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UN SIMPLE MORTAL. XXVII. DESFALLECER Soy en sí, un simple mortal casi por desfallecer que al ser, no sabe qué es ser; su horizonte matinal lo percibe nocturnal, la mañana le es obscura, su esperanza no fulgura tal como antes fulguraba, sin pensar que no pensaba en su muerte prematura. Charcas De Aldape, S. L. P . Abril de 1991. | UN SIMPLE MORTAL. XXII. ESTOY Soy en sí, un simple mortal, quizás un mortal que estoy dudando si vengo o voysabiendo que me da igual, nada me es tema toral, nada resulta importante, tampoco me es alarmante el discernir qué es estar hasta concluyo al pensar; La vida es sólo un instante. Charcas De Aldape, S. L. P . Abril de 1991. | UN SIMPLE MORTAL. XXIII. FUTURO Soy en sí, un simple mortal, que en su vida se ha pasado olvidando lo olvidado, porque algo le salió mal o por cuestión cultural, porque todo lo ve obscuro, vive de apuro en apuro, a sí mismo se traiciona,a sí mismo se abandona soñando un mejor futuro.Charcas De Aldape, S. L. P . Abril de 1991. | UN SIMPLE MORTAL. XXIV. CAPACIDAD Soy en sí, un simple mortal que con su simplicidad alguna capacidad tiene de gente normal, que aplica como es usual previamente al discernir, y a veces al competir actúa como persona y no sólo reflexiona la aplica para vivir. Charcas De Aldape, S. L. P . Abril de 1991. | UN SIMPLE MORTAL. XXV. PORVENIR Soy en sí, un simple mortal que reconoce fronteras y ha superado barreras o evitando lo que está mal, y enfrentando lo fatal le esperanza el porvenir; se aplica en sobrevivir para soñar cada día que logrará mejoría y la podrá percibir. Charcas De Aldape, S. L. P . Abril de 1991. | UN SIMPLE MORTAL. XXVI. MORTALIDAD Soy en sí, un simple mortal que por su vitalidad no ve a la mortalidad como si fuera crucial, le parece tangencial y como un irreverente que niega ser imprudente, por lo que en primera instancia no quiere darle importancia soslayando en su presente. Charcas De Aldape, S. L. P . Abril de 1991. | UN SIMPLE MORTAL. XXVIII. FINAL Soy en sí, un simple mortal; como mortal simplemente de una manera prudente reconoce su final no le adjetiva fatal, pero la fatalidad igual que la adversidad diario le hace compañía, como en sí mismo confía vive con tenacidad. Charcas De Aldape, S. L. P . Abril de 1991. | UN SIMPLE MORTAL. XVII. ANIMAL Soy en sí, un simple mortal, que no sabe qué es la muerte,no porque se crea fuerte actúa como animal, porque la fuerza bestial a veces queda en espera, ni resulta duradera, a veces tampoco alcanza, en cualquier momento cansa, muchas veces desespera. Charcas De Aldape, S. L. P . Abril de 1991. | UN SIMPLE MORTAL. XVIII. HABITUAL Soy en sí, un simple mortal que a vivido diariamente quizás de forma inconsciente, llegando a serme habitual hasta inclusive ideal al suponer meditar creyendo idealizar como un ejemplo de vida…Su duda encuentra cabida, quizás pienso sin pensar Charcas De Aldape, S. L. P . Abril de 1991. | UN SIMPLE MORTAL. XV. DUDAR Soy en sí, un simple mortal que no duda por dudar, que a veces al cavilar nada cree principal, ni tampoco primordial, y ni a su propia existencia le da alguna trascendencia, no piensa en qué pasaría se limita a cada día, al presente y su presencia. Charcas De Aldape, S. L. P . Abril de 1991. | UN SIMPLE MORTAL. XVI. BANAL Soy en sí, un simple mortal que cuando dialoga entabla haciendo oídos de tabla, y en manera coloquial en su dialogar banal; sin pensar que a cada paso de nada a nadie hace caso pero sigue caminando creyendo que va avanzando; sólo avanza a su fracaso. Charcas De Aldape, S. L. P . Abril de 1991. | UN SIMPLE MORTAL. XIX. DESVANECER Soy en sí, un simple mortal que mira desvanecer cuanto deseó querer, hasta perder ser cordial en su trato coloquial; respecto a su pensamiento al usar razonamiento tal parece que es escaso acercándose a su ocaso olvida al fallecimiento. Charcas De Aldape, S. L. P . Abril de 1991. | UN SIMPLE MORTAL. XXI. PRESENCIA Soy en sí, un simple mortal que no logra concebir una forma de medir a su existencia vital, que ignora lo temporal y la imposibilidad de prolongar su existencia, que su efímera presencia no alcanzará eternidad. Charcas De Aldape, S. L. P . Abril de 1991. | UN SIMPLE MORTAL. XX. CAUDAL Soy en sí, un simple mortal de ideas por esparcir que desea convivir… Sus ideas son caudal que brota del manantial de lo que llaman saber sin del todo comprender, con su dudosa sapiencia con limitada experiencia para su saber verter. Charcas De Aldape, S. L. P . Abril de 1991. | | JANICE A mis padres, por permitirme la vida A mis hijos, por darle significado Capítulo I - UNA VIDA SOÑADA En su rincón favorito, acomodó el último libro y con un lánguido suspiro contempló el panorama. Le gustaba lo que veía. Era su pequeña creación, y a ella se abocaba cada semana. En este instante, ella entendía claramente su presente como resultado de todas aquellas cosas a las que renunció, situaciones que enfrentó y pensamientos que elaboró con el pasar del tiempo. No estaba mal. Hoy, luego de tanto camino recorrido, estaba convencida de que le hubiera gustado tener la lucidez mental de la actualidad, desde siempre. La capacidad de comprender las cosas como eran, y la virtud de actuar de manera que pudiera disfrutar de cada segundo, como ahora lo hacía. Una tarde más que, a su manera, vibraba en éste, su particular universo que se había convertido en su refugio. En él sentía cómo un sentimiento muy suyo, crecía a medida que ella se reconfortaba con todo lo que la rodeaba, hasta el punto de arder en su interior. Allí estaba su elección, su mano, su gusto. Estaba ella. Extendió la mano en busca del rústico almohadón negro con rombos blancos, y la observó cuidada. Quizá extremadamente. Los dedos largos y delicados, terminaban en unas uñas bañadas con un nácar apenas transparente, a las que se dedicaba para dejar impecables. Depositó el viejo libro de encuadernación azul, suavemente, como tratándose de un tesoro. Para ella, cada libro lo era. Y de ese modo los trataba. Se sabía una mujer agradable, pero últimamente, intentaba afanosamente que su exterior, reflejara el equilibrio y la perfección con la que ella siempre había soñado. Y allí, la mano presente era la de Ronald, su marido. Atrás habían quedado los días oscuros. Aquellos en los que, en su interior, había una constante llovizna de fuego que la inquietaba y ahogaba hasta convencerla inevitablemente que su destino era el de verse fea, ajada y descuidada. Atrás había quedado el caos interno. Luego de perfumar el ambiente, preparó una taza de té y se dedicó, por un instante a observar por la ventana, recordando, a modo de flash, episodios de su niñez. Inmersa en sus pensamientos, recorría en su mente pequeños trozos de su historia, jirones de una vida vertiginosa y definitivamente especial. El ruido del agua hirviendo la rescató de su enajenación y, trayéndola al presente, provocó en Janice una extraña mueca, mezcla de resignación y plenitud. Tomando su libro de turno, se dirigió hacia el primer piso y en el camino, repasó una vez más la exagerada pulcritud de la antigua escalera de madera. Luego, las palabras comenzaron a danzar frente a sus ojos. Afuera todo estaba en orden. Janice sabía que, ahora, sin dudas en su interior también. Corrió delicadamente las cortinas que cubrían el enorme ventanal. Afuera el viento cálido mecía suavemente los arbustos y el cielo se iba transformando de a poco en un espejo que reflejaba tímidamente un lago ensangrentado. Luego se recogió el cabello largo e impecablemente lacio, con una coleta que lo hacía caer hacia atrás, enmarcando un rostro delicadamente femenino, en el que los años habían realizado un trabajo perfecto, dándole un toque único de sensualidad. Su figura, aparecía herméticamente envuelta en un vestido color crema, cuyos cierres a los costados, definían una figura madura, femenina al extremo e indudablemente agraciada. Como mudo testigo de tanta dedicación hacia sí misma, un brazalete plateado ceñía su antebrazo. No llevaba maquillaje. Janice creía que un rostro natural mostraba, ante todo, sinceridad. El teléfono interrumpió su lectura. _ Cariño, cómo estás? _ Hola, Ronald. Estaba comenzando mi novela. Qué dices? _ Pensaba que sería una noche ideal para cenar en la playa. Estoy a punto de terminar mi trabajo. Si te parece podemos salir apenas llegue. _ Me parece grandioso. Voy a ducharme enseguida, y prepararé algo rápido. _ No te preocupes por nada. Yo compro la cena camino a casa. En unas horas estoy allí. Te amo. _ Te espero, amor. Sabes que yo también. Envuelta aún en la toalla beige con flores marrones, buscó el vestido blanco que a Ronald tanto le gustaba- lo acompañaría con los tacones al tono - y lo extendió sobre la cama. Luego de perfumarse intensamente, Janice se calzó la prenda y se miró detenidamente al espejo. En ese momento, no pudo evitar una tenue sonrisa en sus labios, al pensar que Ronald no acostumbraba usar perfume. Él lo consideraba un producto indiscutiblemente femenino. Sin duda eso también la había enamorado. Su personalidad definida y la seguridad en sí mismo que su hombre destilaba. Tal vez como la meta a la que ella aspiraba llegar. Con muy poco maquillaje- casi imperceptible - y el cabello ahora suelto, esperaba a su marido tendida en el sofá del living, oyendo su música favorita. Desde allí disfrutaba del paisaje: casi totalmente vidriada, su cabaña le permitía ver el movimiento de las olas, mar adentro, a la vez que resultaba cálida y segura. Montada sobre una colina, la casa de dos pisos había sido construida según los deseos de Janice, que Ronald siempre intentaba complacer hasta el detalle. Janice decidió salir al balcón, en el primer piso, donde se dejaba envolver por el viento, que, golpeando suavemente su rostro, ya amenazaba con transformarse en una brisa fresca. Acomodó su gran anillo en la mano derecha y, satisfecha, se dejó caer en la mecedora esperando a su marido. Los pensamientos envolvían a Janice, una y otra vez, en una danza caprichosa. Pensando en la conversación que a la mañana había tenido lugar, con su amiga Victoria, esta vez, las ideas de la joven mujer se posaban en lo que ella llamaba la “misteriosa curva de la vida”, según la cual, a su entender, los adultos aparecían privados de la indulgencia que envolvía a niños y ancianos. Janice pensaba que, tal vez, por la plenitud que acarreaba la juventud, este sector etáreo pagaba el alto precio de que todas sus acciones fueran juzgadas sin consideraciones extras, e indefectiblemente, desde cada uno de los parámetros que los seres humanos curiosamente establecían. A los ojos de Janice, la ternura, fragilidad e inimputabilidad de la que disfrutaban los bebés y los ancianos, no era más que una máscara tras la cual la mayoría de la gente escondía sus debilidades. Justa. Pero máscara al fin. Janice odiaba las máscaras. Afortunadamente, en su vida no había lugar para ellas. Aquí, en su cabaña, con este paisaje y a la espera de su enamorado, sin lugar a dudas la vida le sonreía, y no era algo que ella estuviera dispuesta a dejar pasar. Entrecerró los ojos y disfrutó el aroma salado del mar, que, últimamente, se había transformado en el marco perfecto, para una vida soñada. *** Manejaba concentrado en la noche que se avecinaba, dispuesto a envolver de atenciones a su esposa, Ronald había propuesto un momento romántico que, definitivamente, venía a sellar una de las mejores etapas de la pareja. Janice se había transformado en su gran amor, justo al instante de conocerla. Supo ver en la mirada de su mujer, tras el impactante brillo de sus ojos inmensamente oscuros, cierta tristeza que, casi inmediatamente, se propuso eliminar. Lo atrapó apenas la conoció, enfundada en un jeans y una camisa blanca, al estrechar firmemente su mano, la sonrisa franca que ella le brindó, lo conquistó casi de inmediato. Ronald sabía que había caído a sus pies al momento de verla por primera vez, del mismo modo que hoy, mientras conducía, lo había embargado una sensación de plenitud incomparable a nada conocido. Cierto día, intentando navegar en su pasado, Ronald había preguntado a Janice sobre sus largos silencios, a lo que ella respondía evasivamente, aunque demostrando una inquietud que terminó por convencerlo de que algo no dejaba de girar en su interior, impidiendo que la transparencia que caracterizaba a su esposa, diera lugar, por fin, a la totalidad que ambos necesitaban. Encerrado en estos pensamientos, Ronald colocó la luz parpadeante que indicaba su giro en la próxima curva. Al llegar al local de comidas, cargó algunas exquisiteces y dispuesto a salir, giró sobre sus pies, al momento que se encontró de frente con un hombre robusto, canoso y muy bien entrazado que parecía caérsele encima por la proximidad que había adoptado. El azul profundo de sus ojos era inusual para Ronald, que jamás había visto una tonalidad tan llamativa, ni recordaba una profundidad tan elocuente. En un lapso ínfimo e indefinido, los pensamientos de ambos hombres parecieron transitar a la misma velocidad, aunque por distintos carriles recorriendo sus mentes. Ronald retrocedió un paso para evitar la incomodidad del círculo personal invadido, sin dejar de mirar directamente a los ojos al extraño. Éste esbozó una mueca parecida a una sonrisa forzada, y con paso decidido se corrió hacia un costado. Ronald subió a su coche sin dejar de sentir cierta curiosidad por lo sucedido. Prometiéndose a sí mismo que nada ni nadie arruinaría aquella noche de ensoñación con su esposa, se encaminó a la cabaña. Luego de haber recorrido un tramo importante, observó por el espejo retrovisor y le pareció, vagamente ver que alguien acompañaba su marcha. Su esposa lo recibiría con un cálido beso y seguramente habría dispuesto todo para una noche inolvidable. Indudablemente, su Janice estaría radiante. Ronald escuchó en la emisora la canción favorita de ella: “Paraíso en tus manos”. Era uno de los tantos gustos de su esposa a los que él había accedido a fuerza de ganarse su corazón. Ella solía abrirse y desnudar su alma, sobre todo en los momentos da mayor armonía de ambos. Los grandes misterios ya no eran parte de su vida. Faltaban poco menos de media hora para arribar a casa. Ronald se sentía feliz. Realizó un movimiento rápido para subir el volumen de la radio de manera que pudiera disfrutar el tema preferido de su esposa, sin perder la concentración. Al levantar la vista, vio por el retrovisor aquellos ojos inmensamente azules. Al instante, el estruendo. El caos. La nada. Ronald recordó la textura de los labios de Janice. Luego la oscuridad lo engulló para siempre. ********** Janice comenzaba a inquietarse por la tardanza de su esposo. Lo sabía un hombre formal, y puntual. Era uno de los aspectos que la cautivaba. Telefoneó a su móvil, pero la voz impersonal y metálica del contestador sólo acrecentó su irritabilidad y su temor. Seguramente se había demorado en el pueblo. Ronald era un hombre, básicamente sociable. Otra virtud que ella le admiraba, considerando ésta, una categoría a la que ella jamás podía llegar. Aunque tampoco estaba segura de querer alcanzarla. Se arremolinó en su asiento favorito. Preparó una copa de vino blanco e intentó seguir husmeando en la vida de los protagonistas de su libro. Esta vez, las palabras no le resultaban más que hilvanes de letras sin sentido. Su mente estaba inquieta. Su corazón latía de manera inusual. Los dobleces del vestido blanco comenzaban a poblarlo, y sus manos paseaban una y otra vez en una caricia repetida, inconsciente y sin sentido. Cuando Janice se dirigía a tomar el teléfono nuevamente, el timbre la paralizó. Los metros que la separaban del mismo se le antojaron kilómetros. Sabía que podía ser Ronald – y eso esperaba fervientemente- … pero, muy a su pesar, también sabía que, por el tiempo transcurrido, cabía la posibilidad que alguien más telefoneara, dando noticias de su esposo. Seguramente algún embotellamiento. Aunque era raro a estas horas… Los latidos de su corazón habían alcanzado un ritmo demasiado acelerado, casi en contraposición a su voluntad para avanzar. Las piernas le pesaban toneladas. Aún así emprendió la marcha. Cada uno de los sonidos que llamaban, parecía acompañar, irremediablemente, cada uno de sus pasos. ******** Janice sostenía el auricular fuertemente. Su mente se transformó en un torbellino. Las ideas perdían sentido y sólo reconocía la lucidez suficiente para rogar despertar del mal sueño. Del otro lado, el oficial sólo remató varias veces con un –“lo siento”. Observó la copa de vino a medio terminar. Consideró así su noche. Colgó el teléfono suavemente, como temiendo sobresaltar al creador de esta pesadilla… si es que existía tal cosa. En una fracción de segundos desfilaron ante sus sentidos todos los días que, de aquí al día de su propia muerte, Janice debería pasar sin Ronald. Todos juntos. Con el invaluable peso que acarreaban, bañados de tristeza y desolación. Envuelta en una mezcla de angustia desmedida, desconsuelo, estupor y desconcierto, su cabeza giraba alocada. Se sentó en el sofá, abrazando sus rodillas. Volvió a pensar que los días sin él serían eternos, sin embargo hoy se le habían presentado todos juntos, como en una macabra maniobra del tiempo. Esa idea la descolocaba. Miró nuevamente el ventanal. Afuera se había desatado el viento fuerte. Sin responder a parámetros normales, su mente tuvo espacio para pensar que éste también se encontraba molesto por la situación, y por eso azotaba. Bebió lo que quedaba en su copa. Se acuclilló en su rincón favorito. Y lloró. Desgarradoramente. El sepelio de Ronald fue sobrio y sentido. La mañana no mostraba una de sus mejores versiones. Janice, enfundada en un vestido gris, se notaba ausente e incapaz de entender la verdadera dimensión de esta nueva realidad. De repente, levantó la vista y se preguntó a sí misma, cómo juzgaría a Ronald, ahora muerto, todo ese muro de rostros apesadumbrados. Tal vez con aquella impunidad reservada a niños y ancianos, hoy trasladada a quienes ya habían dejado de existir. Victoria apoyaba su mano en el hombro derecho de su amiga, sin atreverse a decir palabra alguna, pues sabía que en este momento, si había algo que carecía de sentido, era el lenguaje verbal. Desde que supo lo sucedido, Victoria adoptó el lenguaje corporal como modo de llegar a su amiga. La abrazó de tal modo que creyó fundirse con sus lágrimas, y cada gesto suyo era –tal vez- un apoyo para Janice, por el gran y simple hecho de estar allí, con ella. O quizá fuera solo nada, en estos momentos. Solo nada. ******** Con la implacable marcha del reloj, los días sin su esposo desfilaban vacíos, aún así, Janice intentaba reemplazar el estupor por algo que se acercara a la valentía. El desgarro del dolor pretendía ser entereza. Sabía que así debía ser… pero no era nada fácil cambiar una vida plena por el vacío. No resultaba fácil ni mucho menos. Por momentos, el dolor por la ausencia de Ronald parecía corporizarse y era tan vivo, que Janice creía poder tocarlo. Se estaba acostumbrando a vivir de este modo. Ya habían pasado dieciséis días. Esa mañana Janice dudó si levantarse, y tal vez reiniciar su tarea de escritora, o dejarse envolver por la telaraña de la autocompasión. Los días sin él le pesaban cada vez más. Paralelamente, su vida tenía cada segundo menos valor para ella. Decidió darse una ducha e intentar comenzar esta nueva vida sola. Aunque lo más probable fuera que el dolor volviera a convertirse en una armadura pesada que la llevara nuevamente a la cama. Las gotas caían fuertes en su cuerpo. Fue bajando la temperatura del agua, hasta que ésta resultó dolorosamente helada sobre su cuerpo. Fue entonces que comprendió. Ronald había impregnado su vida del mismo modo que ahora lo hacía cada gota. La había rescatado de una vida vacía, vida a la que estaba irremediablemente retrocediendo. No podía permitirlo. En honor a Ronald y el inmenso amor que se tuvieron. No podía dejar que las sombras reaparecieran. Era cierto que Ronald ya no estaba. Pero había pasado por su vida. La había salvado de un mundo hueco, y estaba en la cúspide cuando el destino dijo basta. Ronald había cambiado su vida. Y ella iba a honrar esa pequeña, gran diferencia. Envuelta en su toalla, se contempló frente al espejo, en el dormitorio de la cabaña que antes compartía con su esposo. Descubrió nuevos rasgos, profundos surcos de tristeza que se empecinaban en cubrir su belleza. Se bañó en su perfume favorito, se vistió de forma sencilla pero irresistiblemente femenina. Besó un retrato donde ambos sonreían, y decidió sentarse en su ordenador. Tal vez su mente no pudiera parir ninguna historia hoy, pero ella estaba dispuesta a impedir que la suya con Ronald hubiera acabado cuando la lápida de su esposo quedó a sus espaldas. Ronald siempre había admirado su forma de afrontar la vida, y ella, en este instante, se había prometido demostrarle que no estaba equivocado. Ella, que siempre había odiado las máscaras, esta vez eligió envolverse en un desconocido y nuevo atuendo, mezcla de orgullo por quien había compartido sus días, honor por haber sido la elegida, y agradecimiento por los momentos juntos. Un atuendo que Ronald sin duda habría aprobado. Un atuendo sin doble faz. Reacomodando sus ideas, las fue bañando con los sentimientos que Ronald le inspiraba, e inventaba una nueva vida. Ahora sin él, pero en su honor. Algunos días, a Janice no le resultaba fácil despegar de su cama, o de su sillón, pero se obligaba a ello. Más de una vez, cuando los recuerdos la envolvían, ella observaba el mar y le regalaba una triste sonrisa. En más de una ocasión, Janice se había referido a esa situación que traga a las personas de modo casi irremediable, y Ronald se sorprendió al escuchar cómo su esposa la llamaba: “el cáncer del alma”. Depresión. Esta vez le estaba rozando a ella, tentándola para que se abandone en sus brazos. Pero la vida de Ronald había sido más impactante que todo el vacío de su muerte junto. Por eso, esto era en homenaje a ese hombre que la rescató de las tinieblas. En homenaje a la vida que ella había aprendido a vivir con él. En homenaje a sí misma. Y se prometió VIVIR como él le había enseñado: con todo. Capítulo II MIRANDO EL CIELO *****La pequeña Janice guardó el payaso hecho con innumerables ruedas de retazos, en su baúl antes de irse a la cama. Luego de cepillarse el cabello abrazó fuerte a su madre y se despidió de ella con un beso. Si había algo que Janice no conocía, a diferencia de la mayoría de los niños de cuatro años, era el miedo. La pequeña era ante todo valiente y decidida. Sus inmensos ojos marrones contagiaban una actitud radiante de constante alegría, que la hacía brillar. Y todo lo que estaba a su alrededor. Hoy, Mary le había prometido a su hija que por la mañana irían a buscar un hermoso vestido para “su muñequita”, como cariñosamente la llamaba. Pensando en esto, y observando por la ventana de su cuarto, en el primer piso, abrazó su muñeca negra y suavemente se vio envuelta en un angelical sueño. Su madre seguiría trabajando hasta entrada la madrugada, en la planta baja, con los quehaceres domésticos, ya que era el tiempo que le dejaban libre sus ocupaciones fuera de casa. Al día siguiente Mary y su hija se dirigieron al Centro Comercial y pasaron allí una jornada alegre y relajada. Janice siempre se mostraba obediente y feliz. Su madre había peinado su ondulado cabello, adornándolo con cintas color verde agua, que combinaban con el vestido terminado en puntillas blancas. Mary sostenía orgullosa la mano de Janice: “Eres mi dulce princesita”. La pequeña le agradeció el cumplido con un suave beso en la mejilla. Era una niña encantadora. Al volver a casa, Janice corrió a su cuarto para vestir su muñeca de color, mientras Mary quedó ordenando los víveres que trajeron. Hoy comerían juntas, ya que a la madre le habían concedido, inusualmente, permiso en el trabajo. Al día siguiente, Janice tendría que almorzar en el Instituto, como todos los días. Hoy disfrutaba de su madre, feliz de tenerla. Mientras almorzaban, Janice se mostró por momentos enajenada, y ante la pregunta de Mary, sólo respondió que estaba algo cansada. Madre e hija pasaron una estupenda jornada juntas. Sin embargo, Mary notó cierto dejo de melancolía en su hija al arroparla esa noche, y su abrazo de buenas noches fue más prolongado que de costumbre. Mary preguntó qué sucedía. Janice sólo respondió: “No quiero ir al instituto, mami”. Mary sonrió resignada, y volvió a explicarle a su hija que era necesario que ella estuviera esas horas allí, mientras “mamá trabaja para traer el pan a casa”… después el reencuentro siempre es maravilloso. Ahora, a dormir. Janice abrazó su muñeca, y antes de cerrar sus ojos, pensó alegremente, que quizá el día siguiente, fuera el último en que tendría que ir al Instituto. *****La dulce Janice disfrutaba de los largos ratos durante los cuales recorría el patio del Instituto. Todo cuanto la rodeaba, parecía atraer su atención, como si la pequeña intentara absorber la totalidad que le ofrecía el entorno, en un desesperado intento por vivenciar lo que sus sentidos le permitían. Una compañera saltando la cuerda, el caprichoso diseño de las baldosas, incluso hasta el silencio que invadía el aula por momentos resultaba atractivo para la chiquita. Sus ojos abarcaban el universo como queriéndolo congelar junto con los sentimientos que ella descubría en esos momentos. Pero sin duda alguna, lo que más feliz hacía a Janice, era el instante en que contemplando con avidez elevaba sus ojos, dejándose abrazar por la imponencia y majestuosidad que no alcanzaba a descifrar. Janice era feliz mirando el cielo. Hoy, caminando ingenua por el corredor, se ha topado con esos ojos diabólicos nuevamente. Janice enmudeció. El cretino la invitó a “buscar tesoros nuevamente”. La niña sólo respondió “Voy a contarle a mamá”. La sonrisa forzada acompañó el comentario: “Eso no. No debes. Sabes que es nuestro gran secreto” La niña esa noche volvió a despertar llorando desconsoladamente. Y Mary nuevamente lo atribuyó a la ausencia del padre de Janice, por viaje de negocios, hacía tiempo. ***** Mary acomodaba los elementos utilizados para hacer la torta de limón, luego de dejarla cerca de la ventana, donde la suave brisa la enfriaría mientras mecía la cortina blanca. Era tarde de sábado, y papá volvía esta noche. Janice estaba radiante. Por teléfono, Chris le había prometido una muñeca nueva. En su mente, eso era tan importante como ver a su padre nuevamente y poder abrazarlo. Su cabecita dimensionaba de modo infantilmente normal. Mientras Mary buscaba la ropa de su niña, ella correteaba tras Captian, el perro de la casa. Mary llevaba unos vaqueros gastados, zapatillas blancas y una impecable remera celeste. Siempre olía bien, y Janice lo notó cuando su madre la alzó para llevarla al baño: “mami, me gusta tu perfume”. Mary respondió con un estruendoso beso. Amaba a la niña. Más que a nada en el mundo. Al momento del baño, Janice se divertía desnudándose y saltando en el cuarto de baño. Mary le llamó la atención, pidiéndole que se tranquilizara. Janice se detuvo secamente y respondió: “él me dijo que me compraría un payaso nuevo si le mostraba mi ropa”. Mary creyó haber escuchado mal. Rogó que así fuera. -¿Qué has dicho? - Jhonatan, el señor que limpia. Me dijo que le mostrara. Es eso malo, mami? Mary palideció y, luego de envolver a Janice en la toalla con patitos amarillos, la llevó con calma a su habitación. Una vez allí, intentó no mostrarse alterada ni demostrar rareza alguna. Como un juego, comenzó a preguntarle a Janice de qué se trataban los juegos con Jhonatan. La niña contó su calvario con la inocencia propia de su edad. - Ayer me pasé pedacitos de flores del jardín. Arde mami. Mary no soportó más. Abrazó a su hija y comenzó a llorar como jamás lo había hecho. Hubiera destruido el mundo entero con la furia que sentía. Hacerle daño a su bebé. A su niña. La vida se le antojó, derepente, un abismo infinito. Telefoneó al hotel, pero Chris ya estaba en camino. Las horas hasta la llegada de su marido se harían insoportables. Janice, vestida con una simpática camisa leñadora y un jardinerito, jugaba con sus muñecas abstraída, en apariencia, de la atrocidad que vivía. Mary sabía que no era así. Mary conocía que el daño hecho a su niña la acompañaría el resto de su vida. Sosteniendo una taza de café hirviendo, Mary observaba a la niña, apoyada en el ventanal, con ojos incrédulos. Aunque intentó que su hija no notara el infierno que vivía, se apoyó en el brazo del sofá verde musgo y volvió a llorar sin consuelo. ***** Mary esperaba a su esposo en el jardín delantero de la casa, mientras la dulce Janice dormía pesadamente. Su mente era un enjambre de pensamientos, dolor, ganas de asesinar y una inmensa impotencia. No podía imaginarlo siquiera. Ahora comprendía la reiterada frase “todos somos asesinos en potencia”. Pensaba en su tierna Janice, delicada y valiente como nadie… en brazos del horror. Mary no paraba de llorar, por momentos profundamente acongojada, por momentos terriblemente abatida, pero sus ojos se negaban a dejar de derramar amargas y pesadas lágrimas. Cuando Chris aparcó el auto, Mary salió corriendo, casi como si sus pies la llevaran volando sin que ella entendiera cómo. Su marido bajó del auto con una sonrisa, aunque enseguida comprendió que algo andaba mal. Soltó los paquetes y abrazó a Mary, creando en ese instante entre ella y él, el único lugar del universo donde ella quería estar. Tomando de los hombros suavemente a Mary, la separó de sí para observar sus incontenibles lágrimas… -¿Qué sucede, Mary… por Dios? La mujer desconsolada, sólo alcanzó a balbucear entrecortadamente “Es horrible”. ***** Sentados en el living de su casa, Chris había enmudecido herméticamente y Mary no paraba de sollozar. Luego de un rato que se le figuró un siglo, Chris se puso de pie y sin mediar palabra, se dirigió a escritorio donde guardaba el viejo revólver de su padre. Mary lo observaba, antojándosele aquello una película en cámara lenta, una escena de la vida de otra persona. Al ponerse de pie, sólo rozó el codo de su marido con una suavidad extrema, diciéndole: “Es una locura. Debe haber otro camino” Chris respondió: “En esto no hay retorno, Mary. El daño ocasionado no lo remediarían ni cien balas”. -“Vamos a dormir, Chris. Mañana iremos a la policía y al Instituto”. Mary se revolvía inquieta entre las sábanas perfumadas, acondicionadas para lo que sería una hermosa noche de reencuentro con su esposo. Jamás imaginó este escenario. Chris no pudo pegar un ojo en toda la noche, hasta las seis de la mañana, cuando muy a su pesar se dormitó y soñó que Janice caía en un lago helado, del cual él intentaba salvarla y sintiendo cómo se resbalaba su manito de la suya, observaba a la niña caer con unos ojos desesperadamente abiertos. Sobresaltado y transpirado, se sentó en la cama, creyendo haber dormido horas. El reloj le demostró que sólo fueron tres minutos. Mary respiraba aceleradamente a su lado. Abrazó a su esposa, y luego se dirigió a la habitación de la niña. Parado en la puerta, sintiendo un peso inusual sobre sus hombros, lloró como nunca lo había hecho. Al observar sus nudillos blancos y sangrantes, recién se percató que se estaba dañando a sí mismo. Se dio una ducha y despertó a Mary. Cargaron a la niña y salieron rumbo a la comisaría. Chris llevaba consigo el arma, a pesar del pedido de Mary de que no lo hiciera. ***** Luego de realizar la denuncia, el matrimonio dejó a Janice en casa, al cuidado de una vecina, y se dirigieron al Instituto. Al ingresar, fueron bien recibidos por la Directora y solicitaron hablar a solas, con urgencia. La madre superiora no salía de su asombro, y no cruzó por su mente insinuar que los dichos de Janice no fueran veraces. Sólo se encontraba petrificada. Conocía a la niña. Era una de sus favoritas. También creía conocer a Jhonatan. Ahora veía que no. Solicitó su presencia en el estudio, de modo cordial. El hombre era alto, delgado y con rasgos marcados. Sus pómulos prominentes escondían unos pequeños ojos oscuros que no parecían pertenecer a una bestia. Mary fue la primera en observarlo, ya que se encontraba de frente a la puerta. Al verlo pensó en lo salvaje de algunos animales y su naturaleza asesina. Comprendía más fácilmente eso. Pero jamás entendería cómo un hombre puede dañar un inocente, y mucho menos revestir un angelito de atractivo sexual. Su rostro se desfiguró al verlo, y su esposo lo notó. Una vez parado a espaldas de Chris, éste pareció desprenderse de su silla impulsado por una fuerza sobrenatural. -“TÚ”… Sacó el arma y ante el grito de la Directora hizo caso omiso. Mary reaccionó inmediatamente pegándole en el brazo, haciendo que ésta diera por el piso. El hombre palideció e intentó abrir la puerta para huir, pero sólo se abría en forma automática desde adentro. Sus ojos desorbitados buscaron los de la Hermana, y ésta permaneció petrificada, sin emitir sonido ni demostrar gesto alguno. Sólo miraba a Chris y a él, de vez en vez, sin reaccionar. Mary, en una rápida maniobra, recogió el arma del suelo y levantándola a la altura de la frente del miserable, disparó sin ninguna sombra de duda. El cuerpo del encargado de la limpieza cayó desplomado, y un pequeño charco de sangre comenzaba a bañar la alfombra. Mary miró a su esposo, luego el arma en sus manos y con ojos tristes dijo: “no le hará más daño a nadie” Mary sabía que con ese disparo, no sólo había protegido a Janice, sino también a su marido. ***** Chris visitaba a Mary en la cárcel junto a la pequeña Janice que al día siguiente cumpliría sus seis años. Mary comenzaba a acostumbrarse, resignadamente a las descascaradas paredes de la celda, que ahora conformaban su hogar. Era una de las reclusas más calladas y respetadas. Sólo en ocasiones despertaba llamando a su hija con ahogados gritos. Cuando Janice atravesó la puerta, su madre tomó delicadamente su mano y se la besó. La pequeña no hacía más que repetir que quería a su madre en casa, y ella dulcemente le explicaba que ya faltaba menos. Conversaban animadamente sobre las muñecas y la nueva casita que Chris le había fabricado, ahora que su nuevo trabajo no le insumía tanto tiempo. Mary procuraba mostrar su mejor semblante para que resultara todo más fácil a su niña. Le mintió sobre un sol espléndido que por la mañana bañaba su pequeña ventana, y sobre las plantas que salía a regar por la tarde. Janice le dejó su peluche preferido, para que le haga compañía por las noches. Mary desvió la mirada, en la que ya asomaban algunas lágrimas. Los minutos pasaban volando cuando Janice visitaba a su madre. La niña era una de las consentidas en la prisión, y siempre dejaban a Chris quedarse una porción extra de minutos, observando el amor entre madre e hija. _”Has sido muy valiente, Mary. Ya sé a quién sale mi niña”, dijo Chris tomando la mano de su esposa. _”Volvería a pasar cien veces por lo mismo, si con eso pudiera salvar a mi niña del calvario” Chris llevaba una camisa a cuadros, en distintas tonalidades de blanco. El bronceado de sus enormes brazos resaltaba y Mary pensó en lo mucho que lo extrañaba. Mirando como su marido e hija se retiraban, sintió una punzada profundamente desgarradora, y esbozando algo parecido a una sonrisa, pensó: “Volvería a hacerlo cien veces”. ***** Mary había perdido peso y sus rasgos demacrados se acentuaban día tras día. Chris la visitaba como cada sábado y esta vez traía buenas noticias: Janice había pasado a cuarto grado, parecía disfrutar de los momentos normales de cualquier niña de su edad, y hoy había decidido quedarse jugando en lo de su nueva amiguita: Victoria. Además, con una amplia sonrisa masculina le dijo a Mary: “Disfruta mucho ayudándome en los quehaceres de la casa. La madre de Victoria sabe enseñarle trucos de cocina. Creo que tendrá que esmerarse la semana próxima: Sales el sábado, mi amor” Mary se sintió inundada de una extraña alegría, diferente a cualquier algarabía vivenciada… dudó si abrazar a su marido, tapar su boca o dejar que sus lágrimas asomaran. En lugar de eso, se sentó y sólo dijo sonriendo: “Cenaremos verduras salteadas. Yo cocino”. Chris la abrazó y lloraron juntos. La vida intentaba ser nuevamente vida. Janice abrazó desmesuradamente a su madre, luego de dar saltos de alegría. Pasaba reiteradamente sus manitos por los brazos y el rostro de su madre…como en un intento por atraparla eternamente. Mary se arrodilló para observar a su pequeña, y luego de besarla reiteradamente, le susurró al oído: “mami está de nuevo contigo, amor”. Esa noche resultó extrañamente larga para todos. Había mucho que poner en orden. Pensamientos sobre todo. Mary conocía cada detalle de lo vivido por su niña en el tiempo que ella no estuvo, pero no lo había podido vivir, y ella sabía que eso sería un peso que siempre llevaría consigo, del mismo modo que Janice, a pesar de su despreocupada actitud, llevaría en su interior lo vivido, y en algún momento afloraría como una mancha de humedad que surge para impregnarlo todo. Mary preparó café y, luego de acostar a su hija, compartió con Chris un anhelado momento. No tocaron el tema. Poco había que decir. Sólo era una madre que volvía del infierno, donde había ido a purgar la culpa de otro. Lugar al que volvería mil veces si de ello dependiera la integridad de su niña. Chris acarició suavemente el cabello de Mary y sostuvo su mano por un largo momento; luego mirándola a los ojos le confesó: “Sólo has hecho que te ame aún más, si es que eso es de alguna extraña manera, factible. Tu amor de madre te ha transformado en una especie de ninfa fuerte y decidida. Bienvenida a tu hogar. Siempre estuviste aquí” Seguidamente, la tomó entre sus brazos y la besó apasionadamente. Esa noche no hicieron el amor. Algo aún más majestuoso los esperaba. Volvían a ser una familia plena. Capítulo III Alguna secreta razón ***** Asomaba el sol tibiamente cuando Victoria y Janice se dirigían al colegio. Otro día de compartido nerviosismo ante los exámenes y travesuras inocentes de adolescentes. Janice se había convertido en una bella dama que atraía al sexo opuesto más de lo que ella hubiera deseado. En este aspecto se mostraba esquiva y antipática. Victoria solía decirle que debía cambiar su actitud, a lo que Janice sólo respondía con evasivas. Había conocido chicos, compañeros del colegio, incluso hasta se había sentido atraída por alguno, pero no permitía que pasara de eso. Decididamente no era una adolescente típica. Victoria ya estaba comprometida con un compañero del último año. Ambos tenían diecisiete años. Janice creía que era apresurado. Incluso habían llegado a discutir al punto de estar disgustadas un tiempo, cuando Victoria comenzó su relación. Además del tiempo que le restaba a la férrea amistad de ambas, Janice no aprobaba que siendo tan joven y con tanto por vivir, su amiga se “encadenara” de ese modo. Al terminar los estudios secundarios, y con Victoria a punto de casarse, la amistad de las jóvenes se resintió y el alejamiento fue inevitable. El funeral de Mary volvió a unir a las amigas de siempre. Janice sintió que haber perdido a su madre, se veía tibiamente compensado en algún misterioso punto, en el momento que Victoria la abrazó y lloraron como niñas. Chris intentó la mejor vida que pudo para su damita, aunque el trabajo absorbía la mayor parte de su tiempo. Janice veía en su padre, el ideal de hombre, junto al cual nadie daba la talla. Los años transcurridos trajeron consigo alguna relación furtiva, nada serio. Chris se había transformado en un interesante caballero de incipientes canas, dedicado a su trabajo y a su hija. Por momentos absorto en sus preocupaciones, aunque tranquilo porque confiaba en la madurez de su hija, y la observaba llevar una vida equilibrada. A veces deseaba verla contenida afectivamente, porque el tiempo implacable había hecho de él un hombre enfermo y anhelaba por sobre todo que la vida sonriera a Janice, como ella lo merecía. Su sueño oscilaba entre una Janice recibida y destacándose en el camino elegido, pero por sobre todo, con alguien a su lado que supiera ganarse su amor. Ese amor que ella parecía empecinada en mezquinar, por alguna secreta razón. ***** La tarde caía implacable cuando el teléfono del departamento de Janice insistía en sonar. Ella se encontraba en la ducha, y no escuchó. Al salir, observó que Victoria había llamado, y le devolvió la llamada. -Hola, Vicky. -Janice, qué alegría. Llamaba para invitarte el viernes a la cena del reencuentro. No hay excusas, Janice. Debes salir. - Debo entregar un ensayo el lunes, Victoria. Lo sabes. - Perfecto. Iré mañana y te ayudaré a terminarlo. Janice sonrió – Está bien. Sabes que trabajo sola, pero estaría bien que te hicieras un momento para compartir el té. - Vale. Allí estaré a las cuatro. Pero debes prometerme que pensarás lo del viernes. - Lo haré – mintió Janice Volvió al cuarto de baño y se observó largamente en el espejo. Vio el mismo rostro de siempre, donde los rasgos ocultaban un enfermo misterio que no la dejaba respirar. Peinó su cabello suavemente. Luego preparó una taza de café y se dirigió al estudio. El trabajo la esperaba. Y en eso no había negociación posible para ella. Encendió el ordenador y se dispuso a comenzar su tarea. Janice sabía que tenía que cambiar de actitud. Pero no le resultaba fácil, más bien cada vez se envolvía más en esa vacuidad que la abrazaba. No estaba bien, claro que no. Janice debía desterrar ese estado. Debía comenzar a llenar el vacío. El viernes iría con Victoria a la reunión. Capítulo IV RONALD ***** El salón estaba decorado con sencillos muebles y la música impedía que Janice y Victoria se escucharan. La gente vestía informal, según la consigna, y todos parecían divertirse sinceramente. Luego de tomar una copa, las amigas decidieron salir al jardín para poder hablar más tranquilas. Al borde del lago artificial, compartían recuerdos que arrancaban sinceras carcajadas de ambas. Janice se mostraba relajada y feliz. - ¿Lo ves? Es el mundo. Simplemente. No mata. – reprochó Victoria. Janice sólo respondió con una palmada en el hombro y una sonrisa cómplice. - Iré por otra copa. - Cuidado Janice, sólo tienes veintisiete años. No vayan a castigarte. – bromeó su amiga. Janice se divirtió y no se arrepentía de haber venido. Por momentos pensaba en su trabajo por entregar mañana, pero la tranquilizaba saber que estaba prácticamente acabado, ya que se había quedado hasta tarde la noche anterior. Cuando el cansancio empezaba a notarse, y Janice ya había perdido un poco el esplendor que portaba cuando llegó, Victoria decidió bailar con su marido una romántica canción, y Janice quedó sobre el puente de piedras blancas, observando el agua pasar debajo incesantemente. Victoria y Federic conformaban una sólida pareja, aún contra todos los pronósticos. Janice sabía compartir alguna tarde con ellos esporádicamente. Al final, él sí se había convertido en el hombre ideal para su amiga, aunque a Janice le costaba reconocerlo. Se habían casado hacía siete años. Y tenían una hija. Rose. Janice vestía azules jeans y camisa blanca como la nieve. Observó su reloj plateado, bajo la luz de la luna y comenzó a sentir sus piernas pesadas. Por un instante sintió una extraña sensación parecida a la que vivía cuando podía disfrutar del abrazo de su madre, en aquellos días que el trabajo le permitía estar en casa. Recordar a Mary siempre era una aventura singularmente perfecta. Acomodó y volvió a observar su reloj. Se desprendió el broche del cabello y pensó que ya era hora de volver a casa. Cuando emprendía el camino hacia el interior del salón, unos anchos hombros le cortaron el paso, y ella levantó la vista. - ¿Otra copa? Janice observó los ojos del hombre durante un instante indescifrablemente dilatado, como escrutando cada detalle. Luego sonrió. - Tal vez. El hombre extendió su mano, y tomando firmemente la de Janice dijo - Soy Ronald. Encantado. Janice no mencionó palabra. Aquello no iba bien. Ella siempre había sabido manejar cada situación. No era este el caso. Ella estaba yéndose. ¿Qué la hacía desistir de esa idea? Ronald alcanzó dos copas, y le mostró una sonrisa franca y decidida. Tenía los rasgos más varoniles que ninguna mujer haya soñado. La profundidad de sus ojos invitaba al éxtasis, y sus grandes manos parecían poder contenerlo todo. Llevaba cabello oscuro y rizado, como Chris, y apenas le caía sobre el cuello de la camisa azul. Los labios se le antojaron a Janice los más bellos que jamás haya observado. Tomó lánguida y delicadamente la copa que el hombre le ofrecía y, volviendo rumbo al puente de piedras, giró y dijo: -Janice. Un placer. ***** El sol que se colaba por los pliegues de las cortinas esta mañana, era diferente para Janice, sin que entendiera bien los motivos. Luego de ducharse y preparar su jugo de naranjas, intentó revisar las noticias, pero no pudo evitar rememorar la noche anterior. Y, sin querer, se encontró sosteniendo el vaso de modo ausente, y apoyándose sobre un costado en su silla, recordó cada instante. La premura por la entrega de su ensayo había cedido terreno a desconocidos pensamientos. Ni ella misma podría creerlo: su trabajo en segundo plano. Era la primera vez que no despertaba ahogada por la responsabilidad de una entrega. Otras emociones la reemplazaban en su mente. Y todo parecía desmoronarse. Las sólidas estructuras en las que había apoyado su vida, hoy tambaleaban. Y Janice parecía no reconocerlo. O no importarle. En la víspera, Ronald se había mostrado exageradamente caballero, cuestión que a Janice no le resultó indiferente. Sabía que había dado con un hombre especial, y eso la movilizaba más aún de lo que estaba dispuesta a reconocer. Janice observó su departamento aún por ordenar, pero no podía despegar de la comodidad encontrada en esa silla, mucho menos de los gratos recuerdos en los que se había hundido. Ronald sabía cómo tratar una mujer, eso era innegable. Pero Janice se preguntaba por qué no había podido rehusarse a esas horas de charla, donde el tiempo se había evaporado y se había hecho evidente que, ante el paso al frente de Ronald, Janice quedó situada un paso atrás. Eso le molestaba porque siempre había logrado poner el límite cuando la situación amenazaba írsele de las manos. Esta vez era distinto. El ruido en su interior la desequilibraba, y a la vez le agradaba mucho recordar esos ojos… esos labios. Estaba atrapada. Ronald y ella habían charlado animadamente, hasta que las luces comenzaron a apagarse individualmente. Luego él se había ofrecido a llevarla a su casa, a lo que Janice no pudo ni quiso resistirse. Ya en la puerta de su departamento, Ronald se mostró encantado de haberla conocido, y le dijo que la llamaría. Janice observaba su mano descansando sobre el volante. Seguro. Tan masculino. Con esa impecable camisa azul apenas abierta y su mirada… esa mirada. Al intentar abrir el auto, Ronald descendió y abrió lentamente la puerta de Janice. Ya de pie junto a él volvió a observar sus anchos hombros y por un momento quiso salir corriendo “ahora que aún hay tiempo”-pensó. Ronald sonrió sin dejar de mirarla fijamente y, tomando su mano, la atrajo hacia él y con decisión, la besó en la mejilla. Janice notó que no olía a perfume, pero el aroma que percibió la cautivó más que cualquier otro. Era el aroma de su hombre. Aturdida, sabía que estaba conociendo un sentimiento nuevo. Sólo pudo decir “nos vemos” Ronald sacó del bolsillo de su camisa el papel donde Janice había anotado su número, y subiendo al auto, hizo un ademán con él. “-Te llamo”, dijo. Y sonrió. Janice cerró la puerta de su apartamento sin dejar de pensar en lo que le sucedía… sus músculos parecían no poder responder a su voluntad. Se tiró en el sofá y sonriendo pensó para sus adentros: “¿qué me pasa?” Esa noche soñó con su madre. Ambas se encontraban en una infinita pradera con distintas tonalidades verdes. Janice se veía como una niña. Alegres, paseaban conversando, y en un momento Mary se detuvo, extendió su mano y con un gesto abarcativo y le dijo a Janice “-Corre, hija.” Janice corría tan feliz como nunca, observando a su madre que conservaba el aspecto que ella recordaba, cada tanto giraba para ver a su madre, que la saludaba con la mano en alto. Al llegar a un punto, sin sentirse fatigada, emprendió la vuelta hacia su madre. Janice de regreso era la actual. Toda una mujer. Y abrazando a su madre, mostraba una inusual sonrisa. El aire olía a limón. Y Mary acariciaba el cabello de su hija, mientras repetía “corre, hija”. ***** Ronald llegó a su departamento y sin cambiarse de ropa, se arrecostó en el sillón del living. Estaba feliz y, contrariamente a Janice, seguro de lo que estaba sucediendo: se había enamorado de ella apenas al verla. Antes de invitarla con una copa, Ronald había seguido sus pasos toda la noche. Él llegó a la fiesta cuando ya había comenzado, y Janice lo deslumbró desde el primer instante. La vio reírse con Victoria, beber un trago y salir al jardín. Se extrañó que no reconociera la insinuación de ningún hombre que, disimuladamente se le acercaba. Notó que Janice se divertía en su mundo y eso sólo hizo que no pudiera quitarle sus ojos de encima. Cuando Victoria dejó sola a su amiga para ir a bailar con su esposo, Ronald supo que era el momento indicado. Y no se equivocó. Ahora, recordando la belleza de la singular mujer, esbozaba una sonrisa y, cubriendo sus ojos apenas con su antebrazo, Ronald se hundió en sus pensamientos, impregnados por esos misteriosamente tristes y hermosos ojos oscuros que lo habían cautivado. Atrapado en un transitorio estado de duermevela, fue vencido por el sueño, sin dejar de sostener en su mano el número telefónico de Janice. Afuera la oscuridad comenzaba a despedirse lenta e irreparablemente, bañando con los últimos rayos de luna los árboles de la acera, que parecían haberse teñido de un negro azulado. Un viento tenue hacía danzar sus ramas en una maravillosa sincronía, haciendo de la noche, un espectáculo coreográfico que alguien había diseñado en un equilibrio perfecto, casi como si acompañara con astuta complicidad, lo que sucedía en el corazón de Ronald. ***** Despertó sobresaltada, pensando que se le haría tarde para ir a entregar su nuevo trabajo. Mirando el reloj de su habitación, comprobó que aún restaban dos horas para la hora en que debía levantarse. Apoyándose de lado, y apenas relajada, Janice recordó los labios de Ronald. Vaya pensamiento. El primero de la mañana… dedicado a un hombre. Por primera vez. Una alarma interior sonaba insistente. Janice no quería oírla. Jamás se había sentido así. Ya en la cocina, preparando su té y repasó sus escritos una vez más. Janice era una mujer exigente, ante todo consigo misma. El aparente equilibrio de su vida era producto de una laboriosa tarea, casi asfixiante, a la que se había volcado desde siempre, para no permitir que nadie ni nada la movilizara. Todo debía estar bajo control. Bajo su control. Al menos esa fórmula había resultado, hasta hoy. A las ocho en punto salió rumbo a la editorial. Esa mañana lucía magistralmente impecable, perfumada y con un novedoso halo que la volvía impactantemente segura de sí misma. Acomodó su cabello en un movimiento casi mecánico. Y Ronald ocupó nuevamente sus pensamientos. El modelo de hombre que su padre había hecho impactar en su mente, comenzaba a fundirse con la imagen que, el conocer a Ronald, había anclado en su corazón. Ya de regreso en su apartamento, telefoneó a Victoria, y, sin darle demasiados detalles, comentó con su amiga lo agradable que le había resultado Ronald, con la intención de indagar más sobre él. Victoria poco sabía de él, ya que era amigo de un compañero de trabajo de Federic, y, recientemente reencontrados, éste decidió invitarlo a la reunión, la noche que Janice lo conoció. Notó a su amiga entusiasmada, lo que era todo un acontecimiento, para el modo de manejarse que tenía Janice con el sexo opuesto. Eso la alegró y Victoria la alentó a conocerlo. Al despedirse, Janice dijo: - Creo que sería toda una aventura. Me parece interesante y atractivo. ¿Sabes si está solo? - Claro, es de tu especie. Federic sólo le conoció una compañera. Y de eso hace mucho. Tal vez se estaban esperando. - Veremos. De algo estoy segura: no es uno más. ***** Transcurrió una semana desde el primer encuentro entre Janice y Ronald. Sin tener noticias de él, las ideas de Janice estaban muy lejos del desencanto. Estaba segura que llamaría. Si algo similar a lo que a ella le ocurría, había surgido en Ronald, sólo era cuestión de esperar. Luego de ducharse y vestirse con ropa de cama, Janice preparó unos vegetales, con un apetito apenas incipiente. Encendió el televisor y paseó aburridamente por los canales, concluyendo nuevamente con un buen libro. Se dirigió a su cama y continuó la historia desde donde había llegado la noche anterior. Minutos más tarde, sonó el teléfono y Janice sintió un inusual golpeteo en su pecho. Cerrando delicadamente su libro, dejó que sonara tres veces más y atendió. _Hola. -Hola, Janice. Soy Ronald. -¿Cómo has estado? - Pues ahora muy bien. Me alegra escucharte. Ronald pudo descifrar la risa de Janice, del otro lado de la línea. - He estado algo ajustada de trabajo en la semana, ¿y tú? - Nada a lo que no esté acostumbrado. ¿Tienes planes para esta noche? - Bueno… sí. Si por “plan” se puede entender unas sábanas perfumadas y un buen libro, me encuentras en plena tarea. Ronald sonrió fuerte y francamente. Eso le encantó a la hermosa mujer, que se sorprendió a sí misma siendo tan abierta con alguien que, si bien se le antojaba íntimo, recién conocía. -Si quieres, puedo pasar a buscarte en una hora. ¿Ya has cenado? - Sí, gracias. - Entonces un trago tal vez. - De acuerdo. Estaré lista en una hora. ¿Recuerdas la dirección? - De tí lo recuerdo absolutamente todo, Janice. Estaré allí a las once. Un océano de emociones invadió a Janice, quien miró sus manos temblorosas y al cabo de unos segundos, sólo pudo responder: - Te espero. ***** Tal como imaginó Janice, cada instante transcurrido, se le hacía más difícil alejar sus sentimientos de ese hombre, íntegramente masculino que no se cansaba de rodearla de atenciones. Con él, el mínimo detalle era deslumbrante y cada frase una profunda confesión. Janice por momentos pensó en las cicatrices de su alma, y bajando la vista, intentó desviar la conversación hacia un tema menos doloroso. Ronald era todo lo que ella nunca se había permitido soñar de un hombre. Hoy lo veía claramente. Sentimientos enterrados explícitamente, hoy pugnaban por salir en una impresionante pulsión que ya no estaba dispuesta a contener. Una Janice enamorada era algo nuevo, primordialmente para sí misma. Mientras él hablaba, ella navegaba en sus ojos y por un momento no escuchó más que a su corazón: “Es él”, se dijo. Luego de compartir unos tragos, caminaron bajo las farolas ajenos al mundo. Los temas parecían no tener fin. Dos amantes conociéndose, en una despareja sintonía. Cuando sus cuerpos ya habían dado las suficientes señales de aprobación mutua, y sus corazones gritaban alocados alaridos de pasión, sus mentes continuaban el sendero esperado: ambos sabían que esto era serio, y desbocar todo en un segundo no era lo que deseaban. Ronald tomó de la mano a Janice, y apoyándola en un árbol, mudo testimonial del majestuoso momento, bajo el caleidoscópico fulgor de un farol, la atrajo hacia él, convirtiendo a Janice en una presa atrapada en la trampa más dulce que jamás hubiera conocido. Apoyándole su mano izquierda detrás de la cabeza, y la otra en la base del rostro, con la exacta y perfecta combinación entre fuerza y delicadeza, Ronald la besó tiernamente en los labios. Janice cerró sus ojos y en ese instante supo no había salida. La puerta comenzaba a abrirse para dejar escapar el caos y permitir que ingrese una desconocida pero merecida plenitud. Sin dejar de expresarse con sus intensos ojos oscuros, Janice acarició el rostro de Ronald y, luego de unos instantes bajó la vista y dijo: -“Creo que es hora de volver, Ronald. La noche no puede ser más maravillosa” El caballero comprendió el mensaje y rumbo al apartamento de Janice intentó recorrer temas neutrales. Al despedirla en la puerta, Ronald la observó detenidamente comprendiendo que la tarea no sería sencilla, pero se prometió a sí mismo liberarla de lo que fuera que la estaba atormentando. Durante la semana siguiente, hablaron telefónicamente cada noche. Ronald se mostraba comprensivo y ante todo decidido a desnudar su alma, porque estaba seguro que algo ahogaba a la bella dama, dueña de cada ínfimo pensamiento suyo. ***** El mundo de Janice comenzaba a voltearse con cada llamada de Ronald. Impetuosa en su trabajo, alegremente decidida en su vida diaria, ella notaba que las cosas iban cambiando, aún sin su propósito. Las salidas fueron cada vez más frecuentes e intensas. Una noche, al regresar del cine, Janice telefoneó a Victoria para compartir su inmensa alegría. -Hola, Victoria. ¿Cómo has estado? -¡Janice! ¡Qué alegría! Hace tiempo pienso en llamarte para vernos, pero la pequeña Rose me ha puesto difíciles los últimos días. -Comprendo. Yo también estuve ocupada. En la oficina cunde el trabajo y además he cambiado un poco mi rutina… he estado viéndome con Ronald. -Despacio, amiga. No puedo creerlo. ¿Finalmente aceptaste? Algo me dice que no pudiste escabullirte. Cuéntame. - Es un encanto, Vicky. Sencillamente me tiene rendida a sus pies. Hemos salido algunas veces y cada vez me cautiva más. Estamos conociéndonos… ya sabes. En esta etapa todo es soñado. - Sí, claro. Pero tratándose de ti, debo decir que me sorprende. Ronald debe ser tan especial como tú para haber encaminado una relación. - Sólo espero poder manejarlo… cielos, si ni siquiera he podido resistirme una vez. Dios dirá hacia donde vamos. - No sabes cuánto me alegra, Janice. Ya era hora que te decidieras a encarar una relación. Te lo mereces. ¿Cómo está Chris? - Ha estado tratándose. Está feliz con mi presente. Lo noto más relajado. La semana próxima debo ir a hablar con su médico. ¿Cómo están ustedes? - Todo bien, Janice. Rose con un resfriado. Nada anormal. Federic comienza el próximo mes su doctorado, y seguramente el no contar con su ayuda hará las cosas más pesadas, pero ya me las apañaré. ¿Cuándo nos vemos? - La semana próxima, si quieres. Mi jefe viaja a la capital por unas impresiones. Creo que podré tener un día libre. Te aviso. - Vale, princesa. Nos estamos hablando. Cuídate. Y vive cada minuto intensamente. Es tu momento. - Te quiero, amiga. Nos vemos. Capítulo V Un ideal difícil de alcanzar ***** Calentó una taza de café y se aprontó a realizar en sus escritos, las correcciones que Alex le había marcado. Detalles mínimos que su jefe consideraba inapropiados para la próxima edición. Janice se veía radiante y feliz. Aunque jamás se brindó demasiado con nadie, todos podían apreciar el cambio en ella. Era una mujer distinta. Tan callada como siempre, pero de actitud arrolladora, destilando energía y buen humor. Concentrada en el ordenador, ahora recorría una y otra vez la historia de turno, viviendo cada instante intensamente. El timbre de su móvil la rescató de la tarea y vio que era su padre. Rápidamente y entusiastamente atendió. Siempre era un placer hablar con Chris. -Hola papá. -Hija… ¿cómo estás? - Su voz sonaba ajena y entrecortada- - ¿Estás bien? - No me siento muy bien, hija. He pedido el día en el trabajo. Pensaba si a la salida podrías pasar a verme. - Voy para allá. Janice avisó a su jefe inmediatamente que debía ir con su padre. Tomó su abrigo y en menos de veinte minutos estuvo al lado de Chris, del que no se separaría en los próximos diez días. Chris fue hospitalizado y su hija vivió cada instante al lado de su padre, cuya enfermedad estaba consumiéndolo poco a poco, irremediablemente. El empapelado de las paredes mostraba rombos apenas marrones con bordes blancos. El olor a remedio lo inundaba todo. Por momentos el silencio aturdía, hasta ser quebrado por los típicos sonidos de un instituto médico. Janice sólo se apartaba de su padre ante extrema necesidad. De haber podido hubiera congelado los momentos en los que Chris estaba sano y fuerte, pero entendía que no sería justo para él. La vida que él eligió lo había convertido en este hombre demacrado con una desgastada salud, habiendo dejado en el camino todas sus fuerzas y el amor por su hija en un innegable acto altruista que no hacía más que endiosarlo frente a los ojos de Janice. Seguramente su padre estaría conforme con todos y cada uno de los actos que llevó a cabo para que ella fuera la mujer que hoy es. Por un instante imaginó qué pensamientos rondarían la cabeza de Chris. Supo enseguida que Mary y ella ocupaban su mente, su alma, sus sentidos. Henchida por el padre que le había dado la vida, orgullosa lo besó largamente y secó sus humedecidos ojos. Acomodó sus sábanas e intentó imaginarlo volviendo a casa con ella. Feliz. La tarde siguiente, Janice sentada a los pies de la cama, observaba por la ventana el paisaje que, aunque fuera imponente, se le ocurría a ella amargamente bello. Con la mano de su padre entre las suyas, Janice contenía las lágrimas viéndolo dormir. De repente una voz familiar la sustrajo de los profundos pensamientos. - Perdona mi atrevimiento, Janice. Tal vez prefieras que me vaya. La mujer se levantó suavemente y con paso firme llegó hasta la puerta de la habitación. Observó un ramillete de flores amarillas y, sin poder contener el llanto, abrazó a Ronald titánicamente. Luego de conversar un largo rato, durante el cual ella lo puso al tanto del diagnóstico y la gravedad de su padre, Janice se levantó para acomodar la almohada de Chris y lo besó en la frente con tanta dulzura que Ronald no pudo más que conmoverse. Ronald observaba la escena sin dejar de sentirse un incómodo intruso. Atinó a levantarse de su asiento, cuando Chris despertó y, acariciando a Janice dijo con una voz forzadamente delgada: _ Allí está. El joven que ganó el amor de mi Janice. Sin duda debes ser especial. Acércate. Ronald miró inquisitivamente a Janice. Ella se retiró tranquilamente, yendo hacia donde él se encontraba, y con un leve asentimiento, dijo: _ Quiere hablarte. Ronald aparecía desmedidamente fuerte y alto, cerca del lecho de Chris. Éste lo observó detenidamente y señalando a su hija, dijo: - Hace tiempo que soñaba con verla en brazos de quien la mereciera. Puedo ver en tus ojos que así es. Muchacho, ella es mi mayor tesoro. No dudo que como tal, la cuidarás - No lo dudes, Chris. – Sentenció Ronald Janice salió de la habitación excusándose por ir a buscar un refresco, sin poder controlar su congoja. Se apoyó en la pared y, mirando a ambos lados del pasillo desierto, echó a llorar silenciosamente. ***** Sus padres representaban para Janice el todo del cual provenía. Sin espacio para ver en ellos grandes fallas, ella había crecido amando y admirando esas personas que le habían dado la vida. Haber perdido a su madre había resultado un golpe durísimo del cual nunca se repuso totalmente. Sabía que con ese dolor viviría el resto de sus días, y estaba dispuesta a aceptarlo. La idea de tener hijos siempre le había resultado lejana a Janice, tal vez por estar convencida, inconscientemente, que jamás llegaría a ser una madre como fue la suya. Chris era su héroe, su fuente de amor, su referente de esfuerzo y sacrificio. Cada abrazo, cada caricia, incluso cada día lejos de ella para conseguir que nada le faltara, estaba grabado a fuego en la mente de Janice. Más de una vez se descubrió deleitándose con las manos fuertes de su padre, creyendo que en ellas cabía el mundo. La espalda de Chris, hoy débil y enferma, había sido para la niña Janice, la cima del universo, en la cual se sentía feliz y a salvo de todo. Por su parte, Chris concebía el mundo a partir del nacimiento de Janice, cuando de la mano de Mary habían comenzado un camino irreparablemente prioritario para la pequeña, como un universo que se originaba y acababa en la risa de su hija. “El sentido de pasar por esta vida”, repetía para sus adentros un Chris demasiado avejentado para la edad que tenía, debido a su larga enfermedad. Más de una vez se sorprendía a sí mismo pensando cada paso desde la visión de su bella Janice, como si su propia vida pasara lógicamente a un segundo plano desde el cual observaba crecer a su niña con ojos enamoradamente paternales. Los días en los que su padre debió hacerse cargo de ella, al estar Mary en prisión, o luego de su muerte, habían trazado para Janice un sendero indeleble de virtudes que ella había recogido como un ejemplo incuestionable. El vínculo con su padre había sido forjado a base de increíbles momentos compartidos. Cómplices miradas, diálogos interminables y frases sentenciadas que hoy marcaban el camino indiscutible. Su amor por Chris era inconmensurable y férreo al punto de haber convertido a la figura de su padre en un ideal difícil de alcanzar. ***** El martes por la mañana, Janice recibió el llamado de Alex preguntando por la salud de su padre. Poniéndolo al tanto de la delicada situación, notó cierta desazón en la voz de su jefe. - No iré a la oficina hasta que mi padre salga de aquí. Sano, o no. Siempre he sido responsable con mi trabajo y me he mostrado excesivamente exigente, lo sabes. Pero no me pidas que por un instante priorice hoy mi labor. - No era mi intención, Janice. Tranquila. Esa noche Ronald le trajo algo de cenar, que Janice no tocó. Chris respiraba con dificultad y no habían podido retirarle la mascarilla desde hacía tres días. Al acompañarlo hasta la salida, Janice abrazó a su hombre con una fuerza desmedida, sumergiendo su rostro en el pecho de él. Ronald acarició sus cabellos impecables con aroma cítrico y besándola reiteradamente sólo pudo decir “aquí estoy, preciosa” - Quédate – Le hubiera gustado gritar a Janice, pero no quería presionarlo. En su lugar, lo despidió con un dulce beso, a lo que Ronald respondió besando sus párpados humedecidos constantemente por el llanto, sin dejar de abrazarla. Volvió a la habitación y tomando nuevamente la mano de su padre, le susurró al oído “Te amo, papá”. A Janice le pareció ver una leve sonrisa dibujada en los labios de Chris. Luego, pensando que había sido sólo su imaginación, se durmió apoyando su cabeza sobre las manos entrelazadas. Afuera, un cielo pesado comenzaba a poblarse rápidamente, cargándose con densas nubes que parecían incapaces de contener las inminentes gotas, igual que Janice su llanto. ***** Chris falleció esa noche. Janice demostró entereza al telefonear a Ronald. Entereza que se desintegró al verlo, una hora después. Envuelta en los brazos de su hombre, mostraba un rostro desfigurado por las lágrimas, y su mente se inundaba de recuerdos de su niñez, mezclados con los últimos momentos de Chris. Descolocada por momentos, un sinfín de ideas la abrumaba, y fácilmente pasaba del vacío extremo al alivio de saber que Chris ya no sufría. Por un instante vio a su padre trayéndola de la escuela, de la mano, y supo que había tenido el mejor padre que cualquiera desearía. Mirando a Ronald directamente a los ojos, le dijo: - Se ha ido, Ro. Con mi madre. Gracias por estar conmigo hoy. Pase lo que pase con nosotros, jamás olvidaré esto. Ronald tomó su rostro entre ambas manos y, besándola dijo: “Con nosotros no puede pasar más que un amor verdadero, si estás dispuesta a este viaje juntos. Tu padre lo dijo: eres un gran tesoro, que no pienso dejar escapar por nada del mundo. “ Tres días después, Janice había cobrado fuerzas y se aprontaba a comenzar la limpieza en el departamento de Chris. Ronald saludó atentamente a Victoria, que estaba acompañando a su amiga, indefectiblemente. Luego de servirle a Janice un té, Vicky se sentó a su lado y disparó: -“No recordaba que fuera tan guapo” El comentario arrancó una sonrisa desganada en Janice, quien tomando la mano de su amiga, respondió: -Gracias, Vicky. Tú siempre estás. ***** Los meses siguientes transcurrieron sombríos para Janice. Ronald la visitaba regularmente, y a pesar de los deseos irrefrenables, respetaba el dolor de la mujer, y por sobre todo admiraba su fortaleza. La vuelta a su trabajo resultó un buen escape para Janice. Algunas compañeras se acercaban tímidamente, intentando dar sus condolencias del modo más respetuoso posible. Alex la citó en su oficina, a la semana de su regreso. - Janice, entiendo un golpe tan duro, pero debo decirte que incluso antes de la muerte de tu padre, he notado que tu eficiencia ha dejado de ser tan extrema como nos tenías acostumbrados. No me quejo, sólo intento conocer si algo te sucede. Creo que tu actitud no es la misma de siempre. Tus historias no reflejan ese compromiso enfermizo con tu trabajo que siempre te caracterizó. Hay detalles. Quizá me equivoque, pero pienso que en algo es diferente. Janice enarcó las cejas y, sin intentar comprender lo que su jefe le transmitía, sólo respondió: - No sé a qué te refieres, Alex. Soy la misma de siempre y recién estoy enterándome que mi trabajo presenta cuestionamientos. De mi vida nunca he hablado ni lo haré ahora. No es algo que a nadie le incumba. Su jefe se mostró incómodo ante la inesperada respuesta, y bajando la mirada sentenció: - Olvídalo, - . Debe ser la presión por la inminente edición. A trabajar. Su jefe tomó unos apuntes de su escritorio y sirviéndose una taza de café, invitó a Janice a retirarse, abriendo la puerta de su oficina cortésmente. Dirigiéndose a su oficina, Janice pensó en Ronald, y en Chris. Sonrió tímidamente y se sentó frente al ordenador, corrigiendo una nueva historia, cuyo título no pudo más que arrancar en ella una mueca de ternura: “Los grandes amores” Capítulo VI Compartir la vida ***** El día del cumpleaños número veintiocho de Janice fue la ocasión perfecta para reunir a sus afectos. Victoria, Federic y su hija Rose llegaron temprano. También fueron de la partida la madre de Victoria y Theresa, la vecina de Janice a la que siempre recurrían en caso de necesitarse, mutuamente. Ronald lo hizo después del trabajo. El esplendor habitual en Janice estaba de regreso. Como siempre, ella intentaba que las situaciones no la superaran y lidiaba con el dolor por la ausencia de su padre, trabajando y alimentando día a día la relación con el único hombre que había sabido ganarse irremediablemente, su corazón. Luciendo una camisa en tonos rosados y una falda negra, Janice apareció en el living, atrayendo las miradas de todos los presentes. Ronald la observó inmóvil. Seguía quitándole el aliento como el primer día. Le había obsequiado un brazalete de plata, el metal favorito de ella, según había notado el observador enamorado. La música exquisitamente seleccionada por Victoria enmarcaba las charlas que iban desde lo trivial, a lo impensablemente profundo, según la intensidad del tema y la combinación de personas y lugares. La velada fue sencilla y divertida. Comieron y bailaron con gusto, y Janice se permitió sentir y vibrar como nunca, ésta era SU noche. En un momento observó a Ronald sirviendo a los invitados y no pudo evitar pensar en él como el hombre con quien estaba dispuesta a compartir la vida. Por siempre. Lo amaba. Sin rodeos. Lo amaba loca, apasionadamente. Pero también con ese otro amor, sereno, tranquilo, con el que amanecen cada día las personas que llevan una vida juntos y aún se sorprenden. Como el amor de Mary y Chris, pensó la joven. Llevaban más de medio año de relación y ya creía haber vivido más con él que con cualquier otra persona. Ronald además de ser su hombre, era su fuente de vida. Más de una vez el sólo hecho de recordar su nombre había ayudado a Janice a dejar atrás las tinieblas. Estaba convencida que la aparición de Ronald en su vida representaba una segunda oportunidad. La posibilidad de desenmarañar una vida tórrida y plagada de sentimientos que oscilaban desde la culpa al menosprecio por sí misma. Así pensando, tomó una copa y ofreciéndosela a Ronald dijo sonriente: - ¿Otra copa? Las primeras palabras entre los dos. - Aún recuerdas – dijo feliz Ronald Janice se acercó y lo observó con voracidad. Ronald la besó. Esta vez, muy apasionadamente. ***** Theresa fue la última en retirarse, luego de insistir en querer ayudar con el orden de las cosas. Janice agradeció sinceramente el momento vivido, y, rodeando a Ronald por la cintura, la despidió en el pasillo. Una trama de nervios, alegría y deseos de que jamás termine esta noche abrigaba a Janice, quien fue apagando las luces, dejando encendida, apenas una tenue. La música suave envolvía el departamento. Ronald la rodeó con sus brazos y, haciéndola girar sobre sí misma, colocó a Janice frente a sí, y, observándola con implacable deseo la besó con esos labios que la enloquecían. Tomándola de las manos firmemente, la llevó hacia el dormitorio sin mediar palabra. Se detuvo frente al lecho y dulcemente le quitó el broche del cabello. Janice creía flotar atravesada por un novedoso estado de lúcido desconcierto. Con extrema suavidad, recorrió su rostro con esas manos firmes que ella tanto amaba. Janice sabía que no podría responder. Era todo demasiado perfecto, sólo se dejaba llevar, embriagada de esta maravillosa sensación que la convertía en una mujer íntegra y delicadamente entregada. Cada beso traía un torrente de ardor que la recorría extremadamente. Deseaba abrir los ojos, pero no podía. Ronald continuaba acariciándola lenta, sutilmente. Janice desfallecía ante cada avance masculino. Pensaba su noche en términos eternos. Ronald estudiaba cuidadamente las reacciones de su compañera. Cuando el juego amoroso parecía llevar a Janice a la desesperación, detenía suavemente la marcha, llevándola a un estado de increíble enajenación, donde apasionada respondía con caricias nuevas que provocaban un estado de éxtasis magníficamente inaugurado por ambos amantes. Minutos después, acercó sus labios al oído de Janice y con esa majestuosa voz le susurró: - Voy por unos tragos. La noche recién comienza, mi amor. Rendida de cuerpo y alma, Janice no pudo responder. El paréntesis trajo una ráfaga de recuerdos indeseados. Jhonatan y su morboso juego. No. Ahora no, por Dios. Ronald le acercó un vaso y, bebiendo un sorbo, dijo sonriente: - Por nuestra noche, preciosa. Por nosotros. Janice bebió sin dejar de mirar a su amor, y en lo profundo de su mirada, se disiparon todas las sombras posibles. - Te amo. Dios. Cómo te amo. Ronald calló su boca con un prolongado beso, cálido y sabiendo a whisky. Janice estaba dispuesta a vibrar en sus brazos esta noche. Y el resto de su vida. Con manos firmes, dominantes y a la vez delicadas en extremo, Ronald fue desprendiendo los botones de la camisa de Janice. Cada caricia era acompañada por un gemido de ella, cada vez más fuerte. -Tranquila, mi vida. Tenemos el resto de nuestras vidas – Susurró Ronald. Envolviéndola en la danza amorosa más perfecta, Ronald le hizo sentir su dureza y a estas alturas Janice ya no existía para absolutamente nada más. Quería a Ronald muerto de amor como ella estaba. Abrió sus ojos y notó que para él también este acto era un delirio. Besando sus manos, sus brazos, sus hombros, llegó a la boca de su hombre y allí se detuvo interminables minutos. Ya completamente desnudos ambos, Ronald acarició las piernas femeninas en un baile que a Janice se le antojó férvido, haciendo que su cuerpo se arquee con una elegancia artísticamente impecable. Luego de penetrarla intensamente, Ronald tomó por encima de la cabeza, las muñecas de su mujer y aprisionándolas firmemente, le preguntó: ¿Qué harás ahora, mi bella Janice? En ese instante la joven estalló de placer en un ritual maravilloso y, para ella, desconocido. Ronald no dejó de besarla delicadamente, y esperando que se reponga sólo continuaba diciéndole cuánto la amaba. A Janice le gustaba esta mezcla de ternura y dominación que Ronald ejercía sobre ella. Le encantaba que fuera él quien tuviera el control, sin dejar de hacerla sentir majestuosa. Seguidamente, y con la música cómplicemente sonando alrededor, Janice tumbó de espaldas a su hombre y lo colmó de besos por cada rincón de su cuerpo. Ahora era a Ronald a quien se le habían agotado las palabras. Colocándose sobre su varonil cuerpo, Janice dejó que él se introdujera, a la vez que ahogaba un mágico e instintivo grito de placer. ***** Los labios de Janice y Ronald no dejaban de encontrarse, por momentos salvajemente, por momentos extremadamente delicados. Habían desbordado en una noche intensa de amor apasionado, y ambos estaban puramente felices. Janice fue por un refresco, y Ronald observándola desnuda en cuerpo y alma, pensó: “Es mía”. Al regresar, Janice se mostró algo pudorosa, y Ronald la contuvo como un atento caballero. Te amo – repetía. Janice se apoyó en su hombro y no dejaba de repetir lo maravillosamente bien que se había sentido. Ronald dijo: - Suponía que no era el primero. Eres demasiado bella para eso. Janice lo acarició. Simplemente. Pasaría algún tiempo hasta que ella pudiera relatarle el motivo de la prisión de su madre. Jhonatan y el horror. Ahora era momento de disfrutar de este maravilloso regalo de Dios. Su hombre. Ella. Una cama. Y el ritual que volvía a comenzar. ***** Los meses transcurrieron inmejorables en la vida de la pareja. Janice se sentía divagadamente llevada a un nivel del cual no quería regresar. Por momentos se hundía en prolongados silencios que incomodaban a Ronald, ante los cuales se sentía incapaz de remediar lo que fuera que le impedía a su reina dar por tierra con esos dejos de tristeza que cada tanto reaparecía. Victoria notaba que su amiga había cambiado literalmente de modo de vida, y eso la alegraba enormemente. Había sido testigo del encierro al que Janice se condenó tanto tiempo, como si fuera un desmedido precio que pagar, por algún error cometido. Hoy la notaba radiante, espléndida, feliz. Esperaba que por fin Ronald hubiera traído a su vida la dicha merecida. Todo indicaba que así era. Era jueves por la tarde y Janice acababa un nuevo trabajo en su oficina. Paul, un compañero le acercó el mensaje de su jefe, quien quería verla antes de retirarse. Ya en la oficina de Alex, Janice supo que algo no andaba bien. Alex le anunció que a partir de la semana próxima, cuando entrara el nuevo mes, dejaría de necesitar sus servicios. El despido descolocó a Janice, quien no lo hubiera siquiera sospechado. Envuelta en un falso orgullo, no atinó a cuestionar los motivos. Simplemente tomó sus cosas y se retiró para no regresar. Esto destrozaba a Janice. El trabajo siempre había sido para ella un pilar fundamental y esta mala jugada ponía de narices, ante todo su amor propio. ***** Cuando Ronald telefoneó, notó en la voz de su amada una pesada amargura que no le gustó en absoluto. - ¿Qué sucede, amor? - Me gustaría que vinieras, Ro. Es importante. - ¿Estás bien? - Te espero. De todos modos no podré dormir. En una hora Ronald abrazaba a Janice, quien mostraba un semblante demacradamente rígido. Luego de comentarle lo sucedido a Ronald, éste sonrió tibiamente, a la vez que sentenciaba: - Aunque creas que es inmensamente egoísta, un alivio inmenso es lo que me genera tu relato. No dudo que conseguirás otro trabajo. Sabes que eres buena en lo que haces, aunque intentes disfrazar tu talento de simple espontaneidad. Por momentos pensé que sería algo sin solución, o una cascada de dudas sobre lo nuestro. Janice besó a su hombre, esta vez con la delicadeza más extrema de la que fue capaz. - Gracias, cariño. Si estoy contigo soy capaz de todo. Ronald aferró a Janice por los hombros, con un abrazo casi fraternal, y cuando la tuvo cerca ya no fue capaz de ver otra cosa que aquello que tanto le gustaba. Una bella mujer. Una mujer sedienta del amor más soberbio que jamás nadie pudo inspirar. El cálido beso dio paso al deseo irrefrenable, y Janice sonrió sagazmente a la vez que desabrochaba la camisa negra de su hombre. “Amor mío...” Ambos permanecían esperando la ofensiva del otro. Ronald pensaba en las veces que, rendida de placer, Janice repetía “Basta, por favor” y acercándose a su oído le susurró: “Rogarás que deje de amarte esta noche, preciosa”. A lo que Janice respondió dulcemente, sin dejar de observar sus penetrantes ojos “Veremos quién dice basta, cariño” ***** Cubiertos por las suaves sábanas y entrelazados casi inhumanamente, los dos amantes no dejaban de besarse delicadamente. Janice fue quien se despegó de su compañero primero, buscando una posición que liberara a ambos, muertos por el cansancio más apacible que se habían provocado mutuamente. Ronald observó la mirada de su amante, y esta vez no quedaban dudas: Janice traía algo que la perturbaba. Tomándola afectuosamente hizo que girara su rostro y queriendo devorar esa tristeza en sus ojos, preguntó: -¿Qué sucede, amor? ¿Acaso no eres completamente feliz conmigo? Janice recapacitó unos segundos. Luego, acomodándose de lado sobre su brazo derecho, miró fulminantemente a los ojos a Ronald y disparó: “Prepararé café. Es hora de que hablemos” Ya sentados en el living, Janice sostenía nerviosamente su taza de café. Ronald pensó “parece que el día está plagado de noticias”… observó a una Janice diferente y sin mencionar palabra, esperó que ella decidiera comenzar a hablar. “Ronald, tú representas para mí la magia de la que pensé nunca iba a poder disfrutar. El haberte conocido me rescató de lo que yo creí que era la más absoluta realidad a la que estaba condenada. Siempre pensé en mí como alguien que carga con lo vivido por haber sido culpable de algo… una mujer de casi treinta años sin amor no es habitual, lo comprenderás. Sin embargo tú me enseñaste que puedo ser amada. Y del modo más puro. Por eso sueño con que siempre estemos juntos. Mi niñez no fue fácil, Ronald. Creo que en ella se basa el desequilibrio emocional que frecuentemente amenaza con opacar mi felicidad presente. Como notaste en las fotografías que observabas hace poco, durante varios años faltaba mi madre en cumpleaños y reuniones, siempre Chris me acompañaba.”… Ronald continuaba mirando sin alcanzar a comprender en qué desembocaría aquella confesión. …” Siendo muy pequeña tuve una experiencia horrorosa de la que mi mente se encargó de borrar gran parte. Sólo recuerdo que fui creciendo y preguntaba a mi padre cuándo regresaría mi madre, entonces él fue explicándome sutilmente lo ocurrido. Yo guardo sólo algunas ráfagas de momentos caóticos”… -¿Regresar? ¿De dónde, Janice? -La prisión, Ronald. Mi madre estuvo en prisión más de cinco años. -¿Qué sucedió, amor? “Cuando mi padre se ausentaba por meses, debido a su trabajo, mi madre trabajaba la mayor parte del día y yo pasaba mis días en un Instituto.”… recordó Janice bajando la mirada. Ante el inminente llanto, cobró fuerzas y haciendo un ademán sobre sus rodillas, prosiguió: “Allí un maldito me hizo presa de sus bajos deseos, durante un tiempo que ya no recuerdo si fue prolongado o no… hasta que mis padres lo descubrieron”… Inevitablemente el llanto y la emoción ganaron lugar y Janice escondió su rostro entre sus manos. Ronald dejó su taza sobre la pequeña mesa que los separaba, y se acercó a Janice, en un acto increíblemente contenedor. Con la mayor calidez posible la abrazó y no cesaba de repetir: “Oh… mi dulce Janice. “ A la vez que la cubría de los besos más sensibles y delicados con los que jamás había agasajado a una dama. Al cabo de casi una hora, y cuando Janice parecía haber recobrado la calma, Ronald le ofreció un trago y sentándose a su lado dijo: “Siento mucho que hayas tenido que pasar por una situación tan terrible, Janice. Comprendo que tu madre fue a prisión por haber tomado el camino que todos los que te amamos hubiéramos tomado. Sólo debe haber sembrado en tu corazón un amor desmesurado con su accionar. No comprendo por qué mencionaste la culpa… ¡santo cielo! Eras apenas una criatura. Mira preciosa, eres la mujer más íntegra, virtuosa y honorable que yo haya visto jamás. No me enamoré de ti al instante de verte, casualmente. Y además eres hermosa- tomando su rostro y besándola- No puedes permitir que algo tan doloroso siga teniendo lugar en tus recuerdos. Has forjado tu vida de manera admirable. Eres excelente en lo que haces. Has demostrado devoción hacia tus padres, de hecho destilas admiración al mencionarlos. Si necesitas ayuda terapéutica para sepultar los macabros momentos, la buscaremos. Pero no permitiré que luego de tantos años él siga entre tú y tu felicidad. Yo estoy contigo en una fusión si quieres hasta extraterrenal, puedo sentirlo. Y creo que tú también lo entendiste así desde el primer día. Te amo, Janice. Te amo y quiero que pases conmigo el resto de nuestros días.” Janice levantó su mirada, y secándose las lágrimas preguntó: -¿Estás pidiéndome que me case contigo, Ronald Mathew? - Exactamente. Janice abrazó a su hombre con descomunal fuerza, lo que hizo que ambos cayeran en la alfombra del living y, sonriendo confiadamente, no cesaba de repetir: “Te amo, Ronald… y por supuesto que voy a compartir contigo mi vida.” Recostados en la alfombra del living, Ronald y su bella dama repasaban recuerdos, fotografías y anécdotas por decenas. En un momento, Ronald apoyó su mano sobre su pierna izquierda e inclinándose sobre Janice de ese modo irresistiblemente masculino que la perdía, dijo: - Cuéntame cómo sería tu noche ideal, Janice. - “Pues… seguramente estarías tú. Sería en una cabaña, a orillas del mar. Vestiría un largo vestido blanco que, sin que el viento deje de mecer, tú te encargarías de quitármelo. Beberíamos unos tragos escuchando nuestra música favorita y luego me perdería en tu deshonesta proposición”- bromeó la mujer sonrojada. - Cabaña… ¿eh? A orillas del mar. Interesante. Propio de una reina. Seguramente tus libros tendrían su lugar allí. Qué buena imagen. Has pintado con palabras un cuadro del momento cúlmine de tu vida. Hacia allá vamos – Dijo besando a Janice. Por primera vez en tantos meses, Ronald creyó ver un destello de felicidad límpido de toda sombra en los ojos de su amor. Y, acariciando su rostro volvió a besarla delicadamente. Capítulo VII Días soleados ***** Janice comenzó un nuevo trabajo, esta vez por su cuenta. Escribía historias para editoriales varias, las que enviaba a través de la red. Muy ocasionalmente debía vérselas cara a cara con sus contratantes. Sus días iban bañándose de una calma y naturalidad inusual en su vida. Ronald había insistido con la ayuda profesional, así que Janice asistía dos veces por semana al consultorio de la Doctora Friedman. Ella se resistía a creer que aquello la ayudaría, pero era lo menos que podía hacer ante el pedido de Ronald, quien tanto la había ayudado, y cuyos brazos se habían vuelto el mejor lugar del mundo para la particular mujer. El sábado por la noche, Victoria, Federic y Rose venían a cenar. Janice se las apañó para mantener su casa ordenada, el trabajo al día y estar como siempre, radiantemente atractiva. Ronald volvió más temprano del trabajo y conversaba con Federic sobre su doctorado. La pequeña Rose recorría el apartamento, curiosa, ante el cuidado de su madre. Janice tomó en sus brazos a la pequeña y besándola, hizo que jugara animadamente con ella sobre la alfombra. Ronald no pudo dejar de observar la imagen, pensando si algún día tendría su propia princesita. No obstante jamás tocó el tema con Janice, confiado en que el majestuoso destino que los había unido, se encargaría de la llegada de niños, si así estaba escrito. La exquisita cena inundó a todos de una satisfacción medidamente perfecta. Victoria y Janice conversaban como en los viejos tiempos, y Ronald había servido licor para él y Federic, en el living. La pequeña Rose dormía plácidamente. - Es tu chica, ¿eh Ronald? - Definitivamente, Federic. No podría amarla más. Creo que su vida y la mía han estado unidas aún antes de nosotros mismos. - Vaya definición, amigo. ¿Se casarán? - El próximo otoño. Ella no lo sabe, pero estoy tras una cabaña. Apenas la consiga, pondremos fecha. - Cuánto me alegra – Sonrió Federic colocando su mano sobre el hombro de Ronald, quien brindó con su copa en un gesto de agradecimiento. Definitivamente los días de Janice eran más alegres y aplomados. Los malos recuerdos apenas aparecían, de cuando en cuando. Los días comenzaban a ser días soleados. Dedicada a su hogar, su trabajo y consolidando la relación con Ronald, se sentía plena. El teléfono sonó reiteradamente. Ante el saludo de Janice, el silencio fue la respuesta. No era la primera vez. Aunque esto no llegaba a inquietar a la mujer, que tenía su mente ocupada en disfrutar de ésta, la vida que tanto le estaba costando construir. ***** Ronald invitó a Janice un fin de semana a recorrer las playas cercanas a su ciudad natal. Luego de acondicionar todo, Janice preparó un bolso y salieron hacia un esperado viaje de descanso y placer. Janice se veía relajadamente feliz. Sonreía a su hombre casi insinuantemente. Ronald supo captar el mensaje y acarició la pierna de su mujer, cálidamente. La canción sonaba en la radio casi como un anuncio de lo que vendría: “Paraíso en tus manos” - Es mi canción favorita, Ro. - Vaya… algo que no sabía de ti. - Y… ¿crees saber mucho de mi? - Lo suficiente como para amarte locamente, Janice Gredbland. - No creo que más de lo que yo te amo a ti.- Sonrió Janice. Habían viajado cerca de tres horas cuando Ronald fingió un desperfecto en su auto. - Diablos. Deberemos buscar ayuda. - ¿Qué sucede? – arqueó las cejas Janice - No lo sé. Iremos por ayuda. Cierra todo y acompáñame. Por la playa acortaremos el camino. Janice hizo lo propio y, tomando del brazo a Ronald, intentó calmar un disgusto aparente. Arribaron a una hermosa cabaña de dos pisos, a orillas del mar. Ronald sugirió: - Veremos si alguien puede prestarnos su ayuda. Janice miró inquisitiva. - Creo que aquí no vive nadie, Ronald. Todo parece herméticamente cerrado. Ronald la rodeó con sus brazos, y luego de besarla con pasión, dijo: - Claro que no vive nadie. Aquí vivirá el matrimonio Mathew. Felicidades, amor mío – sacando las llaves de su bolsillo se las entregó a Janice. La hermosa mujer comenzó a llorar de alegría, como jamás en su vida lo había hecho, y cayendo de rodillas en la arena, no pudo mencionar palabra alguna. Ronald se arrodilló junto a ella, y sin dejar de abrazarla, le dijo al oído: “Bienvenida a tu vida soñada, Janice” Minutos después, repuesta de la emoción, Janice dejó que Ronald la dirigiera al interior de la cabaña, y observando los distintos compartimientos, iban imaginando juntos la distribución de lo que sería su hogar. Luego de haber recorrido todo, en el balcón del primer piso, Janice giró sobre sí y abrazando a su hombre por el cuello, lo besó ardientemente y bromeó: - Mañana iré por mi vestido blanco… el que debes quitarme según mi ideal de noche perfecta.- Sonrió. Volvieron al apartamento de Janice, muy entrada la noche, felices y radiantemente satisfechos. Como broche de oro, hicieron el amor apasionadamente y fijaron como fecha de boda veinte días después. ***** Janice telefoneó a Victoria para contarle la buena nueva. Su amiga dio un alarido de alegría, del otro lado de la línea. - ¡Janice! ¡Qué alegría! Me alegro tanto por los dos. Tu vida decididamente se encamina, como Chris soñaba. Janice no pudo evitar el llanto al recordar a su padre. - Si tan sólo me viera tan feliz… - Sí puede verte, Janice. No lo dudes. Y está feliz. Junto con Mary. - Si quieres, el viernes puedes acompañarnos para conocer la cabaña. Es a tres horas de aquí. - Perfecto. Arreglaremos todo para ese día. - ¿Cuándo es la ceremonia? - El próximo mes. Quince de Septiembre - Perfecto, amiga. Tu felicidad me hace muy feliz. Lo sabes. - Gracias, Vicky. Sé que así es. Eres mi única amiga. También lo sabes. - Saludos a Ronald. Capítulo VIII En la actualidad… ***** Sin dejar de acariciar las prendas de Ronald, Janice se decidía a limpiar su placard y liberar a su esposo del peso que representaba la angustia de no tenerlo. Se obligaba a recordar todo lo que Ronald había significado para ella y en su honor se reponía del dolor, una y otra vez. La habitación, tantas veces testigo de un implacable amor puro, hoy se le ocurría un museo de viejas reliquias, valiosísimas, pero de las cuales no podía disponer en la actualidad, más que de la magia que anteriormente habían representado. Un injusto estado de perfección y privación del cual no creía ser merecedora… como tantas otras pruebas que había tenido que atravesar en su vida. Victoria venía una vez por semana, luego de dejar a la jovencita Rose en la escuela. Ayudar a Janice era casi una obligada misión para ella. Los ratos que pasaban juntas, distraían a Janice de su constante dolor y las charlas acerca de Ronald no podían ser sino hermosos retazos de esa vida perfecta que sólo la había acompañado doce años. El teléfono sonaba y esta vez Victoria decidió atender. Nada. El silencio nuevamente. - Tal vez esperaban tu voz… no han respondido. – Dijo Victoria - No, Vicky. Pasa a menudo. Nadie responde. Hace tiempo. En mi apartamento también sucedía. Quién sabe. - Gente que no tiene vida propia… - fustigó Vicky. Luego de armar varios paquetes con las pertenencias de Ronald que Victoria se encargaría de llevar a destino, ambas amigas se sirvieron un té y charlaron como si se tratara de otra reunión de amigas… mas en el aire flotaba ese dolor pesadamente lóbrego que impregnaba todo. Janice fue es busca de un pañuelo, mientras dijo: - Ya se hace la hora en que debes pasar a buscar a Rose. Gracias, amiga. - Nos hablamos, Janice.- Dijo Victoria en un fallido intento de sonrisa. ***** Janice encendió el ordenador por enésima vez en la tarde, intentando concentrarse en su retrasada labor. Nuevamente fracasó, llevada inevitablemente por los recuerdos y el sabor de sinrazón que la muerte de Ronald le había dejado. Luego de darse una ducha, colocó su música favorita y esta vez intentó, con un poco más de suerte, continuar la historia en el libro que había comenzado unos días antes. Finalmente, entrada la madrugada, se arrecostó en el sillón, observando el mar y antes de cerrar los ojos, vencida por un sueño mortecino, susurró: “-Buenas noches, amor”. Ronald seguía presente en cada una de sus fibras, como desde el primer instante en que lo miró a los ojos y comprendió que estaba rendida. Por él, por su amor, Janice seguía respirando el mejor aire posible en esta pesadilla inusitadamente dolorosa. A la mañana siguiente, al levantarse, observó sus rasgos demacrados y pensó que debía ir por alimentos. Se puso en marcha hacia el local de comidas más cercano y, en el camino, compró tres nuevos libros en la librería de costumbre. El único amor tangible que le quedaba. A la vuelta de sus compras, Janice notó que la cerradura de su cabaña estaba dañada, en un claro intento por forzarla. Ingresó cautamente y llamó a Victoria, quien al atardecer vino con Federic. - Debes tener cuidado, Janice. Este se ha tornado un lugar peligroso para una mujer sola. - Es nuestro lugar, Victoria. No pienso abandonarlo. Nunca he sido temerosa, y Ronald no querría que yo me aleje de aquí. - OK- Respondió Federic- Pero debes telefonear al primer inconveniente. - Sin duda. Gracias. ¿Desean tomar algo? - Janice… ¿pensaste en retomar las sesiones con la doctora Friedman? - No. Sabes que sólo iba por pedido de Ronald. - Justamente, Janice. Por él. Debes retomar - Lo pensaré – sostuvo Janice bajando la mirada. ***** El elegante y enigmático hombre paseaba bajo las lánguidas sombras de los árboles ya sin hojas. El camino era habitualmente surcado por él, casi a diario. En su mente estaba marcada a fuego, desde la primera bocanada de aire hasta el último pensamiento de la noche, la mujer de la que se había enamorado. Como desde hacía casi quince años. Convivía con su imagen, su aroma y su espectro en un rito casi malsano, del cual no podía ni quería desprenderse. Nunca pudo declararle su amor, sólo se limitó a observar desde fuera la vida que ella llevaba. Tan reservada… tan perfectamente equilibrada. La razón de sus deseos. Durante años había dedicado su vida a admirarla y acrecentar su amor por ella, al límite de la obsesión. En más de una ocasión había dudado si legitimar sus sentimientos frente a la bella mujer o mantener en secreto su sentir, por miedo al rechazo. Lo cierto era que los días pasaban implacables y su amor crecía tan solo al verla caminar, al saber que respiraba el mismo aire que él. Su obstinación. La fuente de todos sus deseos. Hoy había telefoneado esperando escuchar su voz, pero no pudo ser. La voz de otra mujer había cortado su emocionada expectativa. No se daría por vencido. Ya había llegado muy lejos en su enferma fascinación por Janice Gredbland. ***** Janice telefoneó al consultorio de la doctora Friedman. La cita sería la próxima semana, por la mañana. Luego de prepararse una bebida, Janice encendió el acondicionador de aire en su escritorio y comenzó a escribir. Como hacía rato no lo hacía. En un desenfrenado impulso, la visceral mujer volcó todos sus sentimientos en una nueva historia. Y al leerla se mostró satisfecha. Besó la foto de Ronald, y esta vez, lejos de pensar que era todo lo que le quedaba de él, inspiró hondo y se durmió con una sonrisa a flor de labios. “Gracias, amor” repitió antes de perderse en un recóndito sueño. Janice soñó que corría por un andén, sin saber muy bien qué perseguía. De repente entendió que alguien intentaba alcanzarla y sus pies ya no respondían. Volviendo sobre sus pasos, Janice decidió enfrentar aquello que la amenazaba y, totalmente desnuda, vio que Jhonatan sonreía malévolo. Un grito atroz la despertó, bañada en un sudor frío. Luego de darse una ducha y prepararse un café, decidió sentarse nuevamente en el ordenador, esta vez inútilmente. ***** El hombre observó a Janice llegar al consultorio de la terapeuta. Lo suficientemente cerca como para disfrutarla, pero sin que ella pudiera verlo, volvió a sentir un vuelco en su corazón cuando observaba el paso decidido de la mujer. Sabía de su vida herméticamente reservada a los afectos más cercanos. Sabía de su devoción por los libros. Incluso sabía de la cabaña. Eso lo hizo decidirse. Al verla de rodillas frente a Ronald supo que debía hacer algo. Siempre le había parecido un diamante imposible de alcanzar. Saberla casada con Ronald lo enfermó. Desde ese día buscó el momento y en más de una ocasión dudó, hasta la noche en que pudo tenerlo de frente, en el local de comidas. Esa noche terminaría la historia de Janice con Ronald, y tal vez comenzaría la propia. Implacable en su cometido, siguió a Ronald y ocasionó el accidente que le costó la vida. Alejado un tiempo de la escena, había vuelto a observarla enfermizamente. Telefoneando a su casa regularmente, siguiendo sus pasos, para él era como vivir un romance con la dueña de su pasión. Por momentos aparecía comprometidamente decidido a darse a conocer. Pero luego de lo ocurrido, dudaba de no verse salpicado por las dudas. Janice. Su bella Janice. Si tan sólo supieras… ***** La tarde caía dibujando un paisaje perfectamente enmarcado entre la arena y el mar. Janice acababa de enviar su trabajo y se aprontaba a prepararse un café. Atendió el teléfono y, ante el vacío, colgó ofuscada. - Diablos. Ya bañada y perfumada, se vistió como siempre, delicadamente femenina. Se colocó el reloj que llevaba la noche que conoció a Ronald y sonrió al recordar cómo fue esa noche. Inmersa en su libro, se sobresaltó al oír el timbre. Dejó delicadamente su libro y se dirigió a la puerta. Miró por la mirilla y el rostro le resultó vagamente familiar. Abrió la puerta y el hombre sonrió amablemente. -Hola, Janice. -Tú… - ¿Me dejas pasar? -¿Cómo supiste…? - Sólo quise saludarte. ¿Cómo has estado? -Pues… no sé si sabes… - Tomemos algo, Janice. No tengo apuro en irme. - En realidad estoy esperando unos amigos – mintió Janice, incómoda. - Bueno… en ese caso. Nos veremos otro día. - Te pido que me avises antes. No acostumbro recibir gente El hombre caminó rumbo a la puerta y sonriendo de lado dijo: - “Lo sé, Janice. Lo sé” - Buenas noches. – Remató Janice. ***** Apenas hubo cerrado la puerta, Janice telefoneó a casa de Victoria y Federic. - He recibido una visita inesperada… - ¿Qué sucede, Janice? Tranquilízate. - Alex. Mi antiguo jefe. Me ha visitado hoy. - ¿Qué? ¿Alex? ¿Hacía cuánto que no tenías noticias de él? - Oh… Vicky. Es todo tan extraño. No sé cómo supo dónde vivo. - Entonces… los llamados… la cerradura - No lo sé, Victoria. Mañana iré por una cerradura doble. No me gusta nada esto. - Ahora tranquilízate, Janice. ¿Necesitas que vaya? - No, gracias. Creo que estaré bien. - Me llamas si precisas algo. - Gracias, amiga. Buenas noches. ***** Al día siguiente, Janice decidió enfrentar la situación y, sin avisar a Victoria, se dirigió hacia su antiguo trabajo. Algunos viejos compañeros atinaron a saludarla, pero Janice pasó ciegamente ofuscada hacia la oficina de Alex. - Janice… ¿qué sucede? Dijo Alex levantándose de su silla - Explícame que hacías en mi casa. Cómo sabes dónde vivo. No supe más de ti. ¿Qué sucede aquí? - Janice… no fue mi intención. - Pues exijo saber de qué se trata. - Toma asiento, por favor. Alex conversó con Janice por dos largas horas. El nerviosismo fue atenazando a la mujer, sin dar crédito a lo que escuchaba. Le costaba creer que sólo se tratara de una oferta nueva de trabajo. - No cierra, Alex - Pues así es, Janice. Nunca nadie logró reemplazarte. Al saber que vivías cerca de la ciudad… - Pues has logrado alterarme, Alex. Deberías haberme avisado por teléfono. - Lo siento, Janice. No quise molestarte. Además no tengo el teléfono de tu nueva casa. Tenía el de tu apartamento. - Ah… pues ¿Cómo es entonces que sabías mi nueva dirección? - Me la ha brindado Paul, un viejo compañero tuyo. - Ya… vale. Nada es lógicamente discernible. - Janice, has de cuenta que nada sucedió. Por favor. No quise incomodarte. Vuelve cuando quieras. Charlaremos más tranquilos. Janice repasó la oficina de Alex con la mirada un par de veces, seguidamente masajeó sus párpados en señal de cansancio y disparó: - Alex, no sé de qué va todo esto. Sólo sé que no me gusta la invasión y sabes que siempre mantuve mi vida al margen de mi trabajo. - De acuerdo, Janice. Ya te he pedido disculpas. Ahora ve a casa y vuelve cuando desees hablar más tranquila. - Nos volveremos a ver.- Respondió Janice. Antes de retirarse de la oficina, Janice giró sobre sí y, acomodando el anillo de matrimonio, dedicó una última mirada a Alex y sin mediar palabra desapareció por la puerta de madera oscura. Al pasar por delante de la oficina de Paul, apoyó sus manos firmemente cerradas sobre su escritorio y preguntó: - Paul… ¿tú conoces mi dirección? El hombre muy bien entrazado acomodó su traje y recostándose sobre su asiento miró a Janice sin responder. Una indefinida sonrisa se dibujaba en sus labios y su mirada inmensamente azul penetró en el corazón de Janice, helando sus sentidos. | Miénteme mentirosa con mentiras que me turban. En esta selva de noches, engáñame como ninguna embustera lo ha logrado. Miénteme en cada cosa con ojos que no relumbran y no sientas escarmiento aunque por dentro ya tenga formalizada mi tumba. | No es fácil que siendo lego ignorante e imperfecto pueda yo llenar los lagos que los cultos no han logrado: Analfabetas letrados carcomidos en sus ángulos. Si soy desconocedor por qué hago cantos profanos? y levanto a la amapola perseguida por un páramo ? Y por qué para mí la lis teje trajes de luces a diario ? | Ante el espejo me veo reflejando mis momentos. Y hay un cometa que raya sus imágenes macabras siempre mal pulimentadas en su superficie plana que espejean sus coronas con sus capotes de flamas. | Ciclos que tienen las vidas de cadencias invertidas: En tu cíclico bamboleo y tus vaivénes me pierdo. Lo añejo siempre repite sus mismos sonetos gríses. El Órbe recula y cala sus ascendencias baratas. Día que es repetido y siempre parece el mismo. |
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