrosa recuperación de un enfermo terminal gracias a la donación de uno de sus riñones...; otras, en cambio, son más bien modestos, opacos: la reconciliación -vía su mediación oportuna- de dos amigos coléricos, una deuda ajena saldada de manera incondicional y anónima...Otra cosa hermana a estos filántropos fuera de serie: su ilimitado amor por la música de Brahms. De El corrector de estilo
Por Roberto Gutiérrez AlcaláEn un lejano país, la principal cadena de televisión organizaba, cada fin de año, un magno festival musical con el noble y loable objetivo de recabar, entre sus millones de televidentes, grandísimas cantidades de dinero para destinarlas a la rehabilitación de miles de niños y niñas con alguna grave incapacidad física. Esa misma cadena de televisión transmitía, por sus distintos canales -todos los días y a todas horas- anuncios, telenovelas, anuncios, programas de chismes, anuncios, series gringas, anuncios, reality shows, anuncios, churros nacionales, anuncios..., que contribuían, de manera clara y categórica, al entumecimiento cerebral de esos mismos millones de televidentes. De Invenciones a dos manos
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Hacía más de dos años que aquel hombre y aquella mujer -casados, cada uno por su lado; aún jóvenes, fuertes y bellos, sin hijos- eran amantes, y a lo largo de ese tiempo los dos habían logrado nutrir y consolidar tanto su relación clandestina, convertirla en una aventura tan plena, luminosa y llena de sentido, situarla en uno de los puntos más altos y dichosos de sus existencias, que ahora cada uno por su lado -un poco harto y aburrido de tanta luz y felicidad- estaba considerando -de manera muy muy sería- engañar al otro con su respectiva pareja legal. De Invenciones a dos manos
Por Roberto Gutiérrez Alcalá"Hacen ajustes al Sistema Solar y degradan a Plutón"El Universal, 25 de agosto de 2006El Supremo Tribunal de Justicia Interplanetaria anuncia que, luego de largas deliberaciones, decidió degradar a Plutón a la categoría de planeta enano. Así, el Sistema Solar queda integrado, a partir de hoy, por ocho miembros, y no por nueve, como era costumbre desde hacía tiempo.Los motivos de dicha degradación son dos: Plutón nunca alcanzó la masa y el diámetro mínimos requeridos, y su órbita oblonga sigue sobreponiéndose, de manera necia y obstinada, a la de Neptuno.Este tribunal conmina a sus miembros a seguir el camino del orden y la disciplina para evitar incidentes tan penosos como el anterior. De Invenciones a dos manos
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Maestro en el arte de abrir toda clase de túneles mentales, un topo filósofo se dijo cierto día: "He sido fiel a mi estirpe, pero los resultados no me satisfacen... Por eso, desde ahora cavaré un túnel tan profundo que pueda hallar en él respuesta a todos los Grandes Misterios de la Vida..."Y de inmediato con sus garras se puso a escarbar afanosamente la tierra y a palearla hacia los lados.Si encontró o no lo que buscaba, eso es algo que nunca nadie sabrá con certeza, porque, al cabo de muchos kilómetros tierra adentro, un fatal derrumbe le impidió volver a la superficie. De La vida y sus razones. Editorial Aldus
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Desde mucho tiempo atrás estaba seguro de que tarde o temprano habría de toparme nuevamente con él. Por eso, cuando clavó sus ojos en los míos aquella mañana de invierno, experimenté cierto alivio: la espera, al fin, había terminado. Admito que consideré la posibilidad de darle la espalda y huir. No lo hice porque me di cuenta de que ese encuentro me brindaba lo que tanto ansiaba: resolver, de una buena vez, nuestras terribles diferencias. Me miró con un desprecio transparente, inmaculado. Con alguna pena comprendí entonces que el odio que yo le inspiraba no había disminuido un ápice. Pero, ¿de qué oscuro abismo procedía?, ¿qué tenebrosas fuerzas lo alimentaban? Muchas veces había intentado recordar algún ultraje, algún escarnio cruel y definitivo. Sin embargo, las ofensas que lograba hallar en mi memoria me parecían demasiado banales para dar pie a un odio como aquél, tan intenso, tan devastador. Él siempre había sido el perseguidor; y yo, el fugitivo, sin duda. A toda hora lo adivinaba al acecho, buscando la ocasión propicia para saltar sobre mí y despedazarme. Pero esa mañana, el miedo me abandonó súbitamente y sentí el irrefrenable impulso de suprimirlo, de acabar con él. El ruido del agua mitigaba el incesante ajetreo de la calle. Sin dejar de verme a los ojos, cogió la navaja de afeitar que descansaba sobre uno de los bordes del lavabo, la alzó a la altura de mi cuello y esbozó lo que pretendió ser una sonrisa. En ese instante creí percibir un vago anhelo de reconciliación en su mirada, pero no pude confirmarlo con un segundo vistazo porque, para entonces, el vapor proveniente del cubo de la regadera ya había empañado prácticamente todo el espejo.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Obligado por circunstancias que no viene al caso mencionar, el fantasma de la construcción de la esquina dejó su castillo europeo y, a bordo de un buque mercante, llegó a nuestro país a principios del presente siglo, y se puede afirmar que los siguientes setenta y cinco años se los pasó muy a gusto asustando a la gente que, vela en mano, entraba en las vetustas y abandonadas casonas que habitó en la capital, pero luego, y por motivos que aún no alcanza a comprender, esa misma gente empezó a burlarse de él, a lanzarle piedras cuando, por ejemplo, lo descubría escondido debajo de una mesa y, lo que es peor, a ningunearlo, por lo que decidió trasladarse a provincia, pero como allá le fue igual, mejor se regresó, y desde ese día vaga sin rumbo y casi no come y duerme ora en un terreno baldío, ora en un puente peatonal, ora en una azotea..., y mientras te cuenta esto no puede contenerse y suelta un par de lágrimas azules que resbalan lentamente por su mejillas translúcidas, y tú entonces no atinas sino a decirle que se calme, que tenga fe, que ya vendrán tiempos mejores, y te vas todo apesadumbrado... De La vida y sus razones. Editorial Aldus
Por Roberto Gutiérrez Alcalá El último semestre de la carrera estaba llegando a su fin. Por eso la mayoría de mis compañeros ya organizaba la fiesta de graduación y la compra del abominable anillo conmemorativo que deberán lucir con orgullo durante el resto de sus vidas. Diariamente convocaban a “junta general”, pomposo nombre que dieron a las reuniones en las que, entre otras sutilezas, discutían si se tomaría brandy Presidente o Bacardí. Por mi parte, hacía tiempo que todo el estoicismo necesario para soportar clases de filología, lingüística y demás yerbas había desaparecido de mi alma, de modo que me dedicaba a hacer lo que me venía en gana. Así, los martes y los miércoles, a las doce en punto, entraba en el salón donde Elizondo discurriría sobre el Payo López Velarde, o sobre Poe y Pound. Los jueves, de doce a dos de la tarde, oía cuasi hipnotizado los cuasi interminables monólogos de Arreola. Y, por último, los viernes, a partir de las once y media, me soplaba la desmadrosa clase de Batis, en la que éste podía hablar de la revista Renacimiento, fundada por el indio Altamirano, o sobre la casquivanía incorregible de Julio Torri, por mencionar sólo dos temas de su amplísimo repertorio artístico-literario. Los lunes leía en la biblioteca o, bien, iba al “aeropuerto” y, sentado en una de sus bancas, me ponía a observar a los raros especímenes que ininterrumpidamente aterrizaban en él. Poco antes de las cuatro salía a comer algo –una torta de jamón sin mayonesa, unas papas fritas, un jugo de naranja-, y si en el “Che Guevara” proyectaban una buena película -o no tanto-, pues me la aventaba con todo el dolor de mi corazón... Un martes me encontré a Julia en las escaleras que llevan a la biblioteca. Era una linda muchachita de ojos adormecidos y tez blanquísima, con pecas, que también estudiaba “hispánicas”, pero en otro grupo. -Hace mucho que no te veía -me dijo con su lánguida voz aflautada- ¿Ya no vienes a clases? -A las obligatorias, no. -¿Por? -Me derrotaron. -¿Cómo? -Sí, son demasiado densas para mi inteligencia más bien chata y elemental. -¡Aaah! Y qué, ¿vas a presentar extraordinarios? Cualquier conversación que tuviera que ver con la carrera me daba náuseas. Siempre esquivaba a mis padres, o a quien fuera, cuando me preguntaban cómo iba, qué promedio llevaba. Por eso no había razón para no cancelar o, en todo caso, para no desviar a otro tema aquella plática informal con Julia. -Todavía no sé –contesté con sequedad, y después me salí olímpicamente por la tangente-: Oye, ¿sigues haciendo yoga? De seguro, Julia se dio cuenta de que yo no deseaba seguir hablando de materias y estudio. Sin embargo, no me dijo nada. Sólo se concretó a responderme que “sí, todos los viernes de siete a nueve de la noche”, y que me la recomendaba porque, “créeme, es otra onda”. Así dijo. Después me invitó a acompañarla a sacar unas copias. Ignoro por qué acepté. Cuando pasábamos frente a la Dirección, inesperadamente me preguntó si ya había leído Niebla, de Unamuno. -Sí, hace un año. Por órdenes del Coyote 13. -¿El Coyote 13? -Sí. -¿Quién es? -Souto. -¡Aaah! Luego me pidió que se la contara “a grandes rasgos”, pues al día siguiente iba a tener examen y, por supuesto, ya no había tiempo para leerla. -El que nada sabe, nada teme -recité. -Ándale, no seas payaso, dime de qué trata. Tengo que acomodar las copias y pasar en limpio unos apuntes. Si no, sí la empezaba. -Pero... -Ándale, por favorcito... Sus ruegos me conmovieron. -Bueno... Niebla es la historia de Augusto Pérez, un joven que, después de sufrir tremenda decepción amorosa, piensa en suicidarse. Pero su creador, es decir, Miguel de Unamuno, se le anticipa en la jugada y decide matarlo. -¿Quéee? -rebuznó Julia-. Explícame lo último que dijiste. -Qué te explico si todo está muy claro -le dije viéndola a los ojos y experimentando un rotundo sentimiento de superioridad-. Unamuno se mete en la novela, mejor dicho, en la nivola -acoté sin que ella entendiera nada- y le comunica a Augusto que él, Augusto, no puede actuar por voluntad propia y que mejor lo va a despachar al otro mundo. Aquí hice una pausa. Al cabo de uno o dos segundos, Julia preguntó realmente interesada: -¿Y luego? -Augusto, que ya no desea morir –continué-, grita y patalea, pero de todas maneras no logra que “don Miguel”, como lo llama, reconsidere su decisión. Al final, obviamente, Augusto muere y todos felices. En realidad, la anécdota es lo de menos. Lo importante radica... -¡Oye -me interrumpió Julia-, qué padre novelita! Creo que con lo que me contaste podré pasar el examen per-fec-ta-men-te. Lo único que pensé en ese momento fue en despedirme de Julia, desearle suerte, mucha suerte en su examen, y correr a donde Elizondo de seguro ya estaría comentando el “Sueño de los guantes negros” o “El cuervo” o “El canto de la usura”. Y lo hice. Hacía siglos (tres meses o más) que no escribía una sola cuartilla. Eso sí, me la pasaba urdiendo en la mente complicadas tramas novelescas que, según yo, me mantenían “en activo”. Como en aquel relato de Paty Highsmith, era un escritor que escribía libros enteros en su imaginación, o casi. El encuentro con Julia, no obstante, me abrió el apetito, como se dice, por lo que aquella misma tarde empecé a escribir, es decir, sobre papel, el cuento que se me había ocurrido un año antes, al terminar de leer Niebla, de Unamuno. Le puse por título “Niebla II o el regreso de Augusto Pérez” y narraría, con un estilo llano y directo, las aventuras de un Augusto resucitado por obra y gracia de un escritor mexicano, o sea, de un servidor. En la primera parte, el hombre “despertaba” en un miserable y apestoso cuartucho, en una de cuyas paredes agrietadas y descoloridas se podía ver, mal colgada, una reproducción infame de “La maja desnuda”, presidiendo un calendario del año 1986... Augusto se sentía débil y pesado, y, para colmo, no sabía dónde diablos se hallaba. Así pues, decidía averiguarlo... Se incorporaba con dificultad, se arreglaba el pelo, se daba unas palmaditas en el rostro para desapendejarse y abría la puerta... Ya en la calle se enteraba, por boca de unos transeúntes que lo veían con desagrado y repugnancia, de que aquello era la ciudad de México... Augusto Pérez no comprendía... Sin embargo, conforme pasaba el tiempo empezaba a recordar: Madrid, Eugenia, don Miguel... Entonces se enojaba porque se le hacía evidente que otro escritor lo había resucitado, sí, pero, como siempre sucedía con “esos prepotentes de mierda”, sólo para jugar y divertirse con él, como si fuera un vil títere... Sumamente irritado y abrumado por la perspectiva de tener que sobrevivir en una época incomprensible y en una ciudad desconocida para él, Augusto se echaba a andar sin rumbo por una avenida atestada de coches, autobuses, contaminación y gente... Abandoné el lápiz y releí lo que había garabateado. “No está mal”, pensé. A continuación lo guardé, bajo llave, en un cajón de mi escritorio y, para estar a tono con el momento y las circunstancias del cuentito, me puse a ver en la videograbadora La rosa púrpura de El Cairo. En los días siguientes me sobraron pretextos para no añadirle ni una palabra al manuscrito inconcluso de “Niebla II o el regreso de Augusto Pérez”: que no me llega la inspiración, que es imposible trabajar con tanto ruido, que el calor, que el frío, que al ratito... En cambio, no dejé de asistir a la facultad. Es cierto que ya no presentaba el movimiento ni la algarabía que la distinguen de las restantes. La muy cercana finalización de cursos había alejado de ella tanto a maestros como a alumnos. Era lógico: si ya merito iba a terminar el semestre, no había razón para no terminarlo ya. De todas maneras, no se puede afirmar que la H. Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM hubiera entrado en hibernación otra vez. Aún no. La biblioteca seguía en servicio, algunos maestros obstinados continuaban dictando cátedra a las paredes de los salones y uno que otro grupo de estudiantes quisquillosos soñaba con recibir una clase extra. En fin... En esas circunstancias se apareció Augusto. Fue un lunes. Yo acababa de salir de la biblioteca. De inmediato lo reconocí (¿cómo no lo iba a reconocer?). Entró por la puerta principal de la facultad con paso lento, cansado. Su rostro demacrado y sucio lucía una incipiente barba en la que destellaban, de tanto en tanto, varias canas azulosas. Sin sorpresa comprobé que vestía el mismo pantalón gris y el mismo saco luido que no hacía mucho yo le había visto llevar en mi imaginación. Salí a su encuentro. -¡Augusto!, ¿qué haces aquí? Él me vio sesgadamente, tratando de ubicar mi fisonomía y mi voz. Cuando su cerebro le avisó que no poseía ninguna información de quién era el sujeto que le dirigía la palabra, dijo, empujándome con violencia: -¿Quién es usted? ¿Qué quiere? Comprendí entonces que debía identificarme. -Soy el escritor que te revivió. Augusto Pérez me clavó su mirada de lobo hambriento y herido; luego se encaminó a la banca más cercana, se sentó y estiró las piernas. Su aspecto era lamentable. -¿El escritor que me revivió? –preguntó con irónica incredulidad. -Sí, el mismo. -¿Por qué habría de creerlo? –volvió a preguntar, esta vez con aspereza. -Te llamé por tu nombre, ¿no es verdad? Nadie más sabe quién eres, sólo yo –expliqué con una lógica diáfana e irrebatible. Augusto se levantó, sacudió las solapas de su ridículo saco negro, se plantó frente a mí y dijo con un tono de voz triunfal: -Vaya, vaya, vaya, quién lo iba a decir... ¡Al fin doy contigo! Sus palabras me intrigaron. -Ah, ¿de modo que me estabas buscando? -Sí –respondió, brusco y tajante, y después agregó con sarcástica camaradería-: Desde hace dos semanas tú eres el único objetivo de mi existencia. -¿Y para qué soy bueno? –pregunté. -¿No lo adivinas? -Augusto, no soy adivino, soy escritor, recuérdalo –dije, disfrutando plenamente aquella situación tan singular e imprevista. -Sí, lo sé. Conozco muy bien a los de tu calaña... -¡Qué agresivo, mi querido Augusto! -No me digas “querido”. -Está bien, está bien, discúlpame... Pero dime ya para qué me estabas buscando desde hace dos semanas. Augusto jaló aire como para apagar ochenta velitas de cumpleaños y sopló: -¡Para matarte! -¿Quéee? -rebuzné yo. -Como lo oyes: para matarte -repitió Augusto con meridiana nitidez. No pude ni quise contenerme y estallé en una sonora carcajada que el eco se encargó de multiplicar. -Augusto, Augusto Pérez -dije luego-, ¿no te das cuenta de que sólo eres un personaje, un triste personaje novelesco que depende absolutamente de su autor? Unamuno te mató un día. Yo te resucité, así que harás lo que yo quiera, y lo que ahora quiero es que te largues de inmediato y me dejes en santa paz. Su actitud desafiante me había sacado de mis casillas. ¡Nada más eso me faltaba: que un ser como Augusto Pérez me estuviera buscando para vengarse de lo que hace años le hizo otro escritor! ¡Desagradecido! La siniestra frialdad de un cuchillo relumbró de súbito en su mano derecha. Augusto y yo nos miramos durante un instante que no me pareció eterno ni mucho menos, pero sí lo suficientemente largo para percatarme de que sus ojos se había transformado en dos fósforos encendidos por el resentimiento y la cólera. A continuación se abalanzó sobre mí con ímpetu diabólico. Apenas tuve tiempo para evadir la embestida y huir... Tres días después, no sin temor -lo admito- regresé a la facultad. Debía devolver un libro en la biblioteca. Cruzaba el “aeropuerto” cuando sentí que alguien me clavaba la mirada en la espalda. Inquieto y agitado, me di la vuelta. Era Julia. Mientras me acercaba a ella, no pude dejar de preguntarle: -¿Cómo te fue en tu examen? -Ni me lo menciones... Un fracaso total. Me preguntaron cosas rarísimas, por ejemplo, qué es una nivola. Ni idea. ¿Lo sabes tú? -He oído hablar del término... –dije distraídamente, y añadí-: No te preocupes. Si lo ignoras, no te pierdes de nada importante. Te lo garantizo. ¿Sabes qué?, tengo muchísima prisa. Luego nos vemos. ¡Ciao! -¡Ciao! El tiempo pasó. Según me enteré por boca de varios compañeros, lo más rescatable de la fiesta de graduación fue el hecho de que uno de los profesores de nuestra carrera, un individuo tímido y delicado hasta el hartazgo -y cuyo nombre no mencionaré-, agarró una borrachera de los mil demonios (incluso, me dijeron, intentó desnudarse en la pista de baile). Yo, por mi lado, seguí mi camino, como se dice. Todo eso sucedió hace muchos años. Por lo que se refiere a Augusto Pérez, desde esa primera vez que lo vi, no he vuelto a toparme con él. ¿Mató a otro escritor y así sació su terrible sed de venganza? ¿Se decidirá algún día a buscarme nuevamente? ¿Dónde vive? ¿Qué hace para subsistir en un mundo que le resulta ancho y ajeno? ¿Acaso murió? ¿Lo mataron? Éstas son algunas de las preguntas que a diario me formulo con un espíritu estrictamente científico. De El corrector de estilo
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Para Augusto Monterroso-¿Qué te dijo? -le preguntaron a quien regresaba de hablar por teléfono.-Que el otro día iba por Insurgentes cuando a la altura del Hotel de México le tocó el alto y que como toda la gente a la que le toca un alto en ésta y en todas las ciudades del universo donde existen semáforos y coches después de frenar volteó a ver al de junto pero que lo que vio fue una beldad así dijo que se le quedó mirando fijamente a los ojos antes de sonreírle toda coqueta y que entonces él primero no supo qué hacer y que luego cuando reaccionó se dio cuenta de que ya le habían puesto el siga y de que aquella beldad ya le sacaba buenos treinta o cincuenta metros pero que la alcanzó en un dos por tres y le preguntó con señas de coche a coche que a dónde iba y que la beldad risa y risa así hasta que por fin le dijo también con señas que muy lejos y que él contraatacó entonces bajando la ventanilla y jurándole que estaba dispuesto a seguirla hasta el otro lado del mundo y mientras tanto los coches de atrás les pitaban como locos porque impedían la circulación y que por eso él le sugirió a ella orillarse y platicar un ratito a lo cual ella accedió sorpresivamente y que se detuvieron y platicaron un ratito y más porque aunque ella aseguraba tener prisa se le podía ver a leguas que estaba muy a gusto platicando ahí con él y que en un momento dado luego de averiguar todo lo que se averigua en tales casos él le dijo a ella que por qué no le daba su teléfono a lo cual ella respondió que claro que cómo no y que mientras ella escribía su número telefónico en un papelito que sacó de su bolsa él la contempló detenidamente y se dijo para sus adentros que qué bruto que ahora sí se había sacado la lotería con semejante beldad y que lo único que me podía decir de ella era que se parecía a la muchacha que hace tiempo salió en la tele en un anuncio de Johnnie Walker pero ya saben lo exagerado que es y que al terminar de garabatear el papelito se lo entregó y le dijo que había sido un placer conocerlo pero que ya se tenía que ir a lo cual él respondió que igualmente y que qué lástima porque había pensado que no era mala idea ir a tomar un café o un refresco pero que le hablaría en el transcurso de la semana próxima para ponerse de acuerdo cuándo se veían otra vez y que durante los días siguientes sólo pensó en ella y que ya se veía primero en un bar o en un café riéndose con ella de cualquier cosa y después en una discoteca bailando muy juntos y a continuación yendo al cine y finalmente declarándole su amor a la puerta de su casa y sellándolo con un beso y que esas maravillosas visiones lo mantenían de muy buen humor y que hasta le dio por saludar a sus vecinos todo por culpa de las ganas que tenía de enamorarse de aquella beldad y que ayer como a las nueve empezó a marcar su teléfono pero que cuando sólo le faltaba un número colgó porque se le hizo que ya era muy noche para llamar a ninguna parte y que incluso soñó que se la encontraba en una exposición de arte africano del siglo dieciocho y que hoy al despertar se dijo que hoy sí y que ahí lo tenemos como a las tres todo nervioso marcando muy despacito para no equivocarse y que primero ocupado ocupado así hasta que después de intentarle mucho se oyó que entraba la llamada y que cuando una voz aguardentosa le contestó sí carnicería La Española no supo qué decir y colgó pero que volvió a llamar a los pocos minutos porque pensó que a lo mejor se había equivocado pero que no pues la misma aguardentosa voz de antes le salió de nuevo con que carnicería La Española y con que qué deseaba y que entonces él ya no tuvo más remedio que preguntar por Mónica Quiensabequé y oír que ahí no conocían a ninguna Mónica Quiensabequé y que por no dejar también preguntó si ahí era el cinco catorce veinte treinta y siete por decir algo a lo cual le respondieron que sí y que al principio le dio coraje porque pensó que la tal Mónica Quiensabequé le había tomado el pelo pero que luego ya más calmado había llegado a la conclusión de que ella bien pudo confundirse y escribir un número por otro en el papelito que sacó de su bolsa la tarde en que se dejó conocer aunque de todas maneras eso no altera su convicción de que la vida tiene razones que la razón y el corazón desconocen y que lo disculpemos pero que ya yo me podría imaginar que no está en condiciones como para venir a cotorrear el punto con nosotros y que mejor él nos habla otro día porque lo que es hoy se va a poner a oír la novena de Mahler y a llorar cuando empiece el cuarto y último movimiento Adagio. De La vida y sus razones. Editorial Aldus
Por Roberto Gutiérrez AlcaláLa dulce ancianita que se había ofrecido a cuidar al hijo de sus vecinos mientras éstos asistían a una fiesta, comenzó a improvisar con angelical voz:-Érase que se era una bella princesa que estaba perdida en un bosque lúgubre y sombrío...El niño, un simpático gordito de ademanes torpes y mirada melancólica, se sentó sobre la alfombra de la sala y ahí permaneció inmóvil, casi sin pestañear, hasta que la viejita hubo terminado:-... y se casaron y fueron muy, pero muy felices.Entonces se incorporó trabajosamente, se dirigió a la vitrina donde su padre guardaba un revolver Smith and Wesson calibre .38, lo tomó entre sus manos y, al tiempo que se lo vaciaba en la cabeza a su aterrada cuidadora, le preguntó calmoso que si acaso creía que era un retrasado mental, o qué. De La vida y sus razones. Editorial Aldus
Por Roberto Gutiérrez AlcaláSeñorademialma:El que abajo firma, adorador casi incondicional de todo su ser, desea manifestarle lo siguiente:Es un hecho indiscutible que de un tiempo acá usted rechaza mi amor y me ningunea. Si consideramos que no he dejado de cumplir al pie de la letra cada una de las disposiciones del acuerdo que norma nuestras relaciones amorosas, tal proceder resulta harto injusto. Para sustentar mi reclamo, enumeraré, no sin pena y dolor, las perfidias en que incurre desde entonces:1. No acepta las rosas que puntualmente le mando los fines de semana a su domicilio.2. No le presta ninguna atención a lo que digo o hago.3. Me niega toda posibilidad de abrazarla o darle un beso.4. Coquetea con otros.5. Me llama "idiota" con insoportable perseverancia.Como comprenderá, no puedo tolerar semejante trato. Sé, mi señora, que el Derecho Amoroso Internacional está de mi parte, y si bien no pienso llevar las cosas a territorios donde ambos saldríamos perjudicados, sí exijo que sea respetada mi dignidad de amante fiel.Así pues, en nombre de nuestra felicidad, la invito de la manera más atenta a que recapacite y enmiende su conducta o, en su defecto, a que arroje luz sobre el porqué he perdido los dones de su corazón.Suyo,R. De La vida y sus razones. Editorial Aldus
Por Roberto Gutiérrez AlcaláLa señora X. coge un carrito, cruza la entrada del supermercado y se dirige al departamento de "Frutas y legumbres". Ahí llena varias bolsas de plástico con manzanas, peras, cebollas, zanahorias..., y las deposita en el carrito. Al tomar una papa, otra rueda por el suelo. La señora X. se agacha, la recoge y la pone nuevamente en el mostrador, sin percatarse de que el cuadernillo de vales de despensa que un día antes le dio su esposo se le ha salido de la bolsa del delantal. La señora X. escoge seis papas, las mete en otra bolsa de plástico y se encamina al departamento de "Lácteos".El señor Y. arriba al departamento de "Frutas y legumbres", empujando otro carrito. Sus ojos se topan con el cuadernillo de vales de despensa que la señora X. dejó caer accidentalmente. El señor Y. lo pisa, se agacha, lo recoge y se lo guarda en la bolsa trasera del pantalón. Luego voltea a todos lados para cerciorarse de que nadie lo ha visto. "Bien", murmura. Sin embargo, sí lo vio alguien...El señor Y. se felicita por su buena suerte. Con aquellos vales -fantasea- al fin podrá comprarse su botella de whisky, sus latitas de ostiones ahumados y quizás hasta un buen queso... Aunque, pensándolo con detenimiento, ¿no sería más justo regalarle unos zapatos a Fito (pobre, parece limosnero); o unos pantalones a Toño (pobre parece brincacharcos); o un vestido a Adriana (pobre, parece fotografía)?El señor Y. deambula nervioso por los pasillos del supermercado, imaginando que la demás gente no ignora que en la bolsa trasera de su pantalón esconde unos vales de despensa que no le pertenecen. Por eso, y porque después de un minucioso examen de conciencia llega a la conclusión de que aquello no está nada bien, empieza a considerar la posibilidad de devolverlos... Pero, ¿a quién? ¿A un policía? ¿Al gerente de la tienda? ¿Y si se quedan con ellos? En realidad, es una cuestión difícil de resolver.De pronto, una sutil voz femenina anuncia por medio del sonido local que la persona que se haya encontrado unos vales de despensa recibirá un rotundo "gracias" si los lleva a "Devoluciones". El señor Y. respira tranquilo, como si le hubieran quitado una losa de encima: no disfrutará su whisky ni sus ostiones ahumados ni su queso, y sus hijos y su esposa no estrenarán zapatos, ni pantalones ni vestido, pero a él le quedará la satisfacción de haber procedido con honradez absoluta...El señor Y. va a "Devoluciones", donde lo espera el señor Z. Al mismo tiempo que le agradece su buena acción, el señor Z. toma los vales de despensa, se los guarda en el saco y sale apresuradamente del establecimiento.Mientras tanto, el señor Y. recuerda que no ha comprado los platanitos, la papaya, las galletitas, la lata de sardinas y los dos litros de leche que le encargó su mujer. Así pues, orgulloso de su rectitud moral y cívica, regresa al supermercado. Más allá, en una de las cajas, la señora X. comienza a desesperarse porque en la bolsa de su delantal no encuentra el cuadernillo de vales de despensa que un día antes le dio su esposo. De La vida y sus razones. Editorial Aldus
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Cada uno está enamorado de sí mismo, como buenos narcisistas. No obstante, su naturaleza les ha permitido entablar una relación perfecta: frente a frente, aquellos dos espejos viven extasiados en la contemplación de su imagen reflejada en el otro hasta el infinito... De La vida y sus razones. Editorial Aldus
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Cuando despertó una mañana, después de un sueño intranquilo, aquel horroroso insecto se encontró convertido en un hombre cualquiera. "Bueno, ya qué...", dijo entonces con resignación, y se fue a enfrentar las menudas pesadillas de la vida cotidiana. De La vida y sus razones. Editorial Aldus