Casi casi atrapar una idea
Publicado en Nov 08, 2009
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Estaba sentado en el sofá, mirando por la ventana. Afuera, la lluvia diagonal que solamente aparece cuando el viento empuja su quejido transparente. Dentro, penumbra. Podía escuchar mi respiración, imaginando el aire entrar en mis pulmones, oxigenando mis glóbulos rojos. Era consciente de cada una de las fibras de mi carne en reposo, tensándose en el antebrazo para llevarme el cigarrillo a los labios, relajando el bíceps para dejarlo en el cenicero.
Pasó por mi cabeza el sonido alegre, de chispas pintadas de dorado, de la grasa de vaca burbujeando en la sartén, cuando los domingos de lluvia, por la tarde, mi viejo hacía tortafritas. Mis hermanos y yo alrededor, esperando ansiosos. Cucharadas de azúcar que se quedaba pegada en la masa grasienta y crocante, y el recuerdo material de sus manos de hombre en mis manos de niño, una barba oscura que ahora es entrecana. Los ojos, iguales. Lo demás, accesorio.
Me asaltó el recuerdo de una mano femenina investigándome la piel, la curiosidad manifiesta por delante del placer. Una calle del barrio de Palermo en otoño, alfombrada de hojas secas, algunas apelmazadas por lluvias esporádicas, otras combadas, arañando las baldosas sucias con sus uñas ocres, empujadas por el viento. Otra vez dedos de mujer, casi niña, sobre mis párpados, buscando debajo de mis ojos lo que no se transparenta, la verdad única que ni siquiera yo conozco.
Y una lengua húmeda de perro en la cara. Con olor a perro. A pelo sucio, un aliento dulzón, con reminiscencias de carne podrida entre los dientes, las patas sobre el pecho, una cola negra dibujando un vaivén, dos ojos marrones, infinitos, profundos, reflejo de gratitud a cambio de nada, una palmada en la cabeza. Mi perra volvió de la muerte para decirme que aún me adora, a pesar de que la tierra hace rato que absorbió sus huesos, su pelambre, su ternura de perro, su mirada pacífica.
Regresó a mi memoria una noche, hace algunos inviernos. Mi hijo Pablo pequeño. Tenía tos, el pecho cargado. Le pusimos una cebolla partida al medio al lado de la cama. Brujerías de abuela que hacen que respire mejor. Le dejamos una botella de agua. La noche es lenta. Se levantó, castigando el suelo con sus piecitos descalzos. Se pasó a nuestra cama. Traía en sus manos la cebolla, la botella de agua y su león de felpa. Metido en la cama con nosotros no necesitaba nada más.
Una noche en el patio de la casa de mi vieja, en San Telmo. Una manta bailando al compás del viento otoñal. Mis hermanos, luz amarilla y una cena rica. Que me voy a España, digo. No te vayas, dicen. Me voy, digo. Te apoyamos, dicen. Las voces mezcladas con los vasos que hacen tín tín. Varios pares de ojos que buscan el miedo en los míos, y encuentran ilusión. Y encuentran, también, miedo.
Un mediodía de verano se pasó también por mi sillón. Estaba en la estación de trenes de Retiro. Mi hermano Sergio con un sombrero, llevaba el pelo largo y una camiseta amarilla. Me agradeció los días que pasamos juntos. Se volvería a Brasil. Mis amigos, Pablo y Emilio. Mochilas y un tren rumbo al sur. Canciones y humo de marihuana y tabaco rubio. Vino en Tetra-brik acompañado de guitarras criollas. El inicio de un viaje que nos transformaría en más de lo que hoy somos. Amigos.
Una noche en una playa. Una noche de luna clara, y un faro tajeando la oscuridad con tres rayos de luz que giraban. La espuma sucia brillando a la luz de las hogueras y los faros de un camión alumbrando rostros amigos. Voces compitiendo con el sonido tranquilizador del mar. Tiempo fresco y un amanecer más. Gotas de rocío sobre la piel.
También se convocó a mi presente una fiesta en un bar, al final del invierno. Mucha gente. Mi padre tirando cerveza detrás de la barra. Música de fondo. El primer beso de mi mujer, antes de saber que nos casaríamos, que tendríamos hijos, una vida. Nada de perros. Una caminata por Barcelona a lo largo de una noche fría. Una despedida susurrada en los labios en un portal del barrio de Gràcia.
Volvieron a mí, sin aspavientos, las tardes de naipes en un patio de San Telmo, cuando aprendía a jugar al truco, y más tarde los dados a solas con mi madre, rumiando sordos sobre un paño verde para no perturbar la siesta, cargados de números de mala y buena suerte.
Y entonces pensé que es placentero dejarse invadir por la melancolía. Los buenos recuerdos tienen la virtud de asomarse solos, sin ser invocados, durante los momentos de paz. Pude adivinar bajo mi piel juventud, pude saber lágrimas por llorar en mis ojos, esperando su momento, y millones de sonrisas atrapadas en mis mandíbulas, pendientes de su turno. Pude intuir apretones de manos, abrazos por venir, magia silenciosa que todavía tengo por vivir, durante muchos años. Pensé también en mis hijos, en los hijos de mis hijos, y en sus hijos. Pensé que hacia atrás hay mucha hermosura, y hacia adelante muchas cosas buenas por vivir, mucho amor por utilizar sin prejuicio. Y entonces pensé en escribir sobre todo eso, pero algo pasó. No pude, y solamente me quedó en la piel y en la mirada una marquita más, la certeza de que esta tarde, casi casi atrapo una idea.
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Foto del autor Federico Firpo Bodner
Textos Publicados: 3
Miembro desde: Nov 07, 2009
1 Comentarios 600 Lecturas Favorito 0 veces
Descripción

Palabras Clave: argentina buenos aires cosas pequeas exilio familia literatura nostalgia

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



Comentarios (1)add comment
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Diego Lujn Sartori

Federico:

Muy texto, con buenos recursos literarios. Te dejo cinco estrellas y te invito a leer cuentos:

Mis abismos
¡Truco!
Un chancho, un perro y la muerte y todo lo que quieras y puedas comentar.

También en poesía:

¡Viva el Rey, Viva España! ya que andas por las tierras El Cervantes, de Bécher y de Machado. Si tienes amigos sugiéreles que lean me interesa el comentario de la gente de allá.

También hay románticas:

40 y 50
la mujer del río
el beso

etc...

Saludos

Diego
Responder
November 12, 2009
 

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