La miré a los ojos... y me lo confesó. Me lo confesó todo. Me confesó que había dejado de luchar, que ya no se atrevía. Me confesó que las derrotas habían hecho mella en ella, que se sentía desaparecer entre las sábanas cada madrugada. Que una mañana se despertó y comprendió que no podía cambiar el presente, ni el futuro, que carecía de fuerzas, que las estrellas en el cielo se habían apagado. Que las decepciones la habían hecho vivir decepcionada, que las desilusiones se habían llevado de su vida todo rastro de ilusión. Que el café sabía amargo, el invierno era más frío, y la soledad más dolorosa. Que hacía mucho tiempo que había dejado de mirarse al espejo. Que ya no sabía quién era. Que hacía tiempo que se había perdido entre pastillas y alcohol. Alcé la mano para acariciarla, conmovida, y vi a ella hacer el mismo movimiento hacia mi. La desesperación y la derrota eran los únicos adornos de su rostro demacrado, profundos surcos violetas bajo los ojos vacíos, su mirada escrutándome como si me viera por primera vez. La rocé los dedos. El cristal estaba helado Me duele por dentro, me araña. La lluvia me empapa y me duele por dentro. Me fallan las fuerzas, las palabras. Me escuece. En silencio. Los ojos me bailan. Me apago, me oscurezco, desaparezco sin ruido. Sin que lo notes. Me hundo hasta el fondo, me ahogo, me muero. Me escondo. Y me duermo. Y dejo pasar el tiempo. Y me duele por dentro. Me escuece, me quema. Chirría. Las ganas se pierden, buscándome, yendo tras mi sombra. Lo único que queda de mi. Lo único que no se ha perdido... Una mirada verde traspasó el umbral del dolor. Una increíble onda luminosa cegó por un instante eterno una callada sonrisa. El frío se volvió gris, y desapareció. Todo se hizo ruido. El universo entero se difuminó, y los contornos de los sentimientos se tornaron borrosos. El mar se mezcló con el tiempo, y hubo un eclipse entre el silencio y la lluvia. Y el mundo dejó de ser mundo, y se transformó en libertad. La palidez de una mirada intoxicada, su quietud, ese misterio inmenso, secreto a voces, sin embargo, que imbuye de un tono grisáceo el velo de lágrimas que la recubre. La frialdad de palabras retenidas en la lengua, por unos labios obligados a enmudecer a mitad de la frase más cierta, quizá la mas importante, que jamás pronunciaron. El sabor ácido de motivos coherentes susurrados a través del hilo telefónico, el suspiro de quien sabe que la batalla está perdida, su hipócrita sonrisa invisible para engañar a la única persona a la que prometió no mentir jamás... Y sobre todo, tristeza, y ante todo, impotencia, impotencia al sentir cómo la perfección se le escurre entre los dedos, impotencia de no poder retener esa absoluta maravilla, sólo por un instante, o al menos, un millón de años más. Este usuario no tiene textos favoritos por el momento
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