• Roberto Gutiérrez Alcalá
RAGA
Mexicano. Autor de los libros de cuentos La vida y sus razones y El corrector de estilo.
  • País: Argentina
 
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   1. León Trotski, quien llegó a México en calidad de asilado político el 9 de enero de 1937, durante el sexenio del presidente Lázaro Cárdenas, ya había sido víctima de un atentado casi tres meses antes, en la madrugada del 24 de mayo de 1940. En esa ocasión, un grupo de estalinistas mexicanos, entre los que se contaba el pintor y muralista David Alfaro Siqueiros, logró meterse en su casa de la calle de Viena 19, en Coyoacán, y disparar con armas de fuego más de cuatrocientos tiros contra su habitación. Sin embargo, tanto Trotski como su segunda esposa, Natalia Sedova, pudieron guarecerse debajo de la cama y salir ilesos.   2. Martes 20 de agosto de 1940, 17:20 horas. Trotski, nacido en Yánovka, Ucrania, el 7 de noviembre de 1879, y el español Ramón Mercader, quien se hace llamar Frank Jackson y dice ser originario de Canadá (anteriormente también ha usado el alias Jacques Mornard, de nacionalidad belga), entran en el despacho del primero. Hijo de la cubana Caridad Mercader, una ex agente del Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos (NKVD, por sus siglas en ruso) de la URSS, Ramón fue reclutado por esta agencia a cargo del siniestro Lavrenti Beria para cumplir uno de los deseos más obsesivos del dictador soviético Josef Stalin: matar a Trotski, a quien considera su archienemigo. Así, sedujo y enamoró a Sylvia Ageloff, asistente de Trotski, con la intención de acercarse a éste, y ha tenido éxito: hasta hoy ha visitado una docena de veces la casa del fundador del Ejército Rojo sin ser registrado por sus guardaespaldas y ha convivido con él y sus colaboradores sin despertar sospechas. Mientras le alarga unas cuartillas, Ramón le dice a Trotski que ya corrigió el artículo que le mostró unos días antes. El político ruso de origen judío coge las hojas y se pone a leerlas. Ramón se sitúa a espaldas de Trotski. A pesar de que es un fanático estalinista, el pánico lo domina. Pero bien sabe que no tiene escapatoria, pues Stalin no perdona a todo aquel que osa incumplir una de sus órdenes. Trotski ya ha hecho en el escrito una o dos correcciones con una pluma. Por la ventana que da al jardín se ven algunas nubes grises en el cielo. Ramón, entretanto, se debate consigo mismo. Un sudor helado le resbala por las sienes. Entonces, de repente, concluye que lo mejor es terminar lo más pronto posible su cometido y largarse de ahí. Se lleva la mano derecha al interior de su impermeable, de donde saca un piolet. El silencio en la casa es absoluto. Ramón alza el piolet por encima de su cabeza y lo hunde con fuerza en el cráneo de Trotski. Un grito escalofriante inunda la casa y se desborda por el jardín. Impulsado por el terror y la rabia, Trotski se abalanza sobre su atacante y le muerde la mano que sigue empuñando el piolet. Al cabo de un momento, los integrantes de su guardia se hacen presenten en el lugar y lo hallan de pie, junto a la puerta, con la cabeza y el rostro llenos de sangre, y a Ramón paralizado delante de la ventana. Sujetan a Ramón, lo golpean con la cacha de sus armas y lo inmovilizan. Natalia Sedova llega y, al percatarse de que su esposo está mal herido, rompe en llanto y lo abraza. Minutos después, Trotski es trasladado en una ambulancia al Puesto Central de Socorros de la Cruz Verde.   3. Trotski luchó varias horas con la muerte, pero finalmente falleció hacia el anochecer del 21 de agosto de 1940. A sus exequias, celebradas en la Ciudad de México, acudieron cerca de trescientas mil personas. Sus cenizas reposan junto a las de Natalia Sedova, muerta en 1962, en el jardín de lo que fue su hogar y ahora es el Museo Casa de León Trotski, dentro de una estela rectangular de concreto con la hoz y el martillo al frente, diseñada por el pintor y arquitecto mexicano Juan O’Gorman. Por su parte, Ramón Mercader fue condenado a veinte años de prisión. Salió libre de la Penitenciaria de Lecumberri el 6 de mayo de 1960. Posteriormente viajó a la URSS, donde se le condecoró en secreto como Héroe de la Unión Soviética con la Orden de Lenin y la Estrella de Oro. Enfermo de un cáncer óseo, expiró el 19 de octubre de 1978 en La Habana, Cuba. ¿Y Stalin? Murió solo, en una habitación de su dacha de Kúntsevo, no lejos de Moscú, el 5 de marzo de 1953, a consecuencia de un ataque cerebrovascular.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   1. Cuando Fiodor Dostoyevski tenía dieciocho años, su padre, un médico alcohólico, déspota y violento, fue asesinado por sus siervos en la aldea de Darovoye, en la provincia de Tula, Rusia. Según Sigmund Freud, a consecuencia del sentimiento de culpa que experimentaba por sus propios deseos parricidas, este trágico hecho influyó decisivamente para que, años después, el escritor ruso padeciera esquizofrenia y epilepsia. 2. A los veinticuatro años, Dostoyevski, nacido en Moscú el 30 de octubre del calendario juliano (11 de noviembre del calendario gregoriano) de 1821, se convirtió en una celebridad literaria con la publicación de su primera novela: Pobre gente. La crítica recibió esta obra con entusiasmo y catalogó a su autor como un “segundo Gogol”. No obstante, el propio Gogol dijo: “El autor tiene talento. La elección del tema demuestra sus cualidades espirituales; pero uno puede ver también que todavía es muy joven. Hay demasiada verbosidad y muy poca concentración interior. El libro me hubiera parecido mucho más vivo y fuerte si Dostoyevski hubiese apretado más su texto.” 3. El 23 de abril de 1849, Dostoyevski, quien formaba parte del Círculo Petrashevski, una comunidad intelectual cuyo objetivo era poner fin a la autocracia zarista, fue detenido, encarcelado y acusado de conspirar contra el zar Nicolás I. El 22 de diciembre de ese mismo año, luego de ser condenado a muerte, varios soldados lo condujeron a la plaza Semenovski, donde sería ejecutado. Sin embargo, en el último momento, cuando ya estaba de pie frente al pelotón de fusilamiento con los ojos vendados, llegó el indulto, aunque no se libró de cumplir una condena de cuatro años de trabajos forzados en la prisión de Omsk, Siberia. 4. Con el paso del tiempo, Dostoyevski se convirtió en un ludópata irredento. En una ocasión, mientras su primera esposa, María Dimitrievna, agonizaba en San Petersburgo a causa de la tisis, el escritor ruso viajó, en compañía de su amante Polina Suslova, a Wiesbaden, donde ganó cinco mil francos jugando a la ruleta. Pero al cabo de unos días perdió todo en Baden-Baden, por lo que debió pedir dinero prestado a Rusia e incluso empeñar su reloj y el anillo de Polina. En 1865, cuando María Dimitrievna, ya había muerto, Dostoyevski quedó de verse con Polina nuevamente en Wiesbaden, es decir, donde la suerte le había sonreído. A diferencia de la primera, esta vez perdió todo su dinero en cinco días y Polina lo abandonó definitivamente. Basado en estas amargas experiencias, Dostoyevski escribió su novela El jugador, la cual se publicó en 1866. 5. A mediados de 1878, Dostoyevski comenzó a escribir, precisamente a partir del tema del parricidio, su última novela, Los hermanos Karamazov, la cual se publicaría por entregas desde enero de 1879 hasta bien entrado 1880 en la revista literaria El Mensajero Ruso. Por cierto, Freud calificó esta obra como “la novela más grandiosa que se haya escrito”. 6. A las ocho y media de la noche del 28 de enero del calendario juliano (9 de febrero del calendario gregoriano) de 1881, Dostoyevski murió, a los 59 años, en San Petersburgo, a causa de una hemorragia pulmonar asociada a un enfisema y un ataque epiléptico. Tres días después, sus restos fueron seguidos por unas treinta mil personas hasta el monasterio de Alexandr Nevski, donde recibieron sepultura. El epitafio grabado en su tumba dice: “En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, produce mucho fruto: Evangelio de San Juan 12:24”.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   El 31 de mayo de 1911, antes de abordar en el puerto de Veracruz el buque alemán Ipiranga, que lo llevaría a su exilio en Europa, el general Porfirio Díaz pronunció estas palabras: “Me voy porque no quiero que se derrame más sangre mexicana, pero si el pais se viera en peligro por alguna intervención, volveré, y con este bulto blanco de hombre como vosotros, sabré triunfar...” Díaz, cuyo nombre completo fue José de la Cruz Porfirio Díaz Mori, nació en Oaxaca el 15 de septiembre de 1830. En su juventud comenzó a estudiar derecho, pero abandonó esta disciplina al darse cuenta de que las armas lo atraían más. Combatió a los conservadores en la Guerra de Reforma y desempeñó un papel de primer orden en la derrota de las fuerzas invasoras francesas que habían apuntalado a Maximiliano de Habsburgo como emperador de México. En 1867, Díaz se postuló a la presidencia del país, pero perdió las elecciones ante Benito Juárez, quien, por cierto, había sido su profesor de derecho civil. Cuatro años después participó de nuevo en las elecciones presidenciales, pero las volvió a perder ante Juárez, por lo cual proclamó el Plan de la Noria, que llamaba a todos los militares a luchar contra aquél. No obstante, el 18 de julio de 1871, Juárez falleció en la Ciudad de México y, como Sebastián Lerdo de Tejada asumió la presidencia interina, la lucha de Díaz perdió todo sentido. En octubre de ese año se convocó a elecciones presidenciales extraordinarias, las cuales se deberían realizar el año siguiente. Lerdo de Tejada y Díaz fueron los candidatos. Y, por tercera ocasión, Díaz salió derrotado. Cuando Lerdo de Tejada decidió presentar su candidatura para las elecciones presidenciales de 1876, Díaz, quien ya había hecho lo propio, organizó una serie de manifestaciones de protesta que fueron sofocadas por el régimen; a continuación, con el apoyo de varios militares y de la Iglesia católica, proclamó el Plan de Tuxtepec, que desató la última guerra del siglo XIX en México. Una vez ganada la guerra, y luego de algunas escaramuzas legales y militares, Díaz venció sin ningún problema en las elecciones presidenciales extraordinarias de 1877 y, por fin, el 5 de mayo de ese año, asumió el poder, que ya no soltaría hasta el 25 de mayo de 1911, cuando, presionado por el movimiento revolucionario que lideraba Francisco I. Madero, envió su renuncia a la Cámara de Diputados y ésta se la aceptó. Ya en París, quien había gobernado México con mano férrea y despiadada durante treinta y cuatro largos años se instaló, junto con su segunda esposa, Carmen Romero Rubio, en un departamento ubicado en el número 26 de la avenida Foch, cerca del bosque de Boulogne y el Arco del Triunfo. En una visita a los Inválidos, el general francés a cargo de ese complejo arquitectónico, le puso en las manos, a manera de homenaje y reconocimiento, la espada que Napoleón había usado en la batalla de Austerlitz. Díaz, entonces, dijo: “No soy digno de tener esta espada en mis manos”, a lo que su anfitrión respondió: “Desde la muerte del emperador no ha estado en mejores manos.” Aún tuvo la oportunidad de viajar con su esposa por distintos países, como España, Alemania, Italia y Egipto. Y fue recibido por el rey Alfonso XIII de España, así como por el káiser Guillermo II de Alemania. El invierno lo solía pasar en Biarritz y San Juan de la Luz, en la costa francesa. Díaz nunca dejó de estar bien informado de lo que acontecía en México. Incluso, según su nieta, cuando se enteró de que Madero había sido asesinado, comentó para sorpresa de los presentes: “Cuánto siento esta muerte. Después de este crimen auguro días tristes para México.” A finales de 1914, su salud se quebrantó. En lugar de hacer sus recorridos habituales por Paris, se pasaba las tardes recordando a su madre y pensando en cuándo podría regresar a México y, en específico, a Oaxaca. Finalmente, el 29 de junio de 1915 recibió la extremaunción y hacia las seis y media de la tarde del 2 de julio, acompañado por su esposa y su hijo Porfirio, murió a los ochenta y cuatro años. Sus restos fueron sepultados en la iglesia de Saint Honoré l’Eylau, pues sus familiares tenían la intención de traerlos a México más o menos pronto; sin embargo, frente a la negativa de las autoridades mexicanas, en 1921 resolvieron exhumarlos y trasladarlos al cementerio de Montparnasse. A pesar de que ha habido otros intentos por repatriarlos, todavía permanecen ahí.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Hace un año, por la pandemia de la Covid-19, no se permitió visitar a la Virgen de Guadalupe en su casa. Ahora, en este 2021, sí, pero bajo ciertas condiciones. No importa. Con tal de verla y rendirle tributo, sus fieles devotos están dispuestos a hacer cualquier cosa.Son las seis de la tarde del sábado 11 de diciembre y por el andador central de la calzada de Guadalupe fluye un río interminable de niños, adolescentes, jóvenes, adultos y ancianos provenientes de distintos puntos de la Ciudad de México, pero también del país (e incluso de otros países).Algunos llevan amarrada sobre los hombros una figura de madera de la Virgen; otros, una manta en la espalda con la imagen de la también llamada Reina de América. Ninguno ha olvidado ponerse su cubreboca.En ambas riberas de este caudaloso río humano, los vendedores ofrecen sus productos a precios módicos: rosarios, estampitas sagradas, veladoras…, mientras integrantes del Operativo Basílica, de la alcaldía Gustavo A. Madero, reparten cubrebocas, toman la temperatura y proporcionan alcohol en gel.Más adelante, decenas de peregrinos forman una fila enorme para recibir, de manera gratuita, un plato con unos suculentos tacos al pastor. Asimismo, vecinos de la zona regalan café, botellas de agua, bolsas con frituras, tamales…Por un altoparlante, un integrante del Operativo Basílica le recuerda a la gente no quitarse el cubreboca, desinfectarse las manos con alcohol en gel y, en la medida de lo posible, guardar sana distancia.Escoltados por sus familiares, una media docena de peregrinos avanza de rodillas lenta, penosamente. A lo lejos, entretanto, ya se aprecia, iluminada al pie del cerro del Tepeyac, la antigua Basílica de Guadalupe, construida entre 1682 y 1708.A unos cincuenta metros de la entrada al atrio, sendos aspersores colocados a derecha e izquierda rocían a la muchedumbre con un líquido desinfectante.Conforme los peregrinos entran en el atrio, miembros de la Guardia Nacional les piden seguir caminando sin detenerse. Los peregrinos obedecen, rodean la nueva Basílica de Guadalupe, construida entre 1974 y 1976 por José Luis Benlliure y Pedro Ramírez Vázquez, entre otros arquitectos, e ingresan en ella por una puerta lateral. A la derecha, las bancas del templo lucen completamente vacías.Los peregrinos preparan la cámara fotográfica de su celular antes de llegar a la zona de los caminadores eléctricos. Luego suben en éstos y se dejan llevar… Entonces, al cabo de unos segundos, en lo alto, sobre una bandera de México, la imagen enmarcada de la Virgen de Guadalupe aparece ante sus ojos, refulgente.Unos se persignan y le toman fotos, otros la observan fijamente, otros más le lanzan besos. Una poderosa emoción los embarga. Un momento después, sin embargo, ya están del otro lado, rumbo a la salida, eso sí, conmovidos, felices, pensando que bien valió la pena el viaje, la larga caminata desde sus puntos de origen.Salen del templo y cada quien toma su respectivo camino de regreso al hogar. En la calzada de los Misterios, un padre y su hijo adolescente compran dos paquetes de gorditas dulces de maíz recién hechas, al tiempo que de las grandes bocinas de un negocio de artículos religiosos sale la voz de Juan Gabriel, interpretando “Amor eterno”.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   El avión trimotor Ford de la empresa SACO que llevaría a Carlos Gardel a Cali, Colombia, aterrizó en el aeródromo “Las Playas”, de Medellín, para que el propietario de dicha empresa, Ernesto Samper Mendoza, se hiciera cargo del timón. Era el 24 de junio de 1935. Casi tres meses antes, el 28 de marzo, Gardel –acompañado por su letrista Alfredo Le Pera, sus guitarristas Guillermo Barbieri, José María Aguilar y Ángel Domingo Riverol, su secretario José Corpas Moreno y su profesor de inglés José Plaja– había salido de Nueva York en el yate “Coamo” para dar inicio a una gira que le permitiría cantar en Puerto Rico, Venezuela, Curazao, Aruba, Colombia, Panamá, Cuba y México. El 1 de abril, el Jilguero de las Pampas arribó a Puerto Rico, donde más de cuarenta mil fanáticos lo estaban esperando. Ahí debía permanecer una semana, pero el entusiasmo que despertó fue tal que tuvo que alargar dos semanas más su estancia en esa isla. Además de presentarse en San Juan, lo hizo en las ciudades de Yauco, Manatí, Río Piedras, Cayey, Guayama, Cataño y Arecibo. El 25 de abril, otra multitud enloquecida, compuesta en su mayoría por mujeres adolescentes, lo esperaba en los muelles de La Guaria, Venezuela. De ahí fue trasladado en tren hasta Caracas, donde actuó en los teatros Principal y Rialto, en el Hotel Majestic y en la Radio de Caracas. También se presentó en las ciudades de Valencia, Cabimas y Maracaibo. El 23 de mayo llegó a Curazao, donde cantó cinco noches; y el 28 de mayo, a Aruba, donde sus admiradores lo pasearon en andas por la capital. Y, a partir del 2 de junio, día en que desembarcó en suelo colombiano, cautivo con su voz y su porte al público de Barranquilla, Cartagena, Medellín y Bogotá. El 23 de junio, Gardel –quien habría nacido en Toulusse, Francia, el 11 de diciembre de 1890, según una teoría; o en Tacuarembó, Uruguay, también el 11 de diciembre pero de 1887, según otra– fue a la radiodifusora La voz de Víctor y maravilló, con su interpretación de los tangos “Cuesta abajo”, “Insomnio”, “El carretero”, “No te engañes, corazón” y “Tomo y obligo”, entre otros, tanto al público presente en el estudio como a todos aquellos que lo escuchaban por medio de las ondas hertzianas. Hacia el final de la emisión, Gardel tomó el micrófono y dijo: “Antes de cantar mi última canción, quiero decir que he sentido grandes emociones en Colombia. Gracias por tanta amabilidad. Encuentro en las sonrisas de los niños, las miradas de las mujeres y la bondad de los colombianos un cariñoso afecto para mí. Me voy con la impresión de quedarme dentro del corazón de los bogotanos. Voy a ver a mi vieja, pronto. No sé si volveré, porque el hombre propone y Dios dispone. Pero es tal el encanto de esta tierra que me recibió y me despide como si fuera su hijo propio, que no puedo decirles adiós, sino hasta siempre.” El trimotor Ford se puso en posición de despegue y aceleró; sin embargo, por una causa que hasta la fecha no ha sido esclarecida, se impactó contra otro avión de la empresa alemana SCATA que esperaba su turno para alzar el vuelo. De inmediato, las dos aeronaves se vieron envueltas por las llamas. Como consecuencia de este accidente, Gardel, junto con otras dieciséis personas, murieron, incluidos los siete tripulantes del otro avión. Sólo se salvaron su guitarrista José María Aguilar, su profesor de inglés José Plaja y un funcionario de la empresa SACO. Gardel, quien desde muy niño vivió en Argentina y adoptó la nacionalidad de ese país en 1923, fue enterrado en Medellín, pero, gracias a las gestiones de Armando Delfino, su albacea, sus restos fueron repatriados a Argentina en 1936; hoy en día descansan en el Cementerio de la Chacarita, en Buenos Aires. A pesar de todo, el Mudo, como también lo llamaban, cada día canta mejor...
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   En una de las innumerables cartas que Gustave Flaubert le escribió a su amante, la poeta Louise Colet, se lee: “Es preciso narrar con toda sencillez, pero narrar hasta llegar al alma.” Y, en efecto, la sencillez, que no la simplicidad, es lo que permea el estilo de toda la obra del autor de Madame Bovary, muerto el 8 de mayo de 1880, a los cincuenta y ocho años, en el pequeño pueblo de Croisset, Normandía, a consecuencia de un derrame cerebral. Flaubert, quien nació a las cuatro de la madrugada del miércoles 12 de diciembre de 1821 en Rouen, ciudad localizada también en Normandía, fue el segundo hijo del cirujano Achille Cléophas Flaubert y de Anne Justine Caroline Fleuriot. Aunque se le consideraba un estudiante irresponsable, a los quince años publicó su primer relato, Bibliomanía, en la revista literaria de su ciudad natal (por cierto, hay una traducción de este texto en la Colección Relato Licenciado Vidriera, de la Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial de la UNAM). Posteriormente, sin estar muy convencido de lo que hacía, comenzó a estudiar la carrera de Derecho en París; sin embargo, en junio de 1844 con la idea en mente de que debía reponerse de su primer ataque de epilepsia, abandonó sus estudios y regresó a Croisset, donde viviría hasta el final de sus días, primero con su madre y luego con su sobrina Caroline. Flaubert publicó en vida cinco libros: las novelas Madame Bovary (1957), Salambó (1862), La educación sentimental (1869) y La tentación de San Antonio (1874), así como Tres cuentos: Un alma de Dios (también conocido como Un corazón sencillo), La leyenda de San Julián el Hospitalario y Herodías (1877). De manera póstuma se publicaron su novela inconclusa Bouvard y Pécuchet, su también inconcluso y divertidísimo Diccionario de tópicos y sus Cartas a Louise Colet, entre otras obras. Obsesionado hasta la neurosis por la escritura, se puede afirmar que Flaubert dedicó prácticamente toda su vida como escritor a la búsqueda de lo que él llamaba le mot juste, esto es, la palabra exacta, a la que le otorgaba una importancia capital. No por nada en otra carta le dice a Colet: “La preocupación de la belleza exterior es un método. Cuando descubro una mala asonancia o una repetición de alguna de mis frases, sé a buen seguro que chapoteo en lo falso. A fuerza de buscar encuentro la palabra justa, la única, y que es al mismo tiempo la armoniosa.” Tres días después de su fallecimiento, el 11 de mayo, el escritor francés, uno de los novelistas fundamentales de Occidente, fue objeto de una ceremonia religiosa en la iglesia de Cantelau antes de ser sepultado en el Cementerio Monumental de Rouen. En su lápida se grabó la siguiente inscripción, concebida con un estilo sencillo, sobrio, como a él sin duda le hubiera gustado: “Aquí descansa el cuerpo de Gustave Flaubert. Nacido en Rouen el 12 diciembre 1821. Muerto en Croisset el 8 mayo 1880”. Nada más.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Debido, sin duda, a sus dimensiones a veces descomunales y a su lenguaje completamente nuevo, las obras de Gustav Mahler fueron interpretadas muy poco en vida del compositor y casi nunca alcanzaron el éxito. Sin embargo, Mahler tenía una fe ciega en ellas; de ahí sus famosas palabras: “Mi tiempo llegará.” Nacido en Kalischt, Bohemia, el 7 de julio de 1860, en el seno de una familia judía, de adolescente ingresó en el Conservatorio de Viena, donde entabló amistad con, entre otros músicos, Hans Rott, quien habría de ejercer sobre él una influencia decisiva, en especial con su Sinfonía en mi mayor, ninguneada por Brahms (Rott murió en 1884, a los 25 años, avasallado por la locura, la depresión y la tuberculosis; hasta la fecha es prácticamente un desconocido). En 1878, luego de concluir sus estudios en el conservatorio, Mahler se inscribió en la Universidad de Viena, donde asistió a las clases de Anton Bruckner. Dos años después terminó la primera versión de lo que se considera su opus 1: la cantata coral La canción del lamento, basada en cuentos de Ludwig Bechstein y los hermanos Grimm. En marzo de 1888 puso punto final a su Sinfonía número 1 en re mayor, “Titán” (Mahler tomó este nombre de la novela homónima del escritor alemán Jean Paul), la cual fue mal recibida por el público y la crítica. Como aspiraba al puesto de director de orquesta de la Ópera de la Corte de Viena y era imposible que un judío ocupara un alto cargo al servicio del Impero Austrohúngaro, Mahler se convirtió al catolicismo en febrero de 1897. El 15 de abril de ese año asumió dicho puesto, en mayo debutó con una representación de la ópera Lohengrin, de Wagner, que logró concitar el entusiasmo de la prensa, a excepción de la antisemita, y, en octubre, el emperador Francisco José I lo nombró director artístico de esa institución musical. A los 41 años, Mahler se casó con Alma Maria Schindler, de tan sólo 23, hija del pintor Emil Jakob Schindler. Cabe decir que la relación entre ambos nunca estuvo exenta de conflictos y desencuentros, en buena medida por los celos de él y la coquetería de ella, y porque, además, Mahler obligó a Alma a abandonar sus estudios musicales. En 1907, Mahler sufrió dos golpes durísimos: perdió a su hija mayor, Maria Anna, como consecuencia de un ataque de escarlatina y difteria, y se enteró de que él mismo padecía una enfermedad cardiaca. Por si fuera poco, los ataques antisemitas de los que había sido objeto desde tiempo atrás se acentuaron a tal grado que resolvió dejar la Ópera de la Corte de Viena. Pronto, no obstante, fue contratado como director jefe de la Ópera Metropolitana de Nueva York, ciudad a la que viajó en compañía de su familia el 9 de diciembre. Con todo, en su nuevo sitio de trabajo también tuvo problemas, por lo que, al cabo de dos años, renunció para dirigir la Orquesta Filarmónica de Nueva York. A pesar de su intenso y agitado quehacer profesional, a esas alturas de su vida, Mahler ya había compuesto diversas obras para voz y orquesta (Canciones de juventud, Canciones de un caminante, Canciones sobre textos de El cuerno mágico del doncel, Canciones sobre poemas de Rückert y Canciones para los niños muertos); una para dos voces y orquesta (La canción de la tierra), así como ocho magistrales sinfonías. Entretanto se entregó a la composición de la Novena. De esta singularísima obra, el director de orquesta y compositor alemán Bruno Walter, uno de los mayores divulgadores de la música mahleriana, escribió: “Der Abschield (La despedida) pudo muy bien haber sido el título de la Novena sinfonía. Nacido de igual modalidad que Das Lied von der Erde (La canción de la tierra), pero sin otro nexo musical que lo una a esta obra, desarróllase el primer movimiento en forma de una trágica y noble paráfrasis del sentimiento que prevalece en las despedidas. Es una única y sublime suspensión del ánimo que vacila entre la tristeza del adiós y el luminoso vislumbre del Paraíso, y que eleva el movimiento a una atmósfera de místico transporte. El segundo movimiento es notable por su carácter variable. Bajo la alegría de la superficie se insinúan ecos de tragedia, y al escucharlo se tiene la sensación de que todo ha concluido. En la retadora agitación del tercer movimiento, vuelve Mahler una vez más a demostrarnos su estupendo y magistral dominio del contrapunto. En el último movimiento, el compositor se despide del mundo, y llega la conclusión como una blanca nube que se disuelve en el infinito azul del firmamento…” Mahler aún compondría el Adagio de lo que concibió como su Décima sinfonía, pero no pudo estrenar ni la Novena ni esta última partitura. Ya muy enfermo de endocarditis estreptocócica, regresó a Europa en abril de 1911. En París fue tratado infructuosamente. Entonces, Alma decidió llevárselo a Viena, donde finalmente falleció el 18 de mayo.  Siete años antes, Mahler le había escrito una carta a Alma en la que le decía: “No permitas que la negación te extravíe cuando se cierne otra vez sobre ti y no puedes encontrar tu camino durante algún tiempo. Nunca creas que lo positivo no está ahí o no es la única realidad. Piensa sencillamente que el sol se ha ocultado detrás de una nube, pero volverá a aparecer de nuevo.” La música de Mahler permaneció oculta, durante algún tiempo, por una enorme nube de incomprensión y, acaso, de odio. Por fortuna, hace varias décadas volvió a aparecer de nuevo para iluminar nuestro espíritu. Como él mismo predijo, su tiempo llegó.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   El IX Campeonato Mundial de Futbol estaba a punto de concluir. Brasil, que había derrotado a Uruguay tres a uno en la otra semifinal –celebrada en el Estadio Jalisco de Guadalajara el mismo día del “Partido del Siglo”–, se enfrentaría a Italia en la gran final. Cabe decir que, como ambas selecciones habían ganado dos torneos mundiales cada una (Italia en 1934 y 1938; Brasil en 1958 y 1962), la que venciera esta vez se quedaría definitivamente con la Copa Jules Rimet. El domingo 21 de junio, a las once cuarenta y cinco de la mañana, las dos escuadras saltaron a la cancha del estadio más bello del mundo –el Azteca–, repleto, de nuevo, con poco más de ciento siete mil espectadores. Brasil, dirigida por Mario Lobo Zagallo, presentó la siguiente alineación: en la portería, Félix; en la defensa, Carlos Alberto (capitán), Brito, Piazza y Everaldo; en el medio campo, Clodoaldo, Gerson y Rivelino; y en la delantera, Jairzinho, Pelé y Tostao. Italia jugaría así: en la portería, Enrico Albertosi; en la defensa, Tarcisio Burgnich, Giacinto Facchetti (capitán), Pierluigi Cera y Roberto Rosato; en el medio campo, Mario Bertini, Sandro Mazzola, Giancarlo De Sisti y Angelo Domenghini; y en la delantera, Roberto Boninsegna y Gigi Riva. Al término de la ceremonia protocolaria, en la que se interpretaron los himnos de ambos países, el árbitro alemán Rudi Glöckner, asistido en las bandas por el suizo Rudolf Scheurer y el argentino Ángel Coerezza, dio, a las doce horas, el silbatazo inicial e Italia puso en movimiento el balón. Obviamente, la afición mexicana apoyaba de cabo a rabo a Brasil, que, a diferencia de Italia, había ganado todos sus partidos (contra Checoslovaquia, Inglaterra, Rumania, Perú y Uruguay), por lo cual era el equipo favorito para llevarse la victoria. No obstante, cuando el cronómetro sólo había recorrido un minuto con cuarenta segundos, Riva recibió un pase de Mazzola y, a unos veinticinco metros del arco brasileño, sacó un poderosísimo tiro con la zurda que Félix apenas pudo desviar por encima del travesaño. En el minuto quince, Mazzola cobró una falta a escasos metros del área de Brasil. El balón viajó en dirección de Riva, quien lo cabeceó con fuerza, pero nuevamente salió por encima del travesaño. “¡Cuidado: Italia no es un flan!”, debió de pensar más de uno... Con todo, las cosas tomaron el curso esperado en el minuto dieciocho: por la banda izquierda, Tostao sacó un centro hacia el área italiana, pero Facchetti lo rechazó con la cabeza. La pelota abandonó la cancha. El mismo Tostao se encargó de hacer el saque de banda. El esférico dio un bote en el pasto antes de que Rivelino lo prendiera de volea y comenzara a trazar una parábola sobre el área de los azzurri. Pelé, entonces, se elevó en el aire y, superando a Burgnich en un instante que se ha vuelto icónico, martilló con la frente el balón, que se incrustó en la cabaña de Albertosi junto al poste derecho. ¡Goool! Uno a cero a favor de Brasil. La Verdeamarela se sintió cómoda y empezó a tocar el esférico con soltura. En el minuto treinta y siete, esta soltura derivó en exceso de confianza... En terreno brasileño, Piazza le pasó la pelota a Brito, quien la cabeceó en dirección de Clodoaldo. Éste quiso adornarse y pretendió dársela de taquito a Everaldo, pero Boninsegna se la robó, dribló a Piazza y enfiló rumbo a la portería de Félix. Por un instante pareció que Félix y Brito podrían desarmar al delantero italiano; sin embargo, éste logró esquivarlos también y, con la cabaña completamente desguarnecida, pateó la pelota, que de manera rasante se anidó en la red. Uno a uno. Así, empatados, los dos equipos se fueron al descanso. En los vestidores, Zagallo les tuvo que haber dicho a sus muchachos algo no muy amable, porque éstos salieron con otra actitud a encarar el segundo tiempo. La aplicación y el esfuerzo rindieron frutos en el minuto sesenta y seis: Jairzinho trató de desbordar a Facchetti afuera del área italiana, pero éste le desvió el balón, que le cayó a Gerson. El mediocampista carioca dribló a Cera y lanzó un soberbio zapatazo con la zurda que se incrustó por la derecha en el arco de Albertosi. Dos a uno a favor de Brasil. En el minuto setenta y uno, como con la mano, Gerson envió al área azzurra un larguísimo centro que Pelé cabeceó levemente hacia donde Jairzinho entraba. Éste recibió la pelota en un muslo y, rozándola, la empujó con el pie derecho en la portería ante la impotencia y la desesperación de Facchetti y Albertosi. Tres a uno a favor de Brasil. En el minuto setenta y cinco, Antonio Juliano sustituyó a Bertini. Si bien los italianos intentaron ir al frente y crear alguna situación de peligro para los cariocas, a esas alturas del partido nadie dudaba de que Brasil sería el próximo campeón del mundo. En el minuto ochenta y cuatro, con la esperanza de que hiciera un milagro, Ferrucio Valcareggi metió en el campo de juego a Gianni Rivera en lugar de Boninsegna. Dos minutos después, Tostao le quitó el balón a Domenghini en terreno brasileño y lo retrasó a Piazza, quien se lo dio a Clodoaldo, quien se lo dio a Pelé, quien se lo dio a Gerson, quien se lo devolvió a Clodoaldo, quien burló, uno a uno, a cuatro italianos que le salieron al paso y se lo dio a Rivelino, quien le mandó un largo pase a Jairzinho, quien, luego de controlar la pelota por la banda izquierda, corrió hacia el centro y, ante la presión de Facchetti y Cera, se la dio a Pelé, quien la retuvo un segundo y a continuación se la sirvió en bandeja de oro a Carlos Alberto, quien por la banda derecha la colocó con un tiro cruzado dentro de la cabaña de Albertosi. ¡Golazo! Cuatro a uno a favor de Brasil. El público presente en el Estadio Azteca –y también el que estaba frente a un televisor en los cinco continentes– no cabía en sí de admiración. Aquello que acababa de ver no había sido una jugada de futbol, sino un acto de magia... Justo cuando se cumplieron los noventa minutos de juego, Glöckner comprendió que no tenía sentido otorgar ni un segundo de compensación y silbó el final del partido. ¡Brasil era tricampeón del mundo! La Copa Jules Rimet ya tenía dueño. El mejor mundial de la historia del futbol había concluido.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Antes de morir a los cuarenta años, Franz Kafka le escribió una carta a su amigo Max Brod, en la que le pedía quemar, a la mayor brevedad posible, todos sus manuscritos, diarios, cartas, dibujos... En esa misma misiva, Kafka reconocía la valía de tan sólo un puñado de sus obras: La condena, El fogonero, La metamorfosis, En la colonia penitenciaria, Un médico rural y Un artista del hambre. Sin embargo, no quería que ninguna de ellas fuera reeditada; al contrario, deseaba que, con el tiempo, todas desaparecieran completamente de la faz del planeta. Se ha discutido mucho si Kafka le pidió este favor precisamente a Brod porque sabía que éste sería incapaz de llevarlo a cabo… En todo caso, Brod no cumplió los deseos de Kafka y, así, preservó y dio a conocer al mundo entero algunas de las obras más significativas de la literatura del siglo XX: las novelas El proceso, El castillo y América, los relatos De la construcción de la muralla china, Descripción de una lucha e Investigaciones de un perro, entre otras, así como los Diarios del escritor checo, su Carta al padre y sus Cartas a Milena Jasenská y Felice Bauer. Kafka, cuyo destino, según Borges, fue transmutar las circunstancias y las agonías en fábulas, nació el 3 de julio de 1883 en Praga, ciudad que en esa época pertenecía al Imperio Austrohúngaro. La imagen que de él se tiene es la de un ser melancólico y atormentado, pero el mismo Brod se encargó de echarla por tierra en la biografía que le dedicó. En ella se lee: “Con renovada experiencia he advertido que los cultivadores de Kafka, que sólo lo conocen a través de sus libros, tienen una imagen totalmente falsa de él. Creen que también su trato debió haber resultado triste, desesperado, Todo lo contrario. Le hacía bien a uno estar con él. La plenitud de sus pensamientos, que exponía casi siempre en tono festivo, lo convertía al menos –y me refiero únicamente al grado más bajo– en una de las personas más interesantes que he conocido, a pesar de su modestia y de su calma.” Eso sí, la relación de Kafka con su padre siempre le infundió inseguridad y miedo. Y Hermann, por su parte, un hombre alto, fuerte y seguro de sí mismo, siempre lo trató con menosprecio, cuando no con indiferencia. El mismo Kafka contaba que, al publicar su segundo libro, Un médico rural, y llevárselo a su padre, pues se lo había dedicado, éste únicamente dijo: “Ponlo sobre la mesita de noche.” En agosto de 1917, semanas después de haberse comprometido en matrimonio por segunda vez con Felice –a quien había conocido en 1912 en casa de la familia de Brod–, Kafka se enteró de que padecía tuberculosis. A partir de esa fecha comenzó para él un largo y penoso peregrinaje por diferentes sanatorios. En julio de 1923, durante unas breves vacaciones en un balneario alemán, conoció a Dora Diamant, su último amor. Más tarde viajó a Berlín, donde vivió en compañía de ella. El 16 de marzo de 1924, Kafka regresó a Praga para vivir con sus padres, pero su salud se agravó, por lo que fue llevado a un sanatorio de Viena. Como su estancia en éste resultó desastrosa (incluso tuvo que permanecer acostado junto a un moribundo varios días), Dora y otro amigo de Kafka, Robert Klopstock, consiguieron al fin trasladarlo al sanatorio de Kierling, también en Austria. El martes 3 de junio, luego de que Kafka le dijo a Klopstock que no se fuera de la habitación donde agonizaba, éste respondió: “No, si no me voy.” Kafka, entonces, declaró con voz profunda: “Pero yo me voy.” Poco después murió. El cadáver de Kafka cubrió la distancia que separa a Kierling de Praga en un ataúd cerrado y soldado. Y el 11 de junio, a las cuatro de la tarde, se efectuó su sepelio en el cementerio judío de Strachnitz, ante una nutrida concurrencia (en 1931, su padre fue enterrado en la misma tumba; y en 1934, su madre). Uno de sus aforismos dice: “Hay una meta pero no hay camino; lo que llamamos camino es vacilación.”
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  Hace doscientos cincuenta años, el 20 de marzo de 1770, nació en Lauffen am Neckar, ciudad de la región de Suabia, el gran poeta alemán Friedrich Hölderlin, autor de odas, himnos, elegías…, así como de la novela Hiperión o el eremita en Grecia, y de la tragedia en verso La muerte de Empédocles.Cuando Hölderlin cumplió dos años, su padre, quien se desempeñaba como administrador del seminario protestante de Lauffen am Neckar, murió. Después de un periodo de duelo más bien corto, su madre se volvió a casar, pero su nuevo marido, que era concejal de Nürtingen, también falleció al poco tiempo. De esta manera, el niño quedó por completo bajo el cuidado materno, hecho que habría de influir decisivamente para que desarrollara un carácter hipersensible.Hölderlin ya había adquirido sólidos conocimientos en lengua y literatura griegas cuando en 1788 se matriculó como becario en la Facultad de Teología de Tubinga, donde entabló una estrecha amistad con los estudiantes y futuros filósofos Hegel y Schelling.A fines de 1793, al terminar sus estudios, Hölderling rechazó la opción de desempeñar un cargo parroquial y se dedicó a educar hijos de nobles y de comerciantes ricos.Incluso Schiller, el autor de la “Oda a la alegría”, lo ayudó a conseguir trabajo en casa de la escritora Charlotte von Kalb, en Waltershausen, donde, a la vez que educaba a los hijos de ésta, continuó la escritura de Hiperión o el eremita en Grecia.En 1795 viajó a Jena, donde conoció y trató a Goethe, Novalis y Herder, entre otros poetas y filósofos, pero la estrechez económica en que vivía lo obligó a volver a Nürtingen, con los suyos.A principios del año siguiente, Hólderlin se trasladó a Frankfurt para trabajar en casa del banquero Jakob Gontard como preceptor de sus hijos. Entonces, apenas vio a la madre de sus discípulos, Susette, se enamoró perdidamente de ella.De acuerdo con Luis Díez del Corral, traductor al español de El archipiélago, “sus relaciones con esta mujer, de perfecta belleza física, gran delicadeza espiritual y refinada cultura literaria, son la más alta dicha en la vida del poeta. A su amparo produjo sus mejores frutos.”Hölderlin se refería a Susette como Diótima, nombre del personaje de El Banquete, de Platón, cuyas ideas dieron origen al concepto de amor platónico.En 1798, luego de una fuerte discusión con el marido de Susette, el poeta tuvo que dejar la casa de los Gontard. Con todo, siguió viendo a su amada en forma clandestina durante casi dos años más.Si bien es cierto que Hölderlin padecía trastornos mentales (depresiones) desde su época de estudiante, parece que la muerte de Susette, acaecida el 22 de junio de 1803, lo precipitó paulatinamente en la locura. Y así, loco, escribiendo de cuando en cuando, tocando el piano, cantando, hablando solo, pasó los últimos treinta y ocho años de su vida, encerrado en la casa de un carpintero, a orillas del río Neckar, en Tubinga, donde finalmente murió el 7 de junio de 1843.A continuación, uno de sus poemas más memorables:   A las ParcasUn verano y un otoño os pido, Poderosas, para que pueda madurar mi canto, y así, saciado, con tan dulce juego, mi corazón podrá morir gustoso. El Alma, que aquí abajo fue frustrada, no hallará reposo, ni en el Orco, pero si logro plasmar lo más querido y sacro entre todo, la poesía, entonces sonreiré satisfecho a las feroces sombras, aunque debiera dejar en el umbral mi Voz. Un solo día habré vivido como los dioses. Y eso basta. 
 Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Y bien: ya soy un hombre casi extinto (Soy un triste, aseguro en un poema). Un arduo y obstinado anhelo quema mi existencia de sueño y laberinto. El olvido, el olvido..., sí, el olvido, ese velo profundo de la nada. Hoy, en esta penumbra tan callada, me atormenta no haberlo conseguido. Hoy el recuerdo en la memoria vierte sus perpetuas esencias inasibles. Hoy todos los instantes son terribles y el perdón me parece tan lejano. Así, sabiéndome yo, Borges, vano, sólo espero la necesaria muerte.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   “No soy un escritor de ciencia-ficción. Escribo lo que me dictan mis musas cada mañana”, decía el escritor estadounidense Ray Bradbury, quien nació hace cien años, el 22 de agosto de 1920, en Waukegan, Illinois. Y, en efecto, Bradbury también escribió obras realistas, costumbristas, policiales…, así como poemas, ensayos, piezas de teatro y guiones de cine y televisión; sin embargo, hoy en día es recordado, sobre todo, por sus libros de ciencia-ficción, entre los que sobresalen Crónicas marcianas (relatos, 1946), El hombre ilustrado (relatos, 1951) y Fahrenheit 451 (novela, 1953). Ya instalado con sus padres y hermanos en Los Ángeles, California, Bradbury estudio en Los Angeles High School, donde coincidió (pero no entabló ningún tipo de relación) con otro joven que, tiempo después, también se convertiría en un escritor famoso: Charles Bukowski, nacido sólo seis días antes que él. Luego de graduarse en 1938, Bradbury no pudo ingresar en la Universidad debido a la mala situación económica de su familia y, con el fin de ganarse la vida, comenzó a vender periódicos, actividad que realizó hasta 1942. A partir de entonces, para compensar su falta de estudios universitarios, dedicó muchas horas al día a leer en una biblioteca pública toda clase de libros: de literatura, filosofía, historia, ciencia… Pronto, su actividad como escritor, que había arrancado cuando era niño, tomó un nuevo y poderoso impulso, y dio como frutos varios cuentos y relatos que salieron publicados en diversas revistas. Y llegó 1946. Bradbury ya tenía un libro terminado: Crónicas marcianas, y lo envió a la pequeña editorial neoyorquina Doubleday, que no tardó en publicarlo. Ése fue el inicio de su ascendente fama literaria. De esta obra ya clásica, Borges escribió en el prólogo a la primera edición en español (1955) de la Editorial Minotauro: “¿Cómo pueden tocarme estas fantasías y de una manera tan íntima? Toda literatura (me atrevo a contestar) es simbólica; hay unas pocas experiencias fundamentales y es indiferente que un escritor, para transmitirlas, recurra  a lo ‘fantástico’ o a lo ‘real’, a Macbeth o a Raskolnikov, a la invasión de Bélgica en agosto de 1914 o a una invasión de Marte. ¿Qué importa la novela, o novelería, de la science-fiction? En este libro de apariencia fantasmagórica, Bradbury ha puesto sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad, como los puso Sinclair Lewis en Main Street.” Bradbury siguió escribiendo hasta unos días antes de su fallecimiento, ocurrido el 5 de junio de 2012 en Los Ángeles. Sobre su lápida, en el Cementerio Westwood Village Memorial Park, debajo de su nombre y los años de su nacimiento y muerte, se lee, por petición expresa de él mismo, el siguiente epitafio: “Autor de Fahrenheit 451”. En su honor, un asteroide descubierto el 24 de febrero de 1992 en el Cinturón de Asteroides lleva el nombre (9766) Bradbury.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  Por un amigo que trabajaba en el medio editorial me enteré de que alguien –un profesor universitario- preparaba una Antología de escritores a los que nadie lee. Sin falsa modestia consideré que tenía los méritos suficientes para figurar en ella. De inmediato le pedí a mi amigo que me diera el nombre del antologador y su correo electrónico, y luego pasamos a otro tema. Al llegar a casa me senté frente a mi computadora, escribí una breve semblanza personal y una relación pormenorizada de todos y cada uno de los manuscritos de cuentos y poemas de mi autoría que habían sido ignorados por decenas de editoriales, suplementos culturales y revistas literarias, y se las envié al profesor H. Sorpresivamente, éste no tardó en responderme. En su amable correo me sugería vernos al día siguiente en una cafetería localizada no lejos de donde yo vivía. Por supuesto acepté su sugerencia, y acudí a la cita esperanzado. Una vez estuvimos sentados uno delante del otro, H., un hombre ya mayor, flaco, calvo y ceremonioso, dijo: -He leído con interés la información que me ha proporcionado. De acuerdo con ella, su trayectoria literaria es impoluta. Sin embargo, déjeme insistir en la cuestión esencial: ¿realmente nadie lo lee? -Nadie. Cuando escribo algo, lo que sea, e intento mostrárselo a algún conocido o desconocido, la reacción es unánime, siempre: empieza a leer y, al poco rato, con un dejo de incomodidad, me devuelve las hojas pergeñadas por mi terco afán. Incluso mi madre, una persona en extremo benévola e indulgente conmigo, no ha pasado del primer párrafo de cualquier manuscrito mío que he dejado en sus manos.   -Bien. Como usted sabe –añadió H.-, estoy a la busca de autores genuina y perpetuamente ninguneados. Sería una pena descubrir que usted en realidad no es uno de ellos y tener que sacarlo, en el último momento, de mi antología. Discúlpeme la franqueza, pero no puedo arriesgar, por ningún motivo, mi prestigio académico. -Lo entiendo, profesor –dije. H. se llevó su taza de café a la boca, le dio un sorbo delicado al oscuro líquido y volvió a hablar: -Prepare un texto que no supere las quince cuartillas. Puede ser un cuento, un poema o un fragmento de novela. Lo que quiera. Obviamente no lo leeré, pues, de hacerlo, iría en contra de la propia naturaleza de la antología. Con todo, confío en que lo que me entregue será de calidad.  -Lo tendrá mañana mismo –dije, y a continuación, evidentemente entusiasmado, averigüé cuántos escritores más participarían en el proyecto. -En total, veinte –dijo H.-. Con usted cierro la lista. La idea es confeccionar un libro muy bello, con una portada discreta pero atractiva, seductora... Claro, el editor y yo no aspiramos a que los potenciales lectores lo lean, ni mucho menos, sino tan sólo a que lo hojeen lenta o rápidamente, al gusto, y lo coloquen en uno de los anaqueles de su biblioteca como si se tratara de un tesoro inexplorado... -¡Perfecto! En punto de las doce, H. y yo nos dimos un fuerte apretón de manos y nos despedimos. Esa misma tarde me dediqué a pulir con esmero lo que juzgaba mi mejor cuento, y al otro día, apenas amaneció, se lo envié a H. vía correo electrónico. Él tuvo la gentileza de confirmarme que lo había recibido sin problemas y decirme que pronto se pondría en contacto conmigo para firmar el contrato. Pero esto último -es decir, que pronto se pondría en contacto conmigo para firmar el contrato- no sucedió. Al cabo de ocho meses de vana espera le escribí a H. otro correo en el que, después de saludarlo y desear que su salud y la de los suyos fuera óptima, le pregunté cómo iba el proceso de edición de nuestra antología. Su respuesta, en esta ocasión, fue lacónica, fría, brutal: “El editor la canceló. Pasa por una inesperada crisis económica. Adiós.” Y así, la posibilidad de formar parte de aquella antología se desvaneció como una gota de lluvia en el mar.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Si la niñez de Charles Bukowski fue un mal sueño inducido por las constantes golpizas que le propinó su padre, su adolescencia quedó marcada literalmente por un severísimo acné que lo empujó a apartarse aun más de sus congéneres y buscar un refugio en la literatura. A los quince años, cuando un montón de granos purulentos ya había brotado en su cara, Bukowski se puso a escribir su primer cuento, cuyo protagonista estaba inspirado en el barón Manfred von Richthofen, un héroe de la aviación de la Primera Guerra Mundial. En Hank. La vida de Charles Bukowski, de Neeli Cherkovski, el propio escritor estadounidense –nacido el 16 de agosto de 1920, hace ya un siglo, en Andernach, Alemania– rememora el hecho: “Le habían arrancado la mano y seguía luchando para quitar a todos aquellos tipos del cielo. Todo eso es psicológicamente imposible, ya lo sé; pero no olvides que yo tenía la cara llena de forúnculos mientras todos los demás estaban haciendo el amor con sus compañeras de clase y todo eso.” Al cabo de dos años se entregó por vez primera a otra de sus grandes pasiones: el alcohol… La literatura, el alcohol y, más tarde, las mujeres serían los salvavidas a los que Bukowski se aferraría obstinadamente para mantenerse a flote en una sociedad en la que parecía no tener cabida. En 1944, en el número de marzo-abril de Story Magazine, salió publicado un cuento suyo: “Consecuencias de una larga nota de rechazo” y, en 1946, en Portfolio: An International Review, otro más: “A 20 tanques de Kasseldown”. A pesar de que, en su momento, Bukowski se sintió complacido por esos “triunfos literarios”, no podía ignorar que eran ridículos en comparación con la gran cantidad de manuscritos rechazados que tenía en su haber. Así pues, desilusionado y harto del desdén editorial, prácticamente dejó de escribir. En 1952, luego de haber vagado por Estados Unidos, comenzó a trabajar como cartero en la oficina de Correos de Los Ángeles, California; sin embargo, en 1955, una úlcera sangrante lo sacó de la jugada y lo colocó al borde de la muerte. Una vez que la libró y se marchó del hospital, regresó a su puesto de trabajo, aunque pronto se convenció a sí mismo de que le resultaba imposible soportar la rutina diaria y el acoso ininterrumpido del supervisor, por lo que renunció. Entonces se dedicó a escribir poesía –una poesía sencilla, directa y brutal, como sus textos en prosa– y a seguir bebiendo, con todo y que los médicos le habían dicho que, si no paraba de hacerlo, moriría. Poco a poco, algunos de los poemas que mecanografiaba de noche en una máquina de escribir mientras bebía y escuchaba música clásica fueron apareciendo en diversas revistas underground.  En 1957 se casó con la poeta Barbara Frye, pero el matrimonio duró sólo dos años. Obligado por la necesidad, Bukowski no tuvo más remedio que volver a trabajar en la oficina de Correos y ser presa nuevamente de la odiosa rutina diaria y la desesperación. En 1964, fruto de su relación con su novia Frances Smith, nació su hija Marina. Finalmente, la buena fortuna se hizo presente en su vida en 1966, cuando un sujeto llamado John Martin le compró cuatro poemas a treinta dólares cada uno y los publicó como los primeros textos de la naciente editorial Black Sparrow Press. Tiempo después, con el dinero obtenido por la venta de su colección de primeras ediciones de D. H. Lawrence, Martin hizo crecer su editorial y pudo ofrecerle a Bukowski un sueldo vitalicio de cien dólares al mes con la condición de que abandonara su empleo en la oficina de Correos y se dedicara por completo a la literatura. Bukowski aceptó y no tardó en darle a Martin el manuscrito de su primera novela, Cartero, la cual fue publicada en 1971. A esta obra le siguió un sinnúmero de libros de prosa –Se busca una mujer (relatos), Factotum (novela), Mujeres (novela), La senda del perdedor (novela), Hijo de Satanás (relatos)…– y poesía –El amor es un perro del infierno, Guerra sin cesar, Poemas de la última noche de la Tierra…–, en la mayoría de los cuales se autorretrató y retrató la cara oculta del sueño americano: la de los perdedores y olvidados. Bukowski murió el 9 de marzo de 1994, a los setenta y cuatro años, a consecuencia de una leucemia.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Oscar Wilde conoció a lord Alfred Douglas, alias Bosie, en 1891, y poco después entabló una relación amorosa con él, lo cual dio pie para que el padre de Bosie, el marqués de Queenberry, denigrara al escritor nacido el 16 de octubre de 1854 en Dublín, Irlanda, con una nota que le dejó en su club y que decía: “Para Oscar Wilde, que presume de sodomita.”   Instigado por Bosie, Wilde denunció al marqués de Queenberry por difamación e injurias; sin embargo, éste fue absuelto y acusó a su vez a Wilde de sodomía y grave indecencia...   Fue así como el 3 de abril de 1895 se inició en Londres el proceso judicial contra el autor de El retrato de Dorian Grey, El fantasma de Canterville, El príncipe feliz y La importancia de llamarse Ernesto, entre otras obras.   Durante los exhaustivos interrogatorios a los cuales fue sometido, Wilde hizo gala de una actitud desdeñosa y arrogante, al punto que, cuando le presentaron una carta que lo comprometía demasiado y el juez le preguntó si reconocía que era inmoral, respondió: “Es mucho peor. Está mal escrita.”   Wilde perdió el juicio y fue condenado a dos años de trabajos forzados en la cárcel de Reading. Allí escribió De profundis, una extensa carta dirigida a Bosie que sería publicada en 1905 y en la que se lee: “Voy a empezar diciéndote que me culpo terriblemente. Aquí sentado en esta celda oscura, vestido de presidiario, infamado y hundido, me culpo. En las noches de angustia perturbadas y febriles, en los días de dolor largos y monótonos, es a mí a quien culpo. Me culpo por dejar que una amistad no intelectual, una amistad cuyo objetivo primario no era la creación y contemplación de cosas bellas, dominara enteramente mi vida.”   En mayo de 1897, Wilde recuperó su libertad y viajó a Dieppe y Berneval, en Francia, bajo el seudónimo Sebastian Melmoth. Por aquella época escribió su Balada de la cárcel de Reading, la cual publicaría en 1898 con el nombre C. 3. 3., que hacía referencia al bloque C, piso 3 y celda 3 que ocupó en ese lugar.   Luego de pasar una temporada en Nápoles con Bosie, se trasladó a París, donde, además de escribir Una tragedia florentina, se entregó al alcohol. Finalmente, el 30 de noviembre de 1900, a los cuarenta y seis años, murió en un cuarto del Hotel d’Alsace, en el barrio latino, a causa de una meningitis, pero no sin antes convertirse al catolicismo.   Los restos de quien escribió en alguna ocasión: “Lo grave de los errores no es cometerlos, sino pagarlos”, descansan en el cementerio de  Père  Lachaise, en la capital francesa.   De él, Borges dijo: “Los largos siglos de la literatura nos ofrecen autores harto más complejos e imaginativos que Wilde; ninguno más encantador.”
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Intento escribirle una carta a Ana María. No sé, bien a bien, qué decirle. Sólo siento la necesidad de hacerlo, de establecer algún tipo de contacto con ella, no importa que sea meramente imaginario... A pesar de que ha pasado tanto tiempo desde la última vez que la vi, aún recuerdo, con plena nitidez, sus ojos, aquellos ojos del color de la resina de los árboles, que me trastornaban a tal grado que llegué a creer que perdería la razón por ellos... Ahora que pienso esto, me doy cuenta de que, si estuviera a punto de morir y se me concediera un deseo, pediría ver de nuevo aquellos inauditos ojos. Trazo su nombre sobre la hoja de papel y, un momento después, lo pronuncio en voz baja, como si fuera parte de una oración que se eleva al Cielo, sabiendo que no hay ninguna posibilidad de que obtenga respuesta. Me levanto del escritorio y camino hasta la ventana de mi estudio. Una bruma densa y grisácea ondula entre los pinos del camellón que divide la avenida por donde, ahora mismo, no transita ningún vehículo. Entonces, más allá, hacia el comienzo de la curva, vislumbro un grupo de personas que, con antorchas encendidas en las manos, avanza en dirección a mi casa. Vienen en silencio y, quizá por eso, percibo cada uno de sus pasos con atronadora claridad. Al cabo de un instante ya están debajo de mi ventana, con los ojos puestos en mí. Quiero darme la vuelta y concentrarme en la carta que tengo en mente; no obstante, casi de inmediato considero que, con dicho proceder, las cosas podrían tomar un curso indeseable... Así pues, decido abrir la ventana. Una ráfaga de aire helado entra en mi estudio y me alborota el cabello. -Tardamos, pero al fin dimos contigo –dice la voz de un hombre cuyos rasgos no alcanzo a distinguir. -Si pensaste que podías eludirnos indefinidamente -añade otra voz, ésta de mujer-, estabas muy equivocado. -¡Ahora tendrás que rendir cuentas! –clama otra más. Yo estoy molesto por la súbita irrupción de esta pequeña muchedumbre en mi domicilio; sin embargo, ya que está aquí, reflexiono, no puedo ignorarla. Estiro el cuello y entorno los ojos para mitigar mi perenne miopía. Poco a poco identifico a cada uno de sus integrantes. Ahí está el niño al que, en mi adolescencia, amarré a un poste e hice llorar con mi crueldad sin límites; y la anciana a la que despreciaba porque me parecía un ser repugnante; y los vecinos de los que, a sus espaldas, hablaba mal; y el compañero de escuela al que tiranizaba porque era débil y asustadizo; y la muchacha granienta de la que me burlaba cuando no tenía algo mejor que hacer; y los amigos a los que dejé de serles leal e, incluso, traicioné; y muchos otros individuos de los cuales no guardo memoria, pero a los que, sin duda, habré dirigido en el pasado alguna humillación, alguna ofensa, algún agravio. Mi corazón late con más rapidez, las manos me sudan y un temblor tenue pero ininterrumpido sacude mi cuerpo. Me pregunto cómo estos sujetos que se aglutinan afuera de mi casa con una actitud nada amistosa pudieron reunirse y localizarme... Es tan improbable que algo así suceda... La bruma ya flota sobre ellos y hace que la luminosidad de sus antorchas se vuelva un tanto opaca. Sin pensarlo digo lo primero que se me viene a la cabeza: -¿Puedo ofrecerles agua? -¡Agua! ¡Eso es lo que tú vas a necesitar muy pronto! –grita uno de ellos. Todos ríen al unísono, con unas carcajadas estridentes que hacen vibrar los cristales de la ventana. De repente me invade un hondo cansancio, por lo que declaro: -Si no tienen inconveniente, me gustaría irme a dormir. -Shsss, tiene sueño... –dice alguien-. ¡Cantémosle una canción de cuna! -¡Sí, y arrullémoslo hasta que sus lindos ojitos se cierren! –propone una voz chillona. -¡Duérmete, niño, duérmete ya -canturrean varios-, que viene el coco y te comerá! Alzo la vista. La luna, tan rojiza como un espejo en llamas, se asoma un instante antes de desaparecer nuevamente detrás de unas nubes negras y abigarradas. Entretanto, por encima del gentío aparece una escalera de metal que pasa de mano en mano hasta que alguien al frente la coge y la recarga en posición vertical en el muro de mi casa, a unos cuantos centímetros de la ventana; luego, el mismo individuo recibe su antorcha de otro y empieza a subir por ella en medio de una intensa gritería. Asumo que no tiene caso pedir perdón o tratar de defenderme o de justificar todas y cada una de las infames acciones que he llevado a cabo en contra de estas personas a lo largo de mi ya no tan corta existencia. Sin embargo, cuando a lo lejos veo a mis padres llegar por la avenida e incorporarse a la multitud, mis fuerzas flaquean y casi me derrumbo. -¡Papá, mamá! –grito, apoyado en la pared de mi estudio, pero ellos no parecen escucharme. Y así, abatido y exhausto –y también con la pena de no haber concluido la carta a Ana María- espero a que el hombre que sube llegue al final de la escalera y cumpla su cometido.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  Sábado 29 de septiembre Se han ido. Sin decirme nada. Era de esperarse. Lo que sí me sorprende es su precipitación, su extravagante prisa. En la madrugada escuché unos pasos que se dirigían velozmente hacia la puerta de la calle. Yo apenas entreabrí los ojos y cambié de posición en la cama. Horas después, cuando la luz matinal ya había invadido mi cuarto, el golpeteo de la lluvia contra la ventana me despertó. Eché las cobijas a un lado y bajé la escalera. Fue entonces cuando me percaté de que habían dejado la puerta abierta. Salí a la calle. Nadie. Toqué a la puerta de las casas vecinas. Nadie. La lluvia arreció, por lo cual decidí volver. A pesar de que sabía que esto habría de ocurrir tarde o temprano, estoy desconcertado e inquieto. ¿A dónde fueron todos? Lo ignoro.   Domingo 30 de septiembre Son las diez de la mañana, hace frío y ahora empieza a caer una finísima lluvia apenas visible a contraluz. Me quedaré todo el día aquí, encerrado. Ayer di una vuelta por los alrededores, lo cual me permitió comprobar que todo está en su sitio, intacto: las casas, los edificios, los comercios, los árboles, las bancas de los parques, los postes de luz... Sé que sonará ridículo, pero este simple hecho me tranquilizó, incluso me colmó de alegría. Poco antes del anochecer regresé y comí algo. Luego intenté leer un libro, pero no pude concentrarme. En la noche me costó mucho trabajo conciliar el sueño. Es difícil acostumbrarse a este silencio tan pertinaz, tan agudo.   Tarde Aún está lloviendo. Hace un rato pensé en lo que voy a hacer mañana: me levantaré, como todos los días, a las seis y media; luego me daré un baño, me vestiré, desayunaré y saldré rumbo a la oficina. Siento la necesidad de seguir actuando como si nada hubiera ocurrido.   Noche Antes de la cena encendí la televisión para corroborar lo que ya sabía: ningún canal está al aire. También prendí mi radio portátil y, por no dejar, hice girar lentamente la perilla del dial. De pronto, el corazón me dio un vuelco, pues me pareció oír una voz... Cuando logré sintonizarla bien, me di cuenta de que se trataba de un anuncio comercial que se repite una y otra y otra vez. En este momento todavía lo estoy escuchando. Habla de lo fácil y económico que resulta bajar de peso con un nuevo tratamiento naturista recién lanzado al mercado. Poco a poco, esta cantaleta interminable me ha sumido en un profundo sopor. ¿Por qué no cortaron esta grabación? ¿Se les olvidó hacerlo? ¿La dejaron puesta a propósito para sacarme de quicio?   Lunes 1 de octubre Acabo de regresar de la oficina (tuve que forzar dos cerraduras y romper un vidrio para entrar). Estoy agotado, pero sobre todo confundido y... asustado, muy asustado. Cuando me encontraba allá, sentado frente a mi escritorio, fantaseando con la idea de que mis compañeros llegarían de un momento a otro y todos nos pondríamos a trabajar normalmente, entendí que la actitud que estaba asumiendo no tenía sentido, que debo encarar la realidad, por más terrible que sea. ¿Qué voy a hacer? ¿Cuáles serán mis actividades diarias ahora que las circunstancias han cambiado radicalmente? Durante el trayecto de ida, un hecho llamó mi atención: los semáforos continúan funcionando.   Miércoles 3 de octubre Desde ayer me domina la desidia. Apenas he bajado a comer un pedazo de queso y tomar un vaso de jugo. Cuando termine de escribir, volveré a meterme en la cama. Quiero perderme en el sueño. El alumbrado público se ha encendido automáticamente y la lluvia comienza a caer otra vez.   Jueves 4 de octubre Aún no amanece, pero ya no tengo ganas de seguir durmiendo. A esta hora, en este preciso instante, el silencio es más atronador que nunca. Lo percibo como si dentro de mi oído tuviera un enjambre de avispas enloquecidas. ¿Qué me pasa? ¿Me estoy volviendo loco?   Mediodía He tomado una determinación que quizá me ayude a superar la crisis en la que me hallo: en la tarde “asumiré el control” de la ciudad.   Noche Durante un par de horas deambulé por distintas calles y avenidas. Después me dirigí al mirador de la carretera que va a M., desde donde estuve contemplando “mis dominios” con una absurda y ridícula sensación de voluptuosidad. Ahora que he regresado, vuelvo a ser presa de una desesperación sorda, infinita. ¿Puedo escapar de ella? ¿Cómo?   Sábado 6 de octubre En la mañana fui al supermercado a abastecerme de alimentos, papel higiénico, jabones, etcétera. Para entrar no tuve más remedio que romper un gran ventanal (me estoy convirtiendo en un experto destructor de vidrios). La alarma se accionó de inmediato y no dejó de sonar todo el tiempo que permanecí ahí, “haciendo mis compras”. Así pues, el problema de mi subsistencia está resuelto. Es más, traje a casa toda clase de carnes frías, quesos, latas y varias botellas de vino... Bien visto, esto no lo hubiera podido hacer antes con mi raquítico sueldo. He aquí una de las ventajas de mi nueva condición solitaria. Comer, descansar y, ahora, escribir estas líneas me ha sentado bien.   Martes 9 de octubre Al mediodía sentí que el aburrimiento y la ansiedad podían aniquilarme en cualquier momento. Por eso subí al coche y tomé la carretera que va a M. Acabo de orillarme para descansar unos minutos y poner en orden mis pensamientos. Calculo llegar a M. dentro de una hora y media o dos, cuando mucho. Sin embargo, no tengo la menor idea de lo que haré allí.   Noche He llegado a M. Sus calles lucen llenas de polvo y basura. Dormiré aquí, en el coche. Cuando amanezca partiré rumbo a... no sé. Me siento muy cansado, incapaz de pensar nada.   Jueves 18 de octubre Continúo mi carrera desbocada hacia ningún lado. ¿Qué busco? ¿Cuál es mi destino? La energía eléctrica empieza a faltar en varias zonas de las ciudades que he visitado últimamente. Levanto la vista. La luna y las estrellas brillan en el cielo con una inaudita claridad.   Sábado 20 de octubre Ayer, cuando llegué a L. decidí estacionar el coche y caminar por el centro. Tantas horas frente al volante me habían entumido las piernas. Empecé a recorrer con paso lento la avenida principal, hasta que en la fachada de un antiguo edificio leí: “Biblioteca Pública”. Entonces me detuve, rompí una ventana (una más) y, no sin dificultades, entré en un enorme salón donde había varios anaqueles de metal repletos de toda clase de libros y unas diez o quince mesas rectangulares con algunas sillas. Tomé algunos ejemplares y fui a sentarme a una mesa. Luego abrí uno de ellos. Era un libro de historia universal. Comencé a hojearlo con una avidez incomprensible, como si se tratara de un texto sagrado. De pronto, cuando pasaba una hoja, comprendí algo que me llenó de estupor: toda la historia de la humanidad, con sus grandes hazañas y sus estrepitosos fracasos, con sus claroscuros sublimes e insondables, ya no tiene sentido. Un solo hombre, un hombre solo como yo, no puede dárselo.   Martes 22 de octubre Las bombas de las gasolineras han dejado de funcionar, por lo que me he visto obligado a abrir los depósitos y sacar el combustible con un pequeño bote amarrado a una cuerda. Mañana emprenderé el regreso a casa.   Noche Ya no hay luz en ninguna parte. La oscuridad es absoluta, como si toda la ciudad fuera una gigantesca cueva subterránea. No he querido bajarme del coche y caminar hasta el sitio que me ha servido de vivienda los últimos días. Me hallo en un estado de expectación febril, igual que un animal perdido.   Miércoles 23 de octubre Hice un alto en el camino porque me siento mal. La cabeza me da vueltas y un escalofrío violentísimo sacude mi cuerpo de cuando en cuando. Debo llegar a H. antes del anochecer.   Noche Al fin pude entrar en una casa de las afueras de H. Ahora me encuentro recostado en un sillón, a punto de cerrar los ojos y caer en un sueño que, presiento, será pesado, denso. ¿Moriré pronto?   Mañana La luz del sol se cuela a través de la persiana abierta y me golpea el rostro. No sé cuántos días he permanecido inconsciente. Como entre brumas recuerdo haberme arrastrado una noche hasta el baño para tomar agua y, luego, haber regresado al sillón, desde donde me precipité de nuevo en un pozo sin fondo. Me siento muy débil. Apenas puedo sostener la pluma entre mi mano para garabatear estas palabras. ¿Por qué sigo escribiendo?   Tarde He perdido la noción del tiempo (mi reloj se ha detenido). No sé en qué día vivo. Por lo demás, ¿qué puede importarme? Cada hora que pasa es exactamente igual a la anterior. Creo que aún tengo un poco de fiebre. Mañana Siento mucho frío.   Noche Tengo la impresión de que han pasado varias semanas (¿meses?) desde la última vez que escribí algo en este Diario.   Tarde Un día más que finaliza. La flama de la vela proyecta sobre la pared de enfrente una sombra informe que ejecuta sin cesar una danza horriblemente cadenciosa.   Tarde La fiebre ha vuelto con más fuerza. Tengo miedo.   Noche He tenido un sueño. Mis padres entraban en la habitación donde ahora me encuentro, se quitaban sus respectivos abrigos y me saludaban con especial efusividad. Estaban muy contentos, felices, me decían, porque habían logrado hacer un negocio bastante redituable para la familia y, también, porque finalmente habían podido deshacerse de mí. Esto último me lo comunicaba mamá con una amplia sonrisa en el rostro. A continuación revisaban que no hubiera polvo en la superficie de los muebles y que la ventana estuviera bien cerrada. Cuando quedaban satisfechos, recogían sus respectivos abrigos, se los volvían a poner y, mientras se dirigían hacia la puerta y la abrían, me recomendaban cuidarme mucho. ¡Oh, Dios, qué no hubiera dado por despedirme de ellos con un fuerte abrazo!   Noche Hace un rato tuve una revelación pavorosa: muy pronto moriré.   Mañana Me obstino en ordenar un poco -tan sólo un poco- los pensamientos que bullen en mi mente con una frenética perseverancia.   Tarde Convicción indiferente: si algo me mantiene vivo aún es este cuaderno en el que dejo, para nada y para nadie, noticias de mis últimos días. Por lo demás, mi existencia transcurre entre el delirio del sueño nocturno y la horrenda, desquiciante vigilia que me rodea por todas partes. Fuera de esto, no hay nada más que contar, no hay nada más que escribir.   Noche No resta más que poner punto final a todo esto. Punto final, sí.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá El “Hombre de Acción” era un muñeco de plástico suave, de pelo castaño, barba de candado y mirada fría, impasible, que vestía un uniforme militar confeccionado con una tela gruesa y calzaba unas botas color café oscuro que le llegaban hasta abajo de las rodillas; además, podía mover la cabeza, los brazos y las piernas, y tenía un completísimo armamento integrado por una ametralladora automática, un fusil con bayoneta calada, una pistola escuadra calibre .44, una granada de mano, un cuchillo, una soga... El niño lo vio por vez primera en un anuncio de la televisión y desde entonces no hizo otra cosa que pedirle a su padre que se lo comprara. Iban al supermercado o pasaban frente a una juguetería, y ahí estaba, duro y dale, con la misma cantaleta:  -¡Cómpramelo, por favor! Pero su padre aducía que no tenía dinero o que debía pagar la renta o la colegiatura o cualquier otra cosa, y el niño se quedaba trabado por la frustración y el coraje.  Un día, sin embargo, se sorprendió cuando su padre le dijo que le habían pagado un dinerito extra y que, por lo tanto, ya podía comprarle el “Hombre de Acción”. Perfecto. Su padre lo recogería en la escuela a las dos y juntos irían por él. Eso le dijo a la hora del desayuno, un poco antes de que se fuera al trabajo. Dieron las dos. El niño cogió su mochila, salió del salón de clases y atravesó el patio. Su padre no tardó en llegar. El niño le dio un beso en la mejilla y, tomados de la mano, se encaminaron hacia el auto. El sol brillaba esplendoroso en el cielo. El niño iba muy contento, tan contento que ya no se acordaba de lo que había sucedido esa mañana. Arrancaron, recorrieron un largo tramo de una calle arbolada, dieron vuelta a la derecha y entraron en el estacionamiento del supermercado al que acostumbraban ir todos los fines de semana. Su padre apagó el motor y jaló la palanca del freno de mano. Luego, cada uno abrió su respectiva portezuela y salió al solazo vespertino. Ya de pie sobre el pavimento, el niño metió despreocupadamente la mano en el bolsillo izquierdo del pantalón. No lo hubiera hecho: algo parecido a una descarga eléctrica lo cimbró de la cabeza a los pies: allí estaba la hoja del examen de matemáticas que había reprobado, con un horroroso cero trazado por la inclemente mano de la maestra. “Tengo que deshacerme de ella”, pensó mientras veía de reojo a su padre. Al comprobar que éste no había detectado su turbación, estrujó la hoja de papel dentro del bolsillo y la sacó cubierta por su mano cerrada. Después se agachó y con rapidez la tiró debajo del auto. -¿Qué tiraste? Aunque el niño escuchó claramente la pregunta de su padre, guardó silencio. No quería moverse, ni siquiera respirar. Si hubiera podido, se habría esfumado en el aire, como lo hacían algunos personajes de las caricaturas cuando se hallaban en apuros. Pero no podía. Ahora se encontraba en el centro de una situación desesperada. Su padre insistió: -Te pregunté qué tiraste. Como no podía mantenerse callado por los siglos de los siglos, el niño respondió: -Un papel. -¿Qué clase de papel? -La envoltura de un chocolate que compré en el recreo. -Enséñamela -ordenó su padre. No había escapatoria posible. El niño volvió a agacharse, y con la mejilla al ras del suelo estiró el brazo para alcanzar la hoja de papel hecha bola. En ese instante comprendió que todo estaba perdido, que su padre no le compraría el “Hombre de Acción” y que, además, le impondría un castigo. Su padre rodeó el auto, llegó hasta el niño y le pidió la hoja de papel. Cuando la tuvo entre las manos, la desarrugó y se quedó mirando el garabato de la maestra. Al cabo de unos segundos dijo: -Vámonos. Subieron al auto. El niño se acomodó en el asiento y recargó la cabeza en la ventanilla. Deseaba llorar, implorar perdón, pero no lo hizo porque estaba convencido de que lo que había hecho era un acto deleznable, indigno, que lo situaba en una posición desde la cual no podía –ni debía- pedir ninguna clase de consideración. Cerró los ojos y se despidió del “Hombre de Acción”, para siempre.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   1. En contra de lo que puede pensarse, el escritor guatemalteco Augusto Monterroso no nació en Guatemala. Él mismo lo cuenta en su libro Los buscadores de oro: “Soy, me siento y he sido siempre guatemalteco; pero mi nacimiento ocurrió en Tegucigalpa, la capital de Honduras, el 21 de diciembre de 1921. Mis padres, Vicente Monterroso, guatemalteco, y Amelia Bonilla, hondureña; mis abuelos Antonio Monterroso y Rosalía Lobos, guatemaltecos, y César Bonilla y Trinidad Valdés, hondureños. En la misma forma en que nací en Tegucigalpa, mi feliz arribo a este mundo pudo haber tenido lugar en la ciudad de Guatemala. Cuestión de tiempo y azar.” En 1936, en compañía de sus padres y hermanos, Monterroso se fue a vivir a la ciudad de Guatemala.2. “Sin empinarme, mido fácilmente un metro sesenta. Desde pequeño fui pequeño”, escribió Monterroso en “Estatura y poesía”, texto incluido en su libro Movimiento perpetuo (1972). Sin embargo, la baja estatura no le impidió participar activamente en las manifestaciones y protestas organizadas en contra del general Jorge Ubico, quien finalmente tuvo que renunciar como presidente de Guatemala el 1 de julio de 1944. El 4 de julio de ese mismo año, otro general, Federico Ponce Vaides, asumió el poder y Monterroso fue detenido por la policía y recluido en la cárcel, pero al cabo de dos meses escapó y pidió asilo político en la embajada de México. 3. Una vez concluyó la llamada Revolución de Octubre de 1944, que encabezó Jacobo Arbens, Monterroso recibió una invitación para desempeñar un cargo en el consulado de Guatemala en México, donde permaneció hasta 1953. Un año después, Arbenz fue derrocado, por lo que Monterroso debió exiliarse en Chile. En 1956 viajó de nuevo a México, donde estableció su residencia definitiva. 4. En 1959, Monterroso publicó su primer libro, Obras completas (y otros cuentos), en el que aparece “El dinosaurio”, cuento cuya fama universal se fundamenta, en buena medida, en el hecho de que es muy breve, quizás el más breve de todos los cuentos que se han publicado hasta la fecha (por lo menos en español). Ahora bien, en no pocas ocasiones, “El dinosaurio” ha sido –y sigue siendo– mal citado, y así, cuando torpemente se le añade una “Y” al inicio (que es lo que suele suceder), deja su condición de “rey del cuento brevísimo” para transformarse en una cuasi novela-río. 5. Luego del magnífico recibimiento que tuvo su primer libro, Monterroso se dedicó a pensar y a ver las nubes, hasta que un día retomó el antiguo género literario practicado por Esopo, Fedro, La Fontaine, Iriarte, Samaniego, Hartzenbusch..., lo zarandeó, lo purgó, le sacó la tediosa moraleja y con lo que quedó de él se puso a confeccionar una serie de fábulas modernas para “combatir el aburrimiento e irritar a los lectores, principio este irrenunciable”, según declararía más tarde en una entrevista. Así, en 1969 salió a la luz su opus 2: La oveja negra y demás fábulas, uno de los libros más agudos, inteligentes y divertidos de la literatura española. De él, Gabriel García Márquez dijo: “Este libro hay que leerlo manos arriba: su peligrosidad se funda en la sabiduría solapada y la belleza mortífera de la falta de seriedad.”” 6. La literatura de Monterroso se caracteriza por ser breve y precisa, y por estar dotada de un humor fino, punzante y no pocas veces melancólico, lo cual no significa que sea humorística, ni mucho menos, pues una cosa es una cosa, y otra cosa, otra. A propósito del humor, el escritor guatemalteco declaró en otra entrevista que le concedió al escritor y crítico literario peruano José Miguel Oviedo: “[…] En todo caso, el humor no es un género sino un ingrediente. Cuando el ingrediente se vuelve el fin, todo el guiso se echa a perder; pero siempre habrá quienes gusten de él, así y todo. Bueno, para las vacas la sal no es un ingrediente sino el alimento propiamente dicho, y tal vez por eso las vacas son más amables y felices, aunque no se rían.” 7. Entre los premios y reconocimientos que Monterroso recibió a lo largo de su vida, destacan el Premio Magda Donato (1970), el Premio Xavier Villaurrutia (1975), la Orden del Águila Azteca (1988), el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo (1996), el Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias (1997) y el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (2000). 8. A partir de inmensas brevedades, Monterroso creó una riquísima literatura que perdurará mientras haya lectores sensibles y atentos. ¡Qué deleite releer un libro suyo –el que sea– o, mejor aún, leerlo por primera vez!
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Hasta esas vacaciones de Semana Santa lo había tratado poco. Cuando en las mañanas yo salía de casa rumbo a la escuela y me lo encontraba en la parada del camión, lo saludaba con un “hola” apenas audible. Entonces, él respondía: -Ho... ho... hola –y bajaba los ojos, sin duda avergonzado por el tartamudeo inclemente que padecía. Se llamaba Héctor, era hijo de un comandante de la Policía Judicial de un pueblo del estado de Morelos y de una mujer chaparra, robusta, ya no tan joven, que acostumbraba calzar unas chanclas muy gastadas. A veces, si no nos completábamos para jugar una cascarita en el parque porque alguien de la palomilla seguía haciendo la tarea, íbamos a su casa y lo invitábamos a unirse a nosotros, aunque fuera un pésimo futbolista. Siempre lo acompañaba su hermanito, Sabino, quien también era tartamudo y no dejaba de sonreír y de admirarse por todo lo que veía a su alrededor. Las clases concluyeron y todos mis amigos salieron de viaje, por lo que inesperadamente me encontré solo, solo, solo... En las mañanas despertaba con una sensación de abandono espantosa e intentaba distraerme viendo televisión, armando mi Mecano u hojeando las revistas de Life en español que mi papá coleccionaba y que apilaba en un viejo revistero, pero pronto me aburría y comenzaba a deambular por toda la casa, como un oso dentro de su jaula. Un día, asomado a la ventana de la sala, pensaba que la vida, así, como se me presentaba, era infinitamente triste y tediosa. Mis padres casi nunca estaban en casa, y cuando convivía con ellos no hacían otra cosa más que recriminarme porque no me bañaba, o porque no cogía bien los cubiertos a la hora de comer, o porque no mantenía en orden mi cuarto... Y ahora, para acabarla de amolar, mis amigos se habían largado... En todo eso cavilaba cuando vi a Héctor y Sabino cruzar la calle. Corrí a la puerta, salí y los alcancé. -¿Qué van a hacer? –pregunté. -Va... va... vamos a... al pa... pa... parque a ti... ti... tirar con l... la re... re... resortera –contestó Héctor. -¿Puedo ir con ustedes? -S... sí. Llegamos. De uno de los bolsillos de su pantalón, Héctor sacó una resortera, pero no una de juguete, como las que vendían en el mercado, con la horqueta de alambre y unas ligas negras más o menos delgadas, sino una con la horqueta de madera perfectamente pulida y unas ligas de hule muy gruesas y resistentes. La contemplé extasiado. Héctor dio unos pasos y dirigió su mirada hacia la copa de uno de los árboles más altos y frondosos del parque. -¡A... a... hí hay u... u... uno! –anunció Sabino. -T... tú  ca... ca... cállate –dijo Héctor, y del otro bolsillo extrajo una pequeña piedra y la colocó en el pedazo de cuero sujeto por las ligas; luego, bien aferrada por su mano derecha, levantó la horqueta a la altura de su rostro, estiró las ligas con su mano izquierda, apuntó hacia un sitio específico de la copa del árbol y disparó. Un segundo después, algo cayó al pasto. Los tres corrimos. Un pajarito gris, con la cabeza sangrante, yacía inmóvil a nuestros pies. Yo no lo podía creer... ¡Qué puntería! Sabino recogió al pajarito e informó: -L... lo v... voy a en... te... terrar, pa... pa... para q... que n... no s... se l... lo co... co... coma ni... ni... ningún a... ni... ni... mal. Luego se arrodilló sobre el pasto, escarbó un pequeño hoyo debajo de la copa de aquel árbol, metió al pajarito en él y lo cubrió con la tierra que había escarbado. -Des... ca... ca... cansa e... en p... paz –dijo, y se puso de pie. El resto de la mañana lo dedicamos a subirnos en los columpios, a deslizarnos por la resbaladilla y a colgarnos como monos del pasamanos. Cuando sentimos sed y hambre, regresamos a la cuadra y nos despedimos.   El panorama cambió por completo porque me di cuenta de que podía pasármela muy bien con Héctor y de que la ausencia de mis amigos ya no me importaba. Era cierto que no jugaría futbol durante varios días, pero en su lugar –estaba convencido- podría hacer otras cosas igualmente -o más- divertidas con mi nuevo camarada.      Al día siguiente me levanté más temprano que de costumbre y fui a su casa a buscarlo. Su mamá abrió la puerta. -¿Está Héctor? –dije. La mujer me miró como si fuera un pordiosero o algo por el estilo, volteó ligeramente hacia atrás y gritó: -¡Te hablan! ¡No se te olvidé sacar el bote de la basura! La mujer se hizo a un lado y apareció Héctor, empujando un enorme tambo verde oscuro. -Ho... ho... hola –dijo, y acomodó el tambo al borde de la banqueta. -¿Puedes salir? ¿Quieres ir al parque? Héctor me vio un instante y desvió la mirada: -N... no, te... te... tengo q... que ir a... al me... me... mercado. -Si quieres te acompaño –dije. -Co... co... como qui... qui... quieras. Héctor entró en su casa y al rato salió de nuevo con una bolsa del mandado en una mano, seguido por Sabino, quien al verme sonrió y exclamó: -¡Ho... ho... hola! -Hola -dije yo, y empecé a caminar junto a ellos. Ya en el mercado, los tres visitamos diversos puestos de frutas y verduras en los que Héctor compró una papaya, manzanas, peras, plátanos, calabazas, chícharos, papas, cebollas... A continuación nos encaminamos a un puesto de carne y pidió medio kilo de bisteces. Mientras esperábamos a que el carnicero los cortara, Sabino dijo: -He... He... Héctor, ¿m... me co... co... compras u... un ca... ca... carrito? -¡N... no! -¿P... por q... qué? -¡P... por q... que n... no m... me a... al ca... ca... canza el di... di... dinero! Sabino hizo una mueca con la boca que presagiaba un amargo estallido de llanto, pero se contuvo. Héctor le acarició el cabello y dijo: -E... es... tá b... bien. Va... va... vamos p... por t... tu ca... ca... carrito. Compramos el carrito en un puesto de juguetes atendido por un individuo tuerto, y emprendimos el camino de vuelta a la cuadra. Sabino iba feliz con su carrito de plástico de dos pesos. No paraba de hacer un ruidito con la boca que semejaba el rugido de un motor. Al doblar una esquina, dos tipos más grandes que Héctor y yo, con pinta de cargadores, nos cortaron el paso. Uno de ellos preguntó burlonamente: -¿A dónde van, niños? Héctor se detuvo en seco, dejó la bolsa del mandado en el suelo y atrajo hacia sí a Sabino. El otro tipo le dijo a Héctor: -Dame la bolsa y no les pasará nada. Con una seña, Héctor nos indicó que nos pusiéramos atrás de él. Lo que pude ver después es que blandía en la mano derecha una navaja, de ésas a las que uno le aprieta un botoncito y la hoja se despliega de inmediato. Los dos tipos mostraron sorpresa ante aquella arma. A pesar de todo, uno de ellos, el que nos había llamado “niños”, se inclinó un poco e intentó arrebatarle la bolsa a Héctor, pero éste bajó la navaja con un movimiento rapidísimo y le propinó un corte en el brazo. El tipo gritó de dolor y retrocedió, tapándose la herida con la otra mano. Al percatarse de que también podría ser herido por Héctor, el otro echó a correr. Su compañero no tardó en hacer lo mismo. Esa noche, cuando ya me hallaba acostado en mi cama, me deleité recreando aquella escena en mi mente una y otra vez, hasta que el sueño me venció.   Otro día, Héctor me habló de su padre. Me contó, con sus palabras entrecortadas, que en una ocasión se había enfrentado a tiros con cinco maleantes que huían después de asaltar un banco, y que, al cabo de dos o tres horas de un encarnizado intercambio de plomo, los había despachado, uno a uno, al infierno, sin que él sufriera ni siquiera un rasguño. Creo que realmente llegamos a ser buenos amigos. Había algo -aún ahora no sé qué- que nos unía, nos hermanaba. Él me buscaba o yo lo buscaba, y nos íbamos por ahí, a vagar durante horas. Platicábamos, reíamos con facilidad; incluso nos confiamos mutuamente algún secreto de nuestra compartida adolescencia, mientras Sabino permanecía en silencio, observándonos y sonriendo. Una tarde volvíamos de una intensa sesión de tiro con resortera en un terreno baldío, cuando Héctor me dijo que Sabino, su madre y él irían al pueblo donde trabajaba su padre. La noticia me llenó de angustia, pues comprendí que me hundiría nuevamente en la soledad y el aburrimiento más atroces. Felizmente, mis amigos no tardaron en retornar a la ciudad y, ya todos juntos, retomamos nuestros partidos de futbol en el parque y, también -¡ah!-, nuestras espontáneas diabluras. Las vacaciones terminaron y todos nos preparamos para  reintegrarnos a nuestra respectiva escuela. La noche antes del reinicio de clases fui a casa de Héctor para saludarlo y preguntarle cómo le había ido, pero estaba completamente a oscuras, sola. Los días pasaron, y la casa de mi amigo seguía luciendo deshabitada, hasta que un viernes, de regreso de la escuela, vi a Sabino en la banqueta, jugando con su carrito de dos pesos. -Hola, Sabino –dije. -¡Ho... ho... hola! –exclamó. -¿Y Héctor? ¿Dónde está? -S... se f... fue a... al ci... ci... cielo c... con Di... Di... Diosito. Justo cuando dejó de hablar, su madre se asomó a la puerta y gritó: -¡Sabino, métete! Sabino se incorporó, se despidió de mí agitando una mano y entró en su casa. ¿Qué demonios había detrás de aquellas palabras que aquel niño acababa de pronunciar con una candidez que me heló la sangre? En ese momento no tuve ninguna oportunidad de averiguarlo.   Doña Ángeles, la vecina que vivía con su esposo y sus tres hijos en la casa ubicada justo enfrente de la nuestra y que mantenía cierta amistad con la madre de Héctor y Sabino, le refirió a mi mamá lo ocurrido: una mañana, cuando su padre ya se había ido a la comandancia, Héctor se metió a escondidas en su cuarto, abrió el ropero oloroso a humedad y, de entre camisas, pantalones y demás prendas de vestir, sacó un rifle; pero al darse la vuelta, tropezó y lo soltó. El rifle golpeó el piso, se disparó, y la bala que salió de su cañón le perforó la cabeza a Héctor y lo mató en el acto. El resto de ese año escolar no me fue bien. Una melancolía inexplicable y una pavorosa apatía hicieron presa de mí y me empujaron a volarme muchísimas clases y a dejar de hacer tareas y estudiar. Nada me atraía, nada me entusiasmaba, nada me parecía digno de atención. La vida se perfilaba ahora como una aventura extraña, ardua y dolorosa. De tanto en tanto pensaba que Héctor había corrido con suerte, pues ya no tenía que lidiar con ella... A pesar de todo, en la recta final del curso logré sobreponerme y aprobé de panzazo todas las materias. A Sabino lo vi una vez más afuera de su casa. -Hola –le dije. -¡Ho... ho... hola! –exclamó, con la misma sonrisa límpida y afectuosa de siempre. Después, su madre y él se fueron quién sabe a dónde y ya nunca más regresaron.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Ese domingo desperté con una cruda espantosa. Cada célula de mi cuerpo se contraía y temblaba sin control, aunque esto realmente me importaba muy poco. Lo que no podía dominar, lo que me sobrepasaba y me hundía en un mar de angustia era la culpa y vergüenza por todas las estupideces y locuras que había dicho y hecho la noche anterior, y aun otras noches, porque en aquel estado de fragilidad física y mental las culpas y vergüenzas pasadas se sumaban a las actuales y volvían a brotar en mi conciencia como pústulas sanguinolentas. Salí a la calle y me puse a caminar sin rumbo. La ansiedad tiraba de mí como un caballo desbocado. Vi a lo lejos un edificio muy alto, de veinte o veinticinco pisos. Me dirigí hacia él, atraído por su magnífica, espléndida arquitectura. Crucé la puerta de entrada, llamé el elevador y subí hasta la azotea. La ciudad, envuelta en una neblina densa y sucia, se desperezaba y abría los ojos a un nuevo día. Di unos pasos más y me senté en uno de los bordes de aquella azotea, con los pies colgando sobre el vacío. Entonces, un rostro se asomó a una de la innumerables ventanas del edificio y al cabo de un minuto oí una voz detrás de mí que me pedía calma. El ruido de los autos y camiones transitando por calles y avenidas subía como un suave murmullo hasta donde yo me hallaba sentado con los pies colgando sobre el vacío. Al rato más individuos -mujeres demacradas y en pantuflas, hombres despeinados y con la boca seca- se juntaron a mi espalda, todos unidos por un mismo objetivo: tratar de serenarme y convencerme de que me quitara de allí. Yo apenas les hacía caso: tan concentrado estaba en mis pensamientos, en mi desdicha, en mi escalofriante desesperación. “Tranquilo, amigo, todo tiene solución, te ayudaremos, dinos qué te pasa”, me parece que decían aquellos individuos -mujeres demacradas y en pantuflas, hombres despeinados y con la boca seca-, mientras yo permanecía en silencio, mirando el vacío que se abría a mis pies una mañana de domingo de hace más de treinta y cinco años.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   A partir de lo que, miles de millones de años después, unos seres más o menos inteligentes que habitaban el planeta Tierra denominarían el Big Bang o la Gran Explosión, el universo -entonces del tamaño de una diezmilmillonésima parte de un grano de sal- había comenzado a expandirse y dar origen al espacio-tiempo, las partículas elementales, la materia, la gravedad, el plasma, las estrellas, los planetas, los hoyos negros, las galaxias... Sin embargo, llegó un momento en que el universo alcanzó su tope, por llamarlo de algún modo, y empezó a contraerse de manera inversamente proporcional a la velocidad con que se había expandido, por lo que, al cabo de un periodo igualmente largo -durante el cual las galaxias, los hoyos negros, los planetas, las estrellas, el plasma, la gravedad, la materia, las partículas elementales y el espacio-tiempo desaparecieron como tales-, volvió a adquirir el tamaño de una diezmilmillonésima parte de un grano de sal. Con su portentosa vista, Dios pudo observar sin ningún problema cómo aquella densísima partícula descendía por el éter y la recibió en la palma de la mano; a continuación bajó un poco la cabeza y la probó con la lengua. -Mmm..., sabe a sal –dijo.
Sal
Autor: Roberto Gutiérrez Alcalá  262 Lecturas
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   A fines de 1747, en compañía de su hijo mayor Wilhelm Friedemann, Johann Sebastian Bach llegó al palacio de Sanssouci, en Postdam –donde otro de sus hijos, Carl Philipp Emanuel, trabajaba como clavecinista de la corte–, para visitar a Federico II de Prusia, quien ya en varias ocasiones había manifestado su deseo de conocer al gran músico alemán. Federico II, llamado también Federico el Grande, lo llevó a ver los clavecines de Gottfried Silbermann que había adquirido y colocado en diferentes salas de su palacio y, en un momento dado, le pidió que improvisara una fuga a partir de un tema de su propia autoría. Sentado frente a uno de aquellos instrumentos, Bach comenzó a improvisar, con suma facilidad, una fuga a seis voces, ante el asombro del monarca y sus acompañantes. De regreso en Leipzig, donde vivía, Bach retomó el tema real, lo trató a tres y a seis voces y le añadió algunos periodos tratados en canon estricto. Fue así como surgió una de las obras más maravillosas de la historia de la música: la Ofrenda musical, BMW 1079, dedicada, por supuesto, a Federico el Grande. En su libro Gödel, Escher, Bach. Un eterno y grácil bucle, Douglas R. Hofstadter, escribió: “Para dar idea de lo extraordinario que es una fuga a seis voces, baste decir que en todo el Clavecín bien temperado de Bach, constituido por cuarenta y ocho preludios y cuarenta y ocho fugas, sólo dos de las fugas están hechas a cinco voces, y no hay ni una sola a seis. La tarea de improvisar una fuga a seis voces podría compararse, por decir algo, a la de jugar con los ojos vendados sesenta partidas simultáneas de ajedrez y ganarlas todas.” El viaje a Postdam fue el último que realizó el viejo Bach. Debido, quizás, a su añeja costumbre de copiar partituras bajo la escasa luz de una vela, sus problemas de la vista se agravaron. Varios amigos le aconsejaron consultar a un oculista inglés que había operado a varias personalidades de la época, entre ellas Georg Friedrich Händel, y que respondía al nombre de John Taylor. Taylor, considerado hoy en día un auténtico charlatán, operó a Bach en una sala quirúrgica improvisada en el restaurante “Tres Cisnes”. Como resultado de esta operación, el compositor alemán quedó ciego. No obstante, Taylor insistió en someterlo a una segunda intervención quirúrgica que, además de no traerle ninguna mejoría, le causó una severa infección en los ojos. Poco más de tres meses después, Bach, quien probablemente padecía diabetes, sufrió una apoplejía y cayó en coma; en ese estado contrajo neumonía y en la noche del 28 de julio de 1750, a los sesenta y cinco años, murió. Fue enterrado en el cementerio de la iglesia de San Juan, en Leipzig, sin que nadie pusiera una lápida que lo identificara. Hacia 1894, sus restos fueron localizados y trasladados a una cripta de la misma iglesia, la cual se vino abajo por un bombardeo de los Aliados durante la Segunda Guerra Mundial. En 1950 pudieron ser rescatados y desde entonces reposan en una tumba ubicada dentro de la iglesia de Santo Tomás, en Leipzig. En la primera edición (1950) del catálogo BWV (Bach-Werke-Verzeichnis, “Índice de la obra de Bach”), publicado por Wolfgang Schmieder, se contabilizaron mil ochenta obras de este compositor, divididas en dos grandes secciones: música vocal (1-524: cantatas, pasiones, oratorios, misas…) y música instrumental (525-1080: para órgano, clavecín, de cámara, suites, oberturas, conciertos…). A estas secciones se les añadió un tercer bloque de obras descubiertas después de 1950 (1081-1128). De Bach, Max Reger dijo: “Es el principio y el fin de toda la música.”
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   La mañana del martes 11 de septiembre de 2001, cuatro aviones comerciales secuestrados y convertidos en misiles por miembros del grupo yihadista Al Qaeda protagonizaron los mayores ataques sufridos por Estados Unidos en lo que va de su historia. Dos de ellos se estrellaron contra las Torres Gemelas de Nueva York; otro se impactó contra la fachada oeste del Pentágono, sede del Departamento de Defensa de Estados Unidos, en Virginia; y otro más, cuyo objetivo era el Capitolio, sede de las dos Cámaras del Congreso, en Washington DC, cayó en un campo de Pensilvania, luego de que sus pasajeros intentaron someter a los terroristas. A veinte años de aquel suceso que cimbró al mundo entero, José Luis Valdés Ugalde, investigador del Centro de Investigaciones sobre América del Norte (CISAN) de la UNAM, afirma: “El 11-S significó, en primer lugar, la fractura de la arquitectura del sistema internacional, que encabeza la Organización de las Naciones Unidas [ONU] y que tiene en Estados Unidos uno de sus puntales más importantes. Asimismo, fue un atentado contra los actores de desarrollo y de identidad civilizatoria estadounidenses –el establishment financiero, el establishment militar y el establishment político, representados por las Torres Gemelas, el Pentágono y el Capitolio, respectivamente– y una embestida contra la seguridad de la sociedad del vecino país del norte.” En opinión de Valdés Ugalde, si los estadounidenses tenían la creencia de que Estados Unidos era un espacio seguro, un espacio en el que tanto a nivel público como a nivel privado podían poner en práctica todos sus derechos y desarrollar todas sus capacidades sin ningún obstáculo, dicha creencia se vino abajo esa mañana del 11 de septiembre de 2001. “Con el derrumbe de la Torres Gemelas, la estabilidad psicológica y emocional de los habitantes de Estados Unidos también se derrumbó. Ese día, la sociedad estadounidense en su conjunto sufrió un shock cultural, político, psicológico y emocional muy fuerte. A partir de entonces ya no se sintió protegida”, agrega.   Seguridización y desconfianza A consecuencia de los ataques del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos y sus aliados de occidente establecieron de inmediato ciertos mecanismos para reforzar su respectiva seguridad nacional. “Fue así como se instauró la seguridización de las relaciones internacionales, comerciales, fronterizas…, es decir, de prácticamente todas las interacciones sociales. El mundo se concibió a sí mismo de otra manera. La desconfianza en el otro permeó cualquier tipo de comunicación y trato”, apunta el investigador. Por otro lado, los habitantes de las grandes urbes, sobre todo, quedaron sometidos a una suerte de terror latente por lo que pudieran hacer los grupos terroristas islámicos. Y, por desgracia, ese terror latente se concretaría el 11 de marzo de 2004 en Madrid, España y el 7 de julio de 2005 en Londres, Inglaterra, con la ejecución de otros atentados yihadistas. Un efecto más del 11-S fue la islamofobia que surgió en Estados Unidos y que estuvo vigente con mayor fuerza hasta el 20 de enero de 2009, cuando el mandato del presidente George W. Bush llegó a su fin. “Esta islamofobia se infiltró, a partir del discurso antiislámico de Bush, en los sectores más influyentes del establishment político estadounidense. Ahora bien, hay que dejar bien claro que el islamismo no es sinónimo de terrorismo. Los ataques del 11-S fueron resultado de una acción del yihadismo radical, que ciertamente es islámico, pero que representa sólo a una minoría de los integrantes del mundo musulmán”, indica Valdés Ugalde. Para aminorar los efectos de esta islamofobia y sentar las bases de un reencuentro con el mundo musulmán, el cual es clave para la seguridad internacional, el 4 junio de 2009, el presidente Barack Obama pronunció en Egipto lo que se conoce como el discurso de El Cairo. “De algún modo, Obama logró su cometido con él. Los actores internacionales le dieron la bienvenida a esta posición conciliadora de Estados Unidos y la islamofobia se atenuó. Sin embargo, con la llegada al poder de Donald Trump en 2017, las medidas antiislámicas volvieron a intensificarse, especialmente en relación con la entrada de inmigrantes musulmanes en territorio estadounidense. Esto de nuevo estiró la liga... Los países occidentales tienen esta asignatura pendiente, que incluye asumir una actitud humanitaria ante los sectores de población árabe que son marginados, discriminados e incluso victimizados brutalmente en los países donde los yihadistas han perpetrado atentados terroristas.”   Papel de la ONU De acuerdo con el investigador universitario, desde las invasiones de Afganistán en 2001 e Irak en 2003, que se planearon y realizaron a raíz del 11-S, la ONU, la máxima representación del multilateralismo a nivel global, ha jugado un papel relativamente débil. “A pesar de que la ONU no autorizó la invasión en Irak, Estados Unidos ignoró su autoridad y sus disposiciones, así como el consenso internacional concretizado en la Asamblea General. Es más, en el propio Consejo de Seguridad, Rusia y China se opusieron a esta invasión, lo cual tuvo una implicación grave, pues debilitó a la ONU y la puso frente a un reto que ha intentado resolver de la mejor manera posible.” Valdés Ugalde cree que, para desempeñar un papel más proactivo con respecto a cualquier conflicto internacional y más defensivo con respecto a las hegemonías globales, la ONU requiere una reforma interna. “Éste es un tema que se ha discutido en muchas ocasiones. En el CISAN tenemos varias cosas escritas sobre una reforma de la ONU. Si ésta no se da pronto, el Consejo de Seguridad seguirá actuando con la impunidad con que actúa, toda vez que los que llevan la batuta allí son los cinco miembros permanentes: Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Rusia y China”, señala. En conclusión, los ataques del 11 de septiembre de 2001 no sólo dejaron un saldo de poco menos de tres mil muertos y más de veinticinco mil heridos (muchos de ellos con heridas físicas y emocionales permanentes), sino también aterrorizaron y sumieron en la incertidumbre a gran parte de la humanidad. Y hoy en día, infortunadamente, las cosas no están mejor que entonces...
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Hacia las once de la noche del martes 15 de abril de 1980, la noticia llegó a las agencias y estaciones de radio y televisión francesas, y éstas, a su vez, comenzaron a divulgarla ampliamente: Jean-Paul Sartre, el filósofo, novelista, ensayista, crítico literario y activista francés que se dio el lujo de rechazar el premio Nobel de Literatura en 1964 porque no quería dejarse coptar por el sistema, acababa de fallecer en el hospital Broussais, de París, como consecuencia de una crisis cardiaca desatada por el edema pulmonar que padecía. Nacido en esa misma ciudad el 21 de junio de 1905, Sartre había permanecido hospitalizado en el mencionado nosocomio desde hacía casi un mes, y aunque se informaba de cuando en cuando que su estado de salud mejoraba, finalmente murió a los setenta y cuatro años, rodeado por sus familiares y amigos.Seguidor del existencialismo, corriente filosófica que postula que la existencia precede a la esencia y que la realidad es anterior al pensamiento y la voluntad a la inteligencia, sostenía que el individuo es absolutamente libre, pero también tiene una responsabilidad absoluta con él mismo y con el mundo.Si bien nunca se afilió al Partido Comunista Francés, sus ideas de izquierda lo impulsaron a estar del lado del pueblo argelino en su lucha por independizarse de Francia (tiempo después, en 1964, incluso adoptó como su hija a la argelina Arlette Elkaïm, quien a la postre sería su heredera). Igualmente se opuso a la guerra de Vietnam y, junto con el filósofo, matemático, lógico y escritor británico Bertrand Russell y otros prominentes intelectuales, escritores, científicos, artistas y políticos, integró el llamado Tribunal Russell, cuyo propósito era denunciar los crímenes de guerra perpetrados por Estados Unidos en dicho país asiático.Sartre participó, asimismo, en la revuelta estudiantil de mayo de 1968 en Francia.Autor de, entre otros títulos, El ser y la nada (tratado filosófico), La náusea (novela), El muro (libro de relatos) y A puerta cerrada (obra de teatro en la que uno de los personaje, Garcin, pronuncia una de las más famosas frases sartreanas: “El infierno son los otros”), también ingresó en el mundo del periodismo como director de los periódicos La Cause du Peuple y Tout!A pesar de su enorme fama mundial llevaba una vida sencilla, casi monacal, con unas cuantas posesiones materiales; es más, en el momento en que fue trasladado al hospital Broussais, vivía solo. Cinco días después de su fallecimiento, el domingo 20 de abril, en compañía de una multitud conformada por más de veinte mil personas y en medio de un lúgubre, solemne y emotivo silencio, Sartre fue enterrado en el cementerio parisino de Montparnasse.Poco más de cuatro décadas antes había escrito en La náusea: “Algo comienza para terminar: la aventura no admite añadidos; sólo cobra sentido con su muerte. Hacia esta muerte, que acaso sea también la mía, me veo arrastrado irremisiblemente.”
   Por Roberto Gutiérrez Alcalá   En 1905, con motivo del tercer centenario de la primera parte del Quijote, se colocó una placa en el número 87 de la calle de Atocha, en Madrid, en la que se informa: “Aquí estuvo la imprenta donde se hizo en 1604 la edición príncipe de la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha compuesta por Miguel de Cervantes Saavedra, publicada en mayo de 1605. Conmemoración MDCCCCV”. Aunque también corre la versión de que la primera parte de la obra cumbre de Cervantes fue publicada en enero de 1605, no hace ningún daño tomar como cierta la que difunde la placa de la calle de Atocha. Así pues, en estos días de mayo, la primera parte del Quijote estaría cumpliendo cuatrocientos quince años. En la parte inferior de la portada de esa edición príncipe se puede leer: “Con privilegio, en Madrid, Por Juan de la Cuesta”, y en la última línea: “Vendese en casa de Francisco de Robles, librero del Rey nro señor”. Juan de la Cuesta era un modesto impresor originario de Segovia que llegó a Madrid en 1599 para administrar la imprenta de María Quiñones, con quien se casó en 1602. Por su lado, Francisco de Robles era hijo de Blas de Robles, quien había publicado La Galatea, de Cervantes, hacia 1585, en Alcalá de Henares. Francisco de Robles se puso en contacto con Juan de la Cuesta y le encargó imprimir El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que Cervantes dedicó al Duque de Béjar. En la primera página del libro, debajo de la “Tasa”, donde Juan Gallo de Andrada, escribano de cámara del Rey, da fe de que cada pliego del mencionado libro se tasó “a tres maravedís y medio; el cual tiene ochenta y tres pliegos, que al dicho precio monta el dicho libro doscientos y noventa maravedís y medio, en que se ha de vender en papel…”, se ve el “Testimonio de las erratas”, donde el licenciado Francisco Murcia de la Llana, médico, escritor y corrector de libros,  asegura que éste “no tiene cosa digna de notar que no corresponda a su original”. Sin embargo, como todas las obras publicadas entonces, la edición príncipe de la primera parte del Quijote está plagada de erratas, lo cual no obstó para que fuera recibida por los lectores con un entusiasmo inusual (ese mismo año de 1605 salieron otras cinco ediciones: una en Madrid, dos en Valencia y dos en Lisboa). Habrían de pasar diez años antes de que apareciera, también impresa por Juan de la Cuesta, la segunda parte del Quijote, titulada El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha (la primera ocasión en que las dos partes se publicaron juntas fue en 1671, en Barcelona). Hasta la fecha, el Quijote sigue siendo, después de la Biblia, el segundo libro más traducido y reimpreso en todo el mundo. En cuanto al número 87 de la calle de Atocha, en Madrid, es ocupado desde 1953 por la Sociedad Cervantina, que, según se propuso su fundador, el cervantista Luis Astrana María, busca despertar el interés hacia la vida y obra de Miguel de Cervantes.  Martín de Riquer, medievalista español, especialista en literatura trovadoresca y miembro de la Real Academia Española, decía: ¡Qué suerte no haber leído nunca el Quijote y poder leerlo por primera vez!” Muchos lectores aún tendrán esa suerte, sin duda, pero también habrá quienes estén en la inmejorable posición de reelerlo por segunda, tercera, cuarta, quinta, ene vez... Ahora, en la cuarentena, es un buen momento tanto para lo uno como para lo otro.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Hasta entonces sólo dos escritores latinoamericanos habían obtenido el Premio Nobel de Literatura: la chilena Gabriela Mistral, en 1945; y el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, en 1967. Ya bien entrado el mes de octubre, el nombre del poeta chileno Pablo Neruda comenzó a sonar, una vez más, como uno de los posibles ganadores de tan codiciado galardón. Sin embargo, a Neruda, quien acababa de llegar a París para desempeñarse como embajador de su país en Francia, ya le aburría y le irritaba que cada año se le mencionara y, a final de cuentas, sus expectativas terminaran por los suelos. Según cuenta el propio Neruda en su libro de memorias Confieso que he vivido, una noche, su compatriota Jorge Edwards, quien fungía como consejero de la embajada chilena, le propuso cruzar una apuesta: si le daban el Premio Nobel de Literatura, Neruda pagaría a Edwards y a su esposa una cena en el mejor restaurante de París; y si no, Edwards se encargaría de cubrir la cuenta de Neruda y de su esposa, Matilde. El poeta aceptó, y luego le dijo a Edwards: “Comeremos espléndidamente a costa tuya.” En la mañana del jueves 21 de octubre de 1971, una multitud de periodistas y camarógrafos de televisión invadió los salones de la embajada chilena, ansiosa por obtener alguna declaración del autor de Crepusculario, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Residencia en la tierra, Canto general, Los versos del capitán, Cien sonetos de amor, Cantos ceremoniales… Pero Neruda no tenía nada que decir porque la Academia Sueca aún no había hecho público el nombre del ganador. Entonces, mientras Neruda atendía una llamada telefónica del embajador sueco en la que éste le pedía verlo, una estación de radio parisina interrumpió su programación habitual para anunciar que él era el ganador del Premio Nobel de Literatura. ¡Al fin! Debido a que recién lo habían operado, Neruda lucía bastante débil. No obstante, en la noche de ese inolvidable día recibió a varios amigos provenientes de distintas partes, para cenar y celebrar a lo grande: los pintores Robero Matta y David Alfaro Siqueiros, y los escritores Gabriel García Márquez, Julio Cortázar y Miguel Otero Silva, entre otros. Poco menos de dos meses después, el 10 de diciembre, Neruda viajó a Estocolmo en compañía de su esposa para recibir de manos del rey de Suecia un diploma, una medalla y un cheque por una cantidad considerable de coronas suecas… En su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura dijo, entre otras cosas: “No hay soledad inexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de lo que somos. Y es preciso atravesar la soledad y la aspereza, la incomunicación y el silencio para llegar al recinto mágico en que podemos danzar torpemente o cantar con melancolía: mas en esa danza o en esa canción están consumados los más antiguos ritos de la conciencia: de la conciencia de ser hombres y creer en un destino común.” Junto con Neruda, ese año ganaron los demás premios Nobel: el húngaro Dennis Gabor (Física), el canadiense de origen alemán Gerhard Herzberg (Química), el estadounidense Earl Wilbur Sutherland Jr. (Medicina), el ruso estadounidense Simon Kuznets (Economía) y el alemán Billy Brandt (de la Paz). De la cena que Neruda debió pagar a Edwards y a su esposa en el mejor restaurante de París no se tienen noticias, pero es de suponerse que fue abundante y estuvo deliciosa.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá ¿Considera que sus logros personales y profesionales carecen del reconocimiento y la admiración de los demás? ¿Está convencido de que hay una conjura de plena indiferencia hacia su persona? ¿Esto, no obstante, lo está induciendo a creer que su existencia, en efecto, es un dolorosísimo fracaso? Apártese del mundo cruel y contrate nuestro paquete “Una semana en el Paraíso”. Consta de: discurso de bienvenida, ciclo de conferencias sobre su vida y obra (con público extasiado incluido), y aplausos a su paso por cada rincón de nuestras instalaciones. No lo dude: somos especialistas en levantar al ego más vapuleado y agónico.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  ... hechos tan absurdos, extraños e improbables como la vez que estabas esperando el camión de la escuela afuera de tu casa, muy temprano, en la calle Yácatas, allá, en la colonia Narvarte, vestido con el uniforme del Simón Bolívar, impecablemente peinado con jugo de limón y tu mochila de cuero apestoso a la espalda, aunque todavía adormilado porque la noche anterior te habías desvelado viendo una película en la televisión, a pesar de que tu mamá te decía cada cinco minutos ¡ya vete a dormir!, y ahora pagabas las consecuencias, niño necio, desobediente, y a lo lejos viste cómo se acercaba el camión con las luces encendidas porque aún no amanecía del todo, y entonces pensaste que, apenas estuvieras en tu lugar, te recostarías sobre el asiento para dormir tan siquiera una media hora, que era más o menos lo que el camión tardaba en llegar al Simón Bolívar desde tu casa, y el camión frenó y se abrió la puerta, y tú subiste a él y empezaste a caminar por el pasillo, pero de pronto sentiste algo así como un mareo repentino, como cuando, después de haber permanecido un buen rato de cabeza sobre tu cama, te ponías de pie y primero todo te daba vueltas y vueltas y vueltas, y luego se te nublaba la vista por unos segundos..., y es que te diste cuenta de que en aquel camión no iban los niños de siempre, algunos de los cuales eran tus compañeros de clase, sino sólo... niñas, puras niñas que te miraban asombradas, como preguntándose ¿y éste de dónde salió?, y volteaste y viste que a unos cuantos metros de ti, por el pasillo de aquel camión que no era el tuyo, venía muy quitada de la pena Maruca, la hermana de Miguel y Poncho, tus vecinos, y Maruca se sentó junto a otra niña, mientras tú, cada vez más avergonzado, buscabas dónde esconderte, hasta que al final del pasillo descubriste un asiento vacío y lo ocupaste de inmediato, y entretanto el camión ya había llegado a la esquina, y, en vez de doblar a la derecha, lo hizo a la izquierda y tomó una ruta desconocida para ti, ¡buena la habías hecho!, pero... ¿por qué, cuando te percataste de tu error, no le dijiste al chofer que te dejara bajar, que te disculpara, que ése no era tu camión?, el temor al ridículo -que de todas maneras ya estabas haciendo- te había impedido abrir la boca, ahora lo sabías y pagabas las consecuencias de tu orgullo y tu cobardía, niño, y apoyada la cabeza sobre la ventanilla, te dio por pensar que a lo mejor ya nunca más regresarías a casa ni volverías a ver a tus papás y tu hermanita, ni a tus tíos y tías, ni a tu primos y primas, ni a nadie conocido, porque una banda de robachicos te secuestraría y te llevaría a otra ciudad a pedir limosna apenas la directora de la escuela de niñas –porque tenía que ser directora, no director- te echara a la calle por tonto, y te dieron ganas de llorar, pero te contuviste, pues no querías que el ridículo que ya estabas haciendo se agravara aun más, y el camión transitó por calles y avenidas por las cuales tú nunca habías pasado, y conforme transcurría el tiempo, el miedo y la angustia crecían dentro de ti, y también las ganas de llorar, y por eso se te salieron algunas lágrimas, no muchas, pero eso sí, en silencio, y el camión recogió a otras niñas en diferentes puntos de la ciudad, hasta que, al fin, cruzó un portón rojo y se detuvo a un lado de una cancha de basquetbol, y todas las niñas comenzaron a bajar, una a una, del camión y a dirigirse al patio de aquella escuela para integrarse a su respectivo grupo y rendirle honores a la bandera, como se hacía todos los lunes en todas las escuelas, y tú, sentado en tu lugar, muy quietecito, las observabas a través de la ventanilla y te preguntabas ¿y ahora qué va a pasar?, y de pronto oíste que alguien se aproximaba por el pasillo, y volteaste y viste al chofer que te miraba con los ojos muy abiertos, y luego, sin decir palabra, corrió y bajó del camión, y al cabo de cinco o diez minutos una señora ya grande y muy seria, vestida toda de negro y con el pelo canoso recogido en un chongo parecido al que en ocasiones se hacía la abuelita de tu amigo Martín, subió al camión seguida por el chofer y caminó hasta donde tú te hallabas, y te preguntó quién eras, cómo te llamabas, qué hacías ahí, y tú únicamente atinaste a decirle que te habías equivocado de camión, que te perdonara, que no te echara a la calle, y entonces la señora se puso a regañar al chofer y a decirle que no entendía cómo no se había fijado que un niño -¡un niño!- se hubiera subido al camión de un colegio de niñas -¡de niñas!-, y el chofer, con la cabeza baja, sólo repetía una y otra vez no volverá a ocurrir, señora directora, no volverá a ocurrir, y luego la señora bajó del camión seguida por el chofer, y tú te dijiste que, si no te echaba a la calle, la señora aquella de seguro le hablaría a la policía para que te llevara a una correccional de menores, pero resulta que, al cabo de otros cinco o diez minutos, una señorita con una bolsa de plástico en una mano subió al camión, se sentó junto a ti y te ofreció un sándwich y un jugo que sacó de la bolsa de plástico, y tú aceptaste el jugo, pero no el sándwich, pues tenías mucha sed, no hambre, y luego el chofer subió de nuevo al camión, lo encendió y lo puso en marcha, y el camión cruzó el portón rojo y avanzó por una avenida dividida por un camellón muy ancho donde unos trabajadores estaban plantando unas palmeras, mientras la señorita te iba diciendo que no te preocuparas, que pronto estarías en casa, sano y salvo, y que un incidente como aquél bien podía sucederle a cualquiera, y poco a poco, con la presencia de aquella señorita tan linda y tan amable a tu lado, tú fuiste recobrando la calma y la serenidad, e incluso, cuando el camión ya se encontraba a unas cuantas cuadras de casa, te pusiste feliz feliz feliz porque súbitamente comprendiste que, gracias a aquella aventura, ya no tendrías que ir a la escuela ese día...
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Escritor totalmente desconocido, pero con un estilo sólido y adaptable a todas las necesidades habidas y por haber, ofrece su imaginación y sus servicios escriturales a aquellas personas ávidas de entrar, por la puerta grande, en el irresistible y glamuroso mundillo de la literatura. ¿Desea convertirse en el autor de una novela realmente exitosa, de un singularísimo libro de cuentos, de una plaquette de poesía inmarcesible..., y así ser admirado -y también envidiado- por críticos, reseñistas, “colegas” y aun lectores comunes y corrientes? Llámeme cuanto antes. Yo pongo la obra, usted la firma (el precio acordado incluye derechos de autor).
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   -¿Vas a ir a la fiesta de Pico? -No sé. -Rudy, sí. Me lo dijo Nena. -¿Y a mí qué? -¡Ay, sí! Ahora resulta que no te importa. -Cállate, estúpido. Mejor trata de salir de aquí. -No se puede. Mago bajó la ventanilla; luego reclinó su asiento y se recostó en él con los ojos cerrados. Intempestivamente, la cabina del auto se llenó de polvo. Entonces, Mago se incorporó, subió la ventanilla y volvió a recostarse. Afuera danzaron en el aire varios papeles y una que otra bolsa de plástico. Cuate estiró los brazos y las piernas, y bostezó; después prendió la radio. Anuncios. Cambió de estación. Más anuncios. Finalmente decidió apagarla.   Cuate alzó los ojos: una enorme mosca estaba posada sobre el parabrisas. El viento seguía soplando con furia. Cuate se adelantó en su asiento para observarla mejor. El insecto recorrió un tramo del vidrio, se detuvo en un punto y se frotó las patitas; luego emprendió el vuelo y se estrelló contra el parabrisas repetidas veces. Mago encendió un cigarro y se puso a hojear una revista que había sacado de su carpeta. -Dame uno, ¿no? -Tú tienes. -No, ya se me acabaron. -Compra entonces. -Ándale, nada más uno. -¡Qué bien friegas! –dijo Mago, y le extendió la cajetilla a su hermano. Durante un rato, Cuate se dedicó a echarle a la mosca el humo de su cigarro. Mago, por su parte, acabó de fumar el suyo, aventó la revista sobre el tablero y se dispuso a dormir. No había nada más que hacer.   Conforme el tiempo transcurrió, la fuerza y el empuje de la mosca disminuyeron. Ya casi no volaba para estrellarse una y otra vez contra el parabrisas; ahora más bien se dedicaba a vagar con extrema lentitud a lo largo y ancho del vidrio, como tratando de encontrar una rendija que le permitiera salir a la intemperie. De cuando en cuando zumbaba un poco.   Hacía calor, mucho calor. Un pequeño torbellino de polvo pasó bailando junto al auto, mientras a lo lejos una sirena de ambulancia empezaba a crecer como una ola. La cara y el cuello de Cuate se perlaron de sudor. Mago giró en su asiento pesadamente. -¿Ya? -No. -Carajo. -Ni modo. -¿Qué horas son? -Las tres. Cuate alargó un brazo, cogió la revista de Mago y la hojeó; luego se mordisqueó una uña y dirigió la vista al frente: la mosca proseguía deambulando de aquí para allá.   Cuando Cuate terminó de limpiar con un pedazo de papel los residuos de mosca que habían quedado embarrados en la portada de la revista, del auto de al lado descendió un hombre con el rostro pálido y convulso. El viento le alborotaba el cabello. Caminó hasta la banqueta de la avenida y se puso a vomitar; después se restregó la frente y la boca con un pañuelo y vio hacia donde estaba Cuate. Una expresión de horror concentrado saturaba sus ojos. Cuate se quedó mirándolo fijamente, como hipnotizado: le hacía recordar una película de monstruos y jorobados. El hombre guardó el pañuelo en el bolsillo trasero de su pantalón y regresó a su auto. En ese momento, la sirena de ambulancia chilló con más potencia y comenzó a alejarse poco a poco, como la resaca de una ola. Cuate se desabotonó la camisa. -Mago..., ¡Mago! -¡Qué quieres! -¿Me das otro cigarro? -No. -Por favor. -No. -Bueno, entonces...  -¡Entonces qué! -No, nada, sólo estaba pensando que a lo mejor no podré prestarte... -¡Métetelo por donde te quepa! -Está bien. Que conste, ¿eh? Yo sólo quería un cigarro, un triste y apestoso cigarro. -Sí, claro. Siempre quieres “un triste y apestoso cigarro”, pero ajeno. Así quién no. -Bueno, yo te iba a prestar... -¡Ya te dije. hazlo rollito y métetelo por donde te quepa! -¡No me grites! -¡Eres un idiota! Mago continuó dormitando en su asiento. Cuate intentó de nuevo oír algo en la radio. Anuncios. La apagó violentamente. Hacía calor, mucho calor. El viento seguía soplando.   Cuate giró la cabeza hacia la izquierda. Entonces vio que más allá de las hileras de autos se erguía, majestuoso, un edificio en construcción, de unos veinte pisos de altura, al que sólo faltaba ponerle algunos ventanales en la parte superior y pintarlo. Cuate se percató de que junto a uno de los muros laterales colgaban, a buena altura, dos albañiles en un andamio de madera. El sudor le bajaba por la frente hasta los pómulos. Cuate se lo quitó con el puño de la mano.   Aquellos albañiles apenas se distinguían a esa distancia. Uno llevaba puesta una gorra de beisbolista; el otro, un paliacate rojo amarrado a la cabeza. En medio de ellos había dos grandes botes de pintura. El andamio oscilaba ligeramente como un péndulo. Los albañiles se asían a las cuerdas que lo sostenían y pintaban con brochazos amplios el muro del edificio. Mago cambió de posición y murmuró algo ininteligible. Cuate bajó unos cuantos centímetros la ventanilla. Entró polvo pero no la subió. Tosió. En las alturas, los albañiles parecían niños balanceándose en un columpio.   Cuate notó que el albañil de la gorra intentaba pararse sobre el andamio, cuyas oscilaciones se habían vuelto más violentas y pronunciadas. De pronto, uno de sus extremos se ladeó. Una gran cantidad de pintura se vertió de los botes y produjo una mancha informe en la parte inferior del muro. La gorra del albañil voló por los aires. Entretanto, un lejano ruido de motores en marcha rasgó el silencio que imperaba en la avenida. Sin embargo, Cuate siguió sumido en la visión de aquellos albañiles que ahora trataban de equilibrar el andamio con maniobras apremiantes, desesperadas.   La pintura que quedaba en los botes se vació, agrandando la mancha que había surgido en la parte inferior del muro. La poderosa racha de viento que se había desatado momentos antes levantó una densa cortina de polvo que le impidió a Cuate seguir observando. Cuando se disipó, Cuate advirtió que los albañiles ya habían logrado bajar el andamio unos metros, pero como éste se ladeaba cada vez más y su loco vaivén no disminuía, les resultó imposible continuar tal operación. Los dos hombres empezaron a agitar los brazos en dirección a la avenida, como pidiendo auxilio. Repentinamente, la cuerda que sostenía el extremo ladeado se rompió. El albañil del paliacate cayó al vacío. El otro pudo asirse a la tabla que ahora pendía verticalmente de una sola cuerda. Así permaneció unos segundos. Luego cayó también. -¡Zas! –dijo Cuate.   Cuate se enderezó en su asiento, pues creyó oír un ruido de motores que aumentaba paulatinamente. Los autos de adelante avanzaron sobre el ardiente asfalto. Entonces, seguro de que al fin saldrían de allí, se desperezó, accionó la llave de la marcha y metió primera. -¡A casa! –gritó mientras aceleraba.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   ¿Está desesperado porque su condición de macho integérrimo le impide soltar una sola lágrima cuando padece un dolor físico o moral? ¿Desde hace mucho tiempo desea llorar a mares por cualquier cosa bella o conmovedora que presencie, pero simple y sencillamente no sabe cómo lograrlo? ¿Daría un pedazo de su alma por experimentar un súbito, espontáneo y liberador acceso de llanto incontenible? Inscríbase, ¡pero ya!, en nuestro curso “Desbloqueo de los conductos lacrimales por el método de la estimulación paroxística”, impartido por el profesor J., eminente oculista y psicólogo egresado de la Universidad de K. Comenzamos en enero. Cupo limitado.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  ¿Concibió una idea descabellada pero genial, y no encuentra a la persona que pueda escucharlo con la atención y el entusiasmo que usted se merece? ¿Sufrió un desengaño amoroso y no sabe a quién confiarle el dolor y la amargura que embargan su corazón? ¿Es víctima de una innombrable injusticia y necesita hablar con un alma gemela que le muestre comprensión y piedad? ¡Olvídese de su soledad y acérquese a nosotros! Disponemos de una impresionante plantilla de oidores profesionales que le harán la vida más llevadera. Aproveche nuestra promoción de invierno y obtenga dos horas por el precio de una.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá ¿Padece frecuentemente desórdenes estomacales, dolores de cuello y espalda, agotamiento físico e intelectual? ¿Su salud se ve eclipsada de tanto en tanto por ataques de migraña, asma o ansiedad, o por episodios depresivos? Recuerde a Novalis: “Toda enfermedad es un problema musical. Toda curación es una solución musical.” Diseñamos para usted los programas y recitales más acordes a sus males y requerimientos. ¡Ya no se resista a los dones curativos de una cantata de Bach, un concierto para piano de Mozart, una sinfonía de Beethoven...! ¡Abra los oídos y dé a su cuerpo y espíritu lo que piden a gritos!
Por Roberto Gutiérrez Alcalá ¿Es usted una de aquellas personas que se dan de topes cada vez que deben redactar un memorándum para sus empleados, una carta de negocios para sus clientes, un simple recado para su secretaria? ¿O es un incipiente novelista cuyo impetuoso cauce poético en ocasiones queda atascado por culpa de esas dos malas yerbas: la sintaxis y la ortografía? Ya no se preocupe. Somos expertos en enderezar toda clase de escritos retorcidos y poner en su lugar cualquier acento fugitivo, cualquier coma indómita, cualquier punto final rejego. ¡Háblenos cuanto antes! Le brindamos una solución a sus problemas prosísticos. Seriedad absoluta.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  Joven escritor cuasi inédito pero íntegramente desilusionado e iracundo por el ninguneo que los mandamases de casi todas las casas editoriales del país le han propinado de feo modo desde el inicio de su carrera ofrece, para su publicación inmediata en cualquier objeto impreso (libro, revista, periódico, volante o cartel publicitario), un rico surtido de textos bellamente concebidos, escritos y pulidos a mano: poemas de amor y filosóficos, cuentos breves, de misterio y terror, crónicas de la vida cotidiana, agudos aforismos... Interesados, llamen sólo por las tardes o dejen mensaje en contestadora. Trato directo, sin agentes literarios de por medio. 
Por Roberto Gutiérrez Alcalá ¿Se siente realmente harta de que cualquier adversidad, por insignificante que sea, desate en usted un llanto desconsolado, hondo e histérico? ¿Sueña con tener un control absoluto sobre sus emociones y enfrentar, impertérrita, toda clase de calamidades y tragedias? ¿Pagaría cualquier precio con tal de conservar sus ojos totalmente secos, libres de lágrimas, aun cuando la más profunda tristeza sofocara su ser? Inscríbase, ¡pero ya!, en nuestro curso intensivo “Bloqueo e inhibición integral de los conductos lacrimales por vía catatónica”, impartido por el profesor J., eminente oculista y psicólogo egresado de la Universidad de K. Comenzamos en febrero. Cupo limitado.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   ¿Sus expectativas de vida han quedado truncadas por la súbita aparición de una pavorosa enfermedad incurable? ¿Es incapaz de disfrutar cualquier momento de su existencia a causa de una fría y tenebrosa depresión? ¿Ha llegado, al fin, a ese punto de quiebre donde todo, absolutamente todo, carece de sentido? ¡Ya no sufra ni se angustie! Nosotros podemos ayudarlo. Contamos con el personal y el equipo técnico idóneos para proporcionarle, sin traumas innecesarios, una muerte dulce, serena, indolora... Llámenos de inmediato y permítannos ofrecerle el plan que más se ajuste a sus imperiosas necesidades. Abrimos fines de semana y días festivos.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   ¿Es usted una de aquellas personas que no pierden oportunidad de decir algo -lo que sea- acerca de cualquier tema o tópico que les salga al paso en una reunión de trabajo, de amigos o de familia? ¿Apenas se halla en compañía de algún conocido (o desconocido), experimenta la impostergable necesidad de hablar hasta por los codos? ¿Su frenética incontinencia verbal ya le ha causado más de un intensísimo dolor de cabeza? ¡Cálmese! Nosotros le enseñamos a saborear las mieles del silencio... Búsquenos ahora mismo y sea capaz de mantenerse herméticamente callado aún bajo las circunstancias más tentadoras. Resultados garantizados.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Mi esposa y yo estamos sentados a la mesa en un restaurante italiano, en compañía de una veintena de individuos a los que acabamos de conocer por mediación de nuestro hijo, que trabaja con la mayoría de ellos en una empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército. El dueño y director de esta empresa nos ha invitado a comer para celebrar su exitosa participación en una feria de la aviación que durante tres días estuvo abierta al público en uno de los hangares del aeropuerto internacional de T. Frente a nosotros se encuentra una pareja –marido y mujer-, más o menos de nuestra misma edad, que comienza a hacernos plática para que nos integremos poco a poco al resto de los comensales. Pronto nos enteramos de que son padres del joven que le propuso a nuestro hijo trabajar en la empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército, y de una muchacha de dieciséis años, que se halla en una de las cabeceras de la mesa. Para corresponder a su gentileza y amabilidad, nosotros les informamos que, además del varón, tenemos una muchacha de dieciocho años, que no vino porque tenía que asistir a una obra de teatro como parte de sus deberes escolares... La conversación transcurre con facilidad, aunque a veces se instala entre nosotros un silencio pesado, denso, que, según mi percepción, se prolonga más de la cuenta... Y como suele ocurrirme en este tipo de circunstancias, me pongo tenso y experimento una gran incomodidad porque no sé qué más decir, qué más informar a estos dos sujetos a los que nunca había visto. Por fortuna, la mujer es quien salva, una y otra vez, la situación, al comentarnos que en este sitio sirven una sopa de mariscos exquisita o que a su marido le gusta jugar tenis los fines de semana o que su hijo va a votar por el candidato equis en las próximas elecciones... Un mesero nos entrega el menú y pregunta qué vamos a beber. Mi esposa pide una limonada; yo, una naranjada con agua mineral, sin hielo. La pareja se decide por una cerveza clara (ella) y otra oscura (él). Al rato nos enteramos, por boca del hombre, de que es el contador de la empresa donde trabajan su hijo y nuestro hijo. La mujer nos acerca el canasto del pan. Le damos las gracias. Yo tomo un pedazo de pan recién salido del horno, lo mojo en una mezcla de aceite de oliva y vinagre balsámico y, mientras me lo meto en la boca y lo mastico lentamente, abro el menú y me dedico a leer las sugerencias del chef. Sin embargo, un instante después escucho que el dueño y director de la empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército ha pedido varias fuentes de ensalada y de espagueti para todos. Ante esto no hay nada más que hacer. Por eso cierro el menú, levanto la mirada y, con cierto horror, me doy cuenta de que debo decir algo, lo que sea, si no quiero parecer desdeñoso, o grosero, o incivilizado, o... Una vez más, la fortuna acude en mi auxilio: mi esposa hace un comentario acerca de la feria de la aviación que recién hemos visitado, lo cual me exime, por el momento, de pronunciar nada. La mujer la secunda, diciendo que es la segunda ocasión en que la empresa participa en ella, y que, por lo que se vio, ésta, la empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército, donde trabajan su hijo y nuestro hijo, va viento en popa... El mesero se acerca con una charola en las manos, deposita sobre la mesa cada una de las bebidas que le pedimos y se aleja. Yo levanto mi vaso de naranjada con agua mineral, sin hielo, y le doy un trago al tiempo que acuden a mi mente toda clase de ideas suicidas. Al cabo de, digamos, medio minuto, sonrío imperceptiblemente, para mis adentros, como se dice, pues me percato de que estas ideas han hecho que me sienta menos tenso, menos incómodo... Entretanto, la mujer ha seguido hablando... Cuando vuelvo a ponerle atención, creo entender, no sin dificultad, que se está refiriendo a alguien que “ha demostrado tener una enorme capacidad para responder a sus adversarios”, o algo así. El mesero regresa con una bandeja que mantiene a la altura de su cuello, la baja a la altura de su vientre y deposita sobre la mesa una fuente de ensalada de lechuga con trocitos de tocino y queso de cabra, y otra de espagueti a la boloñesa espolvoreado generosamente con queso parmesano. Más allá, a la derecha de donde nos hallamos mi esposa y yo, el dueño de la empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército, donde trabajan nuestro hijo y el hijo de la pareja que está sentada frente a nosotros, levanta su copa de vino y en voz alta nos dice “¡salud!” a todos los presentes. “¡Salud!”, le respondemos al unísono, y sonreímos, y levantamos nuestras respectivas bebidas y nos las llevamos a la boca. Apenas deja su cerveza junto al plato encima del cual piensa servirse una porción de ensalada de lechuga con trocitos de tocino y queso de cabra, y otra de espagueti a la boloñesa espolvoreado generosamente con queso parmesano, la mujer retoma el hilo de su disertación. Entonces, no de inmediato, pero casi, comprendo que la persona a la que le ha reconocido tener “una enorme capacidad para responder a sus adversarios” -así como otra serie de cualidades morales y ciudadanas, de acuerdo con lo que estoy oyendo ahora mismo- es nada más y nada menos que el presidente de la República en funciones, el jefe de la nación, a partir de lo cual empiezo a experimentar una oleada de calor muy intenso que me sube desde la columna vertebral hasta el cerebro. Mi esposa desliza una mano sobre mi muslo derecho y me da unas ligeras palmaditas para que me tranquilice. Yo respiro hondo, cierro los ojos y trato de irme a otro lado con mi imaginación: a una extensa, verde y olorosa campiña suiza, al estrecho y silencioso sendero de un bosque noruego, a la cumbre nevada de una montaña en los Alpes. No obstante, como la mujer continúa exaltando las virtudes del primer mandatario, del Gran Tlatoani, de repente sé que no puedo ni quiero tranquilizarme, y empuñando bruscamente el cuchillo que me corresponde, empujo hacia atrás la silla donde he permanecido sentado los últimos veinte minutos, e intento ponerme de pie, pero no lo logro porque alguien –quizá mi esposa, nuestro hijo, el hijo de la mujer y del hombre, o algún otro empleado o familiar de alguno de los empleados de la empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército, con los cuales estamos reunidos en este restaurante italiano para celebrar su exitosa participación en una feria de la aviación- se abalanza sobre mí y me inmoviliza en medio de una cascada de gritos histéricos.

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