Hice otra vez el camino, que ellos hicieron un día.
Era el tiempo en que estar juntos, el amor les encendía.
Tomada de la cintura,  él la llevaba apretada,
algunas veces, del suelo, con brío, la despegaba
y al impulso de su brazo, se le hacía que volaba.
La ingrávida sensación de volar, sin tener alas
magia ponía en sus pies y al corazón exaltaba.
En ese ayer, era hermoso todo lo que los rodeaba,
 el murmullo del arroyo, de claras y frescas aguas
el aroma de las flores  que la brisa  trasportaba,
la armonía de los trinos de las aves que cantaban,
en los árboles frondosos donde sus nidos colgaban,
y los silbidos  del viento entre las hierbas más altas.
Recorrieron la alameda de punta a punta y cansada,
fue a sentarse en esa roca que ahora la cubre el agua.
Creyó haber oído mal, con voz opaca, él le dijo, que tenía
que marchar, no sabía, de seguro, si  podría  regresar…
La cubrió una densa niebla y no quiso escuchar más.
Se alejó, corrió sin tregua. Nada la pudo parar.
Un tren venía a su encuentro. Ella no lo hizo esperar