El último autógrafo
Publicado en Mar 03, 2023
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Por Roberto Gutiérrez Alcalá
 
El 16 de mayo de 1954 fue domingo. Ese día, mi padre -entonces un joven flacucho de escasos veintiún años- se levantó temprano y, luego de bañarse, se vistió con una camisa de manga larga blanca y un traje gris con una corbata color vino, se calzó unos zapatos negros recién boleados y se peinó con brillantina Jockey Club. La mañana era espléndida, con un cielo completamente azul, sin nubes.
Desde la adolescencia, a mi padre le apasionaba la ópera y la música clásica. Con René Villanueva, un compañero de la carrera de Ingeniería Química en la UNAM que poco más de una década después fundaría el grupo Los Folkloristas, asistía todos los domingos al Palacio de Bellas Artes. Como casi nunca disponían de dinero, acostumbraban esconderse en los compartimentos de los baños hasta que comenzaba la función. Entonces salían de ellos y entraban furtivamente en la sala de conciertos. De esta manera ya habían tenido la oportunidad de escuchar a muchos de los grandes cantantes, intérpretes y directores de orquesta de la época, como María Callas, Mario del Mónaco, Walter Gieseking, Ida Haendel, Erich Kleiber, Sergiu Celibidache...
Esa vez, sin embargo, mi padre y René Villanueva sí habían logrado juntar el dinero necesario para el boleto que les permitiría presenciar, sin sobresaltos, la actuación de la Orquesta Sinfónica Nacional dirigida por el célebre director de orquesta austriaco Clemens Krauss.
El programa estaba integrado por la Sinfonía número 88, en sol mayor, de Haydn; El aprendiz de brujo, de Dukas; el Concierto para piano y orquesta número 2, en si bemol mayor, de Brahms (interpretado por la pianista mexicana Angélica Morales); y la Obertura Leonora número 3, de Beethoven.
Mi padre bajó a la cocina, se preparó un café soluble y unos huevos revueltos con jamón, y se desayunó de prisa. No quería llegar tarde al concierto, a ese concierto, precisamente. A continuación se lavó los dientes, se asomó a la recámara de mi abuelo para avisarle que ya se iba y salió a la calle.
De la colonia Lindavista, donde vivía en una casa de dos pisos con su padre (mi abuela había muerto tres años atrás) y sus tres hermanos, se trasladó en un taxi a la avenida Juárez esquina con San Juan de Letrán, en el centro de la ciudad de México. Ya de pie en la banqueta, volteó hacia arriba para echarle un vistazo a la Torre Latinoamericana, que aún estaba en construcción y ya se perfilaba como el rascacielos más alto de Iberoamérica.
Mi padre se ajustó la corbata y se encaminó a la entrada del Palacio de Bellas Artes. Afuera de éste, varios grupos de personas impecablemente vestidas (ellos de esmoquin; ellas de largo, con los hombros descubiertos) platicaban y reían con discreción. Mi padre consultó su reloj de pulsera: eran las diez cuarenta y cinco. Todavía había tiempo. El concierto comenzaría en punto de las once quince. Cruzó la puerta y se detuvo en el vestíbulo inferior, a un lado de las primeras escalinatas de mármol negro.
René Villanueva no tardó en llegar. Ambos se dieron un abrazo y subieron, a paso veloz, hasta el tercer piso. Allí enseñaron sus boletos y recibieron, cada uno, un programa de mano. Cuando estuvieron sentados en sus respectivas butacas, cada quien se dedicó a leer las notas que Francisco Agea había escrito para la ocasión.
Unos minutos antes de la hora señalada, los miembros de la Orquesta Sinfónica Nacional empezaron a entrar en el escenario y a ocupar sus lugares. Luego entró el primer violín, quien agradeció el aplauso del público y esperó a que el primer oboe tocara un la en su instrumento para que él y los demás músicos afinaran los suyos. Por el altavoz se anunció la tercera llamada. Un silencio expectante se instaló en la sala. Mi padre y René Villanueva se adelantaron en sus butacas y dirigieron la vista hacia abajo.
A las once y quince -ni un minuto más, ni un minuto menos-, un hombre maduro, alto, de cabello entrecano, hizo su aparición en el escenario del Palacio de Bellas Artes y, en medio de un aplauso atronador, saludó al público con una inclinación de cabeza, se dio la vuelta y subió al podio, desde donde, con un leve movimiento de la batuta que sostenía en la mano derecha, indicó a todos los músicos empuñar sus instrumentos. Al cabo de un instante, la música de Haydn inundó los oídos de todos los presentes.
El resultado que arrojó aquella dupla vienesa no pudo ser más claro, nítido y luminoso. Cuando el último acorde del Finale: allegro con spirito se apagó, los aplausos y gritos de júbilo –incluidos, por supuesto, los de mi padre y René Villanueva- irrumpieron en la sala como un chubasco y no cesaron hasta que Clemens Krauss tomó la batuta de nuevo y ordenó a la orquesta repetir el cuarto movimiento...
La obra emblemática de Dukas también concitó el entusiasmo del público, que al final aplaudió exultante hasta que el alumno de Richard Strauss y coautor del libreto de la última ópera de éste –Capriccio- ya no salió al escenario.
Durante el intermedio, mi padre y René Villanueva fueron al baño y, después, se dedicaron a admirar, en el primer y segundo piso, los murales de Rivera, Siqueiros, Tamayo... Al ver que la gente regresaba a la sala, hicieron lo mismo, sin dilación.
Venía el platillo principal: el Concierto para piano y orquesta número 2, de Brahms. Mi padre sentía una especial predilección por él. Así que, cuando la orquesta y el piano acometieron, bajo la mirada penetrante de Clemens Krauss, el majestuoso Allegro non tropo, mi padre experimentó un sutil estremecimiento de la cabeza a los pies. Llevada por el músico austriaco, Angélica Morales supo encarar, con maestría y pasión, los cuatro movimientos de esta bellísima obra. Por eso, apenas cesó el eco de la última nota, una aclamación estruendosa retumbó en los cuatro costados de la sala.
Para cerrar con broche de oro, Clemens Krauss hizo tocar a la Orquesta Sinfónica Nacional una versión simplemente perfecta de la Obertura Leonora número 3, de Beethoven. El público, en éxtasis, se rindió a sus pies y le prodigó una ovación apoteósica a lo largo de no menos de cinco minutos. Krauss, evidentemente conmovido, agradeció aquellas muestras de afecto y admiración y, cuando lo consideró oportuno, desapareció definitivamente del escenario.
Las luces de la sala se encendieron. Mi padre, con un extraño brillo en los ojos, volteó a ver a René Villanueva y dijo:
-Ven, acompáñame a los camerinos.
Los dos bajaron las escaleras corriendo, llegaron al vestíbulo superior, dieron vuelta a la izquierda en un estrecho pasillo y cruzaron una puerta. Una treintena de individuos ya se agolpaba en la zona de camerinos. Mi padre, seguido por René Villanueva, se abrió paso a empujones. A unos metros de él distinguió a Angélica Morales, quien respondía a las preguntas de un periodista.
-Maestra Morales, ¿me podría dar su autógrafo? –dijo mientras le tendía una pluma fuente y el programa de mano, los cuales acababa de extraer del bolsillo interior de su saco. La pianista accedió encantada, estampó su nombre en la parte superior de la segunda hoja y continuó conversando con el periodista. Mi padre sonrió como un niño al que le acaban de dar un algodón de azúcar. Sin embargo, aún no estaba satisfecho. Avanzó entre aquel gentío. A lo lejos vio a su “presa” y se abalanzó sobre ella.
En ese momento, Clemens Krauss y su esposa, la soprano ucraniana Viorica Ursuleac, traspusieron una estrecha puerta que daba al estacionamiento del Palacio de Bellas Artes. Como pudo, mi padre salió detrás de ellos.
-Maestro Krauss, ¿me podría dar su autógrafo? –dijo mi padre, y le tendió el programa de mano al músico austriaco, cuyo porte elegante y refinado lo cohibió un poco.
Éste, que no sabía una palabra de español, comprendió de inmediato lo que aquel joven nervioso y excitado le solicitaba, pero como a mi padre se le había olvidado darle también la pluma fuente, le pidió a su esposa que le prestara algo con que escribir. Viorica Ursuleac abrió su bolso, sacó una pluma atómica y se la entregó. Clemens Krauss garabateó, con tinta azul, su nombre en la parte inferior de la segunda hoja y, esbozando una sonrisa, le regresó a mi padre el programa de mano.
-¡Gracias, maestro Krauss! –alcanzó a murmurar mi padre antes de que el matrimonio se subiera a un Cadillac color mostaza que ya lo esperaba con la portezuela trasera abierta.
Una hora después, el director de orquesta moriría de un ataque al corazón fulminante en la habitación que ocupaba con Viorica Ursuleac en el hotel Monte Cassino, en la calle de Génova, en la colonia Juárez.
A mi padre le gustaba decir que fue él, sin duda, a quien Clemens Krauss le dio su último autógrafo. Y es casi seguro que así haya sido. Ahora yo soy el poseedor del programa de mano que lo resguarda entre sus hojas.
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