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Desaparecido En la frutería de mi barrio solían poner las fotos de personas y perros desaparecidos en el cristal del escaparate, justo sobre las  cajas de tomates que ocupaban media acera. Si te parabas para mirar la foto veías los tomates y si lo hacías para comprar el rojo fruto de la tomatera, veías la foto; sea como fuere siempre veías el reloj que había en la pared del fondo y que parecía marcar las horas que habían pasado desde la desaparición o las que faltaban para que los tomates dejaran de ser apetecibles. Las fotografías, como los tomates, tenían una fecha de caducidad preestablecida por el frutero cumpliendo, creo, con alguna normativa del gremio o del ministerio de personas y perros desaparecidos, nunca me atreví a preguntarlo pese a que estuve tentado a ello en varias ocasiones. También parecía haber una cadencia preestablecida en las desapariciones, las semanas impares le tocaba a persona y las pares a perro, así si un mes tenía cinco semanas, que los hay, tocaban dos personas seguidas (quinta y primera) pero nunca sucedió que tocaran dos perros seguidos…es curioso. También había observado que en las fotografías, los perros te miraban con gesto de compasión como pidiendo”encuéntrame”; en cambio las de las personas te miraban con ojos de “pasa de mi”. Estaba la excepción cuando se trataba de niños, pero todo el mundo sabe que los perros son como niños. Solo una vez vi la foto de un gato porque estos no se pierden, se van, y su mirada era amenazante estuve una semana sin comprar tomates hasta que la foto “caducó”. Nunca supe de nadie que fuera encontrado, perros y niños sí, pero personas no. Yo les tenía cierta envidia, a los desaparecidos, siempre había soñado con marcharme y empezar de cero en algún lugar desconocido, pero primero por mi esposa, después por mis hijos… y no me malentiendan, quise a mi mujer durante los 37 años que duró mi matrimonio hasta que para llevarme la contraria, como siempre, se murió. Yo siempre fui de salud delicada en cambio ella era fuerte como un roble, así que un día en que estaba  con un resfriado malísimo le dije “te voy a dejar viuda”. Y aquella noche se murió, para llevarme la contraria. Mis hijos, bueno ese es otro cantar, los quiero y mucho pero desde que nacieron han sido una fuente constante de problemas y al crecer tuve la mala fortuna de que se atrevieran a hacerme abuelo y por alguna extraña razón desde ese momento empezaron a tratarme como si fuera un crío mas: papá no fumes, papá no comas de eso, papá cuidado al cruzar la calle… Después estaba la cuestión de trasladarme a otro lugar nací en esta ciudad y lo más lejos que estuve de ella fueron quince días en verano, para no escuchar a mi esposa e hijos que se quejaban sino íbamos de vacaciones al mar. Setenta kilómetros justos. Así que solo me quedaba la opción de mirar las fotos de las semanas impares y  soñar. Hasta que una mañana y con motivo de un entierro tuve que coger el coche, me costó encontrarlo casi había olvidado donde estaba aparcado, para ir al otro lado de la ciudad y descubrí que a causa de sendos accidentes las rondas norte y sur estaban cortadas. No tuve más remedio que cruzar la ciudad por el intrincado dédalo de calles que conforman el centro; el entierro era de un compañero de clase al que siempre odié y no podía perderme su marcha al otro barrio. Iba precisamente pensado en eso cuando al pasar por una calle me pareció ver a uno de los desaparecidos, meses atrás. Caminaba tan tranquilo por la calle fumándose un enorme puro. Y di con la solución. Despedí a “Carchuto”, así llamábamos al finado en el colegio y nunca supe su nombre,  regresé a mi barrio con una amplia sonrisa, me había parecido oír un gruñido de “Carchuto” cuando me acerqué al ataúd para darle mi más sincero adiós. La vuelta fue más rápida porque ya habían despejado las rondas y el tráfico fluía por las dos arterias dejando el resto de calles para los habitantes de cada barrio. Aparqué el coche despidiéndome de él para siempre. Preparé las maletas y al cabo de dos días desaparecí. Entré en un mundo nuevo, con personas que nunca había visto, tuve que volver a crearme una rutina diferente, buscar nuevas tiendas e incluso me cambié el nombre. Fue fácil, como no me conocían cuando me preguntaban respondía “Alfonso”; siempre quise llamarme así… Y no tuve que cambiar de ciudad. Simplemente me cambié de barrio, crucé esa frontera invisible que separa un barrio de otro. Cambié mi pisito de alquiler por otro a seis calles más allá, justo al otro lado de la ronda sur. Como nunca tuve teléfono móvil nadie podía llamarme. Paseaba, fumándome un gran puro, por la calle sabedor de que aunque me buscaran nadie pasaría de un barrio a otro, todos utilizaban las rondas para desplazarse. Incluso me percaté de que había desaparecido la segunda semana de aquel mes, cumpliendo ¿inconscientemente? la regla del frutero. En aquel barrio las fotografías las ponían en la librería, justo al lado de las revistas porno y aunque ya no estoy para muchos trotes se alegra la vista,  y la cadencia de desapariciones era la misma. Y ese fue el principio, de eso hace tres años desde entonces he desaparecido cuatro veces y cambiado de nombre tres veces, el de Alfonso me duró dos desapariciones. Pero no hay problema esta ciudad es muy grande… Eso sí siempre dejo fotos mías, en el piso, con mirada de “pasa de mi” para la frutería, la librería o el establecimiento que toque.  Jason Defman 18 de mayo 2009
Desaparecido
Autor: Jason  759 Lecturas
Es el momento del día que más le gusta esos minutos en que oscuridad y luz se funden dando al mundo un aspecto de película antigua, aquellas en blanco y negro donde los héroes era simplemente eso “Héroes” y los villanos simplemente “Villanos”, sin complicados mundos interiores que los lleven por los retorcidos caminos de la conciencia y los sentimientos. Pasea por la ciudad con las manos en los bolsillos de un viejo traje arrugado, los ojos tristes y sus pies no despiertan ecos en las vacías calles. Inspira con fuerza el aire frío que se desliza a través de sus fosas nasales inundando sus pulmones de oxigeno viciado por mil componentes extraños, emitidos por las fabricas que rodean la ciudad y que no detienen su aportación al medioambiente durante la noche, un rotulo luminoso anuncia un bar abierto y él sonríe; al hacerlo el rictus de su boca deja entrever el brillo de un colmillo blanco y afilado. Ese gesto cautiva o atemoriza, la clave está en su mirada ora desvalida, ora dura y glacial. Entra en el bar, abriéndose paso entre parroquianos somnolientos que se acercan a la barra donde un atareado camarero reparte cafés y copas de anís en un ritual repetido día tras día. Las mesas permanecen vacías ha excepción de un reciente jubilado que todavía conserva la costumbre de madrugar y que hojea un diario deportivo y de un joven de larga melena que, cabizbajo, observa con extraño interés un café con leche que humea sobre la mesa. Cuando se dispone ha reclamar la atención del barman para pedir un café el joven levanta la mirada y en su rostro vuelve aparecer el brillo de aquel colmillo, esta vez su mirada es glacial, a su lado dos clientes de encogen bajo sus chaquetas mientras un escalofrío recorre su espina dorsal. Se acerca a la mesa, donde la mirada de su ocupante ha vuelto a la taza, sus manos la rodean intentando atrapar el calor que desprende.  -Hola Gabriel- dice sentándose, él levanta su mirada de nuevo, sus ojos claros emiten una luz calida. Al reconocerle su mirada endurece, se yergue tensando los músculos bajo la chaqueta de piel, coloca sus manos sobre la mesa; durante unos minutos se observan en silencio, su parecido es sorprendente y deja patente su parentesco, aunque los ojos de uno son claros y los del otro oscuros emiten parecida luz, pero el gesto de sus rostros descubre que también son viejos enemigos irreconciliables que se estudian intentando encontrar la mas mínima debilidad en el otro. Entonces alarga su mano y coge la taza entre las manos de Gabriel y la lleva hasta su boca, degusta despacio el calido café y vuelve ha colocarla en el plato. -Hermano. ¿No piensas hablar? Es demasiado temprano para luchar y demasiado tarde para ignorarnos. Alza la taza y bebe en silencio sin apartar la mirada de los ojos del otro, mientras desciende la taza, habla: -¿Qué quieres? -¿Charlar?- sonríe, en esa ocasión su oscura mirada parece desvalida. Gabriel se levanta y reclama la atención de Luis, el camarero. Instantes después regresa con dos cafés y coloca uno en cada lado de la mesa. sonrie, en esa ocasion  los ojos del otro, mientras desciende la taza habla: sta su boca, degusta el calido brebaje despacioesa es glacial, a su alre Poco a poco se vacía el local, solo Luis y el jubilado permanecen en sus puestos uno con su diario, el otro arrancando brillo a la barra metálica con una maltratada bayeta azul. -Es toda una sorpresa encontrarte aquí, creí que habías vuelto a… casa- la sonrisa permanece en su rostro. - Tú sigues aquí, la lucha aún no ha terminado. -¿Crees que alguien se acuerda de nuestra absurda lucha? Esta vez es Gabriel quien sonríe, una sonrisa amplia, franca, luminosa. -A veces creo que no, pero ¿importa eso, sabrías hacer algo más? Tú y yo somos guerreros. -Sí, es cierto. Aún recuerdo la primera vez que nos enfrentamos. Faltó poco para que todo terminara allí, ¿recuerdas? -No conocía lo marrullero que puedes ser, la cantidad de tretas que eres capaz de inventar en tan solo un segundo. -Éramos jóvenes, ahora no podría engañarte tan fácilmente. -Vencí. -¿Seguro? Estamos aquí… Beben en silencio, poco a poco la tensión parece disminuir. Saca un paquete de cigarrillos y le ofrece uno, Gabriel niega con la cabeza. -No fumas… claro, es un vicio y tú te mantienes puro. -Nunca cambiarás. -¿Para que? Soy fiel a mis ideales. -Los ideales son como las estrellas, no las alcanzas… -“Pero iluminan nuestro camino”, Democríto. Su manera de entender la filosofía me encantaba. Aún lo cito con asiduidad. -Touché. Siempre olvido que además de mi enemigo eres inteligente. -Demasiado inteligente, por eso estamos aquí. Hablando de eso, ¿cómo esta el viejo Nazi? La mirada de Gabriel vuelve ha endurecerse por un instante parece que va abalanzarse sobre él, solo durante una breve fracción de segundo, después se relaja y sonríe. Esta vez sus sonrisas son idénticas y sus miradas se mantienen fijas, tensas, inmutables. -¡Crahs! Dos vasos de cristal estallan y varios mas caen de sus estanterías, el jubilado se pone en pie de un salto y Luis deja de frotar la barra boquiabierto. Transcurren los minutos y mientras el camarero limpia el estropicio, el jubilado se va y el local vuelve ha llenarse, esta vez los clientes son empleados de banca y funcionarios, diferentes oficios pero iguales costumbres, café y/o anís. En la mesa ellos continúan mirándose, ante las tazas vacías. Gabriel se levanta y dejando unas monedas en la mesa se dirige hacia la entrada, sale del local y respira profundamente echando andar. -Espera. No se detiene. -Estoy cansado, Gabriel, tan solo quería charlar. Hace tanto tiempo que no hablo con nadie. Ralentiza sus pasos dejando que se acerque sincronizan sus pasos caminando por la avenida, cruzándose con una pareja de adolescentes que se cogen tímidamente de la mano, el muchacho susurra algo al oído de ella que ríe de forma escandalosa desafiando al mundo con su felicidad, como solo puede hacerse a los dieciséis años. -¿Nunca quisiste ser como ellos? Sentir alguien a tu lado, abrazar otro cuerpo, estrecharlo hasta unirte a el… ¿nunca has pensado como debe ser? Me siento solo Gabriel, en ocasiones me cruzo con alguno de mis compañeros y veo sus ojos cansados y sus miradas huidizas. Esta lucha ha durado demasiado, se ha cobrado muchas victimas inocentes. Estoy cansado de oír las voces de los caídos, de sentir un frío vacío a mi lado… Gabriel no contesta pero en sus ojos ve la respuesta. Una respuesta que no por esperada es menos dolorosa. El sol se abre paso entre la polución de la ciudad e ilumina un pequeño rectángulo en la entrada de un parque, Gabriel se detiene justo en el centro. -¿Qué quieres? Tú nunca haces nada sin un propósito. ¿Quieres saber si me siento solo? Pues sí me siento solo, infinitamente solo, pero hay una diferencia entre los dos, yo sé que padre me acogerá a su lado cuando todo esto termine… -¡Padre! ¿Qué clase de padre enfrenta a dos hermanos? ¿Ya no recuerdas nuestra amistad, los momentos que vivimos juntos antes de que él nos enfrentara…? -¡Claro que los recuerdo! Pero no fue él quien nos enfrentó fuiste tú quien se rebeló, quien le desafió absurdamente. -¿Es absurdo querer ser libre? No desfilar al paso de la oca como un mero soldado, siguiendo sus órdenes inconexas y contradictorias.  ¿Nunca has intentado pensar por ti mismo, cuestionar alguna de sus decisiones, de sus órdenes? ¿Qué diferencia hay entre nosotros y los demás? Mira a tú alrededor ellos viven ignorantes de todo, libres… ¿merecen morir por eso? -No me convencerás ¿Qué puedes ofrecerme, riquezas, poder…? -¿Por qué si lo ofrece él es bueno y si soy yo es horrible? Venga Gabriel no eres tan básico. No te ofrezco nada, solo te pido que pienses. -Pienso y veo ante mí ha mi hermano, aquel que era el orgullo de mi padre, convertido en la sombra del que era. Pienso y no encuentro razón para que intentaras derrocarle, iniciando esta guerra. -Antes dijiste que éramos guerreros, ¿Dónde esta tú rey? ¿Por qué no cabalga al frente de sus tropas? No es él quien recorre los campos de batalla intentando reconocer a los suyos, quien tras la lucha recoge los despojos de sus amigos. Reanudan su caminar adentrándose en el parque solitario. -¿Siente él miedo, pasión, derrota? ¿Le importa cuantos caerán en su nombre, cuantos morirán tan solo por querer ser libres? -Él recordara cada uno de sus nombres… -Y nosotros cada batalla, cada minuto de ellas con el miedo, el valor y la desesperación de cada uno. El dolor por cada hermano vive en nosotros. Caminan en silencio, sabiéndose iguales en el dolor. -Al fin y al cabo nos necesitamos Gabriel. Sus ojos se vuelven y en ellos se ve la sorpresa. -Nos necesitamos… No hay noche sin día, calor sin frío, alegría sin tristeza… héroe sin villano. A mi me tocó el papel de malo y lo asumo. Fuimos su excusa. Salen del parque enciende un cigarrillo esta vez sin ofrecerle, se acercan a una pequeña capilla que acaba de abrir sus puertas, varias ancianas caminan despacio hacia ella un viejo párroco las espera a la puerta. -¿Fuimos…?-empieza ha decir Gabriel, cuando se oye un fuerte golpe. Ambos miran hacia la ermita, sus puertas se han cerrado dejando al párroco y las ancianas estupefactos. - Ja, ja, ja- ríe- aún sigue enfadado. Fuimos su excusa perfecta Gabriel. No existe el bien sin el mal, pero debía justificarse. Si tan poderoso es ¿porque no acabó conmigo él mismo, nunca te lo preguntaste? ¿Quizás porque no puede o quizás porque puede y no quiere? De una forma u otra él también forma parte del juego. O formaba. ¿Cuánto tiempo hace que no hablas con él, que no te acercas a su casa? Se olvidó de nosotros, se fue abandonando a sus hijos, los buenos y los malos. Enfrentó a los hermanos en una lucha absurda que nunca tendrá final, mientras se esconde. Se miran en silencio, mientras a lo lejos se oyen los improperios del párroco que no consigue abrir las puertas. -En ocasiones creo que no existimos gracias a él. Él existe gracias a que nosotros seguimos luchando.n los improperios del parroco que no consigue abrir las puertas. Piénsalo Gabriel y luego búscame. Se aleja fumando cabizbajo hasta perderse entre la gente. -Hermano…-musita mientras lo ve alejarse, como la primera vez y como entonces calla, aprieta los puños y mantiene su puesto, para bien o para mal él es el Héroe. Gabriel mira hacia la ermita donde el viejo cura acaba de abrir de nuevo las puertas y siente la tentación de acercarse, pero y si… Mete sus manos en los bolsillos de la vieja chaqueta de piel y emprende un lento caminar en dirección contraria. -Te encontraré Lucifer- murmura. Jason Defman León 1/9/2004?la puerta. caba de abrir sus puertas y se ven a varias ancianas que caminan despacio hacia ella , un viejo parroco las  eso?iven ignorantes de todo, libres...a de sus decisiones, de sus ordenes?orias.esto termine.abriel se detien
Hermanos
Autor: Jason  477 Lecturas
Caminaba a través del sol. Sus pasos venían de muy atrás, antes de que él despertara y apareciera a su espalda para seguirle por el camino, impulsando su sombra hasta conseguir adelantarlo en una carrera repetida desde hacia días. En aquellos momentos se situaba justo en su vertical y, a través de su luz, caminaba sobre su sombra por el páramo castellano. El sendero se deslizaba en una línea recta sin fin a pocos metros de la carretera. Dos líneas paralelas una gris asfalto y la otra amarilla tierra, lanzadas hacia el infinito, que lo obligaban ha mantener la vista baja para no dañar los ojos con la falta de límites. A los lados, campos yermos o con cereales abatidos por el calor. -¿Qué serán esas espigas amarillas? ¿Trigo, quizás?- se preguntaba, sintiéndose un verdadero ignorante en cuestiones agrícolas. El calor, implacable, golpeaba desde el cielo absorbiendo el sonido de sus pasos; su ritmo se mantenía en un paso peregrino bastante elevado aprovechando la ausencia de desniveles. Caminaba desde hacia dos semanas recorriendo el camino francés, en dirección ha Santiago de Compostela y tras unos primeros días agonizantes había conseguido convencer a sus piernas para que dejaran de quejarse y le llevaran obedientes hacia su destino. Era feliz. Había soñado con esos momentos durante años. Perdido en aquel sendero ancestral que había sido recorrido desde tiempo inmemorial por peregrinos. Sin otro propósito que el de caminar; un paso tras otro dejándose llevar por las flechas amarillas que de tanto en cuanto aparecían en el sendero, recordándole que seguía la dirección correcta. Que fácil sería si toda nuestra vida estuviera marcada así, una simple flecha pintada a un lado del camino que nos marcara la dirección, su ausencia nos avisaría de algún error y podríamos retroceder hasta volver ha encontrar la encrucijada donde nos equivocamos. ¡Ah! Simples sueños. La cantimplora perdía peso por momentos y desde la frente se deslizaban lágrimas de sal que se evaporaban en sus mejillas. La mochila en la que portaba todas pertenencias se acoplaba obediente a su espalda, desde hacia días había pasado a formar parte de él, pero en esos momentos volvía ha sentir su peso. Recordaba el aviso del hospitalero, la noche anterior, que le informó que no encontraría ningún pueblo hasta dentro de varios kilómetros, así que se negó el último trago de agua y levantando tímidamente la vista buscó, inútilmente, algún rincón donde descansar bajo un poco de sombra. Bar, 300 METROS Así rezaba aquel cartel clavado en un madero y una flecha roja, pintada con pulso tembloroso, lo desviaba del camino marcado. Sabía, por experiencia, que las distancias anotadas en esos carteles eran engañosas, pero… ¡que diablos! Necesitaba un descanso.  Siguió el camino marcado por la flecha y tras diez minutos atisbó un pequeño grupo de casas, donde esperaba encontrar el local prometido. Cuando por fin vio la puerta entreabierta del bar suspiró aliviado, apoyó el bordón junto a ella y entró. Tras la barra de aquel pequeño almacén reconvertido en bar-tienda, se encontraba una mujer de rasgos suaves con una amplia sonrisa que iluminaba su rostro y Cayetano sintió como de sus resecos labios afloraba otra. -Buenos días peregrino- su voz acarició el local, mientras él se quitaba la mochila y la dejaba apoyada en la barra, junto al taburete en el que descansó sus huesos. -Buenos días, un Acuarios por favor. Se movió con desenvoltura y rápidamente apareció en la barra una lata de aquel preciado líquido que le calmaría la sed y devolvería los minerales que tanta falta le hacían a su exhausto cuerpo. Tras humedecer su garganta, volvió ha enfrentarse aquellos ojos verdes y preguntó: -¿Puedes hacerme un bocadillo? -¡Pues claro! ¿Te apetece de jamón? -Sí, por favor. Ella desapareció tras una cortina, que debía dar a una cocina, dejando tras de si un suave aroma que permaneció durante unos segundos flotando ante él. Aquel olor le recordaba algo pero no sabia identificarlo, era una suave caricia para sus sentidos que le traía recuerdos dispersos a su mente. Entonces se oyó el llanto de un niño e identificó aquel olor, una mezcla de polvos de talco y piel de bebe... Los recuerdos cristalizaron en su mente y retrocedió hasta aquellos días en que acunaba entre sus brazos a su hija Sofía. Hacia ya seis años que había muerto en aquel estúpido accidente automovilístico junto a su madre: Carla. Un escalofrío recorrió su espina dorsal y se aferró al vaso para no perderse en aquel laberinto de recuerdos que le asaltaban desde lo más recóndito de su ser, haciéndole patente de nuevo su soledad. Entonces ella volvió ha salir, sus ojos se llenaron con aquella hermosa visión. Los rizos de su pelo dorado enmarcaban un ovalo perfecto donde el sol había moteado su piel dejando en aquel precioso rostro la sombra de su calor, llevaba un pañuelo blanco anudado al cuello y un vestido ligero, donde estallaban mil florecillas de alegres colores que se deslizaba por su cuerpo, dejando sus pecosos brazos al descubierto y un pequeño escote por donde se perdía aquel rastro de sol, combando la tela el peso de aquellos dos pechos, promesas de alimento para el pequeño que se oía en la estancia contigua. Al tenderle el plato con el bocadillo, los ojos de Cayetano se posaron en su brazo derecho donde se veía el rastro azulado de algún golpe, fortuito... pensó. -¡Tu bocadillo, peregrino! Le devolvió la sonrisa y lanzándose a degustar aquel manjar de dioses que se deslizó hasta su estomago, solo entonces se percató del hambre que tenía. Mientras daba buena cuenta del bocadillo ella le preguntaba sobre su procedencia y por detalles del Camino, él contestaba entre bocado y bocado. Hacia días que no hablaba tanto y tan seguido con nadie. A pesar de dormir siempre en albergues atestados de peregrinos, solía quedarse a un lado y caminaba solo, rechazando amablemente los intentos de otros peregrinos de aunar sus pasos en las etapas diarias que recorrían. Ninguno de ellos se había ofendido con su negativa, porque en uno u otro momento todos caían en aquel sopor que daba el cansancio y que los sumía en sus propias elucubraciones y examen de su yo mas profundo. En uno de los albergues un peregrino de procedencia inglesa le había preguntado: -¿Qué buscas en el Camino? Tras unos segundos respondió: -Me busco a mí mismo Y aunque en ocasiones parecía que se acercaba, sabía a ciencia cierta que aun estaba muy lejos de ese encuentro. Mientras ella hablaba, Cayetano sentía como su risa, sus ojos, aquella voz dulce de timbre cantarín se iba adentrando lentamente por todos los poros de su piel. Cuando un mechón de su pelo cayó ante sus ojos y ella lo apartó con un movimiento casual, comprendió que podría amar aquella mujer durante el resto de su vida y que fácilmente abandonaría todo y a todos por una sola caricia de aquellas manos blancas y un beso de aquellos labios sonrosados que se entreabrían al sonreír, mostrando la blancura de sus dientes y la punta de su lengua al remarcar las “eses”. El llanto del pequeño volvió apartarla de su lado y durante los escasos minutos en que ella fue a la búsqueda de su hijo, él fantaseó con la posibilidad de vivir allí trabajando en aquellos resecos campos, bajo el sol, para luego volver a casa junto aquella mujer. Volvió con el niño en brazos, un precioso bebé de pocos meses que la miraba con los ojos muy abiertos y una sonrisa angelical. -Marcial saluda ha este señor... Que aún no nos ha dicho su nombre. -Cayetano- respondió. -Encantada Cayetano. Yo soy Gabriela y este es mi hijo Marcial. En ese momento se oyó un ruido tras de él y la cara de Gabriela cambió, dejando entrever un atisbo de miedo en sus ojos. Un hombre entró con rapidez, musitando un “buenos días” y perdiéndose en la cocina ella corrió tras él. Cayetano terminó su bocadillo, se disponía ha sacar su guía de la mochila cuando se oyeron los gritos. La voz del hombre increpaba a la mujer con duras palabras y ella se excusaba sin mucha convicción, el niño lloraba. -¡Prefieres golfear! ¡Y con nuestro hijo en brazos! -¿Pero que dices Damián? -¡Puta! Aquella palabra estalló en el local casi al mismo tiempo en que se oía un fuerte bofetón. Acto seguido el hombre volvió ha salir y sin dirigirle una mirada salió del Bar. La cortina que separaba las estancias ondeó unos segundos, los justos para que una oleada de miedo llegara hasta él, junto con la imagen de Gabriela abrazando ha su hijo, roto por el llanto, mientras de la comisura de sus labios se desprendía un hilo de sangre. De repente el niño calló, el silencio succionó todo el aire de la estancia y Cayetano sintió como sus pulmones se quedaban sin aire; la marca en su brazo, el pañuelo en el cuello, escondiendo quizás otros rastros azules de aquel hombre, cobraron sentido. Temblando sacó un billete de su cartera y dejándolo sobre la barra salió del bar. El calor le golpeó el rostro, una nube solitaria se había colocado justo ante el sol dando al paisaje unos segundos de sombra. Empezó ha caminar dando la espalda aquella mujer, igual que en su día dio la espalda a la muerte de su esposa y su hija. Incapaz de enfrentarse al dolor. La puntera metálica de su bordón, arrancó chispas de unas piedras, mientras volvía hacia el camino. Cuando iba ha salir a campo abierto vio aquel hombre, que instantes atrás había roto su sueño, mirándolo apoyado en una valla mientras al otro lado una piara de cerdos gruñían ante la inminencia de su comida diaria. Fue solo un segundo pero le pareció ver una sonrisa en su rostro, la misma que vio en el rostro de aquel joven inconsciente que conduciendo un ataúd con ruedas, había provocado el accidente que terminó con la vida de las dos personas que más amaba. Aquella sonrisa de suficiencia, de desprecio hacia los demás. “Fue un accidente, el seguro lo arregla todo”. Pasado el tiempo ni recordaría los nombres de las personas a las que segó la vida, mientras él arrastra los pies buscando... ¿buscando que? Hacia seis años su sueño se había roto y hoy aquella misma sonrisa volvía ha golpearle. Seguía temblando y la imagen de Gabriela no se apartaba de sus ojos mezclándose con los rostros de su mujer e hija. Durante unos momentos ella le había ofrecido su sonrisa, el verde de sus ojos empujó su tristeza hasta casi conseguir arrancarla de su alma. Hubieran sido unos minutos. Solo unos minutos de sueño para luego volver a su peregrinación, a su inútil búsqueda con ánimos renovados; pero la violencia de aquel animal descerebrado que sonreía seguro de sí mismo, despreciando el amor que aquella mujer pudiera sentir por él, usando su fuerza donde debía usar la suavidad de un beso, había roto su sueño clavando un millón de finas astillas en su corazón. Notó como algo despertaba dentro de él y subía desde sus entrañas hasta nublarle la vista. Se dirigió hacia él y al llegar a su altura el hombre abrió la boca con intención de decir algo, pero no llegó articular palabra porque la puntera metálica del bordón le destrozó el paladar incrustándose en su carne; empujó al hombre hasta conseguir que su cuerpo superara la valla y cayera en el comedero de los cerdos. Los ojos desorbitados se enfrentaron a los inyectados en sangre de Cayetano, mientras se debatía ahogándose en su propia sangre oyó como se desgarraba la palabra: ¡Cabrón!, de la boca de su asesino. Con un golpe de muñeca zafó el bastón y echó andar, no volvió la vista atrás ni tan siquiera cuando los cerdos se abalanzaron sobre el comedero excitados por el olor a sangre. El polvo reseco del camino fue adhiriéndose a la sangre que impregnaba la puntera del bordón, mientras la nube solitaria que seguía su lento desplazamiento por el cielo volvía ha dejar al sol en libertad. Cuando llegó de nuevo al cartel con la indicación de: Bar 300 metros, retomó la dirección que marcaba la flecha amarilla, tras unos pasos oyó un fuerte sonido y al levantar la vista pudo observar como un camión se acercaba, haciendo sonar su bocina. Al pasar junto a él una ráfaga de aire azotó su cuerpo, levantó la cabeza y dejó que aquel aire purificador arrastrara todo el rencor y la rabia contenidos, llevándolos lejos de él. A unos doscientos metros podía ver las espaldas de otros peregrinos que avanzaban bajo el sol. Apretó su paso para alcanzarlos. -Me vendrá bien un poco de compañía- pensó, mientras sonreía. Jason Defman
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