El amuleto
Publicado en May 16, 2009
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El amuleto:
                      autor Alberto Carranza Fontanini.
¿ Qué haría su querida esposa, aprovechando que estaba sola esos días en el chalet?
 Con ese malévolo interrogante El Dr. Olivares despertó en su cuarto de residente del hospital zonal, antes de lo habitual. Durante el trajinado día anterior los rasgos amados de Diana sitiaron su cabeza; no dio un sólo paso sin ser acaparado por su imagen indignada y finalizó con sus pensamientos en descalabro. En la cama su mecanismo de relajación no funcionó enseguida; pensaba en ella con los ojos puestos en cualquier punto del techo y a veces, al entrar en soñolencias,reaparecía aquella incomprensible pesadilla.
En el baño fue presa de una loca exaltación; con la esponja rezumando jabón frotó mil veces su cuerpo hasta dejarlo abarrotado de espuma. Observando ese resultado singular en una gran espejo que había en la contratapa del placard, le pareció risible exhibir su cuerpo parecido al de un gallo emplumado que encima aletea los brazos y cacarea como esas aves. Era gracioso y rió como reirían sus colegas de cirugía si lo viesen en una postura tan extravagante. Pero el moverse en ese registro de alteraciones absurdas, no repercutió para atenuar su malestar. ¿ Qué no haría con tal de quitar de su atribulada cabeza la obseción por Diana? ¿ Pero era posible arrancar del alma su amor por ella? Hubiese querido olvidarla aunque fuese por unas horas pero esa idea lo acobardaba.Hubiese significado entrar el juego inflexible del desapego emocional pero la maldita idea aniquilaba tal deseo. Aun con el presentimiento de que la relación se iba a pique, lo empecinaba una morbosa aficción aquel amor ya de por sí desdichado. La mañana anterior, mientras preparaba su maletín, se evidenció que la relación se hacía trizas. Aquella discusión de antes de salir afectó a los dos profundamente. Ella aprovecharía ese día para salir a pasear y él armó un drama por eso. No era raro que no pudiese reprimir sus sarcasmos y que ella, harta de ser humillada, se hundiese en el mutismo como si no le importase dar ninguna explicación. Solía dejarlo ir sin decir palabra, sin embargo esta vez fue diferente. Diana explotó, lanzó una andanada de recriminaciones que al fin ( al partir él hacia el hospital), se canalizaron cuando algo contundente se estrelló contra la puerta. Las ofensas  habían rebasado cualquier límite durante este episodio que saturó la tolerancia. De allí en más Diana no requería pretexto para no repudiar su matrimonio.
Naturalmente, al desapercer su ofuscación, el solía arrepentirse:   "Volví hacerla sufir- decía- merezco su desprecio"
¿ Podría vivir en adelante sin ella? Esa pregunta abría un futuro aciago que lo atormentó sin intermitencias; reprobó sus agravios, sus arranques injustos y maliciosos; después se dulcificó y volvió a pensar en ella con la ternura de siempre.
Al finalizar su higiene y limpiar el vaho, el espejo reflejaba un rostro de facciones febriles en recurrente. Había insulsez en la penosa soledad que vivía en esos instantes y al afeitarse pareció acompañarlo otro juego, el traidor juego de avizorar minucias de la edad: insoslayables vestigios como las entradas en las sienes, las patas de gallo, las bolsas amoratadas debajos de los ojos, las arrugas en las comisuras y la incipiente papada; conteo insensible, la misma insensiblidad que empleaba en las intervenciones quirúrgicas cuando predominaba en sus ojos azules imprevistamente huecos de causas, la visión de lo transitorio. Visión que avasallaba al ponerlo al tanto de la impiedad del tiempo. Nada permanecía, la vida menos que todo, menos que un libro,menos que un mueble o que un papel. Obtenía de esto, irrefutables pruebas en el quirófano.
A cierta edad se aguanta lo fácil que es morir. Vista desde cierto ángulo la vida dura un soplo. Y de repente desfilaron por su mente los cuerpos que respiran entroncándose a la confimación de algo también inexorable: la diferencia de edad entre Diana y él. Era sencillo entender que ese fue el principal disparador que convirtió el matrimonio en un desastre. Lo que diez años antes lo sedujo ahora transformándose en motivo de sus celos, lo corroía.
Cierto día, paseaban por el centro, observó el indisimulable interés que la esbelta figura de su mujer provocaba en otros hombres (machos más jóvenes codiciaban a su hembra), y al volver desencadenó la terrible escena de celos. Desde entonces todo se agravó. Solía recriminarle por usar un vestido más ajustado o más corto o si el prolijo maquillaje la hacía más atrayente; y cuando ella salía y demoraba en volver, con mala fe la acribillaba a preguntas. Si ella decía con franqueza que había ido de compras con su mejor amiga y luego tomaron el té en una confitería céntrica, él como un posesos deducía: " miente, se vieron con el amante en un sitio discreto".
El asunto de la asincronización de edades (y otras asincronías que consumieron el funcionamiento armonioso de la pareja), lo tenía trastocado. Incoherencias y periodos de encono agudizaron el malestar de Diana que un día no pudo más y dijo: " te detesto" y lo puso emocionalmente contra la pared.
No obstante sus arrepentimientos El Dr. Olivares no sabía disculparse y la convivencia se volvió hostil en extremo. En esa tirantez el matrimonio perdió fuego. Al preguntarse cómo habían cambiado tanto el uno con el otro lo sorprendió que no se conocieran: ni Diana a él ni él a Diana. Fue una iluminación repentina, dolorosa y amarga, comprender que la pasión , el decurso de las emociones y las afinidades, se habían volatilizado. El Dr. Olivares sintió nostalgia por aquellos años en los que compartían  sobre todo las pequeñas cosas forjadoras de felicidad. La voz de Diana se modificó, se fue agriando y resonó continuamente despectiva. Sin embargo, la tensión embellecía sus rasgos que ahoran miraban con encono y  él comprendió que con cada enfrentamiento se abría paso el mecanismo de la destrucción.
El Dr. Olivares lamentaba estas reflexiones, pues aunque todo hubiese empeorado la llama de amor revivía cada noche en su cuarto de residente y no obstante - siempre lo inexplicable- revocaba cualquier intención de confesárselo a Diana.
Vio en el espejo su rostro recompuesto. Le quedaban minutos para terminar de vestirse y bajar. Luego empezaba el strees. La cirugía exige prodigios: eficacia suprema o ser eficiente y meterse a fondo en el tema. Una vez abajo se cercioró que llevaba aquel amuleto regalo de su madre al recibirse, lo tanteó en el bolsillo de su chaqueta y se sintió mejor. Recorrió de prisa los pasillos hasta el quirófano. Allí, se destacaba la cabeza chata del cirujano ayudante inclinado y meneándose ante el gigante de 150 Kg yaciente sobre la camilla. El anestecista, sobreexcitado, sacudía la cabeza y miraba preocupadamente su equipo. Ambos suspiraron aliviados.
_ ¿ Qué hacemos con este elefante ,Doc.?
El Dr.Olivares fijó sus azules en ambos. Abrirían el enorme abdomen y extirparían la vesícula con la mayor rapidez posible. Apretó su amuleto y se dispuso para la incisión.
 ( La vesícula tapada eclosionó y un paro cardíaco respiratorio alejó para siempre el aliento de la vida).
El Dr. Olivares se dijo: " me abandonó" como si el amuleto se hubiese ido para siempre. Pero eso decía el Dr.Olivares cuando un paciente se le iba de las manos. El grupo, consternado, observó el enorme cuerpo inmóvil. Cuando sucedían estas desgracias eran reemplazados por otro equipo de cirujanos. El Dr.Olivares, quitándose el barbijo con un gesto de fiereza terrible, salió batiendo puertas. Esa noche contaría a su confidente nocturna su frustración. La enfermera, ya a punto de jubilarse, viéndolo abrumado y exhausto respondería con  inusitada lucidez: " Está bien Doc, cálmese, no fue su culpa. En vez de comer un lechón al que no dejó carozo, hubiese sido más saludable que el pobre hombrote hubiese cenado churrasco con ensalada...pero igual, tarde o temprano, hubiese tenido un ataque y nadie, grábeselo, nadie hubiese podido salvarle la vida..."
El experimentado Dr.Olivares se sobrepondría. En realidad la aprensión que tuvo con el amuleto solía distraerlo de otra realidad. Pero al volver a su cuarto de residentes volvió a su mente el asedio. La noche anterior se reiteraba. Le costaría dormir pero cuando cerró los ojos obtuvo aquella pesadilla que no podía nunca sintonizar.La mujer que caminaba a su lado por la playa era sin duda Diana. Caminaba a su lado sin voltearse hacia él que con ansiedad y casi a la fuerza le tomó una mano intentando vencer su indiferencia. Pero ella continuó inaccesible en dirección al mar. De pronto ya no caminaron por la arena sino por calles crepusculares y ella se soltó de la mano y paulatinamente se fue alejando hacia otra parte. En ese lugar había estacionado un auto negro que sugería una carroza fúnebre. Queriendo prevenirla él gritó, pero la voz del sueño  tiene horribles efectos o no suele ser clara y,otras, es imposible de emitir o carece de sonido. La vio alejarse y a su paso sus hermosos cabellos ondularon con el súbito viento; entonces la calle ya no fue calle sino playa blanca como  la luna y el mar negro como la noche que los rodeaba. 
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Descripción

El final del amor. La vida sin amor equivale a la muerte.

Palabras Clave: Remordimiento soberbia absurdo.

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin


Derechos de Autor: ISBN:987-1213-26-3


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Verano Brisas

Magnífico cuento, Alberto. Logras captar el interés del lector, y sabes bien que leer en pantalla no es lo mismo que leer en el libro físico. Gracias por compartirlo con todos. Cordialmente, Verano.
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May 17, 2009
 

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