Pulpita VI -Soles gemelos
Publicado en Sep 21, 2009
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  -Secretos ¿querés saberlos? Son muy caros y vos sos un pichi, Ángel. Sin ofender.
Abrí el sobre de papel madera y puse cien sobre la mesa.
-dáselos a la Mimos y hacete tirar la goma con eso... Ah, cierto que esta noche es del Coronel.
Puse doscientos y me compré una carcajada. Vacié los bolsillos.
-es todo lo que tengo, Millán.
-¿Por qué no te olvidas, Ángel? Te vas a lastimar, no podés cambiar nada.
-te lo pido por favor, Millán.
-Cruz Strelassa es un sorete. ¿Eso querías saber? Guardate la plata, nomás, Ángel. ¿Estás enfermo?... estás muy pálido.
-Millán, ¿Qué tiene que ver Strelassa con los Mezquita?
-...
-Dale, Millán.
-¿tenés un cigarrillo?
-Camel, sin filtro.
-dame uno. Yo solo fumo cuando estoy borracho.
Insertó, con dificultad, el cigarrillo en una boquilla símil caoba. Le di fuego. Dio una larga pitada. La botella del whisky del Coronel ya brillaba en toda su transparencia, como una  reliquia absurda en la vulgaridad reinante en aquel salón. Millán exprimió el vaso y consiguió un último trago que le supo a poco. Enfocó sus pupilas en las mías y siguió:
-Strelassa es el abogado de los Mezquita desde hace dos o tres años. El viejo Josef ya está senil y muy mal del corazón, así que para Strelassa es como un caramelito blando: no lo muerde para poder saborearlo; y se le hace agua la boca. Desde que limpió a López Alfaro, prácticamente le maneja los negocios; y ya se puso a los socios, y a los hijos en el bolsillo.
-¿a la hija también?
-tu novia- dijo con una sonrisita cínica.- es una zorrita de clase alta y educación cara, única hija de su último matrimonio... ¿sabías que Josef liquidó a todas sus esposas, a las cuatro que tuvo?...no, seguro que no sabías. La nena es una malcriada... si el viejo se entera de sus andanzas, estira la pata al instante...
-¿que andanzas?
-no te olvides que el viejo Josef además de ser árabe... turco, sirio o algo así... tiene como cien años; se entera cualquier pavada de la hija y se muere antes de poder matarla.
-entonces la hija...
Millán me cortó levantando una mano:
-coge con Strelassa. No se si está o no está enamoradísima, como me dijeron, pero sé que está preñada. Capaz que viendo las intenciones del gordo y lo bien que le están saliendo las cosas con Josef, hizo los cálculos y piensa que teniendo un hijo con él, hace su negocio. Si, Ángel, poné esa cara si querés: yo tampoco entiendo que le ven a ese gordo de mierda. Pero es así. ¿La actual mujer no te ponía los cuernos con él cuando era tu novia?
-Lorena, la última vez que fue a visitarme, me juró que se volvía a Rosario.- sentí una puntada insoportable, la peor, en el estómago.
-ah, entonces creele. Es una mujer de palabra y se casó con él.
-hija de puta.
-ya está, Angel. "Nadie muere mocho". ¿En serio estás bien?
-así que, según vos, Paulina Mezquita está enamorada de Strelassa.
-enamoradísima, te dije... y también que está embarazada. ¿sos sordo, Ángel?
-eso no te lo creo.
-no me creas nada si no querés, Ángel. Igual no agarré tus mugrosos pesitos.
-¿y eso como lo supiste?
-nunca se sabe.
-¿la conocés a Teresita Jara?
-desde mucho antes que vos a Alquimes.
-no sabía.
-por eso estás acá.
Me estaba mareando. El estridente chamamé que sonaba en el fonógrafo, me aturdía. Millán pidió al Cordobés un vaso de agua para mí y una nueva medida de whisky para él. Millán dio un buen sorbo. Una mosca se posó en mi mano helada.
-y tampoco sabías que el que limpió a Alquimes fui yo. Autoría mediata, obviamente. Ojo que no fue nada personal. Te lo tengo que decir: era un buen tipo pero estaba muy arrepentido de haber traicionado a los del sindicato, dijo que tenía varios amigos... y más se apenó al enterarse lo de los fusilamientos... Es que en esto no hay que querer a nadie, che: el amor es una cosa, la razón es otra. Ese fue su único error y habló de más con aquel periodista canadiense; por eso se tuvo que ir. Primero él y después el periodista. Bien. Yo sé que Alquimes era un tipo de códigos, vos también sabés, pero tuvo esa debilidad. Respeto a Alquimes por la J que me dejó en la frente, mirá: dieciocho puntos de sutura. Lo admiré y lo sigo admirando, que en paz descanse. Nadie me había hecho perder tanta sangre. Yo soy un tipo de códigos... pero ojo, no soy un cagón. Nunca nada es personal.
-¿Por qué me contás todo esto?
-porque nunca se sabe, Angel... nunca se sabe.
Las puntadas ya me resultaban insoportables y hasta empecé a sentir chuchos de frío. Me sentía exhausto. Para colmo, volvió la paranoia en mi certeza de haber sido envenenado.
-me voy, Millán. Me siento muy mal.- me incorporé lentamente, concentrando mis esfuerzos por no evacuar ahí mismo.
-Ángel, me olvidaba: te andaba buscando el Polaco. Y tomá la plata. Pagame el whisky, nomás.
-gracias, Millán. Te debo una.
Hice unos pocos pasos y me volví para preguntarle:
-¿el Polaco te dijo para que me buscaba?
Se cortó la luz. Oí raudales azotando las chapas, oí abucheos de comensales ebrios y putas.
Oí a Millán contestarme:
-no, Ángel... pero nunca se sabe.
  

Las calles eran meros afluentes llevando mugre, bajando al río; hacía un buen rato que yo estaba en un zaguán oscuro y anónimo, esperando a que amaine, abrumado en la penumbra por todo lo que había confesado Millán y sobre todo, por haber vuelto a ver a Lorena; el malestar de mis tripas revueltas, ese asco a todo, no era nada. Debía encontrar al Polaco;  preguntarle si, aunque sea, él sabía qué diablos había estado pasando. Tuve la intención de levantarme, terco, e ir hasta la Despensa, pero pronto sentí arcadas, ladeé la cabeza y volví a vomitar. Con la luz de los relámpagos, junté fuerzas y seguí camino a duras penas, obstinado en llegar hasta mi pieza; necesitaba echarme, aunque fuese un rato, a descansar, a ordenar todas las imágenes revueltas en el estómago. Me convencía de poder llegar a cada paso, me decía que allí, evitando las goteras en ese paraíso bajo un techo de chapas, podría cambiarme la ropa, los zapatos y los soquetes empapados, que además allí me esperaba, parco en su escondite, el .32 que tanto iría a hacerme falta en caso de encontrar al Polaco.
Pero aún  tambaleaba en  la tormenta.
Mareado, recordaba haber trepado como un gato, haber caminado, grácil, la medianera del caserón; en cambio,  jadeando adivinaba mi camino en aquella cruda intemperie en la que apenas podía mantener el equilibrio y en la que me resultaba una proeza trazar una línea recta, no ya en el rumbo hacia el conventillo, sino que debía sostenerme para ayudarme a seguir sólo por unos pocos pasos más. Así, iba de árbol a tapial. Ladraban perros. Respiraba entre arcadas. Iba desde la pared, trastabillando,  hacia el alambrado.
    Tuve la fatídica certeza de que jamás me iría a Brasil.
    En plena calle Aguado (cuando la iba cruzando) caí de rodillas al barro, con un alarido atragantado, con  un calambre invencible que me había petrificado el vientre. Tomándome el abdomen con las manos entrelazadas, me eché de costado, rendido y en posición fetal, con medio cuerpo sumergido en un leve torrente.
   Tuve la certeza de haber sido envenenado.
Como en un sueño, noté el acercarse de soles gemelos que reflejaban y doraban la lluvia, el barrial, el agua en los charcos.

El coche se detuvo. 
Terminé de  despertar agradeciendo a un cielo en pleno llanto. Quise clamar por  auxilio a gritos, suplicar que me sacaran de la intemperie de mi indefensión, implorar a, fuera  quien fuese el bendito samaritano, que me llevara al maldito Hospital. Pero tridentes en mi vientre lo impidieron,  ahogándome la voz. Volví a vomitar. Un hilo de sangre negra y viscosa se me pegó al dorso de la mano con la que me fregué la mejilla.  Luché contra el asco y la derrota y volví a ahuyentar a  una inconsciencia que paciente  acechaba.  Lágrimas y lluvia se mezclaban, cegándome con la luz de los soles gemelos.  Desde el interior del coche acaso deliberaban si ese bulto negro, atravesado en plena calle Aguado, era un perro muerto, o quizás un ebrio en una de sus peores, o si era un buen cristiano que allí yacía. Me preparaba a persignarme cuando el rojo resplandor de mis párpados apretados dio tregua a mis ojos, anocheciendo en violeta.
Intenté arrastrarme arañando la baba que era aquel limo disuelto en el torrente.
En cuatro destellos vi al Dodge de Millán.
Creí oir risas. 
Otros cuatro refucilos y una eternidad hasta que oí el abrirse de una de las puertas, hasta que el pasajero bajó.
El motor seguía murmurando.
Oí el chapotear de los pasos en aquel barro casi líquido, en plena calle Aguado. 
Las luces altas se encendieron y no pude ver mas que la sombra gigante que se acercaba.
El Polaco levantó el brazo. Llevaba algo en la mano.
Todo se volvió azul cuando sentí el metal estrellarse en el parietal de mi lado malo. Volví a sentir el mismo ruido y el mismo dolor.
Los soles gemelos fueron desvaneciéndose. También la lluvia, también los charcos y el dolor.
                     
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Descripción

lo que un botonazo pardo al policial negro

Palabras Clave: coche lluvia envenenado

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos


Creditos: Inocencio Rex

Derechos de Autor: Inocencio Rex

Enlace: hotrat70@hotmail.com


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