• Roberto Gutiérrez Alcalá
RAGA
Mexicano. Autor de los libros de cuentos La vida y sus razones y El corrector de estilo.
  • País: Argentina
 
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   El último semestre de la carrera estaba llegando a su fin. Por eso la mayoría de mis compañeros ya organizaba la fiesta de graduación y la compra del abominable anillo conmemorativo que deberán lucir con orgullo durante el resto de sus vidas. Diariamente convocaban a “junta general”, pomposo nombre que dieron a las reuniones en las que, entre otras sutilezas, discutían si se tomaría brandy Presidente o Bacardí. Por mi parte, hacía tiempo que todo el estoicismo necesario para soportar clases de filología, lingüística y demás yerbas había desaparecido de mi alma, de modo que me dedicaba a hacer lo que me venía en gana. Así, los martes y los miércoles, a las doce en punto, entraba en el salón donde Elizondo discurriría sobre el Payo López Velarde, o sobre Poe y Pound. Los jueves, de doce a dos de la tarde, oía cuasi hipnotizado los cuasi interminables monólogos de Arreola. Y, por último, los viernes, a partir de las once y media, me soplaba la desmadrosa clase de Batis, en la que éste podía hablar de la revista Renacimiento, fundada por el indio Altamirano, o sobre la casquivanía incorregible de Julio Torri, por mencionar sólo dos temas de su amplísimo repertorio artístico-literario. Los lunes leía en la biblioteca o, bien, iba al “aeropuerto” y, sentado en una de sus bancas, me ponía a observar a los raros especímenes que ininterrumpidamente aterrizaban en él. Poco antes de las cuatro salía a comer algo –una torta de jamón sin mayonesa, unas papas fritas, un jugo de naranja-, y si en el “Che Guevara” proyectaban una buena película -o no tanto-, pues me la aventaba con todo el dolor de mi corazón... Un martes me encontré a Julia en las escaleras que llevan a la biblioteca. Era una linda muchachita de ojos adormecidos y tez blanquísima, con pecas, que también estudiaba “hispánicas”, pero en otro grupo. -Hace mucho que no te veía -me dijo con su lánguida voz aflautada- ¿Ya no vienes a clases? -A las obligatorias, no. -¿Por? -Me derrotaron. -¿Cómo? -Sí, son demasiado densas para mi inteligencia más bien chata y elemental. -¡Aaah! Y qué, ¿vas a presentar extraordinarios? Cualquier conversación que tuviera que ver con la carrera me daba náuseas. Siempre esquivaba a mis padres, o a quien fuera, cuando me preguntaban cómo iba, qué promedio llevaba. Por eso no había razón para no cancelar o, en todo caso, para no desviar a otro tema aquella plática informal con Julia. -Todavía no sé –contesté con sequedad, y después me salí olímpicamente por la tangente-: Oye, ¿sigues haciendo yoga? De seguro, Julia se dio cuenta de que yo no deseaba seguir hablando de materias y estudio. Sin embargo, no me dijo nada. Sólo se concretó a responderme que “sí, todos los viernes de siete a nueve de la noche”, y que me la recomendaba porque, “créeme, es otra onda”. Así dijo. Después me invitó a acompañarla a sacar unas copias. Ignoro por qué acepté. Cuando pasábamos frente a la Dirección, inesperadamente me preguntó si ya había leído Niebla, de Unamuno. -Sí, hace un año. Por órdenes del Coyote 13. -¿El Coyote 13? -Sí. -¿Quién es? -Souto. -¡Aaah! Luego me pidió que se la contara “a grandes rasgos”, pues al día siguiente iba a tener examen y, por supuesto, ya no había tiempo para leerla. -El que nada sabe, nada teme -recité. -Ándale, no seas payaso, dime de qué trata. Tengo que acomodar las copias y pasar en limpio unos apuntes. Si no, sí la empezaba. -Pero... -Ándale, por favorcito... Sus ruegos me conmovieron. -Bueno... Niebla es la historia de Augusto Pérez, un joven que, después de sufrir tremenda decepción amorosa, piensa en suicidarse. Pero su creador, es decir, Miguel de Unamuno, se le anticipa en la jugada y decide matarlo. -¿Quéee? -rebuznó Julia-. Explícame lo último que dijiste. -Qué te explico si todo está muy claro -le dije viéndola a los ojos y experimentando un rotundo sentimiento de superioridad-. Unamuno se mete en la novela, mejor dicho, en la nivola -acoté sin que ella entendiera nada- y le comunica a Augusto que él, Augusto, no puede actuar por voluntad propia y que mejor lo va a despachar al otro mundo. Aquí hice una pausa. Al cabo de uno o dos segundos, Julia preguntó realmente interesada: -¿Y luego? -Augusto, que ya no desea morir –continué-, grita y patalea, pero de todas maneras no logra que “don Miguel”, como lo llama, reconsidere su decisión. Al final, obviamente, Augusto muere y todos felices. En realidad, la anécdota es lo de menos. Lo importante radica... -¡Oye -me interrumpió Julia-, qué padre novelita! Creo que con lo que me contaste podré pasar el examen per-fec-ta-men-te. Lo único que pensé en ese momento fue en despedirme de Julia, desearle suerte, mucha suerte en su examen, y correr a donde Elizondo de seguro ya estaría comentando el “Sueño de los guantes negros” o “El cuervo” o “El canto de la usura”. Y lo hice.   Hacía siglos (tres meses o más) que no escribía una sola cuartilla. Eso sí, me la pasaba urdiendo en la mente complicadas tramas novelescas que, según yo, me mantenían “en activo”. Como en aquel relato de Paty Highsmith, era un escritor que escribía libros enteros en su imaginación, o casi. El encuentro con Julia, no obstante, me abrió el apetito, como se dice, por lo que aquella misma tarde empecé a escribir, es decir, sobre papel, el cuento que se me había ocurrido un año antes, al terminar de leer Niebla, de Unamuno. Le puse por título “Niebla II o el regreso de Augusto Pérez” y narraría, con un estilo llano y directo, las aventuras de un Augusto resucitado por obra y gracia de un escritor mexicano, o sea, de un servidor. En la primera parte, el hombre “despertaba” en un miserable y apestoso cuartucho, en una de cuyas paredes agrietadas y descoloridas se podía ver, mal colgada, una reproducción infame de “La maja desnuda”, presidiendo un calendario del año 1986... Augusto se sentía débil y pesado, y, para colmo, no sabía dónde diablos se hallaba. Así pues, decidía averiguarlo... Se incorporaba con dificultad, se arreglaba el pelo, se daba unas palmaditas en el rostro para desapendejarse y abría la puerta... Ya en la calle se enteraba, por boca de unos transeúntes que lo veían con desagrado y repugnancia, de que aquello era la ciudad de México... Augusto Pérez no comprendía... Sin embargo, conforme pasaba el tiempo empezaba a recordar: Madrid, Eugenia, don Miguel... Entonces se enojaba porque se le hacía evidente que otro escritor lo había resucitado, sí, pero, como siempre sucedía con “esos prepotentes de mierda”, sólo para jugar y divertirse con él, como si fuera un vil títere... Sumamente irritado y abrumado por la perspectiva de tener que sobrevivir en una época incomprensible y en una ciudad desconocida para él, Augusto se echaba a andar sin rumbo por una avenida atestada de coches, autobuses, contaminación y gente... Abandoné el lápiz y releí lo que había garabateado. “No está mal”, pensé. A continuación lo guardé, bajo llave, en un cajón de mi escritorio y, para estar a tono con el momento y las circunstancias del cuentito, me puse a ver en la videograbadora La rosa púrpura de El Cairo.   En los días siguientes me sobraron pretextos para no añadirle ni una palabra al manuscrito inconcluso de “Niebla II o el regreso de Augusto Pérez”: que no me llega la inspiración, que es imposible trabajar con tanto ruido, que el calor, que el frío, que al ratito...    En cambio, no dejé de asistir a la facultad. Es cierto que ya no presentaba el movimiento ni la algarabía que la distinguen de las restantes. La muy cercana finalización de cursos había alejado de ella tanto a maestros como a alumnos. Era lógico: si ya merito iba a terminar el semestre, no había razón para no terminarlo ya. De todas maneras, no se puede afirmar que la H. Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM hubiera entrado en hibernación otra vez. Aún no. La biblioteca seguía en servicio, algunos maestros obstinados continuaban dictando cátedra a las paredes de los salones y uno que otro grupo de estudiantes quisquillosos soñaba con recibir una clase extra. En fin... En esas circunstancias se apareció Augusto. Fue un lunes. Yo acababa de salir de la biblioteca. De inmediato lo reconocí (¿cómo no lo iba a reconocer?). Entró por la puerta principal de la facultad con paso lento, cansado. Su rostro demacrado y sucio lucía una incipiente barba en la que destellaban, de tanto en tanto, varias canas azulosas. Sin sorpresa comprobé que vestía el mismo pantalón gris y el mismo saco luido que no hacía mucho yo le había visto llevar en mi imaginación. Salí a su encuentro. -¡Augusto!, ¿qué haces aquí? Él me vio sesgadamente, tratando de ubicar mi fisonomía y mi voz. Cuando su cerebro le avisó que no poseía ninguna información de quién era el sujeto que le dirigía la palabra, dijo, empujándome con violencia: -¿Quién es usted? ¿Qué quiere? Comprendí entonces que debía identificarme. -Soy el escritor que te revivió. Augusto Pérez me clavó su mirada de lobo hambriento y herido; luego se encaminó a la banca más cercana, se sentó y estiró las piernas. Su aspecto era lamentable. -¿El escritor que me revivió? –preguntó con irónica incredulidad. -Sí, el mismo. -¿Por qué habría de creerlo? –volvió a preguntar, esta vez con aspereza. -Te llamé por tu nombre, ¿no es verdad? Nadie más sabe quién eres, sólo yo –expliqué con una lógica diáfana e irrebatible. Augusto se levantó, sacudió las solapas de su ridículo saco negro, se plantó frente a mí y dijo con un tono de voz triunfal: -Vaya, vaya, vaya, quién lo iba a decir... ¡Al fin doy contigo! Sus palabras me intrigaron. -Ah, ¿de modo que me estabas buscando? -Sí –respondió, brusco y tajante, y después agregó con sarcástica camaradería-: Desde hace dos semanas tú eres el único objetivo de mi existencia. -¿Y para qué soy bueno? –pregunté. -¿No lo adivinas? -Augusto, no soy adivino, soy escritor, recuérdalo –dije, disfrutando plenamente aquella situación tan singular e imprevista. -Sí, lo sé. Conozco muy bien a los de tu calaña... -¡Qué agresivo, mi querido Augusto! -No me digas “querido”. -Está bien, está bien, discúlpame... Pero dime ya para qué me estabas buscando desde hace dos semanas. Augusto jaló aire como para apagar ochenta velitas de cumpleaños y sopló: -¡Para matarte! -¿Quéee? -rebuzné yo. -Como lo oyes: para matarte -repitió Augusto con meridiana nitidez. No pude ni quise contenerme y estallé en una sonora carcajada que el eco se encargó de multiplicar. -Augusto, Augusto Pérez -dije luego-, ¿no te das cuenta de que sólo eres un personaje, un triste personaje novelesco que depende absolutamente de su autor? Unamuno te mató un día. Yo te resucité, así que harás lo que yo quiera, y lo que ahora quiero es que te largues de inmediato y me dejes en santa paz. Su actitud desafiante me había sacado de mis casillas. ¡Nada más eso me faltaba: que un ser como Augusto Pérez me estuviera buscando para vengarse de lo que hace años le hizo otro escritor! ¡Desagradecido! La siniestra frialdad de un cuchillo relumbró de súbito en su mano derecha. Augusto y yo nos miramos durante un instante que no me pareció eterno ni mucho menos, pero sí lo suficientemente largo para percatarme de que sus ojos se había transformado en dos fósforos encendidos por el resentimiento y la cólera. A continuación se abalanzó sobre mí con ímpetu diabólico. Apenas tuve tiempo para evadir la embestida y huir...   Tres días después, no sin temor -lo admito- regresé a la facultad. Debía devolver un libro en la biblioteca. Cruzaba el “aeropuerto” cuando sentí que alguien me clavaba la mirada en la espalda. Inquieto y agitado, me di la vuelta. Era Julia. Mientras me acercaba a ella, no pude dejar de preguntarle: -¿Cómo te fue en tu examen? -Ni me lo menciones... Un fracaso total. Me preguntaron cosas rarísimas, por ejemplo, qué es una nivola. Ni idea. ¿Lo sabes tú? -He oído hablar del término... –dije distraídamente, y añadí-: No te preocupes. Si lo ignoras, no te pierdes de nada importante. Te lo garantizo. ¿Sabes qué?, tengo muchísima prisa. Luego nos vemos. ¡Ciao! -¡Ciao! El tiempo pasó. Según me enteré por boca de varios compañeros, lo más rescatable de la fiesta de graduación fue el hecho de que uno de los profesores de nuestra carrera, un individuo tímido y delicado hasta el hartazgo -y cuyo nombre no mencionaré-, agarró una borrachera de los mil demonios (incluso, me dijeron, intentó desnudarse en la pista de baile). Yo, por mi lado, seguí mi camino, como se dice. Todo eso sucedió hace muchos años. Por lo que se refiere a Augusto Pérez, desde esa primera vez que lo vi, no he vuelto a toparme con él. ¿Mató a otro escritor y así sació su terrible sed de venganza? ¿Se decidirá algún día a buscarme nuevamente? ¿Dónde vive? ¿Qué hace para subsistir en un mundo que le resulta ancho y ajeno? ¿Acaso murió? ¿Lo mataron? Éstas son algunas de las preguntas que a diario me formulo con un espíritu estrictamente científico.                                                                                                                                                           De El corrector de estilo
Por Roberto Gutiérrez Alcalá                                                                                                        Para Salvador Elizondo  Detrás de una colina, el palacio surgió, imponente, frente a mis ojos. Un largo camino de piedra me condujo al portón principal. Con una aldaba en forma de mano lo golpeé hasta que salió una figura espigada: era mi buen amigo el extravagante conde Von Wieck.Hacía uno o dos años que no tenía noticias de él. Nos habíamos conocido en uno de los tugurios a los que solía acudir cuando la soledad me dolía. Quizá fue a finales de 1976. Entre grandes sorbos de cerveza me dijo con su cristalino acento alemán que era conde y que estaba perdidamente enamorado de una de las prostitutas más solicitadas de ese sitio. La incivil carcajada que le espeté en el rostro debió de ofenderlo; sin embargo, nada me reprochó. Un día después confirmé que no mentía: un periódico publicó una fotografía suya y una breve nota en la que se afirmaba que " ... luego de visitar los lugares más interesantes de nuestra metrópoli, el conde Von Wieck partirá mañana rumbo a Alaska." En la noche de ese mismo día, antes que se encerrara con su "amada"en uno de los cuartuchos del fondo, nos juramos amistad eterna...Al saludarlo me alarmó su palidez excesiva. Así se lo hice saber. Para tranquilizarme, él arguyó que se debía a la falta de luz solar. Yo no ignoraba que la vida nocturna del conde Von Wieck era en verdad intensa, pero de todos modos no quedé satisfecho con sus palabras. Más que alegre desvelo, había en su semblante la oscura inquietud de una preocupación. De eso no tuve la menor duda.Esa primera noche me acosté temprano. El viaje había sido largo y cansado. El conde así lo supuso; por eso, luego de rememorar algunas anécdotas de nuestra disipada vida en común, me sugirió que fuera a dormir. Él mismo se encargó de mostrarme mi habitación. Con un lacónico auf wiedersehen que quedó flotando en el aire como polvo visto a trasluz, se despidió mientras la amplia escalera de mármol que conducía a la planta baja lo devoraba lentamente.Cuando me disponía a meterme en la cama, un leve murmullo musical llegó hasta mí. Era una polca alegre y saltarina que parecía provenir del mismo palacio. Le puse cierta atención unos instantes; luego, como es mi costumbre, me taponé los oídos con unos pedacitos de algodón. El silencio que se hizo y la tibia blandura del almohadón en el que reposaba mi cabeza me ayudaron a conciliar rápidamente el sueño.A la mañana siguiente me desperté con la extraña sensación de no saber dónde me encontraba. Tan profundamente había dormido. El candil que colgaba del abovedado techo de la pieza me ubicó de inmediato. Al quitarme los algodones, lo primero que escuché, no sin sorpresa, fue la misma polca de la noche anterior. Entonces pensé que el conde Von Wieck seguramente había organizado una más de sus singulares francachelas que se prolongaban hasta el otro día. Sin embargo, conforme transcurrieron las horas, deseché aquélla hipótesis: la jocosa danza se repetía sin interrupción una y otra vez.Durante todo el día, el conde Von Wieck no apareció por ningún lado. Su mayordomo, un hombre todavía joven que cojeaba de la pierna izquierda, aseguró ignorar dónde podría hallarse. Cuando le pregunté qué significaba la invariable polca que se oía desde mi habitación, palideció de súbito y se retiró balbuceando una servil disculpa.Después de recorrer el palacio y descubrir la aparentemente inexpugnable puerta detrás de la cual aquella música tenía su origen, me resigné a esperar en la biblioteca al conde Von Wieck. Cuando se presentó, ya había anochecido. Una voz cavernosa brotó de su garganta:-Te debo una disculpa...-No importa, hombre.La mirada extraviada del conde Von Wieck me demostró que su pensamiento estaba en otra parte.-He hojeado varios libros -dije-. Sólo primeras ediciones, ¿verdad?-Sí... -musitó.-Víctor, desde ayer te noto preocupado. ¿Tiene algo que ver esa música que se repite y no cesa ni un segundo?-Y no cesará nunca -agregó él.-No comprendo.-Siéntate y pon atención -dijo con un tono de voz enérgico y decidido-. En realidad te invité a mi palacio para revelarte un secreto que ya no quiero ni puedo ocultar. La soledad me ha hecho tanto daño...-Pero no estás solo. Tu mayordomo...-Apenas me cruzo con Siegfried en este laberinto de habitaciones, pasillos y escaleras -atajó-. Los dos evitamos encontrarnos. No hace mucho que él también lo sabe todo. Sin duda no tardará en largarse..., o quizás... -El conde Von Wieck se dirigió a la ventana- Pero esa es otra historia... El origen de todo se remonta a finales del siglo pasado. Johann Strauss, hijo, el célebre músico austriaco, había compuesto años antes una juguetona polca a la que bautizó, irresponsablemente, con el nombre de Perpetuum mobile. Lleva el opus 257 y un subtítulo aterrador: "Una broma musical". Strauss concibió esa obra de manera infinita, es decir, compuso unos cuantos acordes que tuvieran la propiedad de formar una especie de circunferencia sonora. No en vano, la teoría del eterno retorno, de Nietzsche, estaba en boga en aquel entonces. Ahora bien, dicha concepción infinita era sólo teórica, pues, en la práctica, el director de orquesta, al cabo de dos o tres repeticiones, dejaba la batuta a un lado del atril, se volteaba en dirección al público y gritaba con evidente placer: "¡Etcétera!" Aún hoy se sigue haciendo este juego en las salas de concierto de todo el mundo, sin considerar las consecuencias que puede acarrear."Poco después de la muerte de Strauss, en junio de 1899, se organizó en este palacio una fiesta en la que se tocaría su Perpetuum mobile. Un legajo que por pura casualidad tuve en mi poder cuando conocí la Biblioteca del Congreso, en  Washington, hace ya quince años, refiere minuciosamente los hechos."Según aquellos papeles clasificados como secretos, los músicos empezaron a interpretar la vivaz polca hacia la medianoche. Y ocurrió que ya no pudieron, o no quisieron, interrumpirla jamás. Los invitados y los sirvientes huyeron despavoridos... Al mes, el dueño del palacio, un tal conde de Umbría, decidió venderlo. Dos años después murió en un hospital psiquiátrico de Baviera."Parece que el nuevo dueño, un rico empresario norteamericano, de apellido Smith, vivió encerrado aquí mucho tiempo. A nadie recibía. Hasta la fecha no se sabe a ciencia cierta qué fue de él. Hace cinco meses al fin pude ponerme en contacto con uno de sus hijos. Le propuse comprarle el palacio. Para mi sorpresa, accedió de inmediato."El conde Von Wieck se limpió unas gotas de sudor que le corrían por la cara. Luego me pidió que me levantara y lo siguiera. Atravesamos varios salones y nos plantamos frente a la puerta fatal. El conde Von Wieck introdujo una llave en la cerradura, y la abrió. Yo permanecía callado. Entramos.La habitación estaba a oscuras y hedía... El conde Von Wieck accionó un interruptor y se iluminó. Nunca olvidaré lo que vi entonces.Un grupo de veinte músicos, aproximadamente, formaba un hemiciclo en uno de los rincones de aquel salón. Sus vestiduras lucían sumamente sucias y desgastadas. La mayoría de ellos rezumaba tedio por todos los poros; en cambio, cuatro o cinco sonreían al tiempo que tocaban sus respectivos instrumentos. A los pies del primer violín advertí un montículo de huesos casi consumidos. Horrorizado, aparté la mirada.-Mientras no dejen sus instrumentos, estos músicos no envejecerán ni sentirán hambre ni sed ni cansancio. Como ya te habrás dado cuenta, ha habido algunos claudicantes. Casi instantáneamente se transforman en cadáveres putrefactos o en un montón de huesos, todo depende del tiempo transcurrido desde que empezaron a buscar la vida eterna. Dichos casos, por supuesto, no son frecuentes, pues la perspectiva de morir fulminado si se deja de tocar, robustece el instinto de conservación. -El conde Von Wieck movió la cabeza- Ésos que sonríen sólo llevan unos cuantos años tocando. Ocupan los lugares de los que decidieron claudicar. Aún conservan la enjundia y el entusiasmo de los que emprenden una aventura. Pero en veinte o treinta años, a más tardar, sin duda se apreciará en sus rostros el desencanto y la terrible aburrición que exhiben los restantes... -El conde suspiró largamente- Debo confesarte algo: desde que vivo aquí paso la mayor parte del tiempo en este salón. La atracción que ejerce sobre mí es irresistible, aun cuando me deprima la sola idea de vivir por los siglos de los siglos bajo tales circunstancias. Mujeres, viajes, diversiones, todo lo he postergado para concentrar mi interés en este reducido espacio eterno...El conde Von Wieck se mesó el cabello y dio unos paso al frente. Yo creí que volvería a tomar la palabra; sin embargo, se quedó observando a los músicos, que, en ese preciso momento, comenzaban a tocar, por enésima vez, las primeras notas de la polca... Fue entonces cuando estuve a punto de decirle que vendiera el palacio, que se distrajera..., en fin, que olvidara aquel infierno, pero al verlo tan absorto comprendí que de nada serviría: él ya sabía qué hacer.Al día siguiente abandoné el lugar y me reintegré a mi mundo cotidiano: intenté enamorarme de nuevo, exhumé viejas nostalgias, me emborraché concienzudamente...No obstante, al poco tiempo regresé, preocupado por la suerte de mi amigo. Desde esa segunda vez lo visito regularmente para comprobar, no sin tristeza, que aún persigue la vida eterna con una viola entre las manos.                                                                                                                                                                                 De El corrector de estilo
Por Robertio Gutiérrez Alcalá  Salí a la calle furioso, mentando madres. La vida era una mierda. Una enorme y apestosa mierda. Acababa de recibir un correo electrónico en el que se me informaba que mi libro de cuentos –el primero que escribía- había sido rechazado por la editorial equis, debido a que no se ajustaba a sus criterios editoriales y de mercado... Con todo, quien había redactado aquella estúpida cartita consideraba, a manera de marrullero consuelo, que el contenido de mi obra era valioso y que estaba seguro de que encontraría cabida en otro fondo editorial... ¡No lo podía creer! Con éste ya sumaba quince rechazos... ¡Dos más que Bajo el volcán! Bueno, al menos ya podía enorgullecerme de que, en este rubro –el de los rechazos-, mi libro había dejado atrás a la novela de Lowry... ¡Carajo! La Sagrada Literatura también era una mierda, un montón de mierda generada por escritorcitos pulcros, relamidos y mamones, y puesta bajo las narices atrofiadas de los lectores por editoriales previsibles y voraces. ¡Al demonio! No entraría en su juego. ¿Qué me importaba a mí esa puta literatura? Yo seguiría aporreando el teclado de mi computadora y buscando otros medios para dar a conocer mis cosas. Y si era necesario hacer una edición de autor, pues la haría cuando tuviera el dinero necesario. No sería el primero ni el último escritor que recurriera a esa opción para no hundirse en la desesperación. Entré en mi auto, encendí el motor y arranqué. Mis manos estrujaban el volante como si fuera el cuello del miserable dictaminador de mi libro. Alcé la vista y en el espejo retrovisor me topé con unos ojos encendidos por una cólera desbocada... Di vuelta en una avenida que me llevaría al Periférico, desde donde podría dirigirme a la carretera que va a Cuernavaca. Quería pisar a fondo el acelerador... Yo sabía que, en la medida en que experimentara el vértigo de la velocidad, en la medida en que los demás autos fueran haciéndose a un lado para dejarme pasar a ciento veinte, ciento treinta, ciento cuarenta kilómetros por hora..., la fiera que había dentro de mí se iría apaciguando poco a poco y yo volvería a ser el mismo individuo de antes: tranquilo, racional, amigable, encantador... Ya otras veces, este recurso había surtido efecto ante circunstancias aun peores. Sin embargo, aquél no era mi día, definitivamente. Los autos de adelante se detuvieron y por un largo rato no avanzaron ni un centímetro. Yo quería bajarme y saltar encima del techo y el cofre de cada uno de ellos; quería gritar, aullar de impotencia; quería mandar todo a la fregada... No sé cómo me contuve. Encendí la radio y busqué alguna estación en la que estuviera sonando alguna melodía medianamente decente que serenara mi alma. Nada. Puras idioteces: noticieros, anuncios, canciones de moda. La apagué y respiré hondo. Una lluvia menuda comenzó a caer sobre la inmunda ciudad. Al cabo de cinco minutos, o más, el auto de adelante se puso en marcha. Aceleré detrás de él y al fin me incorporé a la lateral del Periférico. El tráfico seguía siendo lento. Por el espejo lateral izquierdo observé que una motocicleta de reparto se aproximaba zigzagueando entre los reducidos espacios que dejaba aquel bloque compacto de autos. Era evidente que pretendía llegar lo antes posible a su destino. Y quizás su destino fuera el domicilio de algún sujeto con obesidad mórbida que la estaría esperando ansiosamente para engullir la pizza de pepperoni, salami o hawaiana tamaño extragrande que transportaría en un compartimento en forma de cubo instalado detrás del asiento del conductor. Entonces decidí que le cerraría el paso... La motocicleta enfiló por el espacio que había entre mi auto y el de al lado. Pisé el acelerador y giré un poco el volante a la izquierda, por lo que se vio obligada a frenar y esperar a que yo avanzara unos metros para tratar de rebasarme, pero ahora por la derecha. Cuando intentó hacer esto último, di un volantazo en la misma dirección. La motocicleta frenó bruscamente. Reí. Aquella motocicleta permaneció quieta un instante mientras yo proseguía mi camino. Luego arrancó, me alcanzó y se mantuvo rodando junto a mi ventanilla. De reojo alcancé a ver que quien la conducía se balanceaba tembloroso en su asiento. Pulsé el botón para que la ventanilla bajara: -¿Qué te sucede, pendejo? –oí que farfullaba-. ¿Qué diablos te sucede? -Hola, pequeño reptil -dije con mi mejor sonrisa dibujada en los labios-. ¿Puedo servirte en algo? -¡Sí, ve con la puta que te parió y chíngala! ¡Chíngala hasta que pida piedad! El individuo aquel se ganó mis respetos con aquella varonil contestación. Contraataqué: -Bueno, ojalá no tengas prisa en llegar a ningún lado, porque aún estaremos por aquí unos minutos más, charlando. -¡Mira, cabrón, detén tu auto y vamos a partirnos la madre! –dijo él. -Lo siento, bichito, interrumpiríamos el tráfico más de lo que ya lo estamos haciendo. Mejor continuemos el juego –dije, y le aventé la lámina, como se dice. Con la sorpresa, el motociclista estuvo a punto de perder el equilibrio y caer al suelo. Los autos de atrás, testigos presenciales de nuestro sketch, empezaron a hacer sonar las bocinas de sus cláxones como auténticos dementes, pues bloqueábamos la circulación, ya reestablecida en buena medida en aquel tramo de la lateral del Periférico. Ayudado por los tres espejos con que contaba, vigilé detenidamente los movimientos que la motocicleta hacía a mis espaldas. Ésta arrancó nuevamente y se quiso colar por el lado derecho, pero otra vez di un volantazo y otra vez tuvo que frenar. Mi humor era inmejorable. Aquella situación tan jocosa había hecho que olvidara mi encabronamiento con el mundo editorial y la Sagrada Literatura. -¡Eres un pinche loco de atar! –berreó el motociclista. -¡Ja ja ja! La lluvia y los claxonazos arreciaron. Era suficiente. Me desplacé al carril de la izquierda y le imprimí más velocidad al auto. La circulación fluyó, libre de cualquier obstáculo. Accioné los limpiadores y, en armonía conmigo mismo y con el resto del universo, me dediqué a tararear una linda canción napolitana. De repente escuché un fuerte golpe que provenía del costado derecho. Al voltear vi que la motocicleta se alejaba como un bólido por el asfalto mojado y comprendí lo sucedido: con una patada limpia y certera, el motociclista había destrozado el espejo lateral de mi auto. -¡Salud, camarada! –grité, lleno de admiración y gozo. Si hubiera podido, habría alcanzado a aquel tipo para estrecharle la mano e invitarle una cerveza o un tequila. No cabía duda de que, a diferencia de los editores que sólo publicaban Sagrada Literatura, él sí tenía agallas.
Por Roberto Gutiérrez AlcaláSeñorademialma:El que abajo firma, adorador casi incondicional de todo su ser, desea manifestarle lo siguiente:Es un hecho indiscutible que de un tiempo acá usted rechaza mi amor y me ningunea. Si consideramos que no he dejado de cumplir al pie de la letra cada una de las disposiciones del acuerdo que norma nuestras relaciones amorosas, tal proceder resulta harto injusto. Para sustentar mi reclamo, enumeraré, no sin pena y dolor, las perfidias en que incurre desde entonces:1.  No acepta las rosas que puntualmente le mando los fines de semana a su domicilio.2.  No le presta ninguna atención a lo que digo o hago.3.  Me niega toda posibilidad de abrazarla o darle un beso.4.  Coquetea con otros.5.  Me llama "idiota" con insoportable perseverancia.Como comprenderá, no puedo tolerar semejante trato. Sé, mi señora, que el Derecho Amoroso Internacional está de mi parte, y si bien no pienso llevar las cosas a territorios donde ambos saldríamos perjudicados, sí exijo que sea respetada mi dignidad de amante fiel.Así pues, en nombre de nuestra felicidad, la invito de la manera más atenta a que recapacite y enmiende su conducta o, en su defecto, a que arroje luz sobre el porqué he perdido los dones de su corazón.Suyo,R.                                                                                    De La vida y sus razones. Editorial Aldus
Por Roberto Gutiérrez AlcaláLa dulce ancianita que se había ofrecido a cuidar al hijo de sus vecinos mientras éstos asistían a una fiesta, comenzó a improvisar con angelical voz:-Érase que se era una bella princesa que estaba perdida en un bosque lúgubre y sombrío...El niño, un simpático gordito de ademanes torpes y mirada melancólica, se sentó sobre la alfombra de la sala y ahí permaneció inmóvil, casi sin pestañear, hasta que la viejita hubo terminado:-... y se casaron y fueron muy, pero muy felices.Entonces se incorporó trabajosamente, se dirigió a la vitrina donde su padre guardaba un revolver Smith and Wesson calibre .38, lo tomó entre sus manos y, al tiempo que se lo vaciaba en la cabeza a su aterrada cuidadora, le preguntó calmoso que si acaso creía que era un retrasado mental, o qué.                                                                                                                                                     De La vida y sus razones. Editorial Aldus
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Obligado por circunstancias que no viene al caso mencionar, el fantasma de la construcción de la esquina dejó su castillo europeo y, a bordo de un buque mercante, llegó a nuestro país a principios del presente siglo, y se puede afirmar que los siguientes setenta y cinco años se los pasó muy a gusto asustando a la gente que, vela en mano, entraba en las vetustas y abandonadas casonas que habitó en la capital, pero luego, y por motivos que aún no alcanza a comprender, esa misma gente empezó a burlarse de él, a lanzarle piedras cuando, por ejemplo, lo descubría escondido debajo de una mesa y, lo que es peor, a ningunearlo, por lo que decidió trasladarse a provincia, pero como allá le fue igual, mejor se regresó, y desde ese día vaga sin rumbo y casi no come y duerme ora en un terreno baldío, ora en un puente peatonal, ora en una azotea..., y mientras te cuenta esto no puede contenerse y suelta un par de lágrimas azules que resbalan lentamente por su mejillas translúcidas, y tú entonces no atinas sino a decirle que se calme, que tenga fe, que ya vendrán tiempos mejores, y te vas todo apesadumbrado...                                                                                 De La vida y sus razones. Editorial Aldus
Por Roberto Gutiérrez Alcalá La historia que voy a contar comenzó el día en que me dejaron leer Rayuela en la prepa. Mi madre me dio dinero para comprar ese libro; sin embargo, cuando llegué a la librería y supe cuánto costaba, puse el grito en el cielo. ¡Tres mil quinientos pesos! Aunque quería, no podía adquirirlo. Sólo disponía de un billete de mil. Se lo devolví al dependiente y le di las gracias por su ayuda. Él lo reacomodó en el estante de donde lo había tomado un momento antes y se alejó por el pasillo. Yo, por mi lado, seguí manoseando otros libros que llamaban mi atención. Un minuto después, mi cerebro dio a luz una idea un tanto descabellada, pero sin duda posible. A esa hora de la tarde no había mucha gente en aquella librería. El pasillo donde yo me encontraba lucía solitario. Me agaché, volví a sacar el libro aquel y empecé a hojearlo despreocupadamente. Volteé a derecha e izquierda. Nadie. De repente lo cerré y con un movimiento rapidísimo lo metí entre el vientre, que contraje, y el cinturón del pantalón, y me ajusté la chamarra. Un escalofrío reptó por mi columna vertebral como un ciempiés.  Ahí permanecí un rato más, dizque muy interesado en un libro de cocina griega que no sé cómo llegó a mis manos. A continuación caminé hasta la mesa de novedades, que estaba a unos pasos de la puerta que daba a la calle, y me dediqué a repasar algunos títulos con la vista. Cuando lo consideré oportuno, giré y con aparente indolencia crucé la puerta de la librería, dispuesto a emprender la huida si alguien intentaba detenerme. Por suerte, nadie me dijo nada. Con todos los músculos tensos avancé por la banqueta en dirección a la parada del camión. A lo lejos vi que por la avenida se acercaba no un camión pero sí un trolebús que pasaba cerca de mi casa. Corrí, le hice la parada y me subí en él. Una vez que estuve sentado en uno de los asientos de la parte trasera, junto a la ventanilla, apreté los puños y lancé un grito mudo para desfogarme. Un señor de sombrero y bigote me lanzó una mirada reprobatoria. No me importó. ¡Estaba a salvo!   El éxito de mi primera experiencia como expropiador de libros me abrió la posibilidad de realizar un sueño largamente anhelado: formar mi propia biblioteca. Ahora bien, si pretendía continuar por la senda del triunfo, debía perfeccionar mi técnica de trabajo. Y a ello me entregué con pasión y constancia. Con el paso del tiempo -puedo asegurarlo-, el movimiento que ejecutaba para meter un libro entre el vientre contraído y el cinturón del pantalón se volvió tan rápido, sutil y elegante como el que ejecuta un prestidigitador para desaparecer un naipe frente a los ojos de un público estupefacto. En aquella época no existían, por fortuna, las cámaras de seguridad ni mucho menos los sensores antirrobos que hoy en día se utilizan no sólo en las librerías, sino prácticamente en cualquier establecimiento comercial. Los únicos obstáculos que un individuo como yo debía tener en cuenta a la hora de entrar en una librería eran unos espejos cóncavos distribuidos en distintos puntos estratégicos y los vigilantes, invariablemente de traje negro, que recorrían los pasillos con un único objetivo: descubrir con las manos en la masa a quien tuviera la intención de llevarse un libro sin pagarlo. Pronto extendí mi radio de acción hasta otra clase de establecimientos que, además de libros, vendían productos tan variados como discos, relojes, perfumes, televisores, juguetes, chocolates, medicinas...: los Sanborns. En las noches, cuando mi madre llegaba de la chamba, le pedía su auto para visitar alguno. Fue en esas tiendas donde conseguí casi toda la obra de Neruda, así como muchos libros de Hesse, Kafka, Borges, Arreola, Ibargüengoitia... Por supuesto, no faltaron las ocasiones en que, aun cuando ya iba “cargado” con un bonito ejemplar, tuve que abortar la misión, pues mi intuición me decía que alguien -quizás un vigilante, un dependiente o incluso un cliente chismoso- había visto cómo me lo guardaba en el vientre. Aquí debo hacer un alto en el camino y formular una aclaración: jamás lucré con los libros que sustraje, todos los conservo en mi biblioteca, y si bien algunas veces –contadísimas- accedí a trabajar sobre pedido, fue en nombre de la amistad.   Al comprobar que el número de libros de mi incipiente biblioteca se incrementaba constantemente sin gastar un solo centavo, Agustín me pidió que le enseñara los rudimentos de mi arte. Lo hice. Mi amigo no tardó en asimilarlos y ponerlos en práctica con una habilidad más que notable. De esta manera, como estudiante de la carrera de Biología en la UNAM, en primer lugar, y como amante de la literatura, en segundo, también empezó a satisfacer gratuitamente sus necesidades librescas. Un sábado en la mañana, Agustín me habló por teléfono a mi casa y me propuso “ir de compras”. -Mis papás se fueron con unos amigos a Cuernavaca y me dejaron las llaves del coche –añadió. -Te espero afuera -dije. Emprendimos el camino... Hacia el anochecer, los libros que habíamos logrado sustraer de una decena de librerías y Sanborns desperdigados por toda la ciudad cubrían por completo la cajuela del coche de mi amigo. -Tengo hambre –dije. -Sí, yo también –dijo Agustín-. Mira, te propongo algo: vamos a la Casa de Libro y le paramos. -Está bien. Más que una librería propiamente dicha, La Casa del Libro -ubicaba en la avenida Universidad esquina con la avenida Coyoacán- era un supermercado de libros con infinidad de pasillos, estantes y aparadores donde se exhibían ejemplares de todas las materias habidas y por haber. El coche subió la rampa que conducía al estacionamiento al aire libre, se detuvo en uno de los cajones, y Agustín y yo bajamos de él. -Desde hace rato estoy buscando un tratado de botánica. Ojalá lo encuentre aquí –dijo Agustín mientras descendíamos por las escaleras. -Ojalá. Ya dentro del establecimiento, cada quien tomó un rumbo diferente. Yo me sentía débil por la falta de alimento y, por lo tanto, sin ánimos para asestar otro golpe. Vagué por los pasillos, únicamente revisando aquí y allá algunos títulos prometedores. Al cabo de diez o quince minutos resolví esperar a Agustín en el estacionamiento. Di media vuelta y busqué la salida. Cuando me hallaba a unos cuantos metros de las cajas de pago, vi a mi amigo venir de frente, escoltado por dos hombretones de traje negro, uno de los cuales cargaba bajo el brazo lo que, supuse, era el cuerpo del delito: un volumen no mucho más pequeño y grueso que el Directorio Telefónico. -Solicito apoyo económico... –musitó Agustín al pasar junto a mí. Yo no supe qué decirle; tan sólo atiné a girar un poco y ver cómo, seguido de cerca por aquellos sujetos, se alejaba lentamente hasta perderse detrás de una puerta que había al fondo de aquel inmenso local.
Libros
Autor: Roberto Gutiérrez Alcalá  477 Lecturas
Por Roberto Gutiérrez Alcalá El hedor se escapaba a través de la rendija inferior de la puerta. No había manera de que los vecinos no lo percibieran al subir o bajar las escaleras del edificio, incluso si se tapaban la nariz con el dorso del brazo o con un pañuelo. Surgía, inclemente, de la orina mezclada con kilos de excremento de los más de treinta gatos que vivían hacinados en ese departamento del segundo piso, bajo el cuidado de una anciana enjuta, medio sorda y ya sin olfato. La dueña de aquel gaterío estaba entregada a él en cuerpo y alma. Calzada con unas pantuflas sucias y cubierta con una desgarrada bata rosa, cada tercer día abría la puerta –gracias a lo cual el hedor se esparcía sin freno por el cubo de las escaleras-, bajaba a la calle y se dedicaba a buscar alimento para sus mininos. Cuando regresaba, cargando una bolsa de plástico repleta de cabezas de pollo, el Tuerto, un gato de pelo pardusco que había perdido un ojo en una tumultuosa pelea callejera, ya la esperaba frente a la puerta, relamiéndose los bigotes, mientras sus compañeros yacían sobre los sillones de la sala, o deambulaban por el pasillo y las habitaciones, o intentaban aparearse entre maullidos que semejaban los gritos angustiosos de unos niños aterrorizados. Apenas entraba, la anciana sacaba de la bolsa una cabeza de pollo y se la arrojaba al Tuerto, que la pescaba al vuelo y comenzaba a devorarla con avidez. Al oírla, los demás gatos dejaban lo que estuvieran haciendo y con pasos ágiles y silenciosos se acercaban a ella y la rodeaban, cada vez más desesperados por saciar su hambre. La anciana, entonces, echaba las restantes cabezas de pollo en un rincón de la estancia y se quedaba observando cómo aquéllos se abalanzaban sobre esos miserables despojos y los engullían. Los vecinos habían hecho todo lo posible para evitar que aquel hedor siguiera invadiendo, como un fantasma infernal, el edificio. Primero pretendieron razonar con la anciana, hacerle ver que la insalubridad en que malvivía no sólo la afectaba a ella, sino a todos, y que, por lo tanto, debía deshacerse de los gatos y consentir que un escuadrón de sanidad limpiara y desinfectara su departamento, pero ella se había negado rotundamente, aduciendo que nada ni nadie le impedía tener todos los animalitos que quisiera. También acudieron a las autoridades de la delegación para que tomaran cartas en el asunto, pero éstas les dijeron que, sin una demanda de por medio, no podían ejercer ninguna acción contra la anciana, y como una demanda implicaba mucho tiempo, dinero y esfuerzo, desecharon ese camino. Finalmente se pusieron en contacto con distintas organizaciones protectoras de animales para exponerles su caso y hallar una solución, pero todas les informaron lo mismo: que sin la anuencia de la anciana, no tenían ninguna facultad legal para entrar en su departamento y llevarse a los gatos. Ante tales fracasos, los vecinos consideraron la opción más radical: envenenar a los mininos. Sin embargo, ¿qué ganarían? Si mataban a los cuatro -entre ellos el Tuerto- que se escabullían por la ventana del comedor que la anciana dejaba abierta de tarde en tarde para vagar con displicencia por los jardines o cazar algún roedor desprevenido, el hedor persistiría, inalterado... Tal era la realidad que se negaban a admitir. De cualquier modo pusieron manos a la obra y, más por necedad y frustración que por otra causa, lograron envenenar a tres de aquellos gatos aventureros, los cuales un día, muy temprano, aparecieron muertos al pie de la puerta del departamento de su ama. Ninguno de ellos era el Tuerto. Esa vez, cuando vio los cuerpos inertes de sus amados gatos, la anciana prorrumpió en una andanada de juramentos y maldiciones; al cabo de unos minutos los metió en un costal, arrastró éste hacia el interior del departamento y azotó la puerta. Esa noche, un coro de maullidos dolientes y macabros impidió que los vecinos conciliaran el sueño. A la mañana siguiente, lo primero que hizo la anciana fue cerciorarse de que la ventana del comedor estuviera perfectamente cerrada (ya nunca más la abriría, se dijo); luego sacó del departamento el costal con los gatos muertos, lo depositó en uno de los tambos de la basura que había al fondo del estacionamiento y salió a la calle en busca de las cabezas de pollo. Pasó el tiempo y la situación no varió demasiado. El hedor gatuno que envolvía a todas horas las escaleras del edificio, adquirió el carácter de una invisible presencia maléfica que crispaba los nervios de los vecinos. Pero, a pesar de todo, éstos asumieron que tendrían que convivir con él hasta que algo sucediera. Y, para no pocos, ese algo no significaba otra cosa que la eliminación de la anciana. Algunos pensaron en la posibilidad de un accidente inducido; otros, en una fuga de gas dentro de su departamento; otros más, en una incursión nocturna para clavarle un cuchillo en el corazón... Pero estos pensamientos no eran más que eso: pensamientos, ideas, ensoñaciones que les servían como válvulas de escape de su ira y su impotencia. A final de cuentas no hubo necesidad de que ninguno de los vecinos se manchara las manos de sangre. Hacia el anochecer de un día de invierno, la anciana terminó de merendar unas galletas rancias con una taza de café soluble y se encaminó a su cuarto para tenderse en su cama. El Tuerto y otros gatos la seguían de cerca por el pasillo y en un momento dado se le metieron entre las piernas y la hicieron perder el equilibrio. Al caer, la anciana se golpeó brutalmente la cabeza contra el suelo y perdió el conocimiento. Aunque lo recobró instantes después y consiguió arrastrarse hasta su habitación, falleció en la madrugada, víctima de un derrame cerebral. Unos cuantos gatos –no más de diez- se aproximaron con cautela al cadáver de la anciana, el cual había quedado tendido boca arriba a un costado de la cómoda, y al no advertir ningún movimiento en él, lo empezaron a olisquear y lamer, como tratando de insuflarle vida. El resto permaneció en la sala, la cocina y las otras habitaciones, ajeno a lo que acababa de ocurrir. Cuando los primeros rayos del sol irrumpieron en el departamento, todos los gatos ya sabían que algo no estaba bien. A la mayoría le dio por maullar con más fuerza de la habitual. Entretanto, el Tuerto se desperezó y fue a beber agua a la pileta del lavadero; a continuación bajó de ella, abandonó la cocina y de un salto trepó al alféizar de la ventana del comedor, desde donde se puso a arañar el cristal, como corroborando que por ahí era imposible salir... Hacia el atardecer, el hambre ya había enloquecido a casi todos los mininos, que corrían de aquí para allá, lanzando zarpazos al aire o peleando entre ellos. Sólo el Tuerto se mantenía en calma. Se dirigió lentamente a la habitación de la anciana y se detuvo a unos centímetros de la cabeza de ésta. El hedor de la descomposición de aquel cadáver comenzaba a sumarse al de la orina mezclada con los kilos de excremento desparramados por todos lados. El Tuerto fijó la singular mirada en el rostro de la anciana... De pronto alargó una pata y lanzó un poderoso zarpazo sobre uno de sus ojos cerrados. Un fino hilillo de sangre brotó de la piel del párpado y se deslizó por una de las mejillas. El Tuerto repitió el ataque un par de veces, antes de alargar el hocico e hincar los colmillos en aquella zona. Al sentir el sabor de la sangre en la lengua, un loco frenesí se apoderó de él y mordisqueó con furia hasta que logró desgarrar la piel y vaciar el ojo de la anciana, que se tragó entero. Media docena de gatos cruzaron el umbral de la puerta de la habitación, atraídos por la curiosidad. Cuando vieron al Tuerto hurgando en el rostro de la anciana, aceleraron el paso en dirección a él. El Tuerto hizo el intento de alejarlos: encorvó el lomo y enseñó los colmillos amenazadores. Pero como cada vez más animales llegaban a la habitación, mejor se dio la vuelta y retomó la tarea que había emprendido. El festín se prolongó hasta bien entrada la noche.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  La verdad es que Emilio habría preferido que todo aquel asunto de la cremación de su padre hubiera llegado a su fin por los cauces normales: una misa de cenizas presentes en la iglesia de la colonia, la bendición de la urna por parte del párroco, la colocación de ésta en un nicho ubicado en una catacumba húmeda y fría, alguna oración fúnebre pronunciada por -¿quién más?- él mismo, la clausura del nicho con la lámina de acero donde estaría grabado el nombre del difunto... Pero no fue así porque la nublada mañana de enero en que, luego de una espera de tres largas y tediosas horas, recibió de manos de un empleado de la funeraria aquella urna de plástico barato con los restos carbonizados y pulverizados de su padre, Emilio recibió también en su celular una llamada de su jefe. -Sé que el dolor te embarga –escuchó a través del aparato-, pero debes ir hoy mismo a Toluca a ver al licenciado Rossini. Te espera a las dos en su oficina. Lerdo de Tejada 24, tercer piso, a un costado del Palacio de Gobierno. Cuando regreses, podrás tomarte unos días de descanso. Oye, por cierto, mi más sentido pésame... Así pues, Emilio debió cancelar los planes luctuosos que había trazado el día anterior, mientras saldaba la cuenta en el hospital. Caminó hasta su auto estacionado a media cuadra de la funeraria, abrió la cajuela y acomodó lo que quedaba de su padre a un lado de la llanta de refacción. Después cerró la cajuela con delicadeza, abrió la portezuela del conductor, se sentó frente al volante y comenzó a cubrir la distancia que lo separaba de Toluca, donde el licenciado Rossini lo estaría esperando a las dos. El tráfico a esa hora de la mañana era extrañamente fluido. Emilio tomó Miguel Ángel de Quevedo, cruzó Insurgentes, avanzó  por la estrecha calle de Cracovia, dio vuelta a la derecha en Revolución y siguió hasta Barranca del Muerto. Allí dobló a la izquierda, aceleró a fondo y se incorporó al Periférico en dirección al norte de la ciudad. Emilio prendió la radio y apretó varias veces el botón del cambio de estaciones. Pronto encontró Opus 94. Mozart... Uno de los conciertos para piano y orquesta de Wolfgang brotaba como un chorro de luz diáfana y etérea de las bocinas situadas al frente y a los costados de la cabina del auto. Emilio no sabía exactamente cuál era. Pero, sin duda, se trataba de una obra de Mozart (¿quién más podría haber compuesto algo como eso?). Tarareó unos segundos la melodía de lo que había identificado con rapidez como el segundo movimiento -un Andante (¿o un Larghetto?)-, y volvió a pensar en su padre o, más bien, en los restos, en las cenizas de su padre que en ese momento podrían estarse moviendo bruscamente de un lado a otro de la fea urna donde yacían, si él no manejaba con más precaución y cuidado. Emilio disminuyó la velocidad, miró por el espejo retrovisor y cambió de carril. Más adelante tomó la lateral del Periférico, giró a la derecha, llegó a Constituyentes y se enfiló rumbo a la carretera a Toluca. Toluca. ¿Qué cosas realmente importantes habían ocurrido en esa ciudad en los últimos cincuenta, cien años? Emilio lo ignoraba. Sólo sabía que, cuando oía esa palabra: “Toluca”, a él se le venía a la cabeza otra: “chorizo” y, también, un hecho fatídico, tristísimo, que lo había marcado en su infancia: la goliza -cuatro a uno- que la selección italiana le propinó a la mexicana en La Bombonera durante los cuartos de final del Mundial de Futbol México 70. Al ver que Emilio, entonces de nueve años, estallaba en un llanto oscuro y doliente por la derrota del equipo nacional, su padre había intentado consolarlo, diciéndole que el gol de la Calaca González –aquél con el que los mexicanos se pusieron uno a cero en los primeros minutos del primer tiempo- sería recordado como el mejor del partido... -Ah, papá, papá..., tú siempre tan ocurrente, tan inverosímil, tan impredecible... Los enormes y ostentosos edificios de Santa Fe surgieron a lo lejos como la escenografía de un musical de Broadway. El Allegro mozartiano alcanzó un pico muy alto y, de pronto, se disparó más allá del ámbito terrestre, igual que un cohete espacial. Emilio alargó una mano e hizo girar la perilla del aire acondicionado. Una ráfaga de aire tibio lo golpeó en el rostro. -Espero que no te incomode el viaje, papá- dijo pausadamente, como si se dirigiera a alguien sentado en el asiento del copiloto-. Mi plan es resolver la cuestión de la firma del contrato con el licenciado Rossini en un par de horas, cuando mucho, comer algo por ahí y regresar a la ciudad. Aunque me temo que hoy ya no tendré tiempo de llevarte a la iglesia... Emilio se detuvo junto a la caseta de cobro, bajó la ventanilla, sacó de su cartera un billete de cien pesos y se lo entregó al cobrador, que le devolvió su cambio envuelto en el comprobante de pago. Emilio metió primera y pisó el pedal del acelerador. La ladera localizada a la izquierda de la carretera estaba cubierta por un apretado bosque de pinos. Del lado derecho se extendía una gran planicie seca y terregosa. El auto de Emilio subió una empinada cuesta y tomó la primera de varias cuervas cerradas. Emilio apagó el aire acondicionado y se abotonó el suéter. En la radio, el eco de la última nota del concierto vibró un instante y se transformó en un silencio dulce y nostálgico. -Un día me trajiste a La Marquesa para que montara por primera vez un caballo..., un caballo de carne y hueso, ¿recuerdas? Todavía no había pistas de cuatrimotos ni de motocicletas, como ahora. El lugar era un llano desierto, con un puñado de cabañitas de troncos alineadas a ambos lados de la carretera, donde la gente podía comer quesadillas de flor de calabaza, de huitlacoche o de queso con epazote, y tomar café de olla. Habrá sido un año después de la tragedia de La Bombonera... Te acercaste a un ranchero bizco, de edad indeterminada, que le estaba dando agua a un caballo viejo y flaco, e intercambiaste con él unas cuantas palabras. Luego me ayudaste a montar al animal. Yo estaba muy emocionado y feliz... Lo haría galopar a lo largo y ancho de aquel llano inmenso y, si nos topábamos con algún tronco atravesado en el camino, lo obligaría a saltarlo... Me acomodé en la montura, agarré con fuerza la rienda y me dispuse a encajarle a aquel caballo los talones en los costillares para que saliera galopando... Pero entonces me pusiste una mano en una rodilla y me dijiste con calma: “Milo, el señor lo va a jalar, no te preocupes. Disfruta el paseo.” No lo tomes como un reproche, papá, pero creo que han sido los treinta minutos más aburridos de mi existencia...   Emilio llegó a Toluca hacia la una cuarenta y cinco de la tarde, se dirigió al centro y buscó la calle Lerdo de Tejada, a un costado del Palacio de Gobierno, como le había indicado su jefe. No se demoró en dar con ella. Estacionó el auto en esa misma calle (a diferencia de la ciudad de México, aquí todavía era posible hallar un lugar para estacionarse en plena zona céntrica), se despidió de su padre (“no tardo, papá”), abrió la portezuela y, con su portafolio en una mano, entró en un ámbito opaco, envuelto por una sutil neblina. Al cabo de dos horas y cuarto volvió, encendió el motor del auto y arrancó con la idea fija de encontrar rápidamente el camino de regreso a la carretera. Pero de repente se percató de que tenía hambre. Un hambre atroz, casi canibalesca. Se orilló, bajó del auto e ingresó en un supercito, donde compró un sándwich de jamón con queso, un chocolate y una botella de agua. Cuando estaba a punto de salir, le preguntó al dependiente si sabía cómo podía llegar a la carretera que iba a la ciudad de México. -Siga por esta avenida, derecho, derecho, y, cuando llegue a una gasolinera, doble a la izquierda, y luego, dos cuadras más adelante, a la derecha. Allí vuelva a preguntar porque ya no me acuerdo cómo seguir. -Gracias. Emilio salió del supercito, subió al auto y siguió por la avenida por donde venía transitando, derecho, derecho. En un alto que le tocó, bajó la ventanilla y, de coche a coche, le pidió ayuda a un taxista para escapar de aquel laberinto toluqueño. -Sígame. Cuando le haga una seña con la mano, doble a la izquierda y tome el paso a desnivel que tendrá enfrente. Derecho, derecho, hasta que vea el letrero “México”. -Muy bien. Una vez que estuvo en la carretera, Emilio se relajó. Sacó el sándwich de la bolsa de plástico, le quitó la envoltura de celofán y le dio una mordida. Luego destapó la botella de agua y se la llevó a la boca. El líquido se desbordó por la comisura de sus labios y le empapó el suéter. Emilio puso la botella en el asiento del copiloto, se sacudió las gotitas que habían quedado en su pecho y volvió a poner la vista al frente, en la línea discontinua de la carretera. -El licenciado Rossini es un individuo flaco, bruto y malencarado –dijo mientras encendía de nuevo la radio y buscaba otra estación-. Además, le apesta la boca -sintonizó Radio Universal y le subió al volumen-. Ya me había dado cuenta de esto la vez que me lo presentó mi jefe en México. Pero hoy, papá, estaba desatado... Aún no atravesaba por completo la puerta de su despacho y ya había percibido su tufo a rata muerta... ¿Dios mío, no se da cuenta o le vale gorro? Cuando hablaba, yo sentía que en cualquier momento podría vomitar encima del escritorio. La tortura duró más de dos horas, pero por fin accedió a firmar el contrato –de las bocinas salieron los primeros compases de “Cementerio de trenes”-... Tú, en cambio, aunque fumabas bastante y te echabas tus alcoholes con más frecuencia de la necesaria, nunca tuviste mal aliento. Eras muy cuidadoso en ese aspecto, lo cual se te agradece. No hay cosa más abominable que un tipo al que le apesta la boca y no hace nada para remediarlo... Lo que sí me trastornó, papá, y te lo voy a decir con claridad, fue tu época hippie, cuando te aparecías por mi escuela a la hora de la salida y yo te veía venir por el patio, con un listón alrededor de la cabeza, lentes oscuros, un racimo de collares de artesanía colgado del cuello, camisa floreada y pantalones acampanados color verde pasto. Eras todo un espectáculo... A mí me daba mucha vergüenza que mis compañeros de salón me vieran contigo; aborrecía tu estrafalario atuendo, tu pinta tan extravagante... En fin, ¿quién lo pensaría? Ahora mismo están tocando una de las canciones de tu grupo preferido, y verdaderamente es buenísima, incluso cuarenta años después. El resto del viaje de vuelta transcurrió entre canciones de Barry Ryan (“Eloise”), Gary Puckett y los Union Gap (“Muchachita”), los Beatles (“Hey, Jude”), Shocking Blue (“Venus”) y Procol Harum (“Una pálida sombra”). Ya había caído la noche cuando Emilio salió de la carretera, tomó el camino a Santa Fe, cruzó los Puentes de los Poetas y bajó por Las Águilas. Al llegar al cruce con Rómulo O’Farril, dobló a la derecha y, en menos de lo que canta un gallo, estuvo en el Periférico. Emilio experimentaba una tenue sensación de aislamiento, como si estuviera demasiado lejos, a años luz, del mundo al que pertenecía. Además, se sentía muy cansado. Lo único que deseaba era meterse en la cama y dormir, perderse en el sueño. Apagó la radio y se puso a rumiar algunos incidentes de su encuentro con el licenciado Rossini. Dio vuelta en u en Universidad, entró en la unidad habitacional donde rentaba un pequeño departamento de dos recámaras, baño y cocineta, y estacionó el auto en el cajón que le correspondía. Antes de bajar y cerrar la portezuela con llave, giró la cabeza sobre su hombro izquierdo y dijo: -Buenas noches, papá.   Temprano, Emilio se comunicó por teléfono con su jefe para avisarle que las negociaciones con el licenciado Rossini habían sido un éxito y preguntarle si quería que le llevara el contrato firmado. -Sí, tráemelo y tómate una semana de vacaciones -le contestó aquél-. Supongo que has de estar abrumado por la muerte de tu padre. No es para menos. Trata de distraerte y preséntate a trabajar el próximo lunes. -Muy bien. Gracias, licenciado. Voy para allá. Le dejo el contrato con su secretaria –dijo Emilio. Terminó de desayunarse un café con leche y un pan con mermelada, se lavó los dientes con especial meticulosidad porque se le vino a la memoria –y al olfato- el miserable aliento del licenciado Rossini, y salió de su departamento. En las escaleras se encontró con dos vecinos –hombre y mujer, ya viejos- con los que nunca había cruzado palabra y, por un impulso que no alcanzó a explicarse, les dio los buenos días. Abordó su auto, dejó su portafolios encima del asiento trasero y encendió el motor. -Hola, papá. Vamos a la oficina. Luego, a ver qué pasa.   Avanzó por Universidad, rodeó la glorieta de Miguel Ángel de Quevedo, tomó la avenida del mismo nombre y dio vuelta a la derecha en Insurgentes. Era un día frío, como todos los de enero en la ciudad. El cielo lucía despejado y azul. La gente caminaba bien abrigada por las banquetas. Los autos y camiones avanzaban con lentitud. Un poco antes del cruce con Río Mixcoac, el tráfico empeoró porque los semáforos estaban descompuestos. Emilio decidió no sobresaltarse, no gritar, no tocar el claxon. Total, ése y los siguientes días no tenía la obligación de llegar temprano a ninguna parte. Escrutó el horizonte a través del parabrisas. A lo lejos divisó el edificio que se levantaba en la esquina, justo a un lado del cine Manacar. Sonrió. Cuando era niño, cada vez que pasaban por ese cruce, su padre le decía, con un orgullo incomprensible, que la empresa donde trabajaba desde hacía años tenía un piso en aquel edificio. En esas ocasiones, su padre hablaba como si él fuera el dueño de aquella empresa y, por ende, de aquel piso. Esto le resultaba muy enojoso a Emilio, si bien no tanto como otras poses y actitudes paternas. Por lo demás, apenas su padre fue despedido de mala manera de aquella empresa y se vio en la calle, sin empleo, todo comentario sobre el piso aquel cesó. -Yo creía entonces que tú podías ir allí a descansar o jugar cartas, dominó o billar... Emilio tenía muy presente también la vez que su padre lo había llevado al cine Manacar, precisamente, a ver una película sobre la vida de Tchaikovsky. Entraron y se sentaron en unas butacas ubicadas más o menos a la mitad de la sala, junto al pasillo. Emilio acababa de cumplir doce años. Hacía poco que sus padres se habían divorciado. Su padre solía recogerlo los fines de semana en casa de la abuela, donde vivía con su madre, y llevarlo a jugar futbol o beisbol en un jardín de Ciudad Universitaria, o a rentar una bicicleta en el Parque de los Venados, pero casi nunca al cine. Ahora era un caso especial: se trataba de Tchaikovsky, Pyotr Ilych, y su padre no dejaría pasar la oportunidad de ver aquella cinta con él. Desde un principio se percibía una atmósfera lúgubre y triste. Tchaikovsky era un ser atormentado e hiperestésico que hallaba en la música su única razón para continuar vivo. Su padre, sentado a su lado, se removía en su butaca, cruzaba una pierna, la otra; se llevaba una mano a la boca y se mordía las uñas; o tosía y carraspeaba constantemente, como si se le dificultara respirar. Cuarenta minutos después del comienzo de aquella película, se puso de pie y le dijo a Emilio que lo siguiera. Ambos caminaron rumbo a la salida, cruzaron la puerta del cine y salieron al sol refulgente de una tarde de julio. Fue entonces cuando Emilio se dio cuenta de que su padre estaba temblando. -Sólo me dijiste que te sentías mal y que me llevarías a casa de mi abuela, y te quedaste callado. Verte así me afectó en verdad; sentí por ti algo muy parecido a la lástima, y eso no me gustó nada. Creo que hubiera preferido verte enojado, mentando madres, pero no así, tan desamparado, tan frágil. En fin, eso fue hace mucho, mucho tiempo. Ahora ya no importa, papá. Todo está bien. El auto de Emilio logró horadar el nudo metálico que tenía enfrente y proseguir su camino. Él prendió la radio, pero casi de inmediato la apagó porque no deseaba oír noticias ni ningún análisis de la realidad nacional e internacional. Al llegar a Xola dobló a la derecha, cruzó División del Norte y unas cuadras más adelante se metió en un estacionamiento público. -No tardo, Martín –dijo Emilio, y dejó abierta la portezuela para que el empleado subiera al auto y lo estacionara. -Muy bien, licenciado, aquí estamos. ¡Suerte!   Más tarde, a pesar de que ya estaba libre de obligaciones laborales, Emilio no trazó ningún plan para llevar la urna con los restos de su padre a la iglesia que se localizaba cerca de la unidad habitacional donde vivía. Y no porque de pronto hubiera renunciado a cumplir esa acción ritual, sino simplemente porque consideró que podía posponerla unos cuantos días más, sin que ello significara falta de respeto o de amor hacia su progenitor ya muerto. Lo que sí hizo fue hablarle a Úrsula, una amiga con la que esporádicamente solía tener algún encontronazo erótico. -¿Dónde te habías metido, guapo? ¿Todo bien? -Sí, claro. Todo bien. ¿Y tú cómo has estado? -Extrañándote. -Pues aquí me tienes: soy todo tuyo. Tomaron una, dos, media docena de copas en un bar de Insurgentes. Hacia la medianoche salieron de allí mareados y felices. Caminaron hasta una calle mal iluminada y subieron al auto. Emilio dejó las llaves junto al freno de mano, le cogió una mano a Úrsula y comenzó a chuparle el dedo meñique como si fuera un caramelo. Cuando llegó al índice, Úrsula abrió las piernas... Unos minutos después, el auto de Emilio se balanceaba alegremente de un lado a otro, sin avanzar un solo metro, sobre el pavimento de aquella oscura y desierta calle.   Durante los siguientes tres meses, Emilio continuó su vida sin sobresaltos. A veces tenía que ir a Toluca a tratar con el licenciado Rossini algún punto fino de la nueva alianza que se había establecido entre ellos. Entonces, previendo siempre lo peor, Emilio se preparaba para hacerle frente a tan desdichada experiencia: se untaba un poco de aceite de eucalipto en los dos orificios de la nariz, con lo cual mitigaba las náuseas que sentía al percibir el fétido aliento del licenciado Rossini. La mayoría de las veces, sin embargo, permanecía en su oficina de la ciudad, redactando informes financieros o cumpliendo otras tareas no menos apasionantes, y de tarde en tarde, de noche en noche, volvía a ver a Úrsula. Por lo que se refiere a las cenizas de su padre, primero cayó en la trampa de aquello que los clásicos llaman procrastinación, esto es, en la permanente postergación de lo que por semanas tuvo en mente: llevarlas al nicho de la iglesia; luego se convenció de que lo mejor era dejarlas donde estaban, pues como representantes oficiales de su padre le permitían abordar con éste, mientras manejaba, asuntos que o bien no le habían quedado claros, o bien le traían recuerdos gratos y levemente melancólicos.   Había sido una semana ajetreada, llena de pequeños -pero no por ello menos molestos- problemas oficinescos. Emilio sentía la espalda adolorida y los nervios crispados. Por eso, cuando llegó la tarde del viernes, no dudó en llamarle a Úrsula y proponerle ir a dar la vuelta juntos, “por ahí”. -Vamos a divertirnos, papá. Es justo y necesario –dijo apenas entró en su auto luego de despedirse de Martín y desearle buena tarde-. ¡En marcha! Tomó Insurgentes rumbo al sur. Compraría una botella de champaña y -¿por qué no?- una latita de auténtico caviar, no de imitación, como el que ahora encuentra uno en todos los supermercados. Después pasaría por Úrsula y la llevaría a uno de los moteles que están a la salida de la vieja carretera a Cuernavaca. -Pero antes, papá, queridísimo papá, voy a pagar el teléfono, si no me lo cortan. ¿Me acompañas? Emilio dio vuelta a la derecha en Barranca del Muerto, cruzó Revolución y el Periférico, y en una callecita paralela a éste estacionó el auto. Se metió una mano en el bolsillo interior del saco para comprobar que allí estuviera el recibo telefónico, abrió la portezuela y bajó. -Te veo en un minuto, papá. Atravesó la calle y entró en el Sanborns al que acostumbraba ir los domingos en la tarde-noche, cuando ya no había nada que hacer sino esperar la llegada del lunes, hojeando revistas y libros de todo tipo.  Emilio saldó el monto del recibo telefónico en la caja de la dulcería y se encaminó a la farmacia. Compraría un gel lubricante y, también, unos chicles y unas pastillas de menta, no fuera a padecer de súbito el síndrome del licenciado Rossini, pensó. Pagó el gel lubricante y los chicles, y salió de aquel establecimiento, sintiéndose bien, a gusto consigo mismo y con el resto del universo. Entonces, luego de desandar el camino que había recorrido unos minutos antes, comprobó -lívido, atónito, horrorizado- que el auto ya no estaba donde hubiera tenido que estar. Las cosas pasan porque tienen que pasar... En aquella calle no estaba prohibido estacionarse; de hecho, era allí, justamente, donde Emilio dejaba el auto cada vez que iba a ese Sanborns. Así, la posibilidad de que una grúa de tránsito se lo hubiera llevado a un corralón quedaba descartada y, en cambio, la otra descorazonadora, atroz, terrible posibilidad -es decir, que alguien se lo hubiera robado con todo y la fea urna que contenía las cenizas de su padre- se erigía dramáticamente como una verdad gigantesca e insoslayable..., tan gigantesca e insoslayable como la luna que en esos momentos surgía en el cielo detrás de una abigarrada nube violácea.                                                                                                      De El corrector de estilo 
Cenizas
Autor: Roberto Gutiérrez Alcalá  470 Lecturas
Por Roberto Gutiérrez Alcalá                                                                                                                                                                                                Para Augusto Monterroso-¿Qué te dijo? -le preguntaron a quien regresaba de hablar por teléfono.-Que el otro día iba por Insurgentes cuando a la altura del Hotel de México le tocó el alto y que como toda la gente a la que le toca un alto en ésta y en todas las ciudades del universo donde existen semáforos y coches después de frenar volteó a ver al de junto pero que lo que vio fue una beldad así dijo que se le quedó mirando fijamente a los ojos antes de sonreírle toda coqueta y que entonces él primero no supo qué hacer y que luego cuando reaccionó se dio cuenta de que ya le habían puesto el siga y de que aquella beldad ya le sacaba buenos treinta o cincuenta metros pero que la alcanzó en un dos por tres y le preguntó con señas de coche a coche que a dónde iba y que la beldad risa y risa así hasta que por fin le dijo también con señas que muy lejos y que él contraatacó entonces bajando la ventanilla y jurándole que estaba dispuesto a seguirla hasta el otro lado del mundo y mientras tanto los coches de atrás les pitaban como locos porque impedían la circulación y que por eso él le sugirió a ella orillarse y platicar un ratito a lo cual ella accedió sorpresivamente y que se detuvieron y platicaron un ratito y más porque aunque ella aseguraba tener prisa se le podía ver a leguas que estaba muy a gusto platicando ahí con él y que en un momento dado luego de averiguar todo lo que se averigua en tales casos él le dijo a ella que por qué no le daba su teléfono a lo cual ella respondió que claro que cómo no y que mientras ella escribía su número telefónico en un papelito que sacó de su bolsa él la contempló detenidamente y se dijo para sus adentros que qué bruto que ahora sí se había sacado la lotería con semejante beldad y que lo único que me podía decir de ella era que se parecía a la muchacha que hace tiempo salió en la tele en un anuncio de Johnnie Walker pero ya saben lo exagerado que es y que al terminar de garabatear el papelito se lo entregó y le dijo que había sido un placer conocerlo pero que ya se tenía que ir a lo cual él respondió que igualmente y que qué lástima porque había pensado que no era mala idea ir a tomar un café o un refresco pero que le hablaría en el transcurso de la semana próxima para ponerse de acuerdo cuándo se veían otra vez y que durante los días siguientes sólo pensó en ella y que ya se veía primero en un bar o en un café riéndose con ella de cualquier cosa y después en una discoteca bailando muy juntos y a continuación yendo al cine y finalmente declarándole su amor a la puerta de su casa y sellándolo con un beso y que esas maravillosas visiones lo mantenían de muy buen humor y que hasta le dio por saludar a sus vecinos todo por culpa de las ganas que tenía de enamorarse de aquella beldad y que ayer como a las nueve empezó a marcar su teléfono pero que cuando sólo le faltaba un número colgó porque se le hizo que ya era muy noche para llamar a ninguna parte y que incluso soñó que se la encontraba en una exposición de arte africano del siglo dieciocho y que hoy al despertar se dijo que hoy sí y que ahí lo tenemos como a las tres todo nervioso marcando muy despacito para no equivocarse y que primero ocupado ocupado así hasta que después de intentarle mucho se oyó que entraba la llamada y que cuando una voz aguardentosa le contestó sí carnicería La Española no supo qué decir y colgó pero que volvió a llamar a los pocos minutos porque pensó que a lo mejor se había equivocado pero que no pues la misma aguardentosa voz de antes le salió de nuevo con que carnicería La Española y con que qué deseaba y que entonces él ya no tuvo más remedio que preguntar por Mónica Quiensabequé y oír que ahí no conocían a ninguna Mónica Quiensabequé y que por no dejar también preguntó si ahí era el cinco catorce veinte treinta y siete por decir algo a lo cual le respondieron que sí y que al principio le dio coraje porque pensó que la tal Mónica Quiensabequé le había tomado el pelo pero que luego ya más calmado había llegado a la conclusión de que ella bien pudo confundirse y escribir un número por otro en el papelito que sacó de su bolsa la tarde en que se dejó conocer aunque de todas maneras eso no altera su convicción de que la vida tiene razones que la razón y el corazón desconocen y que lo disculpemos pero que ya yo me podría imaginar que no está en condiciones como para venir a cotorrear el punto con nosotros y que mejor él nos habla otro día porque lo que es hoy se va a poner a oír la novena de Mahler y a llorar cuando empiece el cuarto y último movimiento Adagio.                                                                                De La vida y sus razones. Editorial Aldus
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Desde mucho tiempo atrás estaba seguro de que tarde o temprano habría de toparme nuevamente con él. Por eso, cuando clavó sus ojos en los míos aquella mañana de invierno, experimenté cierto alivio: la espera, al fin, había terminado. Admito que consideré la posibilidad de darle la espalda y huir. No lo hice porque me di cuenta de que ese encuentro me brindaba lo que tanto ansiaba: resolver, de una buena vez, nuestras terribles diferencias. Me miró con un desprecio transparente, inmaculado. Con alguna pena comprendí entonces que el odio que yo le inspiraba no había disminuido un ápice. Pero, ¿de qué oscuro abismo procedía?, ¿qué tenebrosas fuerzas lo alimentaban? Muchas veces había intentado recordar algún ultraje, algún escarnio cruel y definitivo. Sin embargo, las ofensas que lograba hallar en mi memoria me parecían demasiado banales para dar pie a un odio como aquél, tan intenso, tan devastador. Él siempre había sido el perseguidor; y yo, el fugitivo, sin duda. A toda hora lo adivinaba al acecho, buscando la ocasión propicia para saltar sobre mí y despedazarme. Pero esa mañana, el miedo me abandonó súbitamente y sentí el irrefrenable impulso de suprimirlo, de acabar con él. El ruido del agua mitigaba el incesante ajetreo de la calle. Sin dejar de verme a los ojos, cogió la navaja de afeitar que descansaba sobre uno de los bordes del lavabo, la alzó a la altura de mi cuello y esbozó lo que pretendió ser una sonrisa. En ese instante creí percibir un vago anhelo de reconciliación en su mirada, pero no pude confirmarlo con un segundo vistazo porque, para entonces, el vapor proveniente del cubo de la regadera ya había empañado prácticamente todo el espejo.                                                                                                                                                                                                        
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Maestro en el arte de abrir toda clase de túneles mentales, un topo filósofo se dijo cierto día: "He sido fiel a mi estirpe, pero los resultados no me satisfacen... Por eso, desde ahora cavaré un túnel tan profundo que pueda hallar en él respuesta a todos los Grandes Misterios de la Vida..."Y de inmediato con sus garras se puso a escarbar afanosamente la tierra y a palearla hacia los lados.Si encontró o no lo que buscaba, eso es algo que nunca nadie sabrá con certeza, porque, al cabo de muchos kilómetros tierra adentro, un fatal derrumbe le impidió volver a la superficie.                                                                                  De La vida y sus razones. Editorial Aldus
Por Roberto Gutiérrez Alcalá"Hacen ajustes al Sistema Solar y degradan a Plutón"El Universal, 25 de agosto de 2006El Supremo Tribunal de Justicia Interplanetaria anuncia que, luego de largas deliberaciones, decidió degradar a Plutón a la categoría de planeta enano. Así, el Sistema Solar queda integrado, a partir de hoy, por ocho miembros, y no por nueve, como era costumbre desde hacía tiempo.Los motivos de dicha degradación son dos: Plutón nunca alcanzó la masa y el diámetro mínimos requeridos, y su órbita oblonga sigue sobreponiéndose, de manera necia y obstinada, a la de Neptuno.Este tribunal conmina a sus miembros a seguir el camino del orden y la disciplina para evitar incidentes tan penosos como el anterior.                                                                                                                                                                                             De Invenciones a dos manos
 Por Roberto Gutiérrez AlcaláEn un lejano país, la principal cadena de televisión organizaba, cada fin de año, un magno festival musical con el noble y loable objetivo de recabar, entre sus millones de televidentes, grandísimas cantidades de dinero para destinarlas a la rehabilitación de miles de niños y niñas con alguna grave incapacidad física. Esa misma cadena de televisión transmitía, por sus distintos canales -todos los días y a todas horas- anuncios, telenovelas, anuncios, programas de chismes, anuncios, series gringas, anuncios, reality shows, anuncios, churros nacionales, anuncios..., que contribuían, de manera clara y categórica, al entumecimiento cerebral de esos mismos millones de televidentes.                                                                                                   De Invenciones a dos manos
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  Sábado 29 de septiembre Se han ido. Sin decirme nada. Era de esperarse. Lo que sí me sorprende es su precipitación, su extravagante prisa. En la madrugada escuché unos pasos que se dirigían velozmente hacia la puerta de la calle. Yo apenas entreabrí los ojos y cambié de posición en la cama. Horas después, cuando la luz matinal ya había invadido mi cuarto, el golpeteo de la lluvia contra la ventana me despertó. Eché las cobijas a un lado y bajé la escalera. Fue entonces cuando me percaté de que habían dejado la puerta abierta. Salí a la calle. Nadie. Toqué a la puerta de las casas vecinas. Nadie. La lluvia arreció, por lo cual decidí volver. A pesar de que sabía que esto habría de ocurrir tarde o temprano, estoy desconcertado e inquieto. ¿A dónde fueron todos? Lo ignoro.   Domingo 30 de septiembre Son las diez de la mañana, hace frío y ahora empieza a caer una finísima lluvia apenas visible a contraluz. Me quedaré todo el día aquí, encerrado. Ayer di una vuelta por los alrededores, lo cual me permitió comprobar que todo está en su sitio, intacto: las casas, los edificios, los comercios, los árboles, las bancas de los parques, los postes de luz... Sé que sonará ridículo, pero este simple hecho me tranquilizó, incluso me colmó de alegría. Poco antes del anochecer regresé y comí algo. Luego intenté leer un libro, pero no pude concentrarme. En la noche me costó mucho trabajo conciliar el sueño. Es difícil acostumbrarse a este silencio tan pertinaz, tan agudo.   Tarde Aún está lloviendo. Hace un rato pensé en lo que voy a hacer mañana: me levantaré, como todos los días, a las seis y media; luego me daré un baño, me vestiré, desayunaré y saldré rumbo a la oficina. Siento la necesidad de seguir actuando como si nada hubiera ocurrido.   Noche Antes de la cena encendí la televisión para corroborar lo que ya sabía: ningún canal está al aire. También prendí mi radio portátil y, por no dejar, hice girar lentamente la perilla del dial. De pronto, el corazón me dio un vuelco, pues me pareció oír una voz... Cuando logré sintonizarla bien, me di cuenta de que se trataba de un anuncio comercial que se repite una y otra y otra vez. En este momento todavía lo estoy escuchando. Habla de lo fácil y económico que resulta bajar de peso con un nuevo tratamiento naturista recién lanzado al mercado. Poco a poco, esta cantaleta interminable me ha sumido en un profundo sopor. ¿Por qué no cortaron esta grabación? ¿Se les olvidó hacerlo? ¿La dejaron puesta a propósito para sacarme de quicio?   Lunes 1 de octubre Acabo de regresar de la oficina (tuve que forzar dos cerraduras y romper un vidrio para entrar). Estoy agotado, pero sobre todo confundido y... asustado, muy asustado. Cuando me encontraba allá, sentado frente a mi escritorio, fantaseando con la idea de que mis compañeros llegarían de un momento a otro y todos nos pondríamos a trabajar normalmente, entendí que la actitud que estaba asumiendo no tenía sentido, que debo encarar la realidad, por más terrible que sea. ¿Qué voy a hacer? ¿Cuáles serán mis actividades diarias ahora que las circunstancias han cambiado radicalmente? Durante el trayecto de ida, un hecho llamó mi atención: los semáforos continúan funcionando.   Miércoles 3 de octubre Desde ayer me domina la desidia. Apenas he bajado a comer un pedazo de queso y tomar un vaso de jugo. Cuando termine de escribir, volveré a meterme en la cama. Quiero perderme en el sueño. El alumbrado público se ha encendido automáticamente y la lluvia comienza a caer otra vez.   Jueves 4 de octubre Aún no amanece, pero ya no tengo ganas de seguir durmiendo. A esta hora, en este preciso instante, el silencio es más atronador que nunca. Lo percibo como si dentro de mi oído tuviera un enjambre de avispas enloquecidas. ¿Qué me pasa? ¿Me estoy volviendo loco?   Mediodía He tomado una determinación que quizá me ayude a superar la crisis en la que me hallo: en la tarde “asumiré el control” de la ciudad.   Noche Durante un par de horas deambulé por distintas calles y avenidas. Después me dirigí al mirador de la carretera que va a M., desde donde estuve contemplando “mis dominios” con una absurda y ridícula sensación de voluptuosidad. Ahora que he regresado, vuelvo a ser presa de una desesperación sorda, infinita. ¿Puedo escapar de ella? ¿Cómo?   Sábado 6 de octubre En la mañana fui al supermercado a abastecerme de alimentos, papel higiénico, jabones, etcétera. Para entrar no tuve más remedio que romper un gran ventanal (me estoy convirtiendo en un experto destructor de vidrios). La alarma se accionó de inmediato y no dejó de sonar todo el tiempo que permanecí ahí, “haciendo mis compras”. Así pues, el problema de mi subsistencia está resuelto. Es más, traje a casa toda clase de carnes frías, quesos, latas y varias botellas de vino... Bien visto, esto no lo hubiera podido hacer antes con mi raquítico sueldo. He aquí una de las ventajas de mi nueva condición solitaria. Comer, descansar y, ahora, escribir estas líneas me ha sentado bien.   Martes 9 de octubre Al mediodía sentí que el aburrimiento y la ansiedad podían aniquilarme en cualquier momento. Por eso subí al coche y tomé la carretera que va a M. Acabo de orillarme para descansar unos minutos y poner en orden mis pensamientos. Calculo llegar a M. dentro de una hora y media o dos, cuando mucho. Sin embargo, no tengo la menor idea de lo que haré allí.   Noche He llegado a M. Sus calles lucen llenas de polvo y basura. Dormiré aquí, en el coche. Cuando amanezca partiré rumbo a... no sé. Me siento muy cansado, incapaz de pensar nada.   Jueves 18 de octubre Continúo mi carrera desbocada hacia ningún lado. ¿Qué busco? ¿Cuál es mi destino? La energía eléctrica empieza a faltar en varias zonas de las ciudades que he visitado últimamente. Levanto la vista. La luna y las estrellas brillan en el cielo con una inaudita claridad.   Sábado 20 de octubre Ayer, cuando llegué a L. decidí estacionar el coche y caminar por el centro. Tantas horas frente al volante me habían entumido las piernas. Empecé a recorrer con paso lento la avenida principal, hasta que en la fachada de un antiguo edificio leí: “Biblioteca Pública”. Entonces me detuve, rompí una ventana (una más) y, no sin dificultades, entré en un enorme salón donde había varios anaqueles de metal repletos de toda clase de libros y unas diez o quince mesas rectangulares con algunas sillas. Tomé algunos ejemplares y fui a sentarme a una mesa. Luego abrí uno de ellos. Era un libro de historia universal. Comencé a hojearlo con una avidez incomprensible, como si se tratara de un texto sagrado. De pronto, cuando pasaba una hoja, comprendí algo que me llenó de estupor: toda la historia de la humanidad, con sus grandes hazañas y sus estrepitosos fracasos, con sus claroscuros sublimes e insondables, ya no tiene sentido. Un solo hombre, un hombre solo como yo, no puede dárselo.   Martes 22 de octubre Las bombas de las gasolineras han dejado de funcionar, por lo que me he visto obligado a abrir los depósitos y sacar el combustible con un pequeño bote amarrado a una cuerda. Mañana emprenderé el regreso a casa.   Noche Ya no hay luz en ninguna parte. La oscuridad es absoluta, como si toda la ciudad fuera una gigantesca cueva subterránea. No he querido bajarme del coche y caminar hasta el sitio que me ha servido de vivienda los últimos días. Me hallo en un estado de expectación febril, igual que un animal perdido.   Miércoles 23 de octubre Hice un alto en el camino porque me siento mal. La cabeza me da vueltas y un escalofrío violentísimo sacude mi cuerpo de cuando en cuando. Debo llegar a H. antes del anochecer.   Noche Al fin pude entrar en una casa de las afueras de H. Ahora me encuentro recostado en un sillón, a punto de cerrar los ojos y caer en un sueño que, presiento, será pesado, denso. ¿Moriré pronto?   Mañana La luz del sol se cuela a través de la persiana abierta y me golpea el rostro. No sé cuántos días he permanecido inconsciente. Como entre brumas recuerdo haberme arrastrado una noche hasta el baño para tomar agua y, luego, haber regresado al sillón, desde donde me precipité de nuevo en un pozo sin fondo. Me siento muy débil. Apenas puedo sostener la pluma entre mi mano para garabatear estas palabras. ¿Por qué sigo escribiendo?   Tarde He perdido la noción del tiempo (mi reloj se ha detenido). No sé en qué día vivo. Por lo demás, ¿qué puede importarme? Cada hora que pasa es exactamente igual a la anterior. Creo que aún tengo un poco de fiebre. Mañana Siento mucho frío.   Noche Tengo la impresión de que han pasado varias semanas (¿meses?) desde la última vez que escribí algo en este Diario.   Tarde Un día más que finaliza. La flama de la vela proyecta sobre la pared de enfrente una sombra informe que ejecuta sin cesar una danza horriblemente cadenciosa.   Tarde La fiebre ha vuelto con más fuerza. Tengo miedo.   Noche He tenido un sueño. Mis padres entraban en la habitación donde ahora me encuentro, se quitaban sus respectivos abrigos y me saludaban con especial efusividad. Estaban muy contentos, felices, me decían, porque habían logrado hacer un negocio bastante redituable para la familia y, también, porque finalmente habían podido deshacerse de mí. Esto último me lo comunicaba mamá con una amplia sonrisa en el rostro. A continuación revisaban que no hubiera polvo en la superficie de los muebles y que la ventana estuviera bien cerrada. Cuando quedaban satisfechos, recogían sus respectivos abrigos, se los volvían a poner y, mientras se dirigían hacia la puerta y la abrían, me recomendaban cuidarme mucho. ¡Oh, Dios, qué no hubiera dado por despedirme de ellos con un fuerte abrazo!   Noche Hace un rato tuve una revelación pavorosa: muy pronto moriré.   Mañana Me obstino en ordenar un poco -tan sólo un poco- los pensamientos que bullen en mi mente con una frenética perseverancia.   Tarde Convicción indiferente: si algo me mantiene vivo aún es este cuaderno en el que dejo, para nada y para nadie, noticias de mis últimos días. Por lo demás, mi existencia transcurre entre el delirio del sueño nocturno y la horrenda, desquiciante vigilia que me rodea por todas partes. Fuera de esto, no hay nada más que contar, no hay nada más que escribir.   Noche No resta más que poner punto final a todo esto. Punto final, sí.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   1. Cuando Diego Armando Maradona era un niño de tres años y vivía con sus padres y hermanos en una paupérrima casa de Villa Fiorito –localidad ubicada a unos cuarenta kilómetros del centro de Buenos Aires, Argentina–, un primo suyo le hizo el mejor regalo que jamás hubiera esperado: una pelota. Dieguito no cabía en sí de gusto y lo primero que hizo fue salir al patio de tierra de su casa y patear aquella pelota con la zurda, y así, pateándola y jugando con ella, se pasó horas, hasta que llegó el momento de meterse en la cama. Entonces, según cuenta el propio Maradona en su libro Yo soy el Diego, “dormí abrazándola toda la noche”. 2. Maradona comenzó a jugar a los nueve años en el Cebollitas, un equipo infantil creado por un tal Francisco Gregorio Cornejo, alias Francis. De inmediato, aquel niño más bien bajito, con unas piernas flacuchas pero macizas, destacó de entre sus demás compañeros por su inusual capacidad para controlar el balón con la zurda y hacer con él lo que le viniera en gana: dribles, túneles, pases precisos, disparos a la portería… Bajo su liderazgo innato, el Cebollitas le ganaba a todos los equipos con que se enfrentaba. Pronto, la fama del pequeño Maradona se esparció por Villa Fiorito y llegó a Buenos Aires. Fue así como el 28 de septiembre de 1971, el diario El Clarín publicó entre sus páginas un pequeño recuadro en el que señalaba que había aparecido un pibe “con porte y clase de crack” llamado… ¡Caradona! Aunque su nombre salió mal escrito, aquella mención lo catapultó aún más. Tiempo después fue invitado para que, en los intermedios de los partidos de Argentinos Juniors, hiciera dominadas (“jueguito”) en la cancha (también se presentó en “Sábados circulares”, un programa de televisión muy visto en toda Argentina, haciendo lo mismo). 3. El 20 de octubre de 1976, cuando aún no había cumplido dieciséis años, Maradona debutó en primera división contra Talleres de Córdoba, vistiendo la camiseta de Argentinos Juniors, equipo que lo había contratado dos años y medio antes para que jugara en sus fuerzas básicas. Entró por Giacobetti en el segundo tiempo, con el número 16 en la espalda, y si bien Argentinos Juniors perdió uno a cero en su propia cancha, él hizo dos o tres jugadas que demostraron que era un futbolista fuera de serie. 4. Maradona jugó su primer partido con la selección argentina apenas cuatro meses después, el 27 de febrero de 1977, ante Hungría, en el estadio de Boca Juniors. Con dieciséis años, tres meses y 27 días era –y sigue siendo– el jugador más joven en debutar con la escuadra albiceleste. Entró por Luque en el segundo tiempo y estuvo a punto de anotar un gol... Parecía que Maradona podría jugar el Mundial Argentina 78, pero finalmente Menotti no lo incluyó entre los veintidós elegidos, lo cual le causó una profunda decepción. No obstante, en 1979, el mismo Menotti le brindó la oportunidad de sacarse la espina, y no la desaprovechó: con su portentosa zurda condujo a la selección de su país al título del Mundial Juvenil celebrado en Japón, tras vencer en la final tres a uno a la URSS. 5. Argentina llegó al Mundial España 82 como uno de los grandes favoritos para llevarse la Copa FIFA, sobre todo porque entre sus filas alineaba –ahora sí– Maradona, quien para entonces ya era considerado por muchos el mejor futbolista del orbe. Sin embargo, las cosas no marcharon como Menotti y sus pupilos lo habían planeado. Luego de perder ante Bélgica en el partido inaugural y vencer a Hungría y El Salvador, Argentina logró pasar a la segunda ronda, durante la cual sobrevino la debacle: primero perdió ante Italia y después ante Brasil. En este último partido, por cierto, Maradona fue expulsado por el árbitro mexicano Mario Rubio porque le propinó a Batista un infame patadón en el vientre. 6. Mundial México 86. Cuartos de final. Argentina-Inglaterra. Estadio Azteca. Olarticoechea le pasa el balón a Maradona, quien arranca desde la izquierda en dirección al centro. Primero dribla a Hoddle, luego se le escabulle a Reid y, justo cuando Fenwick está a punto de salirle al paso, le cede el balón a Valdano, quien está a la derecha. Valdano toca la pelota con el pie izquierdo y ésta vuela hacia atrás. Para evitar que el delantero argentino pueda alcanzarla, Hodge la patea hacia arriba, sobre el área inglesa. Mientras el balón cae, Shilton corre y con los puños intenta despejarlo, pero Maradona, quien no ha dejado de seguir su trayectoria, salta y aparentemente lo cabecea. El esférico entra botando en la portería inglesa. ¡Goool! Shilton y sus compañeros le indican elocuentemente al árbitro tunecino Ali Bin Nasser que Maradona no metió el gol con la cabeza, sino con la mano, y que, por lo tanto, debe anularlo.... El árbitro, no obstante, lo da por bueno. Este partido no es un juego, sino la continuación de una guerra que comenzó hace cuatro años en Las Malvinas. Y como en la guerra todo se vale, Maradona ha recurrido a lo que él mismo llamará “la mano de Dios” para golpear a sus enemigos. 7. Mundial México 86. Cuartos de final. Argentina-Inglaterra. Estadio Azteca. Batista recupera el balón y se lo pasa a Enrique, quien a su vez se lo da a Maradona atrás de la media cancha. Maradona pisa la pelota, gira sobre sí mismo y deja viendo visiones a Beardsley y a Reid, y con el balón dominado pega la carrera por la banda derecha. Metros más adelante elude a Butcher y se cierra un poco hacia el centro. A continuación dribla a Fenwick y, ya dentro del área inglesa, espera la salida de Shilton para esquivarlo y, con la marca de Butcher encima, puntear la pelota con la zurda. ¡Goool! ¡Golazo! Las tribunas del Azteca se cimbran. Millones de espectadores que ven el encuentro por televisión saltan enloquecidos o se quedan mudos, sin comprender bien a bien lo que acaba de ocurrir. Maradona ha metido el mejor gol de todos los campeonatos mundiales. Una obra maestra. 8. La enjundia y la casta alemana salieron a relucir en la final del Mundial México 86, disputada el 29 de junio en el estadio Azteca: luego de ir perdiendo dos a cero frente a Argentina, con goles de Brown y Valdano, Rummenigge acortó la brecha en el minuto setenta y cuatro y Völler emparejó los cartones en el ochenta y uno. Todo indicaba que se jugarían tiempos extras, pero la magia de Maradona se hizo presente una vez más. En el minuto ochenta y tres recibió un pase de cabeza atrás del medio campo y de primera intención –en medio de varios ingleses– le filtró un pase preciso y precioso a Burruchaga, quien, después de correr más de treinta y cinco metros, cruzó la pelota ante la salida de Schumacher para marcar el gol de la victoria. Argentina, con Maradona en el pináculo de su carrera futbolística, obtenía por segunda ocasión la Copa FIFA. 9. Una de las imágenes más impactantes que nos dejó el Mundial Italia 90 es la de Maradona llorando a lágrima viva, luego de que la selección argentina perdió la final uno a cero frente a Alemania, con un polémico penalti anotado por Brehme en el minuto setenta y tres. Y habría más lágrimas: en 1991, cuando dio positivo por cocaína en un control antidopaje en Nápoles y cuando, al cabo de unos meses, fue detenido por posesión de drogas en Buenos Aires, y también en 1994, cuando fue expulsado del Mundial de Estados Unidos por usar supuestamente una sustancia prohibida. A pesar de estas dolorosas caídas, Maradona sigue y seguirá siendo un ícono indiscutible del futbol.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  Esa mañana, luego de que decidí no ir al trabajo, me embargó una pasmosa sensación de libertad.  Mientras caminaba por la calle con paso ligero y despreocupado, pensaba que, de seguro, sin hacer caso a la excusa que por fuerza yo habría de esgrimir, el jefe me reprendería por mi falta de compromiso con la empresa y que quizá hasta daría la orden de que me descontaran el día. Pero no me importaba. Si quería conservar la cordura, era necesario distanciarme, por lo menos durante una jornada, de la perpetua pesadilla oficinesca. Me detuve y observé a la gente que a esa hora se desplazaba en todas direcciones por la ciudad, ya fuera a pie, en auto o embutida en un camión de pasajeros. La prisa era su impronta. Sonreí... Después crucé al otro lado de la calle, compré un diario en el quiosco de la esquina y, muy quitado de la pena, entré en una cafetería que estaba unos cuantos metros más allá, en la misma acera. Puesto que aún no desayunaba, ya había enlistado mentalmente lo que pediría: café, un plato de melón con queso cottage y un par de huevos revueltos con jamón. Daría cuenta de aquel desayuno con tranquilidad, sin atragantarme, disfrutando cada bocado, es decir, como en muy contadas ocasiones podía hacerlo. Ocupé una mesa apartada de los demás parroquianos y esperé pacientemente a que una de las meseras me atendiera. Al cabo de un minuto, una mujer madura, con un gran chongo en la cabeza y una verruga en la barbilla, se plantó junto a mí. -Buenos días –dijo-. ¿Quiere sólo café o también va a desayunar? -Buenos días. También voy a desayunar. -Bien. Le dejo el menú. -Ya sé lo que quiero, señorita –dije. -Bien. ¿Qué le traigo? -Café, un plato de melón con queso cottage y un par de huevos revueltos con jamón. La mujer terminó de anotar mi pedido y se retiró. Casi de inmediato regresó con una jarra de café, volteó la taza que estaba bocabajo en la mesa y la llenó. -Vuelvo enseguida –dijo, y se dirigió a la cocina. ¡Ah, qué calma, qué serenidad, qué dicha experimentaba en esos momentos! ¿Hacía cuánto tiempo que mi estado de ánimo no era tan liviano y exultante? No recordaba, porque incluso los fines de semana debía estar preparado y disponible para cumplir cualquier capricho que al jefe se le ocurriera... Cuando acabara de saborear detenidamente mi desayuno, pensé, podría visitar un museo o ver una película en un cine o simplemente pasear por el parque central, aspirando el aroma de los árboles y las flores, sin otro objetivo que recobrar el entusiasmo y la alegría de vivir. Cogí el diario que había puesto encima de la mesa y le eché un vistazo a los encabezados de la portada. El mundo no entendía: masacres, corrupción, ruindades por todos lados. Di vuelta a la página. En la de la derecha, abajo, una pequeña esquela atrajo mi atención. Fulanito de tal había muerto el día anterior en la ciudad y sus padres y hermanos lamentaban el hecho y pedían a todos sus amigos y conocidos rezar por el eterno descanso de su alma. Fulanito de tal era yo. Leí una vez más mi nombre y el de mis padres y hermanos, y llegué a la penosa conclusión de que, sí, efectivamente, el muerto no podía ser otro sino yo mismo. La mesera se apareció con el plato de melón con queso cottage, lo puso frente a mí y dijo: -Buen provecho. No pude darle las gracias: tan impresionado estaba por la noticia de mi fallecimiento. La mujer se fue haciendo una mueca de disgusto y, a continuación, descubrí que había perdido el apetito. Saqué de mi cartera un billete de cien pesos, lo aventé sobre la mesa y abandoné de prisa aquella cafetería. No tardé en llegar a casa de mis padres. Un crespón colgaba del marco de la puerta de entrada. Toqué el timbre. Vestido de riguroso luto, papá abrió la puerta. -Hola, hijo, pasa. Entré francamente cohibido. -No entiendo –dije-. ¿Qué significa el crespón? -Te moriste. Tragué saliva y con un hilito de voz pregunté: -¿De verdad? -De verdad –respondió papá. -Pues no me di cuenta a qué hora pudo suceder eso. ¿Podrías ponerme al tanto? Papá me miró con una sonrisa irónica en los labios; sin embargo, un segundo después asumió una actitud condescendiente y explicó: -Ayer en la mañana, tu jefe te mandó llamar a su despacho y te comunicó que tu desempeño laboral deseaba mucho que desear y que, si en las próximas semanas no mostrabas más entrega y aplicación, se vería obligado a prescindir de tus servicios. -¡Pero si vivo para esa empresa! ¡No hago otra cosa más que trabajar, trabajar y trabajar! -En todo caso, vivías, querrás decir... Bueno, ése no es el punto. Continúo. Tu jefe agregó que, por lo pronto, tu sueldo sufriría un recorte del treinta por ciento hasta que te enmendaras y rindieras lo que se esperaba de ti... Tú adujiste, enfurecido, que aquello no era más que una vil treta, un pretexto, para despedirte más adelante y darle tu puesto con una paga de miseria a algún joven inexperto pero necesitado. Luego te pusiste pálido como la mantequilla, abriste mucho los ojos, te llevaste una mano al pecho y, fulminado, caíste al suelo. Supongo que fue un ataque al corazón. -Sí, ahora que lo mencionas, como entre sueños recuerdo haber pronunciado la palabra “miseria” –comenté. -Realmente no esperaba que reaccionaras así ante tu jefe, hijo. Cuando nos contó cómo te pusiste, tu madre y yo sentimos una gran vergüenza. -Pero, papá, yo... No pude seguir hablando, porque mamá, también de negro,  terminó de bajar las escaleras y se acercó a nosotros. -Ay, hijo, nos dejaste... ¡Qué dolor!... Oye, te vendría bien una peinadita, ¿eh? –dijo, y luego le preguntó a papá a qué hora llegaría el féretro al cementerio. -¡A las dos, mujer! ¡A las dos! ¡Ya te lo he repetido como quinientas veces! -Ay, qué exagerado. Durante un rato no supe qué hacer ni qué decir. Ahí, parado junto a mis amados padres en la estancia de su casa, me invadió la sensación de estar fuera de lugar, como en un país extraño. Entonces, de repente, fui consciente de que la realidad me imponía el deber de desempeñar mi último papel. -Me adelanto –dije.  -Sí, hijo, allá te vemos –dijeron los dos, al unísono. Salí a la claridad del día. Mi estado de ánimo era sombrío, y no había nada que hacer para remediarlo. Comencé a alejarme de aquel sitio, tarareando una famosa marcha fúnebre.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   El 16 de diciembre de 1770, en la buhardilla de una casa localizada en el número 515 de la Bonngasse, en Bonn, Alemania, nació un niño destinado a ser un hombre que daría de qué hablar al mundo. Hijo de Maria Magdalena Keverich y de Johann van Beethoven, fue bautizado al día siguiente en la iglesia de San Remigio con el nombre de Ludwig van Beethoven. No se trató del primer Ludwig van Beethoven de la familia, sino del tercero: los otros dos fueron el viejo Ludwig van Beethoven, su abuelo y padrino, y Ludwig Maria van Beethoven, su hermano, muerto un año antes a los seis días de nacido. Según Jan Swafford, uno de los biógrafos del compositor alemán, el apellido Beethoven, con distintas variantes (Betho, Bethove, Bethof, Bethenhove, Bethoven), era común entre vendedores y taberneros del Ducado de Bravante, lugar de nacimiento de su abuelo, y podría derivar de las palabras flamencas que significan “tierra cultivada”. Tanto su abuelo como su padre fueron músicos: el primero llegó a ser Kapellmeister del electorado de Colonia; el segundo, director de la orquesta de Bonn. Frustado porque, a la muerte de su padre, no obtuvo su cargo en el electorado de Colonia, Johann, quien ya había desarrollado un alcoholismo devastador, volcó todas sus esperanzas en su hijo. Así, adoptando como modelo a Leopold Mozart, empezó a enseñarle a Ludwig, entonces de cuatro años, los rudimentos de la música, pero a golpes y gritos. Sin duda, la intención de Johann era convertir a Ludwig en músico de la corte para que, lo antes posible, pudiera ser contratado y ganarse la vida. Una vez que aprendió a tocar el klavier, el violín y la viola, Ludwig intentó crear su propia música. Se cuenta que en alguna ocasión, su padre lo sorprendió improvisando al violín, por lo que le gritó con furia: “¿Con qué estupideces estás destrozando las cuerdas? Ya sabes que no soporto el ruido. ¡Dedícate a seguir la partitura o no llegarás a ningún sitio!” El pequeño Ludwig, sin embargo, mostró una recia perseverancia y, cuando su padre no se hallaba cerca, continuó componiendo de manera furtiva. Con todo, Johann no tardó en darse cuenta de que su hijo tenía un talento musical verdaderamente excepcional. Fue así como comenzó a fantasear con la idea de que bien podría llegar a ser un niño prodigio, igual que aquel joven salzburgués que en ese momento tenía en un puño a Europa y que se llamaba Wolfgang Amadeus Mozart.   Un niño taciturno y reservado apodado el Español   Antes de cumplir los nueve años, Beethoven ya atraía la atención de la gente por sus dotes musicales. Su padre aprovechó esta circunstancia y comenzó a organizar, en casa de un amigo apellidado Fischer, unos conciertos domésticos que fueron un éxito tanto desde el punto de vista monetario como artístico. A esa edad, Beethoven ya mostraba también una personalidad taciturna y reservada, lo cual le impedía hacer amigos en la escuela a la que iba, llamada el Tirocinium. En su biografía Beethoven, Jan Swafford escribe: “En la escuela, Beethoven aprendió algo de francés y de latín, así como a escribir con una elegante caligrafía que conservó hasta después de haber cumplido los veinte años, para degenerar más tarde en un frenético garabateo. En la escuela aprendió a sumar, pero no a multiplicar ni a dividir. Hasta el final de su vida, si por ejemplo tenía que multiplicar 62 por 50, escribía 50 veces 62 en una columna y lo sumaba.” Al llegar a la conclusión de que en la escuela no estaba aprendiendo nada que valiera la pena, su padre lo sacó de ella y le dijo que de ahora en adelante sólo estudiaría y haría música. Esto, claro, resultó una bendición para el niño. A causa de su tez oscura, Beethoven era conocido por sus familiares y vecinos como der Spagnol (el Español). En casa, Beethoven jugaba con sus hermanos Caspar Carl y Nikolaus Johann, y pasaba largas y felices horas con su madre. Maria se ocupaba del cuidado del hogar, pero no le daba mucha importancia a la limpieza, por lo que sus hijos lucían desaseados frecuentemente. A pesar de todo, esta mujer poseía un carácter fuerte, indoblegable. Según Swafford, una de sus sentencias más socorridas rezaba: “Sin sufrimiento no hay lucha, sin lucha no hay victoria, sin victoria no hay coronación.” Es probable que esta sentencia se incrustara en el alma del pequeño Ludwig y lo preparara para enfrentar una vida llena de sufrimientos y penalidades... En 1781, junto con su padre y el violinista Franz Georg Rovantini, Beethoven emprendió por Renania su primera gira artística. Durante ésta y otras giras posteriores, él y Rovantini tocaron en casas modestas, pero también en suntuosos palacios campestres, como el de la familia de banqueros Meinertzhagen de Oberkassel y en el de C. J. M. Burggraf, el segundo palacio barroco más grande al norte de Los Alpes.     La carrera musical de Beethoven se iniciaba con buenos augurios.   Su primera obra: las Variaciones Dressler   En aquella época no pudo haberle ocurrido un hecho más afortunado a Beethoven: Christian Gottlob Neefe, compositor, organista, escritor y poeta originario de Leipzig, se hizo cargo de su enseñanza musical. Neefe era un hombre culto y refinado, con un carácter suave y bondadoso, que, a diferencia de Johann, su padre, supo encauzar con buenas maneras las extraordinarias aptitudes que vio en Beethoven. Gracias a él, Beethoven pudo conocer una gran cantidad de literatura musical, sobre todo de compositores alemanes como Johann Sebastian Bach y Carl Philipp Emanuel Bach. En un informe sobre la música y los músicos de Bonn, Neefe escribió: “Louis van Beethoven, hijo del mencionado tenor, es un muchacho de once años de talento más que prometedor. Toca el klavier con mucha destreza y gran dominio, lee muy bien a primera vista, y […] toca con maestría El clave bien temperado, de Sebastian Bach […]. Este joven genio está llamado a ser un segundo Wolfgang Amadeus Mozart, siempre que continúe como ha comenzado.” Bajo la tutela del que a la postre se convertiría en su mentor más importante, Beethoven publicó su primera obra propiamente dicha: las Variaciones Dressler, compuestas en la tonalidad de do menor a partir de una marcha fúnebre de Ernst Christoph Dressler. En opinión de Swafford, esta obra “es ligera y convencional, aunque impresiona la imaginación, la armonía y la técnica de teclado en un muchacho de la edad de Beethoven.” En junio de 1782, Gilles van den Eeden, organista de la corte, murió. Entonces Neefe asumió ese puesto. Al día siguiente, éste debió acompañar al elector Maximilian Friedrich a la ciudad de Münster, por lo que dejó a Beethoven como su sustituto. Esto habría de repetirse con cierta regularidad en el futuro. Al año siguiente, Beethoven publicó tres sonatas para teclado dedicadas al elector Maximilian Friedrich. Conocidas como las Sonatas electorales, muestran un avance considerable en relación con las Variaciones Dressler. Tiempo después, un crítico del Musikalischer Almanach se atrevió a comentar que las Variaciones Dressler y las Sonatas electorales “quizá podrían ser respetadas como las primeras tentativas de un principiante en música, como ejercicios de un estudiante de tercer o cuarto grado en nuestras escuelas.” Beethoven ya era organista asistente de Neefe y, también, pianista repetidor en el teatro de la corte. Neefe solicitó al elector Maximilian Friedrich que hiciera oficial el puesto de Ludwig como organista, pero dicha solicitud no prosperó. Mientras tanto, como consecuencia de su alcoholismo, Johann se mostraba cada vez más incapaz de sostener a su familia.   Abril de 1787: Beethoven conoce a Mozart en Viena   A la muerte del elector Maximilian Friedrich, un melómano lo sucedió: Maximilian Franz. Poco tiempo después, Beethoven fue contratado como músico de la corte de Bonn. De ese período son sus tres cuartetos para piano –en mi bemol mayor, re mayor y do mayor–, en los que, tomando como modelo distintas sonatas para violín y piano de Mozart, Beethoven demuestra un marcado avance compositivo con respecto a sus obras anteriores. En ellos se anuncia, de acuerdo con Swafford, “otro de los rasgos que definirán el arte de Beethoven a lo largo de su vida: llevarlo todo al límite, volver propios sus modelos en parte haciendo de cada elemento algo más. Los niveles de volumen son a la vez más altos y más bajos que los de sus modelos, todo es más intenso, más conmovedor, más impulsivo y dramático, más individual, más extenso y pesado, con contrastes más acusados y mayor virtuosismo.” Su trabajo en la corte de Bonn mantenía muy ocupado a Beethoven: hacía música en la capilla y el teatro, daba lecciones de klavier a los hijos de los nobles y de los funcionarios, tocaba en conjuntos de cámara y como solista con la orquesta... También era más sociable y contaba con un mayor número de amigos. Sin embargo, no dejaba de añorar la soledad para dedicarse a componer o dar largos paseos a orillas del río Rin. Maximilian Franz sabía perfectamente que Beethoven poseía un talento fuera de serie. Por eso decidió enviarlo a Viena. Así, el 20 de marzo de 1787, luego de despedirse de su madre enferma, de su padre y de sus hermanos, Beethoven emprendió en solitario su primer viaje a la capital europea de la música, a donde llegó el 7 de abril. Al cabo de unos días fue conducido ante Mozart, quien acababa de regresar de Praga, ciudad donde lo adoraban y donde recién había estrenado su Sinfonía número 38 en re mayor, Köechel 504, “Praga”. En un primer momento, Beethoven tocó algunas piezas de su autoría, pero el genio salzburguez se mostró frío e impasible frente a aquel adolescente de gesto huraño. A continuación, Beethoven le mostró a Mozart sus tres cuartetos para piano. Mozart quedó complacido. Finalmente, Beethoven le pidió a éste que le obsequiara un tema sobre el cual pudiera improvisar. Mozart accedió. Una vez que escuchó sus improvisaciones, Mozart quedó profundamente impresionado por la capacidad interpretativa y creativa de Beethoven. Salió de aquel salón de música y, de acuerdo con la leyenda que perdura hasta nuestros días, dijo a los que estaban ahí presentes: “Prestadle atención porque algún día dará de qué hablar al mundo.”   Beethoven pierde a su madre y conoce al conde Waldstein   Beethoven permaneció en Viena menos de dos semanas porque recibió una carta de Johann, en la que le decía que su madre estaba muy enferma y que volviera cuanto antes a Bonn. Ya de regreso en casa, Beethoven halló a su padre borracho, a sus hermanos menores aterrorizados y a María gravemente enferma de tuberculosis, un padecimiento para el cual, en aquella época, no había ningún tratamiento eficaz. Las siguientes dos semanas, Beethoven fue testigo del terrible sufrimiento de su querida madre. Finalmente, a los cuarenta años, ésta murió el 17 de julio de 1787. Entonces, con tan sólo dieciséis años a cuestas, Beethoven asumió el liderazgo de su familia. Dos meses después, en una carta dirigida a Joseph von Schaden, su nuevo amigo de Augsburgo, Beethoven escribía: “[…] Era una madre tan buena y cariñosa conmigo, además de mi mejor amigo. ¡Oh!, quién más feliz que yo cuando aún podía pronunciar el dulce nombre de madre, y ser oído y respondido. ¿A quién se lo diré ahora? ¿A la muda apariencia que de ella fabrica mi imaginación? […]” A comienzos de 1788, el conde Ferdinand Ernst Joseph Gabriel Waldstein llegó a la corte de Bonn y casi de inmediato se enteró de la existencia y del singular talento musical de Beethoven, por lo que resolvió protegerlo e impulsarlo. Con el paso del tiempo, el conde Waldstein, quien tocaba el piano y solía componer de vez en cuando alguna pieza, se convertiría en el principal mentor y mecenas de Beethoven durante su adolescencia y, también, en la persona que le permitiría conocer a otros mecenas vieneses.  En agradecimiento por su invaluable ayuda, Beethoven le dedicaría, hacia finales de 1803, su Sonata número 21 para piano en do mayor, opus 53, hoy conocida como Sonata Waldstein. En relación con esta obra, Jan Swafford escribe en su biografía del compositor alemán: “En la Waldstein, Beethoven inventó colores y texturas originales para el piano, y al mismo tiempo revisó el do mayor con una nueva perspectiva. Al ser la tonalidad más afinada de los pianos de la época, representaba generalmente lo sencillo, lo contenido, siendo adecuada también para la ecuanimidad o para la grandeza, incluso para la pompa militar, aunque no para la pasión y el entusiasmo. En esta ocasión, Beethoven la hizo sonora e intensa, gracias en parte a que la rodeó de tonalidades sorprendentes.” Originalmente, Beethoven compuso como segundo movimiento de la Sonata Waldstein un Andante grazioso con moto. Sin embargo, cuando tocó por primera vez esta sonata completa, un amigo suyo comentó que dicho movimiento era demasiado largo. Aunque Beethoven se molestó por este comentario, posteriormente estuvo de acuerdo con su amigo. Así pues, sacó ese segundo movimiento de la Sonata Waldstein, al cual le tenía un especial cariño, y lo publicó con el nombre de Andante favori (Andante favorito).   Beethoven compone sus Cantatas imperiales   A finales de 1789, ante la caída en picada de Johann por su exacerbado alcoholismo, Beethoven solicitó al elector Maximilian Franz el retiro y el cobro de la pensión de su progenitor. Dicha solicitud le fue concedida mediante un decreto en el que se estipulaba que una mitad de la pensión de Johann estaría destinada a éste y la otra al propio Beethoven. Así, con este dinero extra, sumado a su salario como músico de la corte y a lo que percibía por sus lecciones e interpretaciones públicas, Beethoven pudo hacerse cargo, sin problemas, de la manutención de sus hermanos. El 20 de febrero de 1790, el sacro emperador románico germánico José II, hermano mayor del elector Maximilian Franz y uno de los líderes más progresistas de la época, falleció en Viena. Entonces, a iniciativa de Eulogius Schneider, un antiguo monje franciscano, se comenzó a planear un programa para rendirle homenaje. El mismo Schneider escribió su Oda a José II, que sería recitada durante la ceremonia; también propuso que se incluyera una cantata fúnebre compuesta por uno de los principales músicos de Bonn, a partir de un texto del joven estudiante de teología y protegido suyo Severin Anton Averdonk. El encargo de componer esta cantata recayó en Beethoven, quien de inmediato puso manos a la obra. Sin embargo, dos días antes de la ceremonia se anunció oficialmente que no podría ser interpretada “por diversos motivos”, lo cual significaba básicamente que era demasiado compleja y difícil para la orquesta de la corte. A pesar de todo, Beethoven no se desanimó y, con la esperanza de que fuera ejecutada en otra ocasión, siguió componiendo su Cantata por la muerte del emperador José II, que terminó durante el verano. En opinión de Jan Swafford, al igual que el texto de Averdonk, la música de Beethoven es muy exaltada y revela que, a sus diecinueve años, “aún prometía mayores exaltaciones.” Y añade: “Sí, la excesiva exaltación fue un signo de su juventud, pero su expresión es ya poderosa, el manejo de la orquesta eficaz y expresivo, y su voz inconfundiblemente propia. Como signo de ese dinamismo, utilizó ideas procedentes de esa cantata una y otra vez en años posteriores.” Beethoven nunca publicó o interpretó su Cantata por la muerte del emperador José II, la cual permaneció perdida hasta la década de los años 80 del siglo XIX. Para la coronación de Leopoldo, hermano de José, Beethoven recibió otro texto con el objetivo de que compusiera otra cantata, pero ésta, llamada Cantata para la coronación del emperador Leopoldo II, tampoco fue tocada por las mismas razones que la primera. Sobre ella, Swafford escribe: “En la Cantata para la coronación del emperador Leopoldo II, Beethoven revela aun con más claridad que es un joven de notable técnica pero todavía con un escaso sentido de la forma y la proporción. Pone en música lo que pretende que el texto sea, más que lo que realmente es, con sus vuelos de ángeles y ‘la sonrisa de la humanidad dibujándose’ en los labios de Leopoldo.”   Beethoven viaja de nuevo a Viena para estudiar con Haydn   En 1791, Beethoven tomó la popular aria de ópera “Venni amore”, del compositor italiano Vincenzo Righini, para componer veinticuatro variaciones en re mayor conocidas como las Variaciones Righini. De acuerdo con Swafford, el compositor alemán transformó el tema de dicha aria “en una virtuosa exploración de colores y efectos pianísticos de una escala imaginativa superior a cuanto había escrito para piano hasta aquel momento.” El 5 de diciembre de ese mismo año, Mozart murió en Viena. Meses después, Beethoven pidió permiso al elector Maximilian Franz para ir a esa ciudad a estudiar con el gran compositor austriaco Franz Joseph Haydn, lo cual le fue concedido. Antes de partir, sus amigos y conocidos le dedicaron algunas líneas de despedida en un Stammbuch o “libro familiar”. Entre todas destacan, sin duda, las escritas por el conde Waldstein, que a la postre resultarían proféticas: “¡Querido Beethoven! Os vais por fin a Viena para realizar vuestros deseos, durante tanto tiempo frustrados. El genio de Mozart aún sigue de luto y llora la muerte de su discípulo. En el inagotable Haydn había encontrado refugio, aunque no ocupación; a través de él quiere formar una unión con otro. Por medio de un esfuerzo constante recibiréis de manos de Haydn el espíritu de Mozart. Vuestro fiel amigo, Waldstein.” En la mañana del 2 de noviembre de 1792, Beethoven subió a un carruaje con sus escasas pertenencias, entre las que había un montón de manuscritos y esbozos musicales, y viajó nuevamente a Viena. Atrás quedaron sus hermanos, que ya podían valerse por sí mismos, y Johann, su padre, cada vez más marchito y derrotado por el alcohol. Según, Gottfried Fischer, autor de unas memorias de la familia Beethoven, luego de la partida de su hijo, Johann decía a todos aquellos que quisieran escucharlo: “Mi Ludwig es ahora mi única alegría; se ha convertido en un músico y en un compositor tan consumado que todo el mundo lo mira con asombro. ¡Mi Ludwig! Algún día será un gran hombre en el mundo. ¡Vosotros que hoy estáis aquí, recordad lo que os he dicho!” Beethoven llegó a Viena con un solo objetivo en mente: convertirse, a como diera lugar, en un compositor único, distinto de todos los que había habido hasta entonces. Se instaló en una mísera buhardilla y, a continuación, se puso a revisar la lista de contactos que el conde Waldstein y otros le habían dado... Hacia finales de diciembre, mientras intentaba levantar el vuelo financieramente, Beethoven recibió una carta en la que se le anunciaba que su padre había fallecido el día 18, a causa de “una hidropesía en el pecho”. A diferencia de lo que ocurrió cuando murió su madre, no regresó a Bonn para estar presente en su funeral.   Beethoven le dedica su opus 1 al príncipe Lichnowsky   Como la mayoría de los jóvenes de entonces, Beethoven llamaba a Haydn “papá”. En mayo de 1793, el viejo compositor austriaco llevó al joven músico venido de Bonn al Palacio de los Esterházy, en Eisenstadt, para presentárselo a su patrón, el príncipe Nikolaus. Beethoven regresó a Viena y Haydn se quedó en Eisenstadt, trabajando en varias sinfonías que debía estrenar en Inglaterra. Y cuando éste volvió, seguía tan ocupado que ya no pudo reanudar las lecciones que daba a Beethoven. En aquel tiempo, Beethoven ya vivía en una acogedora habitación de una casa que pertenecía al príncipe Karl Lichnowsky, un consumado melómano. Su esposa, la princesa Maria Christiane, había tomado clases con Mozart y era una de las mejores pianistas aficionadas de Viena. En una de las veladas musicales organizadas por los Lichnowsky en su palacio –a las que, por cierto, acudía regularmente Haydn–, Beethoven interpretó El clave bien temperado, de Bach, lo cual le permitió ganarse la simpatía y la admiración del círculo de amistades de Karl y Maria Christiane. Pronto, Karl Lichnowsky se convirtió en el primer mecenas de Beethoven en Viena. El compositor respondió a este generoso gesto, dedicándole su opus 1, conformado por tres tríos para piano: en mi bemol mayor, sol mayor y do menor. Estas obras fueron interpretadas especialmente para Haydn durante otra velada musical de los Lichnowsky. Aunque “papá” Haydn se expresó bien de ellas, también comentó que él nunca le habría aconsejado a su pupilo publicar el Trío en do menor número 3, pues creía que el público no podría comprenderlo o aceptarlo. Como Beethoven consideraba que dicho trío era precisamente el mejor de los tres, montó en cólera y concluyó que el viejo compositor austriaco estaba celoso de su talento y que en realidad pretendía boicotear la obra que podía introducirlo de lleno en el mundo musical de la época. Al respecto, Swaffor comenta: “El Trío en do menor número 3 es la primera obra que demuestra hasta qué punto esa tonalidad galvanizó a Beethoven: un repertorio de efectos hacia lo violento y lo implacable, lo que vendría a llamarse su ‘carácter en do menor’. […] Después de haber divagado, rellenado y agradado en diversa medida en sus dos primeros tríos, aquí Beethoven estira el brazo y agarra por el cuello a sus oyentes.” Beethoven no se equivocó: este trío fue el que más atrajo la atención, tanto del público como de los críticos, y el que, de alguna manera, anunció lo que aquél sería capaz de componer en el futuro.   Beethoven emprende una gira por varias ciudades de Europa   A instancias de Haydn, Beethoven tomó, durante más de un año, lecciones de contrapunto con Johann Georg Albrechtsberger, Kapellmeister de la catedral de San Esteban. A principios de 1796, emprendió una gira de conciertos organizada por el príncipe Lichnowsky, que lo llevaría a Praga, Dresde, Leipzig y Berlín. En Praga pudo conseguir un piano y se puso a trabajar con un ánimo inmejorable. Entre las obras que compuso entonces sobresale Ah, perfido!, una aria de concierto para soprano y orquesta sobre un texto del escritor y poeta italiano Pietro Metastasio, la cual sería publicada posteriormente con el opus 65. Acerca de esta obra, Jan Swafford escribe: “Da la sensación de que Beethoven se divirtió mucho con esta pieza, sin sentirse forzado a ser original. En ella se ajustó en gran medida a las convenciones operísticas mozartianas e italianas, subrayando las emociones con un torrente de pirotecnias vocales y una colorida instrumentación.” Mientras tanto, al sur de Europa, un nuevo comandante llamado Napoleón Bonaparte se hacía cargo del ejército francés en Italia y barría a las tropas austriacas… En marzo de ese mismo año, Beethoven vio publicadas sus tres sonatas para piano del opus 2 (en fa menor, la mayor y do mayor), dedicadas a Haydn. De acuerdo con Swafford, ya para la sonata número 2, opus 2, “Beethoven se había liberado prácticamente de los gestos y el estilo convencionales del siglo XVIII.” De Praga, Beethoven viajó a Dresde, donde maravilló a todos los que tuvieron el privilegio de escucharlo al piano, entre ellos, el elector de Sajonia, quien no dudó en regalarle una tabaquera de oro. A continuación se trasladó, vía Leipzig, a Berlín, donde, a pedido de Federico Guillermo, rey de Prusia, compuso dos sonatas para violonchelo (en fa mayor y sol menor) que él mismo estrenó junto con el violonchelista Jean-Louis Duport y que serían publicadas en febrero del año siguiente con el opus 5. “No es extraño que esas sonatas resultaran ser obras llenas de confianza, vivaces, frescas y juveniles. En aquel momento de su vida, Beethoven tenía todos los motivos para sentirse así. Era idolatrado y muy bien pagado allá donde iba. Se sentía muy bien de salud, lo cual no era habitual en él”, apunta Swafford. Ya de regresó en Viena, Beethoven se dedicó a esbozar nuevos proyectos. El 16 de diciembre cumplió 26 años.   Ludwig van Beethoven compone su lied Adelaide   Además de las sonatas para violonchelo en fa mayor y sol menor, en febrero de 1797 fueron publicadas otras obras de Beethoven: la Sonata para piano a cuatro manos, opus 6, las Doce variaciones sobre una danza rusa, dedicadas a la condesa Anna Margarete von Browne, y el lied Adelaide, sobre un poema del poeta alemán Friedrich von Matthisson. A Beethoven le apasionaba el poema de Matthisson, y durante más de dos años trabajó arduamente para ponerle música. “Las cuatro estrofas del poema evocan imágenes de la amada inspiradas por la naturaleza, y cada verso termina con una extasiada repetición del nombre: ‘¡Adelaide!’ En el último verso, el poeta imagina su tumba y una flor púrpura brotando de las cenizas de su corazón, con el nombre ‘Adelaide’ inscrito en cada pétalo”, comenta Jan Swafford. Con el tiempo, el lied Adelaide, que probablemente fue compuesto como parte del cortejo de Beethoven a la contralto Magdalena Willmann (a quien había conocido en su ciudad natal), se convertiría en uno de los mayores éxitos en la vida del compositor. Más adelante, Beethoven concluyó la Sonata para piano número 4 en mi bemol mayor, opus 7, “Gran sonata”, dedicada a la condesa Babette de Keglevic, una alumna de piano aún adolescente a la que posteriormente le dedicaría también las Diez variaciones sobre el dueto “La stessa, la stessissima”, de la ópera Falstaff, de Antonio Salieri, el Concierto para piano número 1 en do mayor, opus 15, y las Seis variaciones sobre un tema original, opus 34. A finales de ese año, Beethoven cayó enfermo de tifus, padecimiento que en aquella época causaba casi siempre la muerte y que en muchas ocasiones afecta al oído. Apenas se recuperó al cabo de varias semanas, volvió al trabajo y terminó las Variaciones para dos oboes y corno inglés sobre el aria “La ci darem la mano”, de la ópera Don Giovanni, de Mozart, una sonata para piano que, junto con otra, integraría su opus 49, los tres Tríos para cuerdas, opus 9, las tres Sonatas para piano, opus 10, el Trío para clarinete, opus 11, y las tres Sonatas para violín, opus 12, dedicadas a Antonio Salieri. En 1798, Beethoven conoció a Carl Friedrich Amenda, quien había abandonado su carrera como violinista virtuoso para estudiar teología. Los dos se hicieron inseparables, a tal grado que, si uno aparecía solo por las calles de Viena, los transeúntes preguntaban a gritos dónde estaba el otro. Se cuenta que una vez, luego de que Beethoven improvisó al piano solamente para Amenda, éste dijo que le entristecía que una música tan maravillosa se perdiera para el mundo, a lo cual el compositor exclamó: “¡Te equivocas!”, y volvió a tocar, nota por nota, la pieza entera.   La historia oculta de la Sonata Kreutzer   Desde su adolescencia, Beethoven mostró ser un hombre que tendía a enamorarse apasionadamente. Ya dijimos que trató de conquistar a la contralto Magdalena Willmann, pero ésta lo rechazó cuando le declaró su amor (años después también intentaría enamorar a la hija de Willmann, pero tampoco tendría éxito). Según su alumno Ferdinand Ries, “Beethoven miraba con gusto a las mujeres, sobre todo a las de bello y juvenil rostro. Cuando nos cruzábamos con una muchacha encantadora, solía darse vuelta para mirarla otra vez con sus anteojos, y reía o hacía gestos cuando era sorprendido por ella.” Ahora bien, si Beethoven se veía superado por otro hombre en una lid amorosa, podía reaccionar con ira y desprecio. Así lo hizo ante el virtuoso violinista y compositor británico George Augustus Polgreen Bridgetower, a quien había conocido por intermediación del príncipe Lichnowsky. Bridgetower era un atractivo mulato de 24 años, hijo de un hombre nacido en las Antillas y de una mujer suaba. Había participado en algunos de los conciertos londinenses de Haydn y poseía una brillante técnica, gracias a la cual contaba con la admiración de, entre otros, el violinista y compositor italiano Giovanni Battista Viotti. Pronto, Beethoven y él se hicieron amigos; incluso llegaron a irse de juerga varias veces. Un día, Bridgetower le propuso a Beethoven tocar un recital juntos y éste accedió. Con el tiempo encima, Beethoven se puso a componer, de atrás hacia adelante –es decir, a partir del movimiento final que había descartado para la Sonata número 6 en la mayor, opus 30, número 1–, otra sonata para violín. Fue así como el 24 de mayo de 1803, día del recital en el gran pabellón del palacio de Augarten, en Viena, la parte correspondiente al piano del primer movimiento (Adagio sostenuto –Presto– Adagio) estaba sólo esbozada, y el movimiento lento (Andante con variazioni) tuvo que ser leído en un manuscrito con la tinta aún fresca. Con todo, la interpretación de ambos músicos fue magistral. En un principio, Beethoven dedicó la Sonata para violín número 9 en la mayor, opus 47, a Bridgetower. Sin embargo, al poco tiempo, ambos se enamoraron de una misma muchacha, y como la dama en cuestión prefirió los galanteos del apuesto mulato, Beethoven, iracundo, borró el nombre de su amigo en el manuscrito y lo sustituyó por el del violinista y compositor francés Rodolphe Kreutzer, quien, al parecer, nunca ejecutó esta sonata, pues no se sentía atraído por la música del compositor alemán. De acuerdo con Jan Swafford, la Sonata Kreutzer “iba a convertirse en una obsesión para la nueva generación romántica. En su conjunto es espléndida, pero su leyenda descansa en su arrebatador primer movimiento. Hay una especie de improvisada excitación e inmediatez, una amplitud y variedad de ideas que sorprenden y deslumbran en cada ocasión.” En 1889, el escritor ruso León Tolstoi retomaría el título de esta impetuosa sonata para publicar una novela en la que abordó precisamente el tema de los celos.   Beethoven da inicio a su faceta como sinfonista   De acuerdo con Emil Ludwig (1881-1948), otro de los grandes biógrafos de Ludwig van Beethoven, las nueve sinfonías del compositor alemán “han penetrado en el mundo más profundamente que todas las demás obras. Han llegado a ser propiedad de la humanidad occidental como ninguna otra música. En eficacia universal, sólo pueden ser comparadas con Homero o Shakespeare, con Don Quijote o Fausto; como éstos, han llegado a ser conceptos aun para la gente que no las conoce.” La faceta de Beethoven como sinfonista salió a la luz el 2 de abril de 1800, cuando presentó su Sinfonía número 1 en do mayor, opus 21, en un concierto para su propio beneficio en el Teatro de la Corte Imperial y Real de Viena. A pesar de que tiene una evidente influencia de Haydn, esta obra ya muestra ciertos rasgos innovadores que Beethoven habría de desarrollar en el futuro hasta límites nunca antes vistos o, mejor dicho, escuchados.  Esta sinfonía inaugural alcanzó un gran éxito entre el público asistente al concierto. En una nota de la época, el crítico del Allgemeine Musikalische Zeitung encontró en ella “mucho arte, novedad y una gran riqueza de ideas.” Si Haydn compuso sus doce celebérrimas sinfonías londinenses en cuatro años (de 1791 a 1795) y Mozart sus tres últimas sinfonías (la cumbre de su arte sinfónico: 39, 40 y 41, “Júpiter”) en unas cuantas semanas de 1788, Beethoven necesitó para cada una de las suyas –a excepción de la Octava–  años, y para la Novena incluso un decenio. Así, en 1800, Beethoven comenzó a componer su Sinfonía número 2 en re mayor, opus 36, en la localidad de Heiligenstadt, en las cercanías de Viena, poco antes de que se manifestaran los primeros síntomas de su sordera. Al cabo de tres años, el 5 de abril de 1803, la estrenó también en Viena. En ella prescindió, por primera vez, del término minueto para el tercer movimiento y lo sustituyó por el de scherzo, que en italiano significa “broma”. El compositor francés Héctor Berlioz escribió que esta sinfonía fue compuesta “elegante, enérgica y orgullosamente” y que exhibe “todo el fuego de la juventud de un corazón noble que ha podido, logrado mantener todas las hermosas ilusiones de la vida”. Por su lado, Jan Swaffor comenta que Beethoven “nunca más compondría otra obra parecida a la Segunda, ni siquiera en su música teatral, donde tuvo que encontrar la manera de zafarse de Mozart. Para él, la Sinfonía en re mayor era una estación en un viaje que le llevaba a un destino que desconocía cuando la empezó, pero que quizá había comenzado a comprender en el momento en que la terminó.” Para entonces ya hacía tiempo que se gestaba en la mente de Beethoven una obra absolutamente revolucionaria, para muchos la mejor sinfonía que escribiría jamás: la Tercera, en mi bemol mayor, conocida también como la Eroica (en italiano).   Beethoven compone su Sinfonía número 3   El proceso creativo es un misterio. Y en el caso de la Sinfonía número 3 en mi bemol mayor, opus 55, de Beethoven, este misterio es aun más profundo si se considera que dicha obra representa un hito en la historia de la música. Con ella quedó atrás, en definitiva, el Clasicismo, con su claridad meridiana, su simetría y su equilibrio, y subió al pedestal el Romanticismo, con su pasión incontenible, su furia y sus tempestades.  En el verano de 1802, en Heiligenstadt, Beethoven hizo algunos esbozos para los tres primeros movimientos de una nueva sinfonía; sin embargo, ninguno de ellos acabaría integrando esta obra. Un año después, en junio de 1803, el compositor alquiló en Oberdöbling, un pueblo sobre la colina ubicada junto a Heiligenstadt, tres habitaciones de una casa, y retomó su trabajo con otro cuaderno de apuntes. Para entonces, Beethoven tenía muy claro que su Tercera sinfonía se llamaría Bonaparte, en honor de quien había liberado Europa del yugo austriaco y puesto los cimientos de un nuevo orden social. Según Jan Swafford, en la Sinfonía Bonaparte, Beethoven quería evocar el carácter y la historia de un conquistador, así como la dimensión moral de lo que el “primer cónsul perpetuo francés” estaba creando por toda Europa. En la primera etapa de la escritura de esta sinfonía, Beethoven ya sabía que terminaría con un movimiento en forma de variaciones, basado en el último movimiento de la música para el ballet Las criaturas de Prometeo, opus 43, que había compuesto entre 1800 y 1801 (este tema también lo usaría en 1802 en las Quince variaciones con fuga para piano en mi bemol mayor, opus 35, conocidas como las Variaciones Eroica). Sentado ante su piano en la casa de Oberdöbling, Beethoven se dedicó a componer, en un estado emocional cercano al frenesí, el primer movimiento, Allegro con brio –el más largo y complejo primer movimiento de cualquier sinfonía escrita hasta esa fecha–, como la escenificación del drama del Héroe que enfrenta su destino. Una vez concluido éste, compuso el segundo movimiento, Marcia funebre (Adagio assai), cuyo origen se puede encontrar en el tercer movimiento, Marcia funebre sulla morte d'un Eroe, de la Sonata para piano número 12 en la bemol mayor, opus 26. Así como el segundo movimiento alude al entierro solemne de los muertos después del fragor de la batalla, Beethoven concibió el tercer movimiento, Scherzo (Allegro), “como el retorno a la vida y a la alegría”, a decir de Swafford. En él, por cierto, se utilizan, por primera vez en la historia de la orquesta sinfónica, tres cornos. Y en el Finale (Allegro molto–Poco andante–Presto), Beethoven aprovechó, como ya se dijo, el último movimiento de Las criaturas de Prometeo, para desplegarlo en once variaciones con ritmos impetuosos y culminar con una coda majestuosa. En el otoño de ese mismo año, ya de regreso en Viena, escribió la partitura orquestal de su nueva obra, y en la portada puso en italiano: “Sinfonia grande intitulata Bonaparte del Sigr. Louis van Beethoven”.   Beethoven rompe la portada de su Sinfonía Bonaparte   Un día de mayo de 1804, la desilusión y el desencanto cayeron sobre Beethoven. Su alumno Ferdinand Ries lo visitó para darle la noticia de que Napoleón Bonaparte se había hecho proclamar emperador. Iracundo, el compositor gritó: “¡No es más que un ser humano cualquiera. También él pisoteará todos los derechos para satisfacer su vanidad. Se creará superior a todos y será un tirano.” A continuación caminó hasta su mesa de trabajo, arrancó la portada de una copia de su Sinfonía Bonaparte, la rompió en dos pedazos y los aventó al suelo.    Antes de su estreno formal, programado para el domingo 7 de abril de 1805 en el Theater an der Wien, la Sinfonía número 3 en mi bemol mayor, opus 55, de Beethoven, ya había sido ejecutada varias veces en los palacios del príncipe Lobkowitz, a quien estaba dedicada, así como en casa de un melómano llamado Wirth.  Entonces empezó a correr el rumor de que algo excepcional estaba a punto de suceder en el mundo de la música. Un amigo de Haydn y reciente conocido de Beethoven, que respondía al nombre de Georg August von Griesinger, envió un informe al editor Gottfried Härtel en el que señalaba: “Se trata de la obra de un genio, dicen tanto los admiradores como los detractores de Beethoven. Algunos dicen que hay más en ella que en Haydn y Mozart, y que la sinfonía-poema ha sido alzada a nuevas cumbres. Los que están en contra dicen que al conjunto le falta consistencia; desaprueban la acumulación de ideas colosales.” Y llegó el domingo 7 de abril. Ante un público expectante, la orquesta del teatro, complementada con músicos del príncipe Lobkowitz, comenzó a tocar esta obra bajo la batuta del propio Beethoven. Según crónicas de la época, el largo y complejo primer movimiento desató una oleada de estupefacción entre el público. El pianista y compositor austriaco Carl Czerny, quien ocupaba una de las butacas del teatro, contaría después que en algún momento alguien gritó: “¡Pagaré lo que sea si paran esto!” Con la Marcia funebre, los oyentes se sintieron en terreno firme y pudieron asimilarla con facilidad. Por lo que se refiere al tercer movimiento, Scherzo (Allegro vivace), incluso arrancó el aplauso de no pocos asistentes. Sin embargo, el último movimiento, conformado por una serie de variaciones sobre un tema de música de ballet, concitó nuevamente la perplejidad del público. Una vez concluida la interpretación de la orquesta, hubo pocos aplausos. Beethoven, ofendido, se rehusó a agradecerlos y salió del escenario. Aún se conserva la portada del manuscrito original de la Tercera sinfonía donde el compositor escribió en italiano: “Sinfonia grande intitulata Bonaparte del Sigr. Louis van Beethoven”, con las palabras intitulata Bonaparte borroneadas. Pero en la parte inferior, escrito a lápiz por el propio Beethoven, se lee en alemán: “Geschrieben auf Bonaparte” (“Escrita para Bonaparte”).  Finalmente, antes de que se publicara esta obra en 1806, Beethoven rectificó de nuevo, por lo que el título definitivo quedó en italiano de esta manera: “Sinfonia Eroica, composta per festeggiare il sovvenire di un grand’uomo” (“Sinfonía Heroica, compuesta para celebrar la memoria de un gran hombre”).   Beethoven compone su Concierto para violín en re mayor, opus 61   En la cúspide de la lista de los más bellos conciertos para violín de toda la historia de la música (número 1 en re mayor, BWV 1042, de J. S. Bach, número 5 en la mayor, K. 219, de Mozart, en mi menor, opus 64, de Mendelssohn, en re mayor, opus 77, de Brahms, número 1 en sol menor, opus 26, de Bruch, en re mayor, opus 35, de Tchaikovsky…), refulge, como un diamante, el de Beethoven. Compuesto para el virtuoso violinista austriaco Franz Clement (“Concerto par Clemenza pour Clement” –“Concierto por Clemencia para Clement”–, escribió el compositor en el manuscrito) durante un periodo extraordinariamente fértil que también vio nacer la Sonata para piano número 22 en fa mayor, opus 54, el Triple concierto para piano, violín y violonchelo en do mayor, opus 56, el Concierto para piano número 4 en sol mayor, opus 58, y los tres Cuartetos Razumovsky, opus 59, entre otras obras, Beethoven lo terminó apenas dos días antes de su estreno, el cual tuvo lugar el martes 23 de diciembre de 1806 en el Theater an der Wien. Por esta razón, Clement tuvo que tocar con la partitura original –llena de tachaduras y correcciones– a la vista (asimismo, se cuenta que, en un gesto inaudito, luego del primer movimiento, Clement no interpretó el siguiente, sino una obra propia, con un violín de una sola cuerda puesto bocabajo…). Aunque el Concierto para violín en re mayor, opus 61, de Beethoven fue recibido con muchos aplausos por parte del público, los críticos no lo trataron nada bien. El del Wiener Zeitung escribió: “El juicio de los conocedores sobre el concierto de Beethoven es unánime; admiten que contiene algunos bellos pasajes, pero reconocen que frecuentemente carece de coherencia y que sus interminables repeticiones de pasajes banales llegan a cansar.” Esto sin duda influyó para que cayera en el olvido durante casi cuarenta años después de su estreno. Por fortuna, el húngaro Joseph Joachim, uno de los mejores violinistas de todos los tiempos, lo rescató en 1844 en una velada musical dirigida por Mendelssohn y lo reintegró, con todos los honores, al repertorio violinístico mundial (por cierto, a lo largo de varias décadas, Joachim fue su intérprete ideal y sus cadencias para esta obra se consideraron poco menos que obligatorias). En su libro Pensemos en Beethoven (Ediciones Monte Carmelo/CONACULTA, 2015), el escritor y melómano mexicano Eusebio Ruvalcaba escribió a propósito de este concierto: “[…] Nos sentamos a escucharlo y la belleza se desparrama. Como si un volcán hiciera erupción delante de nosotros. Las notas introductorias llaman a formar fila para recibir la hostia. Y es verdad flagrante, cada vez que los fieles aguardan que el sacerdote les dé la sagrada comunión, recuerdan en mucho a los individuos cuando están dispuestos a escuchar este concierto, que ha sido calificado como el más bello escrito hasta ahora. […]” Posteriormente, Beethoven escribió una versión para piano de esta misma obra que nunca llegó a ejecutarse mientras vivió. Innumerables son las grabaciones que se han hecho del concierto para violín de Beethoven; sin embargo, una sobresale entre todas: la del ucraniano David Oistrakh con la Orquesta de la Radio Nacional Francesa bajo la dirección de André Cluytens.   En un estado de plenitud, Beethoven compone su Sinfonía número 4   Beethoven pasó el verano de 1806, uno de los años más felices de su vida, en la residencia que la condesa Josephine von Brunswick y sus hermanos tenían en Martonvásár, Hungría. Entonces, probablemente motivado por el intenso amor que Josephine despertaba en él, compuso su Sinfonía número 4 en si bemol mayor, opus 60, que está dedicada al conde Franz von Oppersdorf. De ella, el célebre director de orquesta austriaco Josef Krips dijo: “Esta obra se aproxima al espíritu que campea en la Octava, pero mientras que esta última es la más vienesa de las nueve sinfonías, la Cuarta contiene un movimiento lento de indescriptible profundidad. Situada entre el drama de la Tercera y de la Quinta, esta sinfonía es un estudio sobre la serenidad: toda ella es la aceptación beethoveniana de la vida.” Aunque Josephine, por entonces viuda del conde Joseph von Deym, admiraba a Beethoven más que a ninguna otra persona, no sentía por él ningún sentimiento amoroso ni mucho menos atracción física. Además, casarse con un plebeyo como Beethoven hubiera significado para ella la pérdida de su título nobiliario, de sus privilegios e incluso de la custodia de sus cuatro hijos. En todo caso, Beethoven nunca se vio correspondido por esta mujer que, de acuerdo con algunos estudiosos, podría ser la Amada Inmortal, es decir, la destinataria de la famosa carta que el compositor escribió en julio de 1812 y que comienza así: “Mi ángel, mi todo, mi yo…” Pero volvamos a la Cuarta. En apariencia, está muy cerca del espíritu de Haydn y Mozart, pero sólo en apariencia... El primer movimiento, Adagio–Allegro vivace, se inicia con una lenta e introspectiva introducción que, luego de seis insistentes repeticiones de un mismo acorde, abre paso al Allegro, uno de los más gozosos y vivaces que Beethoven compusiera a lo largo de su existencia. Acerca del segundo movimiento, Adagio, Hector Berlioz comentó que “es tal la pureza de su forma, tan angelical su expresión melódica e irresistible su ternura, que la prodigiosa mano del artista queda enteramente oculta”. Por lo que se refiere al tercer movimiento, Allegro vivace–Trío. Un poco meno Allegro, es un enérgico scherzo pletórico de humor y libertad. Y el movimiento final, Allegro ma non troppo, es, en opinión de Jan Swafford, “un jadeante y alocado moto perpetuo, como la más alegre escena final de una ópera bufa.” La Sinfonía número 4 de Beethoven fue estrenada, junto con la obertura Coriolano, opus 62, en marzo de 1807, en un concierto privado que se efectuó en el palacio del príncipe Lobkowitz, en Viena. Robert Schumann se refería a ella como “una doncella griega entre dos gigantes nórdicos”, o sea, entre la Tercera y la Quinta. Cabe añadir que no pocos críticos la consideran, desde el punto de vista formal, la más perfecta sinfonía de Beethoven.   La Quinta de Beethoven: de la oscuridad a la luz   De acuerdo con Anton Schindler, el primer biógrafo de Beethoven, éste habría dicho con respecto a las famosas cuatro notas (tres breves y una larga) que dan comienzo a su Sinfonía número 5 en do menor, opus 67: “Así llama el destino a la puerta…” Y en efecto, el primer movimiento de esta obra, Allegro con brio, “implica una historia acerca de algo parecido a la acción del destino sobre la vida de un individuo, una acometida que no puede ser rechazada sino tan sólo soportada, resistida y trascendida desde dentro”, en palabras de Jan Swafford. Por lo demás, estas primeras cuatro notas no sólo dominan el Allegro con brio, sino también reaparecen una y otra vez en los momentos más dramáticos de los tres movimientos restantes. El segundo movimiento, Andante con moto, es una serie de variaciones sobre dos temas que alternan y contrastan entre sí. El primero de ellos, interpretado por las violas y los violonchelos, es una melodía de gracia y encanto femeninos; el segundo es fuerte y viril.   El comienzo y la conclusión del Scherzo. Allegro son tenebrosos. Y como para acentuar todavía más la interdependencia de los distintos movimientos, Beethoven encadena el tercero con el finale, Allegro, y retoma brevemente una parte de aquél hacia el luminoso remate de la sinfonía. Es posible que Beethoven tuviera en mente algo así como un guión dramático de su Quinta sinfonía, pero luego llegó a la conclusión de que ésta no tenía que seguir al pie de la letra una narración definida. Así pues, a partir de un plan general, iría de la oscuridad más profunda, de la desgracia del destino inexorable, a la luz más brillante, al triunfo total y exaltado.    A diferencia de la Tercera, en la que se describe la victoria del héroe que habrá de dar paso a un mundo mejor, más justo y libre, la Quinta cuenta la historia de una victoria personal ante el destino incierto y los embates de la vida. No por nada ésta es la obra más representativa del espíritu revolucionario y romántico. Beethoven comenzó a componer su Quinta sinfonía en 1803 y la terminó en 1807. Está dedicada al príncipe Lobkowitz y al conde Andrei Razumovsky. Su estreno se llevó a cabo el jueves 22 de diciembre de 1808 en el Theater an der Wien, en un concierto maratónico de cuatro horas de duración que incluyó exclusivamente obras del compositor alemán. El programa de esa tarde-noche gélida y memorable en la que Beethoven dirigió y tocó como solista, estuvo conformado de la siguiente manera: Sinfonía número 6 en fa mayor, opus 68, “Pastoral” (estreno), aria Ah, pérfido, opus, 65, Gloria de la Misa en do mayor, opus 86, Concierto para piano número 4 en sol mayor, opus 58 (estreno), Sinfonía número 5 en do menor, opus 67, Sanctus de la Misa en do mayor, opus 86, una improvisación para piano solo y Fantasía coral, opus 80 (estreno). Por cierto, después de esa velada musical, Beethoven nunca más volvería a tocar ningún concierto en público. La versión de la Quinta dirigida en 1974 por Carlos Kleiber al frente de la Orquesta Filarmónica de Viena es considerada la mejor de todas por muchos críticos y melómanos, aunque no hay que olvidar las versiones de Erich Kleiber (padre de aquél) con la Orquesta del Concertgebouw de Amsterdam (1950) y la de Wilhelm Furtwängler con la Orquesta Filarmónica de Berlín (1947).   Otras obras de Beethoven se estrenan en un concierto extraordinario   El concierto del jueves 22 de diciembre de 1808 en el Theater an der Wien ha quedado registrado en la historia de la música como uno de los más extraordinarios de todos los tiempos porque, además de la Quinta sinfonía de Beethoven, se estrenaron otras grandes obras del compositor alemán: su Sinfonía número 6 en fa mayor, opus 68, “Pastoral”, su Concierto para piano número 4 en sol mayor, opus 58, y su Fantasía coral, opus 80. A diferencia de su predecesora, la Sexta es suave y serena. Hacia 1806, en los esbozos de esta sinfonía, Beethoven hizo las siguientes anotaciones: “Se deja que el oyente descubra la situación […] Sin descripciones, el conjunto será percibido más como sentimiento que como pintura con sonidos […] Quien sea sensible a cualquier idea sobre la vida en el campo descubrirá por sí mismo las intenciones del autor […]”   Beethoven la terminó en la primavera de 1808, en un departamento de la Kirchengasse, en Heiligenstadt. En la primera edición de Breitkopf & Härtel recibió el nombre de “Sinfonía pastoral o Remembranzas de la vida en el campo, una expresión de sentimientos más que una descripción”. Al igual que la Quinta, está dedicada al príncipe Lobkowitz y al conde Andrei Razumovsky. Cada uno de sus cinco movimientos es una estampa de un día en el campo. Al primero lo llamó “Despertar de los alegres sentimientos al llegar al campo” –Allegro ma non tropo; al segundo, “Escena junto al arrollo” –Andante molto mosso; al tercero, “Alegre reunión de campesinos” –Allegro; al cuarto, “La tormenta” –Allegro; y al último, “Canción de los pastores tras la tormenta” –Allegreto. Si bien es cierto que Beethoven ya había escrito música sacra, como el oratorio Cristo en el Monte de los Olivos, opus 85, y la Misa en do mayor, opus 86, se puede decir que con su Sexta sinfonía también se acercó a Dios, pero ahora desde la naturaleza, a la que amaba intensamente. En cuanto a su Cuarto concierto para piano, Beethoven lo terminó en la primavera de 1807 y está considerado uno de los más bellos del repertorio mundial. Si en el anterior (en do menor, opus 37), el compositor no pudo deshacerse por completo de la influencia de Mozart, en éste al fin lo consiguió. Luego de su estreno, el crítico del Allgemeine Musikalische Zeitung, escribió: “Es el concierto más maravilloso, insólito, artístico y difícil de todos cuantos Beethoven ha compuesto. El segundo movimiento es extraordinariamente expresivo en su hermosa sencillez y el tercero alcanza la exuberancia por medio de una poderosa alegría.”    Según Carl Czerny, en la tarde-noche del estreno, Beethoven tocó la parte del piano con más ornamentaciones de las que finalmente saldrían en la partitura impresa. Con todo, después de esa ocasión, este concierto entró en un largo y oscuro periodo de olvido, hasta que en 1836 fue rescatado por Felix Mendelssohn. Por lo que se refiere a la Fantasía coral, Beethoven la compuso a toda prisa para cerrar el concierto del 22 de diciembre de 1808 en el Theater an der Wien, a partir de su lied Gegenliebe. Los versos del coro final fueron escritos por el poeta Christoph Kuffner cuando la música ya había sido terminada. Cabe añadir que esta obra –cuya meta simbólica, a decir de Jan Swafford, era reunir el amor y la fuerza por medio de la música– es precursora del último movimiento de la Sinfonía número 9 en re menor, opus 129, “Coral”.   Una sinfonía quizá compuesta bajo la influencia de la Amada Inmortal   Wagner la llamó “la apoteosis de la danza” por su tremendo poderío rítmico que no cesa en ninguno de sus cuatro movimientos (Poco sostenuto –Vivace, Allegretto, Presto y Allegro con brio). Hablamos, por supuesto, de la Sinfonía número 7 en la menor, opus 92, de Beethoven. De acuerdo con varios musicólogos, es posible que la Amada Inmortal, aquella mujer de identidad incierta hasta la fecha y de la que Beethoven estaba perdidamente enamorado, haya sido quien desató el impulso creador que dio como resultado esta sinfonía. Beethoven, ya con serios problemas de sordera, la terminó en el verano de 1812. Y el miércoles 8 de diciembre de 1813, bajo la dirección del propio compositor –y con Louis Spohr, Giacomo Meyerbeer, Mauro Giuliani, Johann Nepomuk Hummel, Antonio Salieri, Ignaz Moscheles, Doménico Dragonetti e Ignaz Schuppanzigh como integrantes de la orquesta–, se estrenó en el salón de actos de la Universidad de Viena, durante un concierto en beneficio de los soldados austriacos y bávaros que habían resultado heridos el 30 y 31 de octubre de ese mismo año al combatir a las tropas de Napoleón en la batalla de Hanau. Esa noche, sin embargo, el salón de actos de la Universidad de Viena estaba repleto no tanto por la nueva sinfonía del genio de Bonn, como por La victoria de Wellington (o La batalla de Vitoria), opus 91, espectacular obra orquestal compuesta a toda prisa por Beethoven para celebrar el triunfo de las tropas británicas, españolas y portuguesas, lideradas por Arthur Wellesley, futuro duque de Wellington, sobre el ejército francés en Vitoria, España (tiempo después, al leer, en un periódico, una crítica negativa de La victoria de Wellington, Beethoven, quien ciertamente la consideraba una tontería, escribió: “Nada más que una obra de circunstancias […] Ah, miserables granujas, mi mierda es mejor que cualquier cosa que podáis imaginar”). Como era de suponerse, en aquel ambiente victorioso y patriótico, La victoria de Wellington se llevó el aplauso más entusiasta del público, aunque la Séptima no fue recibida con indiferencia, ni mucho menos. Incluso, ante la insistencia de los presentes, el segundo movimiento, Allegretto, tuvo que interpretarse de nuevo, algo no muy común con los movimientos lentos (otro apunte acerca de este Allegretto: pronto se volvió tan popular que, en muchos conciertos, los directores lo tocaban en lugar de los movimientos lentos de la Segunda y la Octava). El compositor mexicano Joaquín Gutiérrez Heras (1927-2012) escribió sobre esta sinfonía: “La Séptima ocupa un lugar especial en la obra de Beethoven. Su desbordante energía la coloca cerca de la Tercera y la Quinta, pero en ella no encontramos los acentos trágicos o combativos que caracterizan a aquéllas. Es la expresión de un genio en el pináculo de su potencia creadora y se mueve en un plano que ha dejado muy atrás las connotaciones autobiográficas. En este sentido es una obra similar a la Sinfonía “Júpiter”, de Mozart –el juego del espíritu puramente musical.” Y otro mexicano, el escritor Eusebio Ruvalcaba, le dedicó el siguiente poema que forma parte de su libro Pensemos en Beethoven (Ediciones Monte Carmelo/CONACULTA, 2015).   Aún bajo los efectos del alcohol, un hombre escucha el Allegro con brio de la Séptima sinfonía   ¿De dónde proviene ese ritmo trepidante, Dios mío? Es como si una estampida de búfalos se aproximara. Las notas se suceden a una velocidad frenética. El aparato de sonido despide relámpagos y truenos. Como si fuera la voz colérica de Dios. De ese Dios iracundo e inclemente de que nos habla la Biblia. A una oleada de rápidos furiosos se avecina otra. Me sumerjo en esa agua que bulle bajo un impulso incontenible. Estoy pronto a ahogarme. No hay salvación posible. Excepto que piense en el sufrimiento de Beethoven, en lo que tuvo que haber pasado para darle a la música este dramatismo sublime.   El Testamento de Heiligenstadt: un escrito desde la desesperanza   En el verano de 1802, por consejo de su médico, Beethoven, entonces de treinta y dos años, se trasladó a Heiligenstadt, localidad ubicada en los alrededores de Viena, para descansar y estar en contacto con la naturaleza. En cuanto a su creatividad, el compositor pasaba por uno de sus periodos más fecundos (la Sonata para piano número 17 en re menor, opus 32, número 2, “La tempestad”, es, entre otras obras, de esa época). Sin embargo, su sordera no dejaba de avanzar de manera avasalladora. Hacia comienzos de octubre, Beethoven debió de haber intuido que se quedaría completamente sordo más temprano que tarde y cayó en una profunda crisis depresiva. Fue así como el día 6 de ese mes redactó una carta de tres páginas dirigida a sus hermanos Karl y Johann, la cual se conoce como el Testamento de Heiligenstadt. Sin duda, Beethoven esperaba que, luego de que sus hermanos la leyeran, fuera publicada para que el mundo supiera cómo había sido injustamente despreciado y malentendido por sus semejantes. Pero, a final de cuentas, esta carta nunca fue puesta en el correo y Beethoven la conservó el resto de su vida entre sus papeles privados. En marzo de 1827, después de su muerte, Anton Schindler y Stephan von Breuning la sustrajeron, junto con otros documentos y objetos, de su habitación y la publicaron en octubre de ese mismo año. Como ya dijimos, Beethoven la dirigió a sus hermanos Karl y Johann, pero en los tres lugares donde tendría que leerse el nombre de este último hay un espacio en blanco, porque aquél odiaba escribir un nombre o una palabra que le causara dolor, y en ese momento Johann seguramente le estaba causando un gran dolor. En ella se puede leer: “[…] Ah, ¿cómo podría aceptar una enfermedad en el único de los sentidos que, en mi caso, debe ser más perfecto que los otros, un sentido que antes poseía en la más alta perfección, una perfección como pocos en mi profesión han gozado? Oh, no puedo hacerlo, y por ello os pido que me perdonéis cuando veis que me retiro, pese a que hubiera estado encantado de unirme a vosotros. Y mi desgracia es doblemente dolorosa porque estoy destinado a ser mal comprendido: no puedo sentirme relajado con mis semejantes, no puedo asistir a cultas conversaciones, no puedo participar en el mutuo intercambio de ideas. Solo, completamente solo, no entro en la vida hasta que me lo exige una necesidad imperiosa; y debo vivir como un proscrito. Si me acerco a una tertulia, el miedo de que puedan advertir mi estado me sobrecoge con una angustia espantosa. […]” Más adelante, Beethoven admite que, ante la desesperación que ha experimentado, poco faltó para que se quitara la vida. Y agrega: “Sólo mi arte me ha detenido. Oh, me parecía imposible dejar este mundo antes de haber creado todo aquello que soy capaz de crear; por ello he decidido prolongar esta miserable existencia, en verdad miserable para un cuerpo tan sensible que cualquier cambio súbito puede precipitarlo del mejor al peor de los estados. […]” El 10 de octubre, Beethoven le añadió las siguientes palabras: “¡Con qué tristeza me despido de ti, Heiglnstadt [sic], con qué tristeza! La amable esperanza de cura que aquí me trajo, o al menos de alivio, debe morir del todo. De igual manera que las hojas del otoño caen y se marchitan, mi ilusión se me ha secado. Me voy casi como vine. El mismo esforzado valor que a menudo me socorría en los días bellos del estío se ha desvanecido del todo ¡Dios mío, concédeme, por una sola vez, un día de alegría! ¡Hace tanto tiempo que el profundo eco de la alegría verdadera me es desconocido! ¡Oh, cuándo, Señor, cuándo podría yo oírlo en el Templo de la naturaleza y de los hombres. ¿Nunca? ¡No! Esto sería demasiado cruel.” Al poco tiempo, Beethoven regresó a Viena, incomprensiblemente se instaló en una casa que se localizaba en una de las esquinas de la plaza de San Pedro, donde las campanas de la catedral de San Esteban, por un lado, y de la iglesia de San Pedro, por el otro, torturaban sus oídos con cierta frecuencia, y, como si nada hubiera sucedido, se puso a trabajar de nuevo. El original del Testamento de Heiligenstadt terminó en manos de Johanna, la viuda de Karl van Beethoven. En 1840, Franz List ayudó a Johanna a encontrar a alguien que se lo comprara. Finalmente, este conmovedor documento que pone al descubierto el corazón del compositor quedó en posesión de la célebre soprano sueca Jenny Lind. Hoy en día está bajo resguardo de la Biblioteca Estatal y Universitaria de Hamburgo.   La Octava: la más vienesa de todas las sinfonías de Beethoven   La Sinfonía número 8 en fa mayor, opus 93, es la más vienesa de todas las que compuso Beethoven, pues en ella retomó varios rasgos característicos del espíritu de Mozart y Haydn. Para distinguirla de la Sexta, también en fa mayor, Beethoven se refería a ella como “mi pequeña sinfonía en fa”. Sin dedicatoria y con una duración de menos de treinta minutos, el compositor la terminó en 1812, si bien no la estrenó hasta el 27 de febrero de 1814 en la Grosser Redoutensaal de Viena, en un concierto para su propio beneficio, cuyo programa incluyó, además, la Séptima y La victoria de Wellington. Al lado de estas dos obras, más acordes con el momento celebratorio que se vivía entonces por el fin de la guerra con los franceses y, también, más representativas del carácter típicamente beethoveniano, la nueva sinfonía no causó furor entre el público. Según Carl Czerny, ante el hecho de que la Octava no hubiera sido recibida con tanto entusiasmo como la Séptima, Beethoven exclamó socarronamente: “¡Eso se debe a que es mucho mejor!” Hacia fines de la primavera de 1812, varios amigos de Beethoven le ofrecieron una cena de despedida porque estaba a punto de emprender un viaje. Uno de ellos, el mecánico e inventor alemán Johann Mälzel, describió durante la velada el funcionamiento de un instrumento de su creación, el cronómetro musical, que precedió al metrónomo. Así, basado en el “ta ta ta” del instrumento de Mälzel, Beethoven improvisó un canon al que de inmediato se unieron alegremente los demás asistentes. Este canon sería aprovechado más tarde por el compositor para escribir el segundo movimiento, Allegreto scherzando, de la Octava. Sobre esta sinfonía, el compositor mexicano Joaquín Gutiérrez Heras escribió: “[…] si en sus temas el compositor parece regresar a su juventud, la manera de desarrollarlos es tan formidable y sorprendente como en las demás obras de su madurez, especialmente en el último  movimiento. En éste, partiendo de un tema vivaz y despreocupado, Beethoven nos abre en el desarrollo y en la coda imponentes e insospechadas perspectivas. Tal parece como si en esta obra el compositor, retomando el lenguaje de una etapa superada, concentrara sus energías para el salto gigantesco a su siguiente sinfonía.” Casi un mes y medio después del estreno de la Octava, el 11 de abril de 1814, Beethoven se empeñó en tocar la parte del piano en el estreno de su Trío en si bemol mayor, opus 97, “Archiduque”, pero, a decir del compositor Luis Spohr, “no fue gran cosa porque, en primer lugar, el piano estaba horriblemente desafinado, lo que a Beethoven le preocupó bien poco, puesto que no puede oírlo.” Una etapa especialmente convulsa y llena de momentos oscuros y difíciles estaba a punto de comenzar en la vida de Beethoven.   Beethoven se hace cargo de su sobrino Karl   Antes de morir el 15 de noviembre de 1815 de tisis (tuberculosis), Karl van Beethoven, hermano del compositor, dejó establecido por escrito que quería que su hijo, también de nombre Karl, de nueve años, quedara bajo la custodia compartida de su esposa, Johanna, y de Ludwig. Sin embargo, Beethoven estaba convencido de que Johanna era un ser inmoral y una madre indigna (incluso le endilgó el apodo de “Reina de la Noche”, en referencia al malvado personaje de la ópera La flauta mágica, de Mozart), por lo que, dos semanas después del fallecimiento de su hermano, pidió al Landrecht, el tribunal de la nobleza, que lo designara único custodio de su sobrino. El Landrecht falló a favor de Beethoven el 19 de enero de 1816. El compositor, entonces, se presentó ante dicho tribunal y juró “con solemnidad” cumplir con su deber. Beethoven inscribió al pequeño Karl en un afamado internado local y suplicó a su director, Cajetan Giannatasio del Rio, que no le permitiera a su madre, bajo ninguna circunstancia, ejercer sobre él la más mínima influencia; además, le dijo con firmeza que no podía visitarlo ahí... Beethoven, a quien le gustaba repetir una y otra vez: “Karl es mi hijo, yo soy su verdadero padre”, amaba realmente al niño y, de alguna manera, deseaba hacer de él otra de sus creaciones. El año anterior, las enfermedades, la sordera y la inseguridad en su capacidad creativa lo habían acercado peligrosamente al suicidio. Ahora, Karl le daba una razón para vivir y seguir componiendo. Así pues, con el ánimo renovado, Beethoven concluyó, en la primavera de 1816, An die ferne Geliebte (A la amada lejana), opus 98, su único ciclo de lieder. Basado en poemas de Alois Isidor Jeitteles, está considerado formalmente el primer ciclo de lieder de la historia de la música. En An die ferne Geliebte se aborda el dolor por la separación de la amada. Es muy probable que, para componerlo, Beethoven se haya inspirado en el tormento que le causaba el recuerdo de aquella mujer cuya identidad se desconoce hasta la fecha y a la que él llamaba simplemente la Amada Inmortal. De este ciclo de lieder, Jan Swafford dice: “Ninguna de las canciones puede ser extraída del conjunto; cada una conduce a la siguiente. Como en su música instrumental, hay motivos internos, tonalidades interrelacionadas y un regreso al final.”   Beethoven compone la más grande de todas sus sonatas para piano   En noviembre de 1817, Beethoven concluyó su Sonata número 28 en la mayor, opus 101, con la cual abrió un nuevo camino –más íntimo, personal e introspectivo– en su producción musical. Dedicada a la baronesa Dorothea Ertmann, el compositor Johann Friedrich Reichardt (1752-1814) escribió acerca de ella: “No he hallado jamás tanta fuerza unida a tan exquisita belleza.” Inmediatamente después, Beethoven comenzó a componer otra sonata para piano. Quería que fuera la más grande de todas... Entretanto, en enero del año siguiente, al fin logró realizar el plan que había concebido poco antes: sacar a su sobrino Karl del internado de Cajetan Giannatasio del Rio y llevarlo a vivir con él. En el verano de 1818, mientras Beethoven y Karl se encontraban en Mödling, una pequeña ciudad medieval ubicada al sur de Viena, el dueño de la firma inglesa John Broadwood & Sons le envió como regalo un espléndido piano, encima de cuyas teclas se podía leer, grabada sobre un placa de metal, esta inscripción latina: “Hoc Instrumentum est Thomae Broadwood (Londini) donum propter Ingenium illustrissimi Beethoven” (Este instrumento es un regalo de Thomas Broadwood de Londres para el ilustrísimo Beethoven”). Al respecto, Jan Swafford escribe: “Igual que en la década anterior su Érard le había ayudado a inspirarse para la Waldstein y la Appassionata, quizá el Broadwood, el piano más robusto en construcción y sonido que jamás había tenido, le ayudó a situarle en la dirección correcta para escribir la sonata para piano más colosal de su vida.” En el otoño de ese mismo año, una vez de regreso en Viena, Beethoven terminó la Sonata número 29 en si bemol mayor, opus 106, a la que llamó Grosse Sonate fur das Hammerklavier, es decir, Gran Sonata para Pianoforte. Fue entonces cuando el compositor alemán dijo: “Ahora ya sé cómo componer”. Con el tiempo, esta obra única en su género sería conocida simplemente como la Hammerklavier. Está dedicada al archiduque Rodolfo de Austria y lo de grande se refiere tanto a su dimensiones –es la más larga de todas las que compuso: dura alrededor de cuarenta y cinco minutos– como a su complejidad técnica. En su libro Pensemos en Beethoven (Ediciones Monte Carmelo/CONACULTA), 2015), Eusebio Ruvalcaba escribe: “Pocas obras nos quitan el sueño. Contadísimas obras se inoculan en nuestra sangre y nos perturban como una droga incontrolable. Exactamente lo que sucede con la sonata Hammerklavier de Beethoven, prueba de fuego para el que toca y para el que escucha. Como ninguna otra, esta sonata es un volcán en erupción. No hay más el Beethoven de las concesiones por el lado del romanticismo, y menos todavía por el lado de la experimentación. La Hammerklavier es la suma de todos los Beethoven: el de la Patética, el de la Appassionata, el de la Waldstein, pero aun, y lo que es inaudito, el de las sonatas que sobrevendrían más allá de la Hammerklavier.”   Beethoven comienza a componer las Variaciones Diabelli   La vida que Karl llevaba junto a Beethoven no le resultaba nada grata, por lo que el 3 de diciembre de 1818 huyó y se refugió con su madre. A la mañana siguiente, Beethoven fue a casa de Johanna y exigió que Karl volviera con él. Johanna presentó otra solicitud al Landrech, el tribunal de la nobleza, para recuperar a su hijo, alegando que Beethoven pretendía mandarlo lejos de ella para que no pudiera verlo. Una vez que este tribunal llamó a los tres para interrogarlos y descubrió que Beethoven no pertenecía a la nobleza, trasladó el caso al Magistrat. En enero de 1819, el Magistrat resolvió que Beethoven dejara de ser el tutor de Karl y que se buscara otro. Karl, por su lado, debía regresar a vivir con su madre. En marzo del mismo año, Beethoven y otros compositores vieneses fueron convocados por el músico austriaco Anton Diabelli para que cada uno escribiera una variación sobre una melodía de vals del propio Diabelli. Todas las variaciones resultantes serían publicadas en distintas entregas por una editorial de la que Diabelli era socio (por cierto, a los compositores que participaron en este proyecto musical se les agrupó bajo el nombre de Sociedad Patriótica de Artistas). A pesar de los problemas y líos legales que debía enfrentar, Beethoven le respondió a Diabelli que, a partir de lo que él calificaba de “remiendo de zapatero” (Schusterfleck), no compondría una sola variación, sino un conjunto entero, y puso manos a la obra. A principios del verano ya había escrito más de veinte variaciones; no obstante, al considerar que la obra estaba prácticamente terminada, la abandonó y se dedicó a esbozar las primeras secciones de lo que a la postre sería su Missa solemnis en re mayor, opus 123.   Mientras tanto, Karl ingresó en un internado y un amigo de Beethoven, Mathias von Tuscher, se convirtió en su nuevo tutor, pero pronto renunció a su cargo y el Magistrat designó a Johanna tutora única de su hijo. Al cabo de un año, Karl ya estudiaba en una escuela de Viena dirigida por Joseph Blöchlinger, quien era seguidor de Johann Heinrich Pestalozzi, el famoso pedagogo suizo que revolucionó la educación con sus ideas progresistas. Sin embargo, bajo el peso del disturbio emocional que suponía para él la disputa por su tutoría, Karl empezó a dar muestras de rebeldía y falta de interés en los estudios. En una libreta de conversaciones, el mismo Blöchlinger le informaba a Beethoven: “He tenido mucho problemas para lograr que se ponga de nuevo a trabajar; las buenas palabra son a menudo inútiles con él y no logran sacarlo de su indolencia.”   Beethoven continúa la composición de su Missa solemnis   Beethoven se encolerizaba y sufría mucho porque Karl no respondía a las cartas que le enviaba y porque, además, no mostraba ningún deseo de verlo o de hablar con él. A pesar de todo, siguió trabajando en su Missa solemnis y, también, como un último intento de “salvar” a su sobrino, preparó, con la ayuda de su abogado, Johann Baptist Bach, otro memorándum legal para el Tribunal de Apelación. Por esas fechas (fines de 1819), el compositor leyó en un periódico las palabras que Emmanuel Kant había escrito en la “Conclusión” de su obra Crítica a la razón práctica y que sirvieron como su epitafio: “Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”. Beethoven quedó tan subyugado con ellas que las resumió así en una de sus libretas de conversaciones: “‘La ley moral en nuestro interior, el cielo estrellado sobre nosotros.’ ¡¡¡Kant!!!” Al respecto, Jean Swafford escribe: “Su obsesión con los imperativos morales, con la necesidad de la bondad personal y su férreo sentido del deber, que Kant y su época habían predicado, se unificaban con Dios en esas palabras en un radiante intercambio que enlazaba la Tierra con el cielo. Esas ideas iban a resultar centrales en la Missa solemnis, en la que Beethoven llevaba trabajando casi un año, y la idea, exaltada y exaltante, de la humanidad erguida sobre la tierra, elevando su mirada hacia las estrellas, iba a convertirse en una imagen familiar en la música que escribiría el resto de su vida.”  Meses después, el 8 de abril de 1820, su lucha por la custodia de Karl rindió frutos: el Tribunal de Apelación falló a su favor. Johanna fue hecha a un lado, y él y su amigo Karl Peters fueron nombrados cotutores del adolescente. Karl permaneció internado en el colegio de Joseph Blöchlinger, donde su espíritu rebelde y la aversión que sentía por su tío no dejaron de crecer. Mientras tanto, Beethoven vivía agobiado por los gastos que implicaban la manutención del muchacho y sus propios tratamientos médicos, entre otras cosas. Por eso envió al editor Nikolaus Simrock una de las obritas que componía para una venta rápida y que llamaba “nimiedades”: las Variaciones sobre canciones folclóricas nacionales para piano y flauta, opus 107, y le pidió trescientos quince florines por ella. Y más tarde, a cambio de un adelanto de cien luises de oro, le ofreció la misa que aún no terminaba. Para entonces, debido a su sordera, ya no era capaz de componer directamente en el piano, sino que tenía que hacerlo nota a nota, lo cual le exigía un enorme esfuerzo.   Beethoven y Rossini se conocen en Viena   Hacia 1822, cuando tenía sólo treinta años, Gioachino Rossini ya era un compositor idolatrado en toda Europa y, también, el único que opacaba la fama de Beethoven. Por lo demás, el italiano admiraba varias obras del alemán, como sus sonatas para piano, sus cuartetos para cuerda y, sobre todo, su Sinfonía Eroica. Por lo contrario, Beethoven no apreciaba mucho el quehacer artístico de Rossini. En alguna ocasión había afirmado: “Su música se adapta al frívolo y sensual espíritu de la época, y su productividad es tan grande que para escribir una ópera necesita tantas semanas como años necesitan los alemanes.” En abril de ese año, Rossini visitó por vez primera Viena, donde fue recibido con un gran entusiasmo. A los pocos días de su llegada, el editor Dominico Artaria lo llevó a casa de Beethoven para que lo conociera. A pesar de que sabía que aquel joven le estaba haciendo sombra, Beethoven lo recibió con alegría y cordialidad, y si bien no pudo oír nada de lo que Rossini le decía, lo felicitó por El barbero de Sevilla y le aseguró que, mientras existiera la ópera italiana, se seguiría interpretando. Asimismo, luego de hojear algunas de sus óperas serias, le dijo que no intentara escribir nada que no fuera opera buffa, pues cualquier otro estilo iría en contra de su naturaleza. Al final de aquel encuentro, Rossini abandonó la casa de Beethoven profundamente emocionado. Más tarde diría: “Beethoven es un gigante que a veces le da a uno puñetazos en el costado, mientras que Mozart siempre es digno de admiración.” Por aquellos días, Beethoven entregó al editor Schlesinger las sonatas para piano número 31 en la bemol mayor, opus 110, y número 32 en do menor, opus 111. A decir de Jan Swafford, junto con la número 30 en mi mayor, opus 109, esta sonatas “marcan el punto final de su evolución en cada dimensión: técnica pianística, expresiva y espiritual. Cada una posee un carácter individual, y las tres comparten una preocupación por el contrapunto, una yuxtaposición de extremos, un final culminante y una no menos extraordinaria variedad combinada con una extraordinaria integración […] En otros momentos exhiben una simplicidad y una franqueza casi infantiles.” El pianista ruso Sviatoslav Richter –nacido el 20 de marzo de 1915 en Zhytómyr y muerto el 1 de agosto de 1997 en Moscú– ha sido uno de los mejores intérpretes de estas tres últimas sonatas para piano de Beethoven.   Beethoven termina dos cumbres de la música   En abril de 1823, Beethoven terminó al fin una de las obras para piano más excelsas de todos los tiempos: las Variaciones Diabelli, opus 120, elaboradas sobre la melodía de un vals más bien insignificante del músico y editor Anton Diabelli. Una vez tuvo la partitura de esta obra en sus manos, el mismo Diabelli comprendió de inmediato que lo que había hecho Beethoven a partir de su rudimentario tema musical era algo que tocaba lo sublime y lo eterno. Por eso, cuando la publicó bajo el sello de su editorial, incluyó la siguiente nota: “Presentamos al mundo unas Variaciones que no pertenecen al tipo común, sino que constituyen una gran e importante obra maestra que se situará entre las creaciones inmortales de los Clásicos del pasado […] más interesantes por el hecho de haber sido concebidas a partir de un tema que nadie podría suponer susceptible de una elaboración semejante […] Todas estas variaciones […] se aseguran un lugar de privilegio junto a la obra maestra de Sebastian Bach [las Variaciones Goldberg].” Cada una de las treinta y tres variaciones que conforman esta singularísima obra encierra en sí misma un universo que deja traslucir diferentes estados de ánimo: jocoso, melancólico, ensoñador, alocado, risueño, nostálgico, triste… Por lo que se refiere a la Missa solemnis en re mayor, opus 123, otra de las cumbres de la música, Beethoven la concluyó también por aquella época. En un primer momento fue pensada para ser interpretada en la ceremonia de investidura del archiduque Rodolfo de Austria como arzobispo de Olomouc, pero el compositor no la acabó a tiempo. Beethoven creía que era su mejor obra. Con todo, debido a sus dimensiones (dura casi una hora y media) y a las dificultades técnicas que conlleva, aún hoy en día es poco interpretada. Consta de cinco partes: Kyrie, Gloria, Credo, Sanctus y Agnus Dei, y en ella intervienen, además de los músicos de la orquesta, una soprano, una contralto, un tenor, un bajo y un coro mixto. Acerca de esta obra, Jan Swafford escribe: “La Missa solemnis es una obra desde el corazón de Beethoven al corazón de los oyentes, a través del tiempo. Puesto que el propio Beethoven quería tratar con Dios de hombre a hombre, no hay en ella ninguna devota plegaria a Dios para que la acepte, ningún ‘… terminado con la ayuda de Dios’. Se trata de la declaración de fe de un hombre en la forma del texto litúrgico central de la Iglesia católica, y está dirigida no a los fieles, sino a toda la humanidad.” Se cuenta que, cuando se convenció a sí mismo de que no era capaz de obtener un resultado que hiciera justicia a la esencia espiritual y la magnificencia de esta obra que, junto con la Misa en si menor, de Bach, y la Gran Misa en do mayor y el Requiem, de Mozart, es una de las joyas de la música sacra, el director de orquesta alemán Wilhelm Furtwängler la retiró de su repertorio.   Beethoven comienza a componer la Novena   Alguna vez, durante su adolescencia, Beethoven dijo a unos amigos que tenía la intención de ponerle música a la “Ode an die Freude” (“Oda a la alegría”), de Friedrich Schiller (esto, por cierto, lo harían, además de él, otros compositores, entre ellos Franz Schubert, quien en 1815 compuso un lied titulado precisamente “An die Freude”, que lleva el número de catálogo Deutsch 189). En 1812, a los cuarenta y dos años, el compositor alemán escribió los primeros esbozos de lo que llegaría a ser la Sinfonía número 9 en re menor, opus 125, “Coral”. En el invierno de 1817-1818 apuntó otros nuevos esbozos y en el transcurso de este último año dejó bien asentada la idea de que el finale o uno de los movimientos anteriores contaría con la participación, inédita hasta entonces en una sinfonía, de voces solistas y un coro. En noviembre de 1822, la Sociedad Filarmónica de Londres aceptó la propuesta de Beethoven de componer una sinfonía para ella, lo cual le causó un gran entusiasmo y lo impulsó a seguir adelante con su proyecto. Hacia abril de 1823, una vez terminadas las Variaciones Diabelli, Beethoven escribió nuevos esbozos y apuntes, y, durante los once meses siguientes se entregó por completo a la conclusión de su más grandiosa sinfonía. Pero había un problema: si, como dice Swafford, había decidido que la Novena estuviera dirigida a un final con voces solistas y un coro, es decir, si el finale y su tema debían ser el objetivo, la música tenía que presagiarlo desde el comienzo. “Así que antes de avanzar demasiado en el primer movimiento –añade Swafford–, debía encontrar el tema del finale. En ese sentido, la sinfonía se escribiría de atrás hacia delante, como había sucedido con la Heroica y con la Sonata Kreutzer: las ideas principales del inicio se desarrollarían a partir del tema principal del finale.” Fue así como Beethoven se dedicó a trabajar arduamente hasta concebir la frase inicial que ponía en música los cuatro primeros versos del poema de Schiller… Los cuatro movimientos de la Novena son: I) Allegro ma non troppo, un poco maestoso; II) Molto vivace; III) Adagio molto e cantabile; y IV) Presto – Allegro ma non tropo – Allegro assai.  En una interpretación del valor simbólico de esta sinfonía, al primer movimiento se le da el título de “Destino, la inexorable trama del universo”; al segundo, “Fuerza y plenitud”; al tercero, “Amor”; y al cuarto y último, “Júbilo, el júbilo de la fraternidad humana”. La partitura original de esta obra, compuesta por casi doscientas páginas, es uno de los tesoros más valiosos de la Biblioteca Estatal de Berlín. Y desde el 12 de enero del 2003, la Novena está inscrita en la lista del Patrimonio de la Humanidad de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO, por sus siglas en inglés).   7 de mayo de 1824: se estrena la Novena de Beethoven   Como sus últimas composiciones no habían sido bien recibidas en Viena (“Hace mucho que no están de moda y la moda lo hace todo”, decía), Beethoven concibió un plan: estrenar su Sinfonía número 9 en re menor, opus 125, “Coral”, en Prusia. Pronto, sin embargo, dicho plan se divulgó por toda Viena y llegó a oídos de varios “amantes del arte” que de inmediato se reunieron y redactaron una carta que se publicó en febrero de 1824 en el Theater Zeitung y el Wiener musikalische allgemeine Zeitung, bajo el título “Llamamiento de sus admiradores”. En ella le decían a Beethoven, entre otras cosas: “Sabemos que la corona de sus grandes sinfonías se ha visto aumentada con una flor inmortal. Desde hace ya años, desde que se aplacó el trueno de la batalla de Vitoria [La Victoria de Wellington], aguardamos y esperamos. Abra de nuevo el tesoro de su inspiración y extiéndalo sobre nosotros como antaño. No defraude durante más tiempo las expectativas públicas. Acreciente el precio de sus obras incomparables dándonoslas a conocer en persona. No querrá que los hijos de su genio sean arrancados de su patria para ser presentados primero ante extraños. ¡Aparezca entre nosotros, muéstrese en su gloria y acuda a alegrar a sus amigos, a sus ardientes y respetuosos admiradores!” Finalmente, emocionado por aquella excepcional muestra de afecto y admiración, Beethoven accedió a estrenar la Novena en el Theater am Kärntnertor, en Viena, el 7 de mayo de 1824. Ese día –ese histórico día–, el programa estuvo compuesto por su obertura La consagración de la casa, opus 124, el Kyrie, el Gloria y el Credo de su Missa solemnis en re mayor, opus 123 (se interpretaron también por primera vez, pero como “himnos”, debido a que entonces no se podía tocar música sacra en recintos no religiosos) y, como último número, la Novena. Los solistas fueron la soprano Henriette Sontag, la contralto Karoline Unger, el tenor Anton Haitzinger y el bajo Joseph Seipelt, con la orquesta y el coro del Theater am Kärntnertor, reforzados por aficionados, todos bajo la batuta de Michael Umlauf, pero con Beethoven también en el escenario, marcando el tiempo. De acuerdo con Schindler, el teatro estaba lleno. “Un solo palco –añade– permaneció vacío: el del Emperador, a pesar de que el maestro y yo mismo habíamos invitado personalmente a todos los miembros de la familia imperial y de que algunos habían prometido acudir.” Tras la conclusión del primer movimiento de la nueva sinfonía beethoveniana se oyó una salva de aplausos atronadores; el segundo movimiento también concitó una entusiasta ovación y tuvo que ser interrumpido y retomado por la orquesta desde el principio; el tercero, con su enternecedora belleza, enamoró a la concurrencia; pero el cuarto, que comienza con lo que Wagner llamó una “fanfarria del terror” y más adelante incorpora las voces solistas y el coro a la orquesta, hizo que los oyentes simple y sencillamente enloquecieran. Se cuenta que, una vez que la Novena llegó a su fin, Beethoven –para entonces ya completamente sordo– todavía se hallaba absorto en la partitura, por lo que la contralto Karoline Unger debió tomarlo del brazo y hacer que se volviera en dirección al público, que gritaba y aplaudía fuera de sí. Al respecto, Swafford escribe: “Era como si los asistentes estuvieran rompiéndose la voz para hacerle comprender que aquél era su triunfo a pesar de todo; a pesar de la deficiente ejecución, de la dificilísima música, de los asientos abandonados, de su oído perdido. Sucediese o no de esa manera, pensar en ello produce una infinita tristeza.” En 1826, año en que la editorial Schott e Hijos hizo la primera impresión de la partitura de la Novena, Beethoven tomó una distancia definitiva de la monarquía austriaca al dedicar esta obra a Federico Guillermo III de Prusia.   El pañuelo de Furtwängler El 19 de abril de 1942, en la capital del Tercer Reich, la Orquesta Filarmónica de Berlín, dirigida por Wilhelm Furtwängler, interpretó la Novena de Beethoven en un concierto en honor de Adolf Hitler, quien ese día cumplía cincuenta y tres años.   Aunque el Führer no asistió, numerosos jerarcas nazis, entre ellos Joseph Goebbels, sí fueron a la sala de conciertos y ocuparon buena parte de las butacas.   Cuando se escuchó el último compás de esta sinfonía y los asistentes empezaron a aplaudir, Goebbels se levantó de su asiento y fue a saludar de mano a Furtwängler, quien segundos después, de acuerdo con la filmación que hay del suceso (y que fue incluida en la película Réquiem por un imperio, de Itsván Zsabó), se limpió la mano con su pañuelo para que no quedara en ella rastro alguno del hombrecito encargado del Ministerio para la Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich.   Se estrena el Cuarteto para cuerdas número 13 de Beethoven   Si Beethoven sólo hubiera compuesto a lo largo de su vida los diecisiete cuartetos para cuerdas (dos violines, una viola y un violonchelo) que legó a la posteridad, igualmente sería uno de los compositores más geniales de la historia de la música. Los cuartetos beethovenianos han sido divididos en tres grupos: los iniciales, compuestos entre 1798 y 1800: 1, 2, 3, 4, 5 y 6, opus 18; los centrales, compuestos entre 1806 y 1811: 7, 8 y 9, opus 59, “Razumovsky”; 10, opus 74, “Las arpas”; y 11, opus 95, “Serioso”; y los últimos, compuestos entre 1822 y 1826: 12, opus 127; 13, opus 130; 14, opus 131; 15, opus 132; 16, opus 135; y la “Gran fuga”, opus 133, que en un primer momento constituyó el último movimiento del 13. El 21 de marzo de 1826, el Cuarteto número 13 en si bemol mayor, opus 130, fue estrenado por el cuarteto de Ignaz Schuppanzigh en Viena. Debido a que ya no podía oír absolutamente nada, Beethoven decidió no asistir al concierto y esperar el regreso de sus amigos en una taberna cercana. Cuando los amigos del músico llegaron a la taberna, le informaron que la mayor parte del cuarteto había gustado mucho a los oyentes, y que incluso el segundo y el cuarto movimientos habían sido repetidos. Beethoven, entonces, les preguntó por la fuga, a lo cual le respondieron que no había gustado. “¡Es lo único que deberían haber repetido! ¡Imbéciles!”, grito furioso. Más adelante, el editor Matthias Artaria convenció a Beethoven de que publicara la fuga como una obra independiente y escribiera otro final menos largo, denso y difícil para el Cuarteto número 13. Beethoven también compondría una transcripción para piano a cuatro manos de la “Gran fuga”, que lleva el opus 134. De esta singular fuga, Igor Stravinsky dijo: “Se me antoja el más perfecto milagro de toda la música. Sólo por su ritmo es una composición incluso más sabia y refinada que cualquier música concebida durante mi siglo. Música contemporánea que siempre será contemporánea.” El Cuarteto número 13 consta de seis movimientos: 1. Adagio ma non troppo – Allegro. 2. Presto. 3. Andante con moto ma non troppo. Poco scherzando. 4. Alla danza tedesca (Alegro assai). 5. Cavatina (Adagio molto espressivo). 6. Finale (Allegro). En cuanto a la Cavatina, una de las melodías más expresivas y conmovedoras jamás compuestas, el mismo Beethoven comentó poco antes de morir: “He escrito esta música en la mayor desolación. Y su lectura me conmueve hasta las lágrimas.” Y por lo que se refiere al Finale (Allegro), que reemplazó a la “Gran fuga”, fue la última pieza musical completa que Beethoven compuso en su vida (hacia finales de 1826).   Karl, el sobrino de Beethoven, intenta suicidarse   En mayo de 1826, harto de la presión que Beethoven ejercía sobre él, Karl, quien entonces tenía diecinueve años y vivía en una casa de huéspedes, golpeó a su tío y se refugió unos días con su madre. Y a finales de julio, por la época en que puso punto final al Cuarteto número 14 en do sostenido menor, opus 131, Beethoven recibió una nota del casero de Karl. “He sabido hoy que su sobrino tiene intención de pegarse un tiro, como muy tarde el próximo domingo”, leyó. De inmediato, Beethoven le pidió a su asistente Karl Holz que recogiera a su sobrino; sin embargo, éste logró escapar. Poco después, Beethoven se enteró de que Karl no aparecía por ningún lado. Enloquecido por la desesperación, se dirigió a la casa de Johanna, madre de aquél, donde lo halló tendido en la cama, con una bala en la parte izquierda de la frente, pero vivo. Bajo arresto, puesto que en aquellos tiempos el suicidio se consideraba un crimen, y aún semiinconciente, Karl fue trasladado al Hospital General de Viena, donde, a pregunta expresa de un policía, indicó que había intentado matarse porque su tío lo hostigaba. Cuando, encolerizado, Beethoven se presentó en su cuarto y dijo que Johanna era la culpable de aquella situación, Karl escribió en uno de sus cuadernos de conversaciones: “No quiero oír nada malo sobre ella. No me corresponde a mí juzgarla. Si tuviera que pasar con ella el poco tiempo que estaré aquí, sólo sería una pequeña recompensa por todo lo que ha sufrido por mi causa.” Finalmente, Beethoven, sin duda devastado por un profundo sentimiento de culpa –y también presionado por su amigo Stephan von Breuning, quien se convertiría en custodio oficial de Karl, y por el mismo Holz–, aceptó que su sobrino se hiciera soldado. Al saber esto, Karl le escribió desde el hospital: “Mi situación actual es tal, que te pediría que hables lo menos posible de lo que ha sucedido y ya no puede cambiarse. Si mi deseo de seguir una carrera militar puede ser satisfecho, me sentiré muy feliz; en todo caso, lo considero aquello con lo que podría vivir y sentirme realizado.” Por su parte, Beethoven le escribió a Holtz: “En general, no estoy en absoluto a favor del ejército como profesión […] Me siento desgarrado; y la felicidad no volverá junto a mí durante un largo periodo […] Todas mis esperanzas se han desvanecido, todas mis esperanzas de tener junto a mí a alguien que pudiera parecerse a mí, al menos en mis mejores cualidades.” Con todo, el compositor recurrió a su nombre e influencia, y comenzó a hacer todo lo necesario para que su sobrino se incorporara, con las mayores ventajas, al ejército. Según Anton Schindler, luego del intento de suicidio de Karl, Beethoven envejeció tanto en tan pocos días que parecía un hombre de setenta años años.   Un relámpago seguido por un trueno anteceden la muerte de Beethoven   Hacia finales de 1826, Beethoven trabajaba en otra sinfonía y en un quinteto para cuerdas, pero su salud estaba muy deteriorada debido a los problemas estomacales y de hígado que venía padeciendo desde hacía tiempo. Fue por aquellos días también cuando le envió a Karl Holz sus últimas notas musicales: un canon en cuatro compases titulado Wir irren allesamt, ein jeder irrt anders (“Todos nos equivocamos, pero cada uno se equivoca de modo distinto”). Para empeorar las cosas, un acceso de ira le ocasionó ictericia, vómitos y diarrea, y a partir de entonces empezó a hincharse por el líquido acumulado en el abdomen a causa de su enfermedad hepática, por lo que lo drenaron varias veces. Acostado en su cama, Beethoven se la pasaba hojeando los innumerables tomos de las obras de Händel que le había enviado un admirador inglés, o leyendo a Walter Scott, Homero y otros autores griegos y latinos. El 18 de febrero de 1827 le escribió a su antiguo asistente el barón Zmeskall, quien sufría gota: “No desespero. Lo más doloroso de todo es el cese de cualquier actividad […] Quiera el cielo que obtengáis un alivio en vuestra dolorosa existencia. Quizá la salud nos sea devuelta a ambos y podamos vernos de nuevo en feliz intimidad.” Beethoven vivió algunos periodos de mejoría que, a final de cuentas, no impidieron que su condición se agravara dramáticamente. El 22 de marzo, el doctor Andreas Wawruch le sugirió que un sacerdote le administrase la extremaunción, a lo cual accedió. Y, luego de la ceremonia, todavía tuvo la presencia de ánimo para decirle al cura en tono de broma: “¡Os estoy muy agradecido, espectral señor! ¡Me habéis proporcionado un gran bienestar!” Dos días después logró incorporarse y declamar sarcásticamente la fórmula empleada para concluir las comedias latinas: “Plaudite, amici, comoedia finita est” (“Aplaudid, amigos, la comedia ha terminado”). Al cabo de unas horas llegaron unas botellas de vino del Rin que había pedido semanas antes. Schindler las acomodó en una mesa, junto a su cama. Beethoven abrió los ojos y dijo lo que serían sus últimas palabras: “Demasiado tarde…” Al rato comenzó a delirar. En la tarde del 26 de marzo, una implacable tormenta se desató sobre Viena, con relámpagos, nieve y granizo. En ese momento, el joven compositor Anselm Hüttenbrenner y una mujer (una versión dice que Johanna, la madre de Karl; otra, que Sali, la doncella de Beethoven) le hacían compañía a éste. Hacia las 17:45 horas, según la versión de Hüttenbrenner, un relámpago iluminó la habitación y, un segundo después, se oyó el estallido de un trueno. Inopinadamente, Beethoven recobró la conciencia, abrió los ojos y levantó un brazo con el puño cerrado. A continuación, dejó caer la mano y sus ojos se cerraron. La muerte lo había hecho suyo. El funeral –al que acudieron más de veinte mil personas, entre ellas Franz Schubert, quien moriría al año siguiente y descansa al lado de su amado Beethoven– se llevó a cabo el 29 de marzo. Antes de que el féretro fuera bajado a la fosa abierta en el Cementerio Central de Viena, el actor Heinrich Anschütz leyó una oración fúnebre escrita por el poeta y dramaturgo Franz Grillparzer. En el monumento-lápida que corona la tumba del genial compositor alemán se lee, a manera de epitafio, una sola y refulgente palabra: Beethoven.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Hasta esas vacaciones de Semana Santa lo había tratado poco. Cuando en las mañanas yo salía de casa rumbo a la escuela y me lo encontraba en la parada del camión, lo saludaba con un “hola” apenas audible. Entonces, él respondía: -Ho... ho... hola –y bajaba los ojos, sin duda avergonzado por el tartamudeo inclemente que padecía. Se llamaba Héctor, era hijo de un comandante de la Policía Judicial de un pueblo del estado de Morelos y de una mujer chaparra, robusta, ya no tan joven, que acostumbraba calzar unas chanclas muy gastadas. A veces, si no nos completábamos para jugar una cascarita en el parque porque alguien de la palomilla seguía haciendo la tarea, íbamos a su casa y lo invitábamos a unirse a nosotros, aunque fuera un pésimo futbolista. Siempre lo acompañaba su hermanito, Sabino, quien también era tartamudo y no dejaba de sonreír y de admirarse por todo lo que veía a su alrededor. Las clases concluyeron y todos mis amigos salieron de viaje, por lo que inesperadamente me encontré solo, solo, solo... En las mañanas despertaba con una sensación de abandono espantosa e intentaba distraerme viendo televisión, armando mi Mecano u hojeando las revistas de Life en español que mi papá coleccionaba y que apilaba en un viejo revistero, pero pronto me aburría y comenzaba a deambular por toda la casa, como un oso dentro de su jaula. Un día, asomado a la ventana de la sala, pensaba que la vida, así, como se me presentaba, era infinitamente triste y tediosa. Mis padres casi nunca estaban en casa, y cuando convivía con ellos no hacían otra cosa más que recriminarme porque no me bañaba, o porque no cogía bien los cubiertos a la hora de comer, o porque no mantenía en orden mi cuarto... Y ahora, para acabarla de amolar, mis amigos se habían largado... En todo eso cavilaba cuando vi a Héctor y Sabino cruzar la calle. Corrí a la puerta, salí y los alcancé. -¿Qué van a hacer? –pregunté. -Va... va... vamos a... al pa... pa... parque a ti... ti... tirar con l... la re... re... resortera –contestó Héctor. -¿Puedo ir con ustedes? -S... sí. Llegamos. De uno de los bolsillos de su pantalón, Héctor sacó una resortera, pero no una de juguete, como las que vendían en el mercado, con la horqueta de alambre y unas ligas negras más o menos delgadas, sino una con la horqueta de madera perfectamente pulida y unas ligas de hule muy gruesas y resistentes. La contemplé extasiado. Héctor dio unos pasos y dirigió su mirada hacia la copa de uno de los árboles más altos y frondosos del parque. -¡A... a... hí hay u... u... uno! –anunció Sabino. -T... tú  ca... ca... cállate –dijo Héctor, y del otro bolsillo extrajo una pequeña piedra y la colocó en el pedazo de cuero sujeto por las ligas; luego, bien aferrada por su mano derecha, levantó la horqueta a la altura de su rostro, estiró las ligas con su mano izquierda, apuntó hacia un sitio específico de la copa del árbol y disparó. Un segundo después, algo cayó al pasto. Los tres corrimos. Un pajarito gris, con la cabeza sangrante, yacía inmóvil a nuestros pies. Yo no lo podía creer... ¡Qué puntería! Sabino recogió al pajarito e informó: -L... lo v... voy a en... te... terrar, pa... pa... para q... que n... no s... se l... lo co... co... coma ni... ni... ningún a... ni... ni... mal. Luego se arrodilló sobre el pasto, escarbó un pequeño hoyo debajo de la copa de aquel árbol, metió al pajarito en él y lo cubrió con la tierra que había escarbado. -Des... ca... ca... cansa e... en p... paz –dijo, y se puso de pie. El resto de la mañana lo dedicamos a subirnos en los columpios, a deslizarnos por la resbaladilla y a colgarnos como monos del pasamanos. Cuando sentimos sed y hambre, regresamos a la cuadra y nos despedimos.   El panorama cambió por completo porque me di cuenta de que podía pasármela muy bien con Héctor y de que la ausencia de mis amigos ya no me importaba. Era cierto que no jugaría futbol durante varios días, pero en su lugar –estaba convencido- podría hacer otras cosas igualmente -o más- divertidas con mi nuevo camarada.      Al día siguiente me levanté más temprano que de costumbre y fui a su casa a buscarlo. Su mamá abrió la puerta. -¿Está Héctor? –dije. La mujer me miró como si fuera un pordiosero o algo por el estilo, volteó ligeramente hacia atrás y gritó: -¡Te hablan! ¡No se te olvidé sacar el bote de la basura! La mujer se hizo a un lado y apareció Héctor, empujando un enorme tambo verde oscuro. -Ho... ho... hola –dijo, y acomodó el tambo al borde de la banqueta. -¿Puedes salir? ¿Quieres ir al parque? Héctor me vio un instante y desvió la mirada: -N... no, te... te... tengo q... que ir a... al me... me... mercado. -Si quieres te acompaño –dije. -Co... co... como qui... qui... quieras. Héctor entró en su casa y al rato salió de nuevo con una bolsa del mandado en una mano, seguido por Sabino, quien al verme sonrió y exclamó: -¡Ho... ho... hola! -Hola -dije yo, y empecé a caminar junto a ellos. Ya en el mercado, los tres visitamos diversos puestos de frutas y verduras en los que Héctor compró una papaya, manzanas, peras, plátanos, calabazas, chícharos, papas, cebollas... A continuación nos encaminamos a un puesto de carne y pidió medio kilo de bisteces. Mientras esperábamos a que el carnicero los cortara, Sabino dijo: -He... He... Héctor, ¿m... me co... co... compras u... un ca... ca... carrito? -¡N... no! -¿P... por q... qué? -¡P... por q... que n... no m... me a... al ca... ca... canza el di... di... dinero! Sabino hizo una mueca con la boca que presagiaba un amargo estallido de llanto, pero se contuvo. Héctor le acarició el cabello y dijo: -E... es... tá b... bien. Va... va... vamos p... por t... tu ca... ca... carrito. Compramos el carrito en un puesto de juguetes atendido por un individuo tuerto, y emprendimos el camino de vuelta a la cuadra. Sabino iba feliz con su carrito de plástico de dos pesos. No paraba de hacer un ruidito con la boca que semejaba el rugido de un motor. Al doblar una esquina, dos tipos más grandes que Héctor y yo, con pinta de cargadores, nos cortaron el paso. Uno de ellos preguntó burlonamente: -¿A dónde van, niños? Héctor se detuvo en seco, dejó la bolsa del mandado en el suelo y atrajo hacia sí a Sabino. El otro tipo le dijo a Héctor: -Dame la bolsa y no les pasará nada. Con una seña, Héctor nos indicó que nos pusiéramos atrás de él. Lo que pude ver después es que blandía en la mano derecha una navaja, de ésas a las que uno le aprieta un botoncito y la hoja se despliega de inmediato. Los dos tipos mostraron sorpresa ante aquella arma. A pesar de todo, uno de ellos, el que nos había llamado “niños”, se inclinó un poco e intentó arrebatarle la bolsa a Héctor, pero éste bajó la navaja con un movimiento rapidísimo y le propinó un corte en el brazo. El tipo gritó de dolor y retrocedió, tapándose la herida con la otra mano. Al percatarse de que también podría ser herido por Héctor, el otro echó a correr. Su compañero no tardó en hacer lo mismo. Esa noche, cuando ya me hallaba acostado en mi cama, me deleité recreando aquella escena en mi mente una y otra vez, hasta que el sueño me venció.   Otro día, Héctor me habló de su padre. Me contó, con sus palabras entrecortadas, que en una ocasión se había enfrentado a tiros con cinco maleantes que huían después de asaltar un banco, y que, al cabo de dos o tres horas de un encarnizado intercambio de plomo, los había despachado, uno a uno, al infierno, sin que él sufriera ni siquiera un rasguño. Creo que realmente llegamos a ser buenos amigos. Había algo -aún ahora no sé qué- que nos unía, nos hermanaba. Él me buscaba o yo lo buscaba, y nos íbamos por ahí, a vagar durante horas. Platicábamos, reíamos con facilidad; incluso nos confiamos mutuamente algún secreto de nuestra compartida adolescencia, mientras Sabino permanecía en silencio, observándonos y sonriendo. Una tarde volvíamos de una intensa sesión de tiro con resortera en un terreno baldío, cuando Héctor me dijo que Sabino, su madre y él irían al pueblo donde trabajaba su padre. La noticia me llenó de angustia, pues comprendí que me hundiría nuevamente en la soledad y el aburrimiento más atroces. Felizmente, mis amigos no tardaron en retornar a la ciudad y, ya todos juntos, retomamos nuestros partidos de futbol en el parque y, también -¡ah!-, nuestras espontáneas diabluras. Las vacaciones terminaron y todos nos preparamos para  reintegrarnos a nuestra respectiva escuela. La noche antes del reinicio de clases fui a casa de Héctor para saludarlo y preguntarle cómo le había ido, pero estaba completamente a oscuras, sola. Los días pasaron, y la casa de mi amigo seguía luciendo deshabitada, hasta que un viernes, de regreso de la escuela, vi a Sabino en la banqueta, jugando con su carrito de dos pesos. -Hola, Sabino –dije. -¡Ho... ho... hola! –exclamó. -¿Y Héctor? ¿Dónde está? -S... se f... fue a... al ci... ci... cielo c... con Di... Di... Diosito. Justo cuando dejó de hablar, su madre se asomó a la puerta y gritó: -¡Sabino, métete! Sabino se incorporó, se despidió de mí agitando una mano y entró en su casa. ¿Qué demonios había detrás de aquellas palabras que aquel niño acababa de pronunciar con una candidez que me heló la sangre? En ese momento no tuve ninguna oportunidad de averiguarlo.   Doña Ángeles, la vecina que vivía con su esposo y sus tres hijos en la casa ubicada justo enfrente de la nuestra y que mantenía cierta amistad con la madre de Héctor y Sabino, le refirió a mi mamá lo ocurrido: una mañana, cuando su padre ya se había ido a la comandancia, Héctor se metió a escondidas en su cuarto, abrió el ropero oloroso a humedad y, de entre camisas, pantalones y demás prendas de vestir, sacó un rifle; pero al darse la vuelta, tropezó y lo soltó. El rifle golpeó el piso, se disparó, y la bala que salió de su cañón le perforó la cabeza a Héctor y lo mató en el acto. El resto de ese año escolar no me fue bien. Una melancolía inexplicable y una pavorosa apatía hicieron presa de mí y me empujaron a volarme muchísimas clases y a dejar de hacer tareas y estudiar. Nada me atraía, nada me entusiasmaba, nada me parecía digno de atención. La vida se perfilaba ahora como una aventura extraña, ardua y dolorosa. De tanto en tanto pensaba que Héctor había corrido con suerte, pues ya no tenía que lidiar con ella... A pesar de todo, en la recta final del curso logré sobreponerme y aprobé de panzazo todas las materias. A Sabino lo vi una vez más afuera de su casa. -Hola –le dije. -¡Ho... ho... hola! –exclamó, con la misma sonrisa límpida y afectuosa de siempre. Después, su madre y él se fueron quién sabe a dónde y ya nunca más regresaron.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá IResulta normal que, cuando de misántropos hablamos, acudan a nuestra mente, con una rapidez lumínica, personajes tipo tales como Mr. Scrooge o Mr. Hyde, en cuyos rostros imaginamos siempre un gesto agrio y desdeñoso, y una actitud de asco y rechazo absoluto frente a todo aquello que "huela" a humano. Sin embargo, por raro que parezca, hay otra clase de "grandes odiadores de la humanidad" que, a diferencia de aquéllos, poseen una apariencia bondadosa, amable y receptiva, y en presencia de sus semejantes se comportan y actúan con una complacencia amorosa, francamente fraternal.En efecto, estos misántropos fuera de serie dedican su vida, su tiempo, sus afanes, a planear y ejecutar -con una minuciosidad obsesiva y delirante- actos "altruistas" de la más variopinta naturaleza: campañas de vacunación gratuitas, colectas para instituciones de beneficencia, acopios de alimentos y ropa para ancianos y niños de la calle, peticiones de liberación de presos políticos, manifestaciones o huelgas de hambre para apoyar el cese al fuego en alguna zona del planeta..., sin olvidar, ni un solo instante, su verdadero fin: contribuir eficazmente al exterminio de quien identifican como el enemigo a vencer: el género humano.Pero, a veces, las cosas no salen como ellos lo desean y sus aviesas intenciones son descubiertas. Entonces quedamos boquiabiertos y horrorizados de que el apuesto y carismático multimillonario que aparece fotografiado en la primera plana de todos los diarios no buscara, como él mismo difundía a los cuatro vientos, librar a los niños de su país de la hepatitis o de la meningitis mediante la aplicación de cientos de miles de dosis de la vacuna correspondiente, sino todo lo contrario, esto es: inocularles cantidades monstruosas de los microorganismos causantes de tan terribles enfermedades...; o de que la ancianita de mirada dulce con la que solíamos toparnos en la calle, y de quien sabíamos que gastaba buena parte de su pensión en la alimentación de un grupo de menesterosos, fuera realmente la culpable de que, de tanto en tanto, uno de aquéllos muriera envenenado...; o de que el incorruptible abogado de indígenas, negros y gente pobre en general, y de cuya sorprendente personalidad ahora mismo se ocupan los noticieros de la televisión, hiciera todo lo necesario para que al menos tres de sus defendidos terminaran cada año sentados en la silla eléctrica o con una soga al cuello.A estos misántropos encubiertos, no obstante, poco les importa que les quiten repentinamente la máscara de beatitud con que navegan por el mundo, pues incluso en la fría y desnuda soledad de su celda, una vez que un juez los ha condenado a treinta, cuarenta, cincuenta años de encierro -o, en su defecto, a la pena capital-, aún tienen la oportunidad de seguir siendo fieles a su más viva y loca pasión, y, de hecho, nunca la desaprovechan... Es así como, en un estado de éxtasis casi religioso, acechan pacientemente a la única víctima que les queda a su alcance: ellos mismos, y, cuando así lo consideran conveniente, la suprimen definitivamente con una rotunda puñalada en el corazón, con un despiadado tajo en la garganta...IILa primera impresión que dejan en quienes los acaban de conocer es que se trata de seres bastante retorcidos tanto en lo físico como en lo moral. De aspecto hosco y huraño, pareciera que siempre están escabulléndose hacia alguna salida, la que sea, como ratas en permanente fuga. De más está decir que prefieren la penumbra, incluso la oscuridad total, en lugar de la luz; así como la soledad en vez de la muchedumbre y el gentío.Cuando no les queda de otra y se ven obligados a sostener algún tipo de intercambio verbal con alguien, utilizan, por lo general, frases cortas, tajantes, cuando no huidizos monosílabos y uno que otro gruñido intimidatorio.De ellos, por supuesto, corren las más variadas y truculentas historias: que intentaron (y lograron) arrojar a la esposa por la ventana; que emascularon al marido por sospechar (y comprobar) que les era infiel; que operan una red de pornografía infantil; que ejercen, con mucho éxito, la brujería y la magia negra; que seducen, violan y asesinan, los fines de semana, a jovencitas incautas; que pertenecen a un grupo terrorista... En ocasiones, estas habladurías crecen y se solidifican tanto en el inconsciente colectivo, que al cabo de una o dos generaciones ya son recordadas como hechos verídicos y comprobables...Sin embargo, la verdad sobre estos seres antipáticos y odiosos nada tiene que ver con las atrocidades que se les achacan. Recluidos en una lujosa suite de un rascacielos de la Quinta Avenida, en un lúgubre y desolado rincón oficinesco, en un sucio y sofocante cuartucho de vecindad, ellos más bien están a la caza de la circunstancia propicia para hacer algo en beneficio de los demás, sin importar cómo ni cuándo.Unas veces, los resultados de su tenaz y callada labor filantrópica son grandiosos y espectaculares: la construcción de una nueva casa-hogar para huérfanos, la milagrosa recuperación de un enfermo terminal gracias a la donación de uno de sus riñones...; otras, en cambio, son más bien modestos, opacos: la reconciliación -vía su mediación oportuna- de dos amigos coléricos, una deuda ajena saldada de manera incondicional y anónima...Otra cosa hermana a estos filántropos fuera de serie: su ilimitado amor por la música de Brahms.                                                                                                                                                                                                              De El corrector de estilo
Por Roberto Gutiérrez Alcalá “¡Dejen pasar al anciano!”, decía papá que dijo un día un agente de migración en el puente de Nuevo Laredo, Tamaulipas, mientras él y otras personas hacían cola para mostrar su pasaporte y luego encaminarse a Laredo, Texas, pero papá, por más que volteaba hacia todos lados, no veía a ningún anciano, hasta que, por las miradas que le dirigía el agente, entendió que éste se refería a él, y entonces los demás le abrieron paso, y papá avanzó muy apenado, aunque también muy alegre de que aquel trámite concluyera con tanta rapidez debido, fundamentalmente, a su recién estrenada ancianidad.                                                                                                    De Invenciones a dos manos 
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  El conde pasaba por una época crítica, realmente penosa. Los innumerables años en que había gozado, a nivel mundial, de una reputación intachable eran ya sólo un sofocante recuerdo que lo sumía casi a diario en un estado de ánimo propicio para el suicidio. Ya sin un solo diente, sucio, débil, cubierta la espalda con una capa rota y desteñida, vagaba esa noche por las calles de una monstruosa ciudad en busca de algo que llevarse a la boca, de algo que saciara un poco su sed milenaria. Al dar la vuelta en una esquina y toparse con un maloliente callejón donde un ejército de ratas se daba un festín al pie de un gran contenedor de basura desbordado, se detuvo un momento, sopesando la oportunidad que se le presentaba de improviso. Tomó impulso, avanzó unos pasos y, después de patear enérgicamente a varios roedores que le impedían acercarse al contenedor, hundió su rostro demacrado y enjuto en él, y empezó a desgarrar varias bolsas de plástico y a palpar su contenido. Al cabo de unos instantes, su mano extrajo una toalla femenina usada. Entonces, mientras la observada, más con resignación que con ansia se dijo: -Bueno, para un tecito...Y se alejó de aquel callejón inmundo. 
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  El 16 de mayo de 1954 fue domingo. Ese día, mi padre -entonces un joven flacucho de escasos veintiún años- se levantó temprano y, luego de bañarse, se vistió con una camisa de manga larga blanca y un traje gris con una corbata color vino, se calzó unos zapatos negros recién boleados y se peinó con brillantina Jockey Club. La mañana era espléndida, con un cielo completamente azul, sin nubes. Desde la adolescencia, a mi padre le apasionaba la ópera y la música clásica. Con René Villanueva, un compañero de la carrera de Ingeniería Química en la UNAM que poco más de una década después fundaría el grupo Los Folkloristas, asistía todos los domingos al Palacio de Bellas Artes. Como casi nunca disponían de dinero, acostumbraban esconderse en los compartimentos de los baños hasta que comenzaba la función. Entonces salían de ellos y entraban furtivamente en la sala de conciertos. De esta manera ya habían tenido la oportunidad de escuchar a muchos de los grandes cantantes, intérpretes y directores de orquesta de la época, como María Callas, Mario del Mónaco, Walter Gieseking, Ida Haendel, Erich Kleiber, Sergiu Celibidache... Esa vez, sin embargo, mi padre y René Villanueva sí habían logrado juntar el dinero necesario para el boleto que les permitiría presenciar, sin sobresaltos, la actuación de la Orquesta Sinfónica Nacional dirigida por el célebre director de orquesta austriaco Clemens Krauss. El programa estaba integrado por la Sinfonía número 88, en sol mayor, de Haydn; El aprendiz de brujo, de Dukas; el Concierto para piano y orquesta número 2, en si bemol mayor, de Brahms (interpretado por la pianista mexicana Angélica Morales); y la Obertura Leonora número 3, de Beethoven. Mi padre bajó a la cocina, se preparó un café soluble y unos huevos revueltos con jamón, y se desayunó de prisa. No quería llegar tarde al concierto, a ese concierto, precisamente. A continuación se lavó los dientes, se asomó a la recámara de mi abuelo para avisarle que ya se iba y salió a la calle. De la colonia Lindavista, donde vivía en una casa de dos pisos con su padre (mi abuela había muerto tres años atrás) y sus tres hermanos, se trasladó en un taxi a la avenida Juárez esquina con San Juan de Letrán, en el centro de la ciudad de México. Ya de pie en la banqueta, volteó hacia arriba para echarle un vistazo a la Torre Latinoamericana, que aún estaba en construcción y ya se perfilaba como el rascacielos más alto de Iberoamérica. Mi padre se ajustó la corbata y se encaminó a la entrada del Palacio de Bellas Artes. Afuera de éste, varios grupos de personas impecablemente vestidas (ellos de esmoquin; ellas de largo, con los hombros descubiertos) platicaban y reían con discreción. Mi padre consultó su reloj de pulsera: eran las diez cuarenta y cinco. Todavía había tiempo. El concierto comenzaría en punto de las once quince. Cruzó la puerta y se detuvo en el vestíbulo inferior, a un lado de las primeras escalinatas de mármol negro. René Villanueva no tardó en llegar. Ambos se dieron un abrazo y subieron, a paso veloz, hasta el tercer piso. Allí enseñaron sus boletos y recibieron, cada uno, un programa de mano. Cuando estuvieron sentados en sus respectivas butacas, cada quien se dedicó a leer las notas que Francisco Agea había escrito para la ocasión. Unos minutos antes de la hora señalada, los miembros de la Orquesta Sinfónica Nacional empezaron a entrar en el escenario y a ocupar sus lugares. Luego entró el primer violín, quien agradeció el aplauso del público y esperó a que el primer oboe tocara un la en su instrumento para que él y los demás músicos afinaran los suyos. Por el altavoz se anunció la tercera llamada. Un silencio expectante se instaló en la sala. Mi padre y René Villanueva se adelantaron en sus butacas y dirigieron la vista hacia abajo. A las once y quince -ni un minuto más, ni un minuto menos-, un hombre maduro, alto, de cabello entrecano, hizo su aparición en el escenario del Palacio de Bellas Artes y, en medio de un aplauso atronador, saludó al público con una inclinación de cabeza, se dio la vuelta y subió al podio, desde donde, con un leve movimiento de la batuta que sostenía en la mano derecha, indicó a todos los músicos empuñar sus instrumentos. Al cabo de un instante, la música de Haydn inundó los oídos de todos los presentes. El resultado que arrojó aquella dupla vienesa no pudo ser más claro, nítido y luminoso. Cuando el último acorde del Finale: allegro con spirito se apagó, los aplausos y gritos de júbilo –incluidos, por supuesto, los de mi padre y René Villanueva- irrumpieron en la sala como un chubasco y no cesaron hasta que Clemens Krauss tomó la batuta de nuevo y ordenó a la orquesta repetir el cuarto movimiento... La obra emblemática de Dukas también concitó el entusiasmo del público, que al final aplaudió exultante hasta que el alumno de Richard Strauss y coautor del libreto de la última ópera de éste –Capriccio- ya no salió al escenario. Durante el intermedio, mi padre y René Villanueva fueron al baño y, después, se dedicaron a admirar, en el primer y segundo piso, los murales de Rivera, Siqueiros, Tamayo... Al ver que la gente regresaba a la sala, hicieron lo mismo, sin dilación. Venía el platillo principal: el Concierto para piano y orquesta número 2, de Brahms. Mi padre sentía una especial predilección por él. Así que, cuando la orquesta y el piano acometieron, bajo la mirada penetrante de Clemens Krauss, el majestuoso Allegro non tropo, mi padre experimentó un sutil estremecimiento de la cabeza a los pies. Llevada por el músico austriaco, Angélica Morales supo encarar, con maestría y pasión, los cuatro movimientos de esta bellísima obra. Por eso, apenas cesó el eco de la última nota, una aclamación estruendosa retumbó en los cuatro costados de la sala. Para cerrar con broche de oro, Clemens Krauss hizo tocar a la Orquesta Sinfónica Nacional una versión simplemente perfecta de la Obertura Leonora número 3, de Beethoven. El público, en éxtasis, se rindió a sus pies y le prodigó una ovación apoteósica a lo largo de no menos de cinco minutos. Krauss, evidentemente conmovido, agradeció aquellas muestras de afecto y admiración y, cuando lo consideró oportuno, desapareció definitivamente del escenario. Las luces de la sala se encendieron. Mi padre, con un extraño brillo en los ojos, volteó a ver a René Villanueva y dijo: -Ven, acompáñame a los camerinos. Los dos bajaron las escaleras corriendo, llegaron al vestíbulo superior, dieron vuelta a la izquierda en un estrecho pasillo y cruzaron una puerta. Una treintena de individuos ya se agolpaba en la zona de camerinos. Mi padre, seguido por René Villanueva, se abrió paso a empujones. A unos metros de él distinguió a Angélica Morales, quien respondía a las preguntas de un periodista. -Maestra Morales, ¿me podría dar su autógrafo? –dijo mientras le tendía una pluma fuente y el programa de mano, los cuales acababa de extraer del bolsillo interior de su saco. La pianista accedió encantada, estampó su nombre en la parte superior de la segunda hoja y continuó conversando con el periodista. Mi padre sonrió como un niño al que le acaban de dar un algodón de azúcar. Sin embargo, aún no estaba satisfecho. Avanzó entre aquel gentío. A lo lejos vio a su “presa” y se abalanzó sobre ella. En ese momento, Clemens Krauss y su esposa, la soprano ucraniana Viorica Ursuleac, traspusieron una estrecha puerta que daba al estacionamiento del Palacio de Bellas Artes. Como pudo, mi padre salió detrás de ellos. -Maestro Krauss, ¿me podría dar su autógrafo? –dijo mi padre, y le tendió el programa de mano al músico austriaco, cuyo porte elegante y refinado lo cohibió un poco. Éste, que no sabía una palabra de español, comprendió de inmediato lo que aquel joven nervioso y excitado le solicitaba, pero como a mi padre se le había olvidado darle también la pluma fuente, le pidió a su esposa que le prestara algo con que escribir. Viorica Ursuleac abrió su bolso, sacó una pluma atómica y se la entregó. Clemens Krauss garabateó, con tinta azul, su nombre en la parte inferior de la segunda hoja y, esbozando una sonrisa, le regresó a mi padre el programa de mano. -¡Gracias, maestro Krauss! –alcanzó a murmurar mi padre antes de que el matrimonio se subiera a un Cadillac color mostaza que ya lo esperaba con la portezuela trasera abierta. Una hora después, el director de orquesta moriría de un ataque al corazón fulminante en la habitación que ocupaba con Viorica Ursuleac en el hotel Monte Cassino, en la calle de Génova, en la colonia Juárez. A mi padre le gustaba decir que fue él, sin duda, a quien Clemens Krauss le dio su último autógrafo. Y es casi seguro que así haya sido. Ahora yo soy el poseedor del programa de mano que lo resguarda entre sus hojas.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  En una ciudad de espanto hay una Clínica de Trastornos del Sueño a la que a diario acuden cada vez más personas atolondradas y confusas por el insomnio que padecen como consecuencia de las acuciantes preocupaciones, ansiedades y presiones que trae consigo la vida cotidiana (la fila para acceder a ella es infinita). Una vez dentro, aquellas miserables creaturas de ambos sexos y de todas las edades son conducidas por un oscuro pasillo hasta un galerón inmenso, donde, sobre hileras interminables de asientos de plástico -y como resultado del más pavoroso aburrimiento-, permanecen largas horas completamente dormidas, a la espera de que algún especialista las atienda y, previos análisis y estudios, las ayude a conciliar otra vez, como cualquier hijo de vecino, el sueño, el anhelado sueño reparador.                                                                                                          De El corrector de estilo 
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Nunca antes había visto nada parecido en la llamada vida real, tan sólo en alguna serie de televisión o película: colocó la piedra en el trozo de cuero sujeto por las ligas de caucho, levantó la horquilla de la resortera a la altura de su rostro, estiró las ligas con su mano izquierda, apuntó hacia la copa de un árbol y disparó. Un segundo después, algo cayó al pasto. Nos acercamos corriendo. Era un pájaro gris. Yo no podía creerlo... Ahí lo dejamos, muerto, sangrante, y seguimos recorriendo el parque de Copilco, buscando alguna otra cosa que hacer.   Se llamaba Víctor. Era hijo de un comandante de la Policía Judicial de un pueblo de Morelos y de una mujer gorda, morena y ya no tan joven. Vivía en la misma unidad habitacional que yo. Era de mi edad, moreno, tartamudo, flaco como yo, y había algo -aun ahora no se qué- que nos unía, nos hermanaba. Cuidaba a un niño de seis años –Sabino-, que también tartamudeaba. Decía que era su hermanito, pero todos sabíamos que en realidad era hijo de uno de sus hermanos mayores. Los dos -Víctor y Sabino- eran inseparables. Iban a cualquier lado cogidos de la mano. Durante esas vacaciones de verano, los tres salimos varias veces a explorar el mundo. Él me buscaba, o yo lo buscaba, luego del desayuno, y emprendíamos el camino... Hablábamos, reíamos con facilidad. Incluso llegamos a revelarnos mutuamente algún secreto de nuestra compartida adolescencia, mientras Sabino permanecía en silencio, observándonos, sonriendo.   Nos dejamos de ver. Cada quien tomó su rumbo. Un día me enteré, por boca de otro vecino: fue al pueblo de su padre a pasar un fin de semana. Y lo consabido, el lugar común, la estúpida noticia repetida una y mil veces: se dirigió al cuarto de su padre. Abrió el ropero oloroso a humedad y, de entre uniformes y pantalones y demás prendas de vestir, sacó un rifle supuestamente descargado. Un movimiento involuntario, un tropiezo, una caída, y el rifle estalla y lo fulmina al instante, como aquella vez la resortera al pájaro.                                                                                          De Ninguna señal, ningún indicio 
Por Roberto Gutiérrez AlcaláSe llamaba Petra, pero todos le decíamos Petrita. Era pequeña de estatura, morena y prognata. Durante muchos años había trabajado como enfermera en distintos hospitales del gobierno. Ahora estaba jubilada y vivía con su esposo y sus dos hijos varones en la planta baja del edificio dos.   Cuando yo jugaba futbol y me raspaba o abría una rodilla (lo cual sucedía más seguido de lo que hubiera deseado), siempre acudía al llamado de mi abuela para curarme.   Entonces subía lentamente las escaleras, jadeando, sofocada, hasta el quinto piso del edificio uno, donde mi madre, mi hermana y yo habíamos encontrado asilo después de la separación.   Limpiaba la herida con agua y jabón. Luego le ponía agua oxigenada, le agregaba polvos de sulfiatazol y la cubría con una gaza. Todo lo hacía con sumo cuidado y destreza. Al cabo de dos o tres días regresaba, cambiaba la curación y pedía que me cuidara.   Alguna vez la vi salir de su departamento a toda prisa, gritando, perseguida por su marido ebrio, que blandía un rifle como si hubiera estallado la revolución.   Otro día, un 10 de mayo, en la mañana, nos la encontramos al pie de las escaleras. Íbamos de paseo. Ella lloraba, aullaba. ¿Qué pasó? Su hijo Pedro se había matado en un accidente de carretera.   Yo hubiera querido decirle algo, algo, algo, pero no supe qué.                                                                                          De Ninguna señal, ningún indicio 
Petrita
Autor: Roberto Gutiérrez Alcalá  433 Lecturas
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  Cuando yo tenía ocho años, mi padre echó por la borda a su mujer y sus dos hijos. Digamos que a él no le apasionaba ir al supermercado, pagar colegiaturas, regar el jardín, poner el árbol de Navidad. Lo suyo era la música y el alcohol (no necesariamente en ese orden). Ya libre de obligaciones familiares, a veces me llevaba a su nueva guarida -el departamento de su hermana- a pasar el fin de semana. En la noche del sábado, mientras cenábamos, veíamos en la televisión (en blanco y negro) un juego de futbol o una pelea de box. Luego, yo me iba a dormir y él se quedaba a oscuras, en la sala, pensando, pensando, pensando, con una cerveza en las manos. Mi padre no la pasaba nada bien entonces, de eso estoy seguro. Había tirado por la borda a su mujer y sus dos hijos, y algo así se paga con dolor y remordimientos y un montón de angustia. Muy temprano, el domingo, una suave ráfaga de viento acariciaba mis oídos: la Mattinata, de Leoncavallo, interpretada por Di Stefano.                                                                                          De Ninguna señal, ningún indicio 
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Fue el menor de los hermanos de mi padre. Durante más de dos décadas se desempeñó como profesor de dibujo técnico en una secundaria de Cuajimalpa. También tomó un curso de radiología, lo que le permitió trabajar, por las tardes, en el consultorio del tío Sergio, su hermano, sacando radiografías de las muelas de los pacientes. Era tan flaco que sus hijos lo llamaban “Huesús”. Fue mi padrino de primera comunión (por ahí anda una foto en blanco y negro, en la que sale retratado conmigo –llevó un cirio en las manos- y con mis padres). Con el paso del tiempo se convirtió en jefe de un grupo de boys scouts que se reunía los sábados en un terreno baldío de la colonia Narvarte, muy cerca de donde vivía con su familia. Un día, cuando ya había transcurrido casi una década desde que aquellos boys scouts comenzaron a utilizar ese terreno para sus reuniones sabatinas, el dueño se apareció repentinamente y les pidió que no lo volvieran a ocupar. El tío Jesús decidió pelearlo por la vía legal, y la cosa se fue a juicio. Invirtió, en ese asunto, todo: tiempo, dinero y mucho, mucho esfuerzo, y todo para nada. El falló fue inapelable: la posesión de aquel terreno, donde el tío Jesús y su grupo de boys scouts practicaban la hechura de nudos con cuerdas, el levantamiento de tiendas de campaña y el encendido de fogatas, regresó legalmente a su dueño original. Entonces se puede decir que empezó su debacle. Renunció a su plaza en la secundaria de Cuajimalpa, y, con su esposa y sus hijos, siguió al tío Sergio a Monterrey. Ahí consiguió un empleo como vendedor de muebles en un negocio de un primo muy adinerado. Pronto se dio cuenta de que vender mesas de comedor, sillas, sofás no era lo suyo. Y una mañana ya no se levantó de la cama. Permanecía en ella noche y día, noche y día, viendo la televisión o leyendo periódicos atrasados. Apenas la abandonaba para ir al baño y beber agua, y de inmediato regresaba a ella y se metía entre las cobijas que ya olían a rancio. Fue presa de varios psiquiatras dementes y codiciosos. Lo único que sacó de su trato con esos hijos de Satanás fue gastarse los pocos ahorros que le quedaban y volverse adicto a ansiolíticos y somníferos. Cuando mi padre murió en Monterrey por circunstancias fortuitas que no voy a exponer aquí, se presentó en la funeraria. Ésa fue la última vez que lo vi. Caminaba como un anciano de noventa años y castañeteaba los dientes al hablar. Luego, sus hijos se vieron obligados a internarlo en un asilo porque una tarde, durante la canícula, golpeó a su esposa. Dicen que, de cuando en cuando, padecía ataques de furia incontenibles, atroces, por lo que debían amarrarle las manos y los pies a los barrotes de su cama de metal. Murió solo una mañana lluviosa, mientras los afanadores trapeaban el piso con cloro diluido en agua.                                                                                               De Ninguan señal, ningún indicio 
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  No dejan de llegar, uno tras otro, uno tras otro, y formar una fila interminable delante de la ventanilla de recepción de obras del Registro Público del Derecho de Autor.   La mayoría son jóvenes. El resto se divide, en partes más o menos iguales, en maduros y viejos.   Se les ve satisfechos, optimistas, incluso -podría afirmarse- ilusionados, con dos copias de sus respectivas obras -y el recibo del pago por el trámite que pronto realizarán- bajo el brazo.   Según las estadísticas, 99.9 por ciento de lo escrito, impreso y engargolado por esos hombres y mujeres a lo largo de sus cortas, medianas o extensas vidas se perderá en el más ingente olvido.                                                                                          De Ninguna señal, ningún indicio 
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  A un costado de aquella avenida había un tramo de banqueta muy corto, de unos cincuenta metros de largo, y tan angosto que por él no podían caminar, al mismo tiempo, dos personas en sentidos contrarios. Así pues, si una venía de norte a sur y otra de sur a norte, una de las dos necesariamente debía bajarse al arroyo vehicular para dejar pasar a la otra, y luego volver a subir de inmediato a la banqueta para evitar ser arrollado por uno de los automóviles o camiones que circulaban por ahí. La noche era fría y húmeda. Un hombre, enfundado en un abrigo negro y con una bufanda gris al cuello, ingresó, de norte a sur, en aquel tramo de banqueta. Comenzó a llover. El hombre alzó la cabeza y, a través de la luz parpadeante de una de las luminarias del alumbrado público, observó cómo las gotas de lluvia caían sobre él y su entorno como finas y punzantes agujas hipodérmicas. A continuación avanzó. En ese momento, otro hombre posó sus pies en el mismo tramo de banqueta, pero de sur a norte, mientras intentaba abrir, con cierto apremio, un enorme paraguas. Una vez que lo consiguió y se guareció debajo de él, reemprendió la marcha. Pronto, ambos confluyeron, frente a frente, a la mitad de aquella breve vía peatonal. A escasos centímetros uno del otro, ambos se miraron a los ojos. La lluvia arreció. Es posible que, por un instante, cada uno tuviera la intención de cederle el paso al otro, y aun emprendiera algún movimiento con las piernas para bajarse al arroyo vehicular. Sin embargo, a final de cuentas, ninguno de los dos lo concluyó. Sin quitarse la vista de encima, como dos vaqueros a punto de batirse a duelo en la calle principal de un miserable y polvoriento pueblo del Viejo Oeste, permanecieron estáticos en sus respectivos lugares, convencidos de que su fortaleza moral y psíquica vencería al otro. Su actitud no estaba permeada por el odio ni mucho menos por el desprecio, sino por una autoconfianza que crecía y se consolidaba conforme transcurrían los segundos, los minutos. Los demás peatones que transitaban, en ambos sentidos, por aquel tramo de banqueta, se bajaban cuidadosamente al arroyo vehicular para esquivarlos, pasaban junto a ellos y, antes de subirse de nuevo y proseguir su camino, los volteaban a ver con una mueca de incredulidad y burla, unos, y de enojo y desdén, otros. Empapado, el hombre del abrigo negro y la bufanda gris al cuello constantemente se quitaba con una mano el agua de los ojos para continuar viendo con claridad a su rival. Por su parte, el hombre del paraguas, inmaculadamente seco de la cintura para arriba, apenas pestañeaba. Así, a la mitad de aquel tramo de banqueta y bajo una lluvia que al cabo de un rato devino en tormenta, aquellos hombres enaltecieron la tenacidad y la perseverancia humanas, hasta que, atraído por la punta metálica del paraguas, un rayo los fulminó.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  Quiero llegar puntual a la cita. Empujo con brusquedad la puerta de entrada y cruzo apresuradamente el salón vacío. Me detengo frente a una cortina que hay al fondo. La descorro de un manotazo. Ahí está, en un minúsculo compartimento privado, el otro, yo mismo, sentado ante una mesa desnuda. Jalo una silla y tomo asiento, mirándolo a los ojos. Parece alterado por quién sabe qué pensamientos turbios, confusos. Hablo, sin preámbulos: -Debes serenarte. -¿No te cansas de dar buenos consejos? –dice irónicamente. -Tu salud no es mala, aún eres fuerte. ¿Qué terquedad la tuya de ahogarte en un vaso de agua! -Imbécil... Guardo silencio. Lo observo detenidamente. De sus sienes resbalan sendos hilillos de sudor. Él también me observa, desafiante. Insisto: -Tienes proyectos, planes... ¡No te dejes doblegar! -Me das asco... –murmura apenas, con los labios apretados. Luego se lleva una mano a uno de los bolsillos de la chamarra y extrae de ella una pequeña pistola que pone en el centro de la mesa. -¿Ésta es tu solución? Pensaba que eras más inteligente e imaginativo –digo, tratando de picarle el orgullo. Él ríe con sorna y dice: -Y yo pensaba que eras menos cobarde y pusilánime. ¡Te has puesto a temblar! Junto las manos y bajo la cabeza, desolado.   ***   Me remuevo en la silla, inquieto. El aire enrarecido del lugar pasa a través de mis pulmones como si fuera cristal pulverizado. Resopló y lanzo un grito que suena igual que el ladrido de un perro: -¡Al diablo todo! Me dirige una mirada aterrada. Por primera vez comprende que mi determinación puede llevarme a un camino sin retorno. Se recompone y dice: -Sólo te pido que seas menos severo contigo mismo y con los demás. -¿De dónde sacas tanta sapiencia? –digo, y al cabo de un instante agrego-: Creo que es inútil seguir hablando. -¡No, no es inútil! ¡Tenemos que hacerlo hasta que recobres la razón! -¡Necio! Un último rayo de sol se cuela por la claraboya empotrada en el muro que se levanta a mi espalda, e ilumina su rostro demacrado y sombrío. Echo la silla hacia atrás y me pongo de pie. Él intenta incorporarse también mientras balbucea algunas palabras que no alcanzo a entender. A continuación, como aplastado por el peso de una derrota inverosímil, se deja caer de nuevo sobre la silla. -Adiós –digo, y comienzo a caminar en dirección al salón. En el centro de la mesa, la pistola yace inmóvil, como una mortífera araña al acecho de su próxima víctima.
La cita
Autor: Roberto Gutiérrez Alcalá  484 Lecturas
Por Roberto Gutiérrez Alcalá     Un día, misteriosamente, apareció publicado en todos los periódicos y revistas de los cinco continentes –así como en infinidad de sitios de internet- un pequeño anuncio en el que se daba a conocer el número telefónico de “una novedosa y exclusiva línea directa con Dios. Márcalo. No te arrepentirás”. Al principio, como era de esperarse, la gran mayoría de la gente no lo tomó en serio. Sin embargo, con el paso de los días, de las semanas, de los meses... se fue corriendo cada vez más la voz de que aquella línea era realmente efectiva en cuanto a obtener consuelo y fortaleza para los sufrimientos y las aflicciones de cada quien. Luego de dos o tres timbrazos, los millones de personas de distintas razas, religiones y nacionalidades que hablaban a diario –y a todas horas- a ese número, oían una voz sibilante e hipnótica que con inconcebible dulzura les transmitía el siguiente mensaje: “Dios –el Gran Creador, el Único, el Bueno...- está ocupado ahora, atendiendo otra llamada. Deja tu nombre y tu número telefónico, pues en cualquier momento Él podría ponerse en contacto contigo para atenderte como te mereces...”                                                                                                         De El corrector de estilo 
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Pasaba por uno de esos periodos en los cuales resulta poco menos que imposible llevar a cabo la más insignificante tarea. Fue así como dejó de bañarse, cambiarse de ropa, alimentarse correctamente, incluso salir de casa. Permanecía acostado en su cama, hojeando algún libro tomado al azar del librero o el periódico de hacía tres semanas, rumiando toda clase de pensamientos deshilvanados, dormitando a ratos, soñando sueños en los que todo era oscuro y confuso, como su vida. El cabello entrecano, la barba y el bigote ya le habían crecido más de lo habitual. Y las uñas, tanto de los dedos de las manos como de los pies. Su apariencia era la de un pordiosero o la de un náufrago perdido en una isla remota. Apenas se reconocía a sí mismo cuando, de pie frente al espejo del baño, miraba su rostro desaliñado y enjuto antes de agacharse, abrir la llave del lavabo y sorber un poco de agua. Al anochecer deambulaba por el pasillo como un fantasma, con la mente obnubilada y el cuerpo debilitado por la falta de alimento. Hacia la medianoche regresaba a su cuarto y dormía hasta el amanecer como si ya estuviera muerto. El polvo cubrió los muebles, los vidrios de las ventanas, cada rincón de la casa, y un olor a materia en descomposición invadió el aire. Una mañana, cuando abrió los ojos a la penumbra de su cuarto, sintió un ligerísimo movimiento en la cama, como si algo ajeno a él se desplazara sigilosamente entre las sábanas y las cobijas. Se destapó con brusquedad, pero no vio nada. En cambio, sí notó que las uñas de sus manos habían alcanzado una longitud y un grosor desmesurados, tanto que semejaban las garras de un animal salvaje. No le dio ninguna importancia al asunto y se incorporó para ir al baño a tomar agua. Sin embargo, al poner los pies en el piso, experimentó un dolor agudísimo, se tambaleó y cayó cual largo era. Con sus manos-garras se hizo a un lado las greñas que le tapaban los ojos, dirigió la mirada hacia sus pies y se percató de que también las uñas de éstos eran largas y gruesas, y de que estaban muy curvadas hacia adentro, de tal modo que, al levantarse para caminar, se le habían encajado en las plantas. Con enormes esfuerzos se arrastró hasta el baño. Luego se hincó sobre el lavabo, abrió la llave, tomó agua y volvió a su cama. A partir de entonces ya no pudo deambular por la casa ni asir ningún objeto. Las uñas se lo impedían: minuto tras minuto, hora tras hora, día tras día crecían como si hubieran adquirido vida y voluntad propias. Una tarde lluviosa, como un pequeño ejército de víboras voraces, las uñas empezaron a reptar, cada vez con mayor rapidez, alrededor de sus muñecas y sus tobillos, los rodearon como esposas y se introdujeron en ambos extremos del colchón. Tendido boca arriba, con los brazos inmovilizados a los costados y las piernas totalmente estiradas, ahora parecía un hombre a punto de ser torturado, con los ojos muy abiertos por la incredulidad y la desesperación. Pronto perdió, casi de manera permanente, la conciencia, y en los breves lapsos en que la recobraba, oía con inaudita claridad cómo las uñas se iban abriendo camino entre las entrañas del colchón, igual que las raíces de un árbol endemoniado. Entre delirios, accesos de tos y espasmos ocasionados por la sed y el hambre, una madrugada percibió el roce de las uñas en su cuello. El terror lo paralizó. Quiso gritar, pero tan sólo logró emitir un sombrío quejido. Un momento después, en un acto instintivo, recurrió a su última reserva de energía para tratar de zafar sus manos y pies de aquellos gruesos grilletes de células muertas que los aprisionaban. Al convencerse de que sus intentos eran inútiles, deseó que la muerte llegara cuanto antes. Las uñas seguían ganando terreno en su cuello. Cuando se hubieron cerrado sobre él, comenzaron a estrangularlo lenta pero inexorablemente. Un crujido de vértebras rotas crepitó en medio del denso silencio del cuarto, mientras la boca del hombre se retorcía en una mueca grotesca y desolada.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  Debajo de mi escritorio, arrinconada, descansaba una caja de cartón en la que yo había guardado, hacía muchos años, toda clase de objetos: antiguas fotografías familiares en blanco y negro; álbumes de estampitas; cartas, tarjetas postales y telegramas que alguna vez recibí con emoción; recortes de revistas y periódicos; monedas de otros países; programas de conciertos; papelitos con direcciones o nombres garabateados de prisa; relojes de pulsera descompuestos o con la carátula rota; plumas fuente, llaveros, anillos... Ya ni me acordaba de ella. Sin embargo, esa mañana, al entrar en mi estudio para leer, no sé por qué atrajo mi atención. Así pues, resolví posponer mi sesión de lectura y me dediqué a desempolvarla, abrirla y revisar su contenido. Metí la mano y lo primero que saqué fue un estuchito con una medalla de la Virgen María chapeada en oro y en cuyo reverso estaba grabado cierto nombre amado... Seguí hurgando en el fondo y encontré un yoyo Duncan rojo, un par de imanes enormes y una cola de conejo blanca. Aquello era divertido. A continuación extraje un manojo de sobres atado con una liga. Comencé a revisarlos, uno por uno. Había cartas de aquélla del nombre amado, precisamente; de mis padres, de mis abuelos, de la tía Rita, de amigos que ya no veía.  Abandonado entre esos sobres había un trozo de servilleta con un número telefónico, pero de tan sólo seis dígitos, no como los de ahora, de ocho. De inmediato recordé que se trataba del que habíamos tenido en la casa donde viví con mis padres cuando era niño. Alguien -¿yo, acaso?- lo había escrito ahí, con tinta verde, para no olvidarlo. Tuve una idea pueril: lo marcaría para “avisar” que estaría jugando un rato más en casa de Martín, como lo había hecho innumerables veces en mi ya remota infancia. Me levanté, fui a la recámara, descolgué el auricular del teléfono y lo hice, de buen humor. Sorpresivamente escuché el típico sonido de la llamada que está a punto de ser contestada. -¿Bueno? –dijo, al cabo de un instante, una voz que en otras circunstancias habría identificado sin ningún problema como la de mi madre. No supe qué decir: -... -¿Bueno? ¿Bueno? -repitió la voz. Al fin me decidí a hablar: -Hola. -¡Hola, hijo! -¿Mamá? -Sí, hijo. Soy yo, tu madre. No lo podía creer. Atónito y un tanto mareado por la impresión, me senté en la cama sin soltar el auricular. Carraspeé y dije: -¿A dónde estoy hablando? -A tu casa, amor. ¿A dónde más sería? -¿A la casa marcada con el número 483 de la calle de Yácatas, en la colonia Narvarte de la ciudad de México? -¡Ay, hijo! ¡Qué bromista me saliste! -¡Contéstame! –exclamé. Del otro lado de la línea se hizo un silencio rotundo. Luego oí que la voz aquella decía seriamente: -Sí, a la misma. Jalé aire por la boca. -¿Qué estás haciendo? –dije. -La comida. ¿A que no adivinas qué preparé? -No, ¿qué? -Jugo de carne y chuletas ahumadas con puré de manzana. Mi comida favorita. Era inaudito lo que estaba sucediendo... Un ruido parecido al que hace el papel celofán cuando es estrujado invadió la línea. -¿Bueno? ¿Bueno? -¡Casi no te oigo, hijo! -¡Buenooo! -¡Holaaa! Así como se había perdido, de repente, la claridad de la comunicación se restableció. -¿Ya me oyes bien? -Sí -dijo la voz, y añadió-: ¿A qué hora llegas? Ignoré lo que me preguntaba e inquirí: -¿Papá se encuentra contigo? -Sí, acaba de llegar del trabajo. -¿Está vivo? -¡Ja ja ja! ¡Más vivo que nunca! Tragué saliva antes de hacer la siguiente pregunta: -¿Puedo hablar con él? -¡Por supuesto, hijo! Te lo paso... La voz con la que había estado hablando gritó: “¡Roberto, Roberto, te llama Beto!” Un segundo después, una voz idéntica a la de mi padre respondió en la lejanía: “¡Voy! ¡Ya voy!” A pesar del tiempo transcurrido desde entonces, yo aún tenía muy presente la noticia de su repentina muerte, el tumultuoso velorio, el entierro al pie de una montaña árida, bajo una lluvia fina, en el norte del país. Mi cuerpo se tensó y los latidos de mi corazón se intensificaron tanto que empezó a dolerme el pecho. Apreté con fuerza el auricular contra mi oreja, y esperé. Un tosido que yo conocía muy bien se filtró a través de aquél y, luego, con absoluta nitidez, la voz idéntica a la de mi padre dijo: -Qué tal, Beto. Una mezcla de alegría infinita y horror me atenazó la garganta. Intenté hablar, pronunciar alguna palabra, cualquiera. Todo fue inútil. Había enmudecido. Con la mano temblorosa colgué el auricular.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Los aullidos de la sirena de aquella ambulancia rasgaban el aire como si fueran los lamentos de un ave prehistórica en agonía. El conductor dio un volantazo para esquivar el auto que tenía delante y que no se decidía a ir a la derecha o a la izquierda, y aceleró; sin embargo, pronto debió frenar otra vez. A esa hora de la tarde, el tráfico en la ciudad –y especialmente en esa avenida- era apocalíptico. El conductor alargó el cuello para mirar más allá de unos arbustos marchitos y, resuelto, pisó hasta el fondo el pedal del acelerador. La ambulancia cruzó el camellón entre tumbos y se incorporó al carril opuesto, que en ese momento estaba menos congestionado. Una camioneta que circulaba por ese carril frenó en seco al verla venir de frente, por lo cual el auto que la seguía a escasos metros se estrelló aparatosamente contra su defensa trasera. La ambulancia pasó a un lado, ululando sin piedad. El conductor sintió cierto remordimiento por haber ocasionado aquel choque con su más que audaz maniobra, aunque casi de inmediato se sobrepuso. Con el puño de una mano se quitó las gotas de sudor que le resbalaban por el rostro tenso y de nuevo se concentró en su único objetivo: llegar lo antes posible al hospital. La ambulancia avanzó en sentido contrario, mientras los vehículos con que se topaba disminuían su velocidad y se orillaban para no interrumpir su desaforado recorrido. En el cruce con otra avenida, la situación volvió a ponerse fea. El conductor, entonces, enfiló la ambulancia en dirección al punto por el que algunos autos y camiones iban pasando como en cuentagotas, de uno en uno, y con el poder que le confería la aulladora sirena y la cruz roja pintada en los costados y el cofre logró meterse en ese embudo vial y salir airoso de él. Los minutos transcurrían y aún se encontraba lejos del hospital. Si no se apuraba, el desenlace podía ser fatídico. El conductor no lo ignoraba. Desesperado, tomó un atajo. Dos transeúntes que se disponían a cruzar la calle por donde la ambulancia transitaba ahora tuvieron que saltar hacia atrás para no ser arrollados por ella. En la esquina, el conductor giró a la derecha y aceleró, aceleró, aceleró... Al cabo de un rato divisó, a lo lejos, el edificio principal del hospital. Apretó los dientes y también, con las manos, el volante. “Ya mero, ya mero”, repetía con angustia. Los autos de adelante se abrían a derecha e izquierda, como un abanico metálico, para dejarlo pasar. Todavía estuvo a centímetros de golpear un camión de pasajeros, pero su pericia lo salvó. La ambulancia subió una pequeña rampa y con un rechinido de llantas se detuvo junto a la puerta de Urgencias. Y urgente, apremiante, perentoriamente, el conductor abrió la portezuela, bajó del vehículo y a trompicones, como quien va en pos de algo muy valioso que se escapa, corrió rumbo al escusado más cercano para vaciar el vientre.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   En las profundidades del mar océano habitaba un pulpo escritor. Como todos los de su especie, contaba con ocho tentáculos y con una buena dotación de tinta que le permitían escribir, al mismo tiempo, poemas, ensayos, cuentos, novelas, reseñas de libros y artículos periodísticos que trataban acerca de cualquier asunto relacionado con la vida marina, y eso estaba bien, porque los pececitos, que antes nadaban por ahí, perdidos, sin saber nada de nada, leían los escritos del pulpo escritor y discurrían y ya no mordían el anzuelo tan fácilmente. Los años pasaron. El pulpo escritor comenzó a ganar premios y a ser objeto de homenajes en los siete mares del mundo, y eso estuvo bien, porque le dio por escribir como nunca, aunque también por asistir, cada vez con más frecuencia, a cocteles y fiestas en su honor... Una noche, durante una de esas fiestas, varios tiburones se le aproximaron con sigilo. Le dijeron, entre tarascada y tarascada, que escribía muy bonito y que lo admiraban y que un pulpo como él debía hundirse más profundamente, lo cual, en aquellas circunstancias, significaba volar más alto. A continuación le propusieron ayudarlo para ello. El pulpo escritor, que ya estaba algo mareado porque se había tomado unas copitas, aceptó. Así se inició su transformación paulatina: con el poder que le brindaron los tiburones, llegó a creer que sólo el poseía la Verdad, y a blandir la espada de la Intolerancia, y a esconder sus ideas y su imaginación detrás de una cortina de tinta tan espesa y tan oscura, que quien lo leía ya no las encontraba..., y eso estuvo mal, porque desde entonces unos pececitos mejor se olvidaron de él y, lo que es peor, de su obra, y otros se dedicaron a ridiculizarlo y a hacerle chistes muy, muy crueles, pero también muy, muy divertidos, lo cual, viéndolo bien, estaba bien.                                                                                   De La vida y sus razones. Editorial Aldus 
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Acababa de escapar de sus captores, arrojándose contra el cristal de la ventana de aquel infame cuartucho. Extrañamente, ni su cabeza ni su rostro, ni sus brazos ni sus piernas lucían herida alguna. Sólo sentía dolor en las muñecas de las manos, causado por los trozos de mecate con que lo habían mantenido maniatado durante quién sabe cuántos días, y, también, una terrible hipersensibilidad a la luz del sol por haber permanecido con los ojos vendados desde el momento en que lo metieron en un auto para secuestrarlo. Ahora corría por una calle solitaria en la que se levantaban, a ambos lados, unas casuchas miserables. Aquel lugar era absolutamente desconocido para él. Se detuvo, tomó aire por la boca y volteó hacia atrás. A lo lejos, entre brumas y destellos luminosos, vio que uno de sus captores lo seguía. Impulsado por el pánico y la desesperación, volvió a emprender la huida. A cada zancada que daba, tenía la impresión de que en cualquier instante podía tropezar y rodar por el pavimento. Saltó una barda de ladrillos y se halló en un terreno baldío. Avanzó a trompicones por un suelo irregular, atestado de matorrales secos, piedras y basura. Varias ratas se desperdigaron en todas direcciones a su paso. Empezó a experimentar una fuerte opresión en el pecho por el esfuerzo que estaba llevando a cabo para correr a esa velocidad vertiginosa. Giró la cabeza: su perseguidor ya estaba dentro del terreno baldío y cada vez se acercaba más a él... Llegó al otro extremo del terreno, saltó otra barda y cayó en el patio de una casa de una sola planta. Abrió una puerta de metal y continuó su camino desbocado a través de una cocina diminuta y, después, de una estancia oscura repleta de muebles viejos y olorosos a humedad. Salió a otra calle, tan desierta o más que la anterior, y prosiguió su marcha enloquecida y sin rumbo. El ladrido de unos perros se dejó oír en algún sitio como el estallido de un sinnúmero de cohetes. Desfalleciente, a punto del colapso, les pidió a sus piernas que no lo fueran a traicionar... Miró sobre su hombro izquierdo y escuchó claramente el jadeo de su captor. Pensó en sus hijos, en su esposa, en sus padres, y, como si se tratara de un milagro, sus piernas comenzaron a moverse con la potencia de una locomotora. No lo podía creer... Poco a poco, la distancia que lo separaba de su captor, de aquel criminal cruel y desalmado que tanto lo había hecho sufrir, fue creciendo más y más. Sonrió. El sudor le escurría por la frente, el cuello, el pecho... Más allá, en el cruce de aquella calle con una avenida muy transitada, divisó, con la vista ya completamente recuperada, una patrulla de la policía y, junto a ella, parados, a dos policías que lo miraban con atención. Una alegría inmensa lo invadió. ¡Estaba salvado!, pensó. Cuando estuvo a escasos metros de ellos, sin embargo, comprendió de golpe, por su sonrisa burlona y despectiva, que aquellos individuos uniformados eran cómplices del sujeto que lo venía persiguiendo y del resto de la banda que lo había privado de su libertad. El terror más espantoso que jamás hubiera podido imaginar lo envolvió como una camisa de fuerza. Los policías salieron a su encuentro. Él se paró en seco y avistó la avenida. Aún tenía una oportunidad, la última, sin duda: precipitarse hacia ella e intentar atravesarla. Era eso o regresar al cuartucho y padecer, de nuevo, miedo, frío, hambre, golpes, burlas, humillaciones, el infernal encierro. Tensó los músculos de todo su cuerpo y se puso en movimiento... Los policías se quedaron atónitos, viendo cómo se les escurría de entre las manos. Esquivó uno, dos, tres autos antes de advertir, con el rabillo del ojo, un tráiler que se abalanzaba sobre él... Entonces despertó.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   México, D. F., 27 de febrero.- Un puñado de palabras no identificadas escapó ayer en la tarde del Gran Diccionario. Según fuentes fidedignas, las prófugas, aun cuando tomaron rumbo desconocido, ya están en boca de todos. Las autoridades aseguraron que de un momento a otro serán capturadas y reimpresas en una apartada página del Gran Diccionario. Elementos del Gepri (Grupo estratégico para la represión del idioma) salieron, minutos después de la evasión, en su busca. Van armados con potentes gomas de borrar. Un vocero oficial del Gran Diccionario dejó entrever la posibilidad de que esta fuga haya sido planeada por la letra H. “Es muda, pero no tonta”, dijo antes de dar una conferencia de prensa en la que anunció que se adoptarán las medidas pertinentes en todas las editoriales, librerías y bibliotecas del país, para impedir otras fugas o motines de palabras, letras y/o signos de puntuación y ortográficos. No obstante, en las primeras horas de hoy trascendió que, en una editorial de esta ciudad (no se especificó en cuál), tres vocales (presumiblemente la A, la E y la U), varias consonantes y un considerable número de acentos y comas habían causado graves erratas en los pliegos de una novela que próximamente saldrá a la venta. Por lo pronto, la frontera norte fue cerrada para que las palabras en cuestión no puedan huir a la nación vecina y esconderse debajo de un disfraz inglés. Mientras tanto, el SUCP (Sindicato Único de Conjunciones y Preposiciones) acusó ayer mismo en la noche a la ANSA (Asociación Nacional de Sustantivos y Adjetivos) de “aprovechar la coyuntura paura incitar o nuestros agremiados o cometer ilícitos in los periódicos e revistas que se publican in el país”. El CVA (Colegio de Verbos y Adverbios) emitió horas después un comunicado en el que llama a la concordia “en estos momentos de confusión inaudita”. La ANSA, por su lado, se mantenía en silencio hasta poco antes del cierre de la presente edición. En círculos allegados a esa organización se manejaba la hipótesis de que sus dirigentes tienen serias diferencias con los sustantivos y adjetivos necesarios para responder a la acusación del SUCP.                                                                                   De La vida y sus razones. Editorial Aldus 
Noticia
Autor: Roberto Gutiérrez Alcalá  415 Lecturas
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Un día, al cabo de no pocos intentos infructuosos, una bacteria especialmente malvada logró llegar a una de las fosas nasales de un viajante que estaba a punto de emprender un vuelo hacia Europa, donde cerraría un acuerdo comercial muy importante para la empresa en que laboraba desde hacía años. Apenas bajó por la faringe y la laringe del viajante, recorrió su tráquea y se instaló cómodamente en sus pulmones, la bacteria comenzó a reproducirse a lo bestia, pues su plan –en verdad diabólico- era infectar, con cada tosido de aquél, al mayor número posible de personas, tanto de éste como del otro lado del Atlántico. Sin embargo, en el momento en que les decía a sus pares recién nacidos que debían actuar sin piedad, un poderosísimo antibiótico de amplio espectro se dejó venir por el torrente sanguíneo del viajante. Ante esta embestida medicamentosa, la bacteria tuvo el impulso de huir, pero casi de inmediato recordó que, con el paso del tiempo –y, sobre todo, con la colaboración de muchos humanos-, había desarrollado una resistencia a cualquier antibiótico digna de una cosita tan inteligente y tan perversa como ella. Así, tranquilizó a sus pares recién nacidos y los conminó a ponerse en posición de ataque. Las horas transcurrieron. Los pares recién nacidos de la bacteria, que a su vez no dejaban de reproducirse en una monstruosa orgía sin fin, salían despedidos de la boca del viajante e invadían a otras personas en las que el mismo ciclo nacimiento-reproducción se repetiría más tarde... La bacteria no cabía en sí de gusto: su plan, concebido en largas noches de insomnio, se estaba cumpliendo al pie de la letra. Y de seguro se hubiera convertido en la bacteria más mortífera de la historia, mas no contó con que una espeluznante tormenta habría de desatarse y ocasionar que el avión al que el viajante acababa de subirse junto con otros ciento diez pasajeros y cinco tripulantes ya contagiados se fuera a pique y se estrellara en el mar, de donde nadie, incluidos ella y sus pares recién nacidos, pudo ser rescatado con vida.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   En aquellos tiempos, la selva era gobernada por un chango que, para mantenerse en el poder, recurría a hordas de gorilas bien entrenados en el difícil arte de reprimir con alevosía y ventaja. Todos los días, después de levantarse, el chango aquel se dirigía al balcón de Palacio y con fuertes golpes en el pecho y gritos coléricos hacía alarde de su autoritarismo (sobra decir que los demás animales vivían inconformes bajo su férula corrupta). Sin embargo, instigada por el búho y el zorro cuando la situación se volvió intolerable, buena parte de la fauna empezó a expresar su descontento en grandes manifestaciones y mítines. Por primera vez en su historia, las principales avenidas de la selva se llenaron con pancartas en las que se demandaba justicia social, democracia, la desaparición de las hordas de gorilas y la libertad de los presos políticos, entre los que había varios conejos y una que otra aguerrida avestruz. Al enterarse de ello, el chango se mordió una mano y se tiró al piso y pataleó, pero como no quería asustar a los animales atletas que pronto participarían en una justa deportiva ni mucho menos a las visitas que, con motivo de dicha justa, viajarían a la selva, se abstuvo de reprimir abiertamente a los manifestantes. Por eso les dijo a los gorilas que les dieran, pero sólo de noche. Así, los manifestantes recibieron golpizas nocturnas que influyeron decisivamente para que se les unieran más compañeros, de modo que, en pocas semanas, toda la fauna (a excepción, claro, de la hiena, el chacal y el buitre) estaba en contra del chango. Eso lo sacó de sus casillas. Una tarde, como diez mil animalitos se reunieron en una plaza porque en ese sitio se iba a realizar otro mitin. No se dieron cuenta de que los gorilas (unos con uniforme militar, otros vestidos de civil) la tenían rodeada, de ahí que el gallo hubiera comenzado sin preocupaciones su brillante alocución en la que una vez más le exigió al chango dialogar en público. Justo en el momento en que el oso le pedía a la multitud que abandonara la plaza en forma ordenada y pacífica, los gorilas salieron de sus escondites y abrieron fuego contra ella. El espectáculos fue siniestro: los animales corrían desesperadamente por la plaza buscando en vano un refugio, mientras los gorilas se divertían de lo lindo cazándolos con sus rifles y sus ametralladoras. Al final, la selva quedó inundada de sangre y en tinieblas. Esa noche, empero, la hiena dijo alegremente por tele que sólo faltaban diez días para la inauguración de la justa deportiva y que toda la fauna debía agradecerle al chango la oportunidad de presenciar tan fabulosos juegos, y de pasadita y con voz impersonal también dijo que en la tarde había habido un problemilla entre rijosos, sí, pero que, gracias a la mediación de las fuerzas del orden, ya se había restablecido la calma.                                                                               De La vida y sus razones. Editorial Aldus

Seguir al autor

Sigue los pasos de este autor siendo notificado de todas sus publicaciones.
Lecturas Totales48493
Textos Publicados134
Total de Comentarios recibidos55
Visitas al perfil17576
Amigos3

Seguidores

Sin suscriptores

Amigos

3 amigo(s)
JUNTALETRAS
raymundo
Daniel Florentino López
 
 
RAGA

Información de Contacto

Argentina
Mexicano. Autor de los libros de cuentos La vida y sus razones y El corrector de estilo.
www.ficticia.com

Amigos

Las conexiones de RAGA

  JUNTALETRAS
  raymundo reynoso cama
  DanielFL