A ciento sesenta años del nacimiento de Gustav Mahler
Publicado en Jul 07, 2020
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Por Roberto Gutiérrez Alcalá
 
Debido, sin duda, a sus dimensiones a veces descomunales y a su lenguaje completamente nuevo, las obras de Gustav Mahler fueron interpretadas muy poco en vida del compositor y casi nunca alcanzaron el éxito. Sin embargo, Mahler tenía una fe ciega en ellas; de ahí sus famosas palabras: “Mi tiempo llegará.”
Nacido en Kalischt, Bohemia, el 7 de julio de 1860, en el seno de una familia judía, de adolescente ingresó en el Conservatorio de Viena, donde entabló amistad con, entre otros músicos, Hans Rott, quien habría de ejercer sobre él una influencia decisiva, en especial con su Sinfonía en mi mayor, ninguneada por Brahms (Rott murió en 1884, a los 25 años, avasallado por la locura, la depresión y la tuberculosis; hasta la fecha es prácticamente un desconocido).
En 1878, luego de concluir sus estudios en el conservatorio, Mahler se inscribió en la Universidad de Viena, donde asistió a las clases de Anton Bruckner.
Dos años después terminó la primera versión de lo que se considera su opus 1: la cantata coral La canción del lamento, basada en cuentos de Ludwig Bechstein y los hermanos Grimm.
En marzo de 1888 puso punto final a su Sinfonía número 1 en re mayor, “Titán” (Mahler tomó este nombre de la novela homónima del escritor alemán Jean Paul), la cual fue mal recibida por el público y la crítica.
Como aspiraba al puesto de director de orquesta de la Ópera de la Corte de Viena y era imposible que un judío ocupara un alto cargo al servicio del Impero Austrohúngaro, Mahler se convirtió al catolicismo en febrero de 1897.
El 15 de abril de ese año asumió dicho puesto, en mayo debutó con una representación de la ópera Lohengrin, de Wagner, que logró concitar el entusiasmo de la prensa, a excepción de la antisemita, y, en octubre, el emperador Francisco José I lo nombró director artístico de esa institución musical.
A los 41 años, Mahler se casó con Alma Maria Schindler, de tan sólo 23, hija del pintor Emil Jakob Schindler. Cabe decir que la relación entre ambos nunca estuvo exenta de conflictos y desencuentros, en buena medida por los celos de él y la coquetería de ella, y porque, además, Mahler obligó a Alma a abandonar sus estudios musicales.
En 1907, Mahler sufrió dos golpes durísimos: perdió a su hija mayor, Maria Anna, como consecuencia de un ataque de escarlatina y difteria, y se enteró de que él mismo padecía una enfermedad cardiaca.
Por si fuera poco, los ataques antisemitas de los que había sido objeto desde tiempo atrás se acentuaron a tal grado que resolvió dejar la Ópera de la Corte de Viena. Pronto, no obstante, fue contratado como director jefe de la Ópera Metropolitana de Nueva York, ciudad a la que viajó en compañía de su familia el 9 de diciembre.
Con todo, en su nuevo sitio de trabajo también tuvo problemas, por lo que, al cabo de dos años, renunció para dirigir la Orquesta Filarmónica de Nueva York.
A pesar de su intenso y agitado quehacer profesional, a esas alturas de su vida, Mahler ya había compuesto diversas obras para voz y orquesta (Canciones de juventud, Canciones de un caminante, Canciones sobre textos de El cuerno mágico del doncel, Canciones sobre poemas de Rückert y Canciones para los niños muertos); una para dos voces y orquesta (La canción de la tierra), así como ocho magistrales sinfonías.
Entretanto se entregó a la composición de la Novena.
De esta singularísima obra, el director de orquesta y compositor alemán Bruno Walter, uno de los mayores divulgadores de la música mahleriana, escribió: “Der Abschield (La despedida) pudo muy bien haber sido el título de la Novena sinfonía. Nacido de igual modalidad que Das Lied von der Erde (La canción de la tierra), pero sin otro nexo musical que lo una a esta obra, desarróllase el primer movimiento en forma de una trágica y noble paráfrasis del sentimiento que prevalece en las despedidas. Es una única y sublime suspensión del ánimo que vacila entre la tristeza del adiós y el luminoso vislumbre del Paraíso, y que eleva el movimiento a una atmósfera de místico transporte. El segundo movimiento es notable por su carácter variable. Bajo la alegría de la superficie se insinúan ecos de tragedia, y al escucharlo se tiene la sensación de que todo ha concluido. En la retadora agitación del tercer movimiento, vuelve Mahler una vez más a demostrarnos su estupendo y magistral dominio del contrapunto. En el último movimiento, el compositor se despide del mundo, y llega la conclusión como una blanca nube que se disuelve en el infinito azul del firmamento…”
Mahler aún compondría el Adagio de lo que concibió como su Décima sinfonía, pero no pudo estrenar ni la Novena ni esta última partitura. Ya muy enfermo de endocarditis estreptocócica, regresó a Europa en abril de 1911. En París fue tratado infructuosamente. Entonces, Alma decidió llevárselo a Viena, donde finalmente falleció el 18 de mayo. 
Siete años antes, Mahler le había escrito una carta a Alma en la que le decía: “No permitas que la negación te extravíe cuando se cierne otra vez sobre ti y no puedes encontrar tu camino durante algún tiempo. Nunca creas que lo positivo no está ahí o no es la única realidad. Piensa sencillamente que el sol se ha ocultado detrás de una nube, pero volverá a aparecer de nuevo.”
La música de Mahler permaneció oculta, durante algún tiempo, por una enorme nube de incomprensión y, acaso, de odio. Por fortuna, hace varias décadas volvió a aparecer de nuevo para iluminar nuestro espíritu.
Como él mismo predijo, su tiempo llegó.
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