Sol de Medioda
Publicado en Mar 25, 2010
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El sol del mediodía iluminaba los gráciles cabellos del pequeño que corría entre los pastizales. A paso raudo su padre, avanzaba tras él. El viento apenas perceptible, asentía como el aire tibio se paseara dueño del paraje, sofocando todo bajo su presencia. Las flores lucían decaídas, a lo lejos podían escucharse los graznidos de las aves que llegaban al lago a buscar refugio. La tierra adormecida bostezaba pereza y todo alrededor parecía lánguido en contraste con la energía del pequeño que agitando sus manitas apretadas al cielo, iba rebotando al ritmo de sus torpes pasos cuesta abajo. Revoloteando de flor en flor la mariposa perseguida por el niño, huía como si fuera consciente de participar del juego. En lo alto del cerro y bajo la sombra de un árbol frondoso, la figura contemplativa de un hombre les observaba como disfrutando su alegría. Estaba presente y ausente. La nostalgia lo atenazó al ver como su padre corría colmado de alegría. Sin embargo, por más que hacía esfuerzos, no lograba traer a su memoria otro instante en que lo hubiera visto así de feliz, parecía desconocerle aún a pesar que incluso a la distancia podía sentir su dicha. No, las imágenes que le llegaban de su padre, eran todas de un hombre cansado, agobiado por su vida disconforme, marcada por ese afán de exigencia que lo mantenía siempre en un continuo bregar, más aún consigo mismo, y que trataba de ocultarlo bajo ese gélido mutismo, sin permitir que nadie nunca se le acercase en ese terreno árido de su ser. Pudo recordar de su padre, con extrema claridad ese gesto de dolor casi perenne, que pareció quedársele grabado a fuego en su rostro -de piel grisácea y reseca por el continuo sol - y que lo acompañó hasta sus últimos días.
Asomada a la ventana del segundo piso de la vieja casona que les daba la espalda a ambos, una hermosa mujer contemplaba la escena. Parecía sacada de un filme de Grace Kelly, con su cabellera bien peinada, y un vestido oscuro que dejaba sensualmente al desnudo sus hombros pecosos. El hombre posó su vista ahora en ella, la veía joven, hermosa, en la plenitud de su vida. Trataba de retener el brillo de sus ojos pardos, esa sonrisa sensual y lozana, al tiempo que se preguntaba una y otra vez, ¿donde pudo haber perdido su  felicidad?, ¿donde aquella le había abandonado, incluso a los tres? Abrumado, quiso alejarse del lugar, renunciar de su pasado feliz, no le hacía bien, menos ahora, que él mismo se encontraba postrado en cama, como en los días póstumos de su padre.
En la habitación a oscuras, la mujer entró en puntillas pretendiendo no importunarle, sabía de su tormento, amaba aquel hombre, y por eso pasaba horas rezando, para que la muerte no se lo arrebatase. Consideraba que sólo él la merecía, había nacido para él, y si ahora se iba, su vida se consumiría totalmente. No habían podido tener hijos, a pesar que él tanto lo había  deseado. La madre naturaleza quiso otra cosa, y con el correr de los años, se fueron acostumbrando a la soledad. Siempre le agradecía, que nunca se lo reprochara. Mojó el paño en la batea dispuesta sobre el velador y le refrescó la frente; le contemplaba, no se cansaba de hacerlo, como desde la primera vez cuando estuvieron juntos. Podía verle con su sonrisa seductora y complaciente después de haber sido suya, su pelo despeinado, su respiración agitada que blandía su tórax lampiño. Posó su rostro ahora en ese pecho que apenas se agitaba por su respiración pausada, y una lágrima corrió lánguida por sus mejillas como la esperma de una vela a medio consumir. Afuera la noche pendía con tristeza, como si las lágrimas de aquella mujer hubiesen tocado el corazón del universo, y éste se estirara para acogerla en su dolor. Hombre y mujer se tenían uno al otro, dependientes con los años, se marchitaban en esa habitación a oscuras; él consumido por la enfermedad, ella por el dolor de verle sufrir. Que lejos se veían las noches en que sus cuerpos jóvenes se buscaban bajo las sábanas y retozaban ardientes de placer y amor, ese amor que encendía los amaneceres de colores libertinos, que nacía en cada beso, en cada caricia, en cada despertar, en cada dormir, en la simple complementación de sus cuerpos acurrucados por el frío del invierno, en la forma de buscarse o en la fragancia que quedaba en el beso de despedida cuando él se sumergía en el mundanal. Fue en aquel escenario donde él se fue sumergiendo más y más atrapado por la vorágine; ella fue muda testigo de como el amor fue yéndose día a día. Cuando regresaba tarde por las noches, solía percibirlo con una carga abrumadora, que parsimoniosamente se fue metiendo como una intrusa entre sus vidas, y que ella, con el corazón oprimido fue aceptando como precio de su sola compañía. Sí, compañía era lo más quería en la vida, ya que él, era todo su universo. Las horas parecíanle eternas cuando no estaba, aún cuando trataba de mantenerse ocupada, a veces tejiéndole un suéter, otras bordándoles sus pañuelos, manteniendo lustrosos sus zapatos, o preocupándose de llevar sus trajes a la lavandería. Algunas veces, cuando realizaba estos menesteres, escuchaba el canto de una niña que jugaba sola, o veía un muchacho de la mano de su madre al volver de compras, y el dolor en su corazón se clavaba como una avispa y le mordía, pero no lloraba, su orgullo, no se lo permitía. Se limpiaba con agua fría el rostro, como queriendo disipar su tristeza, y compraba flores para alegrar el ambiente de la casa, o simplemente, iba a buscarle para almorzar, lográndolo las menos de las veces, ya que siempre estaba ocupado. Entonces, sólo para no volver de inmediato a casa, entraba en la capilla y oraba, oraba, hasta que la última gota de congoja se diluía en sus plegarias. Luego, volvía renovada a casa.
A la distancia se escuchaba la risa del pequeño, su timbre chillón se confundía con el trinar de los pájaros que revoloteaban entre la arboleda del lugar. Detuvo su andar frente al lago, vio el bote anclado a la orilla y quiso volver a sentir la sensación de abandono, como cuando soltaba los remos y se dejaba arrastrar por la marea. Se estiró hacia atrás, el sol bañaba de lleno su rostro, ¿hace cuanto tiempo que no disfrutaba del sol, hace cuanto tiempo que no se abandonaba así?, al ocio, al placer de dejar que el tiempo pase sin importar nada, que las horas floten en el mar del desgano, la desidia, que se evaporen y se pierdan como el vaho de una laguna con los primeros rayos de un sol veraniego. Ahora, que se sabía postrado, pensaba en las horas perdidas...se lamentaba, y la resignación le quemaba el pecho, sentía como de la misma forma que crucificaron a Cristo, le abrían con un clavo retorcidamente su pecho, desgarrando sus carnes, y sólo al ver su tórax destrozado, podía entonces entender el modo fútil de su existir. Estaba consciente que fue su enfermedad, el medio por el cual había encontrado la visión que el maldito tiempo nunca se lo permitió. El tiempo siempre fue para él un mercenario insaciable, que le marcaba los ritmos de sus días, haciéndolo correr de aquí para allá. De su despacho de abogado a la Universidad, luego a casa tarde por la noche; los fines de semana, debía en su mayoría asistir a compromisos sociales que aborrecía, pero que le proporcionaban ese bienestar que tanto anhelaba (siempre hallaba, aún sin desearlo un cliente que necesitara de él). Se daba cuenta, como hombres y mujeres iban perdiendo cada vez más la capacidad de diálogo, entre ellos y con sus pares, y en su desesperación le buscaban como si fuera la tabla de salvación, una especie de refugio que  podían hallar bajo el marco de la ley, una potestad que le indicase sin más, los pasos a seguir, el que hacer, a que atenerse, cómo si ellos ya lo hubieran olvidado. En esas reuniones, era cuando más se sentía vacio, cuando la figura de su mujer tomaba mayor importancia, donde su amor por ella crecía, pero no de un hombre a una mujer, sino de un niño que encontraba en ella el refugio maternal, ese que se vio privado en su niñez.
Los gritos del niño, le llegaron esta vez con más fuerza, intentó incorporarse, pero algo extraño se lo impidió. Los pasos ligeros del infante pasaron cerca de él, mientras su padre le daba alcance. Vio como lo alzó sobre sus hombros y corrió hasta el bote. Podía verles sentado uno al lado del otro, y como el pequeño intentaba remar codo a codo con su padre. Este lo dejaba, disfrutaba cada instante, cada gracia, cada locura, como si aquello fuera el sentido de su vida. Y debió serlo, pensó para sí aquel que los miraba, por que después que crecí, tuve que tempranamente alejarme de la casa por mis estudios, y nunca más vi en su rostro esa expresión de plenitud. Fue de muy joven que contrajo matrimonio con Paula, para entonces las ansias y la insistencia constante de su padre para que le diera pronto un nieto, terminó por alejarlos cada vez más; hasta que decidió regresar sólo para el día de su muerte. Consciente hoy de lo vivido, no podía entender, como si de niño había amado tanto a su padre, se hubiese comportado así después; más aún, reconociendo que aquel hombre se lo había dado todo, no lograba adivinar como pudo pagarle de aquel modo.
Sintió, el peso de su mujer sobre su pecho, seguramente se había quedado dormida - pensó. Acarició su cabello con ternura infinita. Estaba cierto que sólo ella le quedaba en la vida, y ahora más consciente de cuanto la amaba, seguramente debía partir. Al pensar en lo injusto de la vida, una mueca que parecía más una sonrisa socarrona se le dibujó en el rostro ¿Por qué en las postrimerías de sus días, aparecía con tanta claridad la luz del camino a la felicidad? ¿Por qué no pudo verla antes, cuando las fuerzas y la energía física, le acompañaban? Parecía una maldición. No tenía la fuerza de su padre para luchar contra la enfermedad, no había heredado esa energía abrumante, que lo hacía parecer invencible, e inclusive inmortal, como decía su madre. Meditó en ella, y recordó la joven mujer en la ventana, ¿por que nunca fue capaz de darse cuenta, de notar como se consumía al lado de su padre, cuando éste ya nada quería de la vida? Su hermana menor, tampoco había logrado llenar ese vacío. Mi padre, siempre tuvo ojos para mí -recordó - y yo sólo me dejé querer, sin tomar conciencia de lo que pasaba a mi lado. Quizás por eso ahora, merezco estar padeciendo mi lento partir.
La mujer se despertó - me quedé dormida - dijo arreglándose el cabello, presurosa en incorporarse ¿necesitas algo? reparó de inmediato. Si, dijo él, ven aquí, recuéstate a mi lado, déjame sentir tu perfume de mujer. Ella se sonrojó, trató de disculparse que estaba toda desarreglada, con el delantal y el pelo revuelto, pero él, pidió se lo quitara y se recostara a su lado. Cuanto tiempo que no me lo pedías - susurró ella. Demasiado, masculló él, mientras la abrazaba. Se quedaron mirando uno al otro, contemplándose en silencio, como reconociéndose en esos cabellos canos, esos cutis marcados por el tiempo, esos ojos aletargados y abandonados. Los de ella se llenaban de lágrimas contenidas, al tiempo que sus manos recorrían el rostro de su amado, que cerraba sus ojos adormecidos, pero esta vez, cambiando la expresión de dolor por esa sonrisa seductora, que ella tanto extrañaba. Le besó los párpados, se quedaron abrazados, afuera la noche bostezaba y en el horizonte el frío nocturno traía su aliento de humedad y nostalgia cenicienta.
El sol comenzaba a molestarle. Sintió que apenas había dormitado un instante, miró en dirección del lago, buscando al padre y el niño, pero estos se habían retirado. Se incorporó y corrió hasta el bote, dio enormes zancadas en el agua, y una vez en él, comenzó a remar. Estaba dichoso al sentir la fuerza de arrastre sobre el lago, estiraba sus brazos con enorme dinamismo al tiempo que reclinaba su espalda hacia atrás, el brío en cada movimiento era cada vez más elocuente, se sacó la camisa, para sentir el sol en su torso. ¡Que bella era la vida cuando se es joven! -exclamaba para sí, ¿donde estuve todo este tiempo? - se recriminaba, ¿por qué no estuve contigo padre? disfrutando de estas simples cosas ¡que importaba que no hubiese podido darte un nieto! me tenías a mi, como yo tengo a Paula, y eso hubiese sido más que suficiente. Podíamos haber vivido la vida padre, y no habernos ido apagando como lo hiciste con mamá, y como ahora yo mismo hago con mi mujer ¿por qué, por qué tuvo que ser así?- meditaba avergonzado, tratando de encontrar la explicación a tanta desdicha. Como le gustaría poder regresar el tiempo para abrazarle, para decirte que le quería, que le admiraba. Si, te admiraba viejo, y nunca te lo dije o te lo di a entender...continuaba recriminándose, al tiempo que no dejaba de  remar más y más fuerte. De pronto, bruscamente el sol fue tapado por nubes negras, y se descargó una tormenta con una furia inusitada. Sus lágrimas se confundían con las gotas de lluvia, que corrían por su rostro. Miró al cielo, agitó sus brazos con sus manos empuñadas y maldijo su vida, maldijo a dios, al universo, a todo.
Comenzó a sentirse extenuado y a medida que el cansancio se apoderaba de él, fue perdiendo vitalidad, hasta caer desfalleciente. Al recobrar el conocimiento, yacía tapado por una manta. Había cesado de llover. Un hombre remaba por él. Lograba verlo entre las tinieblas. Intentaba abrir completamente sus ojos, pero no podía. En eso, el hombre comenzó a hablarle de la vida, de los misterios divinos, de nuestro aprendizaje, pero a pesar que ponía atención a sus palabras, no lograba entenderle. Sin embargo, la voz de ese hombre tocaba sus entrañas de un modo grato. Entonces, reconoció en aquel a su padre, pudo verle con claridad, conservaba el aspecto senil de los últimos años. A pesar de sus escasos cabellos canos, su figura delgada casi huesuda, tenía la vitalidad de un hombre joven. Quiso decirle mil cosas de una vez, pero entendió que debía callar. Conversaron como hombres maduros a las puertas de la muerte, pero no de sus achaques, ni enfermedades. Platicaron de tiempos pasados, de cosas simples que parecían olvidadas, como caminar por los cerros, pescar en bote, nadar, hacer una fogata, cantar acompañado de una guitarra, disfrutar de la comida casera, y tantas otras cosas sencillas, que a la edad de ellos tomaba una connotación especial. Finalmente, se estrecharon en un fuerte abrazo, donde expresaron todo el cariño que ambos se tenían y que habían callado. En el hombro de su padre, lloró, como cuando era un niño, desconsoladamente, intentando eliminar con sus lágrimas, tanto dolor acumulado, tanto pesar, tanto silencio encostrado, había en ese llanto súplica, perdón, arrepentimiento, no dejaba de abrazarlo, se aferraba a él, con tanto ahínco que parecía dejarle casi sin respiración, él padre le pedía lo soltara, pero él no quería, imploraba que no lo dejase, que no se fuera por segunda vez, que no lo soportaría...Paula le contestó, nunca te voy a dejar amor, pero me estás asfixiando con tu abrazo.
Abrió los ojos, y encontró los de Paula, le tomó el rostro, y le pidió perdón, suplicó una y otra vez,  no  haber sido el hombre que ella necesitaba, perdóname mi amor por obligarte a estar a mi lado, por darte una vida plana, miserable...después se refugió como un bebé en su pecho. Ella, sonriente y sorprendida, agradecía a la vida aquel instante, se sintió más amada que nunca por aquel hombre que lloraba en su regazo. El crepúsculo se asomaba de reojo por la ventana, el frío matinal permanecía alejado, mientras los vidrios empañados de la habitación tapaban la mirada intrusa de los árboles otoñales que dejaban caer sus hojas, en una danza de colores amarillentos y ocres.
No despertó durante tres días seguidos. Paula, se resignaba a su partida. Al cuarto día, le sintió arder en fiebre por lo que comenzó a quitarle la ropa. Vio su torso desnudo y lo acarició con ternura, lejos quedaba la pasión de antaño. Observó que éste apenas se agitaba con su respiración. Su hombre, su amante, se apagaba frente a sus ojos. Pacientemente tomó el paño mojado y le refrescó el cuerpo. Pensó en esos instantes, como hubiese sido un hijo o hija suyo, hubiese tenido los cabellos rubios como los de él en su juventud, o hubiese sacado los risos de ella, su piel blanca y pecosa, o tal vez, más morena como su padre, sus manos gruesas, o delgadas y alargadas a las de ella. Aún tendría fuerzas para preocuparse por ambos- se decía- o acaso él, no era por aquellos días, su bebé, su niño regalón que necesitaba de su protección. Que ironía de la vida, ella siempre más débil, que se escondía de joven asustada tras sus espaldas en las noches de tormenta, ella que buscaba protección junto a él, había tenido que sacar fuerzas de lo más profundo de su ser, para ser ahora su protectora. Le tapó apaciblemente con las sábanas y se asomó a la ventana. Entreabrió las cortinas, que mantenían a oscuras el dormitorio, y pudo notar como el sol del mediodía bañaba el paisaje. Era una mañana de otoño distinta, especial. Se animó a correrlas permitiendo que la tibieza del sol se filtrara en la habitación, se sentía inundada de una alegría que nacía desde lo más profundo de su ser. Aún cuando en su corazón percibía que su amado partiría, extrañamente no le ahogaba la tristeza, una sensación de plenitud, de entrega, le llegaba desde el universo como una dulce melodía susurrada en su oído, que le daba a entender que no se quedaría sola, que nunca lo estuvo y nunca lo estaría. Apegó su rostro en el ventanal y se quedó lánguida sintiendo la tibieza de los rayos, que coqueteaban en su rostro. Cerró los ojos y se sintió desvanecer, se imaginaba como un ave abriendo sus alas perdiéndose en el horizonte. Tras un rato, aún aletargada miró hacia la cama, que se encontraba vacía. Entendió que él había partido. El llanto quedó contenido en su garganta, dejó caer sus brazos abatidos y una serenidad envuelta en un velo de dulzura, le besó la frente en son de consuelo. Miró hacia los árboles despojados de sus follajes, con sus ramas desnudas, y la embriagó una sensación de compenetración con ellos, se sentía así aquella mañana, desarropada, libre de miedos, de pesares, de cansancio, las hojas secas de su existencia habían caído con el pasar de los años y ahora se entregaba al destino sin máscara, sin vergüenza, sin arrepentimiento, como cada vez que hizo el amor con él; donde su entrega fue noble, total, donde nunca se limitó en dar todo de sí, lo amaba en demasía, con locura, con pasión, ciega para todo otro hombre, sólo para él había vivido. La pradera bañada de pastizales amarillentos, comenzó a venírsele encima, encaramándose como una serpiente por la fachada de la casa, llegó hasta su ventana y comenzó a empujar hasta destrozar los ventanales, invadiéndolo todo. El denso ramaje acariciaba su cuerpo con sus delgados dedos de espigas, rozaba sus piernas, besaba sus pies, no sentía miedo, estaba abandonada. De pronto el piso de la habitación cedió ante el terreno usurpador, entonces la invadió unos deseos de correr sin límites, abrió sus brazos, y se lanzó ladera abajo, miró hacia atrás y se dio cuenta que la casa ya no existía, estaba siendo tragaba por el cerro. No tenía nada, lo había perdido todo, sus pertenecías, su amor, su pasado, sus alegrías y pesares, todo, absolutamente todo, le había sido arrebatado en un segundo. A pesar de todo, se sentía complacida, ¡era totalmente libre como un ave! su vida no dependía de nadie, ni nadie dependía de ella, con sus brazos extendidos se sintió volar sobre los prados que danzaban junto a ella, los árboles sonreían y agitaban sus ramas desnudas, todo era alegría, el cielo pintado de un celeste encendido, contrastaba con el dorado de la pradera, su pelo suelto blandía al viento que a la vez jugueteaba con sus ropas, el amor irradiaba todo su ser, reía, cantaba sin más, no quería dejar de correr, no deseaba parar, a medida que corría, se iba sintiendo más joven, más fresca, la energía se le renovaba, su cuerpo cambiaba, miro sus manos, y las arrugas se le iban esfumado, lentamente volvía a ser niña, imaginaba su casa, su padre, su madre, su perro regalón, y soñaba que al final de la ladera estarían esperándola, añorando el reencuentro, los llamaba y sus pasos cada vez más firmes, le llevaban más de prisa, el sol de mediodía bañaba sus cabellos, la vida le sonreía, pensó en lo mucho que amó y fue amada, finalmente la paz la abrazaba, la cobijaba, su risa se confundía llevada por el viento como una dulce melodía. Cerró los ojos y se imaginó recibiendo un beso de su amado, sonrió de alegría, mientras una mariposa revoloteaba y jugueteaba junto a ella. Su figura se esfumó al final de la pradera bajo las caricias delicadas del sol de mediodía.
           
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Foto del autor Esteban Valenzuela Harrington
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Descripción

El sol es un amigo en el tiempo,slo hay que saber mirarle

Palabras Clave: Sol

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin



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