MINÚSCULA SAGA EN EL SUEÑO DE UN MARINO ALUCINADO
Publicado en May 10, 2009
MINÚSCULA SAGA EN EL SUEÑO
DE UN MARINO ALUCINADO Partí con mi tripulación hace milenios por insondados mares, en busca de países fabulosos. Surcamos aguas del Norte y del Sur hacia el Levante. Las de Occidente vieron cruzar nuestras veloces naves como gaviotas rasantes en la espuma, desde el grandioso Amazonas hasta las costas de Arabia, desde China hasta Norteamérica, desde la hermosa Noruega hasta Vinlandia. Partiendo de Dinamarca llegamos hasta México. En la potente flota del faraón Necao II circunnavegamos toda el África, saliendo de Guéber, por el mar Rojo, y terminando en Sidón, sobre el Mediterráneo. En compañía del gran cartaginés Hannón iniciamos un periplo que llegó hasta la isla de Fernando Poo. ¿Por dónde no navegaríamos? Encontramos culturas primitivas y otras muy avanzadas. En Yucatán y Perú crecían sociedades más complejas, cuyas tecnologías anunciaban refinadas evoluciones preincaicas. La leyenda de Quetzalcóatl como ente civilizador, ofreciendo mariposas a los dioses, fue fruto de nuestras enseñanzas. Noche negra para el espíritu de Quetzalcóatl fue compartir por embriaguez el lecho con su propia hermana. Ningún espejo se mostró tan cruel con los pecados incestuosos de la realeza. Llegamos en tiempos muy remotos con los celtas, los fenicios, los judíos, incluso con los nipones, los egipcios y los chinos, hasta las óptimas tierras de América del Sur. vestigios de caracteres rúnicos en la imagen de un personaje legendario, grabados sobre las rocas, al este del Paraguay, aseguran nuestra dispersión vikinga, cuando con velas desplegadas quisimos navegar hacia Islandia. Una tormenta de días y de noches desvió nuestro rumbo hasta las costas donde empieza la impenetrable selva sofocante. Itinerarios comprobados e hipotéticos son el resultado de nuestras muchas hazañas. Recuerdo ahora cómo mis hombres gozaban con las inscripciones, serpientes y discos solares descubiertos en el fondo de las cuevas. En el lejano reino de los Incas, entre las altas montañas, dejamos también nuestra leyenda: Algunas balsas de junco, restos de barba y mechones de cabello junto a las rudas pieles con que nos cubríamos. Por el estrecho de Bering regresamos a Siberia aprovechando el ciclo de las glaciaciones. Cazábamos y pescábamos a través de las estepas con nativos que se aventuraban en busca de sus piezas. Ese inmenso puente de hielo, uniendo los dos mundos desde hace más de 40.000 años, mantiene el paso firme para los exploradores que requieren la existencia de caminos regulares. Al principio navegábamos sin brújula, guiados apenas por las brillantes estrellas, procedimiento adecuado para el cabotaje pero no para meterse en el océano y cruzar miles de kilómetros ausentes de la tierra. Realizábamos portulanos muy exactos, partiendo de documentos más antiguos, procedentes de la gran biblioteca de Alejandría y de nuestra propia experiencia y conocimiento. Diodoro de Sicilia nos aseguró que había una isla montañosa, vasta y fértil, surcada por ríos navegables, más allá de los mares africanos, después de traspasar las Columnas de Hércules. Allí dejamos la siguiente inscripción: "Somos cananeos de Sidón, originarios de la ciudad del Rey Mercader. Vinimos a parar a esta isla lejana y montañosa. Sacrificamos a los dioses un adolescente, en el año 19 de nuestro poderoso rey Hiram. Zarpamos de Esyón-Guéber, en el mar Rojo, y hemos navegado en diez naves permaneciendo sobre el agua durante dos años en ruta alrededor de África. Pero la mano de Baal nos separó y así llegamos doce hombres y tres mujeres hasta la Isla de Hierro. ¿Acaso a mí, como jefe de la tripulación, me es posible desertar? ¡De ningún modo! ¡Que los dioses nos asistan!". Como budistas partimos a Fusang, paraíso situado en la otra orilla del océano Oriental. Nuestro pequeño junco, llevado hasta California por las rápidas corrientes, terminó su larga travesía por el Pacífico Norte, no exento de fuertes tempestades. Hallamos un pueblo trabajador que no tenía ciudades y detestaba la guerra. Encontramos también el árbol de Fusang, con sus brotes comestibles más sabrosos que el bambú. Con su corteza confecionamos telas que luego utilizamos para un nuevo velámen, construimos viviendas y fabricamos papel. Al regresar a China, llevamos como presente al emperador Ham, 300 libras de seda, producto de aquel maravilloso árbol. Futuras investigaciones probarán la expansión marítima del Asia. Empujados por tempestades o vientos calurosos, proseguimos nuestras aventuras por los secretos pasadizos del mundo. En los años de Eric el Rojo y de su hijo Leif, hicimos recorridos de innumerables kilómetros, con el fin de alcanzar unos islotes de cuya existencia teníamos noticia. arribamos a países de verdes praderas y pendientes cubiertas de tupidos bosques, donde focas y morsas retozaban en los fiordos. Eric regresó a Islandia, pero mi tripulación y yo decidimos quedarnos algún tiempo, estimulados por aquella tierra hermosa que mi segundo de a bordo denominó Groenlandia. Hacíamos excursiones navegando a la deriva, acosados por la niebla y los vientos del Norte. En ocasiones divisábamos costas ignoradas, con suaves elevaciones y arboledas diferentes a las de Groenlandia. Recorrimos a la inversa la ruta de muchos navegantes, descubriendo lagos y nuevos litorales adornados con playas de fina arena blanca. En algunos de sus fondos varamos nuestras naves aprovechando la marea baja. Cuando subía, remontábamos el curso de los ríos en busca de leña para nuestra lumbre. Abundaba el salmón y el invierno era tan suave que el ganado vivía a la intemperie. Hasta en el más breve día de año el Sol brillaba, desde la hora del almuerzo hasta la noche. Cierta vez, el timonel hizo un descubrimiento: "¡Viñedooos!". Al despuntar la primavera llenamos las bodegas con la divina esencia y cargamos la nao con excelente madera... Olvidaba decir cómo era nuestro barco: mezcla de knorr vikingo y de galera fenicia, tenía algo de carabela española y junco chino; 35 metros de eslora con elevado puente y una curiosa proa, tablazón de ciprés y remos de encina. Mástil de cedro como palo mayor, con una vela cuadra, de lana. El palo delantero lucía vela latina y el árbol posterior llevaba la cangreja. Un techo redondeado, a manera de seta, cubría casi un tercio de la cabina de popa. En resumen, íbamos preparados para navegación de altura. Después de muchos viajes, de ires y venires, quedamos en América... Dejamos el mar (no para siempre) y penetramos como agujas por incontables ríos. Los deltas, las arenas, los bosques, los meandros nos fueron alejando de la costa. Y remontamos selvas, remolinos y desvíos con la ambición a cuestas. Descubrimos nevados, abismos y volcanes; el paso por los Andes fue una epopeya incierta, pero lo recorrimos con un valor suicida, fundando mil poblados entre la manigua. Con alas extendidas, el cóndor nos hizo muchas veces la sombra necesaria para evitar el Sol, ardiente y resecante, o las tupidas lluvias de ciclo interminable. Al mar nunca volvimos. Nuestros viajes se fueron transformando en pura fantasía... Al despertar, el barco en que viajaba era una nuez partida, luchando con las olas del Atlántico furioso, negro y profundo como la noche inveranl.
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