• MARÍA DE LOS ÁNGELES MELLA FERNÁNDEZ
GALENA
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Recuerdo la primera vez que me desmayé. Estaba en mi dormitorio cuando, de pronto, sentí un extraño mareo y me caí al suelo. No podía mover ninguna parte de mi cuerpo. Intenté gritar pidiendo ayuda pero ni un solo sonido salió de mi garganta. No se cuanto tiempo permanecí allí. De repente oí la voz de la mujer de mi hijo que hablaba con alguien. Una voz de hombre dijo que estaba muerta porque no encontraba ninguna constante vital: pulso, respiración, nada. Sentí que me levantaban y me depositaban en una superficie dura y que se movía.   Fui transportada en un coche que circulaba deprisa. Cuando se paró me llevaron al interior de una habitación que olía a desinfectante de hospital, quería hablar pero no podía, ni moverme, los párpados parecían tener imanes, pues me era imposible despegarlos. Oía ruidos metálicos y noté que me alzaban y me depositaban en una superficie rígida. Noté como me desnudaban y cuando no quedaba ninguna prenda sobre mi cuerpo una voz dijo “procedamos”. Algo punzante recorrió mi pecho y de repente pude abrir los ojos y logré incorporar la mitad de mi cuerpo. Quedé sentada sobre una mesa de operaciones. Un hombre con bata blanca apartó rápidamente la mano en la que sujetaba un bisturí con el que pensaba abrir mi pecho. ¡Iban a hacerme la autopsia!   Después de innumerables pruebas, los médicos diagnosticaron catalepsia producida por el mal de Parkinson que ya padecía y dijeron que, si bien podría volver a ocurrir, lo más probable es que no sucediese si llevaba estrictamente el tratamiento. Viví despreocupada casi un año, hasta que “sí volvió a ocurrir”.   Esta vez estaba en el jardín arreglando los rosales, que habíamos plantado mi nieta y yo hacía ya cuatro primaveras, cuando sentí el mismo extraño mareo. Llevaba varios días sola en la casa, pues Manuel y Pilar se habían ido de viaje con otra pareja amiga. Solían ausentarse casi todos los fines de semana desde la muerte de su hija, creo que me culpaban. Ellos nunca hicieron ninguna alusión a aquel desgraciado accidente, pero la ausencia de comentarios, su silencio me provocaba mucha ansiedad.   Cuando desperté noté un frío extremo. Estaba tumbada sobre una superficie gélida, rígida, metálica. Estaba desnuda, tapada únicamente por lo que me pareció, al tacto, una sábana. No había luz. Pregunté “¿hay alguien?” Un silencio sepulcral me contestó. “¿Hay alguien aquí?” pregunté nuevamente gritando. Nadie respondía. Logré bajarme de aquella incómoda y fría superficie y con los brazos extendidos, a tientas toqué un bulto. Se trataba de una cabeza humana. Aparté la mano rápidamente al mismo tiempo que lancé un grito. Di unos pasos hacia el frente y tropecé con una camilla. Sobre ella había otro cuerpo inmóvil y frío. Me percaté de que estaba en un depósito de cadáveres. Seguí avanzando como pude, horrorizada y toqué una pared de azulejos. Palpando topé con lo que parecía una puerta. La golpeé con todas mis fuerzas, gritando “¡abran, abran esta maldita puerta!”. No se cuanto tiempo imploré sin resultado. Me senté en el suelo, extenuada, cansada, asustada. Tenía tanto frío que comencé a sentir sueño, me acurruque y abrazada a mis piernas flexionadas me dormí.   Desperté de pronto al oír un ruido y voces cerca de la puerta. Ésta se abrió y me levanté, corrí hacia la mujer que encendió la luz y por poco se muere del susto. “¡Sáquenme de aquí, sólo hay muertos!”, dije como si ellos no lo supieran. Era presa de un ataque de pánico.   Creo que se han confirmado mis peores pronósticos. Acaban de enterrarme viva. No tengo miedo, he pensado tantas veces que sería lo más probable que hiciesen. Tengo frío. Aquí no se ve nada, está muy oscuro. Sólo se oye el silencio.   Mi actual situación si es pavorosa. Voy a morir, el oxigeno poco a poco desaparecerá, me ahogaré, es inútil gritar, nadie me oirá, súplicas inútiles, bajo el peso de la tierra sorda. Ellos estaban completamente seguros de que enterraban a una persona muerta.  
Cada mañana Pili y Manuel se levantan muy temprano, se duchan, desayunan y se visten. Hacia las siete de la mañana, cuando están casi preparados, Pili se dispone a despertar a Rosario, la madre de su marido, y Manuel a su hijita de tres años. Pili prepara el desayuno y las medicinas, que coloca en una bandeja y se lo lleva a Rosario a la cama. Ésta con la ayuda de su nuera, toma el café con galletas, el zumo de naranja y las pastillas para la tensión y para los temblores de las manos, síntomas del incipiente Parkinson. Cuando termina el desayuno, se levanta y va al baño. Por el momento se arregla sola para su aseo personal. Mientras, en la habitación contigua, Manuel trata de despertar a su hijita e intenta vestirla. Una vez con la ropa puesta, la niña camina despacio, desperezándose hacia la cocina. Su padre le pone leche con cereales en un bol y ella sola se lo come todo. Es una niña que se despierta con buen apetito. Mientras Sonia termina el desayuno, aparecen en la cocina Pili y Rosario ya preparadas para salir y cuando la niña está lista, el joven matrimonio recoge la vajilla y la dejan en la pila. Pili coge su bolso, asegurándose de no olvidar nada y Manuel el maletín que ya ha dejado preparado la noche anterior. Los cuatro se dirigen al garaje y Pili y su suegra se suben en un coche y Manuel y Sonia a otro. Se despiden con un beso y deseándose un buen día y se dirigen al Centro de Día donde queda Rosario hasta las cuatro, hora a la que vuelve su nueva a recogerla y a la guardería donde se queda Sonia hasta que su padre la recoge a la misma hora. Pili y Manuel van tranquilos a sus respectivos trabajos, seguros de que la decisión que han tomado es la más conveniente. Todos los días, de lunes a viernes, se repiten las mismas rutinas y hacia las cinco de la tarde se vuelve a reunir toda la familia. A esta hora acude a la casa Marta, una chica de la vecindad, que cuida a nieta y abuela hasta la hora de cenar, ya que Manuel tiene que trabajar todas las tardes y Pili va al gimnasio. La niñera ayuda a Pili a hacer la cena, bañar a la niña y a acostar a Rosario. Hacia las nueve regresaba a su casa. Sonia y Rosario pasan las tardes en la casa contándose mutuamente lo que han hecho en el colegio y se divierten mucho realizando los ejercicios físicos de equilibrio y flexibilidad que la pequeña hace en la guardería y que algunos de ellos son semejantes a los de rehabilitación de su abuela. Ésta suele leerle algún cuento y juegan a hacer torres con los cubos de Sonia o realizan puzzles, parecen dos compañeras de clase. Cierto día de invierno, en el que fuera hacía mucho frío y llovía abundantemente, Sonia despertó con mucha fiebre. Su madre se puso muy nerviosa, ya que su hija apenas había enfermado y mucho menos había tenido tan alta la temperatura de su cuerpo. La joven pareja decidió llamar al médico para que visitase a Sonia lo antes posible. Pili podía quedarse a esperar al pediatra, para que Manuel llevase al Centro a su madre. Pero Sonia no quería que su abuela se fuese, no quería que Marta la cuidase y se puso a llorar. A Rosario se le partía el alma al oír el llanto de la pequeña. - Creo que puedo hacerme cargo de Sonia esta mañana, hasta que vosotros regreséis - dijo a su hijo. - No se lo que opinará Pili. A mi me parece buena idea –contestó Manuel. Se acercó a la habitación de la niña a la que su madre no podía consolar. - ¿Qué te parece que mi madre se quede cuidando a Sonia? Yo creo que sí y además se ha ofrecido a hacerlo. - Si a ti te parece bien, pues que se quede. Yo llamaré por teléfono cuando salga a comer para saber como va todo –dijo Pili. Y se dispuso a calmar a Sonia, que al saber que su abuela se quedaba con ella, dejó de llorar y entre suspiros dio las gracias a su mamá. Hacia las nueve llegó el médico y después de examinar a la niña diagnosticó una amigdalitis. Extendió unas recetas y les explicó como y cuando debían darle las medicinas, comprometiéndose a volver al día siguiente para ver la evolución. Pili fue rápidamente a la farmacia y al volver a casa le dio a la niña la primera dosis del antibiótico recetado y un antitérmico. Sonia al poco tiempo se quedó dormida. - Muchas gracias Rosario por quedarte con la niña, me marcho más tranquila. Si ocurre algo imprevisto me llamas por teléfono – dijo Pili dirigiéndole una sincera sonrisa. Sonia durmió dos horas aproximadamente y cuando despertó vio a su abuela sentada en una butaca en la cabecera de su cama. La niña se incorporó de la cama y le dio un abrazo. - Tita, tengo sed – dijo Sonia. - ¿Sigue doliéndote la cabeza? –preguntó la abuela. - No. Quiero agua – volvió a decir la niña. - Bajaré a la cocina a por un vaso – dijo Rosario. Cuando bajaba las escaleras notó que las rodillas se le doblaban y tuvo que apoyarse en la barandilla para no caerse. No le dio importancia porque esto le ocurría algunas veces y remitía pronto. Sin embargo, fue cuando al coger el vaso y acercarlo al grifo para llenarlo, se dio cuenta de que no había tomado las pastillas, con los apuros y el nerviosismo, aquella mañana Pili olvidó darle las medicinas a Rosario y ésta tampoco se acordó de pedirlas, por lo que la dosis matinal se había obviado. El temblor de las manos casi le impedía mantener el chorro de agua dentro del vaso. Sintió una gran inseguridad, tenía miedo de caerse al subir las escaleras, de que le derramase el agua… Se arrepintió de haber quedado al cuidado de la niña. No se sentía segura de las reacciones de su propio cuerpo. Tendría que llamar a Pili. “¡Qué bochorno! ¡No sirvo para nada!”. Se encaminó a las escaleras con el vaso lleno de agua en su temblorosa mano izquierda, derramando de vez en cuando un poco de líquido. Subía con dificultad y cuando iba en mitad de la escalera se le doblaron nuevamente las rodillas y por no soltar el vaso se cayó quedando sentada tres escaleras más atrás. Dio un grito de dolor ya que se había hecho mucho daño en la cadera. - Tita, ¿qué te pasa? - Nada pequeña. Casi se me cae el vaso – contestó Rosario intentando no alarmar a la niña. Quiso incorporarse pero el dolor no la dejaba moverse. En lo alto de la escalera apareció Sonia y muy alarmada dijo: - Abuela. Te caíste. Voy a ayudarte. Sonia estaba un poco mareada por el efecto de las gotas para bajar la fiebre que había tomado y comenzó a bajar. Pero… se precipitó rodando por la escalera. Pasó rápidamente por delante de su abuela, que no pudo sujetarla y llegó al final. Allí en el suelo se quedó inmóvil. No respondía a la llamada de su abuela. Pili salió de la oficina a las dos para comer y llamó a casa. Nadie cogió el teléfono. Muy nerviosa y preocupada llamó a Manuel. - Estoy llamando a casa y nadie responde. Es muy raro. Ha ocurrido algo. Tengo miedo. - Tranquila, voy para allá ahora mismo. - Yo también. Date prisa. Llegaron al mismo tiempo, se miraron sin decir nada, abrieron la puerta y entraron en la casa. La niña yacía sobre un gran charco de sangre. Nada se pudo hacer, era demasiado tarde. Rosario lloraba, Pili también y Manuel repetía incesantemente el nombre de su hija.    
Prisionera de la locura     7 de septiembre   Cuando Pilar despertó aquella mañana su marido ya se había levantado. Se sentó en el borde de la cama y no sabía si dirigirse al baño o no, porque si Manuel estaba dentro la echaría como tantas otras veces, diciendo que necesitaba intimidad en aquel lugar. Pilar no entendía por qué él no respetaba la suya y entraba cuando le parecía aunque ella estuviese dentro. Cuando le preguntaba a su joven esposo el motivo de su actitud, éste respondía que era diferente, que ella era su mujer y no tenía secretos para él. ¿Qué tendría que ocultar? Esta conducta de Manuel comenzó al poco tiempo de morir su hijita. “Creo que lo que hace ahí encerrado es llorar”, pensaba Pilar, “y no quiere que yo lo vea, siente vergüenza de mostrar sus sentimientos”. También había muerto recientemente su madre. Era mucho dolor y trataba de ocultarlo.   14 de octubre   - Pili, eres tú la que tiene que tomar esa decisión, es tu vida y sabrás lo que quieres hacer con ella –le había dicho Manuel en una ocasión en la que ella debía optar por uno de los dos puestos que se le ofrecían en su lugar de trabajo.   - Tienes razón y creo que voy a quedarme en el mismo puesto. Ya conozco la dinámica del mismo, además, en el otro tendría más responsabilidad y no aumentarían mucho mis ingresos –dijo Pilar.   - Haz lo que quieras, pero me parece que cometes un error rechazando el ascenso. Es como si no quisieras progresar en tu carrera profesional. Tu actitud denota una falta total de aspiraciones. En cuanto al dinero, nos vendría bien el aumento aunque fuese pequeño – replicó Manuel.   - Acabas de de decirme que la decisión es únicamente mía y ahora me sueltas un sermón contradiciéndome, ¿qué pretendes?   21 de noviembre   - He quedado con nuestros amigos para cenar esta noche. ¿Qué te parece, cariño?   - Debiste consultarme antes de aceptar. Hoy no me apetece prepararme para salir y perder horas de sueño –contestó Pilar.   - Si es por ti no saldríamos nunca. El fin de semana pasado no querías ir a casa de mi hermana.   - Pero fuimos. Ten en cuenta que no colaboras en las tareas del hogar, por lo que es durante el fin de semana cuando yo aprovecho para limpiar la casa, planchar y cocinar –puntualizó  Pilar.   - Bueno, bueno no te quejes. Te trato como a una reina –quiso abrazarla, pero ella se apartó.   28 de diciembre   - Me gustaría tener otro hijo. Hace ya cinco años que perdimos a Sonia y yo ya no soy tan joven –comentó en una ocasión Pilar.   - Aún no me había planteado nada sobre ese tema –dijo Manuel.   - Bueno, “ese tema” como tu dices lo estoy planteando yo ahora.   - Debo pensar en ello. Un hijo es una gran preocupación y no sé si estás preparada para afrontarlo después de lo ocurrido.   - No intentes hacerme creer que yo no estoy preparada. Esas preocupaciones que  alegas son tus preocupaciones. Yo estoy muy tranquila e ilusionada –dijo Pilar manteniendo la calma.   -¡Qué equivocada estas! No quiero pensar en cualquier situación en la que tuvieses que decidir algo respecto a nuestro hijo: a qué médico acudir, el colegio idóneo, el deporte más apropiado…   - Esas excusas que intentas atribuirme nacen de ti. Dime que simplemente no quieres tener otro hijo.   - Creo que es lo mejor para ti, cariño. Tu cuerpo es precioso y si tienes un hijo ahora se estropeará. Dejemos las cosas como están –sentenció Manuel.   4 de junio   - He pensado mucho en nuestra relación y creo que lo mejor para los dos es que termine. Manuel, me voy, no aguanto más tus razonamientos egoístas y cada vez más hirientes –se atrevió a decir Pilar.   - ¿Qué dices? No puedes ir a ningún sitio sin mí. ¿Quién te va a cuidar?   - No estoy enferma, aunque me ha costado mucho conservar la cordura a tu lado, por lo tanto no necesito el cuidado de nadie.   - ¡No permitiré que te vayas! No puedo perderte a ti también – dijo Manuel levantando la voz.   - ¿Cómo lo vas a impedir?   - Pobrecita mía, lo que te pasa es que has perdido el juicio. Manuel la sujetó por los brazos.   - ¡Suéltame, me haces daño!   La llevó a la fuerza hacia la despensa, le dio un empujón y cerró rápidamente con llave.   - No te preocupes, cariño. No dejaré que te ocurra nada malo –dijo Manuel.   Pilar suplicó que la dejase salir, pero no obtuvo respuesta. Volvió con cinta aislante y esparadrapo, le ató las manos a la espalda y le selló la boca. Enseguida, Manuel, buscó en el bolso de Pilar las llaves de la casa y del coche, el teléfono móvil y lo guardó todo en la caja fuerte, a la que cambió la contraseña.   Bajó al sótano. Parte del local era el garaje donde guardaban sus vehículos y en un rincón había una pequeña habitación llena de cosas que no utilizaban. Sacó todo aquello y la limpió. Con gran esfuerzo trasladó la pequeña cama de la habitación de Sonia y la colocó bajo una pequeña ventana bien asegurada con una reja en su parte exterior y que quedaba a ras del suelo del jardín de la parte trasera de la casa. Colocó también una mesilla de noche y un tocador. “Ya construiré un pequeño baño para su aseo” pensó Manuel.   Por la noche, cuando ya estaba todo preparado a su gusto, abrió la puerta de la despensa. Pilar desesperada intentó salir corriendo, él se lo impidió.   - No puedes ir a ninguna parte. La puerta está cerrada. Yo cuidaré de ti. No puedes salir de aquí, estás muy enferma.   Pilar lloraba, mientras Manuel la llevaba al sótano. La metió en la pequeña habitación, le quitó el esparadrapo y liberó sus muñecas.   - Por favor, Manuel, déjame marchar. ¿Te has vuelto loco? –gritó Pilar.   - No estoy loco. Lo que es una locura es que te vayas y no lo puedo permitir. ¿Adónde irías tu sola? Podría ocurrirte algo malo –contestó su marido serenamente y salió de la habitación. Manuel cerró la puerta con llave.   Muy temprano, al día siguiente, Manuel bajó al sótano con un suculento desayuno. Pilar estaba acurrucada en la cama y no se movió, por lo que salió despacio para no despertarla. Vio el coche de Pilar. Tendría que hacerlo desaparecer. Debía pensar el modo más seguro de que no quedase ningún rastro de él.   Ya en el salón Manuel cogió el teléfono móvil de su mujer y desde él envió un mismo mensaje a su suegra, al centro de trabajo de Pilar y a una amiga, usurpando la identidad de su esposa: “Me marcho a otra ciudad, dejo mi casa y a Manuel. Por favor no intentes comunicarte conmigo. Estoy bien y cuando pase algún tiempo me pondré en contacto contigo. Hasta pronto”. Por la tarde dio de baja la línea telefónica.    

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