EL DESIERTO HUMANO-2da parte
Publicado en Apr 12, 2012
Prev
Next
Image
                   UNA IDEA FIJA
Juan Cruz, conocía  los problemas de su país pero tal como decía Sol, en su carta, no era lo mismo conocer  la miseria que sentirla, del mismo modo  que no era igual saber de la pobreza, que ser pobre, de modo que  si quería la verdad, debería experimentar él mismo, todos  los sufrimientos de esa gente.
Tenía que ponerse en contacto con ellos ya que  las estadísticas y los datos teóricos nada tenían que ver con sus vivencias. Si bien el  pueblo estaba sumido en  la ignorancia y en la miseria, esa realidad  nunca   había sido palpada de cerca  por los hombres del gobierno.
Poco  a poco y a medida que pasaba el tiempo, esa idea fue tomando fuerza hasta que logró darle  forma. Solicitaría permiso en el Ejército y   cruzaría   al  país  vecino, donde trataría de ponerse  en contacto  con  los  guerrilleros que habían cruzado hacia el Norte Y una vez que él hubiera averiguado  todo sobre ellos, volvería a su  territorio y se  emplearía como peón  rural para conocer sobre " la explota­ción del  hombre  por el  hombre" como  decía Sol.                          
Necesitaba cambiar su aspecto, conseguir ropa adecuada y dejarse crecer un poco más el cabello y la barba  para no ser reconocido, aunque ya  ha­cía varias  semanas  que no se afeitaba ni  iba al peluquero.
 Por primera vez, después de mucho tiempo, salió a caminar por su ciudad, observando detenidamente cada detalle. Su aspecto colonial, sus edificios, sus playas paradisíacas, sus hoteles de rango internacional, los niños descalzos y sucios que mendigaban por las calles, las mujeres que vendían cestos y  artesanías por monedas.  Y se asombraba. Era como si nunca hubiera estado allí.  Y también estaba la otra cara, la de los señores que bajaban de sus carros con chofer y las escuelas religiosas donde mandaban a sus hijos bien vestidos y cuidados, estaban los grandes bancos en donde depositaban su dinero los hacendados  y los industriales. Todo en ese maravilloso paisaje, empapado de  mar con  ese increíble cielo que pertenecía a todos.
Juan cruz, nunca había meditado sobre aquello, a pesar de que  todo  había estado allí, desde siempre.
Ahora veía a  la gente, con  sus diferencias y meditaba  sobre lo bien que vivían algunos, a costa del padecimiento de la gran mayoría. Por eso, cuando llegó a su casa, lo primero que hizo fue una nota al ejército para pedir un año de licencia por  motivos de salud   y por la mañana se presentó ante el jefe máximo, quien  no tardó en advertir su estado  de tristeza. Fue por eso, que enseguida le otorgó lo que pedía, pues sabía perfectamente los tormentos psíquicos a que estaba sometido, después de lo que le había tocado vivir. Él se  merecía  cualquier retribución.
Inmediatamente, Juan Cruz nombró a Pablo como su reemplazante y lo dejó con instrucciones precisas. 
Y no bien terminó de dar forma a su plan y de realizar los preparativos, salió dispuesto a atravesar la frontera hacia el sitio adonde sabía que estaban las fuerzas rebeldes.
 
 Cuando estuvo cerca  del  lugar, se hospedó unos  días  en un hotel y trató de  informarse de como llegar hasta las sierras. Después de una semana, con  la barba y el pelo crecidos, se vis­tió con harapos  para dirigirse hasta allí,  portando una bolsa con víveres y una manta sobre los hombros, ya que en  las montañas hacía  frío, por las noches.                       
Mientras caminaba de cara al  sol, Juan Cruz  sintió una paz  interior como  pocas  veces había sentido. Era como si María Soledad, se hubiera instalado en su alma y le diera fuerzas para continuar su camino. Pronto, el calor y el polvo hicieron irreconoci­bles  sus   facciones. Nadie hubiera podido  reconocer al famoso Coronel, en  ese vagabundo de aspecto cansado,  que  recorría de a pie, los montes.
Recién en  las  últimas horas del  atardecer avistó el campamento que buscaba y las dudas  acerca de si podían  reconocerlo le hicieron  temer por su vida. Pero siguió adelante, porque era el momento más ansiado y no podía flaquear.
Cuando divisó sus tiendas, vio que algunos fogones ya estaban encendidos. Y al acercarse, los hombres comenzaron a murmurar entre ellos hasta que el silencio se hizo lar­go y pesado, a medida que él se acercaba. Fue justo cuando  uno de ellos se adelantó y lo indagó:
- ¿Quién eres? ¿Qué haces a estas horas por estos sitios? ¿No sabes que son peligrosos?
-Quiero cruzar la frontera hacia el sur ¿Acaso yo voy por el rumbo correcto?- preguntó, para tratar de confundirlo.
--Sí, amigo. Pero mejor que no te atrape  la noche por esos lados.
- ¿Falta mucho para llegar? -insistió
-- No mucho. Pero mejor quédate aquí y continúa tu camino por la mañana.-le aconsejó el joven
--Gracias muchacho. Quisiera beber un poco de agua.
-Acomódate junto al fuego y comparte nuestra cena-le dijo  él
-Gracias-dijo, mientras se sentaba.
El muchacho apareció con una cantimplora y lo invitó con agua fres­ca. Y al cabo de un rato, compartía con ellos un cordero a la llama. Y luego conversaron como si se conocieran de toda la vida.
- ¿Qué hacen  tan lejos de sus hogares?-les preguntó Juan Cruz.
-Nos gustan las excursiones- mintió uno de ellos
----Es una excursión demasiado grande -comentó él
 ---- ¿Tú crees? -le dijo el joven, sonriendo.
----Yo ando en busca de trabajo pues se acerca la épo­ca de las cosechas-dijo él, anticipándose a  las preguntas.
-Si tú quieres morir allí, nadie te lo impedirá-dijo uno de los  rebeldes.
- ¿Por qué dices eso, muchacho? -preguntó él
- ¿Acaso eres un extra terrestre o algo así? ¿No sabes lo que es tra­bajar en las haciendas?-le advirtió.
-Yo estuve preso un tiempo y no sé nada de cómo están las cosas -mintió
-- ¿A quién mataste?- le preguntaron.
-- A nadie, sólo robé para comer- dijo, Juan Cruz.
-Y los milicos te encerraron sin que pudieras defenderte ¿Verdad? La justicia es muy cara para los pobres ¿Cómo te llamas?
-Francisco-les dijo
-Oye Francisco, es mejor que te dediques a la caza o a la pesca, antes que te vayas de peón ¿Entiendes?- le aconsejó uno de ellos.
--Entiendo amigo, entiendo, pero no sé cazar ni pescar. ¿Sabes?
-Si quieres puedes quedarte con nosotros. ¿Sabes disparar un arma?
-- No, válgame Dios. ¿Qué es lo que hacen ustedes? - preguntó
--Jugamos a la guerra, amigo, mientras el pueblo duerme.
   Juan Cruz escuchó esas palabras y le pareció escuchar a  Sol.
-Eso es peligroso ¿No creen?- les dijo
-Peligroso o no. Es mejor que cruzarse de brazos, o trabajar en los campos. En la vida, hay que tomar una posición, puedes estar del lado de los que sufren o del que los hace sufrir, pero no puedes quedarte en el medio.
-Tal vez, sea mejor conocer a ambos bandos ¿No crees, amigo? Digo, para poder elegir.
-Eso es  peligroso Francisco, porque puedes morir en el bando equivocado y sería una pena.
-Yo les agradezco, pero me iré al amanecer pues necesito trabajar.
-Pues vete, amigo,  ya verás que pronto estarás de regreso.
-Ya sé adonde encontrarlos-dijo, sonriente.
Juan Cruz los observó durante toda la noche y los escuchó reír ale­gremente. Y pensó en Lucas junto a María Soledad. ¿Cuántas veces ha­brían reído así? ¿Pero habían sido felices?
Con el correr de las horas, el sueño fue venciendo a la algarabía y las luces de las carpas se apagaron.
No bien aclaró, él se marchó despidiéndose de los que estaban despiertos porque  necesitaba llegar a su país y lograr su pro­pósito.  Y nadie en el campamento pudo sospechar que habían pasado la noche con su peor enemigo.
Caminó muchas horas y cuando  cruzó la frontera, grandes extensiones de campos cultivados y sin cultivar aparecieron de pronto, como fantasmas verdes y trasnochados. La gran mayoría, pertenecían al mismo dueño o al mismo demonio y fue entonces, cuando  decidió cambiar su nombre por el de Juan Gómez para iniciar la búsqueda de un trabajo como peón rural.
Él sabía perfectamente que esos territorios pertenecían a milita­res, al clero o a los terratenientes que eran quienes manejaban la economía de su país. Lo primero que hizo  fue informarse, en un almacén de estancia y pronto  se enteró de que Don Gonzalo Godoy, un rico terrateniente, necesitaba peones. Y hacia allá fue, no sin antes comprar un poco de tabaco, una libreta de apuntes y algunos ob­jetos que iba a necesitar. Caminó cerca de una hora y media y por fin, avistó el campo que le indicaron. No bien llegó, fue atendido por el capataz Pedro Vargas.
- ¿Para qué buscas a Don Godoy?-le preguntó, el hombre.
-Busco trabajo.
-Para eso estoy yo ¿Vienes para la cosecha?
- Sí ¿Qué debo hacer?
-Recoger el maíz, desde el alba a la noche, ¿Nunca lo has hecho?-le dijo  el capataz.
- ¿Cuánto es la paga?
-La vivienda, la comida y algún tabaco. ¿De dónde vienes, que no sabes eso?
-Vengo del país vecino.
- ¿Tienes documentos?
-No, no  tengo.
-Mejor. Ven, te daré un lugar  para que vivas
El capataz lo condujo hasta una especie de choza o casilla de madera que tenía, aproximadamente, tres metros cuadrados, con una abertura como puerta y ventana a la vez. En su interior había una tabla que servía de mesa, un gancho en la pared para colgar la ropa y un catre con unas mantas descoloridas y viejas.
-No te preocupes si no te agrada el sitio, porque de día trabajarás y de noche, estarás tan cansado que no verás nada para quejarte-le dijo el capataz.
--Estaré bien, gracias-dijo él.
Cuando Pedro Vargas se alejó, él  se acercó al aljibe para buscar agua en una palangana y vio que había como treinta pocilgas simi­lares a la suya, que se alumbraban  a la luz de una vela. Al regresar, encendió la suya y se puso a escribir sobre su primera experiencia.
             EN LA PIEL DE LOS OTROS
El  casco de  la hacienda, se  componía de una casona que era  la vivienda de  Don Gonzalo Godoy, la casa del administrador, las oficinas y la tienda de raya, adonde se vendían  provisiones  a  los   jornaleros.
A pocos metros, se levantaban  las  casas  de  los  peones, construidas de adobe y  paja. Eran viviendas individuales muy precarias, con piso de tierra, de  apenas cuatro metros  cuadrados y sin ventanas. Las más  grandes te­nían quince  metros cuadrados, sin  separaciones   interiores  y  estaban destinadas a  fami­lias compuestas de padre y madre con muchos hijos, la mayoría de los cuales trabajaba de sol a sol. Aproximadamente, a  cinco  kilómetros  de  allí, estaban   los   potreros  y  los   campos  destinados  al  cultivo.
El capataz, era un hombre  rudo, casi de su edad, que había  llegado a ese  cargo después  de  sobrevivir como  peón  rural y gracias  a su buena conducta. Y  eso no era otra cosa, que ser el  alcahuete ofi­cial del patrón, para ayudar a  individualizar a los holgazanes  e  infractores que no cumplían con las reglas establecidas.
Juan Cruz trató de satisfacer cada orden del capataz y al cabo de un mes de trabajo  extenuante, logró su confianza. Él solía acercarse hasta su casilla para charlar un  rato, una vez que  terminaban con las tareas.
Una tarde, lo  invitó a su casa y él lo invitó con una rica carne asada. Y después de haber comido muchos  días    frijoles  hervidos, eso  le  pareció un verdadero manjar.
-Tienes  buenos  modales para ser un peón- le dijo el  capataz.
- Cuando yo era niño, mis padres estuvieron en buena condición económica, pero luego, cuando  ellos  murieron  todo cambió-le  comentó  él.
-Trataré de que Don Godoy  te  ubique  en  las  oficinas , tú  no  eres  para este  trabajo tan rudo-le dijo  el capataz.
--No quisiera que lo molestes, estoy bien aquí-le pidió él 
-Es  que   no   mereces  esto, amigo.
-Te  lo agradezco, pero no me molesta hacer este trabajo.
Juan Cruz, no  tenía intenciones  de salir de su choza, necesitaba esa  tortura en  carne  propia, para  comprender el  sufrimiento de  los peones. Y esperaba, íntimamente, que sus  gestiones ante Don Godoy fracasaran.
Con  el  correr de  los  días  pudo saber que  en la mayoría de las estancias  existía una capilla pequeña, adonde un  párroco daba sus  sermones  domingueros  a la peonada, ha­blándoles de  las  bondades  de un cielo, que compensaría con creces  su obediencia y sacrificio  en  la tierra. 
Esos fundamentos teológicos eran recompensados  con fuertes  sumas  de dinero, por los hacendados y estancieros. La vida del  cura, resultaba así, cómoda y placentera, además de  las  jugosas  porciones de  tierra que  les  donaban. 
En  esos  lugares, la Iglesia  era la encargada de  inculcar resignación cristiana a todos  los  campesinos, para servirse  luego de  los  bienes  materiales  que  éstos les hacían obtener a sus  amos, señalándoles que debían   seguir   la senda del  trabajo y  del  esfuerzo para ganar la gracia del Señor y que el dinero no tenía valor a los ojos del Señor. Con estos argumentos manipulaban a los pobres.
El  jornal  de  la peonada no alcanzaba para las necesidades  primordiales y por lo general,  se pagaba con   provisiones  que  se compraban en  la tienda de raya. Y  así, entre  la  presión económica que  ejercían  las deudas  y la influen­cia moral  inculcada por los  curas, se  llevaba a los  peones  por la senda del  tra­bajo  y  la  obediencia, por más de 12 horas diarias de trabajo casi inhumano y a cambio de nada, que no fuera el dolor de su espalda o de las llagas de sus manos.
Porque tanto los facinerosos  y malolientes españoles que vinieron a romper la América como si fuera una alcancía, para buscar las monedas que les saciaran el hambre, así como los sacerdotes de ese tiempo, que eran de los más ignorantes e inescrupulosos y que se diseminaron por todo el continente, tratando de intervenir en los asuntos de gobierno y de deformar la doctrina de Jesús, en su propio beneficio.
Los  peones con  sus  mujeres  y  niños eran analfabetos, vestían  harapos y a menudo, morían por crueles  enfermedades. Y por si  fuera poco, debían pagar una renta por ocupar esa miserable vivienda que les proveía el patrón y que carecía de ba­ño, el cual era de uso común al igual que el aljibe, de donde sacaban agua para beber y lavarse.
Al  cabo de  un  tiempo de  estar allí, Juan Cruz había escrito mucho en su  diario, alumbrado por una vela y quedándose hasta muy tarde, por  la noche.
Pedro Vargas, lo había recomendado a Don Godoy, ya que  él  sabía leer y  escribir, algo difícil de encontrar entre los peones. Y enseguida, fue  trasladado  como ayudante,  a  las  oficinas  contables  de  la hacienda.
Allí, él  pudo  compartir ciertas  comodidades  y hasta algunos  momentos  con  la familia Godoy, cuando debía  rendirle  cuentas a  su  patrón.
Poco  a poco y debido a su cultura,  Juan  se  fue  ganando su confianza y muchas  veces, cuando concluía su  labor era  invitado a  la  casona  para platicar y  compartir un  trago con Don Godoy.
Por las  noches, solían conversar sobre diversos  temas:
-Me ha dicho Pedro, que vienes de una buena familia-le comentó una vez.
- Así es- dijo él,  bebiendo de un sorbo su caña.
- ¿Te sientes cómodo en las oficinas?
-Sí, Don Gonzalo. Qué más   puedo  pedir si  apenas   llevo unos meses  aquí.
Se comentaba que Don Godoy era  un  patrón   rígido, pero  más  humano que otros debido a que su hija Victoria, lo había   flexibilizado  un poco.
Ella, era una muchacha de  26 años, con  cabellos y  ojos  negros, que contrastaban con el blanco azulino de su piel. Era  tres  años  mayor que  Laura, su única hermana pero tenían un modo de ser y de  pensar muy opuestos. Laura era orgullosa y altanera,  en cambio Victoria era simple y profunda en sus reflexiones. Ambas se parecían físicamente a su madre, que era una mujer de  facciones  delicadas y  tenía un carácter apacible y  tierno, el que había sido heredado  por su hija mayor. 
La  familia carecía de  cultura y de abolengo, pero era de gran influencia entre  las  autoridades  gubernamentales,  debido a su  riqueza.   Victoria era la única que tenía cierta cultura, ya  que  leía  libros y periódicos acerca de  los problemas y  conflictos  de  su  país, los cuales llegaban  a la estancia con mucho atraso, por la distancia con la capital. Todos los  demás, tenían una marcada apatía por la lectura.
Y mientras ella se mostraba sensible al  sufrimiento  de  los  peones y discutía con su padre acerca del   trato que  se  les  daba, su hermana Laura se deleitaba cabalgando, lu­ciendo  costosos  atuendos  de montar y parecía disfrutar con esas cosas  superficiales que  le  daba el  dinero. Llevaba consigo una  fusta que  solía cruzar en  la cara de algún peón que se atreviera a mirarla en  sus recorridas  por el  campo, en donde  los  algodonales relucían como un  trofeo, en honor al  intenso y cuidadoso  trabajo.
Las  doradas   espigas  del  trigo, también hacían  alarde de  su belleza, ya que  las  grandes extensiones  de  la hacienda permitían distintas cosechas. El granero estaba  repleto de cereales, que luego eran llevados para ser  convertidos  en  harinas.
Laura era intrigante y de carácter ardiente. Para  ella, la honorabilidad  estaba ligada al  color de  la piel y a la riqueza, de modo que  el  indígena le  resultaba despreciable. Su hermana era diferente y pasaba muchas  horas por la noche en  la  biblioteca. Era muy sensible y sentía piedad por los peones rurales. A veces, se la escuchaba discutir con su hermana, delante de su padre, defendiéndolos contra las intrigas de Laura.
Una noche, en presencia de Juan, quien  había sido invitado por Don Gonzalo, la discusión fue ardua.
-Han envenenado  el  grano  y fue  un sabotaje de los  peones - gritaba, Don Godoy.
-Debemos  colgar al  culpable y  exhibirlo delante de  todos  -propuso  Laura.
-Eres  despiadada y cruel, no   tienes  sentimientos-le   reprochó   Victoria
-Juan me ayudará a resolver esto.-dijo su padre
-Yo siempre he colaborado para resolver los  problemas de la hacienda- le  reprochó Laura, a su padre.
-Juan  es  hombre de mi  confianza-le dijo él
-Es  uno de ellos. Y  quién sabe si no fue  él  quien los incitó a esto. Antes de su llegada, nunca había ocurrido nada parecido-dijo Laura, ofuscada.
-Eres abominable. Discúlpela Juan, no todos  pensamos como ella-le aclaró Victoria
-Retírense  las  dos. Y  tú,  discúlpate con Juan. - le  ordenó Don Gonzalo a Laura.
- ¡Nunca padre!-dijo, antes de  retirarse.
-Me avergüenzas- le dijo Victoria, mientras obedecía a su padre.
Don Gonzalo, restándole importancia al  altercado, se sentó frente a él y le dijo:
-No sabes cómo me hubiera gustado tener un hijo varón.
-Laura conoce cómo ma­nejar a los  peones, según las  costumbres y parece no estar dispuesta a ceder ese lugar.     
--Se  parece a mí, cuando yo era joven y tenía la fuerza suficiente  para doblegar a estos salvajes nativos.  La mano dura los hace mansos, pero  con los   años me he vuelto  flojo.
- ¿Cree  en Dios, Don Gonzalo?-le  preguntó  Juan
-Claro, muchacho.
- Es natural que a medida que envejecemos, nos volvamos más piadosos por temor  a nuestros pecados. -le señaló Juan
-No sólo eso, yo tengo miedo de que los  campesinos se rebelen e incendien los campos como han hecho en otros lugares.
-Es que cuando el ser humano llega al límite de su miseria, quiere salir de ella aún a costa de matar o de morir -le dijo
- ¿Crees que debo condenar a los malhechores que envenenaron el trigo?
-Creo que no, así  evitará más rebeldías.    
-Eso se verá como  flaqueza ¿No crees?
- No, Don Gonzalo, se necesita más valor para perdonar que para condenar, créame.
- A eso  lo entiendes  tú,  pero no  ellos- dijo, Don Gonzalo.
- Debemos  hacer que lo entiendan. Forme un  tribunal  y  júzguelos. Otórgueles  el dere­cho de hablar, de decir por qué lo hicieron, eso aliviará sus almas.  
--Nunca lo he  hecho, Juan
-Siempre, hay una primera vez.
- ¿Y quiénes integrarán ese tribunal?
--- Usted y sus dos hijas.
- Te has vuelto loco.-exclamó, sin entender.
-Laura los condenará, Victoria los perdonará y en sus manos estará el perdón Don Gonzalo. Si lo hace, ellos no volverán a quemar campos. Será un ejemplo de  misericordia.
- ¿Y si no lo hacen?
-Yo mismo me  encargaré de  llevarlos  a  la horca -le aseguró él.
-Que así sea, Juan. Y que  Dios  nos  ayude. Diles cual ha sido mi  resolución. El   tri­bunal  se  formará   por la mañana. Todos deben  estar allí. Y deberemos avisarle  al cura.
--- ¿Por qué? -preguntó Juan
---  ¿Es que no lo sabes?  Cuando se juzga a los peones él debe estar presente. La fe cristiana les infunde valor para enfrentar la horca.
- ¿Y la justicia?   .
-Es para los ricos. No vamos a gastar sueldos  en esta gentuza.
Juan no respondió y  fue  a ver a la peonada de inmediato, para comunicarles la decisión de Don Gonzalo y los  hombres  se mostraron sorprendidos  por lo que acababan de escuchar. Nunca antes se había procedido de  ese modo porque siempre habían sido  condenados, sin  piedad.
-Será un  simple  formulismo -dijeron algunos
-Será un verdadero juicio-les  aseguró él.
-Dios  quiera, Juan. Pero la Justicia no es para nosotros. Ya lo verás.
                        El JUICIO
Con  las  primeras  luces del  alba, todo estaba listo para  el  juzgamiento de  los que habían sido los autores del  sabotaje. Allí estaba la horca, que había sido usada muchas  veces por orden de Don Gonzalo, cuando alguien había violado la ley de  la hacienda. Los Tribunales del Estado únicamente  se usaban para las  clases altas.
 En los juzgamientos particulares se acostumbraba a que toda la peonada estuviera presente con el sacerdote, quién podía pedir clemencia para el condenado, una vez dictada la sentencia.
Cuando llegó el momento, Don Gonzalo Godoy se sentó junto a sus hijas para formar el tribunal y Juan recordó, en ese instante, el juzgamiento de Sol en el Cuartel General y un dolor de látigos se le atravesó en su garganta y le nubló los ojos, como si la noche se diera cita en el almuerzo o la oscuridad creciera por encima del trigo hasta tapar a su conciencia. En ese mismo momento, un carro traía a los reos, con los pies y las manos atados.  Y Juan, despertó de ese sueño tantas veces soñado, como un gallo sorprendido por un amanecer sin sol.
Todos estaban mirándolo como si pudieran leerle el pensamiento por debajo del cabello y comenzó de inmediato con  el  interrogatorio de  los  acusados:
-En primer lugar, quiero saber si se declaran  inocentes  o culpables-les  dijo
-Culpables  -respondieron los tres  a  la vez.
- ¿Qué hubiera ocurrido si  los  granos  envenenados se  embolsaban y  se  vendían?
-Nada- respondió uno de  ellos- porque nosotros avisamos  que  estaban  envenenados.
-Nuestro fin  era arruinar la venta, no matar a nadie- dijo  el  otro.
-La destrucción intencional de  los bienes del patrón, está penada con la muerte según nuestras  leyes  -les dijo Juan -¿Por qué  lo hicieron?
-Porque no nos interesa la vida en  estas  condiciones  -agregó uno de ellos.
-El  trabajo no denigra a nadie- les dijo Juan
-No  es  el  trabajo lo que no  toleramos, es  la mugre, el hambre, las  enfermedades de nuestra familia.
- ¿Por qué no se quejaron antes de tomar tal  actitud?-les  preguntó.
-Don Godoy nunca nos  permitió  eso- dijo  otro de  los  acusados.
-Ahora, Don Gonzalo los está oyendo. Y puedo asegurarles que  el  tribunal   será justo.
El  silencio  era total y  todos  estaban muy atentos  a las  palabras  de Juan,  que  re­firiéndose  al  jurado, dijo:
-Yo sé que este delito se condena con la muerte. Pero apelando a sus nobles sentimientos y a su credo cristiano, le pido al jurado  que les perdonen la vida con la promesa de que esto  no volverá  a suceder y con el compromiso de resarcir los daños que fueron causados.
El párroco asintió con la cabeza y el  tribunal  se  retiró a deliberar por unos  instantes, mientras el murmullo se hacía general y el miedo de los condenados se respiraba detrás de sus silencios.
Cuando el jurado retomó su lugar, se acallaron las voces de la concurrencia que, rodeada de temores contundentes, se agitaba en apresurados latidos, como si su experiencia de siglos lastimara sus sueños de justicia. Los reos, sudorosos por efecto del pavor y fingiendo aplomo, sentían rondar la muerte, aunque  poco les importaba, pues para ellos la vida era una cucaracha  y si alguien quería pisarla, mejor.
- ¿Ya  tienen el  veredicto?- les preguntó Juan
-Ya lo  tenemos.
-Comenzaremos por la señorita  Victoria.-dijo él.
-Inocentes- dijo ella sin  titubear.
-Ahora la señorita  Laura-agregó     
-Culpables-dictaminó ella, sin dudar.
El silencio se hizo abismo, infierno y huracán,   cuando él  le hizo la misma pregunta  a Don Gonzalo, quien después de unos segundos, respondió:
-Inocentes. 
La algarabía de la peonada  estalló como un volcán. Los  hombres no podían  creer  y se quedaron absortos por la sorpresa.
Fue en ese momento, cuando una mujer con el corazón desatado, como el mar en la noche, corrió a arrodillarse ante el tribunal, mientras decía:
-Que Dios lo bendiga  Don Godoy y también a sus hijas
La mujer fue obligada a ponerse de pie y los acusados fueron liberados de inme­diato. Mientras tanto, Laura no podía disimular su disgusto y pensaba que su padre, definitivamente, estaba viejo para esas cosas.
Cuando el Tribunal se marchó, Juan reunió a la peonada para  decirles:
---Ya hemos logrado que Don Gonzalo nos escuche. Este es el primer paso de todos los que daremos en el futuro,  si seguimos unidos.
Cuando esa noche se retiró a su oficina y mientras todos dormían, volvió a leer la carta de Sol y mientras lo hacía, algo comenzó a rondarle en la mente y era algo que ella dijera: "El que tiene el poder, tiene el deber de defender a su pueblo de la injusticia y de la miseria"  Y esas palabras le penetraban la vida, porque sin dudas, él tenía ese poder. Pero todavía tenía que aprender muchas cosas, si bien algunas las tenía muy claras, como por ejemplo, que la libertad no es tal sin libertad económica. Y que la ignorancia del pueblo era fomentada deliberadamente por el Estado para  someterlo.
Solamente  había una  cosa que no podía comprender. Y  era  el  amor que María Soledad había sentido por  Lucas. ¿Quién  era  él? ¿Por qué   lo  eligió?   ¿Acaso, la merecía?  Y los celos comenzaban  a  torturarlo.  Y por fin,  cuando  el  sueño  lo  vencía, el  alivio   parecía   llegar  como  la marea en la playa.
Todas las mañanas, Juan Cruz salía a caminar por el  campo. El aire puro y la tibieza del sol recién nacido, eran placeres irrenunciables en ese sitio tan agreste, natural y salvaje. Necesitaba llenarse los ojos con esos amaneceres cristalinos, para soportar las tristes imágenes  que pintaba la pobreza en el lienzo vivo del paisaje.
Juan sabía que  entre  el  gobernante y la verdad, existía  una distancia de galaxias y sin duda, bastaba con ver para sentir el asco  que  producía la miseria, la explotación y el abuso. Y en  las  explotaciones mineras era peor, si  es  que algo puede ser peor o mejor, en el infierno.
Y cuántas mentiras habían dicho los curas en nombre de Dios y los generales en nombre de la patria. Pero, según él había leído, parece que todo se derivó de la conquista española y europea. Porque los indígenas nunca se sintieron dueños de la tierra sino sólo la usaban, porque no se les cruzaba por la mente que alguien pudiera apropiarse de ella, como tampoco  del aire, del cielo, de las estrellas.                                     
Pero los reyes españoles, otorgaban a los conquistadores la propiedad de los territorios americanos que conquistaban, por lo que  los nativos no pudieron ocuparla, ni establecerse, ni sembrarla,  porque la tierra era del español  y para poder cultivar o comer, necesitaban pedirle a su amo. Pero  éste los hacía trabajar para ganarse la comida y también un lugar  para vivir.
Así concentraron la tierra en pocas manos y Hernán Cortés llegó a ser propietario de todo Méjico. A medida que morían los conquistadores, esas tierras  eran heredadas por la iglesia para que no volviera a manos de los indígenas, pues necesitaban mano de obra gratis y así, se los sometió a regímenes como la encomienda o la mita, sin que les quedara un sólo lugar que fuera de ellos.
Los sacerdotes que vinieron con los conquistadores, pertenecían a la inquisición y eran  perversos, salvo los jesuitas, que vinieron después y que pretendieron  enseñarles la fe cristiana y  tal vez por eso,  fueron expulsados de estas tierras.
Y siguieron llegando  unos y otros, para obtener territorios y riquezas. En el oro del Vaticano y en las artes del renacimiento europeo, con altares cubiertos de oro en Méjico y otros sitios de América y Europa, se puede observar la lujosa "austeridad" de los sacerdotes, que fueron enviados para "evangelizar" por la fuerza, a los pueblos  americanos.
                            UNA DUDA
Habían transcurrido varios meses desde el juzgamiento de los peones y todo se desenvolvía con mucha naturalidad en la hacienda de Don Godoy.       
Victoria simpatizaba con Juan, mientras Laura lo rechazaba sin disimulo.
Don Gonzalo, se mostraba a gusto con él y aunque eso no era costumbre entre la gente de su clase, lo invi­taba a compartir la cena con la familia, lo que provocaba el disgusto de Laura, quien algunas  noches se retiraba a su cuarto sin probar bocado.
-Ya se le pasará- dijo Don Gonzalo, tratando de justificarla. 
-Me siento como  un usurpador-les dijo  Juan
-Es ella quien nos incomoda, no aceptando a los invitados de mi padre-le aclaró Victoria.
--- Tú eres educada y por eso estás compartiendo nuestra mesa-  dijo la esposa de Don Gonzalo.
Cuando Pedro llegó, él se sintió mejor.  La cena estaba deliciosa y a los postres, siempre se  comentaban asuntos de la hacienda.
Esa noche, Don Gonzalo no se sentía muy bien y se retiró a  descansar. Pedro  lo siguió pretextando un fuerte dolor  de cabeza y cuando Juan se quiso despedir, Victoria lo detuvo con su plática.
La política y los problemas de su país eran los temas preferidos por ambos.
--- Juan me gusta hablar con usted porque aquí  nadie se interesa por estas cosas.
 ----Señorita Victoria, es bueno conocer  lo que sucede a nuestro alrededor-le contestó él
-Llámame Victoria, al menos cuando mi padre no esté presente, para sentirme tu amiga-le pidió ella
-De acuerdo, pero si tú  me llamas Juan.
-Dime Juan, cómo es que tú sabes tantas cosas si eres de condición humilde.-lo indagó ella.
-Mis padres eran boticarios y me hicieron estudiar. Luego, cuando ellos murieron todo cambió. Aunque seguí leyendo estos temas en la biblioteca -le mintió
Ella pareció satisfecha con la explicación y agregó:
-Yo hago lo mismo, porque mi padre tiene una gran biblioteca que  nadie usa en esta casa. Y aprovecho para no aburrirme, ya que las tareas domésticas no son mi obsesión.
-Te he visto leer por las noches.-comentó él
- ¿Cómo que me has visto? ¿Acaso espías por las ventanas?-preguntó ella, sonriente.
 ---Mi balcón está justo enfrente ¿No lo has notado?
-No, no me había dado cuenta ¿Cómo es tu apellido?
-Gómez
-Bueno, señor Juan Gómez, deberé tener más cuidado con  esa ventana.
-No lo hice adrede. Me  gusta  tomar aire  fresco y no pude evitar verte,  pues estabas leyendo, justo enfrente.
-Hablando de libros, cuando quieras me pides alguno que te interese.
- ¿Qué me recomiendas?
-Uno sobre todas las revoluciones del mundo  que leí -le sugirió
---Me va a gustar.
-Mañana te lo alcanzaré a la oficina-le prometió ella.
- ¿Y qué opinas tú de los guerrilleros?   
-Que nunca conseguirán nada por esa vía.
- ¿Cómo es eso?
-Si tomamos a la revolución Francesa, veremos que Robespiere se convirtió en un tirano mientras proclama  igualdad,  fraternidad y  libertad. Mucha sangre corrió después de esa bendita revolución, hasta la de los propios revolucionarios. Fueron años  terribles, donde no se respetaron los derechos  humanos que  tanto habían pregonado.
-Leí que  Luís  XVI fue un  rey ejemplar,  bondadoso y muy respetuoso con su pueblo, -  le comentó él
-Es verdad, en el palacio de Versalles cualquier persona podía entrar para observarlos
cascar un huevo u otra cosa. -agregó ella- Y cuando María Antonieta, tuvo que parir, los médicos necesitaron  romper  un vidrio, porque a ella le faltaba el aire, debido a  la  cantidad de  personas  que querían presenciar el nacimiento-agregó Victoria
-Eso no lo sabía.-dijo Juan
----Dicen que el Palacio, siempre estaba maloliente debido a que solían hacer sus  necesidades debajo de  las escaleras  o en cualquier sitio. Y había quienes dormían  en cualquier  rincón. Sin  embargo, algunos dicen  que  Luís  XVI, fue  un mal  rey
--- Es que los  libros fueron escritos por los  ganadores-dijo él.
-También supe  que  una mujer de  la alta sociedad, era la Comandante Sol. Y que el Coronel  Pizarro la hizo  fusilar. ¿Sabías?-le dijo ella
- ¿Qué  opinas tú de eso?
-Yo no entiendo cómo una mujer de  esa clase y en esta época, estaba dispuesta a morir  en  defensa de  los pobres.
-No  es  coherente  ¿no?
-No, no  lo  es.
-Tampoco lo es el que  tú defiendas  a los peones, en contra del criterio de tu familia.
-Yo puedo ser piadosa, pero no mártir- le aclaró ella.
Juan Cruz, no pudo  entonces  dejar de  compararlas. Victoria era directa, franca y se  enfrentaba directamente a su padre o  a su hermana. En  cambio, María Soledad le había mentido a todos, principalmente a él. Y aún cuando su causa hubiera sido  justa, eso lo había humillado.
Pero a medida que la recordaba iba juntando tesoros, como las palabras que dijo alguna vez o la alegría de sus ojos al ver  el gato blanco que se acercó esa tarde o su cabeza apoyada sobre su hombro en aquella tarde de lluvia. Dichosos los que pueden olvidar, se dijo  a sí mismo.
Y  en medio de sus   recuerdos,  le contó a Victoria:
-Yo presencié el  fusilamiento de la Comandante Sol.
- ¿Qué dices, cómo pudiste hacerlo?-exclamó ella, incrédula
-Antes  de venir aquí, estuve  en   la  capital  y todos  fuimos a  conocerla-le mintió
-No entiendo  qué  pretendías  - exclamó  ella.
-Ella fue  cruel y muchos  inocentes murieron por su culpa.
-Murieron en combate -le señaló.
-También hubo atentados  y en uno de  ellos, murió su madre.
- ¡Qué horror!-exclamó Victoria
--Dicen que prefería morir porque  ya no soportaba sus  culpas-continuó  él.      
-Pareces  conocerla muy bien-le  observó
-Voy a contarte un secreto -le dijo  
- ¿Cuál?
-Ella  era mi  novia.     
- ¿Estás  bromeando?-le dijo
-No, no  es  una broma. Necesito decírselo a alguien.
Ella no pudo dudar de lo que él decía, al verlo tan serio.
-Debió ser difícil esa relación porque  no eras de su condición social.
- Ella no  me amaba Victoria, me usaba para que nadie sospechara lo que hacía, pero en realidad ella estaba enamorada de un comandante  rebelde.
- ¿Cómo  lo supiste?
-Ella me dejó una carta antes de morir, donde  me habló de sus  sentimientos hacia el comandante Lucas
- ¿Y tú le creíste?
- ¿Por qué no habría de hacerlo?-
-Porque  estoy segura de que mintió-dijo Victoria.
-No  entiendo-dijo confundido
-Lo hizo para que pudieras olvidarla. Yo también lo hubiera hecho, para que no sufrieras.
- ¿Quieres explicarte, Victoria?
-Te mintió infidelidad para que la odies y la olvides. No creo en la falsedad de una mujer que lideraba semejante lucha. ¿No lo has pensado?
Las palabras de Victoria sonaban convincentes y más aterradoras que las de Sol. Porque si eso era cierto, él no podría perdonarse nunca al haber permitido que muriera, sin morir después.
Y volvió a recordarla, cuando esperaba ser fusilada. Su mirada quería infundirle va­lor. Y las palabras de Victoria  no le parecieron tan absurdas. Quizás Lucas, fuera un invento de María Soledad para aliviar su dolor. Ese pen­samiento lo dejó tan absorto que  Victoria tuvo que llamarlo  a la realidad.
- ¿Tanto la amaste, Juan?
-Creo que no podré dejar de amarla nunca -respondió con tristeza.
El rostro de Victoria empalideció y cambió de expresión, lo que no pasó desapercibido por él, que le dijo:
-Todo es  muy  reciente y tal  vez, con  el  tiempo, pueda volver a enamorarme.
- Eso hubiera sido más  fácil antes  de que  admitieras  la posibilidad de  la mentira ¿verdad?
-Sí, hubiera sido  mejor si no hubieras dicho eso.
-Algún día, me gustaría leer esa carta.
-Prometo que un  día   te  la mostraré, Victoria. Por ahora, no puedo.
Juan Cruz no podía hacerlo porque ella se  enteraría de su identidad.
-Ya es  muy  tarde-dijo él, mirando su  reloj.
-Sí, mañana seguiremos platicando.
- ¡Hasta mañana Victoria! Y gracias, por haberme  escuchado.
---Gracias a ti, por tu confianza.

La noche  estaba preciosa con  ese coro de grillos que acompañaba los  pasos  de  Juan hasta su habitación. No bien llegó, se  tiró  sobre  la cama y desde el  cajón de  su mesita, extrajo  la carta de Sol, mientras  las  dudas  comenzaron a  acosarlo.                                  
Necesitaba saber la verdad sobre  Lucas y pensó en  reque­rir información de inmediato. Necesitaba demostrar que Victoria  no tenía razón en lo que decía. Pensó en volver al  cuartel, para averiguar todo sobre él.  Sus dudas no lo dejaron dormir.
Le dolía la vida, el aire que respiraba, el cielo  transparente, la tierra mojada bajo sus pies. Le dolía el orgullo, la planta de los pies, los párpados cerrados, la sonrisa olvidada. Le dolía también la piel, el murmullo de la calle, la luna de Mayo, de Julio, de ayer. Dichosos de aquellos que pueden arrojar su memoria al mar.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
            LA  PUNTA DEL OVILLO  
                                         
Juan Cruz  se sentía cómodo  en  la  contaduría, pero hubiera   preferido  estar con los  peones  para sentir más de cerca el  sufrimiento de esa gente.  Su trabajo era monótono y había engordado dos  kilos, gracias  a una  me­jor alimentación.
Tenía ropa limpia, el cuarto ordenado y sin dudas, no era ése el trabajo que   había  ido a buscar,  de modo que  no  tenía mucho sentido seguir allí, salvo por la com­pañía de Victoria, que  todas  las  tardes, solía llevarle pastel o alguna otra cosa que le había preparado para merendar, siempre  cuidando de que nadie se  enteraran.
Juan Cruz estaba escribiendo un estatuto, que  resultara adecuado para aplicar en  su  país y  terminara con  las   injusticias. Los   libros  que  le  llevaba Victoria,   eran de mucha utilidad para esa tarea, la cual  realizaba en forma secreta.
El empeño de  la muchacha por complacerlo y por establecer con él un diálogo a escondidas  de su  familia, hacía por demás  evidente, que sentía por él  algo más  que una buena amistad. Pero si  su padre  descubría   su interés, seguramente,  los dos iban a pasarla muy mal.
 Juan Cruz miró al  cielo, que parecía un espejo de  tan diáfano y se  lamen­tó de que  la  tierra estuviera  tan seca. Nada hacía prever una tormenta y el  agua se hacía  esperar más de  la  cuenta.        
Eran casi las  seis de la tarde,  cuando vio que Victoria cruzaba en dirección a su oficina. A esa hora, su padre  solía  ir al  pueblo a tomar unas copas  y su madre preparaba la cena.
-Buenas  tardes, Juan- le dijo al  entrar.
-Ya  estaba pensando que  tardabas  demasiado  en venir con esas  ricuras  que me  traes. Me has  acostumbrado mal- le dijo él, sonriente.
-Esta vez, te acompañaré a tomar café, pues  no he  tomado nada en toda la tarde.
-Ya está preparado y alcanza para los  dos- le dijo él
Victoria se había arreglado con un  vestido blanco de  escote pronunciado y mientras merendaban, él no podía dejar de observarla,  pero  se  resistía a creer  que coqueteaba con él. Y no quería hacerla sufrir.  Tal vez, debiera evitar que  ella le dedicara tanta atención. Pero qué sería de  él  sin  Victoria, en ese sitio  tan horrible donde los días parecían todos iguales. No obstante, trataría de  evitar las charlas íntimas.
- Dime Victoria, por qué crees  que nuestro país no progresa -le preguntó
__ El país progresa,  Juan.
- Yo creo que nos encontramos estancados -insistió
- Depende de lo que  entiendas por progreso. Lo que tú quieres decir, quizás, es acerca de nuestro desarrollo.
- ¿Qué diferencia hay entre ambas cosas?
-El progreso es la modernización de las técnicas y el desarrollo implica una relación adecuada entre una economía eficiente y la Justicia social-le aclaró ella
- ¿Y cómo se logra?
-Eso sucede cuando las clases sociales equilibran lo económico con lo cultural.
-Eso es lo difícil y hasta creo que es imposible.-aseguró él
-Mira, cuando se mantiene al pueblo en la ignorancia política, aunque sepa leer y escribir, no es responsable de lo que elige. En los países sin desarrollo, los dirigentes políticos llevan al pueblo de las na­rices y logran convencerlo  de lo que quieren, haciendo uso de la dialéctica.
Juan Cruz, se quedó sorprendido por esa mujer, que a simple vista, parecía una simple campesina.
--- Dime porqué te interesan estos temas -le dijo él.
--- En esta sociedad  donde la mujer se considera un accesorio, un complemento  del varón, sin permisos para opinar o disentir, yo me declaro rebelde. No acepto que mi cerebro sea inferior, como quieren hacernos creer. Además me gusta la política y hubiera querido tener poder para cambiar ciertas injusticias.- le explicó Victoria
--- Las únicas mujeres rebeldes que hay en mi país me tocaron a mí, como amigas o enemigas- dijo refiriéndose también a Sol.
-----Has tenido suerte, Juan.
Victoria lo rescataba de sus remordimientos y su presen­cia se le estaba haciendo imprescindible. Ella era a la vez, tierna, fuerte y reflexiva y cualquier hombre  hubiera podido sentirse dichoso de hacerla su esposa. Entonces se interesó por saber algo más acerca de ella
-Dime Victoria ¿Has amado alguna vez?- le preguntó
-Sí, cuando era adolescente tuve un novio, al que amé.
- ¿Y qué pasó?
-Se  enamoró de  otra  chica.
- ¿Has  hecho  el   amor, alguna vez?
-Sí, pero  luego él  mismo  me   lo  recriminó.
- ¿Cuántos años tenías?
- Diecinueve.
-Debió ser terrible para ti.
-En un principio lo fue. Ahora puedo entender los prejuicios de la época sin que me duelan.
- ¿Qué fue de él?
-Se casó con mi amiga, a quien embarazó. Y al poco tiempo, él quiso que fuéramos amantes pues su matrimonio era un suplicio. Luego me enteré que el embarazo que lo llevó al matrimonio era de otro. Por supuesto que lo rechacé.
-No merecías a ese idiota- le aseguró él
Victoria rió con él y se sintió satisfecha de poder hablar de esas cosas con alguien que pudiera entenderla. Y con el correr de los días,  a medida que las pláticas se hacían frecuentes, algo parecido al amor comenzó aparecer tan calladamente, como la luna detrás de los cerros.
Laura también se había enamorado de Juan  y no toleraba verlos jun­tos, aunque ese sentimiento la hacía sentir indigna, ya que no admitía a alguien que fuera inferior.
A él no le pasaba desapercibido su coqueteo cuando  se contorneaba enfrente suyo, moviendo sensualmente sus caderas. A veces, su mirada  era clara como un cielo sin nubes. Y  aunque Victoria no lo hubiera notado, Juan Cruz comenzó a rehusarse cuando Don Godoy lo invitaba a cenar, utilizando cualquier pretexto. Se conformaba con mirar desde su ventana a Victoria, leyendo  en la biblioteca o en su cuarto. Pero un día,  Victoria se  cruzó a su casa para comentarle  y prevenirle sobre  los  dichos  de su hermana.
-Le dijo a mi padre que estamos enamorados-se  quejó  ella
-Lo hace  para que no nos  veamos  más- dijo  él.
-No quiero que  eso  ocurra.
-Tu hermana   tiene   razón, no soy  hombre  para ser  tu amigo.
-No digas  eso,  porque si  mi padre me lo impide, me iré de casa.  
 
 Juan  procuró   calmarla y  al   estrecharla suavemente,   sintió  el  temblor de su cuerpo y todas las estrellas parecieron fugaces comparadas con ella y no  pudo  resistirse a besar sus labios, su sonrisa, los hoyuelos de sus mejillas, su pálido cuello, además de su perfecta barbilla.  Luego, la separó suavemente y le dijo riendo:
-Ya ves, Laura se adelantó sólo por  unas  horas.
-Te amo. Y  quiero irme contigo-le  pidió  ella.
-Eso no  puede ser Victoria.
--- ¿Por qué Juan?-insistió ella
 --- Porque yo no  te amo-le dijo él, sin  reparos.
Victoria empalideció ante su  sinceridad y tambaleó por dentro como no lo hizo por fuera, porque  trató de  fingir un aplomo que no tenía.
-No  importa si me amas o no, sólo llévame contigo.
-No Victoria, éste  es  tu  lugar. Yo  vol­veré  a las cuadrillas y no  quiero que  me busques  como  lo has  hecho ahora.
-Te odio. -le  gritó ella, antes  de salir corriendo hacia su casa, con la punta de las lágrimas al borde de sus ojos.
Juan Cruz sentía esa separación como un castigo demasiado duro, ya que con ella se había sentido nuevamente vivo, a pesar de no amarla. Pero no era conveniente seguir alentando expectativas, pues los amores de un peón con una doncella, no serían bien vistos por la familia Godoy.
Las imágenes de Victoria y María Soledad comenzaron a rondar por su mente  en una compe­tencia infernal, donde la ganadora, con el tiempo, sería Victoria, porque además de estar viva, estaba  muy cerca. Sin dudas, se vio tentado en decirle la verdad sobre su identidad, pero antes, él debía cumplir sus propósitos para  estar libre de remordimientos.
Esa misma noche habló con Don Gonzalo sobre su traslado a la cuadrilla, como llamaban al grupo de casuchas donde vivían los peones. Don Godoy no se opuso porque  él entendía, mejor que nadie,  lo peligroso que era dejarlo tan cerca de su hija.
-No quiero que se acerque a ella-le pidió Gonzalo
-No lo haré, se lo prometo-contestó él.
Él preparó sus cosas y se instaló, otra vez, en la casilla de madera donde la miseria rondaba como un duende y  se metía en  los cuerpos y en las mentes sin que nadie la invitara.
Al llegar, encendió la vela, aunque la noche estaba increíblemente clara como para observar los fogones encendidos  por la peonada, que cocinaba sus frijoles.                             
Se tendió en el catre con olor  a humedad, a mugre y se le revolvió la vida en el estómago, pero tenía que permanecer allí,  para envenenarse lo suficiente como para poder enfrentar a los suyos, como María Soledad le había pedido, cuando escribió: "Solo el poder puede derrotar al poder".  Ese  era su  mensaje   y  él  quería cumplir con sus  sueños porque aparte de amarla, también la  admira­ba. 
Sin poder dormir, tomó la palangana y se dirigió al  aljibe para  traer agua tantas veces como fue necesario, para dejar limpio  el lugar. Arrojó los  trapos que  le servían de sábana en aquellos  fogones  que  los  chicos habían encendido. En unos minutos todo olía distinto, con el piso  regado y ba­rrido, sin polvo sobre  la mesita donde ahora continuaría con sus escritos. El  olor a  tierra recién regada  lo hacía sentir diferente. Y por la mañana, pasaría un poco de cal a esas paredes tan sucias. Y a pesar de que debía madrugar, esa noche se durmió muy tarde recordando a María Soledad, en la única noche en que fue suya.
La sentía respirar a su lado y por momentos creyó que estaba con él, atravesada en  su vida  como un puñal de sueños sin cumplir. Hasta sintió el parpadeo de sus ojos y la madrugada se convirtió en un refugio cálido para el invierno de su alma.
                    UN  LARGO CAMINO
Era la época de cosechar el algodón y era  sabido que  los  capullos  se recogían y almacenaban en  bolsas y que esa tarea debía hacerse con premura. De modo que, los hombres, las mujeres y los niños, fueron destinados a ellas.
Sin embargo, Juan Cruz había tomado su día libre para acondicionar la insalubre pocilga en que vivía.  Para ello, el  mismo Pedro  le había traído una brocha, algunos utensilios  de cocina y unas  sábanas limpias  pues él se sentía solidario al considerarlo su amigo. También le  consiguió una silla y un calentador para que no  tuviera que hacer fuego.
-Mañana tendrás  que  trabajar -le dijo Pedro-Si  Don Gonzalo descubre que hoy  te di franco, se enojará conmigo,
-No  te preocupes, amigo. No quedarás  mal por mi  culpa-le  aseguró
- ¿Necesitas  alguna otra cosa que pueda serte útil?-le preguntó antes de marcharse.
-Sí, tráeme una almohada, una manta, un balde grande para lavar mi  ropa, unos clavos   y un cajón.
--Te los traeré mañana.
-Gracias Pedro.
Se acostó  muy cansado, pero  el  esfuerzo había valido la pena. Esa choza parecía ante sus ojos, casi  hermosa y  romántica a la luz de  la candela. Durmió en paz  y se levantó al  alba, se vistió con  ropa adecuada para el trabajo y se fue con  la peonada hacia los  algodonales.
La tarea terminó al anochecer, con sólo un descanso para almorzar un tazón de frijoles y cuando regresó a su casilla, el  dolor de sus manos y el cansancio lo dejaron aniquilado.
Los  dedos  lastimados por efecto de las  espinas que protegían a los capullos,  lo hicieron sentir como un animal herido.  Se  tiró en el catre y enseguida vino a su mente el fantasma de María Soledad, vestida con  su ropa de  fajina, sudo­rosa y  llena de  tierra. Entonces, sus penurias le parecían pequeñas.
En los    meses  que    estuvo  en   la hacienda y  a pesar de que  su trabajo como peón no había sido continuo, él podía dar testimonio de que allí,  a los seres humanos se  los consideraba bestias  de  carga.
Muchas veces, los peones enfermaban y eran abandona­dos  a su suerte ya que los medicamentos no estaban al alcance de sus  jornales.
El  sacerdote  rogaba  por ellos y esa era toda la asistencia que recibían, además de un poco de agua  fresca y compresas  para bajar la  fiebre.
Juan se  sintió  impotente  ante esa  realidad  y una ferocidad desconocida, le nubló los ojos de ira. No podía  resistir el  asco  que  le  producía el olor nauseabundo de sus  cuerpos.  Y acalorado por la furia,  salió para buscar agua que se arrojó  encima, como si  con  ello quisiera lavarse  el alma.
Luego lavó su ropa y  la  estiró en  una  improvisada soga al  aire  libre, apagó  la vela y se  acostó en el catre   para intentar  dormir.
Estaba tratando de no pensar,  cuando oyó unos pasos cerca de la puerta y se incorporó de inmediato.
-Soy  Victoria-le dijo, bajito.
--- ¿Qué  es  lo que estás haciendo  a estas horas, por aquí?-le preguntó, mientras trataba de vestirse a oscuras
Luego  salió para saber lo que le ocurría.   La noche  estaba tan  clara  que  podía ver  en la penumbra, una  expresión de alegría en el rostro de Victoria.
- ¿Qué sucede? ¿Por qué  te has  arriesgado  en venir?
-Es que me gusta cabalgar de noche, Coronel Juan Cruz Pizarro-le dijo con todas  las  letras.
Al  oírla,  él sólo atinó a sentarse sobre un  tronco que había en el  lugar.
-No sé de qué hablas-le dijo, tratando de confundirla.
-Lo sé todo -aseguró sonriente.
--- ¿Qué  es  todo?-trató de  averiguar.        
---- Hace unos  días me  enviaron  los diarios que  pedí a la capital y cuando  llegaron pude reconocerte  en  una fotografía, aunque me costó un poco, porque  estás diferente y  sin barba. 
-Quiero ver esos  periódicos.
-Aquí están- le dijo sacándolos de la montura de su  caballo
Juan Cruz los acercó a la vela para ver las fotografías y  con tranquilidad  agregó:
-Este hombre  se  parece  a  mí, pero no  soy yo.
Entonces  Victoria comenzó a leer:
----"María Soledad  Núñez del  Prado, resultó ser la temible comandante Sol, quien  fue  fusilada por su novio, el  Coronel Juan Cruz Pizarro, quien en muestra de su gran  amor a  la patria, no  titubeó en hallarla culpable". Tú  mismo  me dijiste que eras su  novio. Además éste eres tú, no lo niegues -le señaló  ella.
-Es verdad, no puedo  seguir engañándote.
-Ahora entiendo  tu sufrimiento aunque no sé qué haces  aquí- le dijo, ella.
-Lee  esto Victoria- le dijo,  mostrándole la carta de  Sol
Ella comenzó a leerla a la luz de la vela y a medida que lo hacía, las lágrimas comenzaron a dejar huellas en  sus mejillas. Y  una vez que hubo concluido, le dijo:
---Sigo sin comprender qué haces aquí
---Quise conocer todo el sufrimiento que padecen los jornaleros.
-Yo  te  ayudaré a lograr lo que  buscas-le dijo  ella, conmovida.
-Ahora debo irme de aquí, sólo  te pido  que  guardes   este  secreto.
-- Yo lo guardaré  Juan Cruz, pero no quiero que  te marches  -le pidió
---Volveré a buscarte,  lo juro.-le dijo
 Él nunca la había visto  tan hermosa y en un  impulso  incontenible, la besó con pasión  Luego  la obligó a salir de allí.
- Deja que me quede  un rato más-protestó ella
-Este  lugar no  es  digno de   ti.
-Tampoco  de  ti. Pero  te diré una cosa, todo  lugar adonde   tú  te  encuentres será digno de mí.
-Si  quieres  que  me quede  no vuelvas, te  lo   ruego.
---Es  porque aún  la amas ¿Verdad?
- La amo. Pero tú puedes hacer que me olvide de ella
-----Quiero ser tuya-le dijo, abrazándose a él.
-No quiero  amarte  aquí, entiéndelo- le pidió
-No me deseas  ¿Es  eso?
-Te deseo Victoria, pero no debemos dejarnos  arrastrar por la pasión. Me  siento sucio, lastimado y no quiero hacerte  daño.
-No quiero  vivir sin  ti. Debes hacer algo  para que  estemos   juntos, Juan.
-Está bien,  pero  ahora vete. Es  peligroso que   te  vean aquí.
-Te amo- le dijo, antes de  montar su caballo.
  Y él golpeó  los  glúteos  del  animal para que  comenzara  su marcha.
Juan Cruz se quedó alterado y  sentó a escribir sobre sus planes, los  ferrocarriles estaban  en  manos  extranjeras y  al   transportar las  mercaderías, fijaban los  precios de  los  granos y demás  productos. Había que estatizarlos aunque no  fueran  rentables, porque un alto porcentaje de las ganancias se las llevaba el  flete ferroviario.
Este sistema ferroviario existía en casi  toda Latinoamérica, eran de compañías  inglesas o francesas, que  se habían encargado de  instalar viejas máquinas férreas con el  objeto de manejar los precios agrarios.
De modo que lo primero que debía hacer el gobierno era comprar los ferrocarriles y los buques mercantes para abaratar el  traslado de  productos  dentro y fuera  del  país y así poder exportar con justas ganancias
Eran casi  las  cuatro de  la madrugada, cuando dejó de  escribir y se acostó para descansar un par de horas. Pero su pensamiento volvía a las  palabras  de Ma­ría Soledad en su misiva, cuando decía: "Las   revoluciones sólo  se  logran con  el  poder que da la fuerza o la fuerza que da el pueblo con su consentimiento". Cuando se durmió, la luna había recorrido casi todo el cielo.
Con  el  correr de  los  días  y con  las  manos  deshechas  por la cosecha de al­godón, continuaba escribiendo a diario, lo que luego  sería su estatuto revolucionario. En él establecía la enseñanza gratuita, obligatoria  y estatal, ya que  el  clero mal formaba a  los  niños  y  jóvenes inculcándoles  sumisión a las  ideas  políticas  que  favorecían   la  explotación de  los hombres, convirtiéndolos en "conservadores" de  las  malas  costumbres que retrasaban el desarrollo.   
Había que  formar ciudadanos que conocieran sus  derechos y  que aprendieran a defenderlos, más  que  enseñar  y predicar el catecismo.
También se  podía enseñar economía y política en  forma oral, porque la mayoría de los obreros  no sabía leer ni escribir. Eso  evitaría muertes  estériles como las que ocurrían en  algunas huelgas que  solían  responder a la habilidad oratoria de sus dirigentes y que los llevaba al  suicidio,  sin que se dieran cuenta.
Las revoluciones se  lograban formando al  hombre como a un sol­dado que no  irá a ninguna guerra, sino a una lucha  por la defensa de sus derechos, siempre que  realmente los entendiera y los asumiera.
  El  trabajo dignificaba al hombre pues  el desempleo o el mal empleo generaban rebeldías y la  ignorancia es el paso previo a la esclavitud. Un  pueblo  puede  ser libre, sólo cuando  no  puede  ser engañado  a través de la demagogia de  los dirigentes  políticos y actúa según  su propio criterio Quienes no pueden alimentarse, ni vivir con decoro, no pueden  ni  hablar  de   libertad.
Juan Cruz sabía que nada le sería  fácil, pues debía enfrentarse con el  poder del clero, de  los terratenientes  y de  los ricos   (entre los  que  se encontraban  los  militares). Su país  necesitaba una mano dura, un dictador que impusiera las reglas de juego, con toda la fuerza que le daba el poder. No era hora de democracias, pues había que imponer condiciones a los poderosos capitalistas y te­rratenientes que no tenían sentimientos para con los pobres y se resistirían a cambiar la legislación. Los ricos se amparaban en la democracia, la usaban de guarida para que nada cambiara. Por eso, los cambios no se podían hacer  a través de las Cámaras legislativas, pues estaban influidas  por las clases dominantes y por lo tanto, allí la justicia social no tenía esperanzas.
Esas clases estaban acostumbradas a manejar las leyes a su favor,  mediante  jueces complacientes y corruptos, o pagando grandes sumas de dinero para que diputados o senadores voten de un modo u otro. Estaba decidido, no era tiempo de gobiernos estériles sino de instaurar una dicta­dura  para sentar las bases a una futura democracia que no tu­viera vicios.
Juan Cruz, guardó sus escritos y salió a medianoche rumbo a la residencia de Don Gonzalo. Tenía deseos de ver a Victoria aunque fuere de lejos. Caminó los mil metros que lo separaban de allí y cuando él llegó, todos parecían dormir. El cuarto de ella estaba sin luz. Decididamente trepó por la pared y pisando la cornisa llegó a su ventana que, por suerte, estaba abierta. Entró en la penumbra y su sombra se reflejó en la pared. Victoria no dormía y se sobresaltó. Pero cuando iba a gritar, Juan Cruz le dijo:
-Soy Juan. No grites.
--¿Qué haces aquí?-dijo ella, en un susurro.
Él la besó y la estrechó a su cuerpo. Y sin mediar más palabras, los dos se dejaron llevar por la intensidad del encuentro. Y sin pensar en las consecuencias, vivieron una desenfrenada noche de amor y pasión, hasta que el amanecer les devolvió la cordura.
Victoria era tan feliz que no le importaba ser descubierta. Pero Juan Cruz, quiso marcharse cuanto antes, para no compro­meterla. No sin  antes pedirle que le prestara los periódicos porque  quería saber si Lucas figuraba entre las listas de bajas rebeldes. Victoria los buscó y se los dio,  pero al marcharse Juan Cruz, ella se quedó desorientada. Se había perca­tado de que  el interés de él por conocer el destino  de Lucas, no respondía a otra cosa que a su gran amor por María Soledad.
Y no se equivocaba, porque él quería saber si realmente Lucas existió o  si, como decía Victoria,  había sido una mentira piadosa para evitarle  sufrimientos.
 De modo que no bien estuvo en  su casilla encendió la vela y buscó con an­siedad  las listas que publicaron los periódicos por esos días. Y no tardó mucho en averiguar que Lucas, el segundo comandante había muerto en un enfrentamiento con las tropas leales. Allí es­taba su fotografía. Era un joven apuesto de unos 30 años.
Sintió rabia y dolor. Odio y rencor. Defraudación total y amargura. María Soledad lo había usado para sacarle información  y ahora lo estaba usando para llevar adelante su causa. Sin duda, Victoria se había equivocado. Ahora estaba seguro de que el amor de su vida, había sido ese muchacho que parecía sonreír en la fotografía  como una muestra innegable de su triunfo. Ya no podía creer en nadie. Ni siquiera en Victoria. Y como un autómata, decidió juntar sus cosas y buscar un caballo para salir cuanto antes de allí. Quería regresar a su casa de inmediato.
Cabalgó durante días rumbo a la ciudad. El sol era el único testigo por esos caminos solitarios de montaña. De tanto en tanto, se detenía a comer o a pernoctar en algún sitio que encontraba a su  paso.
El caserío colonial de la capital apareció ante sus ojos casi al atardecer del tercer día. Estaba cansado, con  los ojos lastimados por la tierra del camino, pero estaba en paz. No sentía culpas ni remordimientos. Tenía la mente en blanco y el corazón sin ganas. Su vida no tenía un rumbo, sino dolor y nada más.
Llegó a su casa y se duchó. El agua tibia parecía un regalo de Dios sobre su extenuado cuerpo.
Luego se recostó y durmió por casi un día completo. Al levantarse, decidió  cortarse el cabello y quitarse esa barba que ya no podía soportar. El peluquero no lo reconoció sino cuando pudo despejar su rostro:
-Por qué no me dijo que era usted - dijo asombrado.
-Quise ver si  te has olvidado de tus clientes, -le dijo, sonriendo.
-Parecía usted uno de esos.
- ¿Vagabundos?-completó él, al ver que dejaba inconclusa la idea
-Sí, señor General.
-Estuve en el campo ¿sabes? Tengo unas hectáreas que heredé de mis abuelos. La pasé muy bien sin tener que someterme a tus torturas-le dijo, para conformarlo.
- ¿Se quedará en la ciudad?
-Sí, ya es hora que me haga cargo de las tropas-le contestó
-Por suerte está todo más tranquilo. Creo que por mucho tiempo gozaremos de esta paz, que usted consiguió para nosotros.
-Así lo espero.
Cuando Juan Cruz regresó  a su casa parecía otro y ahora estaba satisfecho con lo que veía en el espejo.

             
           OTRA  VEZ  EN EL  FRENTE
Cuando  lo  vieron  entrar a su despacho todas  las  miradas  se  dirigieron a él. Su uniforme  le quedaba holgado pero  lucía bien, como antes.
-Creímos  que no  regresaría General Pizarro -le dijo, un subalterno.
-Pedí  licencia para  recuperarme-le  explica.
- ¿Lo ha  logrado?
- Sí,  me ha  costado mucho, pero ya estoy  muy bien. ¿Cómo  están  las  cosas  por aquí?
-El teniente Núñez del  Prado  sigue  a cargo de sus  tropas
- ¿Está él  ahora?- preguntó
-Enseguida lo busco general-dijo, en el  momento que salía.
Hacía  tiempo que no se sentaba en  su despacho y al  hacerlo  se sintió  poderoso.  Y  pensar que hacía unos  días,  él había estado sintiéndose como una bestia bajo el   sol   de  los   campos, lastimándose las  manos en la cosecha de algodón. Pero sus pensamientos fueron interrumpidos con la llegada de Pablo.
---- ¡Juan Cruz!-exclamó, al verlo
- ¿Cómo estás?-le respondió estrechándolo  en  un  abrazo.
-Muy  bien ¿Adónde has  estado?
-Estuve  en  el   exterior, buscando  a   esos rebeldes que  cruzaron  la  frontera.
-Eso es lo que  supuse. Si  fuiste  capaz  de  condenar a  mi  hermana  lo menos que hubieras  podido hacer era perseguirlos hasta su guarida.
- ¿Y tu  padre?
-Está bien, siempre me pregunta por ti.
-Me será difícil enfrentarlo.
-No, él ha sido militar y comprende lo que tuviste que hacer. Sabe que no fue fácil y te admira por ello.
-Es un puñal que llevo clavado en mi pecho  porque aún  la amo, Pablo.
-No entiendo como pudo hacerlo. Ella fue criada con lo mejor.-protestó Pablo.
-Yo ahora la comprendo. Ella sabía cosas que ni tú ni yo podíamos entender. Luego hablaremos de ello-le dijo él
-Todos estamos contentos con tu regreso.        
-Dime Pablo ¿Hubo algún cambio en la Jefatura militar?- le preguntó.
--Todo está igual,  Juan Cruz.
--¿Con cuántos soldados cuenta mi tropa?
-Ahora incorporamos más  gente. Aquí  están  las  cifras-le dijo, mostrándole un libro de  su despacho. Son  cerca de  seis  mil.
- ¿Y  las  otras  fuerzas cuántos hombres  agrupan?
-Cerca de  siete mil. ¿Por qué lo  preguntas?
-Porque  los  guerrilleros  son  el  doble de  lo que  creíamos-le mintió
- ¿Averiguaste  algo  sobre   ellos?
-Sí Pablo, en cualquier momento  atacarán y debemos  prepararnos. Pero a esto no lo comentes con nadie porque no quiero preocuparlos.
-Nuestras informaciones hablan sólo de mil hombres, nada más-expresó Pablo
-No es cierto. Yo estuve con  ellos y puedo asegurar que no.-dijo él.
- ¿Estuviste  con  ellos?
--Sí, me hice  pasar por  un vagabundo, vestido con harapos, con  barba y pelo largo, no me  reconocieron.
-Estupendo. Prepararé a las tropas y los   enfrentaremos-dijo Pablo.
--Por ahora, es asunto nuestro y de nadie más.
--Entendido.

Tras la conversación, Juan Cruz  recorrió  todos   los  lugares del  Cuartel  para saludar a su gente. Ya en su casa, se sintió cansado y decidió irse a dormir sin comer. Por la mañana, caminó vestido de civil  por las  calles  céntricas. Necesitaba sen­tir el aire  fresco golpeándole en  la cara.
A  la hora de  almorzar se dirigió al  cuartel  y en  el  comedor se sintió  como el  hombre que había sido  siempre.
Ya en su despacho, las cosas fueron cambiando, porque el recuerdo de María Soledad lo atormentaba, y aunque el arma más poderosa para apartarla de  su  mente, era Lucas, cerró la puerta de  su despacho con  llave y desplegó unos  mapas  sobre  la mesa, para pensar en una  estrategia  de  guerra que  lograra vencer a una tropa un poco  mayor que  la suya. Sabía que podía contar  con  Pablo aunque no  se lo hubiera  dicho, porque prefería  hacerlo un poco más adelante, cuando  todo  estuviera  planeado.
Si  todo salía  bien, los  sueños  de María Soledad  se habrían cumplido  y  recién entonces, él  podría liberarse de sus  culpas. Y tal  vez, pudiera enamorarse de Victoria a quien había abandonado sin  decirle una palabra. ¿Qué pensaría ella?-se preguntaba.
Pero eso ya no importaba, pues tenía que  concentrarse  en  lo  que  debía hacer,  aunque  sabía que el triunfo en una guerra armada, no garantizaba la revolución. Eso se lograría con muchos años de educación. Sabía perfectamente que el sistema era perverso y que  cambiarlo sería difícil.
Entre los  libros que Victoria le había prestado, estaba la reciente Constitución Mejicana del año 1917, nacida precisamente,  de una  revolución popular.
La misma se  proponía destruir el  latifundio, creando  la pequeña propiedad, mediante una reforma agraria que la repartiera entre los campesinos.  Pero había que dotar de  agua a  todas  las  tierras y crear Bancos  agrícolas que  proveyeran de fondos a  los  pequeños  agricultores y a  las   escuelas   rurales,  para recién facultar al gobierno a que expropiara bienes  raíces. Se proponía evitar cualquier clase de monopolio y prohibir a los extranjeros que compraran  tierras  en  el país, en especial en las  fronteras. Se establecía la necesidad de crear leyes  de  trabajo y de protección al obrero, estableciendo un salario mínimo, que no sería el  mismo  en  cada  región del  país, sino que  estaría de acuerdo con los  costos  de  cada zona.
Además se quitaba el cargo de vicepresi­dente pues  su única función  era la de  presidir las  sesiones del  Senado y éste cuerpo no  tenía razón de existir ya que como ocurrió con la Cámara de  los Lores de Inglaterra,  tenía como  función controlar a la de los Comunes, ahora de diputados, y que era la que  representaba  al  pueblo.
A través del Senado la clase rica podía modificar  o simplemente no  aprobar lo  dispuesto por diputados, llamada cámara baja o de los comunes, porque representaba al pueblo. Eso no  tenía sen­tido en  un sistema democrático.
La Constitución mejicana, establecía que la Justicia debía ser gratuita para todos,  porque si  había algo a lo que tenía derecho el  hombre, era a que se le proveyera Justicia. Por lo  tanto, se deberían quitar los  impuestos de sello y Juan Cruz, agregó en su estatuto, que  los honorarios de  los  abogados serían  mínimos y fijados  por el juez de acuerdo con el  trabajo realizado y no según el monto de  la demanda, lo cual ya  era una injusticia en sí misma.
Él sabía que en  su  país  la  justicia  era para las  clases  altas, los  pobres  ja­más  podrían  acceder a  ella por los  costos  que  esto  implicaba y  el defensor de oficio nunca  velaba por sus  intereses.
Estas y otras  ideas, daban vueltas en la cabeza de Juan Cruz  para hacerlas  realidad una vez que asumiera  el  poder.

                                
                  LA DECEPCIÓN
Una gran  fiesta se  realizó  en el  club social para agasajarlo y darle la bienvenida a Pizarro, que era el  más  joven de  los generales de la patria.   
Con sus cuarenta y un años, atraía la atención  de  las  jovencitas. Más aún, porque  su  rango  no  escapaba  a   las  mentes  codiciosas  de  esa clase social, donde la figuración, era un  fin  en sí mismo.
Sin embargo, él no  reparaba  en  nadie, porque su mente  estaba  en  la  frontera Norte, adonde  había dejado  a Victoria,  quien seguramente,  estaría dolida por su actitud de haberse ido sin despedirse.
Y no se  equivocaba, Victoria no entendía cómo habiendo estado con  ella la noche anterior, él  se había marchado sin decirle nada.
Tuvo intenciones de decirle a su padre  la verdad, de  buscarlo y abofetearlo, pero no lo hizo.  Otra vez, un hombre se aprovechaba de su  ingenuidad, pero no podía culparlo. Sólo se sintió herida. Y hasta pensó que  él,   pronto se  enamoraría de una de esas mujeres  tan bien  vestidas  y  perfumadas  de  la ciudad.  
Pero nada era más  falso que  ese pensamiento, porque  Juan Cruz  no hacía  otra cosa que pensar en  ella y hasta sentía que había ganado la batalla contra María Soledad, en  el  mismo momento  en que fuera suya. Tenía deseos de volver a tenerla entre sus brazos, pero aún no era tiempo, porque  primero tenía que   terminar su obra.
En una semana, ya había conseguido la autorización  del  gobierno  para la compra de nuevas  armas para atacar a los guerrilleros en su actual guarida y preparaba a su tropa como nunca antes lo había hecho. Nadie  podía imaginar que él se preparaba para otra clase de lucha.
Todas las noches, se encerraba en su despacho planeando la manera de llevar a cabo las acciones y por momentos, pensaba que el  costo de esa guerra sería terrible  y entonces, parecía dudar.
Enfrentar a su propio  ejército no era fácil, pues eso era  alta  traición  a  la patria y no podía dejar de pensar en los miles  de hombres que morirían. Pero  cunado leía la carta de Sol, se sentía invencible.
Por otra parte, él había sido el hombre más  odiado por los  rebeldes y  ahora pretendía defender sus  ideas  hasta llevarlas  al   triunfo.
El  General  Pizarro, era el mejor jefe  del  ejército, pero el  números de combatientes era inferior. Y tenía que tener en cuenta, que la ayuda económica del  clero y de los hacendados sería para las tropas leales.
La cuestión  sería diferente si  pudiera  contar con  los  guerrilleros,  pero  ellos  nunca apoyarían al que había sido  su peor enemigo. No  podía contar con  ellos, como tampoco con su pueblo, pues  como decía María Soledad,  eran un  terreno  estéril y  no apto para que germinen   los ideales de la revolución. Simplemente, un desierto humano, como ella lo había llamado.
Y recordó la barbarie y  la  anarquía que se habían dado  en  la  Revolución Rusa, en   la  francesa y  en  otros   países donde  las  hordas  habían provocado enfrentamientos de civiles, de modo que decidió  sincerarse con Pablo para pedirle opinión.
 Por eso, una noche le  pidió que  lo  acompañara  hasta  su  casa y cuando   estuvieron  allí, él le  confesó  su plan.  
- ¿Acaso quieres convertirte en presidente?- le preguntó Pablo
- No es eso lo que busco. Me  propongo  llevar a  cabo   los  deseos  de  tu hermana.
- ¿Te has  vuelto  loco?
-Lee  esta carta - le dijo, entregándosela
 El   rostro de  Pablo cambió diez  veces  de  expresión mientras  leía, de puño y  letra de María Soledad, las razones que ella había tenido para convertirse  en  guerrillera.  Y no  podía creer que  tuviera argumentos políticos tan sólidos.
Aunque  después de leerla, dijo:
-Comprendo que hayas enloquecido con  todo  esto pero me parece que  estás dejándote llevar por los  sentimientos  y no  por la  razón.
-Te  equivocas. Yo estuve todo este tiempo en una hacienda y pude comprobar la explotación que se realiza con  los peones. ¡Mírame  las  manos!- le dijo, mostrándoselas
Pablo no salía de su asombro y  lo miraba estupefacto. No sabía si el demonio o Dios inspiraban esas ideas en la mente de su amigo y compañero. Pero su rostro, el tono de sus palabras y sus ojos, reflejaban su pleno convencimiento de lo que se proponía llevar a cabo.
- ¿Tenías que ir hasta allí para saberlo? ¿Llegar a esos límites?
- Sí, porque de otra forma no creerías. Trabajé de sol  a sol, soporté la miseria, la mugre, el  maltrato y pude conocer el dolor. No hay otra manera. Los mineros y los peones rurales son   tratados  como  bestias y no   tienen  esperanzas  de sobrepasar los 30 años.
-Ellos no sirven para otra cosa. No  todos  podemos  gozar de una vida cómoda. -dijo, Pablo
-Tú no sabes nada, como yo no  lo sabía antes de  estar allí. Viven como cerdos, mueren sin  asistencia médica, sus jornales  jamás   llegan  a sus  manos, porque  en  la tienda de raya, el  patrón  les  vende mercaderías  al   precio que quiere, los niños  trabajan más de  ocho horas. Eso es  un infierno- insistió, Juan Cruz.

Pablo  estaba perplejo  por lo que  acababa de oír y jamás podía dudar de él.
-Te creo, pero no comparto  la  idea de una guerra. La otra mitad de soldados regulares son numéricamente superiores y no  podrás vencerlos-dijo Pablo.
-Yo  no dije  que   fuera  fácil, sino  que  debemos  hacerlo por la memoria de  tu hermana
Un nudo apretado en su garganta  impidió que Pablo  respondiera y sólo  atinó a  asentir con  la cabeza.  Juan Cruz supo  entonces que  él  estaba de  su  lado.
-Lo haremos, Pablo. Ahora vamos a cenar. Mira, cocinaré un pollo al horno y luego seguiremos conversando sobre  el  tema.
-Bueno, yo  te ayudaré
-Ya casi  está   listo -le aseguró él
-Voy  a ducharme, entonces.
-Ve,  yo   iré después.
Juan Cruz, se quedó solo en esos  instantes  y  el   rostro de Victoria volvió a  pre­sentársele. Pero  la idea de mortificarla con los avatares y las zozobras de otra guerra,  hizo que desechara la idea de  volver a verla, al menos, por el momento.
Pero cuánto  la  extrañaba y por primera vez, sentía que  la amaba. De cualquier manera, ella lo entendería cuando volviera a buscarla y si acaso  moría en batalla, sería  mejor que siguiera creyendo que él la había abandonado como un cobarde, para que pudiera olvidarlo.
Cuando  la mesa estuvo lista, el  tema volvió a aparecer entre cubiertos y manteles.
-Si  pudiéramos contar con  los  guerrilleros  que  cruzaron la frontera, los igualaríamos en número -dijo Juan Cruz
- ¿Y  por qué no podemos contar con ellos?
- ¿Te imaginas  apoyando  a quien  fuera su enemigo?
-Pero yo  puedo  convencerlos porque  soy  el  hermano de la Comandante Sol.
-Tienes   razón y  tienes  motivos  para querer vengarla-le dijo     
-Estoy  dispuesto  a  ir allí,  pero será mejor que lo haga cuando tengamos un plan y una fecha para comenzar con esta lucha.
-Será el   próximo mes.- dijo Pizarro
- ¿No  es   prematuro?
-Recuerda que en ese mes damos  las   bajas   en  el  ejército.
---No entiendo adónde quieres llegar.-le dijo Pablo
--- Nosotros no daremos la primera baja y cuando  lleguen  los soldados nuevos de ellos, los atacaremos con los más experimentados. Será antes de que puedan entrenar a los soldados que se inician.
- Eso no es ético y hasta  es criminal.-exclamó Pablo.
- Toda guerra es criminal ¿Acaso nosotros fuimos éticos  con los   rebeldes?
- Tienes razón, Juan Cruz. ¿Cuándo es  la primera baja?
-El 13 de Abril, ése  será  nuestro  día.
-Saldré poco antes de esa fecha para hablar con  ellos.
-Nadie debe saberlo Pablo.
-Ten confianza en mí.
-Este será  el   estatuto de la revolución, léelo -le dijo, dándole unas hojas.   
                             
Pablo las leyó mientras bebían café con una copa de  licor.
-Deberás llevarle una copia a los  rebeldes, así  sabrán por qué  estamos  luchando- agregó Juan Cruz
-Esto parece una Utopía -comentó Pablo
-Vamos a vencerlos, ya lo verás.
--- ¿Crees  que  podremos  con  el  tremendo  poder que tienen  los  terratenientes  y el  clero?
-Seguramente, cuando asuma la presidencia tendré  que juzgar  y  fusilar a unos  cuantos,  para que   los  demás entiendan que  esto va  en serio.
- ¿Te convertirás  en un dictador?
-Necesariamente, pero seré un dictador  para defender los derechos humanos de  los más  débiles.
-Yo pensé  que  llamarías  a elecciones, porque nosotros siempre apoyamos a la democracia.
- ¿Sabes   tú  lo que  es  democracia?
- La entiendo, aunque no  sé definirla claramente-dijo  Pablo.
-La democracia no es tal si no se dan ciertos  requisitos
- ¿Cuáles?- insistió Pablo
-En  primer lugar, el pueblo debe tener cultura cívica, o sea, conocer los derechos humanos y los deberes que tiene para con sus representantes. Y eso no ocurre en los países subdesarrollados-dijo él.
----Entonces la democracia se convierte en  una trampa para legalizar el poder de quienes  someten al pueblo a padecimientos inhumanos.-concluyó Pablo
---- Además, el  ganador de las  elecciones  debería  tener más del  cincuenta por ciento de  los  votos, pero no de  los  votantes, sino del   total   del   padrón en condiciones de votar. Eso obligaría a tener los padrones al día y  a fiscalizarlos por todos los partidos.
--Habría que empadronar a los muertos por separado para poder cotejar. Y los que no quieren votar serían considerados  como votos en  blanco.- propuso Pablo
-- Se usaría un sistema de  segunda vuelta - agregó, Juan  Cruz.
-Cada país  usa un sistema electoral distinto.
- Sí,  pero  algunos no  son democráticos.  ¿Qué crees  que  puede  elegir un  pueblo sumido  en  la  ignorancia? ¿Con qué  criterio vota? Fíjate que en  las   primeras  repúblicas, o sea en  Grecia y luego en Roma, la gente se inclinaba por el  mejor orador y no por el mejor programa de gobierno porque no entendía cuál era la mejor opción.  Y  eso sigue  siendo  así, porque sus conocimientos  sobre  política son casi nulos, se vota por cuestiones  sentimentales  o por tradición  familiar. Y eso no  es  democracia -dijo Juan Cruz.
-Tampoco lo es cuando no participa el  pueblo  en  las decisiones, cuando hay hambre y la gente no tiene trabajo, porque  en la miseria, el hombre no es libre.
-Así es Pablo. Si te oyera tu hermana estaría orgullosa de ti. Ahora,  vamos  a dormir.
--Sí, es tarde. Hasta mañana-dijo, antes de salir.

                            LA MISIÓN
En dos semanas debían iniciarse las acciones y Pablo partió hacia el Norte para cumplir con la misión encomendada por el general Pizarro, quien lo despidió lleno de esperanzas y deseándole suerte.
Mientras en la hacienda, Victoria seguía sin entender el proce­der de Juan Cruz, a menos que su huída respondiera a su cobardía por confesarle su falta de amor y de compromiso por ella.              
Y como era una mujer fuerte, asumió su ausencia con resignación disponiéndose a continuar con la naturalidad de un bostezo.  Y lo hizo, guardando bajo llave su tristeza y sacando del cajón de los olvidos la  práctica de  la equitación, sus clases de piano y el arco iris de su sonrisa.
Su hermana Laura, no se atrevía a hablar sobre ese asunto, pues suponía  que Juan se había marchado  por causa de sus intrigas y eso, la mortificaba.  Sin embargo, una noche en que las dos quedaron solas en la sala, Laura no pudo soportar más el peso de sus culpas y le confesó a Victoria que estaba enamorada de Juan y hasta le pidió perdón por esas intrigas, que según ella, motivaron el alejamiento de Juan.
Victoria trató de suavizar las tensiones, desvinculando ese hecho con la incomprensible desaparición del hombre que amaba. Y a partir de ese momento, su relación con Laura  comenzó a ser más estrecha. Tanto que su madre, se sentía feliz al verlas tan unidas y dispuestas.
Pero una mañana, en que todo parecía haberse normalizado en su vida, Victoria tuvo la certeza de que estaba embarazada y una dulce sensación comenzó a invadir su alma, porque ahora Juan estaba atravesándole la sangre con su sangre, en sus entrañas.
Y se sintió fuerte como un árbol empollando semillas o como un pájaro anidando sueños, o quizás,  como una gaviota cultivando  atardeceres junto al mar.                                      
Y con el correr de los días, un médico confirmó la noticia, de que un  hijo le iluminaba el horizonte, como un sol recién llegado.
Sin embargo y por el momento, no podía enfrentar a sus padres. Necesitaba meditar sobre cada detalle, conjugar los verbos en futuro perfecto y analizar  los complementos de lugar, de modo y de tiempo, para encontrar un adverbio que pudiera   modificarlo todo.
Y tomó una decisión. Tenía unas joyas y un dinero ahorrado que le alcanzaría por  un tiempo. De modo que preparó su ropa y por la noche alquiló un coche que la condujo a la capital. No sin antes, dejar una carta para que no se preocuparan por ella.
Aunque pensó en ir a casa de algún familiar desechó la idea y decidió alejarse de todo el mundo, para poder criar a  su hijo sin influencias de nadie.
Llegó a la capital  en una noche de lluvia,  de esas que parecen convocadas por el demonio, con grandes charcos que inundaban los zapatos y gotas copiosas, que disimulan las lágrimas. A esa hora, ya no se olían  mistoles ni  tortillas recién horneadas.
Victoria sentía que sus días, habían perdido la huella y su corazón, latía arisco tratando de encontrar su rumbo. Pero pensó que había tantas nubes en el cielo, que nadie notaría  las que tenía en el alma.
Y a pesar de su melancólica tristeza, la ciudad se veía  hermosa con esas casas de estilo colonial y de amplios jardines.
El césped de la plaza  parecía una alfombra, que acallaba los pasos de la gente, que caminaba ensimismada en sus quehaceres cotidianos.
Después de buscar un rato, rentó una habitación ocultando su verdadero nombre para  que su familia no  pudiera encontrarla. Con el correr de los días se adaptó al lugar y hasta le  parecía hermoso.
El cuartel General estaba cerca pero ella nunca intentaría acercarse y cuando salía de com­pras, observaba a las muchachas de la ciudad, con esos modales desenvueltos, luciendo sus cabellos cuidados y su ropa elegante. Y era en ese momento, cuando pensaba que un General del ejército jamás se casaría con una campesina sin estilo y que, posiblemente, muy pronto caería preso de otras miradas con menos escrúpulos y hasta tuvo la seguridad de que María Soledad, lo había enamorado porque había sido una mujer refinada.
Por suerte, la dueña del hospedaje era una mujer muy sencilla y allí, la gente parecía gentil y no le hacía demasiadas preguntas.
Con el transcurso del tiempo y el pensar en su hijo lograban rescatarla de esos pensamientos oscuros que  venían a su mente, cuando solían dolerle las ganas, las uñas y los silencios.
Su vida en la ciudad se fue haciendo cada vez más tranquila y la paz, abría las puertas de su corazón a todo el mundo que quisiera entrar en su vida sin tocar el timbre.
A veces, sentía desconfianza de su futuro porque no encontraba un camino de sosiegos o un cielo libre de tormentas. Pero  no tenía alternativas, o  le confesaba a Juan Cruz sobre su hijo, o su orgullo se hacía cargo de  todo y  volvía  a su casa para poder criarlo sin privaciones. Pero aún tendría tiempo para pensar en ello, por ahora, estaba en paz.
El canto tempranero de los pájaros le recordaba a la hacienda y por eso, solía pasar la tarde en el jardín, arreglando las plantas o regando el césped. Tareas que le relajaban los nervios y la ponían de buen humor. 
Una tarde, cuando volvía caminado  desde el médico hacia la pensión, le pareció ver un  rostro conocido, que venía por la vereda de enfrente. Y a pesar de que se había quitado la barba y cortado el cabello, ella pudo reconocerlo. Entonces se volvió sobre sus pasos y entró  a la panadería para no ser vista por Juan Cruz. . Allí esperó  y cuando supuso que se había alejado, retomó su camino.
Por su parte, Juan Cruz, no hacía más que pensar en  ella y  deseaba terminar cuanto antes con  lo que  se había propuesto, para poder  ir a buscarla.
 Mientras tanto,  Pablo  regresaba de su misión y enseguida fue al despacho de Juan Cruz para comunicarle  los resultados
- ¿Cómo  te ha  ido?-le  preguntó  Juan, al  verlo.
-Logré convencerlos. Al principio desconfiaron, pero  al leerles los estatutos de la revolución se convencieron.
- ¿Qué  conseguiste?  -le preguntó Juan Cruz  
- El  día 10 estarán  a  treinta  kilómetros  de  la Capital  y aguardarán nuestras órdenes en  los  montes.
- ¿Creen que  tú diriges  las  acciones?
-No, ellos saben  la verdad. Y no es por mí sino por ti, que  ellos  vendrán -le aseguró, Pablo.
- ¿Cómo  fue eso?
-En un principio, ellos  no me  apoyaban porque  saben  que  yo no  tengo  mando  en   el   ejército, entonces, les dije que  tú  estabas  al   frente.
- ¿Te  creyeron?                                        
-Le creyeron a Sol porque  les mostré la carta.
-Perfecto. Entonces sólo nos  queda  esperar.- dijo Juan Cruz.
Pero  tenía que ver para creer, porque  tratándose  de  los   rebeldes  nada   era  para confiar.
Cuando Pablo se fue se tiró sobre la cama y como si la viera, allí estaba María Soledad  como aquella noche que pasaron juntos y que resultara tan  larga como el desvelo. La recordaba con esos ojos hartos de luna llena, de mares desatados, con sus cabellos dorados desparramados sobre la seda de su almohada. Veía su cuerpo perfecto y delgado, con su inigualable sonrisa de niña. Y hasta sintió el perfume de su piel, que era tersa y sutil como el aire.
Un sudor frío se instaló en sus manos y vio la palidez  sobre los labios de la muerte. Pero también la recordó sentada sobre aquella piedra, como abatida en una vejez de medio siglo, como si le dolieran las verdades en la piel y en los deseos insatisfechos.
Y no pudo más que llorar por dentro, sin una lágrima y sin el llanto fresco que desagua el dolor de las entrañas. Y lo hizo al recordar la luna de Noviembre o las mareas de las playas, en su ausencia. 
Y como si quisiera borrar de golpe su memoria, pensó en Victoria, esa mujer de carácter firme, de verdades tangibles y silencios prolongados. Su valentía, su sinceridad y su simpleza, le habían ordenado el caos de sus sentimientos. Y ese tierno recuerdo, iba acaparando los sueños que le hacían falta para continuar  en la búsqueda de un  amor, a largo plazo.
Mientras tanto, en casa de Victoria, Laura comentaba con su padre sobre la huída de su hermana, posiblemente, con Juan. Y Don Gonzalo se ponía furioso, mientras  prometía matarlo por haber  deshonrado a su familia.                                              
Pensaba en que, quizás, estuvieran trabajando en alguna hacienda. No podía sospechar que estuvieran en la ciudad.
Pero a  medida que pasaban los días sin tener noticias de su hija, las esperanzas de hallarlos se hacían remotas.
Su administrador preguntaba a los hacendados y nadie sabía nada. Parecía que se los hubiera tragado la tierra.
Su madre, muerta de miedo y fingiendo aplomo, rezaba para que Don Gonzalo no los encontrara, ya que ansiaba que su hija fuera feliz con el hombre que amaba.
Y a pesar de los esfuerzos de Don Godoy, nadie pudo decirles sobre su paradero y con el correr del tiempo, la búsqueda cesó y la resignación llegó. Todas las mañanas él abría la puerta del cuarto de Victoria y miraba su cama. Tenía la esperanza de que algún día, la encontraría allí. Pero eso no sucedió.

                EL GRAN DÍA
Era el   13 de  Abril  y Victoria bordaba  unas  batitas  sentada  en los sillones del jardín. Había vendido algunas  joyas y  ese dinero  le  permitía hacer una vida sin  mayores  aprietos. Había dicho a  sus  vecinos  que  era casada, para  evitar comentarios  malintencionados y llevaba puesta la alianza que  había sido de  su abuela.
Y si bien era respetada como una verdadera señora, atraía las miradas masculinas cuando solía pasear por los alrededores.
Una  tarde, cuando  la calma parecía un jazmín pintado al óleo, sin que ni  siquiera la brisa alterara su quietud, vio que la gente perdía la discreción de su voz y bulliciosamente, comenzaban a correr de un lado para el otro de la calle.                                                                       
En un  principio, ella sólo se extrañó del alboroto, pero  luego  vio que  los  vecinos   salían a la vereda  bastante alterados  y murmuraban con  nerviosismo.
Victoria dejó su bordado y se acercó a la verja donde pudo notar, el desconcierto de  las  personas  que  se juntaban como atraídas por un imán. Fue  entonces cuando alcanzó a oír el nombre de Juan Cruz Pizarro, en  boca de alguien. Y entonces, ya no pudo dominarse y salió a la calle a preguntar qué ocurría.
-Ha estallado  la  revolución-le dijo un vecino.
- ¿Qué  revolución?- preguntó  ella. 
-El General  Pizarro ha atacado hace unas horas  a su  propio ejército  y hay mucha confusión  en  las  calles. Es  mejor que no  salga señora, se habla de que  puede haber una guerra civil-le  recomendó.
•-   ¡Qué horror!-dijo, estupefacta.
Las mujeres  corrían  en busca  de sus hijos y los hombres  deliberaban  en  las  esqui­nas, mientras   ella, sin  saber qué  hacer, entró  al   hospedaje  y  encendió  la  radio.
Todos permanecían en  la  sala para  escuchar las  noticias. Se sentían confundidos, aturdidos, desconcertados como si el suelo no los contuviera con la firmeza de todos los días  y naufragaran en plena tierra.
A cada momento, la emisora  interrumpía  la   transmisión  para  pedirles que  permanecieran   en  sus  domicilios, ya que  estaba vigente el estado de  sitio.
Victoria se sentía desfallecer pensando en la suerte de Juan Cruz. Y quiso abrigar su miedo, pasando por sobre sus hombros la tibieza ausente de sus besos, que aún llevaba vivos sobre su piel. Pero luego, como si atropellara su intento de convocar la calma y el sosiego, sintió que la desesperación se apoderaba de todos y se respiraba en el aire como los geranios del parque.
-Recuéstese Victoria, no conviene que  siga los acontecimientos tan de cerca, se ve muy pálida- le recomendó la dueña del hospedaje.
-Quiero  escuchar las noticias porque  mi  esposo está en el  ejército-les  mintió.
- ¿De  los   leales  o  los   rebeldes?
-No  lo sé- mintió
-Pobrecita, no le hagan preguntas -dijo alguien del lugar.
En ese  instante, otro comunicado del  gobierno les informaba que la lucha  era encarnizada en  lugares cercanos  a la capital y gran cantidad  de  bajas  se habían  producido  entre  los   rebeldes. Victoria corrió a su  habitación porque  no quería  seguir oyendo. Estaba al borde de un abismo interior parecido a la locura. Tenía miedo por él y también por su hijo. Quería correr a buscarlo, pero no podía. Sus piernas no respondían al mandato de su corazón sino al cerebro. Y el  llanto  la ahogaba, extraviada en el mar de tantas dudas. Y  rezaba:
-Protégelo Señor, no permitas que él muera -repetía.
Juan Cruz y Pablo dirigían a los rebeldes desde el cuartel general, el cual tenía suficientes hombres como para resistir cualquier ataque en las afueras de la ciudad, con gran ventaja sobre las leales. Un río de sangre desaguó en los campos, los cuerpos mutilados, desparramaban trozos de vida en su paso hacia la muerte.
Los jóvenes, habían decidido ser dioses de la historia. Hombres que no se resignaban a no vivir mientras vivían.
¿Y el pueblo, adónde estaba? Escuchando la radio o los comentarios. Discretamente callado, con un silencio tan violento como el miedo. Tal vez ignorando todo, pero sintiendo algo. O tal vez sintiendo todo e ignorando qué hacer. Todo era posible, pero nada era seguro.
Las noticias que emitían los medios pretendían confundirlos, asegurando que  el   ejército  leal  estaba venciendo a los insurrectos, pero  en   realidad era  todo  lo contrario. Esto  influía en  el   ánimo   de  los   pobladores  y evitaba que  se  sumaran  voluntarios  a la fuerza  rebelde .
Durante toda la noche los disparos no cesaron y  las explosiones presagiaban los últimos días del planeta. Se oían los estallidos repercutiendo en las entrañas, en la piel del cuello, en la punta de los dedos y en la cuenca  de los ojos. La ciudad olía a muerte, como antes a rosas o a madreselvas.
Las explosiones  perforaban los tímpanos de los sapos, de las iguanas del monte y de los niños descalzos.
Entre las sombras de la incertidumbre, rondaba el espanto como los buitres en la carroña. Y la noche se enredó en los ruidos y entró en una agonía larga, casi  interminable.
Al  día siguiente, Juan Cruz Pizarro  envió a sus  tropas  a  refugiarse  en  los  montes. Durante  todo  el  día  los  aviones  surcaron  el  cielo y  los helicópteros sobrevola­ron los techos  tratando de captar cualquier movimiento sospechoso entre los civiles.
Por su parte, Victoria permanecía en su cuarto sin probar bocado. Recién por la tarde aceptó la sopa que le ofreció la dueña del hospedaje.  Se la veía demacrada y silenciosa.
Todos la observaban sin decir palabra, mientras las noticias seguían  afirmando la derrota de  las   tropas   insurrectas y eso a Victoria le quitaba el sueño, el recato y la respiración. Una  extraña sensación  le oprimía el pecho y  hubiera querido llegar hasta el  Cuartel  General  para ver con sus  propios  ojos   lo que  estaba ocurriendo, pero  enseguida desistió de  esa locura porque su hijo correría un  riesgo  innecesario.                                                                            
Lejos de allí, los guerrilleros habían entrado en acción después de haber cru­zado la frontera  y se aprestaban a atacar a un destaca­mento leal que se dirigía hacia ellos. Su victoria fue  tan  contundente que  las  noticias circulaban  por la ciudad pese a los  esfuerzos de los leales  por  acallarlas.   
Al conocer el triunfo rebelde, la mayoría de los mineros, los obreros de fábricas y  los  peones   rurales, se  unieron masivamente  a   las  tropas  de  Juan  Cruz.
Pero el  panorama de esa guerra fratricida era  desolador. Explosivos, detonando por doquier, cuerpos  mutilados  y  gemidos  de  dolor  entre los heridos que eran  trasladados  a   los  hospitales y muchas  mujeres  se anotaban  como voluntarias  para colaborar como enfermeras. A Victoria, le hubiera gustado  poder  hacerlo, pero su estado  le  indicaba que no  era prudente. Todo  el  mundo hablaba de  la  revolución y algunos  se sentían  consternados  por la suerte de su país.
El  clero y  las  familias  adineradas siempre habían colaborado  con gobiernos de derecha  y no  se   explicaban  la  alianza de Juan  Cruz  con  los  rebeldes. También  comentaban  en  el  hospedaje sobre  eso y  Victoria los  miraba sin poder responderles, pues sabía que nadie lograría  frenar esa  lucha que Sol le había inspirado, a pesar de no haberlo amado.
Ella sabía que las causas de la revolución eran justas y entendía perfectamente por qué estaban luchando.
El  camino  era uno  y hacia allí se  encaminaban  las  clases  bajas y  los  obreros  para seguir a Juan Cruz  y a Pablo  Núñez  del  Prado, a quien  el  amor por su hermana, lo habían sensibilizado hasta el  punto de luchar por sus ideas.
La guerra civil se había desatado  en  las  ciudades y  amenazaba con  ser vandálica y aterradora.
-Necesitamos  armas- le dijo Juan Cruz  a Pablo.
--Ya están  en  camino porque  el  Coronel  Álvarez,  nos   envía ayuda desde el  Oeste.
- ¿Qué clase de ayuda? -le preguntó Juan Cruz
--Armas, hombres  y  tanques.
-Excelente. El triunfo ya es nuestro. Aunque te diré que  no confió en el Coronel Álvarez, pues siempre ha sido un aliado del gobierno.
-No tenemos alternativas. No podemos armar a los campesinos con picos y palas
-Yo quisiera adelantarme en el camino para darme cuenta de cuáles son sus intenciones-le pro­puso Juan Cruz.
-Es  buena  idea, pero muy arriesgada.
-Más riesgoso es esperar aquí. Quizás él haya planeado atacarnos por sorpresa. Yo recogeré las  armas.
- ¿Qué harás  si  no  quieren  entregarlas  ni  seguir  tus   órdenes?
-Dispararé una bengala y los guerrilleros que  estarán  cerca, atacarán de inmediato.
-Correcto.
- Diles que  se ubiquen  en  el  lugar indicado por cualquier emergencia.
-Deberás  salir al  amanecer si quieres alcanzarlos   -le dijo Pablo.
Juan Cruz  estaba aventajando  a los   leales  pero  el  saldo de muertos y heridos era demasiado en ambos  bandos,  sin  que  aún  estuviera asegurado  el  triunfo.
Victoria no  tenía noticias  de Juan Cruz pero suponía que  estaba vivo, ya que de no ser así, las noticias lo hubieran  informado de inmediato. Además  estaba tranquila por sus  padres ya que  las  luchas todavía  no  habían  llegado a la hacienda, pero decidió  enviarles unas  líneas  para que no  estuvieran preocupados. Preguntó en  la pen­sión  sobre  cómo debía enviar las  correspondencias   y  le   informaron que  las  del  correo  no  llegaban  a destino, entonces  decidió   enviarla a través de ciertas personas  que hacían de  correos  y así asegurarse de que sus  pa­dres  la  recibieran. En ese  instante, un  joven del hospedaje le trajo la buena nueva:
-Los   rebeldes   están   triunfando, señora Victoria.
- ¿Cómo lo sabe?
--¿Es  que no escucha  las noticias? Los   rebeldes  ya han  tomado  las   emisoras  y  están informando que  las  batallas  están  llegando  a  su  fin y que  el   triunfo es de ellos.

Victoria se puso contenta, había enviado  la carta a sus  padres pero no les había dado su dirección. Pensaba en lo feliz que estaría Juan Cruz, pero no iría a  buscarlo. Su orgullo se lo impedía, ahora que sabía que él estaba a salvo.
Unos celos de niña adolescente le invadieron la mente, los oídos, le electrizaron el cabello, le doblegaron las uñas de los pies, el inmaculado cuello y un oscuro fantasma se le cruzó en el alma. Era la sombra de María Soledad y ella no podía soportarlo. Por eso, decidió quedarse en su lugar, sin exaltaciones, ni festejos de glorias, que le eran ajenas.Pero tampoco  era indiferente, porque sabía  que el gobierno de Juan Cruz sería un alivio en el sufrimiento de su pueblo. Y sintió la necesidad de acariciar su panza.
                  UN ERROR FATAL   
     
  Juan Cruz, había llegado  a destino  con alrededor de doscientos  soldados  y no alcanzaba a divisar al Coronel Álvarez.  Habían pasado más de seis  horas y todas   las   incursiones   realizadas, en  la zona donde debían encontrarse, fueron negati­vas.
Se comunicó con Pablo por su  transmisor y  éste partió hacia el lugar con cerca de setecientos  hombres.
Al  cabo de  cuatro horas, Pablo  divisó  las  colinas   en  donde teóricamente debía encontrarse con Juan Cruz, pero al llegar a ellas, un  silencio  sepulcral  le  alerta­ba de que  algo malo había  sucedido.
Sabía que él no  podía haberse  equivocado de lugar, ya que lo conocía   muy  bien, de  modo  que   envió   una   patrulla   adelante   para   tratar de localizarlo.
Al cabo de una hora sus hombres regre­saron, trayendo una   expresión  de   terror en  sus   rostros
- ¿Qué ha  sucedido? -les   preguntó  Pablo.
- Todos... todos fueron...asesinados -  le dijo el soldado, notablemente conmovido.
- ¿Todos? -gritó  Pablo.
-Todos están muertos.
- ¿Y  Pizarro?     
-No lo  encontramos.
        
 Pablo Núñez del Prado  galopó con su tropa hasta   el   sitio, que tenía un aspecto aterrador. Buscaron, uno por uno  y Juan Cruz, no se  encon­traba  entre ellos y
decidieron  continuar con su búsqueda porque, seguramente, había sido tomado prisionero
-En marcha soldados. Juro que destruiremos  a  ese  traidor-les  dijo.
Los   hombres   montaron  en  silencio. La rabia  le dolía  en las vísceras y le pesaba en la espalda. Y en  perfecta formación  aguardaron  órdenes. Hasta el aire, se  les había calentado y  estaban dispuestos a vengarse. Pablo cabalgaba como si el diablo lo llevara con todo infierno a cuestas y al  llegar a un punto en que  el   camino se dividía en dos, se detuvo y mirando hacia el  cielo, exclamó:
--Ayúdame  Dios  mío. ¡Juro que  vengaré  estas  muertes!
Y  siguió mirando hacia  el  cielo como atrapado por el vértigo de su  impotencia, como si  esperara una señal que  le  indicara cual  de los  dos  caminos  debía  seguir. De  pronto, se  lo  oyó decir:
-|Adelante. ¡Vamos  hacia  el  Oeste!
Anduvieron varios  kilómetros y por la noche, acamparon  en un valle. Desde allí, Pablo tra­tó de comunicarse  en clave, con  los  guerrilleros  que  estaban detrás  de  los  montes, a pesar de que la comunicación era  un  riesgo ya que podía ser captada por los enemigos. Pero tenía  que  hacerlo. Ellos respondieron enseguida, comunicándole que el  grupo de Álvarez había sido divisado a diez kilómetros de allí, por una de sus patrullas  y que  se disponían a descansar. Pablo se puso  en marcha de  inmediato  y también el grupo de  guerrilleros.                                 
Siguiendo  el  curso del   río  llegaron  a las  cercanías  del  campamento y esperaron a que se durmieran. Al  cabo de una hora llegaron  los  grupos  de  rebeldes que  estaban detrás  de los montes  y  juntos   dispusieron el  ataque. Los soldados  de Álvarez, eran  cerca de dos mil  y ellos  eran mil  quinientos,  sumadas  las  dos  fuerzas  
                    
  ---  Antes de atacar, debemos  saber adónde  tienen a  Pizarro-sugirió Pablo.
 -Enviaremos  algunos hombres  a averiguarlo-dijo, un   jefe  guerrillero.
Y así  lo hicieron. Cinco  hombres se arrastraron hasta muy  cerca de  los guardias  y desde  allí podían  ver todos los   movimientos,  gracias  a las  luces  de  los  fogones. De  pronto, observaron que  una  tienda estaba fuertemente   custodiada y supieron que allí se encontraba  el  prisionero.                                   
Cuando regresaron, comunicaron las novedades y decidieron atacar de inmediato rodeando el campamento.
Los  guerrilleros  entraron  en acción por la  retaguardia  como  estaba previsto y liberaron a Juan Cruz Pizarro, quien  enseguida tomó  un  arma  para  combatir.
Lucharon por casi dos horas y la batalla  fue   todo  un  éxito, pero con numerosas bajas. La alegría desbordaba a los combatientes, ya que  sabían que esa había sido la últi­ma  resistencia  de  los  leales.                             
Pero después de la embriaguez del júbilo sobrevino el cansancio, la quietud y la  lenta recorrida buscando  a  sus muertos en la negra oscuridad de una noche sin luna. Tuvieron que rescatar heridos y atenderlos, luego vino el recuento de los que nunca más verían el delicioso amanecer en el trópico.
Juan Cruz Pizarro había dado muerte  al Coronel  Álvarez,  pero  también había perdido a Pablo. Y como si fuera un niño, dejó llorar sus lágrimas por su  amigo
Durante mucho tiempo no olvidaría ese rostro. Tenía un rictus tan placentero como la lluvia de madrugada. Su cuerpo tibio en el amanecer de su muerte, le recordó al cuerpo de su hermana.
Eran las seis y a la misma hora él también se había abrazado a ella, como ahora lo hacía con Pablo. Tenía su misma paz y sus mismas facciones y lo estrechó como si quisiera aferrarlo para siempre, como para no dejarlo ir con ella, que parecía mirarlo por entre las nubes del alba. 
Luego lo trasla­dó al Cuartel  General, donde recibiría honores como un héroe.
Una tristeza sin límites le hurgaba el alma, las palmas de sus manos, la garganta, las plantas de los pies y la maldita memoria.
 Llevaba meses de añorar la paz y ese pedazo de infancia que quería recordar cuando se sentía vacío de ternuras y cobijos. Todos los Núñez del Prado habían desaparecido a causa de esa lucha fratricida Y la sal de tantas lágrimas lloradas comenzó a inundarle los surcos de la cara.
El   gobierno había depuesto  las  armas y su rendición era difundida  por  todas   las  emisoras radiales mientras los  pobladores  festejaban el  fin de  la guerra. El nombre de Juan Cruz Pizarro, recorría   las   calles  de  la   ciudad aclamado por la multitud.
Junto a la gente que se agolpaba en las esquinas Victoria irradiaba alegría y se sentía orgullosa de que ese hombre fuera el padre de su hijo.
Y esa noche, escuchó una proclama revolucionaria que se leía repetidamente mientras se anunciaba un mensaje de Juan Cruz Pizarro  de un momento para otro.
Victoria quería correr al Cuartel General y  dejar tirado en la calle su  rencor para  entrar a  sus  brazos sin vacilaciones, pero algo la detuvo, porque casi podía asegurar que  en ese momento, él no  tenía  otro pensamiento que  no fuera el  de María Soledad Núñez del Prado, a quien le dedicaría todos sus triunfos. Y estaba convencida de que ella, ya no existía para él.
Se había anunciado en la emisora, que desde  los balcones de  la casa de Gobierno él se dirigiría  a los  ciudadanos y  entonces salió con los demás a ganar su espacio entre la algarabía popular.
Victoria corría con sus heridas expuestas igual que liebre a medio pelar, para  seguir a las caravanas  Y  no sintió cansancio, sólo su ansiedad aumentaba a medida que  el tiempo transcurría  y  era   inminente la  aparición de Juan Cruz  en  los  balcones.
Y cuando por fin  lo hizo, los  aplausos  y vivas  de  centenares  de  personas  destrozaron el ámbito e irrumpieron, cual rayos encendidos de luz en pleno cielo.
-Ciudadanos- comenzó a decir - la lucha de  la Comandante Sol, que comenzó hace  cinco años, ha llegado  a su  fin. Y si bien ella, murió por el  bie­nestar de su pueblo, nadie  lloró  su muerte.  Esto no es un reproche, porque ella en realidad, está viva para siempre y es  a ella a quien nosotros debemos agradecer nuestras conquistas.  
                                                                                                                                                                                             
Victoria sintió que  no se había equivocado y  como  heredera de un anhelo sin explicaciones, supo que ya  nada podía esperar, que fuera  transparente, diáfano o brillante como el fuego.
El   pueblo la  aclamaba  a Sol y a Juan  Cruz, quien  continuó diciendo:
-Ella hizo que su peor enemigo  y que no  es  otro que yo mismo, continuara su  lucha a causa de  esta carta  que voy  a leerles y que  es un legado que ella dejó para ustedes, su pueblo.
Mientras él leía, a Victoria comenzó a faltarle el aire por la emoción de oírlo venerar a su gran amor. Sus piernas se aflojaban pero ni ese, ni otros muchos desencantos consiguieron alejarla de allí y continuó  firme hasta el final, cuando Juan Cruz fue aclamado cuando dijo que estaba a cargo del gobierno y que en los días sucesivos daría a conocer  el estatuto de la revolución.
Cuando  la gente  se  retiraba, en esa iluminada tarde de Febrero, ella caminó junto a ellos hasta  llegar al hospedaje. Y cuando estuvo en su cuarto sintió que su memoria guardaba algunas cenizas. Recordó como ellos se habían amado cuando cada uno se había perdido en el otro, desafiando la hondura del silencio. También recordó  cuando  sus cuerpos temblaban y  en el mar de sus ojos pudo ver esa repentina ternura, que apareció en los dedos del amanecer.
Lo recordaba poniéndose los zapatos, para escapar de las primeras luces, mientras le decía que la amaba, con esa voz ronca como de tos con insomnio. No  podía convencerse de que nada de  eso hubiera sido  cierto. Y no pudo dormir.
Sólo cuando el  sol se presagiaba en el aire, el cansancio la desplomó, como gato que hubiera sido sorprendido por la escoba.
Al medio día, cuando  se disponía a almorzar, se oyó por la  radio el  estatuto de  la  revolución,  que despertó  el   interés de todos  los  presentes.
Entre otras medidas, se anunció que abolían los  impuestos  de sello en  la Justicia, que las  tierras  serían repartidas entre los obreros rurales, fijándose una medida máxima para la propiedad y el  que  poseía más de  esa  cantidad  estaba obligado a venderla al Esta­do en  un  plazo de dos  años, con  la  amenaza de expropiación.                 
Se prohibía a los  extranjeros  comprar tierras  y tener propiedad  sobre mares y aguas del territorio Nacional. Se  expropiaban los territorios en posesión  del  Clero y se prohibía que  impartieran ningún tipo de enseñanza. Se  fijaba un salario mínimo  para  cada  trabajo y  para  cada  región.                                     
La jornada laboral sería de ocho horas, quedando  prohibido el  trabajo de los niños y  las horas  extras  por ser perjudi­ciales  para la salud.
Se otorgaba el derecho de huelga, de  paro y a sabotaje. Aunque para los  servicios  públicos los paros deberían anunciarse con diez días de anticipación para que el Estado pudiera brindarlos con  personal contratado sin que se pudieran descontar los  días a los obreros efectivos, ni dejarlos cesantes a causa de la huelga. Todo ciudadano, tenía derecho a un  lugar gratuito en el  cementerio para cuando lo necesitare.
- ¿Qué  te  parece Victoria?-le preguntó la dueña del  hospedaje.
- Excelente-dijo, satisfecha
- Enseguida  seguirán  anunciando medidas,  hay que  estar atentos-sugirió una vecina de cuarto.
- Mañana hay que comprar el  periódico  para leer todo  -dijo otra vecina.
- Deberá ser temprano pues, seguramente,  se agotarán -dijo Victoria
-- Anunciaron que  Pizarro hablaría  a  las   cuatro.-dijo  la dueña
- Entonces  descansaré un  rato--dijo Victoria, levantándose de la mesa para  ir a su cuarto.
Una vez allí, ella se preguntaba si su hijo se parecería a su padre y si cuando creciera estaría tan orgulloso de él, como ella lo estaba. Pensó que si era varón lo llamaría Lucas,  y si era nena, María Soledad, en honor a esos líderes, que a pesar  de todo, también eran los suyos. 
Después de su descanso austero, decidió sumarse  a quienes estaban aguardando las noticias y a las dieciséis en punto, él comenzó a hablar a la población.
Siguió con el estatuto, que disponía la prohibición de pagar sueldos  con vales y  el deber de los hacendados de asistir gratuitamente a los peones en la enfermedad y se establecía que  los obreros podían  formar cuerpos  gremiales   en defen­sa de sus derechos.
Establecía una indemnización para  los  despidos y se  reglamentaba  el   trabajo de  la mujer y los derechos  de  fa­milia.
Se establecía la pena de muerte para  quienes ejecutaran o dejaran morir a un  trabajador rural por falta de atención médica o de medicamentos.
Se nacionalizaban los  ferrocarriles que siempre habían estado en manos de  extranjeros y  de este modo subían  el  precio de  las  mercaderías transportadas y esto ocurría a lo ancho y a lo largo de toda Latinoamérica.
El estatuto revolucionario, fijaba un plazo de diez años para sanear al Estado y hacer cumplir  las leyes, luego del cual se convocaría  a  elecciones. Primero había que impartir  educación en las escuelas,  en las haciendas y  en las fábricas para que todos  conocieran sus derechos y sus deberes.
El ejército garantizaría el cumplimiento de ese plan de gobierno. La función legislativa no gozaba de inmunidad y sus integrantes podían ser destituidos por el poder judicial.
Victoria escuchaba con atención y las lágrimas transitaron sus mejillas a paso lento, como si el tiempo se hiciera  eternidad. Y tras escuchar el mensaje, se acostó con el corazón apretado entre las manos.   
              EL REGRESO 
Después  de  organizar el nuevo  gobierno, Juan Cruz Pizarro estaba decidido a regresar a la hacienda donde pensaba buscar  a Victoria.
Salió una mañana ves­tido de  civil y en un coche del  ejército hacia los  campos  del  Norte. No había querido llevar custodia sino sólo su chofer y por supuesto, que  nadie lo reconoció cuando  llegó a la hacienda de Don Gonzalo Godoy.
En el campo se ignoraban los detalles de la Revolu­ción porque los periódicos tardaban semanas en llegar desde la  capital y las señales radiales no llegaban a todos los sitios.
Pedro Vargas, lo   recibió  y   le miró  como  si fuera un extraño pero  luego de mirarlo un  rato, le  peguntó:
- ¿Usted  no es...?-dijo como queriendo recordar.
- ¿No me  reconoces Pedro?
-Claro  que  sí -exclamó, al oír su voz.
Se dieron un abrazo y  la alegría pintaba  risas  en ambos  rostros.
--- ¿Pero qué haces  con  esas  ropas tan elegantes?
- Soy  el  General  Juan  Cruz  Pizarro,  mi  amigo-le  dijo, seriamente.
--¿Qué  broma es esta, Gómez?
--Ninguna  broma, vine  aquí disfrazado  de  peón  y ahora vuelvo como presidente -dijo
-Resulta increíble, señor - dijo Pedro incrédulo
---Nada de eso, llámame Juan ¿Quieres?
----No sé si....bueno, Juan yo tengo que decirle que el patrón se  enojó mucho cuando usted desapareció -le dijo-
-No me  trates de usted, recuerda  que  somos  amigos. ¿Y dónde  está  el   patrón  a estas horas?
 --En  la Casa, si  quieres te acompaño a verlo.
-Vamos.
Caminaron  rápidamente y  entraron  sin  llamar para sorprenderlo. Laura bordaba un mantel  y  lo miró de reojo, sin  reconocerlo.      
Mientras  tanto,  Don Godoy salió a su encuentro.
-Él  es  Juan Gómez, Don Gonzalo- le dijo el   administrador.
- ¿El  que huyó como  un  cobarde?- preguntó Gonzalo
---Tenía que hacerlo, porque en verdad, yo soy  el  General Juan  Cruz Pizarro.
---- ¿El presidente? - preguntó incrédulo.
---El mismo -dijo él
Don Godoy no podía creerlo  y sin saber qué decir, lo miró con los ojos enredados en el desconcierto  y  Pedro dijo:
--Es verdad, Don Gonzalo.
-Bueno, yo no sabía... ¿Pero a qué ha venido  señor?-
- Nada de señor, soy Juan Cruz. Y vine a  pedirle la mano de su hija Victoria, Don Gonzalo.
Laura dejó de  bordar y   se quedó mirándolo. Él era Juan pero desbarbarlo  y   limpio.
---- ¿Mi  hija?-titubeó él
-Sí, su  hija Victoria ¿Adónde   está   ella?
-Bueno...ella...
--- ¿Qué le ha ocurrido?
---En   realidad   no sabemos  nada  de  ella. Se  fue detrás de usted y  creímos estaban juntos- dijo Don  Gonzalo.
- ¿Cómo es  que no lo  saben? - exclamó  él, con desesperación.
-La  hemos  buscado inútilmente. Hace  poco nos   mandó un  mensaje  donde nos   dice  que   está bien pero no  sabemos adónde  se  encuentra.
-Yo  voy  a  encontrarla, se  lo  prometo Don Gonzalo- aseguró Juan Cruz.   
-Por favor, hágalo- le pidió.
        
Juan  Cruz  Pizarro, salió de  allí   de inmediato   y  se dirigió  a  la  ciudad.
Mientras conducía,  pensaba   en   los  motivos  que ella  pudiera  haber  tenido para dejar  la casa de  pus   padres.
También   le  cruzó  por  la   mente   la  idea  de  que   ella  no   lo  amaba, ya que  no  se quedó  esperando por si él  regresaba  a  buscarla.  Sentía   temor, celos y estaba desorientado.
Entonces miró hacia  el  cielo y como si  hablara con María Soledad a través de su pensamiento, le pidió:
-Ayúdame  a  encontrarla y   sabré  que  me  has   perdonado.
No  bien llegó  a  la  casa  de  gobierno pensó  en   realizar la búsqueda. ¿Pero  por dónde empezar? El territorio era demasiado amplio  y  había  lugares   inco­municados.
Suponía que   ella se  habría ido a  la  hacienda de  algún  amigo de sus  padres. O tal vez, se habría enamorado de otro, así de pronto y sin  remedio.  Y sintió miedo de haberla perdido para siempre.
Mientras tanto, Victoria se había tranquilizado. Su  fuerza de   espíritu, la   convertía en  una extraña mujer serena  y  valiente  que a  la vez, maravillaba con su  ternura.
Una  tarde, la  dueña   del   hospedaje la   indagó:
- ¿No  cree  que  ya debería  ver a  su  esposo, Victoria?
-Estaba   pensando   en   ir a   verle -le  mintió  
-Él  no  ha venido  nunca  por aquí. ¿Acaso  me   oculta  algo? ¿Qué   cargo   tiene en  el   ejército?
-El   mayor de   todos
--- ¿Es General?
----No, es más que eso.   
La señora, seguramente esperaba una respuesta más explícita, pero al ver que ella se mantenía callada, no insistió.
Victoria pensó que debía mudarse de allí  ya que no podía sostener sus mentiras y tampoco le gustaba que le hicieran preguntas. Con esa idea se fue a su cuarto y en­cendió la radio. Al día siguiente buscaría otro lugar adonde hospedarse, de modo que aprovechó para acomodar y ordenar sus cosas.
Pero  en  ese momento, escuchó que se anunciaba otro mensaje del General Pizarro y aumentó el volumen, dispuesta a escucharlo con sumo interés. Sentía necesidad de  oír su voz, pues lo  amaba tanto que  se conformaba con  eso.
Enseguida lo oyó formulando un  pedido a  la  población: "Necesito localizar a Victoria Godoy con mucha urgencia. Cualquier persona  que  la conociere deberá informar a casa de Go­bierno ya que  es  muy  importante.
Ella no salía de su asombro, su corazón había estallado al galope. Necesitaba, pellizcarse para saber si no estaba soñando. Pero se quedó allí, sin  saber qué hacer y  el  mensaje  volvió  repetirse.
Entonces, decidió acudir al llamado de Juan Cruz, pero luego se arrepintió, porque  pensó que la buscaba sólo por  pedido de  sus  padres.
Al  día siguiente, se levantó  temprano y desayunó  junto a los  demás que se aprestaban a salir a trabajar.  Ella saldría un poco más  tarde  para  buscar otro alojamiento.
Todos escuchaban los informativos  de  primera hora y  al   terminar las  noticias, otra vez oyó  la voz de Juan Cruz, que ahora decía: "Necesito hallar a Victoria Godoy, de  26 años, cabello castaño y ojos del  mismo color. Es muy importante para mí encontrarla."
Victoria no podía creerlo, estaba tan  asombrada de escuchar ese tono de súplica que no tuvo dudas y muy emocionada le confesó a los presentes:
•-   ¡Yo soy Victoria Godoy!
Todos  la miraban como si ella hubiese  enloquecido. Luego la vieron subir a su cuarto y luego bajar con su bolso y con esa alegría que se explicaba por sí misma y que  la llevaba  a correr hacia la calle.
En minutos llegaba a la casa de Gobierno y entraba al  despacho de Juan Cruz. Con lágrimas de emoción, él  la abrazó en cuanto la vio y sin  reparar en nadie, la besó apasionadamente ante la mirada atónita de sus cola­boradores, quienes se alejaron de inmediato.
- ¿Adónde has  estado, mi amor? - le preguntó él
-Muy cerca, Juan
- ¿Por qué   huiste?
-Creí que no me amabas.
- ¿Qué  es  lo  que dices?
- Saliste de la estancia sin dame explicaciones-le  reprochó.
-En ese momento no quise hacerte sufrir, pues creí que aún amaba a Sol. Recién cuan­do llegué aquí y estuve lejos de ti, supe que  era a ti a quien amaba.
- ¿Por qué no me buscaste?
-No quería que sufrieras con esta guerra. Pensé que si moría lo mejor era que  tú pensaras que yo no valía la pena.
-Igualmente sufrí por ti y por...       
- ¿Por quién, Victoria?
-Por nuestro hijo, Juan Cruz.
- ¿De qué hablas? -le dijo, mirándole el vientre que ahora sí,  notó abultado.       
-De  esto que  tengo aquí-dijo acariciándolo con sus manos  

 Juan Cruz, levantó la vista hacia  el  cielo y  exclamó:
-Gracias María Soledad, por haberme  perdonado.
Victoria comprendió el diálogo y también agregó:
-Perdóname Comandante Sol, por disfrutar de  todo  lo que  hubiera sido tuyo.
Juan Cruz la estrechó en sus  brazos  y la besó una y otra vez. Por primera vez, ella se sintió ganadora en el corazón de ese hombre que tanto había hecho por calmar sus remordimientos. Y sintió que el  amor le había llegado como un milagro. Como si Sol lo hubiera realizado. Y entonces, ella dijo:
---Si es nena, se llamará María Soledad.
--- ¿Y si es varón?-preguntó él
---Lucas.
---Estoy celoso.
--- Celoso o no, se llamará Lucas- aseguró ella
--- Tú mandas, mi amor.
Los dos se disponían ahora a vivir  el reencuentro. Nada les  importaba más. Después  vendrían  las  ceremonias y las  formalidades  legales.
En  ese instante, él no era  más  que un simple hombre amando a una mujer. Y los dos fueron  a buscar un puñado de besos y caricias, bendecidos  por la gracia de su hijo.                                                                                                                                                                            
El pueblo dormía a esa hora. Y  como siempre, ignoraba que ese hombre, que hoy era su presidente, no era un héroe sino alguien que había aprendido a amarlos a través de una mujer a quien nunca  habían sabido valorar.
                  
                   EL OCASO
        
El poder autoritario de Juan Cruz, surgió como una necesidad para  poner fin a los abusos de un gobierno que no había respetado los derechos de los más pobres y para sosegar a una  clase alta, que sentía desprecio por los pobres, que estaban abandonadas a su suerte.
A ello se sumaba "La aristocracia política", for­mada por inescrupulosos,  cuyo único afán era sacar algún beneficio de los actos electorales y del vértigo democrático.
Estos sectores de poder económico se habían unido para au­mentar los suplicios de los más débiles, nunca para aliviarles las presiones.
La corrupción, la intromisión de la prensa y del Clero en los asuntos de Estado, así como el silencio y la complicidad de la Justicia, desvirtuaban el valor de la democracia, que se limita­ba a ser un sistema electoral y no una alternativa política.
Por otra parte, el sistema convalidaba un perverso modo de liberalismo a ultranza, donde los poderosos ganaban cada vez más derechos y divisas, en desmedro del resto de  la sociedad.
 El país heredado por Juan Cruz, estaba en una situación paupérrima por causa del desatino político de los dirigentes que reprimían ideas y derechos propiciando en el pueblo el analfabetismo y una miserable vida.
Claro que a la hora de los votos y para convalidar la barbarie,  se servían de ellos, comprándolos a bajo costo.
 Juan Cruz, sabía que sus decisiones  serían resistidas por esa clase poderosa a la que debía doblegar. Pero el cambio no podía seguir  esperando. Y si debía hacerlo imponiéndose por la fuerza lo haría, porque como dijera Sol, la forma de gobierno no importaba sino la dirección que se daba  al mismo y si algo se hacía  en beneficio de los débiles, esa  era la forma correcta.
Por eso, desde la mañana siguiente, comenzó a resolver las cuestiones más urgentes.
---Debemos nacionalizar los ferrocarriles-le dijo  a su ministro.
----Vamos a tener mucha oposición, creo que conviene esperar.
----Nunca, no debemos dejar que se organicen. La lentitud juega a su favor.
----Habrá que cortar cabezas, presidente.
--- Si pude fusilar a Sol, no me temblará el pulso con sus enemigos-dijo.
---Lo haremos, presidente. -dijo el ministro.
          
Día tras día, las medidas del nuevo gobierno producían júbilo y euforia en el pueblo, mientras que en­tre los poderosos terratenientes, militares, periodistas y el clero, se urdían intrigas y desobediencia, cuyo único fin era derrocar a Pizarro, a quien llamaban  tirano.
Pero él no se dejó doblegar y mandó a fusilar a quienes se rebelaban. Así, la "dictadura criminal de Pizarro", como la llamaban sus enemigos, fue como una bendición para los más humildes, que jamás habían recibido nada de nadie. Y  más  pronto que  temprano, Juan Cruz fue aclamado como un verdadero líder.
No obstante, el clero seguía conspirando desde los pulpitos y por esa razón, las iglesias quedaron vacías de los fieles que pertenecían  a las clases bajas y las misas se volvieron aristocráticas.
Tanto fue así,  que  hasta los sermones cambiaron de letra. Antes, se les hablaba de resignación  y ahora de  valor para rescatar la libertad perdida y se los incitaba a la resistencia.
Juan Cruz, se vio obligado a excluir al clero de la enseñanza privada para que no siguieran teniendo influencia en la mente de los niños y los jóvenes, si bien eso le valió la excomunión. Pero la fidelidad a la iglesia no pesaba tanto en la balanza como su gente, que  sentía tanta gratitud que juraban dar la vida por él.
        
Poco a poco, pero con trabajo sostenido,  el nuevo presidente cambió en ellos  la tristeza, por la esperanza. La pobreza extrema, por  mayores derechos.
Y al cabo de dos años, ya se veían avances, tanto  en su cultura, como en sus formas de vida.
Las viviendas de los peones rurales seguían siendo pobres e insuficientes, pero ahora tenían baño y habitaciones separadas para padres e hijos, tenían  agua potable y luz eléctrica.
Todavía no habían alcanzado un salario ideal pero habían ganado su derecho al descanso después de ocho horas de labor. Los menores ya no trabajaban y las mujeres se ocupaban de la casa y todos tenían asistencia gratuita a la  salud.
Sin embargo, las intrigas seguían acechando, como las brujas de viernes por la noche.
Los ricos odiaban a Juan Cruz, como Drácula al sol y esperaban el momento para debilitarlo, para dejarlo sin sangre, sin luz  y sin aliento.
Pero eso no ocurriría. Su gente era feliz  y eso se les notaba en los ojos, en la risa, hasta  en las canciones. Su alegría se respiraba a cualquier hora, en la brisa del mar, en  la tierra mojada, en los jazmines del aire y en el canto de los gallos. Se veía en el color de los moños que sujetaban sus trenzas, en la postura, en el cruce piernas, en la erguida cabeza, en la fuerza con que amasaban las tortillas.
Ya no tenían ni las canciones rotas, ni los pies helados, ni  las manos lastimadas, ni los ojos agobiados en las tardes. Y las garzas grises se volvieron  rosadas, en la imaginación  de los jóvenes.
Juan Cruz, sostenía la política  económica y la ideología de la revolución, con un nacionalismo que  exasperaba a los inversores extran­jeros, quienes hacían lo imposible para desestabilizar al gobierno.
Por ello, resultaba imposible comerciar con ciertos países, que siguiendo las directivas de la Banca Internacional y colonialista, le hacían a su país un boicot comercial para quebrarlo. Era lo que llamaban "Bloqueo comercial", para no llamarlo por su verdadero nombre que es  "Extorsión" o "Apriete"
Pero a través de los años, Pizarro resistió, gracias a las grandes cosechas, a la conservación de sus granos en lugares apropiados y al apoyo popular que era su mano derecha en la resistencia a las presiones foráneas.
 Poco a poco,  el pueblo  aprendió a defenderse y conquistar derechos  sociales.
Victoria era feliz al lado de ese hombre, que alguna vez, había combatido por una  causa contraria a la que hoy defendía con uñas y dientes, con mente y cuerpo, en la  luz y en la oscuridad.
----Juan Cruz, deberías descansar un poco, casi no disfrutas de tus hijos - le reprochó Victoria, un día.
----Tienes razón. El trabajo intenso  se te hace carne y luego extrañas su ritmo.
----Los años pasan y tú debes cuidarte un poco.
---Cuídate tú Victoria, porque yo nada haría sin ti.
---Me siento orgullosa de lo que haces. Aunque no  sé si pude estar a tu altura, pero siempre  te he admirado, Juan Cruz -le dijo ella.
---Tú has sido mi  verdadero motor.
---No te creo, siempre lo ha sido Sol.
----Ella lo fue, es cierto. Pero desde hace muchos años, tú ocupas ese  lugar.
----No digas eso..
---Claro que es así, Victoria. Tú equilibraste la balanza tanto en mi mente como en mi corazón. Sentí remordimientos por ella. Pero este amor sencillo y silencioso que me prodigas, hizo el milagro de iluminarme en esta lucha sin cuartel.
---Gracias. Nunca me habías dicho eso.
---Hay tantas cosas  que debería decirte, Victoria.
--Te amo, Juan.
---Cuando me llamas Juan, recuerdo aquella primera noche de amor.
----Tenía tanto miedo y coraje al mismo tiempo- recordó ella.
---- ¿Te gustaba Juan más que Juan Cruz?
----Me gustaba él y luego me enamoré de Juan Cruz-dijo ella riendo.
---Yo nada le diré a Juan, lo prometo.
Y así, la vida transcurría entre la paz  de las higueras y la aparente calma de los volcanes terciarios.                          Y la gente común, iba descubriendo de a poquito que tenía derecho al llanto desmedido, al asombro, a la sopa caliente, a caminar despacio, a soltar un grito, a mirarse en un espejo, a peinarse, a saber que tenía cintura, que podía mirar a los ojos, acomodarse el pelo, el sombrero o el bigote.
Y los trabajadores pudieron enfermarse, toser, usar pantuflas como sus empleadores, mientras las fábricas seguían padeciendo el bloqueo comercial del exterior y la materia prima les era retaceada, así como las drogas para medicamentos.
Esto obligó a favorecer el desarrollo de sus propias investigaciones químicas y  la elaboración de sus productos medicinales.                                          
Los "políticos" pululaban  a la  sombra, al sol, a la siesta, de noche, en casas ocultas y también en lugares públicos. Se reunían para elaborar estratégicas destinadas al derrocamiento de la dictadura, como la llamaban, levantando las banderas de una libertad que jamás habían puesto en práctica.
Así, los trabajadores rurales y los obreros debían estre­char filas  para  la defensa de sus derechos frente a los intereses de los poderosos, a quienes no  les quedaba  más que esperar la oportunidad de algún error sustan­cial en el gobierno de Pizarro, para torcerles la voluntad a los hu­mildes, como se le retuerce el cogote a los patos, cuando gritan fuera de hora.
Por ahora, Juan Cruz se sentía amado por su pueblo que veía en él  a un salvador enviado por Dios,  para aliviarle los males terrenales.  Y el tiempo transcurría con más gloria que pena, porque los adversarios sabían muy bien que cuando un pueblo aprende  ya no retrocede. 
    
Habían pasado diez años desde que Juan Cruz se hiciera cargo del gobierno y  los guerrilleros habían desaparecido de todo el territorio. Él se sentía relajado para  disfrutar de  la paz de su hogar y miraba a su hija jugando en los jardines de la casa de gobierno con esos bucles dorados que caían sobre sus hombros y pensó que el llamarla María Soledad, no había sido un error de Victoria, pues hasta se le parecía. En cambio Lucas, su hijo varón, físicamente se parecía a él, aunque  tenía el carácter de su madre.
En todos esos años, no había podido gozar de sus hijos ya que en los primeros tiempos de la revolución, los cambios no habían sido fáciles. Había tenido que fusilar a muchos saboteadores, confiscar tierras improductivas, bloquear fondos para que no fueran sacados al extranjero, etc.                                                             
Pero ahora, la revolución daba sus frutos. Ya todos lo obreros sabían leer, escribir y entendían bastante sobre  política, gracias a la prédica constante de los dirigentes, en sus organizaciones obreras. Los niños y jóvenes crecían sanos y fuertes bajo la protección estatal y consti­tuían el futuro de su país.
La economía creció. Se explotaban al 100% las riquezas y recursos del país, las fábricas tenían cada vez más producción y la estabilidad del salario no parecía  una utopía. Por fin, el hombre común podía hablar de libertad, porque precisamente, ella comienza a ser verdad, cuando el hombre se alimenta todos los días, tiene una vida  digna, una educación imparcial y además,  puede hacerlo con su propio trabajo. De ninguna manera se puede hablar de ella y menos aún de demo­cracia, cuando el ser humano no ha logrado ese nivel mínimo de vida, como para sentirse dueño de sus actos, conociendo el por qué, el cómo y sus consecuencias.
                   LA HORA SEÑALADA   
 
Ya  concluía  el  plazo que él mismo se había fijado para finalizar el gobierno de  transición, pues pensaba que su pueblo ya tenía  la madurez cívica suficiente, para intentar una democracia válida y decidió  emprender la  retirada.
Así lo anunció una noche, en conferencia de prensa, adonde aseguró que los partidos políticos podrían co­menzar a actuar, a rehabilitarse y hacer sus  campañas porque en  Diciembre,   llamaría al  pueblo  a votar.
Victoria  se había convertido, por  esos  años, en una persona muy querida y  respetada, que  trabajaba  junto a su  esposo  con verdadera pasión.
Pero lo curioso fue que  el  pueblo, lejos  de alegrarse por la noticia, se  entristeció. Lo  cual  desorien­tó al presidente, que comentó a su esposa:
-No  entiendo, acabo de  darles  la democracia que siempre  anhelaron y no  están  conformes.
-Deberás  postularte  tú  para que puedan  elegirte -le  aconsejó
-No Victoria, dejemos que demuestren lo que han aprendido. No quiero ser su guardaespaldas.
-Pero si  no pueden elegir a quien quieren, la democracia  no les sir­ve de nada, Juan Cruz.
-Temen a lo desconocido y no quieren afrontan los riesgos. Yo no voy a postularme, creo que con el tiempo, los hombres se gastan. Los nuevos, aportarán nuevas cosas y si los gobernantes no resultan ser lo que pensaban, tendrán que destituirlos. Eso es  lo que yo llamo tomar parte, vivir  lo bueno y  lo malo de cada cosa. La quietud de los pueblos  atrasa  su progreso. Un pueblo que no evoluciona, ni aprende a luchar por lo que cree justo,  es un desierto humano, como decía nuestra Comandante Sol.
-Las grandes mayorías nunca quieren apostar al futuro. Ellos son siempre conservadores, Juan Cruz.
-Los  que  tienen  el  poder tienen  el deber de velar por ellos-dijo él, repitiendo  la famosa frase de Sol.  
-Y tenía  razón. Pero  ahora el  pueblo ha  crecido y  puede valerse por sí mismo -dijo Victoria
-Tendrá que hacerlo porque yo no voy a postularme.-aseguró él
-Alguien dijo que los líderes, suelen entorpecer el  curso de  la historia.
---Eso es  una gran verdad. Hay que retirarse a tiempo.
---- ¿Pero es el momento oportuno?-Preguntó ella.
---Pronto lo sabremos. Ahora hay que dejarlos libres.
Los  meses  pasaron  rápidamente   y el  9 de diciembre las elecciones  otorgaron el poder a un hombre de  cuarenta años, que había prometido en su campaña continuar con la obra de Juan Cruz.
El flamante  presidente fue puesto  en    funciones  por Pizarro,  quien obtuvo la baja del ejército y  luego decidió radicarse con su  familia en  un país  extranjero
Los  primeros cuatro años se mantuvieron estables, con el nuevo presidente, mientras Victoria y su esposo veían crecer a sus hijos  con  rapidez.
 Pero los años pasaron y  otra vez llegaron las elecciones y el  presidente  electo, esta vez,  fue  de  otro partido.
Juan Cruz comentaba con Victoria sobre ese tema  y en la charla demostraba su  intranquilidad.
-El  pueblo se ha atrevido a cambiar y  eso  es  bueno. Sólo  temo a los  intereses  extranjeros y a la oligarquía terrateniente que van a tratar de recuperar  el espacio perdido.-dijo él
-Quizás se hayan vuelto patriotas- dijo ella, sonriendo.
-Esa gente no  tiene  patria, Victoria.
- ¿Qué crees  que  pasará?
-Depende del rigor y de  la  fuerza con que  esté decidido a enfrentarlos  el nuevo  presidente-dijo  él
---Dicen que el pueblo nunca se equivoca, Juan Cruz.
---Y es verdad, cuando vota lo hace siguiendo su razón. Lo que pasa es que el elegido, es quien a veces hace lo contrario de lo que prometió y lo traiciona.
---De allí que deba defenderse con el recurso de la elección revocatoria que instauramos en la constitución.
--- Es cierto, pero no hay nada que impida que la constitución sea violada, empleando la fuerza - le aclaró él                                                                  
       
Sin  embargo, el  primer año de gobierno  resultó   fatal  para la gestión. El nuevo  presidente, en un comienzo se mantenía cauteloso y eso trajo aparejado una  imagen de debilidad que dio origen a huelgas y  protestas  masivas.
Aprovechando el río revuelto, la oligarquía terrateniente buscó sus redes y cañas de pescar y se unió a la casta  militar conservadora y al clero, que utilizó los púlpitos para predicar sobre la necesidad de derrocar al gobierno. Y el  golpe de  Estado no  tardó  en  llegar.                                            
No hubo derramamientos de sangre, porque cuando  el  pueblo despertó una mañana,   se enteró de que habían asesinado al  presidente, disuelto  el  congreso y una nueva proclama se  escuchaba  a cada momento. Los  Contra-revolucionarios  respondían a los  intereses  extranjeros  representados por militares, el clero y los terratenientes.
Juan Cruz y Victoria, se quedaron absortos. Y  pensaron en lo inútil  que había sido todo su esfuerzo, para cambiar los  destinos de su  país.
Una tormenta de cenizas se aprestaba a caer sobre el pueblo, que como una estatua de piedra, carecía de reacción.
Y aunque los ojos se le salieran de las órbitas, ya era tarde. Ellos eran una máquina de matar, ya que los dirigentes obreros y los más destacados defensores de los derechos humanos, habían sido sorprendidos durmiendo y  colgados como Cristos sin cruces, ese amanecer.
El miedo se apoderó del aire, de la luz, de las sombras y hasta los buitres que rondaban los cuerpos, se volvieron  frágiles.
-Te  lo dije, Victoria. Ellos  no  dejan  escapar una oportunidad para destruir lo que tanto nos costó conseguir.-dijo con   tristeza
- ¿Qué  podemos hacer?- se preguntó ella.
- Nada. Ya no tengo juventud ni poder -dijo seriamente.
- ¿Y  el  pueblo no piensa en defenderse?
-No Victoria, sería un  suicidio.
-El  país está vencido.
-Por el momento. Pero ahora todos conocen sus  derechos, saben  lo que  es  vivir bien y no creo que estén dispuestos  a  retroceder -dijo él
Sin embargo, se  equivocó. El nuevo  régimen había implantado el terror, los  mártires aumentaban con el correr de los días y de manera muy fácil, se volvía  a someter al  pue­blo.         
Las   tierras   eran devueltas  a  sus  antiguos dueños, los niños  volvían a trabajar en  los  campos y la esclavitud  del  peón  se hacía aún más  cruel.
Su pueblo se había convertido  en un  rebaño de corderos  que dócilmente eran arriados hacia los  sembradíos  y  a   las  minas.
Juan Cruz no  podía soportar el  exilio. Se  sentía  viejo  con  sus  cincuenta y  cuatro    años y  ni siquiera su hija, que ahora  tenía diecisiete, lograba  rescatarlo de su depresión.
María Soledad Pizarro siempre  hablaba de esos   temas políticos con su padre, a quien  admiraba  profundamente.
-Me  gustaría estudiar en Francia-le dijo un día.
- ¿Has decidido  lo que harás?
-Quiero ser  escultora - respondió   
-Bien, espero que  Lucas  no decida irse también -dijo  resignado
-No  papá, él quiere  ser militar, como  tú-le dijo ella.
Juan Cruz, se quedó  sorprendido  por la decisión de su hijo, pero aún  era muy joven para  pensar en  eso.   De  ser así, debería retornar a su   país  para que  pudiera con­cretar sus  aspiraciones.
En   poco  tiempo, María Soledad  Pizarro  viajó a  Francia. Y a los dos  años,   Lucas  in­gresó a la escuela, secundaria.
Con  el   correr  de   los  meses, a pesar de que  todo continuaba  igual, Juan Cruz decidió volver a su país, pues ya no soportaba el  exilio que él mismo se había impuesto..
Atravesaron  la frontera por el Norte con la ayuda de algunos amigos  y  permanecieron de  incógnito en  la hacienda de Don Godoy, quien  los recibió con alegría.
Lucas logró ingresar a la escuela militar, pero por consejo de su padre no  dio a conocer su ascendencia.  Por suerte, el apellido Pizarro era  bastante común.
Victoria no se sentía segura en  la hacienda y escribió a su hija, para pedirle que no viniera desde Francia en  las  vacaciones.
Pero no bien,  ella  recibió  la carta de  su madre, decidió viajar de  inmediato pues  pensaba que  le ocultaba algo más  grave.
Por supuesto, nadie  podía  reconocer en esa muchachada a la hija de Juan Cruz,  de modo que no  tuvo inconvenientes  en  regresar a la hacienda de sus  abuelos.
Al  verla llegar, su padre no pudo dejar de  sonreír. Su acento  francés  la hacía muy especial. Estaba feliz, aunque sentía un agudo dolor en su pecho, que él atribuyó a su angustia por la situación de su país.
El viaje de María Soledad resultó realmente providencial, ya que  al  día siguiente, Juan Cruz moría víctima de un paro cardíaco.
La pérdida, dejó sus  huellas en   todos  los  miembros  de  la familia y Victoria no  pudo seguir ocultando su  identidad  a partir de  ese momento.   Y luego de que  los  restos  de Juan Cruz  fueron  enterrados  en  el  suelo de su patria,  todos  fueron  obli­gados  a marcharse nuevamente del país.
Así, una mañana  de invierno, sus hijos  partieron  junto a su madre y sus  abuelos hacia el vecino país donde  habían  pasado parte de  su  infancia.
Lucas, debió abandonar su carrera y  con  el  correr del tiempo, María Soledad se fue  transformando  en una extraña joven, introvertida  y desinteresada en tener amigos.
---- ¿No quieres volver a Francia?-le  preguntó su madre, una   tarde
-No, no   insistas. Nada ni nadie podrá lograr que me  olvide de  papá.
-Hija, la vida sin él es horrible, pero debe  continuar- le dijo, tristemente.
Estuvieron cerca de dos años en el extranjero y regresaron cuando  el gobierno de facto había cedido ante la presión popular y había otorgado  elecciones. Principalmente, porque el nuevo gobierno democrático les garantizaba que  no iban a ser perseguidos. Después del exilio, el país les pareció maravilloso. Sus montañas, el cielo,  el mar, todo. La hacienda de su padre, había continuado en manos de Pedro Vargas, quien la tenía muy bien cuidada. Laura, no se había casado y tampoco pensaba en ello. Al regresar, sus padres regaron de lágrimas cada baldosa de la casa, pero había nuevas  luces en sus ojos. Ya estaban ancianos y el futuro no les importaba demasiado. Sólo querían caminar junto a la acequia, tomándose del brazo y descubrir en la lentitud de su paso los desniveles de un terreno vivo y verde, como lo habían dejado aquella tarde.
                    LA RUEDA GIRA
En poco tiempo, la guerrilla había vuelto  a aparecer en  su país y una bandera con  el nombre de Comandante Sol, comenzó a flamear en  los montes.
Con el correr de los meses, el presidente fue cediendo a las presiones de la oligarquía y de los imperios extranjeros y el rigor del régimen había enardecido a los jóvenes quienes preferían ser héroes a ser esclavos.
María Soledad Pizarro, conocía a la Comandante  Sol por su madre, quien  le había dado a leer la carta que ella le dejara a su pueblo.
Eso pareció  entusiasmarla,  a tal punto, que siempre le preguntaba  algo sobre  esa lucha, que le pareció maravillosa. Y fue  por eso, que comenzó a interesarse en las ciencias políticas.
Sus compañeros de estudio solían hacer reuniones a las que ella no asistía porque no sentía  lazos de amistad con ellos, pues  había vivido afuera mucho tiempo. Era bastante retraída y le gustaba mucho leer sobre historia, como a su madre.
A medida que analizaba sus lecturas, sacaba conclusiones críticas, ya que los libros contenían  temas muy tergiversados sobre los hechos históricos y muchas veces, contribuían a la desinformación o tenían el propósito de formar ideas falsas sobre los acontecimientos históricos.
Por eso,  muchas  veces, se sentía desanimada para continuar con sus  estudios.
        
Una noche,  cansada de su propia depresión decidió aceptar ir a la fiesta del club social  donde había sido invitada por una compañera. Principalmente, porque le gustaba bailar.
 La fiesta comenzó a salón lleno y los muchachos no dejaron pasar la ocasión para invitarla y  María Soledad, enseguida se encontró bailando en el centro de la pista.
Pero cerca de las tres de la madrugada un gran apagón confundió a todos.
Y mientras algunos de los presentes procuraban alumbrar con lo que tenían a mano o encender unos faroles de aceite, que estaban en lo alto de las paredes, se escuchó un gran estruendo.
Todos comenzaron a gritar y una gran confusión se apoderó de todos los que pretendían escapar del lugar, al sospechar  que se trataba de un atentado.
Otra explosión y muchos disparos se oyeron muy cercanos  y en ese preciso momento, María Soledad fue tomada por un brazo y llevada a la rastra  hacia un vehículo en plena oscuridad. Ella creyó que se trataba de un secuestro común, con pedido de rescate, que por esa época se habían hecho frecuentes.
Todo se desarrollaba muy rápidamente. Y pronto sus secuestradores  iniciaron la marcha en un vehículo y ella se dio cuenta de que estaba siendo secuestrada por personas fuertemente armadas, que usaban capucha  y  que se parecían más a subversivos que a delincuentes comunes.
En la parte de atrás, venían otras personas que no podía ver, ya que no podía moverse, por orden de sus captores.
Se notaban nerviosos y ella tenía miedo.
Hicieron muchos kilómetros a gran velocidad en una noche  que estaba muy oscura porque no  había luna.                   
Cuando el jeep parecía no poder continuar por el dificultoso terreno,  la hicieron  descender y la llevaron caminando un  largo rato por un lugar de monte y matorrales.
Después de la caminata, que le pareció interminable,  avistó un campamento y al llegar allí, se dirigieron a una de  las  tiendas donde comenzaron a interrogarla.
.---¿Quién eres? -le preguntó un  joven
Ella no respondió pero entendió que sus captores eran guerrilleros y eso la tranquilizó, tanto que  enseguida, se decidió a hablar:
-Soy la hija del general Juan Cruz Pizarro.
--- ¿Ah, sí? Yo soy el comandante Che Guevara en persona- dijo el  muchacho esbozando una sonrisa burlona.
--- ¿Vas a hablar o no?- Le dijo amenazante, con la pistola en su cabeza
---Yo soy  María Soledad Pizarro-insistió ella
         
 Y al ver que no le creían, comenzó a recitar la carta de Sol, que había aprendido  de memoria.
El muchacho se puso serio,  no podía creer que se tratara de la hija de uno de sus  líderes  y que  llevara el nombre de la mujer  que seguía siendo la  jefa  de    los  rebeldes.
María Soledad lo vio cambiar de expresión y se sintió feliz de ese reconocimiento a su padre y a la Comandante Sol.
El joven anunció al grupo lo que acababa de  verificar y una ruidosa alegría se apoderó de todos.                  
Luego, otro de los rebeldes, que parecía ser un alto jefe dijo:
--- ¿Tienes documentos?
---Está en el bolsillo de atrás.-dijo indicando el de su pantalón.
---Dámelo-le ordenó.
Ella sacó su documento y se lo dio. El joven se veía muy impresionado y la miró a los ojos, como queriendo reconocer en ellos algún rasgo de Pizarro.
Al darse cuenta de ello, ella le advirtió:
--- Sólo en mis pensamientos hallarás un parecido a mi padre.
-- María Soledad Pizarro, serás  liberada de inmediato en honor a tu padre y a tu nombre- dijo él.
Y acercándose  a ella, se quitó la capucha,  para demostrarle su confianza.
Tenía unos  ojos  claros y una melena ensortijada y rubia. Ella  le  sonrió.
-El sol ha salido otra vez- le dijo él a los demás- Ella es hija del General Pizarro y lleva el nombre de nuestra Comandante.
Al  escucharlo todos la aclamaron a viva voz y María Soledad se sintió reconfortada.
 
-Yo no   merezco ser aclamada.  Me hubiera gustado tener la misma generosidad y el valor que sus dos  héroes tuvieron, pero soy apenas una mujer como todas, que estudia la historia de su país pero que no tiene el coraje de modificarla. Y creo, como su Comandante, que los fusiles no pueden contra el poder económico. La revolución que nos debemos es la más difícil de todas y es cultural. Debemos hacer que  nuestro pueblo deje de ser ese desierto humano cuyas arenas son arrastradas por el viento hacia cualquier parte y pisoteadas  por las botas, para que se transforme  en una sólida y pesada roca que nadie pueda mover. Sólo cuando llegue ese día, la Comandante Sol y mi padre, podrán descansar en paz.
Pero eso que ella anhelaba estaba lejos. Había que  esperar a que  la historia hiciera girar rueda, para que se siguieran  sucediendo  en el  tiempo, las  dos   formas  de gobierno más  viejas  de  la humanidad y  que  ahora se  disfrazaban bajo otras formas, bien sean totalitarias o pseudo-democracias. Ninguna de las dos fueron beneficiosas para el pueblo, si no estaban  acompañadas de las intenciones nobles de sus gobernantes.
Sólo la educación, la formación de ciudadanos útiles a la sociedad, era capaz de producir el progreso y el desarrollo de la Nación.
La técnica era capaz de producir el primero, sólo el amor y la razón, eran capaces de alcanzar  la Justicia Social y el equilibrio necesario para  el desarrollo.
¿Pero  cuánto  había que esperar?  Esa era la pregunta que María Soledad Pizarro no sabía  responder.
Su padre siempre le había hablado sobre sus errores y sus aciertos.
Pero la situación de los rebeldes era difícil. No contaban con un número importante y su accionar no había ido más allá de una que otra escaramuza, algunos secuestros con pedido de rescate, que le permitía comprar armas o algún encuentro fugaz con las fuerzas regulares.
Ella expuso sus ideas y los motivos que la llevaban a pensar así. Se había dado cuenta de que las ideas eran las únicas sobrevi­vientes de los campos de batalla, porque el enemigo ya no combatía con fusiles ni cañones, sino que lo hacía, paralizando al adversario con la desesperan­za.
El mundo había cambiado en la segunda mitad del siglo XX  El hambre se había convertido en el arma principal. Así, se aniquilaba el cerebro, la resistencia y se esclavizaba a los países pobres, a los que también discrimi­naban, llamándolos despectivamente "del tercer mundo".
Ella le habló a los rebeldes sobre cómo el mundo entero sucumbía ante ese poder internacional que se traducía en poder económico ante la indiferencia de los demás países. 
El bloqueo comercial, la subvención de productos para producir dese­quilibrios, inflación, la recesión, el desempleo y la  miseria, que eran las armas modernas más poderosas y crueles para la  dominación de los pueblos mansos.
Negro era el panorama para los pueblos de Latinoamérica y de África, donde la semilla que más germinaba, el misil más eficaz y perfeccionado de esta nueva forma  de guerra era la ignorancia, cuyos efectos se traducían en muchos muertos, pero sin sangre, ni culpables visibles.
Estos grupos, se disponían a esclavizar a la humanidad sin dar la cara, como un asesino sin rostro, sin nacionali­dad ni sentimientos Y por ahora, ella no vislumbraba posibilidades ni esperanzas.
Se sucederían años de luchas fratricidas, de rebeliones  sin posibilidades de éxito. Pero algún día, los hombres dejaran sus armas y se armarán de paciencia y sembrarán ideas en esas mentes  áridas que hoy aceptan su derrota. Y sólo ese día  EL SOL HABRÁ SALIDO PARA TODOS.
Cuando María Soledad Pizarro, terminó de hablar los hombres aplaudieron, pero se quedaron pensativos. Los combatientes tenían la sensación de que sus palabras no habían sido en vano y que debían reflexionar para resolver otros modos más eficaces de lucha, si es que querían cambiar el  destino de su pueblo.
Todos sabían que María Soledad Pizarro había penetrado en sus mentes como la bala de un fusil y estaban resueltos a seguir luchando hasta perder la vida, pero con eficacia.
El derrotar a la ignorancia era ahora el primer desafío. Las armas, de ser necesarias, vendrían después.
Era el amanecer y el sol asomaba por entre los cerros cuando ella fue conducida de regreso a la ciudad por el máximo jefe guerrillero
---- EL SOL HA  VUELTO A SALIR-dijo él, antes de emprender la marcha.
Página 1 / 1
Foto del autor NORMA ESTELA FERREYRA
Textos Publicados: 38
Miembro desde: Jan 31, 2009
0 Comentarios 814 Lecturas Favorito 0 veces
Descripción

Novela basada en la lucha de clases , en la opresion de un gobierno dictarial y la lucha guerrillera, donde el amor y el drama están presentes

Palabras Clave: drama-novela amor- guerrilla

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficción



Comentarios (0)add comment
menos espacio | mas espacio

Para comentar debes estar registrado. Hazte miembro de Textale si no tienes una cuenta creada aun.

busy