LEON VIEJO
Publicado en Dec 02, 2011
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El día de mi jubilación acudí a las oficinas de Educación Estatal para entregar los papeles pertinentes en este derrotero de liberación laboral. Estaba el cielo amenazante y las nubes, embarazadas de agua, daban la apariencia de no soportar el peso invisible del viento. El matiz de la realidad se obnubiló y los árboles, con sus pájaros anidados, desnudaban sus hojas marchitas, cantando un crujir otoñal. Así llegó el esplendor del afelio.
Nos precipitamos hacia los refugios improvisados ante el sordo picoteo del agua en nuestras cabezas. Apenas corrí al interior de las oficinas, atravesando un portal construido en el siglo XVIII. Éstas son ancestrales, con placas metálicas en las entradas y rezan, “en esta casona construida en el año de 1767 nació el ilustre…”, y poseen desde sus entrañas un cansancio de mampostería que según el dominio público están en pie por puro milagro. El gobierno no ha podido –ni querido–  construir un digno edificio para administrar una de las labores más antiguas y estomacales que ha existido desde los tiempos de la Academia de Platón: la educación. Y al admirar estas construcciones de los tiempos de La Ilustración, donde se puede respirar aún el espíritu de Vicente María Velásquez,  me mantengo en la firme convicción que un país como éste del tercer mundo –o en vías de desarrollo, para ser más diplomático– no tiene el más nimio ni efímero interés en invertir (aun el tiempo) para educar a sus compatriotas. Así como el caliche de estas paredes urbanas que sudan historia, así es el discurso en campaña quien jura y perjura que invertirá en lo que se cree será el futuro del país: la educación. ¡Qué pensaría Aristóteles del discurso si viviera!
Mientras observamos con aquiescencia el cantar monótono del agua, algunos sacan sus paraguas y otros, menos preparados, son víctimas del que siempre trae consigo la lluvia, el vendedor de nylons. Por momentos la sinfonía del viento, cuyos bemoles intempestivos provoca que los niños cubran sus oídos, obliga a adentrarnos en las casetas de cobranza. Los empleados comentan con sonrisas sorpresivas las ráfagas que azotan los portones de madera unos contra otros. Los zapatos han relucido un brillo de pez metálico y charcos improvisados ofrecen el reflejo del cielo agresivo en esta mañana milagrosa de mi jubilación.
Estos temporales que la gente consensa a guisa de afirmación lo único que traen son mosquitos y bochorno, y remueve las entrañas destrozando las articulaciones de mis rodillas y cadera. Pero es soportable aún. Hace algunos ayeres me dicen anciano. Cuando tenía treinta y cinco años y las lluvias de octubre consolaban mi falta de ubicación en el mundo, el duende de la humedad nocturna amacizaba mis huesos limitándolos a prótesis inútiles, lánguidos trozos de barro sin cocer. Bien es cierto que la costumbre hace de nosotros lo que somos más nunca habremos de hacer lo que nos venga en gana con la costumbre.
Un empleado, el cual supongo es jefe de la oficina, ha salido a darnos instrucciones para formar una nueva fila y así continuar con la rutina de recepción de documentos. Nos dio la orden amable de formar un zigzag apretujado, con el sano objetivo de ganar espacio a los charcos formados en la terraza. Algunos comienzan a impacientarse, mezclando sus protestas con el bombo implacable de este concierto tórrido y estruendoso. A lo lejos se escucha el detonar de un cañón, remanso del cielo que se libra con estrépito de su mal humor.
Al observar nuevamente mi documentación y asentir que no me falta nada, percibo una leve agitación de mi mano derecha. Espero poder firmar bien, lo más parecido a mi signatura en la cartilla de identificación oficial. Estoy a tres personas de mi turno. Preparo mis anteojos para no perder tiempo y revisar satisfactoriamente que todo esté en orden. Rio al recordar que fui meticuloso al extremo con mis rituales de profesor. Por supuesto fue motivo de críticas y elogios, así está hecha la vida, qué demonios, pero me funcionó los treinta y cinco años de servicio que estuve al frente de un aula. Llegaba media hora antes al colegio para revisar mi horario pues era descuidado con los días de la semana, confundía los lunes con los viernes, los martes con los jueves y los miércoles con mis vacaciones. Entraba al aula y advertía la madera de los mesabancos ambientada con la tiza del pizarrón y olor a libros guardados, y repasaba sentado en el escritorio la clase del día. Leía los títulos, ya no era necesario releer el texto a menos que cambiara de autor o casa editorial. Invariablemente metódico: ritual que sostenía el orden de mi cabeza y el ombligo de mi propio mundo.
Han abierto una nueva ventanilla y la empleada no sé si me llama o dice adiós, hasta que el jefe se aproxima: “sí, usted, pase a la ventanilla uno por favor”. Camino a prisa, con esa conmiseración de anciano cansado de respirar la cotidianeidad. Llego y sonríe una brisa fresca, no sé si es el clima o la calidez de su mirada.
–¿En qué le puedo ayudar?­– dice con el mecanismo crudo de los años burócratas. Le informo que ha llegado el tiempo de mi jubilación y llevo los papeles para solicitarla. Hace un gesto que traduzco en una felicitación y ofrece sus manos duras para entregarle la carpeta.
­       –Qué afortunado– dice mirando la documentación. Me limito amablemente a esperar pero su vocación social se interpone ante mi paciencia.
–Y dígame, ¿qué se siente ya no soportar esta carga que Dios nos dejó llamada trabajo? – dice aún sin mirarme.
–No me preocupo –sostengo– me deja otra llamada cobro quincenal. Ríe sin emitir sonido y por un momento siento que no es feliz, al menos con su trabajo. Me informa que llevará los papeles con el supervisor para que los revise y les dé el visto bueno. Y como queriéndome impresionar dice, “Vuelvo ipso facto”.
       Como es costumbre en estos trámites, espero no me salgan ahora con que mi acta de nacimiento tiene algún defecto, o que la firma de oficio del director del colegio no se parece a su rúbrica o que simplemente faltó mi cartilla de vacunación donde se especifica que ya tengo el refuerzo de la influenza. Vaya, si Molière viviera.
       La lluvia sigue necia e impertinente. Por momentos el suelo retumba, piel de tambor, contacto de rayos al fondo del horizonte. En verdad pienso qué será el pasar de los días con el tiempo de sobra. Siempre imaginé la jubilación como el prólogo de mi muerte. Pero qué va, con apenas sesenta años de vida aún tengo fuerzas para enfrentar un león. Me pregunto qué demonios vendrá ahora.
       — ¿Señor?—dice la empleada regresándome del sopor.
       — Si, dígame.
       — Todo en orden. Le voy a pedir que firme aquí, aquí y aquí, lo más parecido a su identificación oficial.
       Una satisfacción amarga recorre mis manos al estampar el garrapateo del bolígrafo. En realidad no sé si estoy feliz por esto; o tal vez sí aunque me preocupa qué va a pasar después. Como elegir entre la silla eléctrica y la guillotina.
       Le entrego los papeles firmados con la misma pulcritud nítida de los oficios notariales y me comunica que tendré que esperar aproximadamente un mes para que éstos vayan y regresen de la capital. Asiento porque no me queda de otra mas que consolarme con el proceso administrativo de la burocracia, y le doy las gracias a aquella empleada que gentilmente me ofreció unas palabras antes de retirarme del lugar, “Que Dios le dé treinta y cinco años más de sabiduría, profesor”. Sonrío por cortesía y contesto en mis adentros, “Ojalá tu Dios sea mi Dios”.
       Se me había olvidado que llovía. El viento tranquilizó su furor pero el agua ensañó la tierra de esta ciudad. Ahora caía vertical y podía apreciarse en las gotas un brillo luminiscente acromático. El vapor de la tierra emergió como si despertara de un largo sueño y bostezó al interior de nuestros cuerpos, empapando las ropas, expeliendo goteras de los poros. Encontré un rincón y guardé en la bolsa del pantalón el comprobante de mi solicitud. Así esperé, con otros impacientes, que este temporal extemporáneo saciara su desazón contra mis huesos.
       Alguien dijo algo incomprensible pero audible. Volteé la cabeza hacia mi derecha, donde los arcos formaban un largo corredor hacia el traspatio de la casona, y observé a una mujer que yacía con el cuerpo incómodo en el piso. Los más amables se acercaron asegurándose que se encontrara bien, pero ella gesticulaba, con un rostro de dolor, para dar por entendido que todo estaba bien. Algún instinto me movió hacia el incidente pero a unos metros detuve mi paso. A duras penas pudo levantarse y con ese hecho la gente se dio por satisfecha. Me acerqué para corroborar que su dolor no fuese grave pues cojeaba, y alcanzó a decir para justificar su vergüenza por qué carajo no habían secado el piso pues alguien terminaría con las patas rotas.
       La acuosidad de su mirada y el espectro cuyo haz me intimidó provocó un recuerdo lejano como el que produce la música, aunque herméticamente guardado donde nunca podrá habitar la memoria: el olvido. Entonces abrió el baúl antes que yo.
       —Profesor—dijo alegremente. Alcancé a afirmar preguntando pero esta vez ya no alcancé a recordar sino a tratar de construir un rostro conocido que nunca había visto.
       — Soy Luvina, ¿recuerda? Luvina Díaz— dijo depositando su mano sobre mi hombro.
       La miré unos segundos, debieron parecer años, hasta que la luz habitó en la oscuridad fría de mis pensamientos.
       — Claro, tus padres te pusieron ese nombre por el cuento de Juan Rulfo—dije asombrado del recuerdo.
       — ¡Profesor, qué memoria!—exclamó.
       — Sí verdad, lo mismo digo—y sonrío ante el sarcasmo inocente de mis tramposas palabras.
       Platicamos del tiempo y sus caprichos, en particular los que voluntariamente ejerce en nosotros. Dijo asombrarse del cambio en mi persona. Por supuesto ya no era aquel mozo de treinta años que le apasionaba el arte no tanto de enseñar como sí transmitir los aciertos y desaciertos del hombre a lo largo de los siglos. Hoy mis propios desaciertos habían logrado jaspear mi sien de una luz blanca; enrarecer de líneas y grietas el contorno de mis ojos; arquear mis labios hacia el sur, adelgazándolos como pleca; y endurecer mi piel al contrario de lo que pensaba. Sin embargo el fuego lento de los años provocó en mi espíritu un reposo de buen vino añejo y hasta de verdad llegué a creer esa triste autocompasión de viejo que la edad la lleva uno adentro. Hoy ya no soy tan idealista ni me ando por las ramas. Tengo sesenta años y eso sabemos todos lo que significa.
       Me sorprendió saber que es profesora y que está estudiando una maestría los sábados de ocho de la mañana a dos de la tarde. Que tiene un buen número de horas en dos colegios y que enseña las mismas asignaturas que yo enseñaba en mis buenos tiempos. No le va nada mal. En eso estábamos cuando escuchamos el silencio impulsivo de la nada. Un impredecible do de pecho que puso fin a este sauce llorón de otoño. Pareció no advertir o no importarle la tregua que nos ofrecía el despeje del cielo pues insistió con sus preguntas.
— ¿Trámites de rutina, profesor?
— En realidad vine a solicitar mi jubilación, ya he cumplido treinta y cinco años de servicio—, dije con un timbre de autocompasión. Se apuró a lamentar que le faltaban quince años para estar en las mismas que yo. Sin embargo dejó manifestar que le consternaba la incertidumbre de los años posteriores una vez llegado ese momento. Nuevamente la comicidad de las coincidencias me desgajó una sonrisa pueril. Mientras la observaba hablar caí en la cuenta que aquella adolescente de quince años se había quedado en el recuerdo de algún cementerio de mi juventud y que la mujer madura de ademanes exagerados era una total desconocida hasta ese inesperado encuentro. Eran personas completamente distintas. Aquella quinceañera que nunca se jactó ser la mejor de mi clase era risueña pero con una visión de la realidad para su corta edad nada común en los adolescentes de cualquier época. Sabía manejarse con suficiencia y nunca dijo algo de lo que habría que arrepentirse. Era de un peso intelectual considerable que alguna vez me hizo dudar de fechas y acontecimientos de la historia. No fue de esas chiquillas precoces que buscan amores frustrados por la inmadurez de sus vidas ni tampoco le preocupaba que los chicos no se acercaran a ella porque lo traducía como una incapacidad por parte de ellos, sabiéndose poseedora de una habilidad que Dios le dio para navegar en aguas masculinas sin que su porte autónomo se viera amenazado. La tuve tres años, todos de secundaria. Sí, ahora la recuerdo bien, Luvina, Luvina Díaz.
Sin embargo, después de treinta años, la mujer que habla y habla frente a mi como si no hubiera trascurrido más de un día, parece no advertir que el hombre que está frente a ella es un anciano y ya no el joven profesor de historia que conoció. Aunque este comentario se aproxime a emular cualquier obra de Sófocles.
— Mire nada más la fila. Creo que me formo, de lo contrario saldré de aquí hasta las dos de la tarde,—dice mirando su reloj. Le digo que ha sido un placer volver a encontrarme con ella mientras sostiene mi mano y me desea suerte en esta nueva etapa de mi vida. Celebro sus buenos sentimientos y me despido caminando hacia la salida, que en realidad es la entrada.
Al salir y caminar por un amplio corredor, flanqueado por los portales del palacio de gobierno, observo los puestos de periódicos abarrotados por la muchedumbre. Algunos comentarios se hacen gigantes mientras camino hacia quienes los emiten, hasta que logro traducir, entre palabras que bien me recuerdan a la bullanga de las cantinas de mis tiempos, que un huracán categoría dos se aproxima a la Península de Yucatán. Sorprendido, solicito un ejemplar al voceador entre apretujones e impacientes clientes. Efectivamente, en veinticuatro horas nos impactará y temen que en ese tiempo aumente de categoría ya que se transporta lentamente en el mar. Pero caramba, ¿un huracán a mediados de noviembre? Ni los cálculos mayas tan precisos hubiesen predicho semejante capricho de la naturaleza.
Concluyo que la lluvia torrencial tiene relación con este fenómeno. A todos nos tomó por sorpresa. Y es que yo no soy de las personas que ligan su vida a ese aparato de entretenimiento, aunque tengo una en la casa. Me inclino por mis libros y pasar horas de postración frente a las letras que fueron pensamiento de auténticos artistas de las palabras. Por esa razón no estuve informado del fenómeno metereológico, porque no tengo el popular hábito de sentarme las horas a escuchar las mafufadas carentes de talento de los que quisieron ser escritores y se consolaron con el triste papel de copiar el lado cursi de la realidad. En otro sentido, no veo la televisión. Otra coincidencia del día: por eso me dicen viejo cascarrabias.
Apuro el paso y mientras trato de urdir en mi mente qué necesito para no salir dos o tres días de casa, dudo en dejarme llevar por estos vientos retrasados a La imperial de San Bartolomé. Una cafetería antiquísima de la ciudad, y tradicional, protagonista de historias inenarrables y testigo de mis mejores noches de afición a los toros. El centro de la ciudad luce lúgubre y aparenta que sus ciudadanos adolecen de educación ecológica: las calles se han colmado de aguas negras; la peste de la basura acumulada yace en el ruido de motores y el caos se ha apoderado del espectro público. Camino nauseabundo. Paso por la peluquería de Pablito Escalante y me grita un improperio, propio de nuestros saludos, y le contesto mostrándole el dedo más grande de mi mano derecha. Reímos y me vuelve a gritar que me refugie de los contrario el huracán me llevará al carajo. La fuerza de la risa me agranda el cráneo, deslizando la boina de gallego que logro sostener antes que caiga en los borbotones de agua, y un asalto del viento revuelve la imagen madura de Luvina Díaz en las nubes negras de esta ciudad.
Sorprendido por la revelación, entro a paso lento, dejando sentir el dulce sabor de la tierra que los ventiladores de techo reciclan con el olor a pan recién horneado. Cerca de la barra, donde alguna vez estuvo sentado Jaimito el andaluz, medita un grupo de cuatro viejos, mirando fugazmente al de a lado, al de enfrente, con una solemnidad fúnebre que uno juraría que el mundo termina en aquella desolada tristeza. Llego pero logran sentir mi presencia, hasta que les digo:
— Está cerrado el juego, que carajos le piensan.—Todos me miran con ese rostro malhumorado de la tercera edad, y les digo que por fin ya somos libres del aliento laboral. Celebran abandonando sus lugares para abrazarme y hacer bulla senil, dándome al tiempo palmaditas en la espalda. Sonreímos como en nuestros mejores tiempos. Nos sentamos mientras Nachito revuelve las fichas y El sepulturero ambienta con una canción de Pastor Cervera. Aquí es, éste es mi mundo, mi casa. Mi vida.
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Foto del autor Mario Lope Herrera
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Descripción

Primer capitulo de un esbozo de novela cuyo titulo hasta ahora es "Len viejo"

Palabras Clave: Vejez jubilacin ocaso educacin burocracia

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos


Creditos: Mario Lope Herrera


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