• Yolanda Murillo
viola
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  A las ocho en punto, como todas las mañanas de los últimos siete meses, comenzaron a repicar los martillos neumáticos levantando terrones de cemento, asfalto y demás escombros del subsuelo urbano.  A las ocho en punto de una radiante mañana de Abril, si es que alguien estaba al tanto del aspecto del día, sonó el estridente despertador de Raimundo que rezongando entre dientes apagó el odioso trasto, innecesario ya que llevaba unas tres horas despierto, rolando de un lado a otro de la cama, rumiando imágenes y pensamientos lúgubres, confusos, de lo más morboso. Por primera vez, y llevába unas cuantas, una muerte le había producido un caos personal dificil de descifrar.  Se levantó agil, Raimundo Sineso no aparentaba en absoluto los setenta y un años que llevaba a la espalda. Sentado al borde de la cama, enfundados los pies en unas aterciopeladas zapatillas, miró el traje impecablemente planchado. La blanca camisa y la negra corbata que constituían la precisa indumentaria de hoy. Quería gritar o llorar o tirarse en la cama otra vez. Todo a la vez, mientras con la colcha se tapaba hasta el último pelo, para olvidar. Volver tres días atrás el tiempo y Fernando continuara vivo. Fernando su amante, su amor, su pareja y soplo vital de los últimos quince años. Fernando, desaparecido apenas veinte horas antes por culpa de un chucho errabundo y caprichoso que paseaba por la carretera. Acabó muerto igual que Fernando.  A Raimundo se le acumularon de golpe veinte años bajo los ojos, sobre los ojos, en la mirada. Ayer tenía apenas cincuenta años, hoy le habían caido encima sus setenta sin contemplaciones. Con mirada alicaida, sin expresión ni consistencia, aguantó la imagen del espejo mientras se afeitaba. El sinsentido hería como una punzada helada. La vida, ¿qué era ahora?. Resolvió que esa misma tarde, trás el entierro y la parafernalia social, delimitaría el porvenir. Necesitaba un proyecto para no ser pasto de la desgana, el tédio o de cualquier ancianidad peor mil veces que la muerte.  El reloj del salón campaneó las ocho y media. Raimundo aceleró el paso mientras cogía las llaves del coche, el tabaco y las gafas de sol. A las nueve en punto el féretro saldría del tanatório hacia la última estación, un cementerio macábro y saturado como todos.   Persíta rebuscó con ansia de adicto en el cajón de las medicinas. El Dolalgial no aparecía y le iba a reventar la cabeza, lo que sí encontró era la esquela de su primo Fernando que salió en el ABC de ayer. Los coches atascados en el Puente Calero protestaban a claxonazo general. Persíta paró la búsqueda y saliéndo al balcón vociferó un par de insultos a los conductores atrapados entre semáforos y bocacalles.  -¡Y qué todos los santos días igual, -gritó cerrándose la bata- y el maldito Dolalgial sin aparecer!.  Paró en seco frente a la puerta de la cocina, retrocediendo a la carrera hasta el dormitorio, sacándo un montón de bolsos del armario a la vez que los volvía sacudiendolos hasta que de una mochila azul cayó la deseada caja de analgésicos.   -Lo sabía yo, ay si lo sabía yo! -dijo sonriente a la maltrecha caja.  No era habitual en ella madrugar un viernes libre, pero el entierro de su primo le venía al pelo. Estaba impaciente por una oportunidad así, exactamente desde que su vecina, la Pilarita del ático, se jactó delante de unas cuantas de las tres o cuatro conquistas conseguidas entre velatorio y cementerio.  Puso los dientes largos a todas las maris del rellano. Persíta rabiaba de envidia con tales proezas, ella siempre odió los ritos relacionados con la muerte. Tanto los había evitado que a sus cuarenta años no sabía qué ni cómo eran funerales, entierros o velatorios. Ahora, Fernandito se lo ponía en bandeja.  Dado su desconocimiento del protocolo de la muerte optó por lo de todos conocido, el negro.  Persíta se caló las gafas de sol, aquella mañana de Abril brillaba demasiado. Pobre Fernandito, pensó, ya todas la mañanitas le importan un bledo. Se santigüó entintada de negro hasta la sombra de los ojos mientras miraba a su primo trás el visor del ataud. Recordó los veranos de infancia compartidos en el pueblo de los abuelos. Fernando sólo la sacaba dos años y Persíta se consideraba insultantemente joven, así que Fernandito era un fiambre precoz. Como siempre, le dijo en un murmullo, precoz y extravagante primo mio.  Al otro lado de la sala bullía de actividad Raimundo Sineso, el traslado del cuerpo al cementerio se retrasaba y Raimundo comenzaba a impacientarse agobiado de sortear a la escasa y prejuiciosa familia de Fernando, a los amigos comúnes, entre los que no faltó alguna "loca" poniéndo su peculiar nota. Consolando, sin convicción, a alguien lagrimeante y mocoso estaba cuando advirtió la presencia ensimismada ante Fernando de una mujer para él desconocida, pero con un parecido físico al fallecido tal que le recorrió un escalofrio. Apartando bruscamente el hombro que había prestado para consolar avanzó con discretos, casi temerosos, pasos hacia la doble de Fernando. Una voz pausada, tan grave como ridícula, sonaba en su cabeza "quiza aún esté a tiempo, quiza me quede futuro, quiza yo valga..."  Sentía flojera en las piernas. Una imagen infantil, bucólica en tonos pastel, le envolvió. Y como si nunca hubiera existido el Raimundo Sineso al que el cuerpo de las mujeres provocaba rechazo y un poco de asco, deseó a esa hembra que era casi el clon de Fernando. El Raimundo que nunca había besado labios femenínos, sintió de inmediato atractiva aquella figura. Tenía un aire tan familiar. Se acercó sin pensarlo, imparable y enérgico. Carraspeó buscando su voz. Persíta volvió de su inmersión mental, sonrió sin saber a quién sonreía. Tendiendo la mano al atractivo caballero que miraba un tanto estupidizado, se presentó.  -Persíta Molina, prima de Fernando -dijo flexionando una rodilla  Esperó a que el desconocido correspondiera sacándola de dudas.  -Raimundo Sineso, -respondió en un lastimoso e inaudible tono- encantado de conocerla señorita. Nunca antes nos habíamos visto, ¿verdad?.  Estiró la espalda, parecía algo más repuesto.  -Ah..., si..Sineso. ¿Es usted?..bueno, perdón, el gusto es mio -dijo, deseándo no haber dicho nunca nada.  Un repentino movimiento de los presentes les sacó del aparte en el que estaban. Ya los empleados municipales trasladaban el féretro.   Raimundo conducía como un autómata siguiéndo al coche fúnebre, hablaba con Fernando, el mismo que no podía oirle y que viajaba delante de él tumbado en una caja de pino.  -Tuvo que llegar el día de tu entierro, querido mio, para que yo pensara en mujeres. ¡A mis setenta años!. Ay Fernando, qué complicada es la vida. No es sólo una mujer, es toda una horrible estampa familiar la que me bulle....ay señor, señor.  Se santigüó por él, estaba demasiado frio ya para enyender de complicaciones.  -¡Qué hermosa mañana! -coincidieron los asistentes -¡Pobre Fernando!Era el gimoteo general.  Allí, de pié alrededor de la fosa, asomaban las cabecitas contemplando sin gusto el descenso de la caja. Allí, los ojos de Persíta clavados en Raimundo. Los de Raimundo horadando a Persíta. Globos de infantiles colores subían al cielo desde sus dilatadas pupílas.          
Abril
Autor: Yolanda Murillo  526 Lecturas
  A sus cuarenta y dos años se podía decir de Ramón que era un tipo atractivo. Buena pinta, buén coche y buenísima nómina. Un coctel con los ingredientes necesarios para tener exito con las mujeres.   Ramón ligaba sin parar pero nunca llegó a confiar en las féminas, su media anual de conquistas estaba muy por encima de la de sus colegas y amigos. Vive y deja vivir era la coletilla preferida de éste crápula encallecido.  La mañana no podía ser mejor. Por las ventanillas del todoterreno salía rock and roll a toda orquesta, y carcajadas desmedidas. Ramón y Elsa se divertían juntos. Llevaban cuatro o cinco meses saliéndo y la cosa iba bién. A veces Ramón se tensaba y ponía alerta cuando las relaciones se prolongaban más de un trimestre. Pero este bombón de ventipocos años le estaba sentando de maravilla, se encontraba más dinámico aún, más gracioso y más moreno. En fin, estaba espléndido. Además de guapísima y divertida, Elsa follaba como ninguna. Siempre tan atractiva y sensual, sobretodo con medias negras con costura atrás, tacón de aguja y esa falda corta que hacía sus piernas infinitas. Ramón no podía evitar mirarla embobado.  Habían planeado un lujurioso y solitario fin de semana en la casita de montaña a la que, por primera vez, Ramón acompañaba a Elsa. Era la casita de los padres de ella, detalle éste que repelía un poco a Ramón. Todo sea por la nena, condescendió a regañadientes él. Pensaban encender la chimenea aunque todavía no hiciera falta, era un principio de otoño bastante cálido.  Descargaron los víveres en la entrada. Habían comprado montones de "delicatessen" antes de salir, pensaban no moverse de la casa en todo el fin de semana. Elsa, que se había encargado de la bebida, entró en la cocina con seis botellas de un excelente cava catalán.  -¿No te parece un poco exagerado seis botellas, -bromeó Ramón- o es que esperamos visita?  -¡Qué suspicaz y qué listo eres, bribón! -le cameló- Nadie. Bueno, quiza a última hora de la tarde, mañana, aparezcan mis viejos. Vuelven de Burgos y les queda de camino.  Sacudió su cuerpazo al ritmo de la rumba que acababa de poner en el compacto.  Ramón se imaginó a los padres viniendo de Burgos. La madre traería un abrigo de visón, seguro, aunque fuera Octubre. Le dió un escalofrio y se le torció el gesto.  -Bueno, entonces nos piramos al medio día y todo arreglado. -dijo secamente- ¿De dónde dices que vienen?, ¿de Burgos? -añadió con sorna.  -Cariñin, cariñin. -le pellizcó la mejilla- Qué borde eres.  Acercó sus labios rojos y carnosos a los de Ramón que los esquivó habilmente.  -Hace frio aquí. Voy a encender la famosa chimenea. -fingió actividad pero empezaba a encontrarse agobiado- Imagino que habrá troncos en algún sitio, ¿no?.  Recuperó el tono diplomatico. No quería levantar sospechas.  -Si, justo al lado de la chimenea. -contestó- Yo voy a buscar unas mantas mientras. Para tirarnos delante del fuego, si consigues encenderlo.  Ramón colocó la carga. Hicieron falta muchas páginas del ABC, son tan pequeñas. Luego ramítas, despues ramas y arriba del todo los troncos. Era un experto en chimeneas, y en chicas. Así que, ¡tranquilo majete!, se decía. Va a ser un fin de semana completito.   Se tumbó en la gruesa alfombra mirando cómo crecía el fuego. Elsa seguía sin venir, pero le estaba sentando bién el rato de soledad. Se puso bocarriba y respiró profundo, el olor a leña ardiendo impregnaba ya el ambiente. Reparó en una gran tela de araña, allí arriba, en una esquina. Era grande y perfecta, de libro, con araña incluida. Una araña negra y desagradable. Ramón pensó matarla, pero la vaguería de estar tumbado junto al fuego le hizo repentinamente ecologísta. Total, se dijo, no va a bajar de ahí. Respetemos el medio.  -¿Hace mucho que no vienen tus padres por aqui, verdad? -pegó una voz en dirección al pasillo, nadie contestó- Pues deberían venir más a menudo, y limpiar, en vez de ir a Burgos.  Volvió a la tela de araña. En el momentito que había dejado de mirar se preparó una escena interesante. La mosca y la araña. Una mosca descuidada se había posado en un extremo de la tela y empezaba a darse cuenta de que sus patas estaban pegadas a la viscosidad del hilo. El arañón, que era de cuidado, parecía ignorar a la mosca, que para entonces se agitaba frenética. Tanto que movía toda la tela, que era mucho más resistente de lo que parecía. Ramón estaba extasiado, atento como ante un oráculo.  Algo cambió de repente. La mosca agotada cesó de agitarse. Momento en que la araña, hasta entonces adormilada, desentumeció sus ocho patas comenzando el acercamiento a la mosca. Para entonces Ramón, en pié, se había aproximado a la tela, lugar de los hechos. Lugar del crimen, murmuró. Creyó que iba a ver cómo la araña se tragaba a la mosca.  Para su sorpresa y nausea, la araña ató, amordazó y aprisionó a una mosca a la que Ramón imaginó aterrorizada. No la devoró, la guardaba para más tarde y con solemne paso deslizó sus ocho patas al mismo lugar en que se encontraba cinco minutos antes.  Ramón, desencajado, buscó precipitadamente el cuarto de baño abriendo todas las puertas que encontaba a su paso. En una de las habitaciones estaba Elsa cambiandose de ropa. Vestía un ajustado vestido negro, medias negras, ligas negras y tanga negro. Ramón se atrincheró en el baño, echó el pestillo. Jadeaba.  -Ramón, Ramón, ¿te pasa algo mi vida? -Elsa aporreó la puerta- ¡Abre, venga!, ¿te sientes mal?.  Ramón apretaba las llaves del coche. Recuperó la compostura y, abriendo la puerta, besó a Elsa en la boca. Un largo beso.  -Ciao, arañita mia. Voy un momentito a la gasolinera, a comprar hielo.  Sonrió con la más amplia de sus perfectas sonrisas. 
Quién habría sido el aguafiestas que le había despertado de su modorra. Lo había oído claramente: Levántate y anda.
La siesta
Autor: Yolanda Murillo  1165 Lecturas
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   Se cortó y tiñó el pelo y se puso a régimen. Caminaba pizpireta, estaba casi enamorada. Tenía el amor, le faltaba destinatario; ¿hombre, mujer, perro, caballo, Dios, Buda...?
ANA
Autor: Yolanda Murillo  444 Lecturas
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Aquel hombre salió de su pueblo con una mano delante y otra detrás, como se suele decir cuando alguien se va con lo puesto. Volvió treinta y cinco años más tarde en un deportivo rojo. Yo le ví aparcar y bajar del coche. Estacionó cerca de la que fué la casa de sus abuelos, ahora una ruina.   Era la última hora de la tarde, el sol se ponía por fin. De casi rompe los termómetros hoy. Ahora se había levantado una brisilla, revolvía la melena blanca y repeiná del hombre. Chasqué una bellota, me la comí con gusto.   El hombre traía una sombra muy alargada que se estiró por la chapa roja del coche cuando él cerró la portezuela. Seguía siendo bajito. Yo diría que estaba más canijo aún, con una inmensa sombra. Yo le miraba sentado en la sillita de mimbre que mi madre usa para las piernas entretenido comiendo bellotas que tio Jacinto había traido de la dehesa esta mañana.   El aspecto del hombre impresionaba, como su sombra, aunque era el mismo esmirriaó que cuando ibamos a la escuela de la señorita Consuelo, era de los más enanos. Casi siempre le ahogabamos cuando nos apretujabamos alrededor de la chimenea atentos a la señorita que recitaba las tablas de multiplicar. Entonces la sombra no asustaba como ahora. El, mucho no ha crecido pero en cuarenta años ha criado una sombra que para darme alivio en los mediodias de verano la quisiera yo cerca.    El hombrecillo miraba ahora, sin frio ni calor, los escombros de la casa de sus abuelos. Cuando se fué sus padres vivían ahí, él también. Quedaron solos. El padre murió cinco o seis años despues en un invierno de muchas nieves. Murió el burro y dos semanas despues murió el padre. Lo enterramos, al burro lo echamos a las alimañas. Pero él esmirriaó no apareció. La madre quedó sola. Ya nos hartamos de la cantinela de lo rico y poderoso que se estaba haciendo en la capital. Una mañana resbaló con los hielos de la calle. Vino una ambulancia y se la llevó. Luego llegó una furgoneta blanca en la que se leía "Hogar geriatrico El Buén Pastor", paró en su puerta y dos hombres cargaron cajas y ropas de la vieja.   La sombra alargada volvió al coche y algo buscó dentro. Un teléfono de esos que anuncian y que tiene Justo, el pastor. A algún sitio llamó, y habló. Luego se volvió hacia mi, que seguía sentado en la sillita de mimbre tomando el fresco, pero no me reconoció. Cruzó la calle con su, cada vez, más estirada sombra. Se metió en la cantina. Yo grité hacia la cocina de mi casa "máma, voy pá la cantina".    Crucé la calle trás él. Me fijé en mi sombra y no se parecía a la de él. Mi torcída columna hacía imposible ese alargamiento con el que él se paseaba. No entré, me quedé apoyado en el muro fumando un cigarrito y escupiendo cáscaras de bellota que se habían quedado entre los dientes.   Llegaron dos coches que pararon en la mismisima puerta del bar. Bajaron un montón de chiquillos, un matrimonio, dos hombres y una pareja de jovencitos. La moza era de las que quita el hipo. El caso es que el matrimonio me resultaba conocido pero del pueblo no eran. Me fijé en sus sombras, sólo eran normalitas. Ninguna como la de él que daba susto. ¡Con lo enano que era, había que ver cómo la tenía!. Entraron, y yo con ellos. ¡Vaya un torbellino y griterio que se organizó en la cantina!. Besos y abrazos del matrimonio y él. Presentaciones de los hijos, y de los hijos de los hijos. Y de la buena moza. Ël la miró de arriba abajo y de abajo arriba, luego sonrió torciendo el labio. El novio de la moza, que era un tiarrón, miró al canijo como quien mira  una mosca pensando si aplastarla o no. Pero cogió a su novia por la cintura y se la llevó a la maquina de bolas. Yo había pueto una moneda en la barra y bebía mi tercio. Era como un fantasma, una sombra, nadie parecía verme. Es normal, cuando te dicen "el tonto del pueblo" tienes permiso para ver y oir lo que está prohibido para el resto. ¡Total, eres tonto y no te enteras!. Sólo los chiquillos se dedicaban a fastidiarme todo lo que podían. Pellizqué a una niña de trenzas; aulló, pero nadie atendía.     El matriminio y el hombrecillo sin sombra ahora, se había quedado fuera languideciendo con los últimos rayos de sol, hablaban asperos pero muy finos. Contaban de la infancia intentando animar el ambiente. Eran familia, en realidad primos-hermanos. ¡Ahora recordé al matrimonio!, habían venido al pueblo meses más tarde que la furgoneta blanca. Terminaron de llevarse los muebles y trastos  que aún quedaban en casa de la vieja. Les ví cargar con el colchón del que ahora la sombra venía a pedir cuentas. El matrimonio palideció, y yo agucé el oido sin poder creer que la vieja, siempre viviendo como una pordiosera y quejándose de lo nada que tenía, guardara una fortuna en el colchón.   Todos se pusieron tensos, pensé que iban a volar las manos. Pero no.   -Vuestra hija es muy buena moza -dijo la sombra-. Pena de armario ropero que tiene por novio.   Caminó hasta la ventana de la cantina y miró su coche aparcado en la penumbra, bajo la pobre luz de la farola. La chica se había acercado a él por indicación de su padre. El novio seguía jugando y meneando las caderas, el resto de los familiares animaban a una sucia tragaperras.   -¿Te gusta? -dijo señalando con el mentón su coche   -Si -contestó ella   -¿Tienes carnet?   -Recién nuevo   -¿Quieres conducir?   -¿Hasta dónde?   -Hasta Madrid, mañana vas de tiendas -dijo seco señalando su vestido   Ella calló. Él se acercó a los padres.   -Olvidemos el colchón. Os traigo a la niña pasado mañana, domingo -dijo sabíéndose dueño de la situación.   Tragaron saliva, callaron. La sombra pagó las bebidas. Todos habían callado, la máquina de bolas también. Salieron. Cruzaron la calle hacia el deportivo rojo. En el cielo ya oscurecido estaba la luna casi entera. El hombre recuperó su gran sombra alargada no bién pisó la calle. Abrió la portezuela, la chica entró huidiza. El novio, desncajado, se acercó  al ladrón en dos zancadas y le zarandeó. Le hubiéra podido matar si quisiera. Los padres mediaron para que la cosa no llegara a más. El padre agarró al tiarrón por el brazo susurrándole algo al oido.   -¿Dónde vas desgraciaó, no vés que la niña se va con su tio?   -¡Con su tio!, ese enano que tiene los huevos como bellotas no va a llevarse a mi chica así como así. Le voy a sacudir hasta romperle la sombra, al desgraciaó de mierda ese.   -¡Para macarra!, tú vas a hacer lo que yo te diga si quieres que la niña siga siendo tu novia. Así que tira, ¡tira ya!, a casa a dormir, y punto. ¿Entiendes?, mañana será otro día. Hoy no es mañana, Luciano.   -Esto es demasiaó, ¿qué le deben ustedes a ese asqueroso?.   Todos los ojos se posaron en la pareja. Las bocas de los presentes estaban entreabiertas, esperaban alguna palabra para cerrarlas.   -Calla y camina -ordenó el padre al novio- tienes mucho de lo que cuidarte. No querrás que la niña sepa dónde te ví el otro día, ¿no?.   El chavalote dobló, agachando la cabeza caminó hasta el coche. El deportivo rojo ya había desaparecido en la polvareda. Luego los demás.     Crucé la calle saliendo de las sombras. Pasé por donde había estado aparcado el coche rojo, algo tirado en el suelo brillaba a la luz de la farola. Me agaché a cogerlo. Era el telefonillo que él había usado. Apreté un botón que tenía un teléfono verde pintado, aquello se encendió todo. Sonó la llamada, esperé.   -Ay Alfredo, por fin -dijo una gritona voz femenina-, ¿cuándo vuelves, dónde estás?. ¿Has recuperado lo del colchón?, son como bellotas esa familia tuya, paletos hasta el tuétano. ¿Han puesto pegas esos ladrones?   Hubo un silencio. Yo seguía escuchando.   -¿Alfredo, Alfredo me oyes?, no te oígo nada, busca cobertura cariño. Acuerdate que mañana tengo cita con el cirujano de las tetas...estoy ansiosa. Lo bién que ha venido ese colchón. ¿Alfredo, Alfredo?. ¡Qué fastidio!.   Colgó, qué loro. Volví a tocar otro botón y aquello se apagó, mejor así. Lo eché al bolsillo y caminé hasta casa silbando una cancioncilla. Pelé otra bellota que tenía, la última. La escupí entera, la jodia estaba amarga como hiel.      
Bellotas
Autor: Yolanda Murillo  509 Lecturas
         A Cuenta    Cuento cuentos tontos porque de tanto en tanto cuento con tontos que cuentan con ganar un tanto a cuenta de tont@s atent@s a sus cuentos tontos pagados a tanto o cuanto el cuento.   No cuentes con el "erase una vez" como tono para tu canto, de esos cuentos ten en cuenta el "...y fueron felices contando tantas y tantas perdices que los años pasaron sin darse ni cuenta....
A Cuenta
Autor: Yolanda Murillo  516 Lecturas

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