Desde el principio apretaba los dientes,
como apretando el gatillo de su metralleta.
Nunca podría olivar los cuerpos mutilados,
las viseras escurriendo de las banderas;
el olor a pólvora
(en esos momentos extrañaba el olor
hasta de la comida malísima de su mamá)
la balata quemada huele igual
a alma quemada: era una masacre.
No había más opción que llorar pa' adentro,
agarrarse de lo que fuera,
el hombro de un espantapájaros, o una idea, daba igual.
El simple sonido de los cañones
perforaba los paraísos;
todo, incluso la guarnición, estaba minado
para el espíritu;
había que agarrarse de algo con todas las fuerzas,
ahora se sujetaba de la repisa,
las venas de sus manos eran tan chuecas
como los caminos que recorrió
matando y violando mujeres.
En los periódicos faltaban las cifras
de los suicidas:
quizá fueron los más coherentes:
la pulsión de muerte es natural
cuando se ve a la realidad a los ojos.
Las postales eran del hombre
siendo el lobo del hombre
o el lobo siendo el hombre del lobo.
Un montón de niños asustados
con armas en las manos
encadenándonos en cada disparo.
Todo eso recordaba,
mientras le parecía inverosímil
el rayo de sol que entraba por la ventana.
Las toallas ahora estaban blancas,
pero en su mente seguían teniendo
ese rojísimo más rojo que la piel del diablo.
Los azulejos tenían una métrica absurda,
una armonía infantil e idiota;
todo su cuerpo temblaba;
por fin se permitía sudar.
En medio de la tormenta de dolor
no había espacio para las lágrimas
o sudor;
se lloraba sangre, se sudaba sangre,
se escupía sangre, se meaba sangre,
se cagaba sangre, se sangraba realidad.
La sangre era la única verdad.

Siguió en su intento.
Las condecoraciones colgaban cerca de donde,
en otro tiempo,
estaba el corazón;
se tambaleaban peor que un borracho,
y ya tocaban a la puerta, lo apuraron,
tenía la obligación de recibir más felicitaciones,
las de todo el barrio al menos ese día.
Hizo un último intento, pero fue fallido.
La mierda se quedaría,
para siempre,
en su interior.