Por Roberto Gutiérrez Alcalá El último semestre de la carrera estaba llegando a su fin. Por eso la mayoría de mis compañeros ya organizaba la fiesta de graduación y la compra del abominable anillo conmemorativo que deberán lucir con orgullo durante el resto de sus vidas. Diariamente convocaban a “junta general”, pomposo nombre que dieron a las reuniones en las que, entre otras sutilezas, discutían si se tomaría brandy Presidente o Bacardí. Por mi parte, hacía tiempo que todo el estoicismo necesario para soportar clases de filología, lingüística y demás yerbas había desaparecido de mi alma, de modo que me dedicaba a hacer lo que me venía en gana. Así, los martes y los miércoles, a las doce en punto, entraba en el salón donde Elizondo discurriría sobre el Payo López Velarde, o sobre Poe y Pound. Los jueves, de doce a dos de la tarde, oía cuasi hipnotizado los cuasi interminables monólogos de Arreola. Y, por último, los viernes, a partir de las once y media, me soplaba la desmadrosa clase de Batis, en la que éste podía hablar de la revista Renacimiento, fundada por el indio Altamirano, o sobre la casquivanía incorregible de Julio Torri, por mencionar sólo dos temas de su amplísimo repertorio artístico-literario. Los lunes leía en la biblioteca o, bien, iba al “aeropuerto” y, sentado en una de sus bancas, me ponía a observar a los raros especímenes que ininterrumpidamente aterrizaban en él. Poco antes de las cuatro salía a comer algo –una torta de jamón sin mayonesa, unas papas fritas, un jugo de naranja-, y si en el “Che Guevara” proyectaban una buena película -o no tanto-, pues me la aventaba con todo el dolor de mi corazón... Un martes me encontré a Julia en las escaleras que llevan a la biblioteca. Era una linda muchachita de ojos adormecidos y tez blanquísima, con pecas, que también estudiaba “hispánicas”, pero en otro grupo. -Hace mucho que no te veía -me dijo con su lánguida voz aflautada- ¿Ya no vienes a clases? -A las obligatorias, no. -¿Por? -Me derrotaron. -¿Cómo? -Sí, son demasiado densas para mi inteligencia más bien chata y elemental. -¡Aaah! Y qué, ¿vas a presentar extraordinarios? Cualquier conversación que tuviera que ver con la carrera me daba náuseas. Siempre esquivaba a mis padres, o a quien fuera, cuando me preguntaban cómo iba, qué promedio llevaba. Por eso no había razón para no cancelar o, en todo caso, para no desviar a otro tema aquella plática informal con Julia. -Todavía no sé –contesté con sequedad, y después me salí olímpicamente por la tangente-: Oye, ¿sigues haciendo yoga? De seguro, Julia se dio cuenta de que yo no deseaba seguir hablando de materias y estudio. Sin embargo, no me dijo nada. Sólo se concretó a responderme que “sí, todos los viernes de siete a nueve de la noche”, y que me la recomendaba porque, “créeme, es otra onda”. Así dijo. Después me invitó a acompañarla a sacar unas copias. Ignoro por qué acepté. Cuando pasábamos frente a la Dirección, inesperadamente me preguntó si ya había leído Niebla, de Unamuno. -Sí, hace un año. Por órdenes del Coyote 13. -¿El Coyote 13? -Sí. -¿Quién es? -Souto. -¡Aaah! Luego me pidió que se la contara “a grandes rasgos”, pues al día siguiente iba a tener examen y, por supuesto, ya no había tiempo para leerla. -El que nada sabe, nada teme -recité. -Ándale, no seas payaso, dime de qué trata. Tengo que acomodar las copias y pasar en limpio unos apuntes. Si no, sí la empezaba. -Pero... -Ándale, por favorcito... Sus ruegos me conmovieron. -Bueno... Niebla es la historia de Augusto Pérez, un joven que, después de sufrir tremenda decepción amorosa, piensa en suicidarse. Pero su creador, es decir, Miguel de Unamuno, se le anticipa en la jugada y decide matarlo. -¿Quéee? -rebuznó Julia-. Explícame lo último que dijiste. -Qué te explico si todo está muy claro -le dije viéndola a los ojos y experimentando un rotundo sentimiento de superioridad-. Unamuno se mete en la novela, mejor dicho, en la nivola -acoté sin que ella entendiera nada- y le comunica a Augusto que él, Augusto, no puede actuar por voluntad propia y que mejor lo va a despachar al otro mundo. Aquí hice una pausa. Al cabo de uno o dos segundos, Julia preguntó realmente interesada: -¿Y luego? -Augusto, que ya no desea morir –continué-, grita y patalea, pero de todas maneras no logra que “don Miguel”, como lo llama, reconsidere su decisión. Al final, obviamente, Augusto muere y todos felices. En realidad, la anécdota es lo de menos. Lo importante radica... -¡Oye -me interrumpió Julia-, qué padre novelita! Creo que con lo que me contaste podré pasar el examen per-fec-ta-men-te. Lo único que pensé en ese momento fue en despedirme de Julia, desearle suerte, mucha suerte en su examen, y correr a donde Elizondo de seguro ya estaría comentando el “Sueño de los guantes negros” o “El cuervo” o “El canto de la usura”. Y lo hice. Hacía siglos (tres meses o más) que no escribía una sola cuartilla. Eso sí, me la pasaba urdiendo en la mente complicadas tramas novelescas que, según yo, me mantenían “en activo”. Como en aquel relato de Paty Highsmith, era un escritor que escribía libros enteros en su imaginación, o casi. El encuentro con Julia, no obstante, me abrió el apetito, como se dice, por lo que aquella misma tarde empecé a escribir, es decir, sobre papel, el cuento que se me había ocurrido un año antes, al terminar de leer Niebla, de Unamuno. Le puse por título “Niebla II o el regreso de Augusto Pérez” y narraría, con un estilo llano y directo, las aventuras de un Augusto resucitado por obra y gracia de un escritor mexicano, o sea, de un servidor. En la primera parte, el hombre “despertaba” en un miserable y apestoso cuartucho, en una de cuyas paredes agrietadas y descoloridas se podía ver, mal colgada, una reproducción infame de “La maja desnuda”, presidiendo un calendario del año 1986... Augusto se sentía débil y pesado, y, para colmo, no sabía dónde diablos se hallaba. Así pues, decidía averiguarlo... Se incorporaba con dificultad, se arreglaba el pelo, se daba unas palmaditas en el rostro para desapendejarse y abría la puerta... Ya en la calle se enteraba, por boca de unos transeúntes que lo veían con desagrado y repugnancia, de que aquello era la ciudad de México... Augusto Pérez no comprendía... Sin embargo, conforme pasaba el tiempo empezaba a recordar: Madrid, Eugenia, don Miguel... Entonces se enojaba porque se le hacía evidente que otro escritor lo había resucitado, sí, pero, como siempre sucedía con “esos prepotentes de mierda”, sólo para jugar y divertirse con él, como si fuera un vil títere... Sumamente irritado y abrumado por la perspectiva de tener que sobrevivir en una época incomprensible y en una ciudad desconocida para él, Augusto se echaba a andar sin rumbo por una avenida atestada de coches, autobuses, contaminación y gente... Abandoné el lápiz y releí lo que había garabateado. “No está mal”, pensé. A continuación lo guardé, bajo llave, en un cajón de mi escritorio y, para estar a tono con el momento y las circunstancias del cuentito, me puse a ver en la videograbadora La rosa púrpura de El Cairo. En los días siguientes me sobraron pretextos para no añadirle ni una palabra al manuscrito inconcluso de “Niebla II o el regreso de Augusto Pérez”: que no me llega la inspiración, que es imposible trabajar con tanto ruido, que el calor, que el frío, que al ratito... En cambio, no dejé de asistir a la facultad. Es cierto que ya no presentaba el movimiento ni la algarabía que la distinguen de las restantes. La muy cercana finalización de cursos había alejado de ella tanto a maestros como a alumnos. Era lógico: si ya merito iba a terminar el semestre, no había razón para no terminarlo ya. De todas maneras, no se puede afirmar que la H. Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM hubiera entrado en hibernación otra vez. Aún no. La biblioteca seguía en servicio, algunos maestros obstinados continuaban dictando cátedra a las paredes de los salones y uno que otro grupo de estudiantes quisquillosos soñaba con recibir una clase extra. En fin... En esas circunstancias se apareció Augusto. Fue un lunes. Yo acababa de salir de la biblioteca. De inmediato lo reconocí (¿cómo no lo iba a reconocer?). Entró por la puerta principal de la facultad con paso lento, cansado. Su rostro demacrado y sucio lucía una incipiente barba en la que destellaban, de tanto en tanto, varias canas azulosas. Sin sorpresa comprobé que vestía el mismo pantalón gris y el mismo saco luido que no hacía mucho yo le había visto llevar en mi imaginación. Salí a su encuentro. -¡Augusto!, ¿qué haces aquí? Él me vio sesgadamente, tratando de ubicar mi fisonomía y mi voz. Cuando su cerebro le avisó que no poseía ninguna información de quién era el sujeto que le dirigía la palabra, dijo, empujándome con violencia: -¿Quién es usted? ¿Qué quiere? Comprendí entonces que debía identificarme. -Soy el escritor que te revivió. Augusto Pérez me clavó su mirada de lobo hambriento y herido; luego se encaminó a la banca más cercana, se sentó y estiró las piernas. Su aspecto era lamentable. -¿El escritor que me revivió? –preguntó con irónica incredulidad. -Sí, el mismo. -¿Por qué habría de creerlo? –volvió a preguntar, esta vez con aspereza. -Te llamé por tu nombre, ¿no es verdad? Nadie más sabe quién eres, sólo yo –expliqué con una lógica diáfana e irrebatible. Augusto se levantó, sacudió las solapas de su ridículo saco negro, se plantó frente a mí y dijo con un tono de voz triunfal: -Vaya, vaya, vaya, quién lo iba a decir... ¡Al fin doy contigo! Sus palabras me intrigaron. -Ah, ¿de modo que me estabas buscando? -Sí –respondió, brusco y tajante, y después agregó con sarcástica camaradería-: Desde hace dos semanas tú eres el único objetivo de mi existencia. -¿Y para qué soy bueno? –pregunté. -¿No lo adivinas? -Augusto, no soy adivino, soy escritor, recuérdalo –dije, disfrutando plenamente aquella situación tan singular e imprevista. -Sí, lo sé. Conozco muy bien a los de tu calaña... -¡Qué agresivo, mi querido Augusto! -No me digas “querido”. -Está bien, está bien, discúlpame... Pero dime ya para qué me estabas buscando desde hace dos semanas. Augusto jaló aire como para apagar ochenta velitas de cumpleaños y sopló: -¡Para matarte! -¿Quéee? -rebuzné yo. -Como lo oyes: para matarte -repitió Augusto con meridiana nitidez. No pude ni quise contenerme y estallé en una sonora carcajada que el eco se encargó de multiplicar. -Augusto, Augusto Pérez -dije luego-, ¿no te das cuenta de que sólo eres un personaje, un triste personaje novelesco que depende absolutamente de su autor? Unamuno te mató un día. Yo te resucité, así que harás lo que yo quiera, y lo que ahora quiero es que te largues de inmediato y me dejes en santa paz. Su actitud desafiante me había sacado de mis casillas. ¡Nada más eso me faltaba: que un ser como Augusto Pérez me estuviera buscando para vengarse de lo que hace años le hizo otro escritor! ¡Desagradecido! La siniestra frialdad de un cuchillo relumbró de súbito en su mano derecha. Augusto y yo nos miramos durante un instante que no me pareció eterno ni mucho menos, pero sí lo suficientemente largo para percatarme de que sus ojos se había transformado en dos fósforos encendidos por el resentimiento y la cólera. A continuación se abalanzó sobre mí con ímpetu diabólico. Apenas tuve tiempo para evadir la embestida y huir... Tres días después, no sin temor -lo admito- regresé a la facultad. Debía devolver un libro en la biblioteca. Cruzaba el “aeropuerto” cuando sentí que alguien me clavaba la mirada en la espalda. Inquieto y agitado, me di la vuelta. Era Julia. Mientras me acercaba a ella, no pude dejar de preguntarle: -¿Cómo te fue en tu examen? -Ni me lo menciones... Un fracaso total. Me preguntaron cosas rarísimas, por ejemplo, qué es una nivola. Ni idea. ¿Lo sabes tú? -He oído hablar del término... –dije distraídamente, y añadí-: No te preocupes. Si lo ignoras, no te pierdes de nada importante. Te lo garantizo. ¿Sabes qué?, tengo muchísima prisa. Luego nos vemos. ¡Ciao! -¡Ciao! El tiempo pasó. Según me enteré por boca de varios compañeros, lo más rescatable de la fiesta de graduación fue el hecho de que uno de los profesores de nuestra carrera, un individuo tímido y delicado hasta el hartazgo -y cuyo nombre no mencionaré-, agarró una borrachera de los mil demonios (incluso, me dijeron, intentó desnudarse en la pista de baile). Yo, por mi lado, seguí mi camino, como se dice. Todo eso sucedió hace muchos años. Por lo que se refiere a Augusto Pérez, desde esa primera vez que lo vi, no he vuelto a toparme con él. ¿Mató a otro escritor y así sació su terrible sed de venganza? ¿Se decidirá algún día a buscarme nuevamente? ¿Dónde vive? ¿Qué hace para subsistir en un mundo que le resulta ancho y ajeno? ¿Acaso murió? ¿Lo mataron? Éstas son algunas de las preguntas que a diario me formulo con un espíritu estrictamente científico. De El corrector de estilo
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Para Augusto Monterroso-¿Qué te dijo? -le preguntaron a quien regresaba de hablar por teléfono.-Que el otro día iba por Insurgentes cuando a la altura del Hotel de México le tocó el alto y que como toda la gente a la que le toca un alto en ésta y en todas las ciudades del universo donde existen semáforos y coches después de frenar volteó a ver al de junto pero que lo que vio fue una beldad así dijo que se le quedó mirando fijamente a los ojos antes de sonreírle toda coqueta y que entonces él primero no supo qué hacer y que luego cuando reaccionó se dio cuenta de que ya le habían puesto el siga y de que aquella beldad ya le sacaba buenos treinta o cincuenta metros pero que la alcanzó en un dos por tres y le preguntó con señas de coche a coche que a dónde iba y que la beldad risa y risa así hasta que por fin le dijo también con señas que muy lejos y que él contraatacó entonces bajando la ventanilla y jurándole que estaba dispuesto a seguirla hasta el otro lado del mundo y mientras tanto los coches de atrás les pitaban como locos porque impedían la circulación y que por eso él le sugirió a ella orillarse y platicar un ratito a lo cual ella accedió sorpresivamente y que se detuvieron y platicaron un ratito y más porque aunque ella aseguraba tener prisa se le podía ver a leguas que estaba muy a gusto platicando ahí con él y que en un momento dado luego de averiguar todo lo que se averigua en tales casos él le dijo a ella que por qué no le daba su teléfono a lo cual ella respondió que claro que cómo no y que mientras ella escribía su número telefónico en un papelito que sacó de su bolsa él la contempló detenidamente y se dijo para sus adentros que qué bruto que ahora sí se había sacado la lotería con semejante beldad y que lo único que me podía decir de ella era que se parecía a la muchacha que hace tiempo salió en la tele en un anuncio de Johnnie Walker pero ya saben lo exagerado que es y que al terminar de garabatear el papelito se lo entregó y le dijo que había sido un placer conocerlo pero que ya se tenía que ir a lo cual él respondió que igualmente y que qué lástima porque había pensado que no era mala idea ir a tomar un café o un refresco pero que le hablaría en el transcurso de la semana próxima para ponerse de acuerdo cuándo se veían otra vez y que durante los días siguientes sólo pensó en ella y que ya se veía primero en un bar o en un café riéndose con ella de cualquier cosa y después en una discoteca bailando muy juntos y a continuación yendo al cine y finalmente declarándole su amor a la puerta de su casa y sellándolo con un beso y que esas maravillosas visiones lo mantenían de muy buen humor y que hasta le dio por saludar a sus vecinos todo por culpa de las ganas que tenía de enamorarse de aquella beldad y que ayer como a las nueve empezó a marcar su teléfono pero que cuando sólo le faltaba un número colgó porque se le hizo que ya era muy noche para llamar a ninguna parte y que incluso soñó que se la encontraba en una exposición de arte africano del siglo dieciocho y que hoy al despertar se dijo que hoy sí y que ahí lo tenemos como a las tres todo nervioso marcando muy despacito para no equivocarse y que primero ocupado ocupado así hasta que después de intentarle mucho se oyó que entraba la llamada y que cuando una voz aguardentosa le contestó sí carnicería La Española no supo qué decir y colgó pero que volvió a llamar a los pocos minutos porque pensó que a lo mejor se había equivocado pero que no pues la misma aguardentosa voz de antes le salió de nuevo con que carnicería La Española y con que qué deseaba y que entonces él ya no tuvo más remedio que preguntar por Mónica Quiensabequé y oír que ahí no conocían a ninguna Mónica Quiensabequé y que por no dejar también preguntó si ahí era el cinco catorce veinte treinta y siete por decir algo a lo cual le respondieron que sí y que al principio le dio coraje porque pensó que la tal Mónica Quiensabequé le había tomado el pelo pero que luego ya más calmado había llegado a la conclusión de que ella bien pudo confundirse y escribir un número por otro en el papelito que sacó de su bolsa la tarde en que se dejó conocer aunque de todas maneras eso no altera su convicción de que la vida tiene razones que la razón y el corazón desconocen y que lo disculpemos pero que ya yo me podría imaginar que no está en condiciones como para venir a cotorrear el punto con nosotros y que mejor él nos habla otro día porque lo que es hoy se va a poner a oír la novena de Mahler y a llorar cuando empiece el cuarto y último movimiento Adagio. De La vida y sus razones. Editorial Aldus
Por Roberto Gutiérrez AlcaláLa dulce ancianita que se había ofrecido a cuidar al hijo de sus vecinos mientras éstos asistían a una fiesta, comenzó a improvisar con angelical voz:-Érase que se era una bella princesa que estaba perdida en un bosque lúgubre y sombrío...El niño, un simpático gordito de ademanes torpes y mirada melancólica, se sentó sobre la alfombra de la sala y ahí permaneció inmóvil, casi sin pestañear, hasta que la viejita hubo terminado:-... y se casaron y fueron muy, pero muy felices.Entonces se incorporó trabajosamente, se dirigió a la vitrina donde su padre guardaba un revolver Smith and Wesson calibre .38, lo tomó entre sus manos y, al tiempo que se lo vaciaba en la cabeza a su aterrada cuidadora, le preguntó calmoso que si acaso creía que era un retrasado mental, o qué. De La vida y sus razones. Editorial Aldus
Por Roberto Gutiérrez AlcaláSeñorademialma:El que abajo firma, adorador casi incondicional de todo su ser, desea manifestarle lo siguiente:Es un hecho indiscutible que de un tiempo acá usted rechaza mi amor y me ningunea. Si consideramos que no he dejado de cumplir al pie de la letra cada una de las disposiciones del acuerdo que norma nuestras relaciones amorosas, tal proceder resulta harto injusto. Para sustentar mi reclamo, enumeraré, no sin pena y dolor, las perfidias en que incurre desde entonces:1. No acepta las rosas que puntualmente le mando los fines de semana a su domicilio.2. No le presta ninguna atención a lo que digo o hago.3. Me niega toda posibilidad de abrazarla o darle un beso.4. Coquetea con otros.5. Me llama "idiota" con insoportable perseverancia.Como comprenderá, no puedo tolerar semejante trato. Sé, mi señora, que el Derecho Amoroso Internacional está de mi parte, y si bien no pienso llevar las cosas a territorios donde ambos saldríamos perjudicados, sí exijo que sea respetada mi dignidad de amante fiel.Así pues, en nombre de nuestra felicidad, la invito de la manera más atenta a que recapacite y enmiende su conducta o, en su defecto, a que arroje luz sobre el porqué he perdido los dones de su corazón.Suyo,R. De La vida y sus razones. Editorial Aldus
Por Roberto Gutiérrez AlcaláLa señora X. coge un carrito, cruza la entrada del supermercado y se dirige al departamento de "Frutas y legumbres". Ahí llena varias bolsas de plástico con manzanas, peras, cebollas, zanahorias..., y las deposita en el carrito. Al tomar una papa, otra rueda por el suelo. La señora X. se agacha, la recoge y la pone nuevamente en el mostrador, sin percatarse de que el cuadernillo de vales de despensa que un día antes le dio su esposo se le ha salido de la bolsa del delantal. La señora X. escoge seis papas, las mete en otra bolsa de plástico y se encamina al departamento de "Lácteos".El señor Y. arriba al departamento de "Frutas y legumbres", empujando otro carrito. Sus ojos se topan con el cuadernillo de vales de despensa que la señora X. dejó caer accidentalmente. El señor Y. lo pisa, se agacha, lo recoge y se lo guarda en la bolsa trasera del pantalón. Luego voltea a todos lados para cerciorarse de que nadie lo ha visto. "Bien", murmura. Sin embargo, sí lo vio alguien...El señor Y. se felicita por su buena suerte. Con aquellos vales -fantasea- al fin podrá comprarse su botella de whisky, sus latitas de ostiones ahumados y quizás hasta un buen queso... Aunque, pensándolo con detenimiento, ¿no sería más justo regalarle unos zapatos a Fito (pobre, parece limosnero); o unos pantalones a Toño (pobre parece brincacharcos); o un vestido a Adriana (pobre, parece fotografía)?El señor Y. deambula nervioso por los pasillos del supermercado, imaginando que la demás gente no ignora que en la bolsa trasera de su pantalón esconde unos vales de despensa que no le pertenecen. Por eso, y porque después de un minucioso examen de conciencia llega a la conclusión de que aquello no está nada bien, empieza a considerar la posibilidad de devolverlos... Pero, ¿a quién? ¿A un policía? ¿Al gerente de la tienda? ¿Y si se quedan con ellos? En realidad, es una cuestión difícil de resolver.De pronto, una sutil voz femenina anuncia por medio del sonido local que la persona que se haya encontrado unos vales de despensa recibirá un rotundo "gracias" si los lleva a "Devoluciones". El señor Y. respira tranquilo, como si le hubieran quitado una losa de encima: no disfrutará su whisky ni sus ostiones ahumados ni su queso, y sus hijos y su esposa no estrenarán zapatos, ni pantalones ni vestido, pero a él le quedará la satisfacción de haber procedido con honradez absoluta...El señor Y. va a "Devoluciones", donde lo espera el señor Z. Al mismo tiempo que le agradece su buena acción, el señor Z. toma los vales de despensa, se los guarda en el saco y sale apresuradamente del establecimiento.Mientras tanto, el señor Y. recuerda que no ha comprado los platanitos, la papaya, las galletitas, la lata de sardinas y los dos litros de leche que le encargó su mujer. Así pues, orgulloso de su rectitud moral y cívica, regresa al supermercado. Más allá, en una de las cajas, la señora X. comienza a desesperarse porque en la bolsa de su delantal no encuentra el cuadernillo de vales de despensa que un día antes le dio su esposo. De La vida y sus razones. Editorial Aldus
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Cada uno está enamorado de sí mismo, como buenos narcisistas. No obstante, su naturaleza les ha permitido entablar una relación perfecta: frente a frente, aquellos dos espejos viven extasiados en la contemplación de su imagen reflejada en el otro hasta el infinito... De La vida y sus razones. Editorial Aldus
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Cuando despertó una mañana, después de un sueño intranquilo, aquel horroroso insecto se encontró convertido en un hombre cualquiera. "Bueno, ya qué...", dijo entonces con resignación, y se fue a enfrentar las menudas pesadillas de la vida cotidiana. De La vida y sus razones. Editorial Aldus