El vidrio se encontraba levemente empañado por su respiración, mientras miraba hacia afuera, esperando que, finalmente, la micro partiera. Pero si bien trataba de concentrarse en afuera, y poner la menor atención posible en lo que ocurría dentro del vehículo, no podía evitar ver, en el reflejo del cristal, que poco a poco los asientos se iban llenando y que, siguiendo la lógica, las predicciones y las costumbres, se harían pocos y faltarían. Tomar la micro era para ella un acto indiferente. Era, simplemente, una necesidad que no podía evitar; no podía pasar la noche en la universidad. Sin embargo, no era, precisamente, una acción agradable. De hecho, durante años había evitado movilizarse en la locomoción pública para evitar contactar con gente. Y es que si una palabra podía resumirla, sería probablemente “antisocial”. Todo eso cambió cuando su más preciada adquisición llegó a ella: el MP3. Con sus cinco centímetros de largo y sólo dos pares de botones, ese artefacto había logrado cambiar su percepción del mundo, y, lo más importante, le permitía aislarse del resto de él. ¿Para qué escuchar lo que el resto imponía, si podía oír lo que ella elegía? Desde ese momento, ella y sus audífonos se hicieron inseparables. Como esos amigos que se encontraron y nunca más se separaron, siempre que se veía a su figura avanzar solitaria por una calle, se podía ver un cable blanco bajando por su cuello y terminando en su bolsillo derecho. Pero ese día algo había salido mal, y su querido amigo, su mejor amigo, no había querido encender. Desesperada, había hecho de todo, e incluso consideró quedarse en su casa todo ese día a ver cómo solucionaba el problema; mas ya estaba en la micro que la llevaba hacia la universidad cuando se dio cuenta de la tragedia, y ya no había vuelta atrás. Soportó durante toda la mañana y toda la tarde los gritos de esos trogloditas que la gente insistía en llamar estudiantes, los cuchicheos de las traicioneras mujeres que caminaban de a grupo por los pasillos; aquellas voces a las que detestaba Suspiró. No pudo dejar de sentir alivio al darse cuenta de que en unos minutos la calamidad pasaría, podría poner a cargar su MP3 y todo volvería a la normalidad. Y justo cuando se estaba sintiendo tranquila… él se subió a la micro. Era un chico condenadamente común, condenadamente normal, condenadamente… corriente. De esos que al cruzarse caminando en la calle no se mira, o de los con que chocas y ni siquiera te disculpas. No era tan feo como para mirarlo sorprendida, pero tampoco lo suficientemente bello como para ameritar tres segundos de atención antes de voltearse. Era simplemente… demasiado mundano. La razón de su reacción, de que una ligera incomodidad se apoderara de ella (mezclada con algo de enojo) fue que, hace unos díass, se había dado cuenta de que ese mismo chico se subía  poco después de ella todos los días a la misma micro, y se sentaba a su lado. No sabía si fue en ese momento que empezó a hacerlo o si era algo que venía de mucho antes; su abstracción habitual no le permitía hacer ningún tipo de afirmación. De hecho, la única razón por la que se dio cuenta de lo que estaba pasando fue que, un día, el papelito con el que jugaba en su mano se cayó, y mientras lo buscaba, miró las zapatillas del chico. Las mismas zapatillas que, tres días después, estaban ahí cuando el papel se le cayó de nuevo. Lo miró por el reflejo del cristal, siguiendo su trayectoria hacia el puesto vacío, el único que quedaba, que estaba junto a ella. Y ella no lo notó, pero él se dio cuenta que, a pesar de que había tratado de disimularlo cubriéndose el cuello con ese ondulado pelo castaño, con el fin de sembrar la duda, ningún cable blanco bajaba hasta el bolsillo derecho.