Abril
Publicado en Apr 27, 2009
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  A las ocho en punto, como todas las mañanas de los últimos siete meses, comenzaron a repicar los martillos neumáticos levantando terrones de cemento, asfalto y demás escombros del subsuelo urbano.
  A las ocho en punto de una radiante mañana de Abril, si es que alguien estaba al tanto del aspecto del día, sonó el estridente despertador de Raimundo que rezongando entre dientes apagó el odioso trasto, innecesario ya que llevaba unas tres horas despierto, rolando de un lado a otro de la cama, rumiando imágenes y pensamientos lúgubres, confusos, de lo más morboso. Por primera vez, y llevába unas cuantas, una muerte le había producido un caos personal dificil de descifrar.
  Se levantó agil, Raimundo Sineso no aparentaba en absoluto los setenta y un años que llevaba a la espalda. Sentado al borde de la cama, enfundados los pies en unas aterciopeladas zapatillas, miró el traje impecablemente planchado. La blanca camisa y la negra corbata que constituían la precisa indumentaria de hoy. Quería gritar o llorar o tirarse en la cama otra vez. Todo a la vez, mientras con la colcha se tapaba hasta el último pelo, para olvidar. Volver tres días atrás el tiempo y Fernando continuara vivo. Fernando su amante, su amor, su pareja y soplo vital de los últimos quince años. Fernando, desaparecido apenas veinte horas antes por culpa de un chucho errabundo y caprichoso que paseaba por la carretera. Acabó muerto igual que Fernando.
  A Raimundo se le acumularon de golpe veinte años bajo los ojos, sobre los ojos, en la mirada. Ayer tenía apenas cincuenta años, hoy le habían caido encima sus setenta sin contemplaciones. Con mirada alicaida, sin expresión ni consistencia, aguantó la imagen del espejo mientras se afeitaba. El sinsentido hería como una punzada helada. La vida, ¿qué era ahora?. Resolvió que esa misma tarde, trás el entierro y la parafernalia social, delimitaría el porvenir. Necesitaba un proyecto para no ser pasto de la desgana, el tédio o de cualquier ancianidad peor mil veces que la muerte.
  El reloj del salón campaneó las ocho y media. Raimundo aceleró el paso mientras cogía las llaves del coche, el tabaco y las gafas de sol. A las nueve en punto el féretro saldría del tanatório hacia la última estación, un cementerio macábro y saturado como todos.
 
  Persíta rebuscó con ansia de adicto en el cajón de las medicinas. El Dolalgial no aparecía y le iba a reventar la cabeza, lo que sí encontró era la esquela de su primo Fernando que salió en el ABC de ayer. Los coches atascados en el Puente Calero protestaban a claxonazo general. Persíta paró la búsqueda y saliéndo al balcón vociferó un par de insultos a los conductores atrapados entre semáforos y bocacalles.
  -¡Y qué todos los santos días igual, -gritó cerrándose la bata- y el maldito Dolalgial sin aparecer!.
  Paró en seco frente a la puerta de la cocina, retrocediendo a la carrera hasta el dormitorio, sacándo un montón de bolsos del armario a la vez que los volvía sacudiendolos hasta que de una mochila azul cayó la deseada caja de analgésicos.
  -Lo sabía yo, ay si lo sabía yo! -dijo sonriente a la maltrecha caja.
  No era habitual en ella madrugar un viernes libre, pero el entierro de su primo le venía al pelo. Estaba impaciente por una oportunidad así, exactamente desde que su vecina, la Pilarita del ático, se jactó delante de unas cuantas de las tres o cuatro conquistas conseguidas entre velatorio y cementerio.  Puso los dientes largos a todas las maris del rellano. Persíta rabiaba de envidia con tales proezas, ella siempre odió los ritos relacionados con la muerte. Tanto los había evitado que a sus cuarenta años no sabía qué ni cómo eran funerales, entierros o velatorios. Ahora, Fernandito se lo ponía en bandeja.
  Dado su desconocimiento del protocolo de la muerte optó por lo de todos conocido, el negro.
  Persíta se caló las gafas de sol, aquella mañana de Abril brillaba demasiado. Pobre Fernandito, pensó, ya todas la mañanitas le importan un bledo. Se santigüó entintada de negro hasta la sombra de los ojos mientras miraba a su primo trás el visor del ataud. Recordó los veranos de infancia compartidos en el pueblo de los abuelos. Fernando sólo la sacaba dos años y Persíta se consideraba insultantemente joven, así que Fernandito era un fiambre precoz. Como siempre, le dijo en un murmullo, precoz y extravagante primo mio.
  Al otro lado de la sala bullía de actividad Raimundo Sineso, el traslado del cuerpo al cementerio se retrasaba y Raimundo comenzaba a impacientarse agobiado de sortear a la escasa y prejuiciosa familia de Fernando, a los amigos comúnes, entre los que no faltó alguna "loca" poniéndo su peculiar nota. Consolando, sin convicción, a alguien lagrimeante y mocoso estaba cuando advirtió la presencia ensimismada ante Fernando de una mujer para él desconocida, pero con un parecido físico al fallecido tal que le recorrió un escalofrio. Apartando bruscamente el hombro que había prestado para consolar avanzó con discretos, casi temerosos, pasos hacia la doble de Fernando. Una voz pausada, tan grave como ridícula, sonaba en su cabeza "quiza aún esté a tiempo, quiza me quede futuro, quiza yo valga..."
  Sentía flojera en las piernas. Una imagen infantil, bucólica en tonos pastel, le envolvió. Y como si nunca hubiera existido el Raimundo Sineso al que el cuerpo de las mujeres provocaba rechazo y un poco de asco, deseó a esa hembra que era casi el clon de Fernando. El Raimundo que nunca había besado labios femenínos, sintió de inmediato atractiva aquella figura. Tenía un aire tan familiar. Se acercó sin pensarlo, imparable y enérgico. Carraspeó buscando su voz. Persíta volvió de su inmersión mental, sonrió sin saber a quién sonreía. Tendiendo la mano al atractivo caballero que miraba un tanto estupidizado, se presentó.
  -Persíta Molina, prima de Fernando -dijo flexionando una rodilla
  Esperó a que el desconocido correspondiera sacándola de dudas.
  -Raimundo Sineso, -respondió en un lastimoso e inaudible tono- encantado de conocerla señorita. Nunca antes nos habíamos visto, ¿verdad?.
  Estiró la espalda, parecía algo más repuesto.
  -Ah..., si..Sineso. ¿Es usted?..bueno, perdón, el gusto es mio -dijo, deseándo no haber dicho nunca nada.
  Un repentino movimiento de los presentes les sacó del aparte en el que estaban. Ya los empleados municipales trasladaban el féretro.
 
  Raimundo conducía como un autómata siguiéndo al coche fúnebre, hablaba con Fernando, el mismo que no podía oirle y que viajaba delante de él tumbado en una caja de pino.
  -Tuvo que llegar el día de tu entierro, querido mio, para que yo pensara en mujeres. ¡A mis setenta años!. Ay Fernando, qué complicada es la vida. No es sólo una mujer, es toda una horrible estampa familiar la que me bulle....ay señor, señor.
  Se santigüó por él, estaba demasiado frio ya para enyender de complicaciones.
  -¡Qué hermosa mañana! -coincidieron los asistentes -¡Pobre Fernando!
Era el gimoteo general.
  Allí, de pié alrededor de la fosa, asomaban las cabecitas contemplando sin gusto el descenso de la caja. Allí, los ojos de Persíta clavados en Raimundo. Los de Raimundo horadando a Persíta. Globos de infantiles colores subían al cielo desde sus dilatadas pupílas.          
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Foto del autor Yolanda Murillo
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Descripción

Relato breve. Como siempre, la soledad. Como siempre, los sentimientos.

Palabras Clave: casual causal azar destino valor o cobarda.

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



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