Y el cielo atardecía, pitándose de tonos anaranjados y rojizos, adornado por pequeñas bolas de algodón. La brisa suave y fresca acompasaba el canto de las aves, cada vez menos sonoros, alentando así a que una plácida serenidad se instaurara en el paisaje primaveral más cercano al veraniego de lo que debería. Las flores, tímidas, habían dejado de brotar con tanta intensidad viendo así, que habían llegado a su máximo esplendor. El cielo tintado de ese color rosado que tanto adoraba, se fue apagando con una lentitud propia del clima veraniego que se asomaba cada vez más cercano, y la primavera, dejaba paso poco a poco a su fiel compañero y amigo como cada año, dejando a su paso una colección de atardeceres propios del más puro arte que podría existir. Una etapa se cerraba aquella preciosa tarde de finales de abril, mediante un cielo rosado y un pesado suspiro. Porque al igual que los atardeceres, todo lo bonito tiene un fin.