La iglesia del disimulo
Publicado en Aug 18, 2009
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LA IGLESIA DEL DISIMULO
¿Quieres o no perder tu virginidad? le preguntó violentamente y adoptando una pose casi sacerdotal, agregó: ¡si quieres hacerlo, antes tienes que tirarte una bomba, pero no cualquiera, tiene que ser una bomba mística!
Y así, casi jalándolo, como si fuera necesario frente a su débil resistencia, lo introdujo en un bar por cuya puerta pasaban.
Bajaron unas escaleras que grada tras grada se iban ensanchando, uno iba confiado, ingresaba a un lugar familiar y en el que todos lo conocían; el otro, asustado, al fin y al cabo sería su primera vez, nunca había visitado un establecimiento como ese y no sabía muy bien cómo debía actuar, dónde poner las manos, hacia dónde dirigirse, cómo parecer más hombre. ¡Esa noche tenía que parecer muy hombre!
Se trataba de un ambiente intencionalmente oscurecido. Desde una barra central en forma de herradura se dominaba todo el lugar, en el que imperaba un fuerte olor a aserrín mojado, tanto que casi podía sentirse en el paladar. Lo primero que vieron fue a un viejo encorvado con perfil de cuchillo al que parecía que lo único que respetaba, por ahora, era la muerte; era tan serio que parecía imposible que pudiera sonreír. Más allá se encontraba un evidente embaucador, fingiéndose santo, tratando de convencer a la chica que lo acompañaba de tomarse un trago exótico. ¡No te pasará nada malo, mamita!, era la manoseada frase que repetía a cada momento, falsa para cualquiera que la escuchara, inclusive para la joven, pues bien mirada, en su vestir, en sus gestos y en su dominio de la situación, había que concluir que ingenua no era, y quien sabe, el sorprendido termine siendo el que ahora derramaba gestos de conquistador.
Otra mesa era ocupada por dos parejas, por su actitud no podría señalarse con seguridad quién era pareja de quién, los cuatro se manifestaban muy animados y dispuestos a pasar una noche especial. Ellas acercaban entre si sus cabezas tirándose un poco hacia atrás, cada una buscando una muda complicidad en la otra y con las manos en el borde de la mesa como si quisieran ponerle límites al territorio varonil y ellos con los codos encima, con alguna precaución, pues cojeaba a pesar del papel doblado que el mozo, ahora invisible, había puesto debajo de una de las patas, los torsos hacia delante, sentados más bien en los bordes anteriores de las sillas, pretendiendo asaltar el espacio del que ellas retrocedían.
Mas allá cuatro hombres de diferentes edades habían abandonado la charla sobre fútbol y ahora sólo hablaban de mujeres, al comienzo burlonamente de las ansiosas y, después ya borrachos, de las traidoras, pero sólo de mujeres.
Todos los que compartían el lugar expresaban una rara mezcla de relajo y ansiedad, o mejor dicho, parecían buscar ansiosamente el relajo, con los codos sobre la barra o las mesas, en fila o en círculo, ordenados, cumpliendo un mismo rito, gesticulando, riendo, algunos gritando, siguiendo un mismo ritmo, una misma cadencia, mirando cada tanto hacia arriba del mostrador donde botellas, copas, vasos y la cabeza triste y disecada de un toro los observaban como guiñándoles un ojo y con ello renovando la eterna relación de complicidad y dependencia entre el licor, el heroísmo, la ebriedad y el olvido.
¿Dime será necesario? preguntó con la esperanza que le dijeran que no.
¿Qué cosa? ¿Tirarte la bomba o dejar la virginidad?
En realidad su amigo ignoraba que estaba más asustado de la posibilidad de llegar borracho a casa que de estrenarse en el sexo. Después de todo su madre se daría cuenta únicamente de la borrachea, salvo que una vez más ejerciera esa rara virtud de leer su mente mirándolo fijamente a los ojos, lo que desde niño no dejaba de asombrarlo. La recordaba innumerables veces lanzándole la frase "mírame a los ojos" y en todos los casos, sin excepción alguna, las pupilas de su madre obligándolo a entregar muy rápido y barata la verdad.
El escándalo y la tortura que le esperaban. Pero era preferible la indignación materna por la borrachera, con la esperanza que ello pudiera esconder el otro pecado. Después de todo ella siempre le había enseñado que el hombre, al igual que la mujer, debía ser piadoso y llegar virgen al matrimonio, que esa cualidad no era privilegio de las mujeres como todo el mundo creía. Su madre sentiría merecer el cielo si sus hijos llevaran una vida monacal. Llegar borracho a casa sería como traicionarla, es verdad, pero perder su virginidad era peor, era como matar sus ilusiones, para ella ese era el pecado con menos perdón. En fin, si lo de la borrachera era necesario para su amigo, que se le iba a hacer; pero rogaba que su madre no se diera cuenta de lo otro.
Los pasos que llegaban firmes y seguros, titubeantes se iban, luego de algunas botellas, al compás de la música de fondo que contribuía con el ritmo necesario para que todos los presentes hicieran exactamente lo mismo. Todos mentían con igual disciplina, desinhibían sus espíritus con similar rigor, curioseaban a los vecinos con la misma malicia y no faltaban hombres y mujeres que miraban la compañía ajena casi sin disimular su vocación de infidelidad. En suma, todos reían ruidosa y falsamente y se acercaban, cada uno a su manera, a ese estado de sopor que antecede a la embriaguez absoluta. En ese ambiente nuestro amigo seguía dudando, pero al igual que todos, orando en esa iglesia del disimulo.
Después de varias horas, ninguno de los dos sabía cuantas, salieron de allí ebrios, arrastrando su incapacidad de mantenerse en pie, uno, jurando que lo mejor era hacerlo borrachos, sin saber qué y el otro, rogando que su madre no se percatara del pecado, sin recordar cuál. En algún resquicio no ebrio de su mente sabía que esa noche no sería su primera vez.
                                                       Raúl Ramírez Vásquez
                                                       Lima, agosto de 2009
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Descripción

UN joven virgen es inciatado a emborracharse antes de perder la virginidad

Palabras Clave: virginidad borrachera bar

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



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