• abel nicolas montenegro
singular
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  • País: Argentina
 
Hay cosas que encubriéndolas se desnudan. e, sentenció: “quien quiera ver, que vea”…
Por fin los demonios cruzaron la linea. Por milenios aguardaron con infernal impaciencia el conjuro. Ahora quieren, pero no pueden echarse atrás.
Dolores cada vez más seguidos y fuertes. Hubiera preferido no emitir un solo quejido, para evitar exacerbar algunos ánimos rondantes.  Pero no puede. Debería –como maldice la Biblia-, parir los hijos con dolor. Y en ella, el dolor es ya desaforado, pero no por el parto mismo, sino porque una vez parido, no tendra más en su vientre a esa criatura. Piensa que fuera de su vientre ese diminuto ser quedaría desprotegido. Rostros que la reciben como un botín. Quizás llora por eso o porque quiere juntar su llanto al de su criatura, así prolongar un poco más la unión. Pero se la llevan, mientras ella queda ahora sí, definitivamente abandonada.  El silencio se chupa los pasos marciales. También, de rehén, al llanto amado. Oscuridad. Ella vaciada y vacía. Piensa que todo macabro acontecimiento tuvo su origen en el único momento en el que Dios se distrajo de nosotros, en el único momento en el que Dios padre se quedo sin respuesta cuando el hijo del hombre le reclamo: ¿¡Padre, por qué me has abandonado!? ¡Si tan solo hubiese podido verlo! O al menos, a alguno se le hubiese escapado algún comentario. Pero nada. Intenta llenar tanto vacío con varios nombres, de varoncitos, de mujercitas. Piensa que los ángeles no tienen sexo. “¡Mi angelito, mi angelito!” Se la chupó la definitiva impunidad.
PRESENTE CONTINUO.             De todo el departamento, lo que más la cohíbe es el mayestático mobiliario, iluminado tenuemente por las mortecinas luces de unas lámparas sostenidas por graciosas estatuillas de pálida porcelana, especies de desnudas divinidades venusianas que, en eróticas poses, emergen de entre toda esa caoba como ninfas regidoras de un selvático gineceo y prestas a revelarle la ubicación de las avenidas secretas que se rielan por entre toda esa minuciosa como portentosa ebanistería. Ella siente que viene a integrarse a un mundo sensual como una pupila novel e inexperta que, dicho sea de paso, era la condición exigida que la aventuraba en ese sitio.           Abajo había quedado el automóvil que la condujo desde la agencia de compañías. Cuando traspasó la bruñida cancel del edificio todavía escuchaba el ronronear suave y acompasado del motor, ahora seguramente silenciado, aguardándola junto a un inexpresivo chofer el tiempo que, “a placeré” del cliente, le demandara el trámite. El trayecto vertical del ascensor le revolvió el estómago, “¿o serán los puros nervios?”, pensó. Un último y apurado repaso de su silueta atrevida en un espejo lateral, la envalentono. La cuestión es que ya estaba constituida en la dirección señalada- la puerta semiabierta del departamento lo ratificaba-, y enfundada además en el uniforme de colegiala prescripto. Entendía que bajo ese cielorraso de texturas barrocas comenzaría a abrirse un camino, a forjarse un destino con su cuerpo como con un machete. Nadie la había ayudado desinteresadamente hasta allí; no esperaba tampoco un auxilio vocacional de allí en más. Cuando era chica, bajo la incuestionable excusa de colaborarla con la compra de algunas empanadas, loterías o periódicos que ella ofrecía en las estaciones de servicio, varios violadores de niñas o babosos vejetes se le arrimaban visionando el sumo carnal pronto a florecer debajo de esa flacura y de esos trapos percudidos; hasta alguno le extendía un caramelo confianzudo y se animaba a una caricia rápida como para no levantar suspicacias entre los circunstanciales concurrentes. La abuela, que la criaba en ese entonces, le había pronosticado estos peligros pero, cuando un día le buchonearon  que la nieta subía y bajaba de ciertos automóviles, solo le dijo: “cotícese bien mijita”.           En esas cuentas y proyecciones andaba cuando la figura de un hombre entrado en años como en calvicie se le reveló.  Contra su instintivo gesto de sorpresa, nada pudo hacer. A pesar de lo advertida del aspecto físico de estas gentes, fantaseó. “¡Qué estúpida!”, se reprochó in mente, por eso de inmediato ciniqueó una sonrisa. El hombre, con el aplomo que le confieren encuentros anteriores de similar talante, la semblanteó con unos ojos tan severos como inspectores. Gruño luego un insulto satisfecho: la mercadería que recibía correspondía a la descripta y fotografiada en el internet. Sin más preámbulo que el relatado, la tomó del cuello como se toma a un objeto o a un animal pequeño; era sin duda el mal trato acostumbrado que le concedía su dilatada solvencia monetaria. “Mejor así”, ponderó ella. Es que se sabía portadora de un hermoso culo, pero… como le aconsejaron por ahí: “no hablés”, portadora también de un necesario silencio. En lo posible, debía callar, balbucear apenas una que otra respuesta lacónica, para no delatar viejas inasistencias obligatorias a las escuelas, como si ese detalle importara mucho a esos consumidores oscuros. Por eso quizás, dejo hacer a esa palma de largos y huesudos dedos, semisecos por el tiempo, entornarla con un frio y un desprecio que le horadaba único desde la base de la nuca hasta crecerle y duplicársele hacia la planta de los pies. No eran las tenues ninfas las que la guiaban a través de los amazónicos ambientes, sino el brazo imperativo de esa bestia, de ese amo y señor de esas junglas. Desembocaron en una habitación espejada en foco a una amplia cama. Allí la tumbaron y, entre furores e improperios, la despojaron. “¡Tanto producirse para nada!”. Algunas prendas de su uniforme habían quedado desgarradas por el suelo. Las manos de ese hombre, mientras tanto, la palpaban y la estrujaban con voluntariosa torpeza, maniobrándola hacia gimnasticas posiciones, como si ella fuese una muñeca invertebrada, una muñeca de trapo, a la que en arranques eufóricos asía de los pelos y obligaba a ahogarse en el sexo, ese que luego le pistoneaba dentro. En lo que iba de todo este vértigo lujurioso, adivinaba que, convenientemente camufladas por ese colosal espejado, múltiples cámaras los retrataban y, quizás también, uno que otro pervertido o pervertida, se extasiaba en la escena: suertes de escribanos o testigos para que certifiquen con esas lentes y con los propios ojos, el degüello de la presa en ese acolchonado centro de inmolaciones. Advertida y todo de estas inclinaciones retorcidas, reconoce que se quedó corta de percudida imaginación. Entiende que el montaje de ese escenario y la lascivia de ese amo estertórico y en trance orgiástico, exigen mayor teatralidad de su parte, tanto en los gestos, como en los gemidos de desgarramiento. La representación de virgen sometida debía ser la justa y necesaria pues, una sobreactuación de ese papel podría ofender la virilidad de ese macho cabrío. Lejos de su ánimo esta propiciar el más mínimo reproche hacia sus fiolos. Uno de ellos, alguna vez, la sargenteó por una orden no acatada y, con dos soberbias cachetadas, corrigió, tanto esa, como otras futuras indocilidades. En ese entonces, como ahora, hubiera querido correr, escabullirse de esa selva, quizás defenderse y, por qué no, atacar, clavarles las uñas y los dientes donde más les duele, arrancárselos y mostrárselos flácidos y desangrados entre las muelas; demostrarles que ella es un animal montaraz, y no un gatito domesticado o drogado para que los giles ensayen sus tiros; para que luego ostenten esas cabezas cercenadas de los cuerpos, como trofeos colgados en sus pulcras paredes, motivo para la conversación y la admiración de otros de igual calaña. Pero no. En realidad no esta drogada, no. Aturdida sí, y necesitada también. Aturdida de un pasado de indigencia y necesitada de un presente y de un futuro que venguen esa indigencia, como sea, y al precio que sea. No reincidiría ella en ese pasado precario heredado de sus padres que, a su vez, heredaron de sus abuelos. Dos o tres generaciones de pobreza y desempleo; dos o tres generaciones remontadas por esporádicos períodos de dádivas y migajas gubernamentales; de un rudimentario presente continuo, sin las proyecciones que definitivamente necesitan los hombres para abordar el porvenir. “¡Basta ya!”, grito de bronca y de guerra. Esta decidida a que en ella concluya ese martirio. No porque pretende hijos o una familia y ese afán de brindarles bienestar, sino por ella misma, por un egoísmo que le fue creciendo desde el vientre hambriento de su madre, por darse los gustos que se le negaron, por haber estado vendiendo, peleándole al peso diario en vez de estar jugando y divirtiéndose como debieran los niños. Y por esa saliva insípida que tragaba cuando las empanadas que vendía se desarmaban en paladares ajenos. Por todo ese resentimiento encostrado en su vida y del que no tiene culpa, sino del que es victima. No entiende quizás, que no escapa del flagelo, sino que deriva en otro y en otro y en otro, como cajitas chinas, todos hijos de las pobrezas. ¡Las vejaciones y los crímenes de las pobrezas y sus sicarios! De esos tipos que embaucan y, ya electos, roban a sonrisa pelada sobre nuestra hambre. De esos otros que ofician condolidos sermones de consuelo y de resignación, en vez de inflamar hacia la rebelión, hacia un orden más equilibrado y justo, es que… esos no son caracteres de este mundo, sino vacuos genuflexos hacia otros reinos y funcionales a éste, el de los cesares. También por aquellos que no enseñan enseñando; por los que desinforman informando; por  los que pretenden hercúleos monumentos a cambio de raquíticos salarios; por este tipo, tan adinerado como perverso, que holla en la necesidad, irrumpe y corrompe. Por los mismos pobres que no aceptan que alguno de ellos gambetee todo este fango. ¡Pobrezas y proliferaciones de sus sicarios! Jamás volvería a ese pasado. No sería como su abuela, a la que la endosaron unos padres tan jóvenes como indolentes, que la engendraron debajo de alguna tribuna o en alguna casa abandonada a la hediondez de orines y de mierdas, mal posicionados y seguramente a las apuradas, una cojida mal hecha, tan solo para calmar los ardores del cuerpo. Luego descubrirla asustados en los primeros mareos y los vómitos reiterados. Después el huir el uno y quedar la otra. A ninguno culpa ni reprocha. Más bien entiende, porque quizás el uno no podría sustentar la comida diaria, y eso quiebra como hombre y, en ese caso, mejor tomarse el buque; y la otra, que la rema hasta unos meses después del parto, quizás hasta el fin de la lactancia y allí delega en su madre, la función de madre. Solo un par de adolescentes insufribles, con la atenuante de la edad y de apaciguar las voluptuosidades de la carne y nada más, que por cierto, sabemos todos, tienta por lo débil.           Pero ella esta allí, bien posicionada y nada gratis, aunque si quisiera apurada. No teme que las enfermedades propias de esas labores le oscurezcan el cuerpo y el futuro. ¡Es que de oscuridades viene! No es consciente de que su cuerpo ira declinando con el tiempo, acelerado su deterioro seguramente por el desvelo de los sucesivos hombres. Torpemente calcula que ya estará a salvo en la otra orilla, disfrutando de belleza y juventud, de juegos infantiles y de las ricas empanadas de su abuela, con su abuela. “¡Pobre viejita!”. Pero en fin… estas son amarguras del futuro, no se la adelantemos aquí. Por ahora, que ese cazador rijoso y cabalgante obtenga su trofeo, y que ella, aún conserve su ilusión.  
La Bella propició el duelo entre un Sanguinario Pirata que solia complacerse en arrancar con su garfio los ojos de sus esclavos, y un Tirano de una remota isla que se ufanaba bebiendo en su honor la sangre de los degollados de su pueblo.Quisieron los dioses que, tras singular combate, ninguno se sacara ventaja. Se les concedió a ambos, en virtud del valor demostrado en el fragor de la lucha, el privilegio de matarse uno al otro como les complacía deleitarse.Un pueblo y un manojo de esclavos sentenciaban a cada instante: "¡Alabada sea la Bella, por siempre lo sea!".
Los demonios proveyeron a la Bella con la perdición de besos fatales. Ese aliento ganó muchos valientes varones para los infiernos. Pronto llego una mujer, y otra, y otra... y otra. Al final solo bellas mujeres eran deportadas a las sempiternas llamas.- ¿ Y los hombres qué?-, le preguntaron los emisarios de Mefistófeles.- El sexo de las almas es irrelevante para los intereces del Maligno,- argullo la Bella- en cambio aquí, en este mundo, me es más importante para mí la veneración de los machos, que la indiferencia o la competencia de las hembras. 
Cuando por fin termine de armar el rompecabezas de su gran grieta de amor, irremisiblemente se juszgará destruido.
Caperucita refunfuña soezmente contra su abuelita. Esta le negó la trascendencia folclórica al tejerle una capa amarilla
“Me la juego, de verdad que ya me la juego”, se animó. La hora era propicia pues la concurrencia de la gente era escasa y esa semi penumbra que preanuncia la noche le permitía cierta licencia para moverse, para acercarse y, como quien dice, copar la parada. “Aparte”, pensó, “quien me conoce en esta ciudad”. Cruzó la calle. Se demoró en el cancel, un poco para tomar aire y confirmar su decisión y otro por temor a ser cuestionado por su edad. Unos minutos más ahí, hubieran llamado la atención y, lógicamente, eso era lo que menos quería. “Cuanto más natural la cosa, mejor”. Lo recibió una vieja, o al menos ese aspecto tenia. Sintió un poco de desilusión y hasta de asco. Su rechazo le valió un insulto farfullado. Se izo el desentendido, el que no oyó. Por lo menos no lo frenaron como en otros lugares. Más adentro, una penumbra rojiza lo invadió. Sobre un amplio sofá un par de chicas lo invitaban a sus cuerpos. Primero accedió a un par de whiskys y luego a una de ellas. Mucho aturdimiento y un sentimiento de insatisfacción lo invadieron de regreso. Tardó en dormirse, por eso la madre le reclamó enérgicamente su presencia en el almuerzo. Lo poco que comió lo hizo de mala gana. Algo de música lo distrajo durante unas horas de la siesta. Pero… para que seguir esquivado el bulto. No había usado condón. “Por el alcohol, por arrecho, por pelotudo”, se hostigaba. Ella le propuso, él no quiso, ella acepto. “¿Porqué la muy puta aceptó?, ¿qué sabe ella de las enfermedades que puedo tener? A la hija de puta no le importó, porque de seguro tiene todas las pestes”. De este talante eran los planteos y las respuestas que lo sufrían. Pensó buscarla y preguntarle - con cara de chivo compungido como para inspirar lástima-  por su salud. “¡No, si que te va a contestar, que se esta pudriendo en sida! ¡Sos un pelotudo!”, se burló un amigo. “Esas minas están jugadas, les importa un huevo todo”, declaró otro. El sentido común le dictó ver a un especialista. La vergüenza o lo que fuese, le impuso una consulta telefónica. No mintió nada, hasta se explayó en detalles irrelevantes. Tampoco le mintieron. Prueba de ello es la extremada palidez que tanto preocupó a la cajera encargada de las cabinas. “No es nada”, enajenado, como perdido, se defendió él, quizás de la pregunta de la cajera, o quizás de la respuesta telefónica. Muy a su pesar, tendrá que obligatoriamente esperar unos meses para hacerse unos análisis dilucidatorios. Pero si por él fuera, se la juega, de verdad que ya se la juega.
“Me la juego, de verdad que ya me la juego”, se animó. La hora era propicia pues la concurrencia de la gente era escasa y esa semi penumbra que preanuncia la noche le permitía cierta licencia para moverse, para acercarse y, como quien dice, copar la parada. “Aparte”, pensó, “quien me conoce en esta ciudad”. Cruzó la calle. Se demoró en el cancel, un poco para tomar aire y confirmar su decisión y otro por temor a ser cuestionado por su edad. Unos minutos más ahí, hubieran llamado la atención y, lógicamente, eso era lo que menos quería. “Cuanto más natural la cosa, mejor”. Lo recibió un vieja, o al menos ese aspecto tenia. Sintió un poco de desilusión y hasta de asco. Su rechazo le valió un insulto farfullado. Se hizo el desentendido, el que no oyó. Por lo menos no lo frenaron como en otros lugares. Más adentro, una penumbra rojiza lo invadió. Sobre un amplio sofá un par de chicas lo invitaban a sus cuerpos. Primero accedió a un par de whiskys y luego a una de ellas. Mucho aturdimiento y un sentimiento de insatisfacción lo invadieron de regreso. Tardó en dormirse, por eso la madre le reclamó enérgicamente su presencia en el almuerzo. Lo poco que comió lo hizo de mala gana. Algo de música lo distrajo durante unas horas de la siesta. Pero… para que seguir esquivado el bulto. No había usado condón. “Por el alcohol, por arrecho, por pelotudo”, se hostigaba. Ella le propuso, él no quiso, ella acepto. “¿Por qué la muy puta aceptó?, ¿qué sabe ella de las enfermedades que puedo tener? A la hija de puta no le importó, porque de seguro tiene todas las pestes”. De este talante eran los planteos y las respuestas que lo sufrían. Pensó buscarla y preguntarle - con cara de chivo compungido como para inspirar lástima-  por su salud. “¡Nooo, si que te va a contestar, que se esta pudriendo en sida! ¡Sos un pelotudo!”, se burló un amigo. “Esas minas están jugadas, les importa un huevo todo”, declaró otro. El sentido común le dictó ver a un especialista. La vergüenza o lo que fuese, le impuso una consulta telefónica. No mintió nada, hasta se explayó en detalles irrelevantes. Tampoco le mintieron. Prueba de ello es la extremada palidez que tanto preocupó a la cajera encargada de las cabinas. “No es nada”, enajenado, como perdido, se defendió él, quizás de la pregunta de la cajera, o quizás de la respuesta telefónica. Muy a su pesar, tendrá que obligatoriamente esperar unos meses para hacerse unos análisis dilucidatorios. Pero si por él fuera, se la juega, de verdad que ya se la juega. 

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