La soledad en un portaretrato
Publicado en Feb 02, 2013
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Estaba sentado sin poder dejar de mover el pie que mantenía sobre la rodilla. Ya había contemplado el reloj varias veces; la última, hacía unos segundos.
El portaretrato yacía enfrente, blanco. El pegamento había sufrido al desprender la imagen como sufrió mi corazón al arrancarla de raíz. Juré mantenerlo así, vacío. Nadie ocuparía un lugar tan importante, ni en mi sala, ni en mi vida.
Miré de nuevo el reloj y fruncí la boca. Era absurda la propuesta de José, insistía en presentarme amigas, en organizar reuniones y fingía que nada era premeditado ni acordado con el resto de sus cómplices. No aceptaba mi entrega a la soledad, ni el acuerdo que tenía con ella ni mi convicción de que era el mejor estado. 
Sonó el portero y las agujas me señalaron un pequeño cambio de ángulo. Forcé una predisposición que no tenía y me elevé acomodando la remera planchándola con las manos sudadas. La situación me ponía nervioso, estaba cansado de las jovencitas que sonreían demasiado y que eran fáciles de entretener. Pero renuncié a la aburrida mueca que me acompañaba desde hacía meses y dejé que me invadiera mi amigo con sus acompañantes.
La noche, no fue mejor que otras. El portaretrato fue tema de conversación en un momento y el motivo que desencadenó la necesidad imperiosa de rescatar a mi verdadera amiga, la soledad. Me había costado demasiado dejarlo en blanco y el hecho había significado el acto más heroico de mis últimos días. Pero no quería dar explicaciones, ya no.
Antes de cerrar la puerta, José me hizo una mueca de renuncia en su boca. Sentí que me tachaba con una gran  cruz; sin dudas, lo había defraudado una vez más. Él no comprendía mi decisión, ya no me entretenía lo mismo que antes y un par de piernas bonitas no eran mi perdición, ya no.
La mañana comenzó como tantas otras. Después del baño, desayuné en la gran mesada de la cocina contemplando por el ventanal del balcón, el despertar de la ciudad.  A esa hora, mi vecina, levanta la persiana y realiza su rutina. Se asoma embolsada en un pijama gastado, se sujeta de la baranda del balcón, contempla en las dos direcciones y por último; estira sus brazos desperezándose y formando una perfecta o con su bostezo. Después cuando ya me dispongo a salir, vuelvo a mirar hacia su departamento para cerciorarme de que no se olvide de regar sus plantas multicolores. Siempre la imagino conversando con ellas mientras castiga con su cola de caballo los helechos y los potus que juegan a enredarla. A pesar de todo, saber que alguien  mantiene rutinas que puedo describir tan precisamente me roba una sonrisa. Así, con una extraña mueca en mi boca, abandono mi departamento todas las mañanas; una desconocida me trasmite desde lejos, sin contacto, su alegría contagiosa. Y así me conformo, es suficiente.
En el ascensor, me encontré con el vecino del piso de arriba que no cambió su repertorio. Disculpas y más disculpas por los ruidos que ocasionan seguramente los tacos de su mujer. Le sonreí asegurando que no me molestan y ahorré la energía en dar más explicaciones de las que siempre doy. La inquilina del portaretrato era la de la mala cara y él no se ha dado cuenta que hace meses que ya no protesta, ya no.
Cuando llegué a la vereda, compré el diario en la esquina. El enojo aún callado del cielo  contrastaba con la blancura de los edificios y movilizaba a los peatones que decidían discutir por la apropiación de un taxi  en la parada. Esperé mi turno analizando el comportamiento de los humanos, parecían enemigos, bestias apuradas, atropelladas. El perfume me llegó primero, tomé aire exageradamente y luego busqué la fuente de tan exquisito aroma. La vi, estaba concentrada, como lo había estado yo, en los forcejeos y en las discusiones estúpidas que se desarrollaban a pocos metros. Volví a mirar después de cerrar los ojos para constatar de que era real y  estaba allí  dedicándome  una sonrisa cómplice. Ella comprendió que yo estaba tomando la misma actitud de sorpresa ante el maltrato que se desarrollaba enfrente. Le devolví la sonrisa cuando me percaté de que seguía siendo real y que tiraba de mi para compartir el próximo taxi.
Hablamos poco en el automóvil, lo suficiente para saber que vivía en el barrio, donde trabajaba y que estaba retrasada. Tenía una bella mirada, clara, iluminada, alegre; casi contagiosa. Sonreí cuando la dejé en la puerta de su local y gritó algo mientras desaparecía detrás de la ventanilla. Giré para adivinar sus palabras y sólo la vi doblarse hacia adelante conteniendo una carcajada. Lamenté no saber su nombre y después me convencí de que era lo mejor; ya no quería amistades nuevas, no me hacían falta; ya no.
Sin saber por qué, decidí caminar para regresar a casa. Por lo general, el trabajo me agota y lo primero que necesito es apoyar mi espalda en el asiento de un taxi mientras otro libra la batalla que se desarrolla en el asfalto a esa hora. Avancé por una dirección no acostumbrada y contemplé escenarios de mi ciudad que me resultaban desconocidos. El cielo, que había permanecido oscuro durante toda la tarde, pareció desplomarse cansado sobre mi. Entré en el primer negocio que divisé abierto y buscando la mejor excusa compré un paraguas. Intenté hacer tiempo mientras sacaba la funda plástica, miré la pantalla del celular que vibraba e ignorando la propuesta de José me aventuré a salir a la vereda. El viento arqueó mi paraguas ni bien lo abrí y una vez que volví a colocarlo en su posición una fuerte ráfaga volvió a desfigurarlo. Quedé sorprendido por la insistencia y por mi obstinación. Lo colocaba en la posición correcta y una nueva ráfaga me lo doblaba. Así, una y otra vez, permanecí detenido bajo el agua; sin sentir siquiera lo que me mojaba. La carcajada me resultó familiar entre el silbido del viento y aunque no la podía ubicar, su fragancia me envolvió desde la distancia.
Volvimos juntos, en el mismo taxi y aunque hablamos del tiempo y de las coincidencias no pude explicarme a mi mismo que hacía a unas cuadras de su trabajo.
Entre sueños, esa noche, José insistió en presentarme a una de sus amigas que bajo un paraguas deforme vestía un gastado pijama. Desperté sonriendo por la ocurrencia de mi inconsciente y contemplé el portarretratos en blanco, sin tristeza. La pava silbadora me alertó de mi demora y corrí hacia la ventana maldiciendo la lluvia que esa mañana le impediría a mi vecina salir al balcón. La insistencia del portero me sorprendió y cuando escuché la voz que regresaba, algo en mi interior se movió. Volver a verla después de meses me paralizó, el portaretrato pareció de pronto reclamar a su dueña y teniéndola entre brazos, pidiéndome perdón, miré hacia la ventana con la esperanza de ver un bostezo prolongado, aunque sea empapado. Mis brazos demasiados quietos sólo la rodearon, sin apretar y mis labios no la besaron por más que los de ella me rozaron. Me convencí, apartándola de mi cuerpo, de que quería soledad, sólo ella ocuparía el lugar en mi sala y en mi vida.
Caminé rápido hacia la esquina, iba demorado. Alguien agitaba los brazos desde un taxi, mientras mantenía la puerta abierta. Subí cuando la reconocí, llevaba la cola de caballo bien sujeta, su flequillo pegado a su pequeña frente  y una sonrisa enorme; los ojos estaban grises, tanto como la mañana. Algo sonó fuerte en mi pecho cuando me dijo como se llamaba y supe rápidamente que no me equivocaba. Soledad era lo que quería en mi portaretratos y seguramente luciría bien en mi sala, con su pijama gastada.
 
 
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Foto del autor Silvana Pressacco
Textos Publicados: 308
Miembro desde: Nov 16, 2012
1 Comentarios 347 Lecturas Favorito 2 veces
Descripción

A veces la solucin esta enfrente, cerca; slo basta con atreverse a salir de la coraza y mirar alrededor.

Palabras Clave: soledad cambios amor amistad vecina lluvia paraguas destino portarretratos

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos


Derechos de Autor: silvana pressacco


Comentarios (1)add comment
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antonia rico mendez

es precioso amiga un abrazo
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February 02, 2013
 

silvana pressacco

Gracias Antonia, un abrazo para vos
Responder
February 02, 2013

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