Ideología
Publicado en Nov 07, 2009
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            Desde chico, muy chiquito, tuve una ideología. Me la regalaron mis papás en una cajita de cartón color madera, atada con una cinta verde que formaba un lazo. Es el primer regalo que recuerdo en mi vida, cuando cumplí los cuatro años. Abrí la caja y allí estaba, blanca, con pintitas de colores limpios que salpicaban un pelaje algodonado y suave al tacto, mirándome con dos enormes ojos profundos y alegres. Yo la quería mucho, porque era una ideología graciosa, juguetona y dulce. Cuando me veía se estremecía y me saltaba a los brazos, feliz. Yo la acariciaba y la acurrucaba en el nacimiento de mi cuello, donde se quedaba durante horas al calor de mi niñez. La cuidaba como a nada en este mundo. Era una buena ideología. Era una ideología que hablaba de ser un buen hombre en el futuro, de construir un planeta un poco más cuerdo, un poco más justo, un poco menos disparatado. Era una ideología generosa, que me hacía pensar en los demás, me recordaba mis privilegios, la suerte cotidiana de un plato de comida caliente en la mesa, de una familia orgánica y funcional, de la presencia del amor en mi vida.
            Dormía conmigo en mi cama de niño, y me ayudaba a tener buenos sueños. Cuando aparecía un mal sueño, al despertar sobresaltado mi ideología me consolaba, se acurrucaba contra mí y me contaba historias divertidas en las que los buenos ganábamos siempre, me prometía una vida genial cuando fuese mayor, me invitaba a ser parte de una conjura contra el mal de este mundo.
Cuando empecé la escuela primaria, un día la quise llevar, convencido de que mi ideología tenía que conocer ese lugar donde pasaba tan largos ratos de mi vida. Mis padres se negaron. “Una ideología es muy importante, algo que hay que cuidar mucho. No la saques de casa, a ver si la vas a perder”, dijeron, balanceando el dedo índice, como hacen los mayores cuando quieren dar énfasis a una orden, pero que parezca un consejo sensato. Fue ella, mi ideología, la que me llamó a desobedecer, así que no hice caso. Me gustaba tanto mi ideología que me la escondí en la ropa, satisfecho por el cosquilleo agradable que me hacía su contacto en la piel, agarrándose con sus pequeñas y  suaves manos, rematadas por dedos de uñas romas.
            Durante el transcurrir de la mañana me di cuenta de que mi ideología me hacía un niño mejor. Ese día presté mis lápices, no peleé con los demás, y en el recreo, persuadido por ella, decidí compartir las cuatro galletas que llevaba con tres niños que no eran amigos míos, de esos con los que nadie quiere jugar y que siempre están solos en un rincón del patio, mirando cómo juegan los otros, sabiéndose excluidos por ser diferentes. En un acceso de amistad repentina, los invité a mi cumpleaños, a pesar de que no sería hasta varios meses después. Regresé a casa sintiéndome bien, totalmente convencido de que su presencia en mi vida solamente me traería alegrías, la opción diaria de sentirme mejor conmigo mismo.
            Desde entonces nos hicimos completamente inseparables. Bastaba que me vistiese para que ella se me trepara a un bolsillo, dispuesta a venir conmigo a donde fuese. Yo se lo permitía, porque cuando ella estaba cerca me sentía seguro, y mucho mejor que cuando no lo estaba. Nos hicimos socios de juegos, camaradas de travesura, compinches incondicionales para cada cosa que me tocaba vivir.
            Llegamos a la adolescencia juntos, casi al mismo tiempo. A ella le salieron unas tetitas incipientes, se le estilizó la figura, se le llenaron los labios y se volvió apasionada y luchadora, generosa con las palabras y siempre dispuesta a regalar consuelo. A mí no me salía la barba, pero por suerte perdí la voz de pito y los demás dejaron de confundirme con una niña, a pesar de llevar el pelo muy largo. Entonces nos preocupábamos mucho por todo el mundo, participábamos en política estudiantil y estábamos – mi ideología y yo – convencidos de estar construyendo un mundo mejor, de estar llamados y destinados a encabezar una rebelión que trajese por fin justicia, una revolución en toda regla.
Una vez nos enfrentamos con la policía, y cuando el escuadrón antidisturbios cargó contra doscientos cincuenta adolescentes temerosos como si fueran mercenarios en pie de guerra, mi ideología y yo nos asustamos mucho. Ella más que yo. Se escondió debajo de mi cama y se negó a salir durante varios días. Recuerdo que fue la primera vez que, juntos, nos preguntamos para qué todo esto, si valía la pena recibir palos en nombre de una guerra que parecía perdida antes de empezar. Al final la convencí, y organizamos una manifestación de protesta que una semana después convocó a varios miles de estudiantes. Al volver a casa, después de esa segunda manifestación, solos en la penumbra de mi habitación la miré con detenimiento, y me di cuenta de que ya era una mujercita. Los labios asomaban entre su pelaje blanco, más rojos que nunca, y sus pintitas de colores estaban en flor. Su rostro estaba serio, pero terriblemente hermoso, y en su mirada podía adivinarse el brillo inmaculado que solamente tienen quienes verdaderamente creen en algo. También descubrí sus primeras cicatrices. Una marca muy fea le cruzaba el pecho y parte del vientre, pero la llevaba con orgullo y elegancia.
            Cuando terminé la escuela secundaria, contaba los años por desengaños amorosos y políticos. La Argentina se ultraliberalizaba y yo ampliaba mis horizontes hacia nuevas experiencias vitales. Entonces comencé a no llevarla conmigo siempre que salía de casa, como había hecho toda la vida, sino solamente algunas veces. Cuando me veía con amigos, fumaba porros y me emborrachaba, no la invitaba a venir conmigo. Cuando salía con alguna chica tampoco la traía. Su salud desmejoró. El pelaje blanco perdió brillo, y todas las pintitas de colores vivos de antaño se volvieron de ceniza oscura. Sus cicatrices eran más evidentes que nunca. Ahora le trazaban rutas de dolor en la espalda y en las piernas, pero yo, sin embargo, me sentía intacto.
            Después llegó la vida casi adulta. Mi cabeza estaba lo suficientemente separada del suelo como para sentirme grande. Empecé a trabajar para una poderosa corporación multimedios, y comenzó a interesarme seriamente el dinero y los modales recios que lo acompañan. Me compré tres trajes y ocho corbatas de colores serios, y por esos días la guardé de nuevo en la misma cajita de cartón en que me la habían regalado. Puse la caja en lo más alto del armario. Así pude evitar el asco subyacente que me producía la mecánica laboral en la que estaba metido, y dedicarme a crecer profesionalmente. Por primera vez en muchos años, recuperé para mí el hueco junto a mi pecho que antes ocupaba mi ideología de toda la vida, y pude llenarlo de ambición, un coche y televisión por cable. Me fue muy bien. No hice dinero porque trabajando para otros no se hace dinero, pero hice ganar mucho dinero a mis jefes, y me sentía contento y orgulloso de mí mismo. Sin remordimientos ni miradas reprobadoras.
Algunas veces, los domingos por la tarde, solo en mi departamento de soltero, mientras rumiaba silenciosamente la resaca poderosa del fin de semana, recordaba la caja en lo alto del armario, y me sentía tentado de abrirla y tener una conversación seria con ella, pero en seguida me invadía como un torrente la culpa violenta de quien se sabe en falta, y me daba cuenta de que no podría soportar su mirada decepcionada, y mucho menos el perdón absolutorio que estaba seguro de conseguir. Entonces me refugiaba en la televisión. Por suerte, los domingos por la tarde siempre se podía confiar en que un buen partido de fútbol acudiese al rescate, armado de un poco de anestesia.
            Cuatro años más tarde, con tres úlceras a cuestas y seis trajes más en mi guardarropa, me sentí agotado. Entonces decidí irme a vivir a España. Fueron momentos difíciles, porque desarmar una casa y una vida, por más que se haga con ilusión, es algo que siempre duele. Revolviendo papeles viejos y trasvasando cajas y cosas acumuladas durante años y varias mudanzas, apareció la cajita de cartón que me habían regalado mis padres. La abrí, con una mezcla amarga de nostalgia, temor y remordimiento, y dentro, contra todo pronóstico, mi ideología seguía viva. Estaba muy desmejorada, eso sí. Se le había caído bastante pelo, y en los claros irregulares entre su pelaje, se adivinaba la piel de un color rosado pálido medio enfermizo, los ojos sin brillo y los labios no tan besables como antaño. Quise acariciarla, pero estaba dolida y ofendida. Por primera vez desde que me la habían regalado, me enseñó los dientes y un gruñido de rabia, así que cerré la caja con un enorme sentimiento de culpa. En el proceso de guardar en cajas lo que no podía traerme a Europa, tuve una duda mortal: ¿La dejaba o la traía? Pensé que hacía tanto tiempo que no la utilizaba que no valía la pena cargar con el peso, porque los dueños de los aviones no entienden nada de recuerdos ni de nostalgia, y mucho menos de buenas ideologías heredadas de los padres de uno. Al final, la certeza de que, aún maltrecha y desmejorada, era el mejor regalo que mis padres me habían hecho, decidí traerla.
            Una vez instalado en Barcelona, la cajita fue a parar al fondo de un armario nuevamente, y, ocupado como estaba en abrirme paso en el primer mundo, la olvidé sin culpas.
            Luego conocí a Gloria, y un poco de tiempo después llegó el primer embarazo. Pablo nació al principio de un verano caluroso y feliz, durante el que vivíamos temporalmente en Málaga, nuevamente invadidos de cajas de tantas y tantas mudanzas. La primera vez que lo tuve en brazos mi mundo entero tembló, y mi sistema de creencias se tambaleó para volver a afirmarse completamente sobre una simiente nueva. Al ser padre no se puede evitar aprender a sufrir por toda la injusticia contra los niños que hay en este mundo.
            A final de ese año nos volvimos a vivir a Barcelona, y volvimos a abrir las cajas tantas veces mudadas y vueltas a mudar. Recuerdo que había armado la cuna de mi hijo, y estaba en su habitación, cubierto de polvo y cansado por el esfuerzo. Había vaciado una caja y me disponía a plegarla para tirarla a la basura, cuando advertí que en el fondo quedaba la cajita de cartón de color madera. Preguntándome cómo habría llegado allí, estiré las manos y me la puse sobre el regazo, temblando, asaltado por una emoción nueva y desconocida. Temí que al abrirla mi ideología estuviese muerta, o que se hubiese transformado en un animal herido, que me saltase a la cara con intención de herirme, con toda razón. En contra de mis malos augurios, cuando desanudé la cinta verde, no la vi como esperaba verla, según la imagen mental de ella que había ido fraguando a lo largo de los años, inconscientemente, sino que la encontré como era cuando me la regalaron, un ovillo blanco brillante y peludo, con sus pintitas de colores renacidas y dos ojazos tiernos y dulces. El corazón me latió fuerte, impulsando una ola de sangre nueva que me navegó las venas como un viento profético. La tomé entre mis manos, sintiendo como ella temblaba de emoción, y la acerqué a mi cara, como tantas otras veces, pero esta vez con lágrimas en los ojos. Ella estiró sus manos pequeñas y suaves, y sin dejar de mirarme a los ojos, recogió en el hueco formado por sus manos una lágrima mía y se lavó lentamente la cara, sacudiéndose las gotitas con un movimiento de cabeza. Después me besó en una mejilla. Me levanté, apretándola suavemente contra mí, y aún con el sabor salado en los labios la deposité suavemente en la cuna de Pablo. Vi que ya no tenía ninguna cicatriz, y que su cuerpo era nuevamente cuerpo de niña. Ella me miró, sonrió y se hizo un ovillo junto al cuello de mi hijo.
            Ahora Pablo tiene cinco años, y no se separa de ella para nada. Está saludable y crece otra vez fuerte y bonita como nunca. Pablo no deja que nadie la toque, porque la ha hecho enteramente suya, y a mí me parece bien. Yo hago como si no supiese de su complicidad, ni que la lleva a todas partes como hacía yo. A veces cuando finjo no enterarme, intuyo que mi padre me hacía un juego parecido, para permitirme así conquistarla por pleno derecho y no por la fuerza de un legado. No le hablo de ella, pero observo en segundo plano todo lo que viven juntos. Algunas noches, cuando Pablo duerme y Gloria no me ve, me acerco sigilosamente a su cama y la tengo un rato en mis brazos. Nos miramos profundamente a los ojos, y ya no hacen falta palabras entre nosotros. No quedan heridas abiertas. Simplemente sabe que confío plenamente en ella para que enseñe a mis hijos a ser buenas personas.
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Foto del autor Federico Firpo Bodner
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