Annimo
Publicado en Apr 08, 2009
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Cuando recibí la llamada, me encontraba en el Bar Bero, Luís prepara el mejor café de la ciudad y yo soy un adicto a el.
-¿Alfredo Puentes?- preguntó una voz cavernosa.
-Sí, al aparato- contesté, siempre me gustó esa expresión.
-¿Conoce usted a Ahdmed Kashim?
-¿A quien? ¿Con quien hablo?
-Policía.
Mi cara debió transformarse de una forma muy evidente porque Luís detuvo su continua limpieza de la barra metálica, con aquella maltratada bayeta azul, justo ante mí.
-¿Malas noticias?- preguntó.
Le hice un gesto con la mano, mientras escuchaba las instrucciones que me daba el policía, a través del teléfono móvil. Dejé un euro, el café intacto sobre la barra y me marché, dejando a Luís con la duda en sus ojos, hacia una de las calles del centro donde me informarían de lo que estaba sucediendo.
Al principio pensé que era una broma, pero a medida que me acercaba hasta la dirección indicada una idea vino a mi mente. Por allí vivía el moro Juan, ¿sería él ese tal Ahdmed?
Vi los coches de  policía,  con las luces destellantes encendidas, justo ante la puerta del edificio que había visitado una sola vez hacia tiempo, y entonces supe que efectivamente Ahdmed era Juan, o al contrario.
Tras identificarme ante un agente, que me vetó la entrada, esperé unos minutos y apareció ante mí el dueño de aquella voz cavernosa que me había sacado de mi  agradable sobremesa de aquel sábado. Era un tipo bajito y con unos kilos de más que se identificó como Jaime Ostos, inspector de policía, su voz no era tan impresionante en persona pero eso dio igual, pues mientras me explicaba el motivo de su llamada me invadió un desasosiego que terminó de estropearme aquel fin de semana.
Conocía al moro Juan desde hacia años, aunque realmente solo había hablado con él unas pocas veces, era una de esas personas a  las que saludamos pero que realmente no son nuestros amigos, tan solo nos es familiar su rostro. Durante un tiempo trabajé en el turno de noche de una fábrica y cuando terminábamos nos acercábamos a una panadería donde comprábamos el pan caliente, entrábamos por la puerta de atrás y al calor del horno formamos allí una pequeña tertulia de "currantes", en ella estaba el moro Juan. Así le conocían todos, aunque claro nadie le llamaba "moro" en su presencia. Ese epíteto no era de ningún modo despectivo era tan solo una forma fácil de identificar a la persona de la que hablábamos, Juanes hay muchos, pero que sean Marroquíes....
 Allí le conocí y durante un tiempo compartimos aquellas horas al amanecer, entre risas e intercambio de noticias y rumores; cuando cambié de trabajo, seguí encontrándomelo por la calle y saludándolo de forma automática, en contadas ocasiones cruzamos algún comentario.
Hasta que hacia unos meses, cuando me encontraba convaleciente de un infarto, mi afición al tabaco me llevó hasta la cama de un hospital donde me "tunearon" una de las arterias colocándome un muelle para mantenerla abierta y por recomendación médica solía salir ha caminar, volví ha encontrarlo y esta vez todo fue diferente.
Cada mañana me adentraba por las calles olvidadas de mi ciudad. Esas calles que deben existir en todas las grandes ciudades, olvidadas por todos excepto por los que las habitan, en las que el asfalto se va descomponiendo al mismo ritmo en que envejecen los edificios y sus ocupantes, quizás en un tiempo fueron el centro de la ciudad o calles muy transitadas, pero con la expansión de la urbe y la abertura de grandes avenidas fueron quedando a un lado. Cerraron los comercios, pasaron al final de la lista en la renovación y mantenimiento del mobiliario urbano y los jóvenes se trasladaron hacia la nueva ciudad que crecía a su alrededor quedando atrás sus padres que durante años sacrificaron buena parte de sus sueldos en la compra de una vivienda que se habían convertido en su segunda piel y que se negaban abandonar.
Me gustaba pasear por ellas, silenciosas y solitarias aprovechando el sol de la mañana en aquel otoño. Uno de esos días recorría despacio mi ruta matutina, en las calles adyacentes al río cuando, en un pequeño parque (un árbol, un trozo de césped y un banco con vistas al río), encontré a Juan sentado y con la mirada ausente. La calle era estrecha y solitaria así que apareció en mi rostro una sonrisa de circunstancias y le saludé.
-¡Hola! ¿Qué tal, tomando el sol?
Levantó la mirada, sorprendido, tras unos segundos de indecisión me reconoció y apareció en ella una sonrisa amplia y franca que me llegó al corazón así que me senté junto a él
-¿Qué te cuentas Juan?- pregunté.
No me contestó, solo mantuvo aquella sonrisa y una ligera luz apareció en aquellos ojos que me parecieron los mas tristes que hubiera visto jamás.
-Hola, Alfredo- su voz sonó insegura y con aquel acento que nunca desapareció del todo, pese a los años en que llevaba en España- ya ves, aquí sentado dejando pasar las horas.
Sonreí, pensando que era un comentario más, aunque me sonó a una sentencia.
Iniciamos una conversación banal, intercambiando las consabidas preguntas de personas que hace tiempo que no se ven: trabajo, casa, familia, etc.
Así supe que se había jubilado hacia un tiempo, que continuaba viviendo en la misma casa que hacia años (no tenía ni idea de donde vivía) y que su esposa había fallecido hacia tres años.
-Lo siento- le dije, la verdad es que nunca había hablado con su esposa, únicamente los había visto juntos en alguna ocasión, recordaba que era una mujer atractiva y española. Sin que esa matización fuera despectiva o racista, simplemente era así.
Le expliqué el motivo de mi baja laboral y tras sus recomendaciones para que me cuidara me dispuse a levantarme y seguir mi camino. Pero aquellos ojos...
-¿Te apetece caminar conmigo?- me sorprendí preguntándole.
Volvió aparecer aquella sonrisa en su rostro y así quedó sellado un pacto: cada día nos encontrábamos allí y paseábamos durante una hora más o menos.
Lo cierto es que al principio me maldije por haberle hecho aquella propuesta, pero tras un par de días me sorprendí deseando que llegara la hora de encontrarme con él y charlar mientras paseábamos. Su conversación era amena y más culta de lo que yo podía haber creído, la imagen que tenia de él resultó estar muy equivocada. 
Aquellos paseos me descubrieron a un hombre triste y solitario. Tras sus palabras se adivinaba la soledad que le rodeaba, aquella burbuja que se había creado a su alrededor durante años, siendo el extranjero al que todos saludaban pero que nadie tenía como amigo. Pese a estar casado con una mujer del país siempre fue "el moro" y cuando los tiempos cambiaron y empezó a llegar la migración de su país él ya estaba demasiado integrado en nuestra sociedad. Demasiado español para sus compatriotas, demasiado extranjero para nosotros. Se había quedado en una "tierra de nadie", no era español pero tampoco marroquí.
Ahora, tras la muerte de su esposa, esa soledad se había hecho patente. No habían tenido hijos que alegraran su vejez y no tenía familia o al menos nunca me habló de ella.
Me di cuenta de que lo único que tenía eran aquellos paseos. Pero llegó el día en que mi recuperación  dio paso a mi vuelta al trabajo, así se lo dije y tras aparecer de nuevo aquella tristeza en sus ojos me invitó, por primera y última vez a su casa.
Acepté y lo acompañé hasta su modesto piso de alquiler donde me preparó un delicioso café.
-Quiero regalarte algo- me dijo, y antes de que pudiera responderle me tendió un libro.
Era un libro escrito con caracteres árabes, viejo y manoseado.
-Quiero que lo tengas tú.
-Gracias, Juan. Pero no sé leer árabe...
-No importa, tampoco es un buen libro.
Su sonrisa era tan amplia cuando me dijo esto, que no pude negarme. Me despedí, intercambiamos nuestros números de móvil y le prometí llamarlo para quedar algún día.
Nunca lo hice.
La rutina del trabajo me absorbió y volví ha entrar en esa vorágine que llamamos vida moderna. No volví a recordarlo hasta ahora...
El policía me invitó acompañarlo hasta un bar cercano, para apartarnos de la miríada de curiosos que ya empezaban a mirarnos son mal disimulado interés. Allí ante un café (no tan bueno como los de Luís) volvió ha repetirme lo que ya me había dicho en la puerta del inmueble:
-Ahdmed Kashim murió hace dos meses más o menos, eso dice el forense a primera vista, sin que se vean indicios de que haya sido una muerte violenta. Ni se han encontrado pruebas de nada forzado o extraño en el piso.
Habían avisado los vecinos, unos nigerianos que vivían en el piso de al lado, a causa del penetrante olor que salía del piso. Nadie había sabido dar razón de parientes y el único número de teléfono que aparecía en su móvil era el mío.
Le expliqué al policía lo que sabía sobre Juan o Ahdmed, no me acostumbraba a pensar en él con ese nombre, y este me tranquilizó diciéndome que solo había sido una comprobación de rutina.
Durante días pensé en aquella muerte, en mi insensibilidad ante la soledad de aquel hombre que durante años saludé y del que desconocía incluso su nombre. Recordé el libro que me había regalado y lo busqué. Lo tuve entre mis manos y con un sentimiento de culpa lo hojeé, lo había dejado en una estantería sin volver a mirarlo desde el día en que me lo regaló, entre sus paginas encontré una fotografía en ella aparecían un hombre, en el que reconocí a un Juan (no podía pensar en él de otra forma) mas joven, y una mujer árabe de avanzada edad, su madre supuse.
Así que me personé en la comisaría de policía y tras varias preguntas volví ha encontrarme con Jaime Ostos que me informó que la muerte había sido por un infarto parecido al que sufrí yo, pero letal, y que había sido enterrado junto a su esposa. Sus pertenencias habían sido entregadas a la beneficencia. Tras varias gestiones conseguí saber donde estaba su nicho, en la lapida solo aparecía el nombre de su mujer: Nieves Herrera. Los servicios de beneficencia que se encargaron de su entierro (al que me maldecí por no acudir) habían decidido no poner su nombre en la lapida para no levantar suspicacias, al ser árabe... me dijeron.
Puse unas flores junto a su tumba.
Aquel hombre que tuvo que morir para que conociéramos su nombre, ni tan siquiera en la muerte tenía algún reconocimiento por la sociedad a la que contribuyó durante años. Aquel humilde emigrante que había dejado su país seguramente buscando una vida mejor y que se convirtió en un extraño, en un paria sin patria ni identidad. ¿Qué razones lo habían impulsado a emigrar? Seguramente, supuse, era un campesino en su tierra natal que salió de su casa en algún lugar de Marruecos, dispuesto ha vivir mejor. Una vida entera olvidada entre muchas; eran tantas las preguntas que me hacia: ¿por qué vino aquí? ¿Dónde conoció a su mujer? ¿Fue feliz?... Tantas preguntas que ya no tendrían respuesta y que nadie se hizo jamás.
Nadie le recordaría, excepto yo.
Volví la espalda a su tumba y me marché cabizbajo.
Meses después, entró a trabajar en mi empresa un muchacho árabe y pude enseñarle el libro que me había regalado para ver si podía traducírmelo, quizás así supiera porque me lo había regalado, saber que intentaba decirme con aquel gesto. Lo observó con extrañeza y después me dijo:
-Tratado de filología árabe. Escrito por Ahdmed Kashim.
Mil preguntas saltaron a mi mente. Mil preguntas sin respuesta.
¿Quién fue en realidad el "moro" Juan?
Jason Defman
Olot 28-11-2005
Página 1 / 1
Foto del autor Jason
Textos Publicados: 12
Miembro desde: Apr 06, 2009
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Descripción

conocemos de verdad a nuestros "conocidos"?

Palabras Clave: Inmigracin conocer anonimato

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



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