En una noche de tantas, mientras escribía como de costumbre,
Desde que yo tenia la edad de ella,
Mi hija se me acercó.
 
Dulcemente, la muy bonita, me sonrió,
Ojeó muy por encima lo que estaba escribiendo
Y sin hablar para no interrumpir, puso su mano en mi hombro.
 
Esta vez, yo, sin saber porque y sin excusas ni culpables,
Olvidé prácticamente lo que estaba escribiendo.
 
Ella, la muy divina, al notarlo me reprendió,
Me dijo que no distraiga mi inspiración
Y solicitó que si me era posible, intente ser más dulce.
 
Ahora, supongo que la muy astuta sabía exactamente,
Que yo, llegado a esa instancia,
Ya no estaba interesado en recordar lo que venía escribiendo,
Y que mi alma no tardaría mucho en consultarle,
a cerca de mi “dulzura perdida al escribir”…
 
Ella, la muy mujercita, savia y prudente, me estaba esperando…
 
Y así fue, así de fácil me condujo,
Tan hábil como discípula de su Madre…
 
Entonces yo, preso de ella
Dejé de escribir y le pregunté:
Crees que no soy dulce?
 
Ella me respondió con una pregunta:
¿Papá, a mi edad ya eras poeta?.
 
Y sin hacerme falta mas dialogo para asimilar,
Le dije: Si hija, solo a tu edad lo fui…
Y continué diciéndole:
Pero aun sigo siendo tu padre, dulce y mimoso,
Por lo tanto, si me abrazas bien fuerte,
Papá, hoy, deja de escribir…
 
Y la muy picara, me abrazó fuerte…
Y yo, que aun me creía poeta, dejé de escribir…