Salí muy temprano, cuando el sol apenas se insinuaba en el horizonte.
Atravesé el valle siguiendo senderos escondidos y después comencé el ascenso, dificultoso, lento.
Alcancé la cima cerca del mediodía, cansada.
El agua fresca de un manantial cercano me devolvió un poco las fuerzas y, andando aquí y allá, encontré una roca a la sombra de una saliente. Allí me senté.
Desde mi privilegiado sitial puedo divisar el pueblo más abajo, un racimo de techos asomando entre las copas de los árboles, la fina telaraña de las calles zigzagueando entre las moles y el campanario antiguo dominando sobre todo.
Los rayos del sol lo bañan con una claridad lechosa y arrancan destellos de las hojas mecidas por el viento. Un murmullo de follajes y de pájaros. Así, desde lejos, desde lo alto, parece tan hermoso, tan plácido… Pero es sólo una ilusión.
La brisa que forma remolinos con mis cabellos se ha negado ha traerme los ecos de la locura. Porque eso es lo que domina en ese lugar, reptando entre las manzanas grises y húmedas donde nadie capta el verdor y la luz que veo desde aquí.
Allí abajo ya nadie mira, ya nadie ve. Enterrados en la miseria cotidiana, ya nadie alza los ojos. Allí se fermentan el dolor y la desilusión.
¡Ah! ¡Si pudiera permanecer aquí, lejos de la vacía monotonía! ¡Si pudiera hacer mi nido aquí, como las águilas, en lugar de volver a mi guarida!
Pero no es posible.
La tarde va cayendo y debo volver a mi prisión de todos los días, como siempre, a arrastrarme sobre mis pobres alas atrofiadas.