Sala Cuatro
Publicado en Dec 22, 2009
Prev
Next

 
               Yo deseaba caminar por el jardín de la señora Eulalia, o encontrarme con don José, asi de improviso, tal vez en la calle, para despuntar juntos esas conversaciones que no nos llevaban a ninguna parte, pero que sin embargo nos entretenían. Y también soñaba con volver a conducir el forcito hasta el empalme, como todos los fines de semana, para ver a Mabel.
Pero era imposible: había que estarse ahí, aguantarse a que lo vinieran a limpiar, a clavarle agujas por las zonas más insospechadas del cuerpo; a que los doctorcitos lo olfatearan como si uno fuera un hueso podrido. Y aguantarse también a la caba de la Sala Cuatro que tenía prohibido tener revistas, y cuando pescaba alguna la hacía pedazos o se la llevaba.
Todo empezó a andar mal la vez que yo me di cuenta: no fue una visión rápida, como si una lamparita se prendiera, no; fue mas bien una noche en vela, acompañada por una mañana angustiante, seguida por otra noche con posibilidades de dormir, pero impidiéndomelo el viejo de la 407, Sala Cuatro, que se moría, se moría, y no había nadie a su lado, ni la caba para quitarle al viejo el Clarín que hacía tiempo no leía, y sin mirarlo, decirle que estaba prohibido.
Me fui dando cuenta de a poco: yo también iba a morirme, sin ganas de comer el puré o la sopita liviana, como decía la mucama.
Entonces entraba la luz de la luna por la ventana y azulaba la pieza.  La sala parecía nevada por el azul. Y era cuando yo tenía ganas de levantarme, salir, por lo menos ir a despedirme de la séñora Eulalia; sentía ganas de encontrarme como de paso con don José y decirle simplemente: "Vió don José, la vida es así", porque la resignación me había ganado, la resignación era toda mi alma, y seguramente también el cáncer que me pudría. Y hasta tenía ganas de acariciar a mi forcito y dar un último paseo hasta el empalme para ver a Mabel.
Pero estaba en esa cama que lo único lindo que tenía era esa luz que la cubría, y yo pensaba en la luna y las estrellas ... Pero, ¡carajo!, ¡qué me importaban las estrellas! Sólo deseaba dormir tranquilo, y mentiras que estaba resignado: quería vivir, pero sabía que con desearlo no lo iba a conseguir. Los médicos no me lo decían, la caba esquivaba mi mirada; la monja solamente hablaba de Dios.
Pero en el fondo yo ya lo sabía, y seguro que me iba a encontrar en algún lado con el viejo de la 407, Sala Cuatro y juntos, por lo menos, putearíamos a la caba.
 
Y soñé que me moría, que la caba veía algo rojo dentro de mi boca, y lo sacaba, desparramándolo por la habitación mientras un raro lagarto estaba atento para devorarlo.
Otras veces soñaba que Mabel me reanimaba: soplaba en mi boca porque me faltaba el aire, y era como si el aire de Mabel no me alcanzara, y la muerte fuera eso nada más: un golpe negro en el corazón, y dejar de respirar para siempre.
Y de día eran angustias diferentes pero parecidas; era observar la cama 407 que había estado ocupada por el viejo, y verla ocupada por otro moribundo, pero joven, demasiado joven para sufrir su dolor, y además tener que aguantar las humillaciones de los mediquitos y de las enfermeras. Se llamaba Manuel, y yo sabía que también Manuel iba a morir.
Pero el dolor de Manuel era llorado por una hermosa parentela, que se retiraba de su cama cada vez que Manuel preguntaba con su mirada.
Es tonto decirlo, quizas insignificante, pero yo envidiaba a Manuel, porque su recortado territorio, estaba siempre ocupado con alguien: una rubia que lloraba con una dulzura que producía extasis; una mujer mayor que ocupaba pañuelos y pañuelos, y que vaciaba frascos de colonia en la cabeza de Manuel; y por fin por un niño con cara de paz, ignorante tal vez de la tragedia, haciendo globos con su chicle que a veces estiraba hasta donde alcanzaba el brazo.
 
Yo estaba solo. La señora Eulalia no se acordaría de mi, siempre tan preocupada por sus geranios y sus plantitas de estación. En cuanto a Mabel era como una compañía de fin de semana, una tierna amiga con la que se hablaba de cosas ligeras y fáciles; inútil incomodarla.Todo era mirar el techo: aquella pequeña rajadura que le hacía recordar el rostro de don José; pobre, qué viejo era. Qué tonto era en sus respuestas, tan obvias, tan poco razonables... Sin embargo, qué lindo sería que viniera a visitarme para charlar naderías.
De manera que lo único que restaba era envidiar a Manuel, desear ser Manuel, pensar en alguna rubia que hubiera pasado por mi vida, pensar en mi madre, y en Tito,mi sobrino, desfachatado y locuaz como el muchacho del chicle.
 
Todas las noches los sueños volvían a mí con sus pisadas tenues al principio, para desencadenarse en pesadillas donde veía el confluír de varios ríos, y yo en el medio, tratando de nadar; Mabel ahogándose cerca de mí, pero a pesar de eso tendiéndome una mano, queriéndome salvar, aunque distante, cada vez más distante, cada vez menos Mabel.
Me despertaba gritando, con sed en la boca, y tenía la necesidad inmediata de mirar hacia la 407 a ver si Manuel estaba, si se movía. Luego me tranquilizaba, pero sabía que a la noche siguiente mi pesadilla iba a terminar justo en el borde de la cama de Manuel, en el momento en que lo percibiera con vida. Ése era el límite.
¿Y cuando Manuel no estuviera? Aunque bien podría desaparecer yo antes que él. A menos que todo sombríamente coincidiera, y Manuel y yo...
 
En ese caso pensaba que por caridad, y porque yo había preguntado muchas veces por él, y además por el hecho de coincidir raramente en el día y en la hora, sus deudos se repatirían también en mi cama, y alguien, quizá la rubia, quizá la madre, me cerraran dignamente los ojos y un pañuelo de colonia inglesa me mojaría la frente, hasta que viniera la caba a arrancármelo.
A partir de ahí los caminos serían diferentes. Él se iría a una bóveda o a un nicho. Yo seguramente iría a parar a una bodega, a un sótano, o a una mesa de estudiantes, si nadie me reclamaba.
Poco después vino el suero, gota a gota alimentando mi cuerpo, gota a gota sosteniéndome, para que hasta el final, hasta que no se pudiera más, fuera algo parecido a un hombre.
 
 
 
Por aquellos días cambiaron a la caba. Me di cuenta porque mi otro compañero de cama, el de la 409, Sala Cuatro, leía las revistas en cualquier momento, y también porque vi a la caba reemplazante cambiándome la botella de suero sonriéndome.
Todas las mañanas me registraba el pulso, controlaba si las gotitas bajaban, me hacía la cama. Aquí se producía un extraño hecho que me desconcertaba. Quiero decir que la nueva caba, cuyo nombre lamentablemente no sabía, me hacía cosquillas en las plantas de los pies para que yo los encogiera. Así ella estiraba más cómodamente la sábana, la metía debajo del colchón, y se iba.Todos los días la misma actitud: apartaba dos sábanas del montón, se dirigía a mi cama, me rascaba la punta de los pies, y terminaba su tarea con toda facilidad.
Al principio pensé que las cabas eran todas personas extrañamente enfermas, y que las elegían así a propósito. O que a las más raras las mandaban a cuidar enfermos moribundos como castigo.
Después pensé que a raíz de su propia enfermedad no podían tenerles respeto a los moribundos, porque para ellas era lo mismo cuidar de un gato o un perro que de un hombre próximo a morir. En realidad a mí me faltaban fuerzas para enfrentarla, para decirle eso de la compasión y de la piedad que ella había olvidado, porque sentía una nube girándome por la cabeza, y los dolores se hacían cada vez más intensos, sobre todo ése, que habiendo bajado por todo el cuerpo, ahora parecía detenido en el hígado. Sí; mi fin estaba próximo. Ni siquiera podía incorporarme para ver la cama de Manuel,y reconocer si todavía estaba él, o ya era reemplazado por otro.
 
 
Mucho después pensé, y ya cuando el suero había hecho su parte, cuando me pude incorporar para ver -ahora sí, claramente- la cama de Manuel vacía, e imaginarme a Manuel no encerrado en un nicho, sino dando vueltas por el aire, contento con su libertad, recitando a gritos estrofas de algún verso mal aprendido en el Nacional, repartiendo flores a los vivos (las mismas que le habían llevado a su velatorio), pensé, digo, que tal vez no me estaba muriendo. Y fue como una pequeña llamita de dicha, una llamita elemental, alimentada quizá por algún susurro de Manuel, o por un verso mal dicho, o por una flor caída al costado de mi cama. Sin duda Manuel estaba detrás de esto, sobre todo, cuando Clara, la caba, seguía insistiendo en hacerme cosquillas en los pies, cada vez que venía a cambiarme la sábana.
                                        Guillermo Capece (1976)
Página 1 / 1
Foto del autor Guillermo Capece
Textos Publicados: 464
Miembro desde: Jul 27, 2009
2 Comentarios 320 Lecturas Favorito 0 veces
Descripción

Palabras Clave: Sala cuatro luna esperanza

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin


Derechos de Autor: Direc.Nacionaldelderecho de autor(G.C.)


Comentarios (2)add comment
menos espacio | mas espacio

Guillermo Capece

Gabriel:
muchas gracias por tu comentario; me has hecho un hermoso regalo navideño.
Pronto iré por tus escritos.
Saludos
Responder
December 22, 2009
 

gabriel falconi

GUILLERMO
NO TENGO PALABRAS PARA DESCRIBIR LO QUE ME PARECIO ESTE CUENTO
LAS PALABRAS PRECISAS EL RITTMO QUE NO DECAE Y EL FINAL ESPERANZADOR
TAMPOCO ME ALCANZAN LAS ESTRELLITAS
TE FELICITO
Responder
December 22, 2009
 

Para comentar debes estar registrado. Hazte miembro de Textale si no tienes una cuenta creada aun.

busy