Hace noventa y seis años murió Franz Kafka
Publicado en Jun 03, 2020
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Por Roberto Gutiérrez Alcalá
 
Antes de morir a los cuarenta años, Franz Kafka le escribió una carta a su amigo Max Brod, en la que le pedía quemar, a la mayor brevedad posible, todos sus manuscritos, diarios, cartas, dibujos...
En esa misma misiva, Kafka reconocía la valía de tan sólo un puñado de sus obras: La condena, El fogonero, La metamorfosis, En la colonia penitenciaria, Un médico rural y Un artista del hambre. Sin embargo, no quería que ninguna de ellas fuera reeditada; al contrario, deseaba que, con el tiempo, todas desaparecieran completamente de la faz del planeta.
Se ha discutido mucho si Kafka le pidió este favor precisamente a Brod porque sabía que éste sería incapaz de llevarlo a cabo… En todo caso, Brod no cumplió los deseos de Kafka y, así, preservó y dio a conocer al mundo entero algunas de las obras más significativas de la literatura del siglo XX: las novelas El proceso, El castillo y América, los relatos De la construcción de la muralla china, Descripción de una lucha e Investigaciones de un perro, entre otras, así como los Diarios del escritor checo, su Carta al padre y sus Cartas a Milena Jasenská y Felice Bauer.
Kafka, cuyo destino, según Borges, fue transmutar las circunstancias y las agonías en fábulas, nació el 3 de julio de 1883 en Praga, ciudad que en esa época pertenecía al Imperio Austrohúngaro.
La imagen que de él se tiene es la de un ser melancólico y atormentado, pero el mismo Brod se encargó de echarla por tierra en la biografía que le dedicó. En ella se lee: “Con renovada experiencia he advertido que los cultivadores de Kafka, que sólo lo conocen a través de sus libros, tienen una imagen totalmente falsa de él. Creen que también su trato debió haber resultado triste, desesperado, Todo lo contrario. Le hacía bien a uno estar con él. La plenitud de sus pensamientos, que exponía casi siempre en tono festivo, lo convertía al menos –y me refiero únicamente al grado más bajo– en una de las personas más interesantes que he conocido, a pesar de su modestia y de su calma.”
Eso sí, la relación de Kafka con su padre siempre le infundió inseguridad y miedo. Y Hermann, por su parte, un hombre alto, fuerte y seguro de sí mismo, siempre lo trató con menosprecio, cuando no con indiferencia.
El mismo Kafka contaba que, al publicar su segundo libro, Un médico rural, y llevárselo a su padre, pues se lo había dedicado, éste únicamente dijo: “Ponlo sobre la mesita de noche.”
En agosto de 1917, semanas después de haberse comprometido en matrimonio por segunda vez con Felice –a quien había conocido en 1912 en casa de la familia de Brod–, Kafka se enteró de que padecía tuberculosis. A partir de esa fecha comenzó para él un largo y penoso peregrinaje por diferentes sanatorios.
En julio de 1923, durante unas breves vacaciones en un balneario alemán, conoció a Dora Diamant, su último amor. Más tarde viajó a Berlín, donde vivió en compañía de ella.
El 16 de marzo de 1924, Kafka regresó a Praga para vivir con sus padres, pero su salud se agravó, por lo que fue llevado a un sanatorio de Viena. Como su estancia en éste resultó desastrosa (incluso tuvo que permanecer acostado junto a un moribundo varios días), Dora y otro amigo de Kafka, Robert Klopstock, consiguieron al fin trasladarlo al sanatorio de Kierling, también en Austria.
El martes 3 de junio, luego de que Kafka le dijo a Klopstock que no se fuera de la habitación donde agonizaba, éste respondió: “No, si no me voy.” Kafka, entonces, declaró con voz profunda: “Pero yo me voy.” Poco después murió.
El cadáver de Kafka cubrió la distancia que separa a Kierling de Praga en un ataúd cerrado y soldado. Y el 11 de junio, a las cuatro de la tarde, se efectuó su sepelio en el cementerio judío de Strachnitz, ante una nutrida concurrencia (en 1931, su padre fue enterrado en la misma tumba; y en 1934, su madre).
Uno de sus aforismos dice: “Hay una meta pero no hay camino; lo que llamamos camino es vacilación.”
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