Subía las escaleras cual alpinista trepa la montaña más alta. Con los ojos encrispados y esa característica mueca de resignación, Consuelo se encerró en el ático. 

Sus días de amante furtiva habían terminado. Nada le devolverá la sonrisa, ni cada minuto que le entregó a su amor pecaminoso, a ese "Adán", que con su seductor acento francés, le hizo morder la manzana prohibida. Ya no se encantarán sus ojos en la mirada profunda y penetrante de su amado, ya no más escapadas a media noche en busca del néctar de sus labios. No volverá a sentir el perfume de su respiración infiltrándose por su cuerpo, ni los robustos brazos envolventes como enredaderas, acariciando su espalda; La inyección de adrenalina que experimentaba cada vez que estaba a punto de ser descubierta...sin fin de cartas que no llegarán a destino, interminables charlas que jamás ocurrirán, las noches de luna llena que no contemplarán... todo, archivado en el baúl de lo nunca sucedido, desterrado a la realidad que jamás vivirá.

Soberbia y altanera, Consuelo había decidido ponerle fin a esa atracción obsesiva que la hacía doblegar ante la voz de lo prohibido. Esa lucha interna con el super-yo  le perturbaba los más recónditos pensamientos. Finalmente había tomado la decisión correcta. ¿Lo era? ¿Cómo saberlo? ¿Cómo estar totalmente segura de algo que puede ser trascendental en la vida de una persona? ¿Qué es la vida sino un puñado de momentos relámpago que pasan sin siquiera llegar a asimilarlos?

Firme e irrevocable, eligió "escapar por la puerta de servicio", ahogar cada resquicio de recuerdo, borrar su historia e inventar una nueva, diferente, huir de todo tipo de responsabilidad que significara hacerse cargo de sus actos. Prefirió exorcizar, que expresar; ocultar, que gritar; evadir, que asumir;  morir, que luchar. Se recluyó así a la que sería desde entonces, su eterna compañía: La soledad.