EL CHICO DE LA COLINA - captulo I
Publicado en May 15, 2024
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Silvita Lux tenía la certeza. En ese lugar había algo. Ella lo había visto. No sabía decir con precisión qué había visto pero decía y redecía que (ella) había visto algo. En La Colina. Y lo repetía, muchas veces; ampulosa en su decir. Nadie le creía. Nadie. Ni yo, que todo lo creía. En el portón trasero del colegio nos íbamos reuniendo; empandillándonos. Era en la siesta, y era fácil escaparse del colegio. Y así lo hicimos, escapamos; y emprendimos camino al otro lado de La Colina. Era en invierno. Silvita Lux nos capitaneaba. Marcelo Tona y Camilo de Spain ahuyentaban al frío y la ventisca helada. Sebastián Nicora imitaba el pedorreo de los chanchos cimarrones. Yolanda Ríos entonaba canciones guarangas que le enseñaba su abuelo el Mayoral. Charlie Fernández cascoteaba a los pájaros. Y allí íbamos, andando colina arriba. Los hoscos moradores del otro lado La Colina se escondían recelosos, desconfiados. Allí nadie nos quería. Nuestros uniformes nos delataban como alumnos del Colegio Nuestra Señora de Ranelagh: las polleras escocesas de las chicas y nuestros prietos blazer verdes nos crucificaban como “patanes” de ese colegio: el colegio de las “inglesas locas”. Allí nadie nos quería. Y allí íbamos, surcando la ladera boscosa. Uno de los hermanos mayores de Pacho Keenan nos vio. Se paseaba en su camioneta con su novia y nos vio. Pacho no estaba aquella tarde en la bandilla. Pacho estaba (en algún lado) jugando (en algún torneo) al hockey. Y allí íbamos, empandillados, forasteros; la tarde era amarilla y fría. Allí nadie nos quería. En La Colina. Guillermina Schauman y Lorna Pratt se hablaban en murmuras, se contaban añejas historias de miedo y espanto; primitivas leyendas del Dundee. Dolores Shape se les reía. Christian Becker y yo jugábamos a quién escupe mas lejos, afanosos, juntábamos saliva y moco; el viento empecinado desconcertaba cada gargajo. Y allí íbamos, en territorio hostil, recorriendo los oscuros senderos del otro lado de La Colina. La fronda de los árboles traía un siseo espeso. Todos hablábamos al mismo tiempo. Y el viento siempre silbando, arriba, contra el follaje. En todo el trayecto no cruzamos a ningún paleto del lugar. No obstante, sabíamos, nos estaban viendo, ahora mismo, atentos, vigilantes, espiándonos en la cerrazón de sus covachas; ateridos en esos antros de cartón y chapas viejas. Como bichos del bosque. Ningún paleto salió a nuestro paso. Ninguno emitió sonido alguno. Nadie asomó el pescuezo; el calcherío mudo y quieto como una tumba. Ni los perros se oían. Nada. Silencio absoluto. Pasmosa quietud. Aunque sentíamos sus miradas penetrantes; presentíamos, todos, la lacerante ojeada de los paletos. Yolanda Ríos cantaba cada vez más y más fuerte. Silvita Lux nos capitaneaba. Es por acá, ordenaba, firme y decidida. Caminábamos, diligentes, susurrantes, en el sendero escarpado; el sendero, ensimismado, se bifurcaba infinitamente, en infinitos senderos, a cada lado, adentrándose en el entramado boscoso. Y allí íbamos, vehementes, como cazadores furtivos, sedientos de novedad y sorpresa. Es por allá, ordenaba Silvita Lux. Marchábamos, la cuesta, en el laberinto del bosque. Lo trajinamos. El viento siempre arriba nuestro, silbando, clamando su siseo de pena. El frío es como un clavo en los ojos. Andábamos, entusiastas, enfrentado lo desconocido. Hasta que llegamos al sitio reseñado por Silvita Lux. Lo señaló en un claro del sendero, sobre un repecho de la escarpada, un declive pedregoso que parecía caerse de la colina. Es ahí, señaló. Y ahí estaba: el repugnante espectáculo de un caballo muerto, renegrido, brotado en sangre, un caballo apaleado, un pobre animal con el que alguien se había ensañado a garrotazos hasta sacarle la vida. Y ahí estaba: escuálido, muerto, envuelto en un charco de sangre, lleno de magullones, lacerado en todo su horror: el espectáculo era realmente repugnante. Todos mirábamos asqueados; callados; nerviosos, tensos; nadie se movía de su sitio. Ninguno decía nada. Todos mirábamos el asqueroso espectáculo. La tarde se hizo más fría. Charlie Fernández y Marcelo Tona se acercaron al caballo muerto, lo observaron detenidamente, olisquearon su hedionda osamenta, se llenaron de arcadas, volvieron a sus lugares; nos miramos, perplejos. Guillermina Schauman vomitó su almuerzo. La siguieron Lorna Pratt y Yolanda Ríos. Camilo de Spain se les reía. Silvita Lux lo retó y nos dijo a todos que mantuviéramos la calma. Un tenso frenesí nos recorría el espinazo… algo, alguien… una sombra se aparece de atrás del caballo muerto: un niño con un inmenso garrote en la mano: un niño de nuestra edad; diez, once años: un chico de La Colina: un pequeño paleto; un crío feo y desarrapado y roñoso y tétrico; blanquecino; linfático; cabello abultado y luminoso, colorado; ojos grandes y celestes, encendidos como dos brazas de color celeste. El chico nos mira. En su mano, el garrote chorrea sangre. Sonríe, desdentado; lascivo y sátiro nos mira; su boca es una cuenca oscura, como un pozo negro sin fondo. Sonríe, fiero; su cara no es cara de amigos. Es uno de esos niños que no iban al colegio, a ningún colegio; uno de esos niños que nada sabían de escuelas y maestros; un chico paleto; un chico de La Colina; último resabio de la antigua servidumbre galesa, lo que quedaba de las extintas estancias de la zona, de los Robson, de los Hudson; allí se ocultaban, ahora, en este tiempo, olvidados y malditos, anacrónica herencia de un pasado estanciero, de gangrena supurosa; allí se apiñaban, endogámicos, lejos del mundo, como parias del bosque, en el lado oscuro de La Colina. Y nos está mirando, garrote en mano, el garrote resplandece sangre de un caballo muerto. El chico nos está mirando, intenso, desafiante. Y alza su garrote, lo eleva al cielo; la sangre chorrea. Lorna Pratt pega un grito agudo. Dolores Shape un grito grave. Sebastián Nicora y yo tiritábamos de miedo, abrazados uno al otro, pasmados, azules. El chico da un paso; el garrote alzado. Y nos mira. El siseo del viento se detiene, un instante; todo es silencio absoluto. El chico da otro paso. El pozo negro de su boca sin dientes emite un sonido oloroso; un hedor apestoso sale de sus fauces. No se alcanza a entender lo que dice esa cuenca desdentada; pero nos asusta; nuestros nervios se retuercen. El chico trepa la escarpada, sigiloso se nos viene encima; su sonido gutural se hace nítido en el silencio del bosque. Estamos todos tiesos, mudos, abombados de espanto. Christian Becker emprende la corrida, como una saeta, huye rubio de la escena. Y todos lo seguimos, puro instinto. A correr, grita Silvita Lux, A correr, grita, fanática, morada la cara hinchada de venas. Y corrimos… corrimos, mucho… corrimos, todos, la pandilla, en fervorosa retirada; rajamos, desbocados, como dementes en fuga; huimos, a los gritos, atolondrados, histéricos, cruzamos La Colina temerariamente, casi volamos, zumbando en el aire. No volvimos al colegio, no, seguimos de largo, el portón trasero del colegio nos ve pasar como gatos del monte huyendo de un incendio, enajenados, seguimos camino de la Estación, siempre corriendo, siempre gritando. Miss Rosana Young nos cruzó casi llegando a la Estación, sorprendida nos miraba correr cual tropilla salvaje; pero ninguno de nosotros detuvo su carrera; la estampida sacudió a miss Rosana Young, que no salía de su asombro viéndonos correr despavoridos. Mórbidos de miedo. Hasta que llegamos a la Estación. Christian Becker y yo encabezábamos la bandilla, descuajeringados; correr era lo nuestro. Lorna Pratt y Sebastián Nicora cerraban la retaguardia. Y allí (al fin) detuvimos nuestra loca espantada. La Estación estaba vacía. El tremendo susto de La Colina comía nuestros nervios. Como en un cuento de terror. En la gélida tarde de Ranelagh. Y allí (al fin) rompimos en llanto colectivo, todos, todas, llorando casi a coro, aturdidos, perturbados, estallamos en lloros y lamentos y quejidos y profundos suspiros, sollozos, gimoteos infantiles y vuelta a llorar como criaturas recién destetadas. El terror (al fin) hacía estragos en nuestros cerebros. Teníamos un miedo indecible: el sangriento espectáculo del caballo garroteado. Y ese Chico de La Colina: su cabello rojo, su boca de pozo ciego, sus ojos como dos demonios celestes, su risa de miedo: su garrote manando sangre: su imagen de muerte. La imagen patente de ese caballo y ese chico revolotean nuestras conciencias. El pobre caballo todo roto en un escarpado al otro lado de La Colina. El chico paleto sin dientes berreando un brulote gutural con ansias del averno. Y el garrote fatal rojo de sangre… lloramos, hipamos, ¡mamengos!, chillamos… un rato, un rato largo. Concluido nuestro trance emocional, secos de tanto llorar, roncos de tanto grito, rumbeamos mansos en silencio para la casa de Javier Basso. Javi estaba enfermo, anginas, y no iba al colegio desde hacía dos días. En el altillo de su casa, a salvo de garrotes y chicos paletos, la pandilla cayó rendida.
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Foto del autor Martin Fedele
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Descripción

Folletn de terror y aventuras

Palabras Clave: folletn ranelagh fedele

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin



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