La cacera de Florencio Espiro (captulo 06)
Publicado en May 06, 2009
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- VI
En la tapera

Los días pasaban largos y calurosos y Florencio amasaba su nueva existencia. En Diamante; a la vera del río Paraná; en la provincia de Entre Ríos. La gringa amiga de la prima Viviana ya revestía el rango de nueva novia del primo Florencio, blanca, flaca, rubia, joven, hija nieta de ucranianos, mimosa y buena, calentona: Anabella Sliuk, lavandera, confidente de la prima Viviana: "arrimelé, primo", incitaban todas, "arrimelé a la Anabella"... Y así a lomo de su alazán (Tormenta) Florencio y Anabella recorrían casas y ranchos y fondas y atracaderos donde los Espiro ensanchaban la madriguera: vino frío, gritos de bienvenida, lágrimas, pescado a la parrilla, poesía, canoas viejas remachadas a tirones, música del río, todo envuelto en abrazos y besos y recuerdos precipitados, aturdido en el confuso vahó del verano. "Mírelo a Cototo nomá po'esto pago" concluían alegres y encendidos. Y así servían más pescado. Y más vino. Y reían.
            Las noches pasaban breves y frescas y Florencio conocía más y mejor el cuerpo de la gringa Anabella, hondo, duro, chiquillo, púber, lozano en las manos áridas de Florencio. El postre está bueno, pensaba Florencio. Y pensaba también en la suerte de estar vivo, erecto, cogiendo a una muchacha, saboreando el candor de la costa entrerriana, escondido en la familia, vivo, apuesto, disfrutando de la fuga, vivo, vivo... Y pensaba y pensaba. Y la criaturita rubia dormía. Blanca.
 

El primo Julio dio en la tecla una mañana:
─Usté primo en'todavía no'aído a'visitá al viejo... ─dijo a la pasada, como distraído, devolviendo un mate. Y Florencio recogió el impulso en ese mismo preciso instante:
─¿Y usted primo cree que será posible ver al viejo? ─replicó.
El primo Julio hincó dientes en su porción de torta asada. Y miró severo a Florencio. Y dijo:
─El viejo ainda priguntando po'usté co'ensistencia. Dice qu'váia visitarlo cuando quéira. Lo íspera en la isla.
Florencio sonrió con ganas. Tomaban mate bajo la higuera.
            El "viejo" insinuado era Don Gregorio Espiro, el Viejo Espiro, patriarca del clan griego arraigado en las barrancas del Paraná desde tiempos inmemoriales. Poetas. Pescadores. Cuchilleros. Hombres de honor. Mandingas de la moral.
            El viejo era un viejo mal llevado, arisco, ermitaño, vivía solo y solo en una isleta apartada; lejos del pueblo, lejos de todo; el mundo entero como una molestia innecesaria. Era un viejo lunático, de costumbres paganas, amañado en aguadas y totorales, impredecible como el río. Un viejo del tiempo antiguo, hombre de a caballo y canoa, hijo del monte, descendiente secular de Pupas y Tridis Spiro: colonos en aquel margen del Paraná... Era el mismo viejo la leyenda que desde niño había teñido oídos y fantasías en el imaginario de Florencio. El mismo viejo impulsivo que grabara a fuego historias de coraje y demencia, cuentos heroicos entre cuchillos y crecidas, potros cimarrones, batallas en el bando de Urquiza. El auténtico Viejo Espiro del mito familiar que ahora oficiaba el lugar de patriarca y consejero. El viejo sin edad, sin Dios ni bandera, supremo, fuera de época, perdido en la inmensidad de su propia leyenda.
          Ese era pues el viejo aludido bajo la higuera... el Viejo Espiro.
 

Y aquella misma tarde azulada y serena Florencio fue a visitar al viejo. Fue sólo, sin Anabella. Llegó a lomo de su alazán, embarrado, guiado por balseros y pescadores, reconociendo marcas humanas en formas de la naturaleza. Llegó cayendo el sol. Llegó excitado paladeando el momento. El ansiado encuentro con la eminencia.
            Y allí estaba el Viejo Espiro, en la tapera, su tapera, ruinosa, hundida en un montecillo de ceibos, oscuro, espeso, relumbrando atrás el riacho verde y amarillo. Encuclillado revisaba un espinel, sombrero overo, acompasado entre el perrerío que observaba atento. Viejo ladino, pensó Florencio a la distancia. Unas bogas rojas orlaban la línea.
            El ladrido de los perros en el eco sordo anunciaba la llegada del visitante. El Viejo hacía visera con una mano y con la otra atajaba el sol. Florencio alzaba mano a lo lejos y el alazán (Tormenta) corcoveaba en relincho brioso desafiando la jauría.
            ─¡Pero mire usté e'loco Cototo yegando entero! ─gritaba el Viejo reconociendo a su nieto el de Buenos Aires─. ¡Víalo pué enterito y fresco! ¡já, já! ¡jú, jú! ─verdugueaba el Viejo, contento, entre el barullo de los perros, asomando bajo el cobertizo de juncos.   
─¡Buenas tardes! ¡Buenas tardes! ─reponía Florencio, feliz, atolondrado, bajando excéntrico del caballo.
Un abrazo profundo fundió al abuelo con su nieto, abrazo sentencioso y rudo; el cuerpo pequeño y maltrecho del Viejo agarrotado en la apolínea ancha humanidad de Florencio: el cariño lindo de la sangre revuelta: afectuosos, brutales, dionisios sin licencia.
─Siéntese si quiere m'hijo ­─invitó el Viejo en tono seco─. Siéntese si quiere ánde incuentre asiento m'hijo ─insistía agudo mientras acomodaba su cuerpito enclenque en una formidable silla de cedro.
Florencio atrajo un banquito casi desecho, y allí se afirmó.
─¿Y cómo va la cosa, Don Gregorio? ─preguntó Florencio amable y campechano, como entrando en confianza.
─Aquí to' me'icen Viejo ─devolvió parco y belicoso el Viejo─. Ansí pué qu'na'e bueno modale y nombre' ya'olvidadao. Yo soi'l Viejo pa' usté y pa' el qu'guste escucha' a'un viejo loco. ¿Ha entendío pué? ─inquirió (malo) el Viejo.
─Muy bien, Viejo; muy bien: será Viejo nomás ─devolvió apresurado Florencio.
─¿Compriendío bie'entonce'? ─insistió el Viejo.
─¡Clarito como la verga de mi alazán! ─apuntó pillo el forastero. 
─¡ja, já! ¡jú, jú! ─el Viejo estalló en carcajadas─... qu'lindo, qu´lindo pué... ─repetía ahogado entre hipeos y risas─... ¡tá jodoso, tá jodoso! ¡ja, já, já! ¡jú, jú, jú!, ¡la'verga, la'verga!...
            Abuelo y nieto festejaban luminosos el encuentro...

            Un colosal tronco de timbó servía de tizón al fuego que ardía en un rincón del cobertizo. Los perros echados en la tierra húmeda. La canoa balanceándose, lenta y aburrida, atestiguando apenas el paso del tiempo. El sol casi escondido en el ceibal de la costa santafesina. El Viejo vaciaba yerba nueva en el mate. Florencio jugaba con una ramita surcando el suelo... Hacía rato que el Viejo no hablaba. Abuelo y nieto duraban en total silencio.
            ─¿Ansí qui usté Cototo ainda'n pleito con l'autorida'? ─El Viejo preguntó de golpe.
            ─Así es, Viejo... ando prófugo ─confirmó Florencio.
            ─Me'icen qu'usté a'liquidao a'un punto importante'n su provincia.
            ─Y no le han mentido, Viejo.
            ─¿Un asunto'e poyera? ─consultó el anciano.
            ─No, nada de eso: más bien un asunto de respeto, de falta de respeto quiero decir.
            ─Me'icen po'aí qu'la razón istaba e'su lao, ¿e'cierto pué?
            ─Sí, Viejo, sí. Y yo no meo agua bendita, vea ─completó Florencio─. Pero eso de andar trampeando en los naipes es cosa de marica; y más todavía si el fullero cacarea apañado por la policía... ─El Viejo interrumpió en un gargajeo sonoro. Y escupió al suelo─... así que el coso ese se llevó su merecido ─remató brusco Florencio.
            ─A cuchiyo me'icen qu'jue'lo entrevero, ¿ah?
            ─Sí; a cuchillo limpio.
            ─¿Y ande'an'dao' el'tajo? ─El Viejo buscaba precisiones.
            ─En el hígado, primero; y al cogote un puntazo final ─detalló Florencio.
            ─¿Y lo'a degollao Cototo usté?
            ─Sí, Viejo: la cabeza rodó limpita por la arena.
            ─¡Ajá, mierda! ─celebró el Viejo─. Caray qu'sí. Eso ta' lindo, pué, ¡linda la cabeza qu'rueda viendo mori' su propia muerte!

            Ya era noche cerrada en la tapera. Carpinchos y lechuzas traían ruidos nuevos. El río bajaba lento, sombrío. Tormenta (el alazán) resoplaba inquieto. Comenzaba a lloviznar, suave, como en un letargo. Florencio atizaba el fuego y estudiaba el ruido de los bichos. Un barco carguero gemía su marcha al otro lado de la isla. Tamborileaba la lluvia sobre el cobertizo. La ventisca ahora era más y más fresca. Entonces el Viejo destapó un botellón de vino. Y después otro. Y otro...
           Y allí se amanecieron. Viendo asomar el sol en pedo.
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Foto del autor Martin Fedele
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Descripción

Palabras Clave: Folletn Cacera Espiro

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



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