La desilusión apagó el pensamiento; la martirizada esperanza continuó vagando en lo imposible, y las explosiones de un mundano tormento, se intensificaron con el recuerdo. Llovían rayos del cristalizado sol, y el cielo, que parecía el mar, transportaba vivientes olas, que no tocaban la costa porque no existía. Ella corría con el misterio de las afanadas aves, su cabello se confundía con la brisa que llegaba del mar, y la esencia que desencadenaba su mirada, ya no pertenecía a este mundo. Entonces le vi, acariciando la arena, dejándola impregnada con su aliento. Mi corazón latía con tal fuerza, que casi traspasaba mi pecho. Mi respiración se convirtió en un zumbido; mi alma casi huyó de esas cadenas que hace poco le había puesto, y mi expresión permaneció en el tiempo, donde todas las generaciones la contemplarían.   La instantánea enfermedad que creó ese inmisericorde amor, me transportó con la velocidad de un animal asustado y dejé de ver el rostro del paraíso. No sabía qué hacer. Mis pensamientos se clavaban como una flecha en cada sentimiento, que se consumía luego, dejando un olor a muerte, una mancha de olvido. Estaba pegado a esa mundana imagen, que más tarde, ella misma, se separaría de mí. Esa enfermedad me había transportado a mi casa. Observaba la puerta de la entrada, que se desprendía con cada segundo que impactaba en ella; las ventanas absorbían la humedad de la lluvia; las paredes crujían por su vejez, y los techos derramaban lágrimas. Estaba tirado en el suelo, sin llanto, sin dolor, congelado con mi disperso pensamiento en la profunda oscuridad, que consumía mi razón, convirtiéndome en un loco, en un asesino de esperanzas.   Me levanté, y vagué por el corredor, que ya se estaba bañando por la esencia de la reina de la noche, intentando acomodar las escenas, que hace pocas horas había vivido… o más bien, recordado.