¿Y éste de dónde salió?
Publicado en Feb 08, 2022
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Por Roberto Gutiérrez Alcalá
 
... hechos tan absurdos, extraños e improbables como la vez que estabas esperando el camión de la escuela afuera de tu casa, muy temprano, en la calle Yácatas, allá, en la colonia Narvarte, vestido con el uniforme del Simón Bolívar, impecablemente peinado con jugo de limón y tu mochila de cuero apestoso a la espalda, aunque todavía adormilado porque la noche anterior te habías desvelado viendo una película en la televisión, a pesar de que tu mamá te decía cada cinco minutos ¡ya vete a dormir!, y ahora pagabas las consecuencias, niño necio, desobediente, y a lo lejos viste cómo se acercaba el camión con las luces encendidas porque aún no amanecía del todo, y entonces pensaste que, apenas estuvieras en tu lugar, te recostarías sobre el asiento para dormir tan siquiera una media hora, que era más o menos lo que el camión tardaba en llegar al Simón Bolívar desde tu casa, y el camión frenó y se abrió la puerta, y tú subiste a él y empezaste a caminar por el pasillo, pero de pronto sentiste algo así como un mareo repentino, como cuando, después de haber permanecido un buen rato de cabeza sobre tu cama, te ponías de pie y primero todo te daba vueltas y vueltas y vueltas, y luego se te nublaba la vista por unos segundos..., y es que te diste cuenta de que en aquel camión no iban los niños de siempre, algunos de los cuales eran tus compañeros de clase, sino sólo... niñas, puras niñas que te miraban asombradas, como preguntándose ¿y éste de dónde salió?, y volteaste y viste que a unos cuantos metros de ti, por el pasillo de aquel camión que no era el tuyo, venía muy quitada de la pena Maruca, la hermana de Miguel y Poncho, tus vecinos, y Maruca se sentó junto a otra niña, mientras tú, cada vez más avergonzado, buscabas dónde esconderte, hasta que al final del pasillo descubriste un asiento vacío y lo ocupaste de inmediato, y entretanto el camión ya había llegado a la esquina, y, en vez de doblar a la derecha, lo hizo a la izquierda y tomó una ruta desconocida para ti, ¡buena la habías hecho!, pero... ¿por qué, cuando te percataste de tu error, no le dijiste al chofer que te dejara bajar, que te disculpara, que ése no era tu camión?, el temor al ridículo -que de todas maneras ya estabas haciendo- te había impedido abrir la boca, ahora lo sabías y pagabas las consecuencias de tu orgullo y tu cobardía, niño, y apoyada la cabeza sobre la ventanilla, te dio por pensar que a lo mejor ya nunca más regresarías a casa ni volverías a ver a tus papás y tu hermanita, ni a tus tíos y tías, ni a tu primos y primas, ni a nadie conocido, porque una banda de robachicos te secuestraría y te llevaría a otra ciudad a pedir limosna apenas la directora de la escuela de niñas –porque tenía que ser directora, no director- te echara a la calle por tonto, y te dieron ganas de llorar, pero te contuviste, pues no querías que el ridículo que ya estabas haciendo se agravara aun más, y el camión transitó por calles y avenidas por las cuales tú nunca habías pasado, y conforme transcurría el tiempo, el miedo y la angustia crecían dentro de ti, y también las ganas de llorar, y por eso se te salieron algunas lágrimas, no muchas, pero eso sí, en silencio, y el camión recogió a otras niñas en diferentes puntos de la ciudad, hasta que, al fin, cruzó un portón rojo y se detuvo a un lado de una cancha de basquetbol, y todas las niñas comenzaron a bajar, una a una, del camión y a dirigirse al patio de aquella escuela para integrarse a su respectivo grupo y rendirle honores a la bandera, como se hacía todos los lunes en todas las escuelas, y tú, sentado en tu lugar, muy quietecito, las observabas a través de la ventanilla y te preguntabas ¿y ahora qué va a pasar?, y de pronto oíste que alguien se aproximaba por el pasillo, y volteaste y viste al chofer que te miraba con los ojos muy abiertos, y luego, sin decir palabra, corrió y bajó del camión, y al cabo de cinco o diez minutos una señora ya grande y muy seria, vestida toda de negro y con el pelo canoso recogido en un chongo parecido al que en ocasiones se hacía la abuelita de tu amigo Martín, subió al camión seguida por el chofer y caminó hasta donde tú te hallabas, y te preguntó quién eras, cómo te llamabas, qué hacías ahí, y tú únicamente atinaste a decirle que te habías equivocado de camión, que te perdonara, que no te echara a la calle, y entonces la señora se puso a regañar al chofer y a decirle que no entendía cómo no se había fijado que un niño -¡un niño!- se hubiera subido al camión de un colegio de niñas -¡de niñas!-, y el chofer, con la cabeza baja, sólo repetía una y otra vez no volverá a ocurrir, señora directora, no volverá a ocurrir, y luego la señora bajó del camión seguida por el chofer, y tú te dijiste que, si no te echaba a la calle, la señora aquella de seguro le hablaría a la policía para que te llevara a una correccional de menores, pero resulta que, al cabo de otros cinco o diez minutos, una señorita con una bolsa de plástico en una mano subió al camión, se sentó junto a ti y te ofreció un sándwich y un jugo que sacó de la bolsa de plástico, y tú aceptaste el jugo, pero no el sándwich, pues tenías mucha sed, no hambre, y luego el chofer subió de nuevo al camión, lo encendió y lo puso en marcha, y el camión cruzó el portón rojo y avanzó por una avenida dividida por un camellón muy ancho donde unos trabajadores estaban plantando unas palmeras, mientras la señorita te iba diciendo que no te preocuparas, que pronto estarías en casa, sano y salvo, y que un incidente como aquél bien podía sucederle a cualquiera, y poco a poco, con la presencia de aquella señorita tan linda y tan amable a tu lado, tú fuiste recobrando la calma y la serenidad, e incluso, cuando el camión ya se encontraba a unas cuantas cuadras de casa, te pusiste feliz feliz feliz porque súbitamente comprendiste que, gracias a aquella aventura, ya no tendrías que ir a la escuela ese día...
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Foto del autor Roberto Gutiérrez Alcalá
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