Mientras admirabas las grises gotas de agua que dejaba caer el cielo, la incesante tormenta aumentaba su intensidad. Tu mirada reflejaba la inquietud que te provoca el sonido de la lluvia al caer al suelo. Mantenías una postura cabizbaja, serena, como si aquella tormenta de abril no te hubiera sorprendido, se escuchaba a lo lejos Dear heart de Henry Mancini en alguna de las casas. En aquel instante de caos y tranquilidad te dejaste llevar por la corriente, tus manos las dejaste libres para tomar cualquier rumbo. Ocultaste tu mirada, algo pasó por tu mente que te hizo llorar y sonreír a la vez. Quizá fue el sonido mezclado de lo que te rodeaba en esos momentos.
–Te quemaste por menso. –No, tú me quemaste. –Ustedes tuvieron la culpa por dejarme sola mientras me cambiaba de ropa. –Tuvo la culpa tu Adrián que se quería meter a la alberca rápido. –Pues ahora no les daré bloqueador solar.
Recordaste lo feliz que fuiste hace tres días, tu cuerpo aún guardaba las sensaciones de aquellas pasionales noches. Volviste a abrir los ojos pero sólo te permitiste mirar el  grisáceo cielo, las ventanas rotas caían a tu lado, los carros bailaban contigo un vals mortuorio mientras las lágrimas del cielo y de la tierra  se entrelazaban.
–¡Les dejaré a Adrián a su cuidado! –¡Tu vida vale más que la de nosotros, no te resignes aún! –¡Aprecio más sus vidas sobre la mía! ¡Sólo les deseo que sus vidas  estén llenas de alegría!
En aquella ciudad, en ese momento, todo era silencio. Aquellas horas duraron días, meses, años. Lentamente te perdiste entre la inundación de la ciudad, tus palabras traspasaron pensamientos. Te quedaste con todos sus sentimientos, atesoraste hasta los últimos momentos juntos. Y dejaste a todos aquí, en este silencioso y melancólico mundo. Tan llenos y vacíos de ti.