Los ladridos del perro acompañaban las campanadas de la iglesia. El sol golpeaba con fuerza sobre las polvorientas calles de tierra, y la sombra de una gran ave recorría los techos de los ranchos. Así comenzaba el tercer domingo del año en este pueblo remoto.
Decenas de personas se acercaban al llamado del templo, una congregación de paisanos cruzaba la plaza a caballo, acompañados de sus esposas e hijos. Hasta los perros estaban invitados a la oratoria.
Jorge observaba el gentío desde la cima del cerro Santo, el más pegado al pueblo. Desde esa altura, el viajero podía distinguir los distintos ranchos y viviendas, todos unidos por un camino de tierra que llegaba hasta la plaza principal. El joven sintió curiosidad por saber cuántas familias vivían en este remoto asentamiento, pero el calor de la mañana lo fatigaba e impedía que lleve un conteo claro en su cabeza. Las personas desde ahí arriba parecían hormigas que se acercaban a un punto en específico, como si de visitar a su reina se tratara.
El muchacho descolgó su mochila viajera del hombro, y la apoyó en el deshidratado suelo. De su interior reveló un mapa de la zona, desplegándolo cuidadosamente sobre la tierra y arrodillándose frente a él. Con el ceño fruncido y su dedo índice, siguió la línea de una ruta marcada en rojo, frenándose en un punto. “Debo estar acá, no pude haber caminado tanto”, pensó.
Si sus cálculos eran correctos, se tendría que encontrar a mitad de camino entre Otero del Valle y Juan B. Martiniano, pero el pueblo que estaba debajo de él no figuraba en ningún lado.
Culpó a la versión vieja del mapa: “Esto me pasa por robarle las cosas al nono”.
Bebió los últimos sorbos de agua que le quedaban en su cantimplora, y acomodó las cosas dentro de la mochila. No tenia mas opción que bajar a buscar provisiones.