La cacera de Florencio Espiro (captulo 15)
Publicado en Jun 05, 2009
- XV
Cuchilleros Los cuatro hermanos Ribezzo: Krakelo, Kroke, Krauko, Krakis. Reclutando gente en todos lados; en la barranca, en el club Villa Nueva, en el Quilmes Athletic, en los rancheríos del río. Buscaban cuchilleros. Hombres de a cuchillo. Bravos. Patoteros. Buscaban doce. Exactamente doce. Así lo había ordenado Florencio Espiro. "Tienen que ser doce. Doce. Exactamente doce". Así había dicho El Justiciero. En el fachinal. En la reunión con los cuatro hermanos Ribezzo. Buscaban cuhilleros. Matadores. Doce. Buscaban en todos lados. Buscaban. Y encontraban. Y cerraban trato. Y así formaban la cuadrilla cuchillera: el Loco Walter, la Vaca Yensen, el Narigón de Bera, el Gúry, Tití, el Negro Miguel, Marcó, el Indio Thompson, los mellizos Marino, el Tigre, el Pibe Leo. Cuchillos y machetes apandillados por los Ribezzo. Tipos de puñalada fácil; cultores en la riña y el escarmiento. Y eran doce: exactamente doce. Una máquina de matar. Bandidos, auténticos facinerosos. La Cuadrilla Cuchillera. Los Ribezzo estaban contentos. En los campos de Roy Toon Junior. En la colonia galesa. La noche era toda oscuridad y llanura. Y Florencio reunía a sus doce cuchilleros. La Cuadrilla de La Muerte. Bajo la enramada de tilos. En lo que pretendía ser una alameda. Achaparrados y solemnes. En ronda alrededor del fuego. Como bichos del infierno. Rojos. Amarillos. Azules. Colores entreverados en el capricho de las llamas... Ahí estaba. Toda. La cuadrilla cuchillera de Florencio... Los doce salvajes escuchando a Espiro. El joven Jefe... Jaime Moore y Nelson Hur y Timmy Pugh acordonaban a Florencio. El primo Robertino en el fachinal seguía la escena con el ojo pegado a la mira del rifle. Anabella escuchaba en el interior de la guarida... Bajo la enramada Florencio explicaba en palabras cortas y secas el sentido de la expedición al burdel de Barceló en la lomada de Crucesita en las orillas de Avellaneda. Explicaba lo de Pulserita y el tiroteo en la tapera y el encarcelamiento del hermano Edgardo y el cobarde asesinato del compinche quinielero. Explicaba. Hablaba de matar a todos los matones de Barceló y rescatar a la prisionera. Hablaba de muerte y matanza, de tajos mortales. Hablaba de sangre, de vísceras, de mutilaciones y degollamientos. Y la cuadrilla cuchillera gozaba la arenga, jolgorio machuno; encendidos, saboreaban el crimen. La noche era húmeda y ruidosa, llena de ranas y grillos. Los cuchilleros atendían a Florencio y Florencio los absorbía en su odio y su venganza. El primo Robertino paseaba a la distancia la mirilla del rifle americano por las cabezas desprevenidas de los salvajes. Y sonreía. "PUM PUM" susurraba en su sombra. Y sonreía. "PUM negro'e mierda". Anabella dentro oía la prédica de Florencio. Se estremecía cuando lo oía ser tan cruel, despiadado, se estremecía en la conciencia cuando sus pezones erizaban latiendo en la bravata de Florencio. Afuera. Envuelto en el crepitar del fuego. Rabioso y siniestro... La cuadrilla estaba lista. Bien ya adoctrinada. Candente. Así lo percibía Florencio. Y Jaime Moore y Nelson Hur y Timmy Pugh que asintieron con un gesto. Entonces el mismísimo Roy Toon Junior apareció en la noche acompañado por unos gringuitos de pelo amarillo. Cada uno de ellos acarreaba unas cajas chatas de madera lustrada. Era un fabuloso contrabando de cuchillos y machetes. Los ojos de los salvajes salieron de órbita encandilados en el brillo de la cuchillería. Un resplandor magnético, alienante. "Acero del mejor, africano", explicaba el gringo, "producción norteamericana", repetía. La negrada miraba atónita. "Elijan sus obsequios, caballeros", sentenció marcial el viejo galés. "Con confianza, mierda, que éstas son sus armas", apuraba Florencio. La negrada asentía nerviosa. Histérica. Eligieron sus instrumentos con sobriedad y cuidado, admirando los atributos de aquello que tenían entre manos. Trataban la cuchillería con delicadeza, la ponderaban en forma y sustancia. Algunos lagrimeaban infantilmente emocionados. Conmovidos. Felices. Agradecidos por el trabajo y la paga. El acero latía iluminado en el aura del fuego... Entonces Florencio arrimó la despedida con palabras marciales y rectas. Grave en la ceremonia. Tenía unas últimas palabras, un viejo poema que su abuelo sabía recitar en tiempos mozos. Eran los versos de un tal Espronceda. Y Florencio declamó. Embellecido en la noche... me gusta ver el cielo con negros nubarrones y oír los aquilones horrísonos bramar me gusta ver la noche sin luna y sin estrellas y sólo las centellas la tierra iluminar me agrada un cementerio de muertos bien relleno manando sangre y cieno que impida el respirar y allí un sepulturero de tétrica mirada con mano despiadada los cráneos machacar me alegra ver la bomba caer mansa del cielo e inmóvil en el suelo sin mecha al parecer y luego embravecida que estalla y que se agita y rayos mil vomita y muertos por doquier la llama de un incendio que corra devorando y muertos apilando quisiera yo encender tostarse allí un anciano volverse todo tea y oír como chirrea ¡Qué gusto! ¡Qué placer! me gusta que al Averno lleven a los mortales y allí todos los males les hagan padecer les abran las entrañas les rasguen los tendones rompan los corazones sin de ayes caso hacer insólita avenida que inunda fértil vega de cumbre en cumbre llega y arrasa por doquier se lleva los ganados y las vides sin pausa y estragos miles causa ¡Qué gusto! ¡Qué placer! ... los salvajes celebraron el himno con vítores y aplausos. Enjambrados como un amasijo. Florencio sonreía. Frenético. El fuego levantaba fintas en las sombras... El perrerío emprendió excitado en ladridos. Todo parecía un cuadro teatral. Una fantasía alucinada... En la colonia galesa. En la noche húmeda. Los bramidos arreciaban... Perros. Hombres. Diablos. La cuadrilla cuchillera lucía entonada.
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